Shirley Jackson
(San Francisco, California, 1916 - North Bennington, Vermont, 1965)


La columna de sal (1948)
(“Pillar of Salt”)
Originalmente publicado en la revista Mademoiselle [octubre de 1948);
The Lottery and Other Stories
(Nueva York: Farrar, Straus and Company, 1949, 306 págs.)



      Sin saber por qué, una melodía le rondaba por la cabeza mientras ella y su marido subían al tren en New Hampshire, camino de Nueva York; no habían estado en Nueva York desde hacía casi un año, pero la melodía era muy anterior a ese último viaje. Era de cuando la mujer tenía quince o dieciséis años y no había visto Nueva York más que en las películas, de cuando la ciudad estaba formada, para ella, de áticos llenos de gente salida de las obras de Noel Coward; de cuando la altura y la agitación y el lujo y la alegría que conformaban una ciudad como Nueva York se confundían inextricablemente con la torpeza de los quince años y con la belleza lejana e inalcanzable de las películas.
       —¿Qué es esta melodía? —preguntó a su esposo, tarareándola—. Es de alguna película antigua, creo.
       —Sí, la conozco —corroboró él, y la tarareó también —. Pero no recuerdo la letra.
       El hombre se instaló cómodamente. Ya había colgado los abrigos, colocado las maletas en la rejilla portaequipajes y sacado su revista.
       —Tarde o temprano me acordaré —dijo.
       Lo primero que hizo la mujer fue mirar por la ventana, saboreando casi en secreto el intensísimo placer de encontrarse en un tren en marcha, sin nada que hacer durante seis horas, salvo leer y echar una cabeceada y visitar el coche restaurante. Cada minuto que pasaba estaba más lejos de los niños, de la cocina; incluso las montañas quedaban increíblemente atrás, transformadas en campos y árboles demasiado distantes de casa para resultar cotidianos.
       —i\le encantan los trenes —declaró, y su esposo asintió, comprensivo, sin apartar los ojos de la revista.
       Tenían dos semanas por delante, dos semanas increíbles, con todo preparado y sin más planes por hacer, salvo quizá a qué teatro o a qué restaurante acudir. Un amigo que tenía un apartamento había emprendido unas oportunas vacaciones y en la cuenta del banco había dinero suficiente para que el viaje a Nueva York no fuera incompatible con unos trajes de esquí nuevos para los niños. Después de vencer los obstáculos iniciales, todos sus planes se habían ido desarrollando según lo previsto, sin contratiempos; era como si, una vez decididos realmente a hacer el viaje, nada se atreviera a detenerlos. La irritación de garganta del pequeño había desaparecido. El fontanero se había presentado, había terminado su trabajo en dos días y se había marchado. Los arreglos de los vestidos habían estado a tiempo y en la tienda de maquinaria no habían puesto reparos, una vez que encontraron la excusa de ir a investigar los nuevos productos aparecidos en la ciudad. Nueva York tampoco había sido arrasada, ni puesta en cuarentena; su amigo había dejado el apartamento conforme a lo previsto y Brad tenía las llaves en el bolsillo. Todos sabían cómo ponerse en contacto con los demás y tenían una lista de obras de teatro que no debían perderse y otra lista de cosas que buscar en las tiendas: pañales, tela de vestido, latas de productos exóticos, cajas de cubertería inoxidables. Y, finalmente, había llegado el tren y ahora cumplía su cometido, avanzando a través de la tarde y transportándolos a Nueva York legalmente y con determinación.
       Margaret observó con curiosidad a su esposo, ocioso en plena tarde a bordo del tren, y miró a los demás afortunados viajeros y el paisaje soleado del exterior. Volvió a mirar para asegurarse y luego abrió el libro. La melodía seguía rondándole la cabeza; la tarareó y escuchó a su marido entonándola también, por lo bajo, al tiempo que pasaba una página de la revista.
       En el vagón restaurante tomó asado, como hubiera pedido en un restaurante del pueblo, reacia todavía a pasarse demasiado pronto a la comida nueva y tentadora de unas vacaciones. De postre tomó helado, pero apuró el café con cierto nerviosismo porque sólo quedaba una hora para llegar a Nueva York y aún tenía que ponerse el abrigo y el sombrero, saboreando cada gesto, y Brad aún tenía que bajar las maletas y guardar las revistas. Aguardaron de pie al final del vagón durante el interminable recorrido subterráneo, agarrando las maletas y volviéndolas a dejar en la plataforma, sin dejar de moverse centímetro a centímetro con gesto inquieto.
       La estación fue un refugio momentáneo que condujo gradualmente a los visitantes a un mundo de gente, sonidos y luces, preparándolos para la agitada realidad de la calle, que la mujer pudo observar desde la acera durante unos instantes, antes de encontrarse en un taxi, moviéndose en mitad del tráfico. A continuación, aturdidos, se vieron llevados por la ciudad hasta un barrio residencial y arrojados a otra acera y Brad pagó al taxista y echó la cabeza hacia atrás para observar el edificio de apartamentos.
