Stephen Crane
(Newark, Nueva Jersey, 1871 - Badenweiler, Alemania, 1900)


Los audaces:
Detalle de la vida de los estadounidenses en México
(1898)
(“The Wise Men”)
Originalmente publicado en The Lanthorn Book,
una colección de relatos y poemas de autores norteamericanos contemporáneos
(Nueva York: Lanthorn Club, 1898, 48 págs.);
The Open Boat and Other Tales of Adventure
(Nueva York: Doubleday & McClure Co., 1898, 336 págs.), págs. 301-336.


      Eran jóvenes de ideas raras. Eran sumamente perversos, según ciertos informes, y no obstante se las ingeniaban para que la gente les creyera. Era común que trajeran a los informadísimos y platicadores miembros de la colonia inglesa recitando sus fechorías, y los hechos vinculados con los pecados de estos muchachos se contaban con un toque de miedo y admiración.
       Uno era de San Francisco y el otro de Nueva York; pero su apariencia era semejante. He aquí la idiosincrasia de la geografía.
       En la ciudad de México nunca se separaban, para nada, excepción hecha, tal vez, cuando uno de los dos se iba al hotel a descansar; el otro, mientras tanto, montaba guardia en la oficina, enviando a los sirvientes con mensajes terminantes: “Ya párate y baja”.
       Eran dos jóvenes —a quienes llamaban los Chamacos— y estaban lejos de casa. No faltaba quien sintiera alguna vez lástima por ellos, pero por lo general nadie los seguía; el resto del personal estaba francamente perplejo del esplendor de la audacia y la resistencia de estos Chamacos.
       —¿A qué hora duermen estos muchachos? —musitó un hombre al verlos entrar al café a las ocho de la mañana. Sus tersos rostros infantiles se veían a todas luces alegres y frescos—. Me contó Jim que todavía los vio hoy a las cuatro y media de la mañana.
       —¿Dormir? —soltó un acompañante con voz sonora—. Nunca duermen. Allá cada dos semanas se meten a la cama. Su elogio de esta cuestión casi pareció un orgullo personal.
       —Pero si siguen con el mismo ritmo van a acabar mal —dijo una voz de hombre desde atrás de un periódico.
       El Café Colorado tiene una fachada en blanco y dorado en la que se instalaron unas ventanas enormes con los tan comunes emplomados en México. De puerta tiene un par de batientes en movimiento perpetuo. Por debajo de esta puerta se meten los perros al café y los meseros se encargan de botarlos a la calle. La banqueta muestra a toda hora el efecto decorativo de los ociosos, los cuales van desde el recién llegado y arrogante turista hasta el veterano de las minas de plata, bronceado por los violentos rayos del sol. Con distintos niveles de interés desde ahí contemplan el espectáculo de la calle: los reflejos, bajo el furioso rayo de sol, del rojo, el morado, el blanco del polvo.
       Cierta tarde, los Chamacos se aparecieron por el Café Colorado. La media docena de hombres que fumaban y leían sentados ahí, bajo el influjo de cierto efecto parisiense junto a las mesitas dispuestas a ambos lados del salón, alzaron la vista y los saludaron con una inclinación de la cabeza, sonriendo; y aunque la llegada de los Chamacos no tenía nada extraordinario, cuando menos una docena de hombres giró en sus sillas para verles. Tres de los meseros limpiaban las mesas y movían las sillas ruidosamente y daban una imagen de diligencia. Era obvio que los Chamacos tenían su importancia.
       Del extremo opuesto de la larga barra tomó la orden de los Chamacos la alta figura del propio y tan querido Pop, sonriendo con franca bonhomía. —¿Cómo están mis muchachos? —gritó con voz de profunda solicitud. Dejó languidecer bajo la atención de los cantineros mexicanos a cinco o seis de sus clientes en lo que él mismo ofrendaba su elocuente atención a los Chamacos, prestándole toda la dignidad de una gran cosa a su llegada.
