Shirley Jackson
(San Francisco, California, 1916 - North Bennington, Vermont, 1965)


Dorothy y mi abuela y los marineros (1949)
(“Dorothy and My Grandmother and the Sailors”)
The Lottery and Other Stories
(Nueva York: Farrar, Straus and Company, 1949, 306 págs.)



      Antes había una época del año en San Francisco —a finales de marzo, creo— en que venía un tiempo despejado y ventoso y el aire adquiría en toda la ciudad un sabor salado y la frescura del mar. Y luego, algún tiempo después de que el viento empezara a soplar, una salía a dar una vuelta por Market Street y Van Ness y Kearney, y allí estaba la flota. De eso, por supuesto, hace algún tiempo, pero una se acercaba por Golden Gate, que no tenía puente por esa época, y allí podía ver los barcos de guerra. Tal vez fueran portaaeronaves y destructores, e incluso creo que recuerdo un submarino, pero para Dot y para mí sólo eran entonces barcos de guerra, todos ellos. Allí aparecían flotando en las aguas, inmóviles y perfectamente grises, y las calles se llenaban de marineros que caminaban con el bamboleo del mar y se paraban a mirar los escaparates.
       Nunca supe para qué llegaba la flota; mi abuela decía rotundamente que venía a repostar pero, cuando el viento empezaba a soplar, Dot y yo nos sentíamos más alerta, caminábamos más juntas y bajábamos la voz al hablar. Aunque estábamos a cincuenta kilómetros de donde amarraba la flota, cuando caminábamos dando la espalda al océano presentíamos los barcos de guerra surcando las aguas en algún lugar detrás de nosotros, y cuando mirábamos hacia el mar forzábamos los ojos hasta casi ver el rostro de un marinero a esos cincuenta kilómetros.
       Porque se trataba de los marineros, por supuesto. Mi madre nos hablaba de la clase de chicas que seguían a los marineros, y mi abuela nos hablaba del tipo de marineros que seguían a las chicas. Cuando le anunciábamos a la madre de Dot que había llegado la flota, ella nos decía con mucha seriedad: “Ustedes dos, no se acerquen a los marineros”. Una vez, cuando Dot y yo teníamos unos doce años y la flota estaba en puerto, mi madre nos hizo ponernos en pie y nos miró intensamente durante unos minutos y luego se volvió hacia mi abuela y declaró: “No me gusta que unas niñas vayan solas al cine por la noche”, y mi abuela replicó: “Tonterías; conozco bien a los marineros y no se alejarán tanto de la base”.
       En cualquier caso, a Dot y a mí sólo nos dejaban ir al cine una noche a la semana e, incluso entonces, hacían que nos acompañara mi hermano pequeño, que tenía diez años. La primera vez que salimos juntos los tres, mi madre nos observó a Dot y a mí y luego, con aire meditabundo, miró a mi hermanito, que tenía el cabello pelirrojo y muy rizado, y empezó a decir algo, pero de inmediato volvió la vista hacia mi abuela y cambió de idea.
       Nuestra casa estaba en Burlingame, que queda lo bastante lejos de San Francisco como para tener palmeras en los jardines, pero lo bastante cerca como para que cada año nos llevaran a la ciudad, a Dot y a mí, para comprarnos el abrigo de primavera en el Emporium. Normalmente, la madre de Dot le daba el dinero para el abrigo y ella se lo entregaba a mi madre y, entonces, Dot y yo nos comprábamos dos abrigos idénticos, con mi madre como árbitro. Lo hacíamos así porque la madre de Dot nunca se encontraba suficientemente bien como para ir de compras a San Francisco (y menos aún con Dot y conmigo). Así pues, cada año, poco después de que empezara a soplar el viento y la flota arribara a puerto, Dot y yo, con unas medias de seda que guardábamos para la ocasión y sendas carteritas de cartón con un espejo, una moneda de la buena suerte y un pañuelo de gasa prendido a un lado y colgando, subíamos al asiento posterior del coche de mi madre, con ésta y mi abuela en los delanteros, y nos dirigíamos a San Francisco y hacia la flota.
       Siempre íbamos a comprar los abrigos por la mañana, almorzábamos en el Pig’rí Whistle y luego, mientras Dot y yo acabábamos el helado de chocolate con crema de chocolate y nueces, la abuela llamaba a tío Oliver y se ponía de acuerdo con él para que nos viniera a buscar en la lancha que nos llevaba hasta donde estaba la flota.
