Sherwood Anderson
(Camden, Ohio, 1876 - Colón, Panamá, 1941)

Lámparas apagadas
(“Unlighted Lamps”)
Originalmente publicado, como “The Triumph of the Egg”,
en la revista The Dial, Vol. 68, Núm. 3 (marzo de 1920);
The Triumph of the Egg
(Nueva York: B. W. Huebsch, Inc., 1921, 269 págs.)


      El domingo por la tarde, a las siete en punto, Mary Cochran salió de las habitaciones donde vivía con su padre, el doctor Lester Cochran. Era el mes de junio del año mil novecientos ocho y Mary tenía dieciocho años. Primero caminó por la calle Tremont hasta llegar a Main y después cruzó las vías del ferrocarril hasta llegar a Upper Main, una calle bordeada por pequeñas tiendas y casas destartaladas. Aquel era un barrio tranquilo y sin encanto, especialmente los domingos, cuando poca gente se adentraba en sus calles. Mary le dijo a su padre que iba a misa, pero esa no era, ni mucho menos, su verdadera intención. No sabía muy bien lo que quería hacer. —Quiero estar sola. Necesito tiempo para pensar—, se dijo mientras caminaba lentamente. Era una tarde demasiado agradable y no deseaba pasarla sentada en una oscura iglesia escuchando hablar a un hombre sobre temas que aparentemente nada tenían que ver con su propio problema. Su vida acababa de dar un giro radical y ya iba siendo hora de que empezara a pensar seriamente sobre su futuro.
       Ese serio y reflexivo estado de ánimo en el que Mary estaba sumida era consecuencia de una conversación que había mantenido con su padre la noche anterior. Sin previo aviso y con poco tacto, su padre le había confesado que sufría una enfermedad cardiaca y que podía morir en cualquier momento. El doctor le comunicó la noticia a su hija en su propia consulta, justo detrás de las habitaciones donde vivían padre e hija.
       Estaba anocheciendo cuando Mary entró en la consulta y se encontró a su padre sentado. La consulta y las habitaciones estaban en el segundo piso de una vieja casa de madera en la ciudad de Huntersburg, Illinois, y mientras el doctor hablaba, permaneció al lado de su hija cerca de una ventana que daba a la calle Tremont. El tren nocturno, dirección Chicago, cincuenta millas más al este, acababa de pasar, y a la vuelta de la esquina, como cada sábado, el suave murmullo de la vida nocturna de la ciudad se hacía sentir en la calle Main. El autobús del hotel pasó a toda velocidad por la calle Lincoln y cruzó por Tremont hasta llegar a la parada del hotel, en Lower Main. En el aire flotaba una gran nube de polvo levantada por las pezuñas de los caballos. Un grupo de rezagados corría detrás del autobús, y en los postes de la calle Tremont se alineaban los carruajes de los granjeros que habían bajado a la ciudad con sus mujeres para pasar la tarde en los almacenes.
       Después del autobús de la estación, salieron a la calle tres o cuatro carruajes; de uno de ellos bajó una muchacha, ayudada por su novio. Mary pudo ver cómo el chico le tomaba el brazo con cierta ternura, y entonces, casi al mismo tiempo en que su padre le daba la noticia de su cercana muerte, volvió a soñar una vez más con el día en que un hombre pudiera tocarla con esa misma ternura.
       En el momento en que su padre empezó a hablar, Barney Smithfield, propietario de la caballeriza de la calle Tremont, situada justo enfrente del edificio donde vivían los Cochran, volvía a su lugar de trabajo. Acababa de terminar de cenar y, antes de reanudar su faena, se detuvo para charlar con un grupo de hombres que llevaban un buen rato reunidos en la puerta de su local. El hombre contó una historia que hizo reír a todo el mundo. Uno de los allí reunidos, un hombre de complexión fuerte que vestía un traje a cuadros, se apartó un poco del grupo y se acercó al dueño de la caballeriza. Había visto a Mary apoyada en la ventana y quería intentar llamar su atención. Para ello nada mejor que contar otra historia, gesticular, hacer grandes aspavientos y alzar de vez en cuando la mirada para ver si la chica seguía en la ventana y si le prestaba atención.
       El doctor Cochran le anunció a su hija la noticia de su cercana muerte con gran frialdad. A la chica siempre le había parecido que todo lo relacionado con su padre era sinónimo de frialdad. —Tengo una enfermedad cardiaca —dijo con rotundidad—. Llevaba tiempo sospechándolo, sabía que algo iba mal. El jueves, cuando fui a Chicago, aproveché para hacerme unos análisis. Lo cierto es que puedo morir en cualquier momento. Si te cuento esto es por una sencilla razón: no voy a dejar mucho dinero, así que vas a tener que empezar a hacer planes de futuro.
       El doctor se acercó a la ventana donde estaba apoyada su hija. Al escuchar la noticia, la chica palideció, se sintió indispuesta, le temblaron las manos. A pesar de su aparente frialdad, su padre estaba conmovido y quiso tranquilizarla. —Vamos —dijo con cierta timidez—, no te pongas así, puede que no sea para tanto. Llevo treinta y cinco años ejerciendo esta profesión y puedo asegurar que los expertos siempre exageran un poco. En casos de este tipo, en dolencias cardiacas, quiero decir, el enfermo puede tardar años en morir —dijo riendo, algo abochornado—. Es más, he oído decir que contraer una enfermedad cardiaca es el secreto de la longevidad.
