Sherwood Anderson
(Camden, Ohio, 1876 - Colón, Panamá, 1941)
Nadie lo sabe
(“Nobody Knows”)
Winesburg, Ohio
(Nueva York: B. W. Huebsch, 1919, 303 págs.)
George Willard se
levantó del escritorio que ocupaba en las oficinas
del Winesburg Eagle, miró cautelosamente a
su alrededor v salió con precipitación por la
puerta trasera. La noche era calurosa y el cielo
estaba cubierto de nubes; aunque no habían dado
las ocho todavía, la callejuela a la que daba la
parte trasera de las oficinas del Eagle
estaba oscura como la pez. Un tronco de caballos
atado por allí a un poste invisible pataleó en
el suelo duro y calcinado. De entre los mismos pies
de George Willard saltó un gato v echó a correr,
perdiéndose entre las tinieblas. Él joven estaba
nervioso. Durante todo el día había trabajado como
si estuviese atontado de resultas de un golpe. Al
pasar por la callejuela temblaba como aterrorizado.
George Willard
fue avanzando en la oscuridad nor la callejuela,
caminando con cuidado y precaución. Las puertas
traseras de las tiendas de Winesburgo estaban
abiertas y pudo ver a muchas personas sentadas a la
luz de las lámparas. En el Myerbaum's Notion Store
vio a la señora de Willy, el dueño de la taberna,
de pie junto al mostrador, con una cesta en el brazo;
la atendía un empleado que se llamaba Sid Green.
Este le hablaba con gran interés, inclinaba el
cuerpo sobre el mostrador sin dejar de hablar.
George Willard
se agazapó y atravesó de un salto el reguero de
luz que se proyectaba a través del hueco de la
puerta. Echó a correr hacia adelante en medio de
las tinieblas. El viejo Jerry Bird, que era el
borracho del pueblo, estaba dormido en el suelo
detrás de la taberna de Ed Griffith. El fugitivo
tropezó con las piernas del borracho que estaba
despatarrado. Este se echó a reír con risa
entrecortada.
George Willard
se había lanzado a una aventura. No había hecho
en todo el día otra cosa que reunir ánimos para
lanzarse a esa aventura, y ahora estaba ya metido en
ella. Desde las seis había estado sentado en las
oficinas del Winesburg Eagle haciendo
esfuerzos por concentrar el pensamiento.
No llegó a
tomar ninguna resolución. No hizo más que ponerse
en pie de un salto, pasar precipitadamente junto a
Will Henderson, que se encontraba leyendo pruebas
en la imprenta, y echar a correr por la callejuela.
George Willard anduvo calles y calles, evitando
encontrarse con la gente que pasaba. Cruzó una y
otra vez la carretera. Cuando pasaba por debajo de
un farol se echaba el sombrero hacia adelante para
taparse la cara. No se atrevía a pensar.
Dominábale el miedo, pero el miedo que ahora
sentía era distinto del de antes. Temía que
aquella aventura en que se había metido se
estropease, que le faltase el valor y que se
volviese atrás.
George Willard
encontró a Louise Trunnion en la cocina de la casa
de su padre. Estaba lavando los platos a la luz de
una lámpara de petróleo. Allí estaba, detrás de
la puerta de la pequeña cocina situada en la parte
trasera de la casa. George Willard se detuvo junto a
una empalizada e hizo un esfuerzo para dominar el
temblor de su cuerpo. Ya sólo le separaba de su
aventura un estrecho sembrado de patatas.
Transcurrieron cinco minutos antes de que recobrase
aplomo suficiente para llamarla. “¡Louise! ¡Eh,
Louise!”, exclamó. El grito se le pegó a la
garganta. Su voz fue sólo un susurro áspero.
Louise Trunnion
se acercó, atravesando el sembrado de patatas,
con el trapo de secar los platos en la mano. “¿Cómo
sabes que voy a salir contigo? —dijo ella
refunfuñando—. Muy seguro parece que estás.”