       —Los Chamacos cómo andan hoy ¿eh?
       —Viejo mañoso —dijo uno de ellos mirándolo directamente—, Así nos recibes para que no nos demos cuenta en qué momento nos encajan el peor de tus whiskies, ¿verdad?
       Pop mudó su encanto de un Chamaco al otro:
       —Ahí lo tienes! Oye eso ¿quieres?
       Pop adoptó una pose teatral.
       —Cómo, muchachos; a ustedes siempre les doy lo mejor, lo mejorcito que la casa tiene.
       —Claro que sí! —se burlaron los Chamacos.
       —Danos lo que tú quieras, pero si es lo mismo que nos vendiste anoche, vamos a asaltar tu caja y nos vamos a echar a correr.
       Pop rodó una de las botellas a lo largo de la barra y luego la contempló con una expresión de amor.
       —Buena como la seda —murmuro—. Nada más pruébenlo, y si no es el mejor whiskey que hayan bebido entonces sí díganme que soy un farsante.
       Los Chamacos lo vieron con sorna y se sirvieron sus raciones.
       —Por lo general tu whiskey sabe a muebles nuevos —dijo el Chamaco de San Francisco—. Vamos a ver; y tú: échale un ojo a tu caja.
       —A su salud, caballeros —dijo Pop con aires de grandeza; y en lo que se atusaba su reluciente mostacho gris, asintió en referencia al asunto de la caja registradora—. Los iba a alcanzar antes de que llegaran muy lejos.
       —No me digas! ¿Así que tú corres? —dijo riéndose uno de ellos.
       —Cuánto apuestas, muchacho —dijo Pop con profundo énfasis—. Yo vuelo.
       Los Chamacos de pronto dejaron sus vasos sobre la mesa y se le quedaron mirando.
       —Seguro que sí —comentaron.
       Pop era alto y ágil, de finos modales, pero no mostraba las características formales que en el animal denotan velocidad. Los botones de su reluciente chaleco blanco trazaban tan hermosa curva que si alguien le hubiera puesto enfrente la superficie cóncava del madero de un tonel ella habría tocado todos los botones.
       —Seguro que sí —comentaron nuevamente los Chamacos.
       —Ríanse si quieren, pero se los advierto: no es chiste que a mí nadie me gana, muchachos. Vaya, les apuesto a que le gano a correr una cuadra a cualquiera de esta ciudad. Cuando tenia mí negocio en Eagle Pass nadie me ganaba. Un día llegó uno de esos perfumados de San Antonio. Ah, era corredor, claro que sí, uno de esos fulanos con alas. Pues le gané. ¿Qué? Claro que sí. No me vio ni el polvo.
       Los Chamacos lo habían estado mirando con seriedad, pero al llegar a este punto sonrieron y, en coro, le dijeron:
       —¡No seas payaso!
       La voz de Pop adoptó el tono lastimoso de la sinceridad:
       —Se los digo en serio, muchachos. Soy muy buen corredor.
       En ese instante a uno de los Chamacos se le ocurrió algo y dijo de pronto:
       —¡Qué buena broma le podríamos hacer a Freddie con esto!
       El otro Chamaco dio un salto de gusto.
       —¡Cómo no! ¡No iba sino a pegar de gritos! ¡Se iba a volver loco!
       Entonces voltearon a ver a Pop como queriendo asegurarse por completo que él sí era un buen corredor.
       —Está bien, Pop, ya en serio —dijo uno de ellos con ansiedad—, ¿de veras corres?
       —Muchachos —les juró Pop—, ¡soy un gamo! Verdad de Dios que soy un gamo.
       —Válgame Dios, yo sí creo que este apache corra —le comentó uno al otro, como si platicaran entre ellos.
       —Eso si lo sé hacer —agregó Pop.
       Los Chamacos dijeron:
       —Está bien, gracias.
