Sherwood Anderson
(Camden, Ohio, 1876 - Colón, Panamá, 1941)
La maestra
(“The Teacher”)
Winesburg, Ohio
(Nueva York: B. W. Huebsch, 1919, 303 págs.)
Las calles de
Winesburgo se hallaban cubiertas de una espesa capa
de nieve. Había empezado a nevar a eso de las diez
de la mañana; se levantó el viento y empujó a la
nieve en torbellinos por Main Street. Las carreteras
que iban a parar al pueblo y que solían estar
convertidas en barrizales se hallaban ahora
heladas y lisas; en algunos sitios el barro estaba
cubierto por una corteza de hielo. “Se podrá
andar bien en trineo”, dijo Will Henderson, de pie
junto al mostrador de la taberna de Ed Griffith.
Salió a la calle y se tropezó con Sylvester
West, el droguero, que andaba con unos pesados
zuecos, llamados “árticos”. “La nieve hará que
la gente venga al pueblo el sábado —dijo el
droguero. Los dos hombres se detuvieron a conversar
de sus asuntos. Will Henderson, que llevaba un
abrigo delgado y no tenía zuecos, se golpeaba el
tacón del pie izquierdo con la punta del pie
derecho—. La nieve vendrá bien para el trigo”,
observó el droguero sabiamente.
El joven George
Willard, que no tenía nada que hacer, se alegró
porque no se sentía con ganas de trabajar aquel
día. El semanario estaba ya tirado y había sido
llevado al correo el miércoles por la noche; la
nieve había empezado a caer el jueves. A las ocho,
después de que pasó el tren de la mañana, se
echó al bolsillo un par de patines y se fue hasta
el depósito de aguas corrientes; pero no patinó.
Siguió más allá del depósito, por un sendero que
bordeaba el arroyo Wine hasta que llegó a un
bosquecillo de hayas. Una vez allí, encendió una
hoguera junto al tronco caído de un árbol y
sentóse a un extremo de éste, para meditar.
Cuando empezó a caer la nieve y a soplar el viento,
se dio prisa en recoger combustible para la hoguera.
El joven
reportero tenía el pensamiento en Kate Swift, que
había sido su maestra de escuela. La noche anterior
había ido a casa de Kate para que le diese un libro
que ella tenía interés en que leyese George;
habían estado solos durante una hora. Era la cuarta
o quinta vez que aquella mujer le hablaba con gran
interés, y no acertaba él a comprender lo que sus
palabras podían significar. Empezó a pensar que
tal vez estuviese enamorada de él; este
pensamiento le resultaba agradable y penoso al
mismo tiempo. Se levantó del tronco en que estaba
sentado y se puso a echar ramas a la hoguera; miró
alrededor para ver si estaba solo y empezó a hablar
en alta voz como si se hallase frente a Kate. “Me
parece que usted está a punto de caer, y usted lo
sabe —exclamó—. Voy a descubrir lo que hay de
cierto. Espere y ya lo verá.”
El joven se
levantó y regresó por el mismo sendero hacia el
pueblo, dejando el fuego en brasas. Cuando
caminaba por las calles, resonaban los patines en su
bolsillo. Llegado que hubo a su habitación de New
Willard House, encendió la estufa y se tumbó
encima de la cama; empezó a pensar cosas
voluptuosas; bajó la cortina de la ventana, cerró
los ojos y se volvió de cara a la pared. Cogió una
almohada entre sus brazos y la estrechó con fuerza,
pensando primero en la maestra, que había
despertado algo dentro de él con sus palabras, y
luego pensó en Helen White, la esbelta hija del
banquero del pueblo, de la que estaba hacía tiempo
medio enamorado.
A las nueve de
la noche, la nieve formaba una espesa capa en las
calles y la temperatura se había hecho muy
rigurosa.
Era difícil
caminar. Las tiendas estaban a oscuras y la gente
se había refugiado en sus casas. El tren nocturno
de Cleveland traía mucho retraso, pero a nadie le
interesaba su llegada. A eso de las diez, los mil
ochocientos vecinos del pueblo, a excepción de
cuatro, estaban acostados.
