Sherwood Anderson
(Camden, Ohio, 1876 - Colón, Panamá, 1941)

Manos (1916)
(“Hands”)

Winesburg, Ohio
(Nueva York: B. W. Huebsch, 1919, 303 págs.)


      Un hombrecillo grueso y anciano daba vueltas nerviosamente por la veranda medio en ruinas de una casita de madera que había junto al borde de un barranco cerca del pueblo de Winesburg, Ohio. Detrás de un campo alargado y sembrado de trébol, que, sin embargo, sólo había producido una enmarañada cosecha de hierbajos de mostaza amarilla, se veía la carretera por la que avanzaba una carreta cargada de recolectores de fresas que regresaban de los campos. Los recolectores, hombres y mujeres jóvenes, reían y gritaban bulliciosamente. Un muchacho vestido con una camisa azul saltó de la carreta y trató de arrastrar con él a una de las chicas, que soltó agudos gritos de protesta. Los pies del muchacho levantaron una nube de polvo que flotó frente a la faz del sol poniente. Del otro lado del campo llegó una voz suave y atiplada. “¡Eh, Wing!, a ver si te peinas, que se te va a meter el pelo en los ojos”, le ordenó la voz al hombre, que era calvo y se toqueteó la frente despejada con sus manitas como si estuviera arreglándose una mata de rizos enredados.
       Wing Biddlebaum, perennemente asustado y asediado por una fantasmal cohorte de dudas, no se consideraba ni mucho menos parte del pueblo donde vivía desde hacía veinte años. De todos los habitantes de Winesburg sólo había intimado con uno. Había forjado una especie de amistad con George Willard, hijo de Tom Willard, el propietario del New Willard House. George Willard era reportero en el Winesburg Eagle y algunas tardes iba por la carretera a casa de Wing Biddlebaum. Ahora el anciano iba y venía por la veranda, moviendo las manos con nerviosismo y deseando que George Willard fuese a pasar la tarde con él. En cuanto pasó la carreta cargada con los recolectores de fresas, cruzó el campo entre las altas hierbas de mostaza, trepó a una cerca y escudriñó impaciente la carretera en dirección al pueblo. Por un momento, se quedó allí, frotándose las manos y escrutando la carretera, luego le sobrecogió el miedo y volvió corriendo y empezó a pasear otra vez por la veranda de su casa.
       En presencia de George Willard, Wing Biddlebaum, que a lo largo de veinte años había sido un misterio para la gente del pueblo, perdía parte de su timidez, y su oscura personalidad, sumergida en un mar de dudas, asomaba para echarle un vistazo al mundo. Al lado del joven periodista se aventuraba a la luz del día por la calle Mayor o iba y venía por el destartalado porche de su casa hablando muy excitado. La voz que había sido trémula y susurrante se volvía alta y aguda. La encorvada figura se enderezaba. Con una especie de estremecimiento, como el de un pez devuelto al arroyo por el pescador, Biddlebaum el silencioso empezaba a hablar, tratando de poner en palabras las ideas que se habían acumulado en su imaginación a lo largo de muchos años de silencio.
       Wing Biddlebaum decía muchas cosas con las manos. Sus dedos finos y expresivos, siempre activos, siempre tratando de ocultarse en los bolsillos o detrás de la espalda, salían y se convertían en las bielas de su mecanismo de expresión.
       La historia de Wing Biddlebaum es la historia de unas manos. Su incansable actividad, comparable al batir de las alas de un pájaro enjaulado, le había valido su apodo [en inglés, wing es ala], que debió de ocurrírsele a algún poeta anónimo del pueblo. Aquellas manos asustaban a su propietario. Trataba de ocultarlas, miraba con pasmo las manos quietas e inexpresivas de los otros hombres que trabajaban a su lado en los campos o pasaban por los caminos guiando soñolientas yuntas de animales.
       Cuando hablaba con George Willard, Wing Biddlebaum apretaba los puños y aporreaba con ellos la mesa o las paredes de su casa. Así se sentía más cómodo. Si le entraban ganas de hablar mientras estaban paseando por el campo, buscaba un tocón de árbol o la tabla de un cercado y hablaba con renovada elocuencia sin parar de golpearlos.
       La historia de las manos de Wing Biddlebaum merece un libro entero. Escrito con compasión, despertaría extrañas y hermosas cualidades incluso en los hombres más sombríos. Es una labor para un poeta. En Winesburg sus manos habían llamado la atención debido sólo a su actividad. Con ellas Wing Biddlebaum había recogido hasta ciento cuarenta cuartillos de fresas en un solo día. Se convirtieron en su rasgo distintivo, el origen de su fama. También hicieron más grotesca una personalidad ya de por sí esquiva y grotesca. Winesburg se enorgullecía de las manos de Wing Biddlebaum tanto como de la nueva casa de piedra del banquero White o de Tony Tip, el alazán de Wesley Moyer, que había ganado las carreras de trotones de otoño en Cleveland.