       Los Chamacos se fueron a una de las mesas y se sentaron. Pidieron una ensalada. Siempre ordenaban ensaladas. Esto porque uno de ellos tenía un loco amor por las ensaladas y al otro le daba lo mismo. De modo que a cualquier hora del día o de la noche se les podía ver ordenando una ensalada. Cuando les sirvieron esta última, los Chamacos se clavaron en una suerte de sesión ejecutiva. La consulta fue muy larga. Algunos de los hombres lo notaron; comentaban que el diablo andaba suelto. Los Chamacos de vez en cuando se carcajeaban absolutamente felices de algo desconocido. De la calle llegaba el sonido tenue de las ruedas. Con frecuencia se escuchaban los gritos como de cotorros de vendedores distantes. La luz del sol se volcaba sobre las verdes cortinas y trazaba ciertas lentejuelas de ámbar en el piso de mármol. En lo alto, entre las llamativas decoraciones del techo —recuerdo de los días en los que la majestuosa construcción fuera un palacio—, una mariposita blanca pasaba por los espacios de aire fresco. La amplia sala de billar se perdía al fondo en una vaga penumbra. Las bolas chocaban una y otra vez y se podía observar una infinidad de codos oblicuos. Los mendigos se colaban por los batientes y les echaba el mesero más a la mano.
       Por fin, los Chamacos llamaron a Pop.
       —¡Siéntate, Pop! ¡Tómate algo! —lo revisaron cuidadosamente—. Ahora dinos una cosa, Pop, júranosla: ¿es cierto que corres?
       —Muchachos —dijo Pop, lleno de piedad, levantando la mano, corro como conejo.
       —¿Lo juras?
       —Se los juro.
       —¿Le ganas a Freddie?
       Al parecer, Pop ponderó este asunto desde todos los ángulos.
       —Miren, muchachos; voy a decirles algo: en este mundo nadie puede estar absolutamente seguro, y yo no quiero decir que le gano a quien sea; pero he visto correr a Freddie y les puedo jurar que a él yo sí le gano. En cien yardas no me iba a ver el polvo ¿entienden? Ni el polvo. Freddie corre bién, pero yo, entiéndame, soy, digamos, un poco mejor.
       Los Chamacos lo escucharon muy atentos. Pop dijo estas últimas palabras lenta y sentidamente. Ambos pensaron que Pop quería que ellos notaran su enorme confianza.
       Uno dijo:
       —Pop, si nos fallas en esto, aquí nos vamos a instalar en este negocio y dos semanas vas a darnos de beber gratis. Nosotros te vamos a apostar a ti y le vamos a hacer una a Freddie. ¡Cuidado y nos falles!
       Ante la amenaza, Pop dijo:
       —¡Correré como nunca! ¡Se los juro!
       Los Chamacos se levantaron al terminar su ensalada.
       —Bueno —le advirtieron a Pop—. Si nos engañas, nos la vamos a cobrar. ¡Que no se te olvide!
       —Ya van a ver, muchachos, cómo voy a correr por su dinero. Ustedes apuéstenle. Tal vez pierda, que eso les quede claro: puedo perder, es inevitable toparse con alguien mejor, pero yo creo que le puedo ganar, y van a ver cómo voy a correr por su dinero, claro que sí.
       —En eso quedamos, entonces —le dijeron—. No digas nada. Esto es nada más entre nosotros. ¿Entiendes?
       —A nadie le voy a contar— declaró Pop.
       Se despidieron de Pop manoteando una advertencia final desde los batientes de la puerta.
       En la calle vieron a Benson, el bastón cogido por en medio, paseándose a la sombra entre los parlanchines nativos vestidos de blanco. Los Chamacos le hicieron señas vehementes, el rostro iluminado por su estratagema. Benson cruzó la calle con cuidado, como quien se aventura con malas compañías.
       —Vamos a organizar una carrera: Pop y Fred. Pop jura que le puede ganar. ésta es una pista; no la difundas. ¿Crees que Freddie se anime?
       Por la expresión de Benson parecía que lo habían obligado a soportar estas muestras de locura a lo largo de un siglo.
       —Oigan, están locos. Pop no le gana a Freddie.
