George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


El timbre de alarma (1940)
(“La sonnette d’alarme”)
Originalmente publicado en Police-Roman
(n° 106, 31 de mayo de 1940);
Le Petit Docteur
(París: Éditions Gallimard, 1943, 589 págs.)



I

      ¿No fue en aquel caso del timbre de alarma cuando el Doctorcito estuvo más cerca del «crimen perfecto» tan apreciado por todos los criminólogos?
       No obstante, aquel caso empezó como una burda comedia y, mientras Esteban Chaput estuvo hablando sin saber dónde meter sus manos cortas, fofas y grasientas de sudor, Juan Dollent tuvo que hacer continuos esfuerzos para conservar su seriedad.
       Aquel individuo encarnaba a la perfección el papel que representaba. El Doctorcito nunca había tenido frente a él un ejemplar tan perfecto de lo que se llama una cara de testigo falso: fofa, como las manos, como todo el cuerpo, hasta el punto de que hubiera podido creerse que si Esteban Chaput seguía acalorándose empezaría a fundirse.
       Por si fuera poco, el hombre era fabricante de cirios.
       Todo le desfavorecía: sus ojos lacrimosos e hinchados, sus papadas superpuestas, sus carrillos caídos y aquel vientre mal retenido por un chaleco que ostentaba una gruesa cadena de reloj.
       A decir verdad, resumía exactamente al burgués antipático y cauteloso, avaro y pudibundo, cobarde y vicioso, tal como se le representa aún en ciertos teatros de barriada.
       Ahora bien, ¿cuál era su aventura? Exactamente, también, la que armonizaba con su aspecto: había sido acusado de haberse entregado, la noche del 12 al 13 de octubre, a demostraciones demasiado ardientes con una viajera en el rápido París-Marsella de las veinte cuarenta y cinco.
       —Si usted me conociera, doctor, comprendería lo absurdo de tal acusación. No hay hombre que lleve una vida más clara y más recta que la mía. Casado desde hace treinta y dos años, mi mujer y yo no hemos tenido nunca la menor discusión y hemos vivido siempre en el mismo piso de la calle del Chemin-Vert. El propietario y los vecinos le dirán que somos un matrimonio modelo.
       »Mi fábrica de cirios se encuentra en la calle de Alesia, a donde voy todas las mañanas y todas las tardes. Usted puede comprender que con una clientela como la nuestra se impone una conducta ejemplar.
       »En efecto, vendemos al por mayor a todas las congregaciones religiosas, y proveemos a la mayoría de los conventos.
       »Precisamente por negocio de cirios me trasladaba aquella tarde a Marsella, en previsión de la peregrinación a Nuestra Señora de la Guardia.
       »Tomé una cama de segunda clase, porque ha de saber usted que en este momento los negocios no son muy brillantes. Mi mujer me acompañó a la estación con Boby.
       —¿Su hijo?
       —¡No! El perro. ¡Ah! El Cielo no nos ha dado hijos, pero adoramos a los animales. Yo le juro, doctor, por lo más sagrado que haya en el mundo…
       Y el Doctorcito, burlón, estuvo a punto de soltarle:
       —¿Por la cabeza de Boby?
       Pero se contuvo porque la expresión de su interlocutor se volvía dramática. Se secaba el sudor, respiraba difícilmente. Debía de ser asmático.
       —… Le juro que las cosas ocurrieron como le voy a explicar. Antes de la salida del tren me aproveché de que estaba solo para quitarme los zapatos y ponerme las pantuflas de fieltro. Luego me quité el cuello, la corbata, la chaqueta y me puse el batín de muletón que llevo siempre conmigo cuando viajo.
       »Esperaba que estaría solo en el compartimiento porque había poca gente en el tren. Pero ¡ay! Una joven que desde cierto rato parecía buscar sitio abrió la portezuela y me preguntó si la cama situada frente a la mía estaba libre.
       —¿Era una mujer bonita? —preguntó el Doctorcito.
       —Bonita, sí… Aunque yo no entiendo mucho de belleza femenina. Pelo muy rubio, quizá teñido, no lo sé… Un abrigo de pieles…
       —¿Equipaje?
       —No me acuerdo… Espere… Llevaba una pequeña maleta de color claro… Sí… Y nada más. El tren salió casi enseguida; la viajera también se quitó los zapatos y luego su abrigo y su sombrero. Se instaló en su cama e inmediatamente me di cuenta de que le faltaba modestia.
       —¿Qué entiende usted por modestia?
       —Que le fallaba pudor, si usted lo prefiere. Hubiera muy bien podido acostarse sin enseñar sus piernas como las enseñaba. Furioso, me volví de cara al tabique.
       —¿Y se durmió enseguida?
       —No. Tengo el sueño difícil. Hacía mucho calor en el compartimiento. El revisor pasó y nos taladró los billetes. Antes de salir puso la lámpara a media luz, pero a pesar de ello se veía bastante claro.
       —¿Seguía usted vuelto de cara al tabique?
       —No. No puedo permanecer mucho rato sobre el lado derecho. Cerré los ojos. Los abrí. Mi vecina, tendida en su cama, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, lo cual me molestaba porque no soy fumador. La joven no parecía tener ganas de dormir. Noté que miraba a menudo la hora en su reloj de pulsera.
       El hombre suspiró, cruzó y descruzó las piernas y respiró profundamente, con un ligero silbido en el fondo de su garganta.
       —No sé cuánto tiempo llevábamos viajando. Yo ya me había amodorrado dos o tres veces. Lo que sí sé es que tenía los ojos abiertos. La joven se había sentado en su cama y seguía fijando su mirada en las agujas de su reloj. Luego, de golpe, sin mirarme siquiera, se levantó y tiró con todas sus fuerzas del timbre de alarma.
       »De momento creí que estaba durmiendo y que soñaba. Pero el tren empezó a detenerse. Los frenos rechinaron. La gente corrió por los pasillos.
       »Me incorporé. Aún no había encontrado la manera de manifestar mi sorpresa con palabras, cuando la puerta se abrió y surgió el inspector.
       —¿Qué pasa? ¿Quién ha llamado?
       —Yo, señor inspector —dijo entonces la joven, con una sangre fría absoluta—. He tenido miedo. Figúrese usted que ese individuo, aprovechándose de mi sueño y…
       El Doctorcito pudo retener una carcajada, a pesar de que el fabricante de cirios, con sus ojos furiosos y la boca entreabierta por la indignación, ofrecía un espectáculo de la más alta comicidad.
       —Le juro, doctor, que me pellizqué para cerciorarme de que estaba bien despierto. ¡Yo, que no me había movido de mi cama! Yo, que ni tan sólo había dirigido la palabra a aquella mujer. Yo…
       »Trate de protestar y vi perfectamente que nadie me creía. Me miraban con asco. Sorprendidos por la parada del tren, todos los viajeros estaban en los pasillos y se empujaban para contemplarme. Era tanto el desprecio y la cólera con que me trataban que creí iban a lincharme.
       »Con todo, el tren volvió a ponerse en marcha. Oí vagamente la conversación de la mujer con el jefe del tren.
       »—¿Dónde se apea usted, señora?
       »—En Laroche-Migenne. Voy a casa de mi hermana, que me espera.
       »—Llegaremos dentro de unos minutos. Tendrá que repetir su declaración ante el comisario especial y firmar su denuncia. ¿Su nombre de usted?
       »—Marta Donville, calle Brey, 177, en París.
       »El jefe de tren me lanzó una mirada en la que había tal desprecio que me sentí desfallecer.
       »—En cuanto a usted, dígame su nombre y dirección. ¿Lleva billete para Marsella? Una vez allí vendrá conmigo a ver al comisario, quien decidirá lo que se ha de hacer.