       —Es éste, en efecto —dijo entonces, como si hubiera dudado de la capacidad del taxista para encontrar la dirección que le había indicado con tan pocas palabras. Subieron en el ascensor y la llave entró en la cerradura. No habían estado nunca en el apartamento de su amigo, pero les resultó razonablemente familiar; un amigo que se trasladara de New Hampshire a Nueva York llevaba consigo imágenes íntimas de un hogar que no se borraban en unos pocos años y el apartamento tenía lo bastante de hogar como para que Brad se instalara de inmediato en el mejor sillón y como para reconfortar a la mujer con una instintiva confianza en las sábanas y las toallas de baño.
       —Ésta va a ser nuestra casa durante dos semanas — dijo Brad, y se desperezó. Tras los primeros minutos, los dos se asomaron maquinalmente a las ventanas; a sus pies estaba Nueva York, según lo convenido, y las casas al otro lado de la calle eran edificios de apartamentos llenos de desconocidos.
       —Es maravilloso —dijo ella. Allá abajo había coches, y gente, y el bullicio—. Soy muy feliz —declaró, y besó a su esposo.
       El primer día salieron a ver la ciudad; desayunaron en un Automat y subieron al mirador del Empire State.
       —Ya está completamente reparado —comentó Brad una vez arriba—. Me gustaría saber dónde se estrelló ese avión.
       Se asomaron por los cuatro lados para descubrirlo, pero les dio vergüenza preguntar.
       —Al fin y al cabo —comentó ella juiciosamente en un rincón del mirador, con una risilla—, si a mí se me rompiera algo, no me gustaría que la gente viniera a meter la nariz y a pedir que le enseñara los pedazos.
       —Si fueras la dueña del Empire State, no te importaría —sentenció Brad.
       Durante los primeros días sólo se desplazaron en taxi, y uno de ellos tenía una puerta sujeta con un pedazo de cuerda; ellos lo señalaron y se rieron en silencio, y hacia el tercer día el taxi que los llevaba sufrió una ponchadura en Broadway y tuvieron que apearse y tomar otro.
       —Sólo nos quedan once días —dijo ella un día y, más tarde, parecía que sólo minutos después, volvió a decir —: Ya llevamos aquí seis días.
       Se habían puesto en contacto con los amigos a los que esperaban ver, y que se iban a una casita de verano en Long Island a pasar el fin de semana.
       —Ahora mismo tiene un aspecto bastante horrible — les dijo su anfitriona por teléfono con aire divertido—, y dentro de una semana vamos a dejarla, pero no los perdonaré si no vienen a verla mientras están aquí.
       El tiempo se había mantenido bueno pero fresco, con un aire decididamente otoñal, y las ropas de los escaparates eran oscuras y ya empezaban a aparecer los terciopelos y las pieles. Margaret llevaba el abrigo todos los días, y trajes sastre la mayor parte del tiempo. Los vestidos ligeros que había traído estaban colgados en el armario del apartamento y estaba pensando en comprarse un suéter en alguno de los grandes almacenes, una prenda poco práctica en New Hampshire, pero probablemente adecuada para Long Island.
       —Tengo que hacer algunas compras, al menos uno de los días —dijo a Brad, y éste lanzó un gruñido.
       —No me pidas que lleve paquetes.
       —Así que, después de todas las caminatas que hemos dado, no quieres acompañarme de compras un día. ¿Por qué no te vas al cine o algo así?
       —Quiero hacer algunas compras por mi cuenta —dijo él con aire misterioso. Quizá aludía a los regalos de Navidad; ella había tenido la vaga idea de comprarlos en Nueva York. A los chicos les gustarían mucho las novedades de la ciudad, juguetes que no se veían en las tiendas del pueblo. En todo caso, la mujer añadió:
       —Probablemente así podrás ponerte en contacto por fin con tus mayoristas.
       Iban camino de visitar a otro amigo, que había encontrado de milagro un lugar para vivir y les había advertido, en consecuencia, que no mostraran desaprobación por el aspecto del edificio, de las escaleras o del vecindario. Los tres eran pésimos y la escalera tenía tres tramos, angostos y oscuros, pero arriba había un cuchitril donde vivir. Su amigo no llevaba mucho tiempo en Nueva York, pero vivía solo en un apartamento de dos piezas y había adoptado rápidamente la manía por las mesas estrechas y las estanterías bajas, que hacía que las habitaciones parecieran demasiado grandes para los muebles, en unas partes, y demasiado abarrotadas e incómodas en otras.
       —Qué lugar más encantador —comentó ella al entrar, y luego lo lamentó cuando el anfitrión dijo:
       —Un día, esta maldita situación cambiará y podré instalarme en una casa verdaderamente decente.