       —¿Que no? ¿Apuestas? —dijeron los Chamacos—. Ahí tienes; vamos a ver... no sabes lo que dices.
       —Bueno, yo digo que...
       —¡Apuéstalo! Apuesta o cállate la boca. ¡Así está este asunto!
       —¿Cómo saben que le puede ganar? ¿Ya fueron a ver a Freddie?
       —No, pero...
       —Entonces váyanlo a ver. No les puedo apostar si no han organizado la carrera. Pero está bien, está bien, sí se los voy a apostar. Pero para que vean, les sugiero algo: son un par de imbéciles. Pop es un plomo.
       Los Chamacos vieron con malos ojos a Benson y le dijeron desafiantemente:
       —¿Ah, sí?
       Los Chamacos dejaron a Benson y fueron a la Casa Verde. Freddie, elegantísimo en su chaquetin blanco, estaba metido en una de sus innumerables pláticas tras de la barra. Sonrió al ver a los Chamacos.
       —Muchachos, ¿dónde andaban? —preguntó en tono paternal. Casi todos los propietarios de los cafés estadounidenses en la ciudad acostumbraban adoptar un tono paternal al dirigirse a estos Chamacos.
       —Por ái —contestaron.
       —Tómense algo —dijo el propietario de la Casa Verde, olvidando sus otros deberes sociales.
       En el transcurso de esta ceremonia uno de los Chamacos hizo esta observación:
       —Freddie, Pop dice que él corre más rápido que tú.
       —¿él dice eso? —comentó sin emoción Freddie. Estaba acostumbrado a las jugarretas de ellos.
       —Eso dice. Dice que te dejaría atrás y que nunca lo alcanzarías.
       —Pues miente —contestó tranquilamente Freddie.
       —Te apuesto una botella de vino a que te gana.
       —¡Ratas! —dijo Freddie.
       —ándale pues —continuó uno de los Chamacos—. Alardea todo lo que tú quieras, pero Pop te ganaría en una carrera de cien yardas, te lo apuesto.
       Freddie le dio un trago a su whiskey y se acodó sobre la barra.
       —Díganme una cosa, ¿por qué vienen siempre aquí con sus tonterías? A mí no me engañan. ¿Creen que Pop me asusta? Yo sé que le gano. él está viejo. Conmigo no puede correr; seguro que no. Sólo me molestan.
       —¿Estás seguro? —dijeron los Chamacos —. Lo que pasa es que no te atreves a apostar la botella de vino.
       —Ay, claro que les apuesto la botella de vino —dijo desdeñosamente Freddie—. A quién le importa una botella pero...
       —Cinco, entonces —sugirió uno de los Chamacos.
       Freddie se encogió de hombros.
       —Sí, claro. Si quieren que sean diez pero.
       —Hecho —díjeron.
       —¿Diez? ¿Seguros? Hecho; en eso quedamos —una mirada de preocupación se adueñó de la cara de Freddie—. Están locos ustedes. Ya se los dije: Pop está viejo. ¿Cómo creen que va a correr? Claro que yo no soy un gran corredor, pero, como sea, estoy joven y sano y además corro bastante bien. Pop está viejo y gordo y, como quiera que sea, todo el día no hace otra cosa que tragar. Está fácil.
       Los Chamacos se le quedaron viendo a Freddie y soltaron la carcajada. Le señalaron admonitoriamente con el dedo. —¡Conste!—gritaron. Le querían decir que lo habían convertido en su víctima.
       Pero Freddie siguió.
       —Se los advierto, Pop no ganaría: un viejo como él. ¡Están como locos! Yo sé que a ustedes no les importan las diez botellas de vino, ¡pero andarlas apostando! Están enfermos.
       —¿Tú crees? —gritaron los Chamacos, burlándose. Habían hecho que Freddie se metiera en una larga y meditada reflexión sobre todas las alternativas posibles del asunto tal y como él lo veía. A ratos los Chamacos discutían con Freddie y se reían de él. él seguía con su alegato. Los rostros infantiles de los Chamacos se encendían de dicha.
