Shirley Jackson
(San Francisco, California, 1916 - North Bennington, Vermont, 1965)


Ven a bailar conmigo en Irlanda (1943)
(“Come Dance with Me in Ireland”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (15 de mayo de 1943);
The Lottery and Other Stories
(Nueva York: Farrar, Straus and Company, 1949, 306 págs.)



      La señora Archer estaba sentada en la cama con Kathy Valentine y la señora Corn, jugando con el bebé e intercambiando chismorreos, cuando sonó el timbre de la puerta. Con un “¡Oh, cielos!”, la señora fue a pulsar el botón que abría la puerta de la calle del bloque de pisos.
       —¿Por qué habremos de vivir en la planta baja? — comentó a Kathy y a la señora Corn—. Todo el mundo llama a nuestra puerta para cualquier cosa.
       Cuando sonó el timbre de la puerta del piso, abrió y se encontró en el pasillo a un viejo que llevaba un gabán negro, largo y raído, y lucía una barba cana y cuadrada. El viejo sostenía en la mano un puñado de agujetas.
       —¡Oh! —exclamó la señora Archer—. ¡Oh!, lo siento muchísimo, pero...
       —Si tiene la bondad, señora. La voluntad...
       La señora Archer movió la cabeza y retrocedió.
       —Lo lamento, pero no.
       —Gracias de todos modos, señora —dijo el hombre —, por hablarme con educación. Es la primera persona de este edificio que se dirige a este viejo con la debida corrección.
       La señora Archer movió a un lado y a otro el picaporte con gesto nervioso.
       —No sabe cuánto lo siento —insistió. Luego, cuando el hombre dio media vuelta, añadió—: Espere un momento —y corrió al dormitorio—. Es un viejo que vende agujetas —dijo en un cuchicheo. Abrió el cajón superior de la cómoda, sacó la billetera y rebuscó en el bolsillo de las monedas—. Un cuarto. ¿Te parece suficiente?
       —Claro —asintió Kathy—. Probablemente es más de lo que ha conseguido en todo el día.
       Kathy era de la edad de la señora Archer y no estaba casada. La señora Corn era una cincuentona enérgica. Las dos vivían en el edificio y pasaban mucho tiempo en casa de la señora Archer, por el niño.
       La señora Archer volvió a la puerta.
       —Tenga —dijo al viejo, tendiéndole la moneda—. Me parece una vergüenza que la gente se haya portado tan mal.
       El viejo empezó a ofrecerle unas agujetas, pero le tembló la mano y la mercancía cayó al suelo. El hombre se apoyó pesadamente contra la pared y la señora Archer lo contempló horrorizada.
       —¡Dios santo! —exclamó, y alargó la mano. Cuando sus dedos tocaron el gabán viejo y sucio, dudó un instante pero luego, apretando los labios, sujetó con firmeza al hombre por el brazo y trató de ayudarle a cruzar el umbral—, ¡Eh! —gritó—. ¡Vengan a ayudarme, pronto!
       —¿Llamaste, Jean? —Kathy salió corriendo del dormitorio, pero al llegar a la puerta se detuvo en seco y abrió unos ojos como platos.
       —¿Qué hago? —preguntó la señora Archer, sosteniendo al viejo con el brazo en torno a su cuerpo.
       El hombre tenía los ojos cerrados y parecía apenas capaz de mantenerse en pie, incluso con ayuda—. Por el amor de Dios, agárralo por el otro lado.
       —Llevémoslo a una silla o algo —dijo Kathy. El pasillo era demasiado estrecho para que pasaran los tres a la vez, de modo que Kathy agarró al viejo del otro brazo y medio guió a éste y a la señora Archer hasta la sala de estar.
       —Al sillón bueno no —indicó la señora Archer—. A ése de cuero.
       Dejaron al viejo en el sillón de cuero y se quedaron ante él.
       —¿Qué hacemos ahora? —preguntó la señora Archer.
       —¿Tienes un poco de whisky? —sugirió Kathy. La señora Archer movió la cabeza en gesto de negativa y respondió, dubitativa:
       —Un poco de vino...
       La señora Corn apareció en el salón, con el bebé en brazos.
       —¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Está borracho!
       —Tonterías —replicó Kathy—. Si lo estuviera, no habría permitido que Jean le franqueara el paso.
       —Cuida del niño, Blanche —dijo la señora Archer.
       —Desde luego —asintió la señora Corn—. Volvamos al dormitorio, cielo —dijo al bebé—. Vamos a meternos en nuestra preciosa cunita y a dormirnos enseguida.
       El viejo se agitó y abrió los ojos. Intentó ponerse en pie, pero Kathy le ordenó:
       —Quédese un momento donde está y aquí, la señora Archer, le traerá enseguida un poco de vino. Le gustará que lo traiga, ¿verdad?
       El viejo alzó los ojos hacia Kathy.
       —Gracias —murmuró.
       La señora Archer entró en la cocina. Al cabo de un momento, tomó el vaso del fregadero, lo lavó y le echó un poco de jerez. Llevó el vaso de jerez a la sala y se lo entregó a Kathy.