Hop Higgins, el
sereno, estaba medio despierto. Era cojo y
caminaba apoyándose en un grueso bastón. Cuando
las noches eran oscuras, se alumbraba con un farol.
Entre nueve y diez de la noche fue a hacer su
correspondiente ronda. Recorrió dando tropezones
Main Street de un extremo a otro, viendo si las
puertas de las tiendas se hallaban cerradas. Se
metió luego por las callejuelas y comprobó que
las puertas traseras se hallaban también cerradas.
Encontrando todo en orden, dobló una esquina,
marchó precipitadamente a New Willard House y
llamó a la puerta. Llevaba intención de permanecer
todo el resto de la noche al calor de la estufa. “Acuéstate;
yo tendré cuidado de que no se apague el fuego”,
dijo al chico que dormía en un catre en el
despacho del hotel.
Hop Higgins se
sentó junto a la estufa y se quitó los zapatos.
Cuando el muchacho se durmió, se puso él a
meditar en sus cosas. Tenía el propósito de pintar
su casa por la primavera y calculaba, sentado junto
a la estufa, lo que le costaría la pintura y la
mano de obra. Esto lo llevó a realizar otros
cálculos. El sereno había cumplido los sesenta, y
quería retirarse. Cobraba una pequeña pensión
porque era veterano de la Guerra Civil. Pensaba
buscar la manera de ganarse la vida de otro modo y
aspiraba a llegar a ser un profesional de la cría
de hurones. Tenía ya en la bodega de su casa cuatro
de esos extraños y salvajes animalitos, que los
cazadores emplean para cazar conejos. “Tengo
ahora un solo macho y tres hembras —masculló—.
Con un poco de suerte será fácil que para la
primavera tenga doce o quince. Al año siguiente
podré empezar a poner anuncios en los periódicos
deportivos.”
El sereno se
arrellanó en su asiento y dejó de pensar. Pero no
dormía. Un entrenamiento de muchos años le había
enseñado a permanecer sentado durante las largas
noches entre dormido y despierto. Al llegar la
mañana se encontraba tan descansado como si hubiese
dormido.
Una vez que Hop
Higgins se recogió en su silla, al abrigo de la
estufa, sólo tres personas quedaban despiertas en
Winesburgo. George Willard estaba en las oficinas
del Eagle, haciendo como se ocupaba en escribir una
novela, pero en realidad siguiendo con los mismos
pensamientos que tenía por la mañana cuando estaba
junto a la hoguera, allá en el bosque. El reverendo
Curtis Hartman se hallaba sentado en la torre del
campanario de la iglesia presbiteriana esperando que
Dios se le apareciese, y Kate Swift, la maestra,
salía de su casa para dar un paseo en medio de la
tormenta. Eran las diez pasadas cuando Kate Swift
salió. Su paseo no tenía una finalidad determinada;
era como si los pensamientos de aquel hombre y de
aquel muchacho, concentrados en ella, la hubiesen
empujado a las calles heladas. Tía Elizabeth
Swift se hallaba en el pueblo cabeza del distrito
por ciertos asuntos relacionados con unas hipotecas
en que tenía invertido dinero, y no regresaría
hasta el día siguiente. La hija se hallaba sentada
en el comedor de la casa, junto a una gran estufa de
las llamadas centrales, leyendo un libro. De pronto
se levantó como movida por un resorte y, cogiendo
una capa de un perchero que había junto a la puerta
de la calle, salió corriendo de la casa.
Kate Swift
tenía treinta años y no estaba considerada en
Winesburgo como una mujer hermosa; su constitución
no era sana y su cara estaba cubierta de pequeños
granos que eran un indicio de mala salud. Pero sola
y en aquellas calles heladas resultaba encantadora.
Era erguida de espaldas, sus hombros eran cuadrados
y sus facciones como las de una estatua fina de
diosa, colocada sobre un pedestal, en medio de un
jardín, en la penumbra de un anochecer veraniego.