       Wilburson apareció a media discusión. Aunque no mucho, Wilburson trabajaba. Era propietario de la filial mexicana de una fuerte importadora de Nueva York, y siendo el socio menor tenía que trabajar, aunque no mucho.
       —¿A qué tanto barullo? —preguntó Wilburson.
       Los Chamacos se reían.
       —Tenemos confundido a Freddie.
       —¿Qué les pasa —dijo Freddie y miró a Wilburson—. Estos dos apaches me quieren convencer de que Pop corre más rápido que yo.
       —Cómo va a ser! —dijo Wilburson, incrédulo.
       —Muy bien, ¿crees que no? —preguntó uno de los Chamacos.
       —Desde luego que no —dijo Wilburson, desechando cualquier posibilidad con un gesto—. ¿Ese viejo? ¡Claro que no! Yo apuesto cincuenta dólares a que Freddie...
       —Trato hecho —dijo uno de los Chamacos.
       —¿Qué? —dijo Wilburson—. ¿Que Freddie no le gana a Pop?
       El Chamaco que había hablado asintió esta vez con la cabeza.
       —¿Que Freddie no le gana a Pop? —repitió Wilburson.
       — Sí; trato hecho.
       —Si, desde luego —replicó Wilburson—. ¿Cincuenta? Trato hecho.
       —Yo, aparte, te apuesto cinco botellas —agregó el otro Chamaco.
       —Claro —exclamó Wilburson con ira—. Van a pensar ustedes que yo soy fácil. Le entro a todas las apuestas. Se-gu-ro.
       Arreglaron los detalles. Se tomarían las medidas para la pista sobre el asfalto de una de las calles adyacentes; y después, hacia las once de la noche, sería la carrera. En México, por lo general, las calles de la ciudad se vacían y quedan en tinieblas poco después de las nueve de la noche. Tal vez haya algún fisgón, pero no hay multitudes, luces, ruidos. El certamen, sin duda, no tendría contratiempos. En cuanto a los policías de la zona, en fin, eran condicionalmente amigables.
       Los Chamacos fueron a ver a Pop. Le contaron los preparativos; después le comentaron con discreción:
       —No nos falles, Pop!
       Pop se vio un poco perturbado por el peso de la responsabilidad depositada en él, aunque contestó con certeza:
       —Muchachos, me voy a llevar esa carrera. Véanme nada más. Me la voy a llevar.
       Los Chamacos se fueron a hacer algunos asuntos particulares, puesto que no se les volvió a ver sino hasta por la noche. Al regresar al barrio del Café Colorado, el flujo acostumbrado de carruajes recorría la calle. Las ruedas murmuraban sobre el asfalto y los cocheros destacaban por sus altos sombreros. Una bola de mirones veían pasar el tiempo desde la banqueta: los de las clases superiores, satisfechos y orgullosos con sus sombreros de hongo y sus sacos a la medida, los de las clases bajas, tapados con su sarape, andando en sus sandalias de cuero. Un farol eléctrico bufaba y humeaba sobre la masa. El aguacero vesperal había dejado el piso húmedo y brillante; la atmósfera conservaba el olor de la lluvia sobre las flores, el pasto, las hojas.
       Una multitud cosmopolita comía, bebía, jugaba billar, chismeaba o leía bajo la cintilante luz ámbar del Café Colorado. Los Chamacos al entrar fueron recibidos por los gritos de un enorme grupo de personas que hasta entonces gesticulaban sobre la barra.
       —¡Ya llegaron!
       —¡Par de miserables!
       —¿Todavía tienen dinero con qué apostar?
       Los Chamacos sonrieron satisfechos. El viejo coronel Hammigan, sonriente, se abrió camino hasta llegar a ellos. —A ver, muchachos, bebamos ahora un trago a su salud, porque después de las once de la noche se van a quedar sin nada. Van a salir por la escalera de atrás y sin zapatos.