       Había en la casa otras personas, que charlaban sobre los mismos temas que estaban en boga en New Hampshire pero bebían más de lo que habrían hecho allá, aunque, cosa extraña, el alcohol no parecía afectarles; sus voces eran más sonoras y sus palabras, más desmedidas; sus gestos, en cambio, eran menos ampulosos y movían un dedo donde, en New Hampshire, habrían movido todo el brazo. Margaret dijo en varias ocasiones: “Sólo hemos venido a pasar un par de semanas, de vacaciones”, y también, “Es maravilloso, tan emocionante”, y también, “Hemos tenido una suerte tremenda; un amigo tuvo que irse de la ciudad justo en el momento que...”
       Por fin, la sala se llenó de gente y de ruido y Margaret se dirigió a un rincón junto a una ventana para respirar un poco. La ventana había estado alternativamente abierta y cerrada toda la velada, dependiendo de si la persona más próxima a ella tenía ambas manos libres; en aquel momento estaba cerrada, y tras ella se veía el cielo despejado. Alguien se acercó y se detuvo a su lado, y Margaret dijo:
       —Escuche el ruido del exterior. Es tan terrible como el de dentro.
       —En un barrio como éste —replicó el hombre—, siempre están matando a alguien.
       Ella frunció el ceño.
       —Ahora suena distinto de antes. Quiero decir que tiene un sonido diferente.
       —Alcohólicos —afirmó él—. Borrachos de la calle. Peleas por todas partes.
       El hombre se alejó, sosteniendo su copa.
       Margaret abrió la ventana y se asomó, y vio gente asomada a las ventanas al otro lado de la calle, gritando, y más gente parada en la calle, mirando hacia arriba y gritando, y del otro lado de la calle le llegó un grito inteligible: “¡Señora, señora!” Deben de referirse a mí, se dijo, todos miran hacia aquí. Se asomó un poco más y las voces siguieron gritando incoherencias, pero de algún modo formaron un coro inteligible: “¡Señora, hay fuego en la casa, señora, señora!”
       Cerró la ventana firmemente, se volvió hacia los demás invitados de la sala y levantó un poco la voz.
       —Escuchen, dicen que hay fuego en la casa —tenía un miedo terrible a que se burlaran de ella, a parecer una estúpida mientras Brad, al otro lado de la habitación, la veía sonrojarse—. ¡Hay fuego en la casal —repitió, y añadió—: Dicen... —por temor a parecer demasiado impetuosa. La gente más próxima a ella se volvió y alguien dijo:
       —Dice que hay fuego en la casa.
       Quiso llegar hasta Brad pero no lo vio; tampoco distinguió a su anfitrión y toda la gente que la rodeaba eran desconocidos. No me escuchan, se dijo, es como si no estuviera, y se dirigió a la puerta del apartamento y la abrió. No había humo ni llamas, pero no cesó de repetirse: es como si no estuviera aquí, de modo que se dejó llevar por el pánico, abandonó a Brad y echó a correr escalera abajo sin el abrigo ni el sombrero, llevando un vaso en una mano y una caja de cerillos en la otra. La escalera le pareció enloquecedoramente larga, pero estaba despejada y no era peligrosa. Llegó a la puerta de la calle y salió corriendo. Un hombre la asió del brazo y preguntó:
       —¿Han salido todos de la casa?
       —No, Brad aún está ahí.
       Los coches de bomberos doblaron la esquina, bajo la mirada de la gente asomada a las ventanas, y el hombre que la sujetaba del brazo dijo:
       —Es ahí abajo —y la soltó. El incendio era dos edificios más allá; se veían las llamas por las ventanas superiores y el humo ascendiendo en el cielo nocturno, pero a los diez minutos estuvo apagado y los coches de bomberos se marcharon con un aire de mártires por haber traído todo el equipo para apagar un incendio en diez minutos.
       Volvió a subir la escalera lentamente, avergonzada. Encontró a Brad y volvió con él a casa.
       —Me asusté tanto —le contó cuando ya estaban acostados—. Perdí la cabeza por completo.
       —Deberías haber tratado de encontrar a alguien — dijo Brad.
       —No me hacían caso —insistió ella—. Se los dije una y otra vez y no me hacían caso y entonces pensé que debía haberme confundido. Se me ocurrió bajar a ver qué sucedía.
       —Por suerte, no fue nada grave —murmuró Brad, soñoliento.
       —Me sentía atrapada —continuó Margaret—. En lo alto de ese viejo edificio con un incendio... Es como una pesadilla. Y en una ciudad extraña.
       —Bueno, ahora ya pasó todo —dijo él.
       Al día siguiente la asaltó la misma sensación brumosa de inseguridad; salió de compras sola y Brad fue a ver a sus proveedores, finalmente. Tomó un autobús para ir al centro, y cuando llegó el momento de apearse, el autobús iba demasiado lleno. Apretada en el pasillo, murmuró: “Dejen salir, por favor”, y: “Perdone”, pero cuando logró pasar y llegó junto a la puerta, el vehículo ya había reini-ciado la marcha y tuvo que bajar en la parada siguiente. Nadie me hace caso, se dijo. Tal vez sea porque soy demasiado educada.