       Tras estas palabras, el doctor se dio la vuelta, salió de su consulta y bajó a la calle por unas escaleras de madera. En esos momentos, le hubiera gustado poner sus brazos alrededor de los hombros de su hija, pero como nunca le había demostrado sus sentimientos, no sabía cómo empezar a romper el hielo.
       Mary se quedó un buen rato mirando a la calle. Tras terminar su historia, los compañeros de Duke Yetter, así se llamaba el joven que vestía el traje a cuadros, empezaron a reír a carcajadas. Cuando Mary se giró hacia la puerta por la que acababa de salir su padre, le entró pánico. En su vida nada había resultado cálido ni cercano. Mary sintió escalofríos en esa noche cálida y, con un gesto infantil, se frotó los ojos con las manos.
       Con ese inocente gesto solo quería manifestar su deseo de disipar la nube de pánico que se había cernido sobre ella, pero Duke Yetter, que en ese instante acababa de separarse un poco del grupo reunido delante de la caballeriza, lo malinterpretó. Cuando vio a Mary levantando las manos sonrió y, girándose con rapidez para estar seguro de no ser visto, empezó a mover bruscamente la cabeza y a hacer pequeños movimientos con las manos. Duke esperaba que, con esos gestos, Mary entendiera que deseaba encontrarse con ella en la calle para tener la oportunidad de pasar un rato a su lado.
      

***
       El domingo por la noche, tras caminar por Upper Main, Mary giró por Wilmott, una calle ocupada por familias obreras. Aquel año, las fábricas ubicadas en la parte oeste de Chicago iniciaron su éxodo hacia las pequeñas ciudades de los alrededores. Huntersburg no había sido una excepción. Un fabricante de muebles de Chicago había mandado construir una planta en aquella tranquila ciudad agrícola con la esperanza de librarse de las organizaciones de trabajadores que empezaban a darle problemas en la gran ciudad. La mayor parte de los trabajadores vivía en la parte alta de la ciudad, en viviendas sociales de escasa calidad, ubicadas en las calles Wilmott, Swift, Harrison y Chestnut. En las cálidas tardes de verano, los vecinos del barrio se reunían en los porches de sus casas mientras los niños en pandillas jugaban y chillaban por las calles de tierra. Hombres con los rostros quemados por el sol echaban la siesta o se tumbaban en el césped frente a las puertas de sus casas mientras las mujeres se reunían en grupos y pasaban la tarde de cháchara junto a las vallas que separaban los patios. De vez en cuando, sobre la corriente de voces que transcurría como el murmullo de un río, se levantaba la voz de una de las mujeres.
       Dos chicos se empezaron a pelear en la calle. Un niño pelirrojo bastante robusto le dio un golpe en el hombro a otro de rostro pálido y afilado. Otros chicos llegaron corriendo. La intervención de la madre del pelirrojo les aguó la fiesta. —Ni se te ocurra, Johnny; como empieces te muelo a palos—, le advirtió la mujer.
       El chico se dio la vuelta y, mientras se alejaba de su adversario, consumido por el odio, miró de refilón a Mary Cochran con sus pequeños y afilados ojos.
       Mary aceleró el paso. Sentía fascinación por la nueva fisionomía de su ciudad natal, por ese nuevo barrio, por ese ritmo de vida en continuo movimiento regido por la ley del más fuerte. Había algo oscuro y rencoroso en su propia naturaleza que le hacía sentirse como en casa en aquel lugar, en aquel oscuro submundo donde cualquier cosa podía pasar. El habitual silencio de su padre, y el misterio que rodeaba la desgraciada vida conyugal de sus padres, que había afectado a la actitud que los habitantes de la ciudad tenían con respecto a ella, había sumido a Mary en una profunda soledad y fomentado en ella la firme voluntad de, en cierto modo, interpretar por su cuenta las pequeñas cosas de la vida que no lograba entender.
       En el fondo, la mentalidad de Mary se caracterizaba por su gran curiosidad y su férrea determinación hacia la aventura. Era como esos animalillos del bosque que han perdido a su madre en una cacería y que se han visto obligados a errar sin rumbo en busca de comida. Ese año había caminado sola por aquel nuevo barrio obrero al menos unas veinte veces. Tenía dieciocho años, ya no era una niña, y sentía que las demás chicas de su edad jamás se habrían atrevido a caminar solas por un sitio como ese. Se sentía orgullosa y eso se reflejaba en su mirada.
       Muchos de los trabajadores que vivían en la calle Wilmott, hombres y mujeres que habían llegado a la ciudad respondiendo a la llamada del fabricante de muebles, hablaban en algún idioma extranjero. A Mary le gustaba mezclarse con ellos, se sentía atraída por el sonido de esas extrañas voces. Pasear por aquellas calles era como salir de la ciudad y adentrarse en territorios desconocidos. En Lower Main o en las calles más residenciales de la parte este de la ciudad, allí donde vivían los jóvenes de su edad y donde residían comerciantes, oficinistas, abogados y los hombres de mayor poder adquisitivo de Huntersburg, Mary había sentido siempre cierta hostilidad hacia su persona. Estaba convencida de que aquella hostilidad no tenía nada que ver con su manera de ser. —Es porque soy la hija de mi madre—, se decía. De hecho, era bastante reservada y apenas frecuentaba las calles por donde salían las chicas de su misma condición.