       Aunque los Chamacos permanecieron excepcionalmente serenos y tranquilos, la discusión en el Café Colorado se volvió un estruendo. Quien no quería apostar sugería humildemente que tal vez ganara Pop, a lo cual el resto se le iba encima en un remolino de furiosas negativas y escarnios.
       Pop, apoltronado detrás de la barra, miraba la tormenta con una sombra de ansiedad en su cara; una mofa tan amplia como ésta le afectaba; pero los Chamacos parecían estar encantadoramente satisfechos con el alboroto que habían provocado.
       Blanco, un hombre honesto, preocupado siempre por sus amigos, se acercó a los Chamacos.
       —Muchachos, ¿no apostaron mucho, verdad? Estas cosas son muy arriesgadas ¿no?
       Los Chamacos se pusieron serios y uno de ellos dijo:
       —No, Blanco, yo creo que aquí tenemos un buen negocio. Pop, creo, los va a sorprender.
       —Pues no...
       —Está bien, viejo. Ya veremos.
       A ratos los Chamacos andaban muy atareados con ciertas papeletas anaranjadas, rojas, azules, moradas y verdes. Los Chamacos escribían pequeños memoranda en la parte posterior de las tarjetas de visita. Pop las veía de cerca sin perder la sombra en la cara. En una ocasión los llamó; y cuando se acercaron, se inclinó sobre la barra y les dijo muy encarecidamente: —Oigan, muchachos, acuérdense que, en fin, que si pierdo, bueno...
       —No te preocupes, Pop —dijeron los Chamacos, tranquilizándolo. No te preocupes. Tú haz lo mejor que puedas y a ver qué pasa.
       Pero al dejar a Pop, los Chamacos se fueron a platicar a un rincón.
       —Oye, esto se está poniendo bueno. ¿Lo metiste todo? —preguntó ansiosamente a su amigo. —Sí, todo —dijo el otro, sin emoción—. ¿Tú?
       —Todito —respondió el otro en el mismo tono. Se miraron entre sí, impávidos, y regresaron a donde estaba la multitud. Benson acababa de llegar al café. Se acercó a ellos con una satisfecha sonrisa de victoria.
       —Bueno ¿dónde está todo el dinero que iban ustedes a apostar?
       —Aquí mismo —dijeron los Chamacos, palmeandose en los bolsillos de sus chalecos.
       A las once en punto se conoció algo interesante. Cuando Pop y Freddie, los Chamacos y el resto salieron a la callecita lateral, ésta estaba plagada de gente. Por lo visto la noticia de la carrera voló con el viento entre los ciudadanos de los Estados Unidos y habían venido a presenciar el acontecimiento. La multitud se movía en la oscuridad, gesticulaba y murmuraba al discutir.
       Los principales, los Chamacos y quienes los acompañaban contemplaron la escena con cierto desaliento. —Ahora sí. Fue entonces que apareció un policía, la luz parpadeante de su linterna sobre el capote blanco, sus guantes, sus botones de metal y la cacha de su anticuado revólver Colt que le colgaba de la cintura. éste saludó a Freddie en español. Freddie lo escuchó, asentía de vez en cuando. Finalmente, Freddie se dirigió hacia los otros para traducir: —Dice que va a tener problemas si autoriza la carrera con toda esta multitud.
       Se oyó un rumor de inconformidad. El policía los observó con una expresión de ansiedad en la cara.
       —Está bien. Vamos a hacer la carrera al rondín de otro policía —dijo uno de los Chamacos.
       El grupo se desintegró lentamente, debatiendo.
       De pronto el otro Chamaco gritó:
       —¡Ya sé! ¡El Paseo!
       —¡Claro! —dijo Freddie—; eso es. Tomamos un carruaje y nos salimos al Paseo. ¡S-s-sh! No hagan ruido. No queremos que venga toda esta gente.