       Mi tío Oliver venía con nosotras en parte por ser un hombre, en parte porque durante la guerra anterior había sido radiotelegrafista en un barco, y en parte porque otro tío mío, un tal tío Paul, aún estaba enrolado en la Armada (la abuela pensaba que tenía algo que ver con un barco de guerra llamado Santa Volita, o Bonita, o tal vez Carmelita) y mi tío resultaba muy útil para preguntar a quienes tenían aspecto de poder conocer a tío Paul si realmente lo conocían. Tan pronto como subíamos a un barco, mi abuela decía, como si nunca hasta entonces hubiera caído en ello: “Mira, ése de ahí parece un oficial; Ollie, ¿por qué no te acercas a él como si tal cosa y le preguntas si conoce a Paul?”
       Tío Oliver, que lo había sido en su juventud, no creía que los marineros fueran especialmente peligrosos para Dot y para mí si nos acompañaban mi madre y mi abuela, pero le encantaban los barcos y por eso nos acompañaba, para desaparecer de inmediato en el momento en que subíamos a bordo. Cuando dábamos los primeros pasos cautelosos por la limpia cubierta de uno de ellos, el tío Oliver acariciaba con emoción la pintura gris y se marchaba en busca del cuarto del radiotelegrafista.
       A la hora de comer, cuando nos encontrábamos con el tío Oliver, él siempre nos compraba un cono de helado a mí y a Dot y, en el trayecto en la lancha, señalaba diversos barcos y nos decía cómo se llamaban. A menudo, trababa conversación con el marinero que pilotaba la lancha y, antes o después, terminaba por comentar con modestia: “Yo estuve embarcado en el año diecisiete”, y el marinero asentía respetuosamente. Cuando llegaba el momento de dejar la lancha y ascender la escalerilla de uno de los barcos de guerra, mi madre nos cuchicheaba a Dot y a mí: “Tengan cuidado con la falda”, y las dos subíamos con una mano en la barandilla y la otra ciñendo la falda en torno a las piernas y sujetándola por delante. La abuela siempre nos precedía al subir al barco, y mi madre y tío Oliver cerraban la marcha. Cuando llegábamos a bordo, mi madre nos tomaba a una de las dos por el brazo y mi abuela agarraba a la otra y entonces recorríamos juntas todas las dependencias del barco que nos permitían ver, salvo los niveles más inferiores, que causaban alarma a la abuela. Contemplábamos con aire solemne los camarotes, las cubiertas que según la abuela formaban la proa y las luces que, para ella, señalaban babor (para la abuela, estribor era siempre el costado por el que había subido al barco, es decir, donde éste tenía el “estribo”, la escalerilla). Por lo general, también admirábamos los cañones (todas las armas de las tórrelas eran cañones, para nosotras), que el tío Oliver aseguraba a la abuela —en lo que debía ser una broma inocente— que estaban cargados en todo momento. “Por si se produce un motín”, le explicaba a la abuela.
       En los buques de guerra siempre había muchos visitantes y al tío Oliver le encantaba reunir en torno a él a un grupo de chicos y chicas para explicarles cómo funcionaba el sistema de radio. Cuando comentaba que había sido radiotelegrafista en el año diecisiete, siempre había alguien que le preguntaba si alguna vez había enviado un SOS, y tío Oliver asentía rotundamente y añadía: “Pero aún estoy aquí para contarlo”.
       Una vez, mientras tío Oliver contaba lo del año diecisiete y mi madre y la abuela y Dot contemplaban el océano desde la borda, vi a alguien con un vestido muy parecido al de mi madre y seguí un buen rato a la mujer hasta que ésta se volvió y me di cuenta de que no era mi madre y de que me había perdido. Recordé que mi abuela me había dicho muchas veces que siempre podría salir de un apuro si no perdía la cabeza, me detuve y miré a mi alrededor hasta que descubrí a un hombre alto de uniforme con un montón de galones. Ése debe ser un capitán, pensé, y sin duda se ocupará de mí. El hombre estuvo muy correcto. Le conté que me había perdido y que creía que mi madre y mi abuela y mi amiga Dot y mi tío Oliver habían bajado a las entrañas del barco y que yo tenía miedo de volver sola. El capitán me dijo que me ayudaría a encontrarlos y me tomó del brazo y me condujo por el barco. Al cabo de poco rato, encontramos a mi madre y a la abuela corriendo en mi busca, y a Dot detrás de ellas, siguiéndolas lo más deprisa que podía. Cuando la abuela me vio, corrió hasta mí, me agarró del brazo apartándome del capitán, y me sacudió con fuerza.
       —Nos diste el susto de nuestra vida —declaró, regañándome.
       —La niña sólo se había perdido, nada más —intervino el capitán.
       —Menos mal que la encontramos a tiempo —continuó la abuela, mientras volvía conmigo hasta mi madre. El capitán se despidió con un gesto de cabeza y se marchó. Mi madre me agarró por el otro brazo y me dio una nueva sacudida.
       —¿No te da vergüenza? —me recriminó, mientras Dot me observaba con aire solemne.
       —Pero si era un capitán... —inicié una protesta.