       En cuanto a George Willard, muchas veces había querido preguntarle por sus manos. En ocasiones, la curiosidad había sido casi irresistible. Intuía que debía de haber alguna razón que explicase su extraña actividad y su inclinación a ocultarlas, y sólo el creciente respeto que sentía por Wing Biddlebaum le impedían plantearle todas aquellas dudas que le rondaban por la cabeza.
       Una vez había estado a punto de preguntárselo. Estaban paseando por los campos una tarde de verano y se habían sentado en un bancal cubierto de hierba. Wing Biddlebaum llevaba toda la tarde hablando como un iluminado. Se había detenido junto a una valla y, mientras aporreaba una de sus tablas como un gigantesco pájaro carpintero, había gritado a George Willard reprochándole su tendencia a dejarse influenciar más de la cuenta por quienes le rodeaban. “Te estás destruyendo a ti mismo —gritó—. Tienes inclinación por la soledad y te gusta soñar, pero te asustan los sueños. Querrías ser como todos los del pueblo. Les oyes hablar y tratas de imitarlos”.
       En aquel bancal cubierto de hierba, Wing Biddlebaum había tratado de convencerlo una vez más. Su voz se había vuelto suave y evocadora, y con un suspiro de satisfacción se había embarcado, como si hablara en sueños, en una disertación larga y repleta de digresiones.
       A partir de aquel sueño Wing Biddlebaum trazó un cuadro para George Willard. En el cuadro la gente vivía de nuevo en una especie de bucólica época dorada. Muchachos apuestos llegaban a través de los campos, unos a pie y otros a caballo. Los jóvenes se reunían formando multitudes a los pies de un anciano que les esperaba sentado en un jardincito a la sombra de un árbol y les hablaba.
       Wing Biddlebaum se dejó arrastrar por la inspiración. Por una vez, se olvidó de sus manos. Poco a poco, se deslizaron hacia delante y se posaron en los hombros de George Willard. La voz que le hablaba adquirió un tono nuevo y atrevido.
       —Debes tratar de olvidar todo lo que has aprendido —dijo el anciano—. Debes empezar a soñar. Desde ahora debes hacer oídos sordos al rugido de las voces.
       Haciendo una pausa, Wing Biddlebaum miró fijamente y con aire muy serio a George Willard. Los ojos le brillaban. Una vez más levantó las manos para acariciar al chico y luego una expresión de horror enturbió su rostro.
       Con un movimiento del cuerpo, Wing Biddlebaum se puso en pie y metió las manos en lo más hondo de los bolsillos del pantalón. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
       —Tengo que volver a casa. No puedo seguir hablando contigo —dijo nerviosamente.
       Sin volver la vista atrás, el anciano echó a correr colina abajo a través de un prado y dejó a George Willard perplejo y asustado en la ladera cubierta de hierba. Con un escalofrío de temor, el chico se puso en pie y empezó a andar por la carretera que llevaba al pueblo. “No le preguntaré por sus manos —pensó, conmovido por el recuerdo del terror que había visto en la mirada del hombre—. Aquí hay gato encerrado, pero no quiero saber de qué se trata. Sus manos tienen algo que ver con el miedo que nos tiene a mí y a los demás”.
       George Willard tenía razón. Echemos un breve vistazo a la historia de las manos. Tal vez al hablar de ellas despertemos al poeta que haya de contar un día la historia secreta y maravillosa de la influencia de aquellas manos, que no eran sino meros pendones que ondeaban al viento henchidos de promesas.
       En su juventud, Wing Biddlebaum había sido maestro de escuela en un pueblo de Pensilvania. En aquella época nadie lo llamaba Wing Biddlebaum, sino que se le conocía por el nombre menos eufónico de Adolph Myers. Los niños de su escuela apreciaban mucho a Adolph Myers.
       Adolph Myers había nacido para dar clase a niños pequeños. Era uno de esos hombres poco frecuentes y mal comprendidos que se imponen con una autoridad tan leve que pasa por una adorable debilidad. Lo que esos hombres sienten por los niños a su cargo no es muy distinto de lo que sienten las mujeres más refinadas cuando se enamoran de un hombre.
       Pero ésa es una manera demasiado grosera de decirlo. Ahí es donde nos haría falta el poeta. Adolph Myers había paseado por la tarde con sus alumnos o se había sentado a charlar con ellos hasta el crepúsculo en las escaleras de la escuela perdido en una especie de sueño. Sus manos iban de aquí para allá, acariciando los hombros de los chicos, jugueteando con sus cabezas despeinadas. Al hablar, la voz se le volvía suave y musical. También en eso había una caricia. En cierto sentido, la voz y las manos, las caricias en los hombros y el roce de los cabellos eran parte del esfuerzo del maestro por introducir un sueño en la imaginación de los chicos. Se expresaba a través de las caricias de sus dedos. Era uno de esos hombres cuya fuerza vital está difusa y no tiene un centro definido. Gracias a las caricias de sus manos, los alumnos perdían las dudas y la desconfianza y empezaban también a soñar.