       Más adelante se treparon a un carruaje: Pop, Freddie, los Chamacos, el viejo coronel Hammigan y Benson. A los que habían apostado les susurraban: —El Paseo. El carruaje dio vuelta al llegar al fondo de la calle. Se oían ocasionales gruñidos y quejas, gritos de "¡Me aplastas!" y de "¡Cuidado! ¡Me matas!" Seis personas en un carruaje no es nada divertido. Los principales hablaban entre ellos con el respeto y la familiaridad que invade a los hombres en circunstancias semejantes.
       En una de ésas, uno de los Chamacos sacó la cabeza por la ventana y miró hacia atrás. La volvió a meter y dijo: —¡Dios mío! ¿Quieren asomarse?
       Los otros batallaron para hacer lo que se les pedía y después exclamaron:
       —¡Madre santa!
       —¡Ya me amolé!
       —¡A correr!
       Los seguían innumerables carruajes, en gran procesión nocturna, con sus luces parpadeantes.
       —La calle está llena de carros —gritó el viejo coronel.
       El Paseo de la Reforma es el célebre paseo de la ciudad de México, camino al Castillo de Chapultepec, el cual al menos debiera ser bien conocido en los Estados Unidos.
       Se trata de una amplia avenida hermosa de adoquines, con una cualidad digna mucho mayor que cualquier otra cosa en su tipo en nuestro propio país. Parece del Viejo Mundo, en donde a la belleza de la cosa en sí se suman la solemnidad de la tradición y de la historia, el conocimiento de que unos pies calzados con pieles hollaron las mismas piedras, que cabalgatas de acero pasaron por ahí antes de la llegada de los carruajes.
       Cuando los estadounidenses bajaron de sus carruajes, los bronces gigantescos del azteca y el español destacaron melancólicamente por encima de ellos como torres. Las cuatro hileras de cipreses crepitaban extrañamente en la oscuridad de la calle. Pop sacó su reloj y prendió un cerillo.
       —Vamos a apurarnos con esto. Ya casi es medianoche.
       Los otros carruajes llegaron en fila, sus conductores fustigaban a sus caballos; pues esta gente de los Estados Unidos, capaz de cualquier tipo de rarezas, siempre pagaba bien. Se hizo un gran alboroto en la oscuridad. Cinco o seis hombres empezaron a alegar y a medir la distancia. Otros ataban sus pañuelos para formar una cinta. Los hombres maldecían a propósito de las apuestas, discutían y peleaban sobre los momios. Benson, pavoneándose, se acercó a los Chamacos. —Par de imbéciles. Los carruajes aguardaban todos juntos formando un sólido bloque. Encima de la multitud, las altas estatuas dirigían sus rostros hacia las tinieblas.
       Al fin una voz flotó en la noche:
       —¿Están listos por allá?
       Todo el mundo gritó de emoción. Los hombres de la cinta se encargaron de estirarla. —¡Levántala más, Jim, no seas tonto! Se hizo un silencio en la pista. Los hombres se inclinaban hacia el frente, intentaban taladrar la oscuridad con sus ojos. De la salida se oían voces apagadas. La multitud se movía y arrebujaba.
       Los corredores no llegaban. La gente, con los nervios de punta, empezó a impacientarse..
       —¡Apúrense! —gritó alguien.
       La voz volvió a decir:
       —Ya están listos allá? Todos contestaron:
       —Sí, todo listo! ¡Apúrense!
       En la salida seguía una discusión sorda. En la multitud un hombre propuso algo: —Apuesto veinte... Pero la multitud le interrumpió con el grito: ¡Aquí vienen! El apretado grupo de hombres se balanceó como si la tierra hubiera temblado. Los hombres que sostenían la cinta jalaban de los hombros como locos a sus vecinos, a gritos: —¡Para atrás! ¡Para atrás!