       Mary iba tan a menudo a la calle Wilmott que el vecindario comenzó a familiarizarse con ella. —Puede que sea la hija de algún granjero y le guste venir a pasear por la ciudad—, decía la gente del barrio. Una mujer pelirroja de caderas anchas la saludó cuando salía por la puerta de su casa. En el patio de otra casa había un joven fumando apoyado contra un árbol. En cuanto la vio llegar, soltó el cigarrillo. Mary pensó que con ese pelo tan moreno y esos ojos tan negros solo podía ser italiano. —Ne bella! Si fai un onore a passare di qua—, gritó alegremente el joven saludándola con la mano.
       Aquella tarde, Mary dejo atrás la calle Wilmott y llegó hasta una carretera de tierra. Aunque solo llevaba fuera unos minutos le pareció que había pasado una eternidad. A un lado de la carretera, en la cima de una pequeña colina, había un granero abandonado. Frente al granero yacían en un gran agujero unas maderas carbonizadas, restos de una antigua granja. A escasa distancia del agujero, un montón de piedras cubiertas por una espesa enredadera. Entre los restos de la granja y el granero había un viejo huerto invadido por maleza enredada.
       Abriéndose camino entre la maleza, cubierta en su práctica totalidad por flores, Mary encontró un lugar donde sentarse: una roca apoyada contra el tronco de un viejo manzano. Oculta entre la maleza, desde la carretera únicamente podía verse su cabeza. En esa posición parecía una codorniz que, caminando por la hierba, escucha algún ruido extraño, se detiene, levanta la cabeza y empieza a mirar por todos lados.
       No era la primera vez que la hija del doctor se adentraba en aquel decaído huerto. Al pie de la colina empezaban las calles de la ciudad, y allí, sentada en su roca, Mary podía escuchar los sonidos que salían de la calle Wilmott. En aquella colina, un pequeño seto separaba el huerto de los campos. Mary pensaba quedarse un rato ahí sentada a esperar a que cayera la noche para poder idear algún plan sobre su futuro. Pensar que su padre tenía los días contados era algo que parecía verdadero y falso a la vez; a decir verdad, su mente no era capaz de imaginar el cuerpo sin vida de su padre. En ese momento la muerte con relación a su padre no adoptaba la forma de un cuerpo frío e inanimado que iba a ser enterrado, era más bien como si, en vez de morir, su padre fuese a embarcarse en un largo viaje. Hacía mucho, su madre había emprendido el mismo viaje. Sentía cierto alivio con esa teoría. —Bueno —se dijo—, cuando llegue el momento yo también me embarcaré en un largo viaje, saldré de aquí y pasaré a formar parte del mundo. —Mary había ido en varias ocasiones con su padre a pasar el día a Chicago y le fascinaba la idea de que quizás ese fuese a ser su próximo destino. En su mente comenzaron a desfilar imágenes de aquellas largas avenidas abarrotadas de gente, perfectos desconocidos para ella. Caminar por esas avenidas y convivir con aquellos desconocidos sería como pasar de un árido desierto a un denso bosque cubierto por un perfecto césped.
       Mary sentía que en Huntersburg un enorme nubarrón se había cernido siempre sobre ella. En su adolescencia esa sofocante atmósfera se había vuelto cada vez más asfixiante. Si bien era cierto que nadie había puesto en entredicho su situación en la comunidad, en el fondo sentía que existían ciertos prejuicios contra ella. Cuando solo era una niña, sus padres se vieron envueltos en un escándalo que convulsionó la ciudad. Mary recordaba haber sentido la compasión de la gente. —¡Pobrecilla! Qué pena—, le dijeron. Un día, en una nublada tarde de verano, mientras su padre estaba fuera de la ciudad visitando a algún paciente y ella, sentada en la oscuridad, miraba por la ventana de la consulta, escuchó que unas personas mencionaban su nombre. Una pareja surgió de la oscuridad de la acera que daba a la consulta. —La hija del doctor Cochran es muy simpática—, escuchó decir al hombre. La mujer se echó a reír. —Ya no es una niña, y los hombres se sienten cada vez más atraídos por ella. Más vale andarse con ojo. Se va a meter en problemas, ya lo verás. De tal palo, tal astilla—, contestó la mujer.
       Mary se quedó sentada bajo el árbol de aquel huerto entre diez y quince minutos pensando en la actitud de los ciudadanos hacia ella y el doctor. —Esa hostilidad debería habernos acercado—, se dijo, preguntándose si la inminente muerte de su padre lograría hacer lo que el nubarrón que durante tantos años se había cernido sobre ellos no había sido capaz de hacer. Bien visto, no era demasiado cruel que la muerte fuese a visitar a su padre. De alguna manera difícil de explicar, para Mary la muerte parecía haberse convertido en un ave de buen agüero. La mano de la muerte estaba a punto de abrir una puerta que le permitiría salir de la casa de su padre y entrar en una nueva vida. Entonces, con esa crueldad tan propia de la juventud, lo primero que se le vino a la cabeza fueron las numerosas posibilidades que podría ofrecerle su nueva vida.
       Mary seguía sentada, inmóvil. En la maleza, los insectos que se habían visto obligados a interrumpir su canto empezaron a cantar de nuevo. Un tordo voló hasta el árbol donde estaba sentada y emitió un agudo silbido de alarma. Por la ladera, empezaron a subir suavemente las voces del nuevo barrio obrero. Parecían las campanas de remotas catedrales llamando a la oración. Algo pareció romperse en el pecho de la chica, que, llevándose las manos a la cabeza, empezó a balancearse lentamente. Se le cayeron las lágrimas, y su llanto fue acompañado por un tierno y cálido sentimiento hacia los ciudadanos de Huntersburg.