La maestra
había ido aquella tarde a ver al doctor Welling
para consultarle acerca de su salud. El doctor
habíala reprendido, diciéndole que estaba a punto
de quedarse sorda. Era una locura lo que hacía Kate
Swift al salir a la intemperie en medio de una
tormenta semejante; una locura y tal vez un
peligro.
Aquella mujer
que caminaba por las calles no se acordaba de las
palabras del médico y no habría vuelto atrás
aunque se hubiese acordado de ellas. Sentía mucho
frío, pero a los cinco minutos de pasear no le
importaba ya la temperatura. Caminó primeramente
hasta el final de su calle, cruzó luego las dos
pesas del heno, encajadas en tierra delante de un
depósito de forrajes, y luego salió a Trunion
Pike. Siguiendo por Trunion Pike llegó hasta el
hórreo de Ned Winter y, doblando hacia el Este,
pasó por una calle de casitas de madera que
desembocaba, por Gospel Hill, en Sucker Road,
carretera que seguía por una pequeña hondonada
hasta más allá de la granja avícola de lke Smead,
terminando en el depósito de aguas. Aquella audacia
y excitación que la habían empujado fuera de
casa se desvanecieron conforme iba caminando, pero
volvieron más tarde.
El temperamento
de Kate Swift tenía algo de arisco y repelente. A
todos les producía idéntica impresión. Su actitud
en clase era callada, fría y rígida, aunque en
cierto y extraño sentido era también de intimidad.
De vez en cuando, parecía invadirla una extraña
sensación y era feliz entonces. Todos los niños
de la escuela sentían los efectos de aquella
felicidad. Se quedaban un rato sin estudiar,
apoyados en el respaldo de sus asientos, con la
vista fija en su maestra.
La maestra
paseaba entonces de un lado a otro de la clase, con
las manos en la espalda, y hablaba con gran rapidez.
El tema que se le ocurría no parecía tener
importancia. En cierta ocasión les habló a los
niños de Charles Lamb y les relató anécdotas
íntimas y sorprendentes que tenían relación con
la vida del difunto escritor. Contaba las anécdotas
como quien ha vivido en la misma casa que Charles
Lamb y conoce todos los secretos de su vida
privada. Los chicos estaban algo desorientados,
creyendo que Charles Lamb debía de ser una persona
que había vivido en Winesburgo.
En otra ocasión
habló a los muchachos acerca de Benvenuto Cellini.
Esta vez se echaron a reír. ¡Qué jactancioso,
turbulento, valeroso y simpático resultaba aquel
viejo artista, tal como ella lo pintaba! También
inventó anécdotas acerca de éste. Una de ellas se
refería a un alemán, profesor de música, que
vivía en la ciudad de Milán, encima de las
habitaciones de Benvenuto Cellini, y que hizo
desternillar de risa a los muchachos. Sugars McNutts,
un muchacho gordinflón, de mejillas coloradas, se
rió con tal gana que se mareó y se cayó de su
asiento; Kate Swift se rió con él. Pero de pronto
adoptó otra vez su actitud fría y rígida.
Durante aquella
noche en que caminaba por las calles desiertas y
cubiertas de nieve, la vida de la maestra había
entrado en una crisis. Aunque nadie lo sospechaba en
Winesburgo, aquella vida había tenido mucho de
aventurera. Y continuaba siéndolo. Un día tras
otro, cuando atendía la escuela o cuando paseaba
por las calles, libraban batalla en su interior la
pena, la esperanza y el deseo. Detrás de aquella
apariencia de frialdad, sumergíase su imaginación
en los más extraordinarios episodios. Para la
gente de aquel pueblo era una solterona empedernida;
y como hablaba con dureza y no se mezclaba con los
demás, dieron por sentado que carecía de todas
aquellas pasiones humanas que tanto influían, para
bien y para mal, en sus vidas. A decir verdad, era
el temperamento más ardiente y apasionado que
había en el pueblo; más de una vez, durante
aquellos cinco años que llevaba establecida en
Winesburgo, como maestra, después de volver de
sus viajes, había tenido que salir de su casa a
media noche, ech ndose a pasear, mientras se
libraban dentro de ella fieras batallas. Cierta
noche de lluvia permaneció fuera de casa seis
horas, y cuando regresó riñó con tía Elizabeth
Swift. “Me alegro de que no hayas salido hombre -díjole
ásperamente su madre-. Más de una vez he tenido
que estar esperando a que tu padre volviese a casa,
sin saber en qué nuevo lío se habría metido. He
tenido ya mi buena parte de inquietudes y no debes
extrañarte de que no quiera ver reproducidas en
ti sus peores cualidades.”