George Willard
no contestó. Permaneció mudo en la oscuridad, con
la empalizada de por medio. “Sigue adelante; papá
está en casa. Yo iré detrás de ti. Espérame
junto al pajar de William.” El joven reportero de
periódico había recibido una carta de Louise
Trunnion. Había llegado aquella misma mañana a las
oficinas del Winesburg Eagle. La carta era
concisa. “Soy tuya, si tú lo quieres”, decía. Le
molestó que allí, en la oscuridad, junto a la
empalizada, hubiese afirmado que no había nada
entre ellos. “¡Qué tupé! De veras que tiene un
soberano tupé”, murmuraba al mismo tiempo que
seguía calle adelante, atravesando una hilera de
solares sin edificar, sembrados de trigo. El trigo
le llegaba hasta los hombros, y estaba sembrado
hasta el mismo borde de la acera.
Cuando Louise
Trunnion salió por la puerta frontera de su casa
llevaba el mismo vestido de percal que tenía cuando
estaba lavando los platos. Iba a pelo; el muchacho
la vio detenerse con la mano en el picaporte de la
puerta hablando con alguien que estaba dentro de
casa, con el viejo Jake Trunnion, su padre, sin duda
alguna. El tío Jake era medio sordo, y la chica le
hablaba a gritos.
Se cerró la
puerta, y el silencio y la oscuridad reinó en la
pequeña callejuela. George Willard se echó a
temblar con más fuerza que nunca.
George y Louise
permanecieron en la sombra del pajar de William sin
atreverse a decir palabra. Ella no era demasiado
hermosa que digamos, y tenía a un lado de la nariz
una mancha negra. George pensó que ella se había
frotado la nariz con el dedo después de andar con
las cacerolas. El joven rompió a reír
nerviosamente. “Hace calor”, dijo. Intentó
tocarle con la mano. “Soy poco decidido -pensó-.
Sólo el tocar los pliegues de su vestido de percal
debe ser un placer exquisito.” Eso se decía
George, pero ella empezó con evasivas. “Tú crees,
ser mejor que yo. No digas lo contrario, lo adivino”,
dijo acercándose más a él.
George Willard
rompió a hablar sin trabas. Se acordó de las
miradas que la joven le dirigía a hurtadillas
cuando se encontraban en la calle y pensó en la
nota que le había escrito. Esto alejó de él toda
duda. También le animaron las cosas que se
susurraban en la población acerca de ella Y se
convirtió en el macho, audaz y agresivo. En el
fondo no sentía por ella simpatía alguna. “Bueno,
vamos, no pasará nada. Nadie lo sabrá. ¿Quién lo
va a contar?”, insistió.
Fueron caminando
por una estrecha acera enladrillada, por entre
cuyas grietas crecían grandes yerba jos. Faltaban
algunos ladrillos y la acera tenía muchos
altibajos. La cogió de la mano, que también era
áspera, y le pareció deliciosamente menuda. “No
puedo ir lejos”, dijo la joven con voz tranquila
y serena. Cruzaron un puente sobre un minúsculo
arrovuelo y atravesaron otro solar sin edificar,
sembrado de trigo. Allí acababa la calle. Siguiendo
por el sendero paralelo a la carretera, tuvieron que
ir uno detrás de otro. Junto a la carretera
estaba el fresa] de Will Overton, en el que había
un montón de tablas. “Will va a construir un
cobertizo donde guardar las banastas para las fresas”,
dijo George al tiempo que se sentaban sobre las
tablas.
. . .
Eran
más de las diez cuando George Willard volvió a
Main Street; había empezado a llover. Anduvo tres
veces la calle de un extremo a otro; la droguería
de Sylvester West estaba abierta todavía. Entró y
compró un puro. Se alegró al ver que el mozo,
Shorty Crandall salió a la puerta con él. Los
dos permanecieron conversando cinco minutos, al
abrigo del toldo del edificio. George Willard estaba
satisfecho. Sentía un deseo incontenible de hablar
con un hombre. Dobló una esquina y marchó hacia la
New Willard House silbando muy bajito. Se paró
frente al vallado con cartelones de circo que había
al lado de la tienda de ultramarinos de Winny y,
dejando de silbar, permaneció inmóvil en la
oscuridad, con el oído atento, como si escuchase
una voz que le llamaba por su nombre. Luego
volvió a reírse nerviosamente. “No ha dejado
rastro en mí. Y nadie lo sabe”, murmuró con un
arranque enérgico; y siguió su camino.
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