       En esos momentos, se escuchó una voz masculina. —Hola, ¿qué tal?—, gritó alguien. Mary se levantó como un resorte. Su tranquilo estado de ánimo se desvaneció en el aire, y la rabia se apoderó de ella.
       Aquel hombre no era otro que Duke Yetter, que la había visto salir a dar su paseo dominical y llevaba un tiempo siguiéndola. Cuando la vio subir por Upper Main y entrar en el nuevo barrio obrero, estuvo seguro de su conquista. —No quiere que nos vean caminando juntos —se dijo—. Está bien. Sabe que la estoy siguiendo, pero quiere estar a salvo de miradas indiscretas. Se lo tiene un poco creído, voy a tener que bajarle los humos, no pasa nada. Ha venido hasta aquí para darme una oportunidad y es posible que solo esté asustada de la reacción de su padre.
       Duke salió de la carretera y subió por una pendiente hasta llegar al huerto, pero al intentar caminar por el montón de piedras cubiertas por la espesa enredadera, tropezó y cayó. Se levantó al instante y se echó a reír. Mary no se quedó ahí de brazos cruzados esperando su llegada; al contrario, se fue hacia él, y cuando la risa del hombre rompió la paz que reinaba en el huerto, la chica se le abalanzó y con su mano bien abierta le dio una bofetada en la mejilla. A continuación, dio media vuelta y, mientras el hombre seguía con los pies metidos en la enredadera, salió corriendo hacia la carretera. —Como se te ocurra seguirme o hablarme eres hombre muerto—, le gritó.
       Mary bajó la colina hasta llegar a la calle Wilmott. A sus oídos habían llegado los rumores que durante años habían circulado en la ciudad sobre su madre. Según decían por ahí, su madre había desaparecido una noche de verano con un joven de la ciudad que tenía por costumbre pasar el rato delante de las caballerizas de Barney Smithfield. Ahora podía repetirse la historia. Ese pensamiento la enfureció.
       Intentó desesperadamente encontrar algún objeto contundente con el que poder asestar un golpe más certero a Duke Yetter. En ese momento de desesperación, le vino a la cabeza su padre, su frágil estado de salud y su cercana muerte. —A mi padre le encantaría poder matar a un tipo de tu calaña—, gritó, girándose hacia el joven, que, tras haberse librado de las enredaderas, seguía sin perderla de vista. —Mi padre no tendría problema en matar a alguien por todas las mentiras que se han dicho sobre mi madre en esta ciudad.—
       Tras haber cedido al impulso de amenazar a Duke Yetter, Mary aceleró el paso, lamentando su arrebato. Se le caían las lágrimas. Duke corría tras ella con la cabeza agachada. —No pretendía molestarla, señorita Cochran, se lo aseguro —dijo disculpándose—. No pretendía molestarla. No se lo diga a su padre. Solo me estaba divirtiendo. Le aseguro que no pretendía molestarla.
      

***
       En aquella cálida tarde de verano, la luz que empezaba a caer sobre la ciudad reflejaba pequeños óvalos sobre los rostros de la gente reunida junto a las vallas o bajo los oscuros porches de la calle Wilmott. Las voces de los chicos reunidos en pandillas se iban apagando poco a poco. Cuando Mary pasó por allí, la calle enmudeció y todo el mundo se dio la vuelta. —No debe de vivir muy lejos—, se escuchó decir a una mujer. Mary se giró, pero lo único que pudo ver fue a un grupo de hombres de tez morena reunidos delante de una casa de cuyo interior salía la voz de una mujer arrullando a su hijo.
       El italiano que la había saludado poco antes y que aparentemente había pasado una tarde de domingo ajetreada, salió caminando por la acera y desapareció rápidamente en la oscuridad. Vestía su traje de los domingos, bombín negro, camisa blanca de cuello almidonado, y corbata roja. La resplandeciente blancura del cuello resaltaba el color de su piel morena. El hombre sonrió puerilmente, se levantó torpemente el sombrero, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.
       Mary no dejaba de mirar hacia atrás, quería estar segura de que Duke Yetter no la estaba siguiendo, pero en aquella penumbra apenas podía ver a su alrededor.
       Se le había pasado el enfado, pero no le apetecía volver a casa y ya era un poco tarde para ir a misa. Al este de Upper Main había una callejuela en fuerte pendiente que iba a parar a un puente y un arroyo, allí acababa la ciudad en esa dirección. Mary siguió caminando y llegó hasta el puente. En aquella penumbra, se quedó mirando a dos chicos que pescaban en el arroyo.
       Un hombre robusto vestido con ropas ásperas bajó por esa misma calle y se detuvo en el puente para hablar con ella. Era la primera vez que Mary escuchaba a un habitante de su ciudad hablar con sentimiento sobre su padre. —¿Es usted la hija del doctor Cochran? —preguntó con cierta timidez—. Supongo que usted no habrá oído hablar de mí, pero conozco bien a su padre. —El hombre señaló a los dos chicos que estaban sentados en la maleza a orillas del arroyo con sus cañas de pescar. —Esos dos chicos son mis hijos y tengo otros cuatro más —explicó—. Un hijo y tres hijas. Una de ellas trabaja en una tienda, debe de tener su misma edad. —El hombre explicó su relación con el doctor Cochran. Al parecer, había trabajado toda su vida en el campo, pero acababa de mudarse a la ciudad para trabajar en la fábrica de muebles. Ese mismo invierno había enfermado y se había visto obligado a guardar reposo durante varios meses. Estaba sin blanca. En plena convalecencia, uno de sus hijos cayó desde lo alto de un granero y se hizo un terrible corte en la cabeza.