. . .
El
alma de Kate Swift ardía pensando en George
Willard. Había creído distinguir la chispa del
genio en algunos de los trabajos hechos por el
muchacho en la escuela, y quería avivar aquella
chispa. Cierto día de verano fue a las oficinas del
Eagle y, encontrando al muchacho desocupado, se lo
había llevado a pasear por Main Street hasta el
Campo de la Feria, donde se sentaron sobre la yerba
en un ribazo y estuvieron conversando. La maestra
quiso que el joven se hiciese una idea de las
dificultades con que tropezaría para ser escritor.
“Tiene usted que estudiar la vida -le dijo, con voz
temblorosa y llena de ansiedad. Cogió a George
Willard por los hombros y le hizo volverse hacia
ella, de manera que pudiese mirarle a los ojos.
Alguien que pasara por allí hubiera pensado que
iban a abrazarse-. Si quiere llegar a ser escritor,
no se deje embaucar por la palabrería -explicóle-.
Sería preferible que no pensase en escribir hasta
que estuviese mejor preparado. Ocúpese ahora en
vivir. Yo no quisiera que usted se desanimase,
pero me gustaría hacerle comprender la importancia
de eso a que usted aspira. Tiene que ser usted algo
más que un simple buhonero de vocablos. Hay que
aprender a percibir lo que la gente piensa, no lo
que dice.”
La víspera de
aquella tormentosa noche del jueves, al atardecer,
mientras el reverendo Curtis Hartman se hallaba
sentado en la torre de la iglesia esperando poder
contemplar su cuerpo, llegó el joven Willard a
visitar a la maestra para que le prestase un libro.
Ocurrió entonces algo que sorprendió y dejó al
muchacho en un mar de confusiones. Tenía ya el
libro bajo el brazo y se disponía a marchar. Otra
vez Kate Swift le habló con gran ansiedad.
Anochecía y el cuarto iba quedando en la penumbra.
Al ciar media vuelta para retirarse, pronunció ella
su nombre con dulzura y le cogió la mano con un
movimiento impulsivo. Su corazón de mujer solitaria
se puso a latir, respondiendo al atractivo viril,
porque el reportero se estaba haciendo rápidamente
hombre, pero respondiendo al mismo tiempo a su
entusiasmo de adolescente. Se sintió invadida por
un deseo ardiente de hacerle comprender la
importancia de la vida, de enseñarle a
interpretarla fiel y honradamente. Se inclinó hacia
adelante, y rozó con sus labios su mejilla. Y en
aquel mismo instante reparó el joven por vez
primera en la notable belleza de sus facciones. Los
dos estaban cohibidos y ella, para dominar sus
sentimientos, adoptó una actitud de dureza y
altivez. “¿Para qué? Transcurrirán diez años
antes de que empieces a comprender el sentido de
mis palabras”, exclamó apasionadamente.
. . .
La
noche de la tormenta, mientras el ministro estaba
sentado en la iglesia esperándola, marchó Kate
Swift a las oficinas del Winesburg Eagle, con el
propósito de volver a charlar con el muchacho.