       De la profunda penumbra llegó el sonido del furioso golpeteo de las pisadas. Por un instante se hicieron visibles ciertas formas. Un tremendo rugido se alzó entre la multitud. Los hombres se asomaban y se empujaban y luchaban. Los Chamacos, cerca de la cinta, intercambiaron otra mirada de resignación. En la delantera destacó una forma blanca. Crecía como un espectro. No dejaba de escucharse el feroz pataleo. De la multitud surgió un grito salvaje:
       —¡Dios mío, es Pop! ¡Pop! ¡Pop gana!
       El viejo corría como loco a hacia la cinta, la barbilla hacia atrás, su pelo gris revuelto. Sus piernas se movían como una maquina loca. Y al adelantar, un rugido, como salido de cuarenta jaulas de animales salvajes, inquietó a los impasibles caudillos de bronce. La multitud se echó al frente.
       —¡Maldito indio! ¡Bárbaro! ¡Coyote! ¡Carajo! ¿Cuándo se había visto una carrera así?
       —¿No es una maravilla? ¡Bravo!
       —¡Oye, éste le gana a quien sea!
       —¿Los Chamacos dónde andan? ¡Oigan, Chamacos!
       —Míralos nada más. ¿Tú lo creerías?
       Estos gritos volaban por el aire, mezclados en un más amplio estallido de sorpresa y júbilo.
       Por un instante fue visible la totalidad de la gran tragedia. Freddie, desesperado, pelando los dientes, la cara desencajada, sufriendo en el mortal esfuerzo, iba veinte pasos atrás de la alta figura del viejo Pop, vestido... nada más en calzones, avanzaba a cada paso. En un lento y desquiciante momento Pop se abalanzó sobre la cinta ¡victorioso!
       Freddie, tras desplomarse en los brazos de algunos hombres, luchaba con su respiración; y al fin logró balbucir:
       —Digan——que no——que el viejo——no corría.
       Pop, jadeante e inquieto, sólo pudo soltar:
       —¿En dónde quedaron mis zapatos? ¿Quién los tiene?
       Más adelante, Freddie se revolvió, jadeante, enfrente de la multitud, y extendió la mano.—¡Bien hecho, Pop!
       Y luego miró de arriba abajo la alta e impasible figura.
       —¡Carajo! ¿Quién iba a decir que tú corrías así?
       Una multitud hilarante rodeó a los Chamacos.
       —¿Cómo sabían que Pop ganaría?
       —Oigan, bribones, vaya pantalones para apostarle a Pop.
       —¿Qué les pasa? Yo estaba segurísimo que él iba a ganar.
       —Seguro que ustedes lo vieron correr antes.
       —¡Quién iba a pensarlo!
       Benson se apareció por ahí colmando de majaderías la atmósfera de la medianoche. Se voltearon para saludarlo.
       —¿Qué pasa, Benson?
       —Alguien me robó mi pañuelo. Lo amarré en esa cuerda. ¡Carajo!
       Los Chamacos se rieron abiertamente.
       —¡Qué pasó, Benson! —le dijeron.
       Se armó un lío para abordar los carruajes. A gritos, riéndose, conjeturando, la multitud se refugió en sus transportes, y los cocheros fustigaron a sus caballos de regreso a la ciudad.
       —¡Vaya que está loco Freddie! ¡No se va a quitar esto de encima durante años!
       —¿Pero quién iba a pensar que ese viejo tonel corría así?
       Un carruaje tuvo que esperar en lo que Pop y Freddie recogían varias partes de sus ropas.
       Freddie comentó rumbo a casa:
       —¡En fin, Pop, me ganaste!
       —Así es, viejito —dijo Pop.
       Los Chamacos comentaron sonrientes:
       —Benson, ¿cuánto perdiste?
       —Ah, no tanto —dijo Benson, desafiante—. ¿Ustedes cuánto ganaron?
       —¡Ah, no tanto!
       El viejo coronel Hammigan, apachurrado en un rincón, al parecer había estado revisando el evento en su mente, pues de pronto dijo:
       —¡Carajo! Me torcieron.
       Se tardaron en llegar al Café Colorado; pero cuando llegaron, las botellas estaban apiladas sobre la barra, abundantes como los troncos en una cerca.



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