       »Ésa es, doctor, la aventura que me ocurrió. Se lo he contado todo escrupulosamente. No he exagerado nada. Hasta entonces nunca había visto a aquella mujer. Y, sin duda, nunca volveré a verla porque la dirección que dio es falsa.
       —¿Cómo lo sabe usted?
       —En Marsella se contentaron con abrir un sumario y se me dejó en libertad. Reflexioné. Me torturé el cerebro tratando de comprender. Entonces me dije que aquella mujer, si no era una loca, había obrado de aquel modo para hacerme cantar.
       »Le he revelado, doctor, la naturaleza bastante particular de mi industria, y usted comprenderá fácilmente que un escándalo de esta clase me cerraría las puertas. Sería no sólo mi deshonor, sino también mi ruina. En cuanto a mi pobre mujer, si ella me creyese capaz de tal acto estoy seguro de que se moriría.
       »Quise, pues, suplicar a aquella mujerzuela que suspendiese el procedimiento judicial, retirando su denuncia. Fui a la calle Brey, a la dirección que había dado. Pues bien, la calle Brey es un callejón muy corto situado detrás de la Plaza de l’Etoile, y no tiene número 177. No por eso dejé de interrogar a todas las porteras, no fuese caso de que yo hubiese oído mal el número.
       »Estaba dispuesto, si era necesario, a ofrecer dinero aunque fuera una gran cantidad.
       »Hoy hace exactamente ocho días de eso, doctor. No tengo noticia alguna de mi supuesta víctima. Pero, por el contrario, me han llamado a la comisaría de mi barrio. Me han formulado algunos interrogatorios.
       »Cuando he preguntado cómo estaban las cosas, se me ha dicho que la causa sigue su curso.
       »Vivo literalmente con la cuerda al cuello. De un momento a otro, espero la acusación oficial que pondrá en marcha el escándalo.
       »¿Es posible, doctor, qué una vida de honradez y de trabajo se destruya porque a una chiflada o a una intrigante se le ocurra…?
       »¿A quién dirigirme? La policía cree a pies juntillas la fábula de aquella mujer.
       »He pensado en usted. Aprovechando el hecho de que hace tiempo que tenía que ir al obispado de La Rochelle, he venido a visitarle y a suplicarle que me ayude.
       Sudaba. Se enjugó el rostro; su garganta silbaba. Cuando se fue el Doctorcito miró con repulsión su mano, que había estrechado la mano entre sudada y fofa de Esteban Chaput.
       ¿Era posible tener hasta tal punto el físico de su profesión? ¿No era como para creer que un hábil fisonomista había escogido al fabricante de cirios entre los millones de parisinos, para desempeñar, en el rápido París-Marsella, la noche del 12 al 13 de octubre, el equívoco papel que había representado?
       Con el invierno, empezaban las bronquitis y las gripes, pero el Doctorcito, que desde hacía algunos meses no había hecho investigaciones, telefoneó una vez más a su colega Magné para confiarle su clientela.
       Hubiera querido ir a París y tomar el mismo tren que el señor Esteban Chaput: el rápido 19.
       Pero, para lo que sospechaba, tendría necesidad de su vieja Ferblantine, cuyos cinco caballos le llevaron sin demasiados tropiezos a Laroche-Migenne.
       Allí supo que Laroche-Migenne es, en cierto modo, la plataforma giratoria de toda la red del P. L. M.
[es decir, la “Paris-Lyon-Méditerranée”, la antigua compañía de ferrocarriles francesa] y, en las oficinas de la compañía se inició en un vocabulario nuevo para él.
       Se hablaba familiarmente del 19 como de una persona de carne y hueso. Luego, cuando hubo preguntado dónde se encontraba ese famoso 19 a las 22 y 31 minutos, hora en que la desconocida tiró de la señal de alarma, le respondieron lacónicamente:
       —Kilómetro 139. Un poco antes del paso a nivel de Cézy.
       —Perdone que insista. Evidentemente, éste es el horario. Pero ¿están seguros de que nunca hay retraso?
       —Jamás, en el sector París-Laroche. Si hay retraso es después de Dijon.
       Aquellos señores debieron de tomarlo por un policía, porque se mostraron complacientes y hasta fueron a buscar la hoja de ruta del tren 19 correspondiente a la noche del 12 al 13.
       —Vea… Todo fue normal. El tren seguía exactamente su horario cuando, a las 22,31 el timbre de alarma empezó a sonar. El convoy se detuvo unos segundos más tarde, es decir, aproximadamente a trescientos metros del lugar en que se hizo la llamada. ¿Es eso lo que quería usted saber? En el momento de pararse, la cabeza del 19 se hallaba a la altura del paso a nivel de Cézy.
       El Doctorcito anotó todo aquello con aplicación, como un colegial concienzudo. Luego se dirigió a la estación de viajeros y se entregó a una larga encuesta con los empleados. Aquélla fue una ocasión más para comprobar cómo los informes más difíciles de obtener son los más sencillos.
       Necesitó más de dos horas para saber:
       1.º Que la llamada Marta Donville había repetido palabra por palabra al comisario oficial de la estación, la declaración que hizo en el tren al inspector.
       2.º Que era, en efecto, muy rubia, probablemente oxigenada, de mediana elegancia.
       3.º Que su abrigo, según el comisario, era de piel de conejo y no valía más allá de mil quinientos a dos mil francos.
       4.º Que llevaba, efectivamente, una pequeña maleta de fibra, de color claro, como las que se venden en todos los almacenes de artículos para viaje y en todos los bazares.
       5.º Que no parecía querer formular una denuncia, pero que debido a la insistencia del comisario, firmó su declaración con letra muy mala.
       6.º Que luego se fue hacia la salida…
       El Doctorcito interrogó al empleado que aquella noche recogió los billetes de los viajeros. Éste se había fijado en la joven porque en Laroche-Migenne, punto donde se efectúan cambios de tren, poca gente sale de la estación.
       —¿La esperaba alguien?
       —No vi a nadie. Llovía a cántaros. Frente a la estación no había más que un viejo fiacre que permanece allí cada noche hasta las doce. Pero la persona en cuestión no lo tomó. Tampoco se dirigió al hotel que hay en la plaza. Se fue hacia la derecha, aprisa, como quien ya conoce la población.
       Nadie no la había vuelto a ver. En vano Dollent, como un auténtico inspector de policía, visitó los hoteles de Laroche. En ninguno de ellos se había hospedado aquella noche joven alguna, y desde hacía quince días nadie se había inscrito con el nombre de Marta Donville.
       ¿Debía creerse que la viajera no había mentido y que, realmente, había ido a casa de su hermana? Si ésta era casada, llevaba otro nombre y era imposible encontrarla.
       ¿Pero, por qué había dado una dirección falsa de París?
       El Doctorcito se hallaba sumido en esas reflexiones y acababa de entrar en un café para beber un grog, cuando se sobresaltó: había reconocido a uno de los consumidores que estaba leyendo un diario.
       Era su fabricante de cirios, el señor Esteban Chaput, el cual no manifestó sorpresa alguna y fue a su encuentro tendiéndole su mano fofa.
       —Anoche pensé que quizás podría ayudarle, y, como que actualmente los negocios están encalmados, tomé el tren. Sabía que no dejaría de encontrarle aquí. Y bien, doctor, ¿ha descubierto usted algo?
       Hacía esfuerzos por sonreír, lo cual daba a su cara un aspecto más fofo aún.