       En las tiendas, todos los precios eran demasiado altos y los suéteres se parecían descorazonadoramente a los de New Hampshire. Los juguetes para niños la dejaron decepcionada; eran objetos claramente destinados a niños neoyorquinos: pequeñas parodias horribles de la vida adulta, cajas registradoras, carritos con frutas de imitación, teléfonos que funcionaban de verdad (como si no hubiera en Nueva York suficientes teléfonos funcionando ya), botellitas de leche en miniatura en un carrito de la compra.
       —Nosotros tomamos la leche de las vacas —explicó Margaret a la vendedora—. Mis hijos no sabrían qué son.
       Exageraba, y se sintió culpable por un instante, pero no había nadie cerca que pudiera descubrirla.
       Se hizo una imagen de niños pequeños de la ciudad vestidos como sus padres, siguiendo las etapas de una civilización mecánica en miniatura, con cajas registradoras de juguete de tamaños cada vez mayores que les allanaban el camino a las auténticas, millones de pequeñas imitaciones traqueteantes y saltarinas que los preparaban adecuadamente para hacerse cargo de los juguetes grandes e inútiles de los que vivían sus padres. Compró para su hijo un par de esquís, que estaba segura de que no servirían para la nieve de New Hampshire, y para la niña un carrito muy inferior al que Brad podría hacerle en casa en una hora. Sin prestar atención a los buzones de juguete, a los pequeños fonógrafos con sus minúsculos discos y los juegos de cosméticos, dejó la tienda y volvió a casa.
       A aquellas alturas, estaba francamente asustada ante la idea de tomar un autobús y se detuvo en una esquina a esperar un taxi. Cuando bajó la vista, descubrió entre sus pies una moneda de diez centavos y quiso recogerla, pero había demasiada gente para agacharse y tuvo miedo de empujar para hacerse espacio, por si la miraban. Pisó la moneda y entonces vio una moneda de cuarto de dólar junto a la primera, y otra de cinco centavos. A alguien se le cayó el monedero, pensó, y puso el otro pie sobre el cuarto de dólar, dando un paso rápido para que pareciera natural. Entonces vio otra moneda de diez, y otra de cinco, y otra más de diez en la alcantarilla. La gente pasaba a su lado, yendo y viniendo sin parar, con prisas, empujándola sin mirarla, y tuvo miedo de agacharse y empezar a recoger el dinero. Otras personas lo vieron también y continuaron andando, y Margaret comprendió que nadie iba a recogerlo. Todos sentían demasiada vergüenza, o tenían demasiada prisa, o se apelotonaban demasiado. Un taxi se detuvo para dejar a un pasajero y lo llamó. Levantó los pies del cuarto de dólar y de la moneda de diez centavos y los dejó allí cuando subió al taxi. El vehículo avanzó despacio y traqueteando. Margaret había empezado a darse cuenta de que el progresivo deterioro no era una característica particular de los taxis. Los autobuses mostraban grietas en las junturas poco importantes y los asientos de cuero estaban rotos y manchados. Los edificios también estaban desmoronándose; en una de las tiendas más bonitas había un gran agujero en el vestíbulo embaldosado y había que rodearlo con cuidado. Las cornisas de los edificios parecían desmenuzarse en un polvo fino que era arrastrado hacia el suelo; el granito se erosionaba inadvertidamente. Todas las ventanas que vio en su recorrido en el taxi tenían los cristales rotos, y en casi todas las esquinas de la calle, el suelo estaba salpicado de monedas. La gente se movía más deprisa que nunca; una chica con un sombrero rojo apareció por un lado del parabrisas del coche y desapareció por el otro lado sin apenas dar tiempo a Margaret a fijarse en el sombrero; los escaparates de las tiendas le parecían terriblemente brillantes porque sólo tenía unas décimas de segundo para observarlos. La gente parecía lanzada a una actividad frenética como si cada hora tuviera apenas cuarenta y cinco minutos, cada día tuviera nueve horas, y cada año, catorce días. La comida era tan escurridizamente rápida, y era engullida con tantas prisas, que una estaba siempre hambrienta y corriendo hacia una nueva comida con otra gente distinta. Todo se aceleraba imperceptiblemente a cada minuto que pasaba. Montó en el taxi por una puerta y se apeó por la otra ante su provisional hogar; pulsó el botón del quinto piso en el ascensor y enseguida se encontró bajando otra vez, recién bañada y vestida y dispuesta para cenar con Brad. Salieron a cenar y momentos después estaban de vuelta nuevamente, hambrientos y con prisa por acostarse para llegar a tiempo al desayuno, con la perspectiva del almuerzo en el horizonte. Llevaban ya nueve días en Nueva York; el día siguiente sería sábado y se desplazarían a Long Island para regresar a la casa el domingo; después, el miércoles, volverían por fin a casa. A su auténtica casa. Cuando terminó de pensar en ello, se encontró ya en el tren de Long Island; el vagón estaba desvencijado, con los asientos rotos y el suelo sucio; una de las puertas no se abría y las ventanas no cerraban. Mientras pasaban por las afueras de la ciudad, Margaret pensó: Es como si todo se moviera tan deprisa que la materia sólida no pudiera soportarlo y se desmoronara bajo la tensión, con las cornisas desprendiéndose y las ventanas hundiéndose. Se dio cuenta de que tenía miedo de decirlo abiertamente, miedo de afrontar el conocimiento de que era una velocidad voluntariamente forzada, un premeditado lanzarse a un torbellino cada vez más rápido que acabaría en la destrucción.