       —Su padre le cosió la herida a mi hijo Tom y después vino a visitarnos todos los días. —El hombre se apartó un poco y, con su gorra en la mano, se puso a mirar a los chicos—. Yo estaba arruinado, no tenía dónde caerme muerto, pero su padre no solo cuidó de mí y de mis hijos, también le dio dinero a mi mujer para que pudiéramos ir a la tienda a comprar comida y medicinas. —Hablaba con un tono de voz tan bajo que Mary tuvo que inclinarse para poder escuchar sus palabras, y su rostro a punto estuvo de rozar el hombro de aquel hombre—. Su padre es una buena persona, pero creo que no es muy feliz —prosiguió—. Mi chico y yo nos recuperamos y yo conseguí trabajo aquí en la ciudad. Él nunca quiso cobrarme. «Usted sabe cómo vivir con sus hijos y su mujer. Sabe cómo hacerles felices. Guárdese el dinero y gásteselo haciendo felices a los suyos», esas fueron sus palabras.
       El hombre se alejó, cruzó el puente y bajó hasta el lugar donde pescaban sus hijos. Apoyada sobre la barandilla del puente, Mary miró el agua que corría lentamente. Apenas podían verse las sombras bajo el puente, y pensó en la vida que había vivido su padre. «Ha sido como un arroyo que ha discurrido siempre entre sombras sin llegar a ver la luz del sol —pensó—, temiendo que su propia vida pudiera discurrir entre esa misma oscuridad». Mary sintió entonces un renovado amor por su padre y se imaginó abrazada a él. De niña, soñaba constantemente que su padre la acariciaba con ternura, y ahora aquel sueño volvía a su imaginación. Se quedó un buen rato mirando el arroyo y decidió que esa misma noche haría un esfuerzo por intentar hacer realidad aquel lejano sueño. Cuando volvió a levantar la mirada, vio que el hombre había encendido una pequeña fogata al borde del arroyo. —Vamos a pescar peces gato —gritó—. Atraídos por la luz de la fogata, los peces se acercan hasta la orilla. Si quiere venir a pescar alguno, los chicos pueden prestarle una de sus cañas.
       —Muchas gracias, pero esta noche no puedo, —contestó Mary. Entonces, temiendo que pudiese ponerse a llorar y le fuese imposible responder si aquel hombre volvía a dirigirle la palabra, optó por irse de allí. —¡Hasta la próxima!—, le gritaron el hombre y sus dos hijos. Las palabras salieron con tal espontaneidad de aquellas tres gargantas que tuvieron un efecto balsámico para su alterado estado de ánimo.
      

***
       Cuando su hija Mary salía a pasear por la noche, el doctor Cochran solía quedarse sentado en su consulta durante una hora. Estaba anocheciendo, los hombres que habían pasado la tarde sentados en cajas delante de la caballeriza de Barney Smithfield se fueron a cenar. El ruido de las voces se fue apagando y durante cinco o diez minutos la calle permaneció en silencio. En algún lugar remoto, se escuchó el llanto de un niño. En esos momentos, las campanas de la iglesia empezaron a redoblar.
       El doctor se pasó las manos por la barba, no era un hombre muy aseado y a veces pasaba varios días sin afeitarse. Aunque le costaba admitirlo, su enfermedad era más grave de lo que parecía, y en los últimos tiempos su mente se sentía inclinada a abandonar su cuerpo y a salir flotando. A veces, sentado en su consulta, como un niño ensimismado, miraba sus manos con detenimiento. Al hombre le parecía que esas largas y delgadas manos no eran suyas. En momentos así, sacaba a relucir su vena filosófica. —Qué curioso es mi cuerpo. He vivido en él todos estos años y apenas lo he utilizado. Ahora se está apagando y pronto morirá sin haber sido realmente utilizado. Me pregunto por qué me eligió a mí —sonreía con cierta amargura y seguía con sus fantasías—. Es cierto, he pensado mucho en las personas y he hecho uso de estos labios, de esta lengua, pero nunca he sabido expresar mis sentimientos. Cuando mi Ellen vivía aquí conmigo le hice creer que era frío e insensible, cuando en realidad algo en mi interior intentaba romper desesperadamente el muro infranqueable que se había interpuesto entre nosotros.—
       A veces recordaba cuando, de joven, se sentaba por las noches con su mujer en esa misma consulta y cómo sus manos intentaban en vano acercarse a ese pequeño espacio que les separaba, y poder tocar sus manos, su rostro, su pelo.
       Ya lo había dicho la gente, su matrimonio estaba predestinado al fracaso. Su mujer había llegado a Huntersburg con una pequeña compañía de teatro. Poco después de establecerse en la ciudad, la chica enfermó y se quedó sin dinero para pagar la habitación de hotel. El joven doctor se hizo cargo de todo. En los días en que la chica estaba convaleciente se la llevaba a dar una vuelta en su carruaje. La chica había llevado una vida difícil, sembrada de dificultades, y le atraía la idea de vivir tranquilamente en esa pequeña ciudad.