II

      —No quiero importunarle con mi presencia —protestó Esteban Chaput—. Si usted quiere, me instalaré aquí. Bastará con que me haga un signo cuando me necesite. Por mi parte, yo no me ocuparé de nada. Me he traído mi registro de facturas y aprovecharé el tiempo que tenga libre para poner al día ciertas cuentas.
       El Doctorcito tomó habitación en un hotel de segunda categoría: «La Campana de Oro». A las ocho de la mañana, inició ya la caza.
       El tiempo era gris, húmedo. Los árboles habían ya perdido la mayor parte de sus hojas, y un barro espeso invadía los caminos.
       Como que ninguna carretera iba a lo largo de la vía férrea, el Doctorcito tenía que meterse por atajos, en busca de su «kilómetro 139». Pero, antes de encontrarlo, interrogó al guardabarrera de Cézy.
       —¿Se acuerda de la noche en que el rápido 19 se detuvo a la altura de su paso a nivel? ¿Podría decirme si, en el momento en que el rápido se detuvo, había un coche parado por estos alrededores?
       —¡No había coche alguno! —afirmó el buen hombre, sin vacilar—. De noche, con los faros, se les ve. Y lo hubiera notado, tanto más cuanto que la barrera estuvo cerrada más rato.
       —¿No vio a nadie bajar del tren?
       —Mire usted, desde aquí yo apenas distinguía la locomotora. Un guardafrenos tuvo que correr a lo largo del tren para cubrir su convoy con una luz roja.
       ¡Hubiera sido demasiado bonito, claro está! Acaso había esperado que el guardafrenos le declarara:
       —En efecto, había un gran auto que esperaba cerca de la barrera. Vi una sombra que se deslizaba a lo largo del tren. El hombre subió al auto y, en cuanto se abrió la barrera, partió a una velocidad terrible.
       —¿Está lejos de aquí el kilómetro 139?
       —Casi en el bosquecito que usted ve a la derecha. Pero está prohibido ir por la vía, y tendrá que ir a través del soto.
       Así lo hizo: estaba decidido a proseguir pacientemente su investigación, a buscar con cuidado los más pequeños detalles antes de entregarse a razonamientos de altos vuelos.
       Dejando a Ferblantine en la carretera, se internó por un espeso sendero cuyas mojadas zarzas le enganchaban al pasar; a su alrededor se abría el melancólico decorado que suele bordear las vías férreas: postes telegráficos, balasto ennegrecido, bosque pelado, lleno de malas hierbas como una tierra baldía.
       Hacía como un cuarto de hora que deambulaba por allí y sus zapatos empezaban a empaparse de agua cuando el paisaje cambió bruscamente. Un riachuelo de agua viva fluía a su derecha entre sauces; debía de estar lleno de cangrejos. Una pradera se elevaba en suave declive, sembrada de vacas negras y blancas; más allá, el tejado de una granja se perfilaba en el nuboso cielo.
       Luego, súbitamente, apareció un camino, no una carretera asfaltada, sino un buen camino vecinal. El Doctorcito tuvo la impresión de percibir el chirrido de un columpio, y, apresurando el paso, no tardó en descubrir una fachada agradable, una pared cubierta por el cartel de un aperitivo, y bancos pintados de verde a cada lado de la puerta.
       «La cita de los buenos pescadores», decía una insignia, en la que inocentemente se había tratado de reproducir una trucha salmonada como sin duda no las había en el riachuelo.
       —¡Ah, de la casa! —llamó—. ¡Hola! ¡Eh, el dueño!
       Se quedó estupefacto al ver a una admirable joven salir de una sala interior. Era alta, bien hecha, con una hermosa cabellera morena, pecho sólidamente plantado y caderas armoniosas. Indudablemente en aquel momento estaba ocupándose de la limpieza de la casa, porque salió secándose las manos en su delantal.
       —¿Qué hay?
       —Pardiez, no me disgustaría beber un cortadillo de vino blanco. Además, el olor que reina en su casa me parece tan agradable que con su permiso almorzaré aquí.
       —¡León! —llamó la mujer, volviéndose—. Ven un momento.
       Ella no le sirvió. Se quedó allí, vacilante, mientras un hombre delgado que, a pesar de la hora, no parecía bien despierto, apareció a su vez y examinó al forastero con cierto cinismo.
       —Ese caballero desearía almorzar aquí.
       León miró hacia la carretera, no vio en ella ningún auto y preguntó con descaro:
       —¿Cómo ha venido usted?
       —A pie —respondió tranquilamente Juan Dollent—. El país es encantador y me paseo. Le he preguntado a la señorita…
       —Señora. Es mi mujer.
       —A la señora, pues, que me sirviera un cortadillo de vino blanco.
       —¡Ve a buscarlo al barril! —dijo el hombre a su mujer.
       —Supongo que esta temporada no tiene usted muchos clientes.
       No hubo otra respuesta que una mirada taladrante que se clavó en la cara del Doctorcito.
       —Un amigo de París me dijo:
       —Puesto que vas a los alrededores de Cézy no dejes de ir a comer a «La cita de los buenos pescadores». Es el mejor albergue de la región.
       —¿Su amigo le dijo eso? —preguntó el hombre, con un punto de sarcasmo.
       —Debió de venir a cenar últimamente. Espere que me recuerde… Era… Veamos… Hace una docena de días… El 12 de octubre, creo.
       —Entonces fue el señor que cenó en aquel rincón —dijo León, cogiendo el cortadillo de vino de la mano de su mujer—. Te acuerdas, Germaine… Uno pequeño, gordo, ¿verdad?, con pantalones de golf y una tez muy subida de color.