       En Long Island, su anfitriona los condujo a un nuevo pedazo de Nueva York, a una casa llena de mobiliario neoyorquino como si estuviera entre las tiras de goma de una gran resortera extendido hasta allí, muy tenso y dispuesto a salir disparado de vuelta a la ciudad, a algún apartamento, tan pronto como se abriera la puerta y el alquiler, completamente satisfecho, hubiera expirado.
       —Hemos alquilado la casa cada año desde hace siglos, casi —comentó la anfitriona—. De lo contrario, habría sido totalmente imposible conseguirla para este verano.
       —Es un lugar encantador —comentó Brad—. Me sorprende que no vivan aquí todo el año.
       —De vez en cuando hay que pasar por la ciudad — respondió la anfitriona, y se echó a reír.
       —No se parece casi nada a New Hampshire —apuntó Brad. Margaret pensó que su marido empezaba a sentir nostalgia. A Brad le gustaría lanzar un alarido, aunque sólo fuera una vez, se dijo. Desde el susto del incendio, Margaret recelaba de las reuniones demasiado concurridas y cuando, después de la cena, empezaron a aparecer por la casa numerosos amigos de sus anfitriones, esperó un rato diciéndose que estaba en una planta baja, que podía salir de la casa en cualquier momento y que todas las ventanas estaban abiertas. Luego, se disculpó y fue a acostarse. Cuando Brad se metió en la cama mucho rato después, Margaret se despertó y su marido le dijo, irritado:
       —Hemos estado jugando a los anagramas. Qué gente más chiflada.
       —¿Ganaste? —respondió ella, soñolienta, y volvió a dormirse antes de que él le respondiera.
       A la mañana siguiente, Brad y ella salieron a dar una vuelta mientras sus anfitriones leían los periódicos del domingo.
       —Si toman a la derecha al salir de la casa —les indicó la mujer, animándolos a hacerlo—, sólo tienen que caminar tres calles y llegan a nuestra playa.
       —¿Y qué van a hacer en la playa? —intervino el marido —. Ya hace demasiado frío para estar a gusto.
       —Al menos pueden contemplar el agua —protestó la mujer.
       Brad y Margaret llegaron hasta la playa: en aquella época del año estaba desierta y batida por el viento, pero aún se agitaba horriblemente bajo los restos de su plumaje estival, como si aún se creyera cálida y acogedora. Por ejemplo, en el camino vieron algunas casas ocupadas y un solitario puesto de bocadillos aún abierto, que anunciaba valientemente perritos calientes y cerveza de raíz. El tipo del puesto de bocadillos los observó a su paso, con una expresión fría e indiferente. La pareja dejó muy atrás al tipo, hasta quedar fuera de la vista de las casas en una playa gris salpicada de guijarros que se extendía entre las aguas grises, a un lado, y las dunas de arena gris salpicadas de guijarros, al otro.
       —Imagínate venir a nadar aquí —comentó ella con un escalofrío. La playa le gustó; le resultaba extrañamente familiar y reconfortante y, al mismo tiempo que se daba cuenta de ello, volvió a su recuerdo la vieja melodía, trayéndole una doble evocación. La playa era la misma donde había vivido con su imaginación, escribiendo para sí misma terribles historias de amores contrariados en los que la heroína caminaba junto a unas olas furiosas; la tonadilla era el símbolo del mundo dorado en el que se había refugiado para evitar la monotonía cotidiana que la impulsaba a escribir relatos deprimentes acerca de la playa. Soltó una carcajada y Brad se volvió:
       —¿Qué es lo que encuentras tan divertido en este paraje olvidado de la mano de Dios?
       —Sólo estaba pensando en lo lejos que parece estar la ciudad —mintió Margaret.
       El cielo y el agua y la arena tenían un tono tan plomizo que más parecía ser última hora de la tarde que media mañana; se sentía cansada y deseaba volver a la casa, pero Brad dijo de pronto: “Mira eso”, y Margaret se volvió y vio a una muchacha corriendo por las dunas, con un sombrero en la cabeza y el cabello ondeando al viento.