       —¿Le sostengo el vaso o puede usted beber sin ayuda? —preguntó Kathy al viejo.
       —Es usted muy amable —dijo él. Alargó la mano para asir el vaso y Kathy le ayudó a sujetarlo mientras tomaba un sorbo. A continuación, el hombre apartó la mano y el vaso.
       —Es suficiente, gracias —murmuró—. Suficiente para revivirme. Muchas gracias —dijo a la señora Archer mientras trataba de ponerse en pie. Se volvió hacia Kathy y añadió—: Y gracias también a usted. Será mejor que me vaya enseguida.
       —No, hasta que las piernas lo sostengan con fuerza — replicó Kathy—. No puede permitirse correr riesgos, ¿sabe?
       —Pues claro que puedo permitirme correrlos —sonrió el anciano.
       La señora Corn volvió a aparecer en la sala.
       —El bebé ya está en la cuna y a punto de dormirse — anunció—. ¿Qué tal ése? ¿Ya se encuentra mejor? Apuesto a que está borracho o hambriento o algo así.
       —¡Claro, eso es! —exclamó Kathy, estimulada por la idea—. Está hambriento. Esto es lo que no supimos ver desde el principio, Jean. Qué tontas fuimos. ¡Pobre hombre! —se volvió hacia el anciano y le dijo—: La señora Archer no va a dejar que se marche sin llenarse el estómago, se lo aseguro.
       La señora Archer hizo una mueca dubitativa.
       —Tengo algunos huevos... —apuntó.
       —¡Estupendo! —dijo Kathy—. Son lo más indicado. Son fáciles de digerir —aseguró al anciano—, y especialmente buenos si uno no ha comido desde... —titubeó —, desde hace tiempo.
       —A mi modo de ver, mejor le iría un café solo — apuntó la señora Corn—. Miren cómo le tiemblan las manos.
       —Agotamiento nervioso —insistió Kathy con firmeza —. Lo único que necesita para encontrarse como nuevo es una buena taza de caldo, y ha de tomársela muy lentamente hasta que su estómago vuelva a acostumbrarse a la comida. El estómago —explicó a sus dos vecinas— se encoge cuando permanece vacío un periodo de tiempo considerable.
       —No querría molestarlas... —aseguró el viejo a la señora Archer.
       —Tonterías —replicó Kathy—. Tenemos que ocuparnos de que tome una buena comida caliente para seguir adelante —tomó del brazo a la señora Archer y empezó a tirar de ella en dirección a la cocina—. Sólo unos huevos. Fríe cuatro o cinco, querida. Yo te traeré media docena más tarde. Supongo que no tendrás jamón. ¡Ah!, y fríe unas papas, también. A él no le importará si están medio crudas. Esa gente come cosas como montones de papas fritas y huevos y...
       —Quedaron algunos higos secos del almuerzo — apuntó la señora Archer—. Me preguntaba qué hacer con ellos y...
       —Tengo que volver enseguida a vigilarlo —dijo Kathy —. Podría desmayarse otra vez, o algo así. Tú encárgate de freír los huevos y las papas. Mandaré fuera a Blanche, si se presenta.
       La señora Archer puso la medida de café suficiente para dos tazas y colocó la cafetera al fuego. Después, sacó la sartén.
       —Estoy un poco preocupada, ¿sabes, Kathy? — confesó—. Si ese hombre es realmente un borracho, me refiero, y Jim se entera de esto, con el bebé en casa y todo...
       —¡Vamos, Jean! —replicó Kathy—. Creo que deberías vivir una temporada en el campo. Allí, las mujeres siempre dan de comer a los hambrientos. Y no es preciso que se lo cuentes a Jim. Desde luego, Blanche y yo no diremos nada.
       —Bueno —insistió la señora Archer—, ¿estás segura de que no es un borracho?
       —Conozco a un hombre hambriento cuando lo tengo delante —afirmó Kathy—. Cuando un viejo como ése no se sostiene de pie y le tiemblan las manos y tiene un aspecto tan raro, es que se está muriendo de hambre. Literalmente, muriéndose de hambre.
       —¡Oh, cielos! —la señora Archer corrió a la alacena bajo el fregadero y sacó un par de papas—. ¿Crees que bastará con dos? Supongo que realmente estamos haciendo una buena obra.
       Kathy soltó una risilla.
       —Como un grupito de chicas exploradoras — murmuró. Se dispuso a salir de la cocina, pero se detuvo y se volvió en redondo—. ¿Tienes algún pastel? Esos hombres siempre comen pastel.
       —Pero lo tenía para la cena... —protestó la señora Archer.
       —Vamos, dáselo —insistió Kathy—. Aunque se lo acabe, podemos hacer más cuando se vaya.