       —¡Eso es! —aprobó el Doctorcito—. No recuerdo si vino o no en su coche.
       —En su coche… Un ocho cilindros gris, de marca americana… ¿No es verdad, Germaine?
       A partir de ese momento, el Doctorcito empezó a no sentirse a sus anchas. No hubiera podido definir lo que le molestaba, pero tenía la impresión de que entre el dueño y su mujer se habían cambiado unas miradas extrañas.
       Además, las cosas iban demasiado bien; le respondían con demasiada complacencia, quizá con excesiva exactitud.
       —Puedo decirle lo que comió su amigo. Para empezar salmón frío. Nos había sobrado de la víspera… Luego, una tortilla con setas. Con esta lluvia los hongos abundan en el país.
       ¿Por qué empleaba un tono casi amenazador para decir: «los hongos abundan en el país»?
       ¿Y por qué su mujer, que debía de tener trabajo en otra parte, estaba allí, con las manos sobre las rodillas?
       —¿No durmió aquí?
       —No. Esperaba a un amigo.
       —¿Hacia qué hora llegó ese amigo?
       El hombre y la mujer cambiaron una mirada. Fue la mujer la que respondió:
       —Hacia las diez y media… quizás las once.
       —¿Iba también en auto?
       —No, a pie. Estaba calado y tenía frío. Bebió, una tras otra, tres copas de ron y luego se fueron juntos preguntando cuál era el mejor camino para Luchon.
       —¿Luchon, en la frontera española?
       —Eso es. Iban los dos a España, según pude entender.
       —¿El que vino a pie llevaba equipaje?
       —Solamente una cartera, como la que los hombres de negocios llevan siempre consigo.
       El Doctorcito estaba sobre ascuas, sus orejas se habían vuelto coloradas. Jamás había tenido tan netamente la impresión de que le tomaban el pelo. Pero ¿qué podía hacer? Había formulado preguntas. Le habían contestado. ¿Cómo saber si inventaban una fábula para salir del paso o si las respuestas eran sinceras?
       —¿Viene usted a la región para descansar?
       —Sí, por algunos días.
       —En ese caso, si desea una habitación…
       —Todavía no lo sé. Es posible. A propósito, al salir de aquí, ¿tuvo el auto gris que franquear el paso a nivel de Cézy?
       —De ningún modo. Le volvía la espalda. En cuanto al almuerzo, vamos a hacer todo lo posible para que quede satisfecho. Ciertamente, no comerá tan bien como su amigo, porque ya no tenemos salmón. ¿Qué diría usted de unos cangrejos en salsa y luego de una buena tajada de pierna de carnero con alubias? ¿Queda queso, Germaine?
       Mientras el dueño hablaba, el Doctorcito, que, decididamente, estaba ansioso de precisiones, anotó:
       1.° El dueño de la posada no tiene nada de un tabernero de los alrededores de la plaza de la República o de la Bastilla, aunque la verdad es que muchos de esos caballeros se retiran al campo, donde no les disgusta convertirse en posaderos.
       2.º Germaine tampoco tiene tipo de campesina; uno se la imagina más fácilmente vestida de colores vivos, encaramada en tacones altos y con la cara pintada, que con el delantal de una sirvienta.
       3.º Tanto el uno como la otra han dado varias veces la impresión de que esperaban la visita del Doctorcito y de que las respuestas a todas sus preguntas estaban preparadas de antemano.
       Finalmente, un detalle que no dejaba de causar un poco de inquietud: la casa más cercana era la granja, cuyo tejado se veía a más de seiscientos metros; nadie sabía dónde estaba el Doctorcito, ni el mismo Esteban Chaput, fabricante de cirios. De modo que si él desaparecía…
       Sintió un escalofrío entre los omóplatos y recordó, y recordó sin razón precisa, un cuento que había leído cuando era niño, una historia relativa a ciertos viajeros que penetran imprudentemente en una posada española que es una guarida de bandoleros.
       ¿No acababan de hablarle de España?
       El dueño sonrió:
       —¿Un poco más de vino blanco? Es del país. A su amigo le gustó mucho. Y a propósito, ¿cómo se llamaba? ¿Roberto?… ¡No!… ¿No te acuerdas tú, Germaine?
       Era una invitación dirigida al Doctorcito, el cual no se tomó la molestia de responder. El otro prosiguió con flagrante ironía:
       —Un perfecto caballero. ¡Y un buen gastrónomo! ¡Amante de la vida! Me pregunto qué se habrá hecho de él.
       ¿Era un aviso? ¿Jugaba León con su huésped al ratón y al gato?
       —Nos prometió enviarnos tarjetas postales. Pero quizá usted tiene noticias suyas. Sigo buscando su nombre. Vamos a ver… ¿Esteban?…
       Una mirada breve de una extremada agudeza.
       —¿Esteban?… No. Más bien Germán. A su salud. Tú debieras empezar a ocuparte de la comida, Germaine. Entretanto, yo le haré compañía al caballero. A menos que prefiera irse a dar una vueltecita para abrir el apetito.
       ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso, después de haberle amenazado, se le indicaba que todavía era hora de que se marchara?
       ¿O bien todas aquellas intenciones no existían sino en el espíritu de Juan Dollent?
       ¿No ocurre, a veces, que las apariencias nos engañan, que nuestra imaginación se desboca sin motivo y que tomamos por peligrosa guarida el más simple y modesto de los lugares?
       —¿Un poco cruda la pierna de cordero? —gritó Germaine desde la cocina.
       ¡No! El Doctorcito no quería dejarse impresionar. ¿Iba acaso a tener piel de gallina como una niña?