       —Es la única manera de entrar en calor en un día así —murmuró Brad, pero Margaret apuntó:
       —Parece asustada.
       La muchacha los vio y corrió hacia ellos, reduciendo la marcha al acercarse. Parecía ansiosa por alcanzarlos pero, cuando estuvo lo bastante cerca como para hablarles cómodamente, la acostumbrada turbación, el deseo de no aparecer como una estúpida, la hizo vacilar y mirarlos alternativamente con aire de incomodidad.
       —¿Saben dónde puedo encontrar a un policía? — preguntó finalmente.
       Brad miró a un lado y a otro de la desierta playa rocosa y contestó con voz solemne:
       —Parece que no hay ninguno cerca. ¿Podemos hacer algo por usted?
       —Creo que no —respondió la muchacha—. Lo que necesito es un policía.
       Esta gente, estos neoyorquinos, acuden a la policía por cualquier cosa, pensó Margaret; es como si hubieran escogido a una parte de la población para que actuara como solucionadora de problemas, de modo que, para todo lo que quieren, recurren a los agentes.
       —Con gusto la ayudaremos, si está en nuestra mano —insistió Brad. La muchacha titubeó de nuevo:
       —Bueno, si realmente quieren saber qué sucede —dijo al fin, con enfado—, ahí abajo hay una pierna.
       Brad y Margaret esperaron educadamente a que la muchacha explicara algo más, pero ella se limitó a añadir: —Vengan conmigo, pues —y les hizo un ademán para que la siguieran. Los condujo por las dunas hasta un punto, cerca de una pequeña cala, donde las dunas daban paso bruscamente a una profunda lengua de agua. En la arena, cerca del agua, había una pierna humana. La muchacha la señaló y dijo: “Allí”, como si fuera propiedad suya y la pareja le hubiera insistido en reclamar una parte.
       Bajaron hasta donde estaba y Brad se agachó cautelosamente.
       —Es una pierna humana, en efecto —declaró. Parecía la extremidad de una figura de cera, una lívida pierna de cera limpiamente cercenada por la parte superior del muslo y también a la altura del tobillo, cómodamente doblada por la rodilla y descansando en la arena—. Es auténtica —añadió con la voz algo cambiada—. Tenía usted razón en lo de avisar a la policía.
       Regresaron juntos hasta el puesto de bocadillos y el hombre prestó atención con aire de indiferencia mientras Brad llamaba a la policía. Cuando llegaron los agentes, todo el grupo anduvo otra vez hasta donde estaba la pierna y Brad dio sus nombres y direcciones a uno de los policías y luego dijo:
       —¿Nos podemos marchar ya?
       —¿Para qué diablos quieren quedarse? —replicó el agente en una muestra de humor negro—. ¿Tal vez para ver si aparece el resto del tipo?
       Volvieron a la casa de sus anfitriones, les contaron lo de la pierna y el hombre se disculpó como si hubiesen cometido una falta de tacto al permitir que sus invitados tropezaran con una pierna humana en su paseo.
       —Hace poco, el agua devolvió a la playa un brazo en Bensonhurst; leí la noticia, ¿saben? —intervino la anfitriona con interés.
       —Alguno de esos asesinatos —apuntó el hombre.
       Un rato después, en el dormitorio, Margaret soltó de pronto:
       —Supongo que empieza a suceder en los barrios residenciales —y cuando Brad preguntó qué era lo que empezaba a suceder, ella añadió, al borde de la histeria —: ¡Que la gente empieza a descuartizarse!
       Se quedaron hasta el último tren de la tarde para Nueva York, con objeto de tranquilizar a sus anfitriones respecto al suceso de la pierna. Cuando llegaron de nuevo al apartamento, a Margaret le pareció que el mármol del vestíbulo del edificio había empezado a envejecer un poco. Aunque sólo habían transcurrido dos días, eran perceptibles varias grietas nuevas. El ascensor parecía un poco oxidado y una fina capa de polvo lo cubría todo en el apartamento. Se acostaron con una sensación incómoda, y a la mañana siguiente, Margaret dijo, nada más despertar:
       —Hoy me quedaré en casa.
       —No estarás trastornada por lo de ayer, ¿verdad?
       —En absoluto —afirmó Margaret—. Es sólo que prefiero quedarme en casa a descansar.
       Tras algunas discusiones, Brad decidió volver a salir por su cuenta; aún tenía que ver a algunas personas importantes y acudir a ciertos lugares en los escasos días que les quedaban. Después de desayunar en el Automat, Margaret volvió sola al apartamento, con una novela policiaca que compró por el camino. Colgó el abrigo y el sombrero y se sentó junto a la ventana, con el ruido y la gente allá abajo y contemplando el cielo gris tras las casas del otro lado de la calle.