       —Tal vez te haya dicho que era un capitán —intervino la abuela—, pero sólo era un infante de marina.
       —¡Un infante de marina! —exclamó mi madre, asomándose por la borda para observar si ya había llegado la lancha que nos devolvería a tierra—. Busca a Oliver y dile que ya hemos visto bastante —indicó a la abuela.
       Debido a lo sucedido esa tarde, aquél fue el último año que nos permitieron ir a ver la flota. Dejamos a tío Oliver en su casa, como de costumbre, y mi madre y la abuela nos llevaron a cenar al Tiovivo. Siempre cenábamos en San Francisco después de visitar la flota, y luego íbamos al cine y volvíamos a Burlingame a última hora. Siempre cenábamos en el Tiovivo, donde los platos llegaban en una plataforma móvil y había que agarrarlos según pasaban. Fuimos al Tiovivo porque a Dot y a mí nos encantaba el lugar y porque era el lugar más peligroso de San Francisco después de los barcos de guerra, pues había que pagar quince centavos por cada plato que una agarraba y no terminaba, y Dot y yo teníamos que pagar de nuestro bolsillo cada fallo. Esa última vez, Dot y yo perdimos cuarenta y cinco centavos, sobre todo debido a un pastel de crema de moka que Dot no sabía que iba relleno de coco. El cine que escogimos Dot y yo estaba lleno, aunque el acomodador de la puerta le dijo a la abuela que había mucho sitio dentro. Sin embargo, mi madre se negó a hacer cola para que nos devolvieran el dinero, de modo que la abuela nos dijo que teníamos que entrar y buscar asiento donde pudiéramos. Tan pronto como quedaron libres dos localidades, la abuela nos empujó a Dot y a mí para que las ocupáramos, y así lo hicimos. La película ya había empezado hacía un buen rato cuando se vaciaron los dos asientos contiguos al de Dot; nos pusimos a buscar a mi madre y a la abuela cuando, de pronto, Dot se volvió y me agarró por el brazo.
       —Mira —dijo en una especie de gemido, y entonces vi a dos marineros que venían por nuestra fila de asientos para ocupar las localidades vacías. Llegaron a ellas en el preciso instante en que mi madre y la abuela alcanzaban el otro extremo de la fila de asientos, y la abuela tuvo el tiempo justo para decir en voz alta: “¡Eh, ustedes, dejen en paz a las niñas!”, cuando quedó libre un par de asientos a algunas filas de distancia y las dos tuvieron que ir a ocuparlos.
       Dot se arrimó a mí en el asiento de al lado y me agarró del brazo.
       —¿Qué hacen? —le susurré.
       —Están ahí sentados —dijo Dot—. ¿Qué te parece que debo hacer?
       Me incliné hacia adelante con cautela, asomándome por delante de Dot, y miré.
       —No les hagas el menor caso. Tal vez así se marcharán —dije.
       —Para ti es muy fácil —replicó Dot con aire trágico—. No los tienes sentados a tu lado.
       —Pero estoy sentada al tuyo —puntualicé, en actitud razonable—. Y eso es estar bastante cerca.
       —¿Qué hacen ahora? —preguntó Dot.
       Volví a inclinarme hacia adelante y le informé:
       —Están mirando la película.
       —No puedo soportarlo —declaró Dot—. Quiero irme a casa.
       El pánico se adueñó de las dos a la vez y, por fortuna, mi madre y la abuela nos vieron corriendo pasillo arriba y nos alcanzaron, ya fuera del cine.
       —¿Qué les dijeron? —quiso saber la abuela—. Los denunciaré con el acomodador.
       Mi madre añadió que, si Dot se tranquilizaba lo suficiente como para hablar, nos llevaría a la cafetería contigua a tomar una taza de chocolate. Cuando entramos y nos sentamos, les dijimos a mi madre y a la abuela que ya nos encontrábamos bien y que preferíamos un helado de chocolate con frutas, en lugar de la taza de chocolate caliente. Dot ya había empezado a animarse un poco cuando se abrió la puerta de la cafetería y entraron dos marineros. De un inesperado y enérgico brinco, Dot se acurrucó detrás de la silla de la abuela, ocultándose y agarrando del brazo a la abuela.
       —No dejes que me agarren —suplicó con un gemido.
       —Nos siguieron —apuntó mi madre con voz tensa. La abuela estrechó entre sus brazos a Dot y le dijo:
       —Pobrecita... Con nosotras estás a salvo.
       Esa noche, Dot tuvo que quedarse a dormir en casa. Mandamos a mi hermano a casa de Dot para decirle a su madre que mi amiga se quedaba conmigo y que se había comprado un abrigo gris de tweed con talle princesa, muy práctico y con una cálida entretela.
       Dot lo llevó todo ese año.




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