III

      Los cangrejos estuvieron perfectos, la pierna de cordero sabrosa y tierna. Por otra parte, fiel a la tradición de las posadas del campo, el dueño no dejó solo ni un instante a su cliente, y no le dio tregua. ¿Era porque estaba ocioso? ¿Tenía que buscarse, por el contrario, un sentido secreto a cada una de sus frases?
       Cosa curiosa: el Doctorcito, pese a que estaba acostumbrado al campo y a la soledad, jamás había experimentado como aquel día la angustia y el aislamiento. El cielo plomizo y los árboles sin hojas, que goteaban, contribuían un poco a reafirmar en él aquel estado de ánimo.
       Detrás de aquellos árboles, apenas a cien metros, la línea negra, implacable, del desmonte de la vía férrea, con sus líneas de hilos telegráficos y los cuervos que revoloteaban por el espacio gris.
       —Es raro, las ideas que uno se hace…
       El dueño hablaba en frases cortas, como quien no tiene nada que decir y busca simplemente que no decaiga la conversación.
       —Cuando entró usted antes, creí que tenía ganas de volver a encontrar a su amigo.
       Una mirada al soslayo.
       —Me dije: he ahí a uno que va a tomar el tren de las 2:17 para alcanzar, en Lyon, el enlace de Luchon.
       ¿Tenía que ver en ello un aviso? ¡Al fin y al cabo no estaban tan alejados del mundo! A quinientos o seiscientos metros había un paso a nivel y un guardabarrera con su mujer y sus hijos. A la misma distancia, poco más o menos, por la parte de la colina, una granja y ganado.
       —Ya ve usted cómo uno se engaña —prosiguió el hombre, nada desconcertado por el silencio de su huésped, que comía con apetito—. Usted me ha dicho que quería dormir aquí, ¿no es verdad? Germaine le preparará la mejor de nuestras habitaciones. Ya verá lo tranquilo que es el campo. Apenas si oirá pasar los trenes.
       Juan Dollent se estremeció. Le pareció haber oído pasos fuera. No obstante, nadie entró en la posada. Además, no oyó ruido alguno procedente de la cocina.
       —¿Comerá usted queso? ¿No? ¿Qué piensa hacer esta tarde? Puede creerme, va a llover. Mala señal, cuando el cielo se oscurece por ese lado. En todo caso, si no tiene nada mejor que hacer podríamos jugar una partida de «belote» a tres.
       —Tengo que ir a Laroche.
       —¡Ah! ¿Tiene que ir a Laroche? ¡Es verdad! Olvidaba su coche. Lo dejó en el paso a nivel, ¿verdad? Con tal que los chicos del guardabarrera, que son traviesos como pocos, no se hayan divertido con él.
       Dollent ya no dudó. Todo aquello había sido dicho con intención, y tuvo cierta dificultad en continuar su comida con una serenidad aparente.
       Su inquietud aumentó al ver que Germaine volvía un poco más tarde a la cocina con los zapatos sucios de barro. Ella era la que había salido. Calculó que había tenido tiempo de ir y volver del paso a nivel.
       Estaba tomando su café, cuando resonó el timbre del teléfono. Notó con satisfacción que allí no había cabina telefónica: el aparato, adosado al muro, se encontraba en la misma sala. El posadero descolgó el auricular. Le llamaban de lejos, porque transcurrieron unos instantes antes de que tuviera a su interlocutor en el otro extremo…
       —Diga… sí… Soy yo… Sí… sí… Evidentemente…
       ¿Por qué, mientras iba respondiendo por monosílabos, miraba al Doctorcito? Sin duda lo hacía maquinalmente, porque algo tenía que mirar. No manifestaba sorpresa ni emoción alguna. Mas nunca dio la impresión de un hombre resuelto, seguro de sí mismo, que sabe exactamente adónde va…
       —Sí… Entendido… Besos de Germaine…
       Al colgar murmuró, dirigiéndose a su cliente:
       —Era mi cuñada, que pedía noticias nuestras.
       Dollent estuvo a punto de exclamar:
       —¿Verdad que se llama Marta?
       Pero se contuvo y bebió a pequeños sorbos el calvados que había pedido.
       Aquella jornada le evocaba un recuerdo de su infancia. En la casa de sus padres había unas curiosas garrafas cuyo fondo se untaba con miel. Las moscas entraban en ellas, tocaban la miel, y a partir de aquel momento se pasaban horas chapoteando antes de hundirse completamente.
       Jamás una pesquisa le había producido tal impresión de sorda angustia; jamás, tampoco, cuando se había dedicado a un problema criminal, había comprendido que corría ciertos peligros.
       Allí veía o, mejor dicho, sentía la amenaza por todas partes.
       —Me voy a Laroche —anunció, encendiendo un cigarrillo—. ¿Quiere usted que le pague ahora? —Y añadió irónico a su vez—: por si no volviera…
       —¡No es necesario! ¡Usted volverá!
       —¿Me permite que suba un instante a mi habitación para lavarme un poco?
       —¡Germaine! Acompaña al señor al 3.
       No tenía necesidad alguna de lavarse, pero acababa de decidirse a tomar sus precauciones, corriendo el riesgo de caer en el ridículo si se equivocaba.
       En una hoja de papel arrancada de su bloc de recetas, escribió:

     «Señor comisario:
     »Si a las cuatro no estoy en su despacho, ¿quiere usted enviar un taxi a la posada del Buen pescador que se encuentra un poco más allá del paso a nivel de Cézy, a lo largo de la vía férrea?
     »Por otra parte, si a las seis no tiene usted noticias mías, creo que haría bien avisando a la gendarmería para que vaya al lugar antes citado.
     »Me llamo Juan Dollent. Telefonee al comisario Lucas, de la Policía Judicial, quien le confirmará que puede usted tener confianza en mí.
     »Quizás también convendría que hiciera seguir a un tal Esteban Chaput, que se aloja en el Hotel de la Campana de Oro.
     »Acepte, señor comisario…».

       Y en otra hoja:

    «Se ruega que se haga llegar con toda urgencia esta carta, de cualquier modo que sea, a la dirección indicada. Adjunto un billete de cien francos para el portador. Es una cuestión de vida o muerte».

       —¿Sale usted también? —preguntó el Doctorcito sorprendido, cuando habiendo bajado a la sala común encontró al dueño con un sombrero blando en la cabeza y un impermeable puesto.
       —Le acompañaré hasta el paso a nivel. Un paseíto me hará digerir.
       Cuando llegaron, Ferblantine seguía allí, en la cuneta del camino, donde Dollent la había dejado.
       —¿No tiene usted muchas averías con ese trasto viejo? —preguntó el posadero extrañado.
       —No, no muchas —respondió el Doctorcito, instalándose ante el volante—. Hasta luego… Volveré al anochecer.
       —¡Buen paseo!
       Pero en vano Dollent le dio la puesta en marcha. El motor no funcionaba. Se apeó, abrió el capot, sin encontrar nada anormal.
       ¿Le habrían descargado la batería? ¿Le habrían cortado un cable en un lugar que no podía verse?
       —¿Quiere que le ayude? —preguntó, irónico, el hotelero.
       —No, gracias… Creo que la cosa es seria.
       No obstante, no se dio prisa; abrió el cofre de las herramientas y las esparció por el suelo. Desconfiaba del guardabarreras, a quien veía en el umbral de su casa. El Doctorcito esperaba que ocurriera algo. Su esperanza se vio defraudada porque al cabo de unos minutos un coche franqueó el paso a nivel. A causa del viraje tuvo que disminuir la marcha. Dollent se dirigió al centro del caminó y saltó al estribo del automóvil.
       —¡Tengo avería! —gritó—. Tenga la bondad de avisar a un garaje.
       Al mismo tiempo, dejó caer su carta sobre las rodillas del conductor, cuyo aspecto era el de un viajante de comercio.
       —¡Bueno!… Creo que no me queda otro remedio que renunciar a mi paseo a Laroche y volver a su casa. Usted me propuso una partida de «belote» a tres, y si su proposición sigue en pie, no me disgustará matar el tiempo.