       Mientras se freían las papas, la señora Archer preparó una fuente, una taza con su platillo y un juego de cubiertos en la mesa del comedor pequeño. Luego, como si se lo pensara mejor, recogió los platos, sacó una bolsa de papel de una alacena, la abrió por la mitad y la alisó sobre la mesa, volviendo a poner los platos encima. Sacó un vaso y lo llenó de agua de la botella del frigorífico, cortó tres rebanadas de pan y las colocó en un plato; luego cortó un pequeño cubo de mantequilla y lo añadió al plato del pan. Por último, dejó la sal y la pimienta sobre la mesa y sacó una caja de huevos. Se acercó a la puerta y gritó:
       —¡Kathy! ¡Pregúntale cómo quiere los huevos!
       Hubo un murmullo de conversaciones en la sala de estar y Kathy respondió:
       —¡Fritos por un solo lado!
       La señora Archer agarró cuatro huevos y luego otro más y los rompió uno a uno en la sartén. Cuando estuvieron preparados, anunció:
       —¡Muy bien, chicas! ¡Tráiganlo!
       La señora Corn entró en la cocina, inspeccionó la fuente de las papas y los huevos y miró a la señora Archer sin decir palabra. Después entró Kathy, conduciendo del brazo al viejo. Lo escoltó hasta la mesa y le ayudó a sentarse en la silla.
       —Así —dijo—. Y ahora, la señora Archer le ha preparado una magnífica comida caliente.
       El viejo miró a la señora Archer.
       —Se lo agradezco mucho —dijo.
       —¡Eso es estupendo! —dijo Kathy, y movió la cabeza hacia la señora Archer con un gesto de aprobación. El viejo contempló la fuente de huevos y papas fritas—. Y ahora, dediqúese a comer —añadió Kathy—. Siéntense, chicas. Iré a buscar una silla del dormitorio.
       El viejo tomó el salero y lo agitó sobre los huevos.
       —Tiene un aspecto delicioso —dijo por último.
       —Usted olvídese de todo y dediqúese a comer — insistió Kathy, reapareciendo con una silla—. Queremos verlo saciado. Sírvele café, Jean.
       La señora Archer se levantó, llegó hasta los fogones y agarró la cafetera.
       —No se molesten, por favor.
       —No es nada —respondió la señora Archer mientras llenaba la taza del hombre y volvía a sentarse a la mesa. El viejo levantó el tenedor y lo dejó en la mesa otra vez para agarrar la servilleta de papel y extenderla cuidadosamente sobre las rodillas.
       —¿Cómo se llama usted? —preguntó Kathy.
       —O’Flaherty, señora. John O’Flaherty.
       —Bien, John —dijo Kathy—. Yo soy la señora Valentine, ésta es la señora Archer y ésta, la señora Corn.
       —¿Cómo están ustedes? —dijo el hombre.
       —Me parece que es usted de la vieja tierra —apuntó Kathy.
       —¿Cómo dice?
       —Es usted irlandés, ¿verdad?
       —Lo soy, señora —el viejo hundió el tenedor en uno de los huevos y observó cómo la yema se desparramaba por la fuente—. Conocí a Yeats, ¿sabe?
       —¿De veras? —dijo Kathy, inclinándose hacia adelante —. Déjeme pensar... Era un escritor, ¿no es eso?
       —“Ven, por caridad. Ven a bailar conmigo en Irlanda” —citó el viejo. Se puso en pie y, agarrado del respaldo de la silla, hizo una solemne reverencia a la señora Archer —. Gracias de nuevo, señora, por su generosidad.
       Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta principal. Las tres mujeres se incorporaron y lo siguieron.
       —Pero si no ha terminado... —murmuró la señora Corn.
       —El estómago —respondió el viejo—, como ha apuntado la señora, encoge. Sí, de veras —añadió con voz evocadora—, conocí a Yeats.
       Al llegar a la puerta de la casa, se volvió y dijo a la señora Archer:
       —Su amabilidad no quedará sin recompensar — señaló con un ademán las agujetas tiradas por el suelo —. Eso es para usted. Por su amabilidad. Repártalas con las demás señoras.
       —Pero yo no imaginaba que... —empezó a replicar la señora Archer.
       —Insisto —la interrumpió el hombre, abriendo la puerta—. Una pequeña compensación, pero es todo lo que puedo ofrecer. Recójalas usted misma —añadió bruscamente. Luego, se volvió y señaló con la punta de la nariz a la señora Corn—: Me repugnan las mujeres viejas.
       —¡Vaya! —murmuró débilmente la señora Corn.
       —Tal vez haya empinado el codo más de la cuenta — dijo el viejo a la señora Archer—, pero nunca he servido un mal jerez a mis invitados. Pertenecemos a dos mundos distintos, señora.
       —¿No se los dije? —exclamó la señora Corn—. ¿No se los he estado diciendo desde el principio?
       La señora Archer, con los ojos fijos en Kathy, tuvo el impulso de echar fuera al viejo a empujones, pero él se anticipó.
       —“Ven a bailar conmigo en Irlanda” —repitió. Apoyándose en la pared, llegó a la puerta de la calle y la abrió—. Y el tiempo corre... —añadió.




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