Después de su largo paseo por la nieve, sentíase
helada, solitaria y cansada. Cuando pasaba por
Main Street, vio que la luz se filtraba por el
escaparate de la imprenta y reverberaba por la nieve;
sintió un impulso, abrió la puerta y entró. Y
estuvo durante una hora en aquella oficina, junto
a la estufa, hablando de la vida. Se expresaba con
un interés apasionado. Aquella fuerza que le había
impelido a caminar por la nieve se derramaba ahora
en su charla. Se sintió inspirada, como solía
estarlo a veces en la escuela, frente a los niños.
Se había apoderado de ella un gran deseo de abrir
las puertas de la vida a aquel muchacho que había
sido alumno suyo y al que juzgaba con talento para
comprenderla. Tal era su vehemencia, que se
convirtió en una sensación física. Otra vez sus
manos se agarraron a sus hombros, haciendo que se
volviese hacia ella. Sus ojos llameaban en la
habitación débilmente iluminada. Se puso en pie
y se echó a reír; no era aquella risa seca,
habitual en ella, sino una risa extraña, insegura.
“Es necesario que me marche —dijo—. Si
permanezco aquí un momento más, no voy a poder
contenerme y te voy a besar.”
Reinó
súbitamente la confusión en la oficina del
periódico. Kate Swift se volvió y echó a andar
hacia la puerta. Era una maestra, pero también era
una mujer. Al mirar a George Willard se apoderó
de ella el deseo ardiente de ser amada por un
hombre, un deseo que ya mil veces había invadido
su cuerpo como un torbellino. Visto a la luz de la
lámpara George Willard no parecía un muchacho,
sino un hombre que reunía ya condiciones para
desempeñar el papel de varón.
La maestra dejó
que George Willard la tomase en sus brazos. La
atmósfera de aquella oficina pequeña y templada se
hizo de pronto abrumadora, y la maestra sintióse
desfallecer. Esperó, apoyada en un pequeño
mostrador. Cuando él se acercó y la puso una mano
en el hombro, ella se dio vuelta y se dejó caer
sobre el joven. La confusión de George Willard
aumentó instantáneamente. Estrechó durante unos
momentos con fuerza el cuerpo de la mujer; pero de
pronto aquélla se puso rígida y dos puños menudos
y puntiagudos se pusieron a golpearle en la cara.
Cuando la maestra salió huyendo, dejándolo solo,
empezó el joven a dar vueltas por la habitación,
echando pestes y maldiciones.
Y en semejante
estado de confusión se encontraba cuando asomó
el reverendo Curtís Hartman. Cuando estuvo ya
dentro, empezó George a creer que el pueblo se
había vuelto loco. El ministro, agitando su puño
que manaba sangre, afirmaba que aquella mujer que
George acababa de tener entre sus brazos, había
sido enviada por Dios para proclamar sus verdades.
. . .
George
apagó la lámpara del escaparate, cerró la puerta
de la imprenta y se marchó a su casa. Pasó por el
despacho del hotel, dejando allí a Hop Higgins
perdido en sus sueños de criador de hurones, y se
metió en su cuarto. La estufa se había apagado y
se desvistió en el cuarto frío. Cuando se metió
en la cama, las sábanas le parecieron dos mantas
de nieve seca.
George Willard
se revolvía en la misma cama en que había estado
tumbado aquella tarde acariciando la almohada y
pensando en Kate Swift. Resonaban en sus oídos las
palabras del ministro, que le pareció se había
vuelto loco. Su mirada vagaba por la habitación. Se
desvaneció el resentimiento propio del macho
burlado, y se esforzó por comprender lo que había
ocurrido. No lo conseguía. Repasaba una y otra
vez en su imaginación todos los episodios.
Transcurrieron horas, y pensó que debía estar ya
clareando el nuevo día. A las cuatro de la
madrugada se tapó la cara con las ropas de la cama
y se esforzó en dormir. Cuando se quedó amodorrado
y se le cerraron los ojos, alzó la mano y tanteó
en las tinieblas. “Me he quedado sin saber algo...,
sin saber algo que Kate Swift quería decirme”,
murmuró entre sueños. Y se quedó dormido, y fue
él la última persona que se acostó en Winesburgo
aquella noche de invierno.
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