       —¡Trío!
       —¿Qué valor?
       —Mayor. De diamantes.
       En la grisácea atmósfera de la sala, la partida proseguía con las frases tradicionales, creando como un ronroneo familiar. Era el mismo ambiente de tantas otras posadas en los días de mal tiempo. Fuera, como había anunciado el dueño, había empezado a caer una lluvia fina que tendía un velo sobre el paisaje.
       —Fallo… ¡Arrastro! ¡Arrastro! ¡Rebelote!… ¡As de trébol y as de pica! Sin el ocho de corazón les daba bola…
       ¿Perdía o ganaba el Doctorcito? Había ya cometido varias faltas, y estuvo a punto de olvidarse de anunciar un tute de sotas.
       De vez en cuando, se volvía hacia un reloj antiguo cuyas agujas avanzaban a sacudidas y cuyo péndulo de cobre captaba a cada paso un rayo de luz.
       —Enseñe su tute de sotas.
       Y mientras jugaba hacía esfuerzos para reflexionar.
       Una cosa era indudable: el dueño, a quien su mujer llamaba León, sabía perfectamente por qué estaba él retenido allí, y lo había dado a entender.
       Pero ¿no le había dado a entender, también, que haría mejor yéndose a pasear a Luchon y a la frontera española? ¿No quería indicar con eso que el aire de los alrededores de Cézy era malsano para los curiosos?
       Indudablemente, la avería de Ferblantine había sido provocada por Germaine cuando se ausentó durante la comida.
       ¿Querían, pues, impedir que el doctor fuera a Laroche? ¿Por qué?
       ¿Qué fundamento podía tener aquella llamada telefónica que León había recibido de su cuñada?
       —Saben que estoy sobre la pista —pensó—. Probablemente, saben quién soy, o por lo menos me toman por un policía. Diríase que quieren ganar tiempo. ¿No será para suprimirme más fácilmente al amparo de la noche?
       No iba armado. Nunca había llevado un revólver encima y, para decirlo todo, las armas de fuego le daban bastante miedo. León era más alto y fuerte que él. Además, tendría la ventaja de atacar cuando quisiera, de cogerle por sorpresa.
       Las tres y media… De vez en cuando, León se levantaba, se acercaba al anaquel, tomaba la botella de calvados y llenaba las copas.
       Luego, los tres aguzaron el oído al percibir el ruido de un auto.
       ¿Era ya el taxi enviado por el comisario de policía?
       El auto avanzaba lentamente. Parecía hacerlo adrede. Cuando avanzó por delante de la posada, su marcha disminuyó más aún. Era un taxi, y además del conductor llevaba un ocupante en el asiento posterior. En efecto, el grueso y antipático rostro del señor Chaput, el fabricante de cirios, se pegaba al cristal.
       El coche no se detuvo. No se alejó mucho. Por lo visto se contentó con virar en la primera encrucijada, porque unos minutos más tarde volvió a pasar en sentido opuesto e igualmente despacio, llevando al grueso individuo que percibía en su actitud de acecho. Parecía como si quisiera darse cuenta de lo que ocurría en la posada.
       —¡Sus cartas! —dijo León para recordar al Doctorcito que estaba jugando.
       Estaba tranquilo. Fingió no haberse dado cuenta del automóvil. Pero cuando éste pasó por tercera vez frunció las cejas:
       —¿Qué quiere ese elefante…? Juego cincuenta… ¿Acaso pretende pasarse la tarde dando vueltas por aquí delante? Tú juegas, Germaine. ¿Alguien iguala mis cincuenta?
       En aquel momento flotaba una extraña tensión en el aire. Aquel auto acabó por exacerbar los nervios como el moscardón que, en el mes de agosto, da vueltas alrededor de la cara sin que se sepa dónde irá a posarse. ¿Acabaría por pararse?
       Finalmente, se produjo una interrupción en el ritmo. Aquella interrupción, durante la cual no se vio el coche, coincidió con una llamada telefónica que León recibió.
       Pero esta vez, mientras respondía, su mirada se hizo más dura y sus rasgos adquirieron una expresión bastante compatible con la de un honrado posadero. Dejaba caer los monosílabos como amenazas.
       —Sí… Comprendido… Sí… Bueno… Sí…
       Y volvió a su sitio.
       —¿A quién le toca dar?
       Apenas había acabado de distribuir las cartas cuando el timbre del teléfono resonó de nuevo. León manifestó igualmente una intensa excitación, pero el Doctorcito tuvo la impresión de que esta vez era comedia.
       —¡Preguntan por el doctor Dollent! —dijo.
       —¿Está usted seguro de que me llaman a mí?
       —A condición de que usted sea el doctor Dollent.
       El Doctorcito cogió el auricular y enseguida reconoció la voz vacilante, casi tan viscosa como su persona, del fabricante de cirios.
       —Oiga… He creído obrar bien telefoneando, porque no me gusta mucho el aspecto de esa posada. Quería decirle, doctor…
       »Oiga… Creo que será mejor que no nos ocupemos del asunto. He reflexionado… He recibido ciertos informes… Por descontado que le indemnizaré. No fijamos precio a su colaboración, pero si quiere ir a verme en la ciudad, le entregaré diez mil francos por su viaje. ¡Oiga! ¿No responde? ¡Diga!
       —¡Diga! —repitió el Doctorcito. No sabía qué responder. Así, de golpe.
       —Le suplico que no lleve más lejos las cosas. He cometido un error. La policía me dice que la denuncia no ha sido mantenida o, mejor dicho, que no será tomada en consideración, visto que la denunciante dio una dirección falsa. De hecho, ya no hay denunciante. Y en ese caso es superfluo…
       Dollent permanecía imperturbable y su mirada se posó distraídamente sobre la pareja que esperaba con las cartas en la mano.
       —Me dicen que su coche ha tenido una avería. Es decir, lo he visto cerca del paso a nivel y me he informado. Así es como he sabido que está usted en la posada. Si quiere le enviaré un taxi.
       —¡Lo mejor es que venga a buscarme! —decidió el Doctorcito.
       Luego, para cortar por lo sano las explicaciones del repulsivo individuo, colgó el receptor.
       —¿Picas triunfo? ¡Voy! —dijo, sentándose en su sitio y examinando sus cartas.