       No voy a preocuparme por eso, se dijo a sí misma; no tiene sentido darle vueltas a lo mismo todo el tiempo, no haces más que estropear tus vacaciones y también las de Brad. No hay de qué preocuparse; la gente tiene ideas así y luego se preocupa por ellas.
       Aquella desagradable cancioncilla volvía a rondarle por la cabeza con su carga de suavidad y de perfume caro. Las casas del otro lado de la calle estaban silenciosas y tal vez desocupadas a aquella hora del día. Dejó que sus ojos se movieran al ritmo de la tonada, de ventana en ventana a lo largo de un piso. Deslizándolos rápidamente entre dos de ellas, hizo que un verso de la canción coincidiera con una hilera de ventanas; después, tomó aire rápidamente y dejó que la mirada descendiera al piso siguiente; éste tenía el mismo número de ventanas y la tonada el mismo número de compases, y así continuó Margaret el siguiente piso, y el otro.
       Se detuvo, de repente, cuando le pareció que el alero de la ventana que sus ojos acababan de dejar atrás se había desmoronado sin el menor sonido, deshaciéndose en fina arena; al volver a mirar, encontró el alero como antes, pero entonces le pareció que era el de una ventana de la hilera superior, a la derecha, y, por último, una cornisa de la azotea.
       No tiene sentido preocuparse, se dijo mientras forzaba todavía los ojos hacia la calle; deja de pensar esas cosas todo el tiempo. Se mareó de tanto mirar hacia abajo, se levantó de junto a la ventana y pasó al pequeño dormitorio del apartamento. Había hecho la cama antes de salir a desayunar, como buena ama de casa que era, pero volvió a deshacerla concienzudamente, separando mantas y sábanas una por una, y empezó de nuevo a ponerlas, tomándose mucho tiempo para doblar cada esquina y alisar la menor arruga. “Ya está”, se dijo al terminar, y regresó a la ventana. Cuando miró hacia la casa del otro lado de la calle, la tonada empezó a sonar de nuevo en su cabeza, ventana a ventana, con los aleros desmoronándose y cayendo a la calle. Se asomó a mirar debajo de su propia ventana, a ver el estado del alero, algo que no se le había ocurrido hasta aquel momento. Estaba ligeramente desgastado; cuando tocó la piedra, algunos escombros menudos se desprendieron y cayeron al vacío.
       Eran las once en punto. Brad estaba mirando sopletes y no volvería hasta la una, por lo menos. Se le ocurrió escribir una carta a casa, pero le pasó el impulso antes de que encontrara papel y pluma. Después pensó en echar una cabeceada, algo que no había hecho por la mañana en toda su vida, y regresó al dormitorio y se echó en la cama. Mientras estaba acostada, notó que el edificio temblaba.
       No tiene sentido preocuparse, volvió a decirse como si lanzase fuera un hechizo contra las brujas. Se levantó, buscó el abrigo y el sombrero y se los puso. Bajaré a comprar cigarrillos y papel de carta, se dijo; sólo voy hasta la esquina. El pánico se adueñó de ella mientras bajaba en el ascensor; iba demasiado rápido y, cuando salió al vestíbulo, sólo la presencia de la gente le impidió echarse a correr. De todos modos, salió del edificio a toda prisa y ganó la calle. Una vez allí, titubeó por un instante, pensando en volver atrás. Los coches pasaban a toda velocidad y la gente corría como siempre, pero el pánico del ascensor la empujó finalmente a seguir. Llegó hasta la esquina y, siguiendo a la gente que la envolvía, bajó a la calzada; de inmediato, oyó una bocina casi encima de ella y un grito a su espalda, y el chirrido de unos frenos. Continuó corriendo a ciegas hasta alcanzar la otra acera, donde se detuvo y miró a su alrededor. El camión seguía su trayectoria prevista, doblando la esquina, y la gente seguía pasando junto a ella, separándose para rodearla por ambos lados donde estaba plantada, inmóvil.
       Nadie se dio cuenta, pensó con confianza, todos los que me vieron ya se alejaron hace rato. Entró en la tienda como había pensado y pidió cigarrillos al dependiente; ahora, el apartamento le parecía más seguro que la calle.
       Y podía subir la escalera a pie... Cuando abandonó la tienda y se dirigió a la esquina, anduvo lo más pegada que pudo a los edificios, resistiéndose a ceder el paso al tráfico preferente de quienes entraban y salían de las puertas. Ya en la esquina, observó con recelo el semáforo; estaba verde, pero parecía como si fuera a cambiar. Siempre es más seguro esperar, pensó; no quiero encontrarme con otro camión.