       Poco después se casaron, la mujer quedó embarazada y un buen día se sintió incapaz de seguir conviviendo con aquel hombre tan frío, tan poco comunicativo. Corría el rumor de que se había escapado con un joven de la ciudad, el hijo de un tabernero que había desaparecido en esa misma época, pero aquel rumor era totalmente falso. Fue el propio Lester Cochran quien la llevó a Chicago, ciudad donde había conseguido trabajo en una empresa de transportes. El doctor la condujo hasta la puerta del hotel, puso dinero en sus manos y se fue de allí en silencio, sin darle ni siquiera un último beso de despedida.
       Sentado en su consulta, el doctor rememoró aquel triste momento y tantos otros en los que, a pesar de estar terriblemente afectado, siempre había dado la impresión de ser una persona fría y calculadora. Se preguntó si su mujer se habría dado cuenta de ello. Cuántas veces se había hecho esa pregunta. Tras aquella despedida en la puerta del hotel, nunca más supo de ella. —Quizás esté muerta—, pensó por milésima vez.
       Desde hacía más de un año le venía ocurriendo algo un tanto extraño. En determinados momentos, la imagen que la mente del doctor Cochran guardaba de su mujer se confundía con la imagen de su hija. En esos momentos, intentaba diferenciar las dos figuras, definirlas claramente, pero le resultaba imposible. Aquella noche volvió a tener esa sensación; al girar ligeramente la cabeza, se imaginó que una figura blanca y estilizada entraba por la puerta de una de las habitaciones. La puerta, pintada de blanco, se mecía con la suave brisa que entraba por una de las ventanas. El viento que corría silenciosamente por la habitación se entretenía con unos papeles depositados sobre la mesa de la esquina. El doctor se levantó temblando al escuchar un ligero sonido, similar al de una falda. —¿Quién anda ahí? ¿Eres tú Mary o eres Ellen?—, preguntó con voz ronca.
       Desde las escaleras que daban a la calle se escuchó el sonido de fuertes pisadas, alguien estaba subiendo. Cuando sintió que se abría la puerta principal, el frágil corazón del doctor se tambaleó y su cuerpo cayó pesadamente sobre el asiento.
       Alguien entró en la habitación. Era un granjero, uno de los pacientes del doctor. Cuando el hombre llegó al centro de la habitación encendió una cerrilla y la levantó por encima de su cabeza. —¡Hola!—, gritó. El doctor se levantó a duras penas de su silla para contestar, y el granjero se sorprendió tanto que dejó caer la cerrilla, que se fue consumiendo lentamente entre sus pies.
       Las piernas del joven granjero eran robustas, parecían dos pilares de piedra sosteniendo un fuerte peso. La pequeña llama de la cerilla que se iba consumiendo lentamente con la suave brisa lanzaba sombras parpadeantes por todas las paredes de la habitación. Esta nueva situación siguió alimentando la confusa mente del doctor que se negaba a abandonar sus divagaciones.
       Ajeno a la presencia del granjero, la mente del doctor prefirió recordar la época en que era un hombre casado. Esa luz parpadeante reflejándose en las paredes de la habitación le recordó otro baile de luz. Una tarde de verano, un año después de casado, su mujer Ellen quiso acompañarle a una de sus visitas. Por aquel entonces, la pareja estaba decorando sus habitaciones y, al llegar a la casa del paciente, Ellen se encaprichó de un viejo espejo que vio apoyado contra la pared de un cobertizo. Su original diseño le había llamado la atención, y la mujer del paciente no tuvo inconveniente en regalárselo. En el camino de regreso a casa, la esposa le anunció a su marido que estaba embarazada. Esa noticia conmovió profundamente al doctor. Estaba sentado con el espejo entre sus rodillas, mientras su mujer, conduciendo con la mirada perdida, le anunciaba la llegada de su primer hijo.
       Esa escena había quedado grabada a fuego en su memoria. El anochecer sobre los campos de avena, la oscura pradera y las esporádicas hileras de árboles que iban oscureciendo bajo aquella luz menguante.
       El espejo que tenía entre sus rodillas atrapaba los últimos rayos de sol, reflejando grandes bolas de luz sobre los campos y las ramas de los árboles. En esos momentos, en presencia del granjero, la tenue luz de la cerilla que se iba consumiendo lentamente en el suelo le recordó aquel otro baile de luz, y creyó entender el fracaso de su matrimonio y de toda su existencia. En aquella tarde en que Ellen le había anunciado la llegada de la gran aventura de su matrimonio, él permaneció en silencio porque realmente no tenía palabras para expresar lo que sentía. Siempre tenía alguna excusa para justificar su comportamiento. —Pensé que Ellen debería haberme entendido sin palabras, y llevo toda la vida pensando que Mary debería entenderme sin palabras. Soy un cobarde. Siempre he tenido miedo de expresarme y por eso llevo toda la vida callándome —mi orgullo ha hecho de mí un auténtico cobarde.—
       —De esta noche no pasa. Aunque me deje la vida, esta noche hablaré con Mary, —dijo en voz alta, pensando en la imagen de su hija.
       —¡Oiga! ¿A qué viene eso?, —preguntó el granjero que seguía de pie con el sombrero en la mano esperando a poder contar la razón de su venida.
       El doctor sacó su caballo de la caballeriza de Barney Smithfield y salió de la ciudad con el granjero para atender a su esposa que iba a dar a luz a su primer hijo. Era una mujer delgada de estrechas caderas, y su bebé era bastante grande. El doctor hizo un gran esfuerzo por sacar a la criatura y la mujer, asustada, gimió de dolor. El marido entraba y salía constantemente de la habitación. Allí había también dos vecinas dispuestas a ayudar que guardaron silencio en todo momento. Cuando por fin acabó todo ya eran más de las diez. El doctor se preparó para volver a la ciudad.