IV

      Todo ocurrió con mucha naturalidad, y si alguien se hubiese encontrado en la sala, ciertamente no hubiera notado nada anormal, salvo, tal vez, que el señor Esteban Chaput, decidido a permanecer mucho tiempo en la posada, dilapidaba el dinero haciendo esperar a su taxi.
       Entró como un buen hombre que tiene sed y, después de un vago gesto dirigido a los jugadores, se sentó en el rincón opuesto.
       —¡Cerveza! —respondió a Germaine, cuando ésta le preguntó qué quería tomar.
       Se secó los labios y trató de dirigir al Doctorcito signos que querían decir:
       —Aquí estoy. Lo único que tiene que hacer es salir conmigo y subir a mi taxi.
       Pero, a propósito de aquel taxi, ocurrió un hecho sospechoso. El posadero, en cierto momento, salió, se acercó al chófer, le entregó un billete de cien francos al tiempo que le decía unas palabras, y el auto se alejó en dirección a la ciudad.
       ¡Lo más inesperado fue que el voluminoso Esteban Chaput ni siquiera protestó! Se quedó en su rincón, con los ojos abiertos de par en par y con un sudor de angustia en la frente.
       El Doctorcito, por su parte, sonreía.
       —¿Tal vez este caballero aceptaría tomar parte en el juego? —dijo amablemente—. La «belote» a cuatro es mucho más emocionante que la «belote» a tres y…
       —¡Juego tan mal…!
       ¡Y sobre todo estaba tan emocionado que unos minutos más tarde las cartas temblaban en sus manos!
       —¿Tendría inconveniente en dejar la botella encima de la mesa, patrón? El calvados es excelente. Hace años que no lo había bebido tan bueno. A su salud, señores, señora… A condición de que me vayan dando tutes de sotas.
       Las cuatro y diez… Las cuatro y media… La lluvia… El cielo que se volvía cada vez más oscuro, y la noche que no tardaría en llegar…
       Era de creer que aquella atmósfera le causaba tristeza al Doctorcito, porque le daba tantos toques a la botella de calvados que los otros empezaron a mirarle con inquietud. Su mirada se hizo más vivaz, su voz más vibrante; se agitaba como un diablo y hacía bromas, no siempre de buen gusto. Parecía tener especial empeño en meterse con Esteban Chaput. Con implacable ferocidad vertía su bilis sobre él.
       —¿Saben ustedes en qué me hace pensar nuestra pequeña reunión? —observó, después de hacer un buen trago—. En tres hampones que están desplumando a un mentecato. Porque hay que confesar que nuestro amigo es un perfecto mentecato. Estoy persuadido de que, si gana mucho dinero, todo va a parar a las manos de las niñas bonitas que se las traen y saben convencerle de que le quieren mucho porque es guapo.
       —¡Trío! —anunció lúgubremente Esteban Chaput, que tenía la impresión de haber caído en una celada.
       Pero ¿qué podía hacer? ¿No era como una especie de prisionero? Ni un coche fuera. Una carretera desierta, brillante, árboles, un desmonte de vía férrea.
       —Trío… ¡De reyes!
       En la descolorida esfera del reloj, las agujas iban avanzando. Las cuatro y media… Las cinco… Entonces, en un arranque de energía, el Doctorcito cogió la botella de calvados.
       —Las copas son ridículamente pequeñas, señora Germaine. Yo, cuando un licor me gusta, no puedo resistir.
       Y tragó tales buches que palideció y tosió desesperadamente. Luego trató aún de mantener sus cartas, pero éstas daban vueltas delante de sus ojos.
       —¿Una taza de café? —propuso León.
       —¿Café? ¿A mí café?… ¡Calvados, hombre!
       Esta vez le impidieron que cogiera la botella. Se levantó para conquistarla por la fuerza, y se cayó al suelo. Soltó una carcajada y se levantó con dificultad.
       —Quiero dormir —declaró entonces, con la boca pastosa. ¿Dónde está mi habitación? Que me lleven a mi habitación enseguida o no me quedo más en este antro.
       El dueño le cogió por los hombros y le ayudó a subir los peldaños hasta el primer piso; le acostó vestido y se quedó unos instantes escuchando su ronca respiración de borracho.

       Sin mover la cama, el Doctorcito se descalzó. Luego, con infinitas precauciones, cruzó la pieza hasta el lavabo. Había notado que la planta baja no tenía cielo raso. Encima de las aparentes vigas no había más que la delgada capa de la madera del piso. Oía bajo sus pies un murmullo de voces.
       Pero estaba borracho como jamás lo había estado. Con tipos del calibre de León, hubiera sido inútil fingir que bebía; así, pues, realmente se había tragado más de medio litro de alcohol.
       Al instante siguiente, como hacía cuando era estudiante después de sus libaciones, se metió un dedo en la boca y devolvió, sin demasiado esfuerzo, todo cuanto había ingerido.
       No por eso dejó de tener la cara sudorosa, pastosa la lengua y los ojos desorbitados.
       Se tendió en el suelo, tan largo como era, y pegó la oreja en el pavimento, justo encima de la mesa de juego.
       Oyó la voz de León que decía, refrenando su cólera:
       —¿Es que te has vuelto loco para meternos al tipo ése entre las patas? Aquí no estamos en el rápido 19, y es un poco más difícil hacer desaparecer un cadáver.
       —¿Estás seguro de que duerme? —preguntó Germaine.
       —Borracho como una cuba. Pero ve a ver, si quieres.
       Dollent tuvo tiempo de volver a acostarse y de roncar sonoramente. Sintió como la mujer se inclinaba sobre él y comprendió que era tan astuta como León, si no más, puesto que tomó la precaución de cachearle los bolsillos.
       Se preguntó si no había tenido la intención de eliminarle enseguida para acabar de una vez.
       No podía entreabrir los ojos ni moverse. Para colmo, al retirarle ella su cartera le hizo cosquillas: jamás había sufrido tanto para permanecer inmóvil.
       Finalmente, unos instantes más tarde, la mujer se alejó, cerró la puerta con llave y bajó por la escalera.
       En cuanto el Doctorcito quedó solo, se apresuró a tenderse otra vez en el suelo.


V

       Esteban Chaput era cobarde, como su físico lo denunciaba; era moralmente viscoso, como su piel; y, por encima de todo, era codicioso.
       Bastaba con oírle:
       —No tengo yo la culpa. Cuando se hubo dado el golpe y me abandonasteis…
       —No se te abandonó, imbécil. Se te enviaron diez hermosos billetes de los grandes.
       O, dicho de otro modo, billetes de mil francos, exactamente la suma que poco antes, por teléfono, el fabricante de cirios había ofrecido al Doctorcito para que abandonara el asunto.
       —Sí, me enviaron diez billetes, es verdad. Pero usted sabe muy bien que el golpe les produjo cerca de un millón.
       —¿Y qué?
       —¿Y qué? Pues que no es justo. Ni es, tampoco, lo que Marta me había prometido.
       —¿Qué es lo que mi hermana te había prometido, calabaza? —le soltó Germaine, con voz vulgar—. En primer lugar ella hizo mal metiendo en el ajo a un gordinflón como tú. Cuando venga se lo diré. A nadie se le ocurre…
       —Ella me prometió que partiríamos…
       —¿Qué partiríamos, qué?
       —El dinero del golpe.
       —¿Qué golpe?
       —El que debíais dar una vez se hubiese parado el tren. Me habló de un saco postal y de no sé qué más. Tenía necesidad de que alguien la ayudara para hacer parar el tren. Pensó en mí porque yo la veía todas las semanas. Yo soy quien, por así decirlo, casi la mantiene.
       —¡Qué bromista! ¿Qué le das tú?
       —Doscientos francos cada vez. La encontraba los miércoles en una cervecería de los bulevares.
       —Abrevia…