       Los viandantes se tropezaron con ella y algunos se vieron sorprendidos por el cambio de luces cuando estaban en mitad de la calzada. Una mujer, más cobarde que los otros, dio media vuelta y regresó corriendo hasta el bordillo, pero los demás se quedaron en medio de la calle, inclinándose hacia adelante y luego hacia atrás según el tráfico que circulaba por ambos lados. Uno de ellos ganó el bordillo opuesto aprovechando un hueco fugaz en la fila de coches; los demás reaccionaron unas décimas de segundo demasiado tarde y tuvieron que esperar. Luego, el semáforo volvió a cambiar, y cuando los coches frenaron, Margaret puso un pie en la calzada para avanzar, pero un taxi que dio una vuelta muy cerrada en la curva la asustó y la hizo saltar de nuevo a la acera. Cuando el taxi desapareció, el semáforo estaba a punto de cambiar otra vez y Margaret se dijo que podía esperar un poco más; no tenía por qué arriesgarse a quedar en medio del tráfico. A su lado, un hombre dio unos golpecitos nerviosos en el suelo con la suela del zapato, esperando con impaciencia a que cambiara la luz. Dos chicas pasaron junto a ella y se adentraron un par de pasos en la calzada para esperar allí, retrocediendo un poco cuando los coches pasaban demasiado cerca y charlando animadamente en todo momento. Tengo que avanzar detrás de ellas, se dijo Margaret; sin embargo, las chicas se echaron atrás en el momento en que el semáforo se ponía en verde, y el hombre que estaba a su lado arrancó a andar enérgicamente y las dos chicas se detuvieron un momento y luego comenzaron a avanzar sin prisa y sin dejar de parlotear, y Margaret empezó a seguirlas pero luego decidió aguardar. Súbitamente, una multitud se arremolinó a su alrededor. Toda aquella gente se había apeado de un autobús y se disponía a cruzar por el semáforo; de pronto, Margaret tuvo la sensación de estar atascada en medio de la gente, de que ésta la arrastraría a la calzada cuando se moviera en bloque al cambiar la luz, y se abrió paso a codazos entre la multitud, retrocediendo hasta alcanzar la pared de un edificio, donde esperó. Le pareció que la gente que pasaba empezaba a mirarla. Se preguntó qué estarían pensando de ella y se puso muy erguida, como si estuviera esperando a alguien. Consultó el reloj y frunció el ceño. Qué estúpida debo parecer, se dijo a continuación; de toda esta gente, nadie me conoce y, además, todos pasan demasiado deprisa. Se acercó de nuevo al bordillo, pero la luz verde estaba a punto de pasar a roja y pensó: Volveré a la tienda a tomar una cocacola, no tengo necesidad de regresar al apartamento.
       El dependiente de la tienda la miró con indiferencia. Margaret tomó asiento y pidió una cocacola, pero de pronto, mientras la tomaba, volvió a ser presa del pánico y pensó en la gente que estaba a su lado la primera vez que había intentado cruzar la calle. Ya debían estar a varias calles de distancia, después de haber salvado con éxito una decena de semáforos, tal vez, mientras ella había vacilado en el primero; debían estar ya a un kilómetro o más en dirección al centro de la ciudad, porque avanzaban con seguridad mientras que ella no había hecho otra cosa que tratar de reunir el valor suficiente. Pagó apresuradamente al dependiente, reprimió el impulso de decirle que a la cocacola no le pasaba nada, que sólo tenía que volver, nada más, y corrió de nuevo hasta la esquina.
       En el momento que cambie el semáforo, se dijo con firmeza; aquello no tenía sentido. El cambio de luces la tomó por sorpresa y, en el instante que tardó en reaccionar, el tráfico que asomaba por la curva la asustó de nuevo y se encogió una vez más junto al bordillo. Dirigió una melancólica mirada al estanco de la esquina de enfrente, tras el cual quedaba el edificio donde tenía el apartamento. ¿Cómo hará la gente para llegar ahí?, se preguntó, y comprendió que al hacerse aquella pregunta, al admitir aquella duda, estaba perdida. El semáforo cambió y Margaret lo miró con odio: aquel estúpido objeto que cambiaba de luces una y otra vez, incansablemente, sin ningún propósito ni sentido. Tras mirar a hurtadillas a ambos lados para observar si alguien la miraba, retrocedió con cautela un paso, dos, hasta quedar a una buena distancia del bordillo. Cuando volvió a entrar en la tienda, esperó alguna señal de reconocimiento por parte del dependiente pero no advirtió ninguna; el hombre la miró con la misma apatía que la primera vez. Le indicó el teléfono con un ademán indiferente y Margaret pensó: No le importa, le da igual a quién llame.
       No tuvo tiempo de sentirse ridicula porque al otro lado de la línea atendieron la llamada al instante y con mucha amabilidad, y localizaron enseguida a Brad. Cuando éste respondió al teléfono, su voz parecía sorprendida y seca. Margaret sólo alcanzó a decir, penosamente:
       —Estoy en la tienda de la esquina. Ven a buscarme.
       —¿Qué sucede? —Brad no parecía impaciente por acudir.
       —Por favor, ven a buscarme —repitió al negro micrófono que no sabía si transmitiría o no el mensaje —. Por favor, Brad, ven a buscarme. Por favor...




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