       El granjero puso las riendas el caballo, lo llevó hasta la puerta y el doctor se marchó de allí sintiéndose extrañamente débil pero fuerte al mismo tiempo. Qué simple parecía ahora lo que tenía que hacer. Tal vez al llegar a casa su hija estuviera ya acostada, quizás tendría que despertarla y pedirle que se levantara y fuera a la consulta porque tenía algo importante que decirle. Aunque tuviera que comerse su orgullo, tenía que contarle la historia de su matrimonio, de su fracaso. —Había algo muy hermoso en mi Ellen y tengo que intentar transmitirle eso a Mary. La ayudará a convertirse en una mujer hermosa—, pensó, totalmente confiado en la firme resolución que acababa de tomar.
       El doctor llegó a la puerta de la caballeriza a las once. Allí estaba Barney Smithfield hablando con el joven Duke Yetter y con otras dos personas. El dueño del local se llevó el caballo y desapareció en la oscuridad. El doctor se quedó unos instantes de pie apoyado contra la pared del edificio. El vigilante nocturno del barrio, miembro del grupo que seguía charlando delante de la puerta de la caballeriza, empezó a discutir con Duke Yetter, pero el doctor, ajeno al episodio, no escuchó ni los improperios ni las carcajadas que Duke le dedicó al vigilante. El doctor parecía poseído por un extraño y dubitativo estado de ánimo.
       No lograba recordar algo que deseaba hacer con todas sus fuerzas. ¿Tendría que ver con su mujer Ellen o más bien con su hija Mary? Su mente seguía confundiendo las imágenes de las dos mujeres y para aumentar la confusión apareció una tercera imagen, la de la mujer que acababa de tener el bebé. La confusión reinaba en su mente. Empezó a cruzar la calle para acceder a las escaleras que llevaban a su consulta, se detuvo y se quedó mirando a su alrededor. Barney Smithfield venía de dejar su caballo en el establo y se disponía a cerrar la puerta del local. Un farol iluminado se columpiaba en la puerta de la caballeriza y lanzaba grotescas sombras de luz sobre los rostros y las formas de los hombres que discutían contra el muro.
      

***
       Mary esperaba el regreso de su padre sentada junto a una ventana de la consulta. Estaba tan absorta en sus propios pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que Duke Yetter estaba ahí abajo, hablando con otros hombres.
       Poco antes, cuando Duke apareció por la calle, había vuelto a sentir el terrible enfado de primeras horas de la tarde y recordado la mirada arrogante de aquel hombre avanzando hacia ella en el huerto, pero en esos momentos se había olvidado de él y solo pensaba en su padre. Un incidente ocurrido años antes volvió a traumatizarla. Una tarde de mayo, cuando Mary solo tenía quince años, su padre le pidió que le acompañara a visitar a un paciente. El doctor tenía que ocuparse de una mujer enferma en una granja, a unas cinco millas de la ciudad. Ese día, debido a las fuertes lluvias, las carreteras estaban impracticables. Ya había anochecido cuando llegaron a la granja. Padre e hija fueron a la cocina y comieron un plato de comida fría. Por alguna razón, a Mary le pareció que aquella noche su padre estaba algo más alegre, hasta había intentado charlar con ella en el camino. Incluso a tan temprana edad, Mary era ya una joven alta y esbelta. Acabada la cena, salieron de la cocina y dieron una vuelta por la casa. Ella fue a sentarse al porche. Su padre la acompañó un rato, se metió las manos en los bolsillos y, echando la cabeza hacia atrás, se puso a reír con cierta efusividad. —Aunque pueda parecer extraño, ya no eres una niña y dentro de poco serás toda una mujer —le dijo a su hija—. Cuando llegue ese momento, ¿qué crees que va a pasar? ¿Qué tipo de vida piensas llevar? ¿Qué te deparará el futuro?
       El doctor fue a sentarse al lado de su hija; por un instante, Mary pensó que su padre iba a abrazarla. Entonces, el hombre se levantó y entró en la casa, abandonándola en la oscuridad.
       Y mientras recordaba ese incidente, Mary recordó también que, en esa lejana noche de su infancia, se mantuvo en silencio ante los pequeños progresos de su padre. Incluso llegó a pensar que quien tenía la culpa de la vida que llevaban no era su padre, sino ella. Si el hombre que había conocido en el puente no había sentido la frialdad de su padre era porque se había mostrado en todo momento amable y generoso con la persona que se había preocupado por él durante su enfermedad. Su padre le había dicho a ese hombre que sabía cómo vivir con sus hijos, y Mary recordó con qué cariño se habían despedido de ella los dos chicos que pescaban en el arroyo. —Ese padre ha sabido ser un buen padre porque sus hijos han sabido entregarse—, pensó sintiéndose culpable. Ella también quería entregarse. Y pensaba hacerlo ese mismo día. Aquella lejana noche, de regreso a casa, su padre volvió a fracasar en su intento de destruir el muro que les separaba. Las fuertes lluvias habían provocado la crecida del río que tenían que cruzar. Cuando ya casi habían llegado a la ciudad, su caballo se puso nervioso y no tuvieron más remedio que detenerse en un puente de madera. Su padre cogió las riendas con las dos manos e intentó tranquilizar al animal. Bajo el puente, la crecida del río provocaba un ruido ensordecedor y al lado de la carretera, en un terreno llano, se había formado un gran charco de agua. En esos momentos, la luna salió de entre las nubes y el viento formaba pequeñas olas en el agua. El charco estaba cubierto por un gran baile de luces. —Es hora de contarte lo que ocurrió entre tu madre y yo—, le anunció su padre con voz ronca, pero en esos momentos las vigas de madera del puente comenzaron a crujir peligrosamente y el caballo echó a correr. Su padre pudo retomar el control del animal al entrar en las calles de la ciudad y volvía a estar sumido en su timidez habitual.