       Luego aconteció la tragedia. Un chico medio retrasado de la escuela se enamoró del joven maestro. En su cama, por la noche, imaginaba cosas indecibles y por la mañana hablaba de sus sueños como si fueran reales. De sus labios fláccidos salieron acusaciones extrañas y horribles. Un escalofrío recorrió aquel pueblo de Pensilvania. Las dudas ocultas y tenebrosas que habían embargado la imaginación de algunos respecto a Adolph Myers se convirtieron en certezas.
       La tragedia no tardó en producirse. Sacaron a los críos temblorosos de la cama y les interrogaron. “Me ponía el brazo encima del hombro”, dijo uno. “Siempre me pasaba los dedos por el pelo”, dijo otro.
       Una tarde, Henry Bradford, uno del pueblo, que regentaba un bar, se presentó en la escuela. Llamó a Adolph Myers al patio y empezó a darle puñetazos. Cada vez que sus duros nudillos golpeaban la cara asustada del maestro, su ira se iba haciendo más y más terrible. Los niños chillaban con espanto y corrían de aquí para allá como insectos asustados. “Yo te enseñaré a ponerle la mano encima a mi hijo, cerdo”, rugió el dueño del bar, que, harto de golpear al maestro, había empezado a perseguirlo a patadas por el patio.
       A Adolph Myers lo echaron de aquel pueblo de Pensilvania en plena noche. Una docena de hombres se presentaron linterna en mano ante la puerta de la casa donde vivía solo y le ordenaron que se vistiera y saliese a la calle. Estaba lloviendo y uno de ellos llevaba una soga en la mano. Habían ido allí con la intención de ahorcar al maestro de escuela, pero algo en su aspecto, tan diminuto, pálido y penoso, los conmovió y lo dejaron escapar. Cuando echó a correr hacia la oscuridad, se arrepintieron y lo persiguieron blasfemando y lanzándole palos y pellas de barro a la figura que chillaba y corría más y más deprisa hacia la oscuridad.
       Adolph Myers había vivido en Winesburg veinte solitarios años. Aunque no tenía más de cuarenta aparentaba sesenta y cinco. El nombre de Biddlebaum lo cogió de un cajón de mercancías que vio en una estación mientras cruzaba a toda prisa un pueblo del este de Ohio. Tenía una tía en Winesburg, una anciana de dientes ennegrecidos que criaba pollos y con quien vivió hasta su muerte. A raíz del incidente de Pensilvania, estuvo casi un año enfermo y, cuando se recuperó, trabajó como jornalero en los campos e iba de aquí para allá tratando de ocultar siempre sus manos. Aunque no acababa de comprender lo sucedido, tenía la sensación de que las culpables debían de ser sus manos. Una y otra vez, los padres de los niños habían aludido a sus manos. “Métete las manos donde te quepan”, había rugido el dueño del bar mientras brincaba furioso por el patio de la escuela.
       Wing Biddlebaum estuvo yendo y viniendo por la veranda de su casa junto al barranco hasta que el sol se ocultó y la carretera del otro lado del campo se perdió entre las sombras grises. Luego entró en su casa, cortó unas rebanadas de pan y las untó de miel. Cuando cesó el rumor del tren nocturno que se llevaba los vagones cargados con la cosecha de fresas del día y se restauró el silencio de la noche veraniega, volvió a pasear por la veranda. En la oscuridad no se le veían las manos y se quedaron quietas. Aunque siguió anhelando la llegada del muchacho, que era el modo en que expresaba su amor a los hombres, dicho anhelo volvió a formar parte de su soledad y su espera. Después de encender una lámpara, Wing Biddlebaum lavó los pocos platos que había ensuciado con su frugal comida y, tras colocar un catre plegable junto a la puerta que conducía al porche, se dispuso a desvestirse para pasar la noche. Junto a la mesa, en el suelo bien fregado, había unas cuantas migas de pan desperdigadas. Colocó la lámpara en un taburete bajo y empezó a recogerlas, llevándoselas una a una a la boca con increíble rapidez. A la densa luz de debajo de la mesa, aquella figura arrodillada parecía un cura celebrando un servicio religioso en la iglesia. Sus dedos nerviosos y expresivos, momentáneamente iluminados por la luz, bien podrían haberse confundido con los dedos de un devoto pasando presurosos una cuenta tras otra del rosario.




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