       Sentada en la oscuridad junto a la ventana de la consulta, Mary vio llegar a su padre. Tras bajar del caballo, el doctor no subió directamente a la consulta como solía ser su costumbre. Esa noche prefirió quedarse un rato más en la oscuridad, delante de la puerta de la caballeriza. Cruzó la calle, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.
       Entretanto, los hombres que llevaban un par de horas hablando tranquilamente, empezaron a discutir. Jack Fisher, el vigilante nocturno, le había estado contando a sus compañeros historias de una batalla en la que había luchado durante la Guerra Civil, y Duke Yetter no tuvo mejor idea que tomarle el pelo. Al vigilante sus comentarios no le hicieron ninguna gracia. Sacó la porra, moviéndose con dificultad. La arrogante voz de Duke Yetter interrumpió el relato de su víctima. —¿Sabes, Jack? Deberías haber rodeado a ese rebelde. Sí, señor, deberías haberle rodeado y una vez rodeado deberías haberle volado la tapa de los sesos. Eso es lo que yo habría hecho—, dijo Duke, riendo a carcajadas. —Te hubieras cubierto de gloria, Duke—, le contestó el vigilante, con cara de pocos amigos.
       El soldado decidió marcharse. Mientras se iba alejando, la risa de Duke Yetter y del resto de compañeros seguía retumbando en sus oídos. En ese mismo instante, Barney Smithfield, tras haber dejado el caballo del doctor en el establo, salió a la calle y cerró la puerta del local. Sobre la puerta, un farol iluminado se columpiaba en el aire. El doctor Cochran cruzó la calle, cuando llegó al rellano de la escalera, dio media vuelta y se dirigió a los presentes. —Buenas noches—, les gritó con alegría. En aquel instante, el viento dejó caer un mechón de pelo sobre la mejilla de Mary. Se levantó sobresaltada, como si hubiera sentido el tacto de una mano invisible en la oscuridad. Había visto a su padre volver cientos de veces de aquellas visitas nocturnas, pero esa era la primera que les dirigía la palabra a los tipos que se reunían delante de la caballeriza. Mary no estaba segura si la persona que en esos momentos subía las escaleras era realmente su padre.
       Las fuertes pisadas retumbaron con fuerza en las escaleras. El doctor Cochran nunca salía sin su botiquín, y Mary pudo escuchar cuando su padre lo dejó sobre la mesa. El hombre seguía inmerso en aquel extraño y alegre estado de ánimo, pero su mente estaba sumida en una profunda confusión. Mary creyó ver su oscura silueta entrando por la puerta. —La mujer ha dado a luz a un niño—, dijo la alegre voz desde el rellano. —¿Quién ha dado a luz? ¿Ellen, la otra mujer o mi pequeña Mary?
       Al hombre le entraron ganas de protestar y siguió hablando. —¿Quién ha dado a luz? Que alguien me responda. ¿Quién acaba de dar a luz? No entiendo esta vida. ¿Por qué no paran de nacer niños?—, preguntó.
       El doctor se echó a reír a carcajadas, su hija inclinó su cuerpo hacia delante y se aferró fuertemente con ambas manos a los brazos de la silla. —Ha nacido un niño —volvió a decir—. Qué extraño, mis manos han ayudado a un niño a nacer y yo en cambio puedo morir en cualquier momento.
       Los pasos del doctor Cochran retumbaron con fuerza en el suelo del rellano. —Tengo los pies fríos y entumecidos de tanto esperar a que la vida dé un paso al frente —dijo con cierto cansancio—. Esa mujer luchó hasta la extenuación y ahora me toca a mí hacer lo mismo.
       Tras la dura declaración que salió de los labios del doctor, se hizo el silencio. A lo lejos, se escuchaban las carcajadas de Duke Yetter.
       En ese preciso instante, el doctor Cochran cayó de espaldas por las estrechas escaleras que daban a la calle. De su boca no salió grito alguno, solo se escuchó el estrépito de sus zapatos cayendo por las escaleras y el terrible sonido de su cuerpo desplomándose.
       Mary seguía inmóvil en su silla. Esperaba con los ojos cerrados. Su corazón latía a toda velocidad. Un cansancio sobrecogedor se apoderó de ella y de pronto sintió un escalofrío de los pies a la cabeza, como si pequeñas criaturas peludas jugaran por todo su cuerpo.
       Fue Duke Yetter quien subió el cuerpo sin vida del doctor por las escaleras y quien lo dejó sobre la cama de una de las salas de la consulta. Tras él, uno de los hombres que llevaba toda la tarde sentado delante de la puerta de la caballeriza agitaba las manos con gran nerviosismo. La luz del cigarrillo que sujetaba entre sus dedos no paraba de dar vueltas, bailando en la oscuridad.




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