       Así, pues, grabó el Doctorcito en su memoria, en realidad Esteban Chaput no estaba al corriente de nada. Como muchos hombres de su especie, todas las semanas se encontraba furtivamente con Marta en una cervecería de los grandes bulevares. No debía de ser el único que se aprovechaba de sus favores.
       Pero, necesitando para su comedia del tren a una persona de aspecto honorable, la chica le escogió a él.
       Debía sospechar que la honradez del fabricante de cirios no resistiría al cebo de una gran ganancia.
       No obstante, no le confesó toda la verdad. No le habló más que del robo de unos valores postales, siendo así que…
       De haber estado allí el comisario, el Doctorcito hubiera podido explicarle el resto sin que nadie le ayudara, pero prefirió oír lo que se decía abajo, en aquella posada que, decididamente, era más alucinante que la posada española de las lecturas de su infancia.
       —… Ella me juró que yo no arriesgaba nada y que después nos partiríamos un gran botín. Ésas fueron sus palabras.
       —Pues bien, pedazo de idiota, yo te diré lo que estás arriesgando. Arriesgas tu cabeza, ¿lo oyes? Esto te enseñará a no pretender ser más astuto que «menda».
       »Se necesita ser estúpido para poner en juego a un policía privado y…
       —Yo solamente quería que buscara vuestra pista. No sabía nada. Sospechaba que por aquí había algo, pero no podía investigar yo mismo.
       —Tenías miedo, ¿eh?
       —No; quería encontrarles para reclamar mi parte. Es justo, puesto que estaba asociado.
       —¡Vaya un asociado! ¿Lo oyes, Germaine? ¡Cuando la gente que se llama honrada se pone a hacer el crápula, sobrepasa toda imaginación! ¡El señor nos quería hacer cantar! Y el señor… ¡mira esa jeta!… no atreviéndose a acudir a la policía, se va a encontrar a un matasanos que se dedica a las investigaciones particulares. ¿Has visto al doctor? ¡Bonito está él! El señor nos lo mete entre las patas como se mete a un perro en una pista. Luego, cuando la habrá encontrado, le llamará otra vez y le dirá:
       »—Hay error… Me equivoqué. Aquí tiene diez mil o veinte mil “calas” para indemnizarle… ¿No es eso? ¡Eh! Cabeza de idiota, atrévete a decir que no es eso…
       Y el cabeza de idiota respondió humilde, pero obstinadamente:
       —Yo quería mi parte…
       —Pues bien, tu parte, la vas a cobrar. Pero no la parte que te crees. Tu parte de gordinflón, sí.
       »Los sacos postales no eran más que un cuento inventado por Marta para enredarte.
       »De lo que se trataba era de “liquidar” a un tipo, un inglés forrado de oro que tenía que tomar el rápido 19 y embarcarse en Marsella para las Indias.
       »Nosotros sabíamos que llevaba un montón de esterlinas consigo.
       »Entonces alguien subió al tren con él en París…
       ¡Alguien que no era sino él mismo, hubiera jurado el Doctorcito! Porque, si al principio había sospechado la existencia de una banda numerosa y organizada, ahora estaba persuadido de que la banda se reducía a tres personas: León y las dos hermanas, Marta y Germaine.
       Dollent no podía dejar de admirar, en cierto modo, al posadero improvisado, porque sin el grano de arena, sin la paja que…
       ¡Otra cosa! ¿Había sido entregado su mensaje a la policía? ¿No lo habría echado a la cuneta el automovilista? ¿Habría creído el comisario que se trataba de una falsedad? Eran ya cerca de las seis y el taxi pedido no había llegado aún.

       —Un poco antes de Montereau, donde el tren atraviesa el Sena, se echó al Míster por la borda y se le zambulló, con un buen peso a los pies.
       El Doctorcito hubiera jurado que oía el estertor del fabricante de cirios.
       —Eso es trabajar, ¿te das cuenta? Se trataba, solamente, de apearse con los papiros antes de llegar a una gran estación. Por eso se hizo parar el tren. El hombre… Es decir, el que…
       —¿Era usted?
       —Si te lo preguntan, te aconsejo que respondas que no sabes nada. ¡Y nada más! Se te enviaron diez mil «calas», y ya está bien pagado. Con eso podrás pagarte mozas bien hechas como Marta, dos o tres veces por semana, hasta el fin de tus días.
       Era cosa de preguntarse si se vivía todavía en un mundo real. Y, no obstante, detrás de las ventanas caía la lluvia, los árboles se estremecían al soplo de la brisa; de vez en cuando pasaba un tren…
       —Yo no sabía… —gimió el señor Chaput.
       —¿Qué es lo que tú no sabías? ¿Que se iba a «liquidar» a un hombre? Empieza a dolerte la nuca, ¿verdad? Sin contar con que, para un calibre como el tuyo se tendrá que afilar mucho la cuchilla del señor Deibler
[es decir, el verdugo de París].
       »¡Y pensar que nos has metido a tu doctor entre las patas…!
       »Pues bien, ahora será preciso que nos desembaraces de él. Y ya veremos cómo te las arreglarás.
       —Dándole una cantidad importante —propuso Chaput.
       —¿Crees que todo el mundo es como tú? ¡No, guapo, no! ¡Basta de necedades de esa clase! Tú vas a subir gentilmente a su habitación… El número 3. La cifra está pintada en la puerta. Te daremos un cuchillo, o un revólver, lo que prefieras. Aquí se puede gritar; la cosa no tiene importancia. Luego te irás a cavar una fosa en algún sitio.
       —No puedo.
       —¿Eh?
       —Se lo suplico… Yo no soy un asesino. Jamás sería capaz de…
       —Pero eres capaz de sacar las castañas del fuego, ¿no? Vamos, encanto. Si no nos dieses tanto asco te prestaríamos una mano. Pero va a ser el disloque verte trabajar solo.
       —Ustedes no pueden obligarme a matar a un hombre. Permítanme que le hable cinco minutos. Estoy dispuesto a poner todo el dinero que sea necesario. No soy rico… Hace mucho tiempo que los cirios…
       —Ahora sería el momento de encender uno, ¿no te parece? ¡Vamos! Si esperas a que se despierte podría haber tropiezos. ¿Quieres una copa de calvados antes de poner manos a la obra? ¿Un vaso de ron, como en casa del señor Deibler? ¿No? ¿Entonces, qué?
       El Doctorcito sintió náuseas. El hombre lloró, suplicó… Sin duda debió arrodillarse, a juzgar por los ruidos que se oían desde el primer piso.
       —Le juro que soy incapaz. Sólo la visión de la sangre…
       —Entonces coge un martillo.
       Eran las seis menos diez. El Doctorcito había ya echado una ojeada por la ventana y, si era necesario, estaba resuelto a correr el riesgo de un salto de cinco metros sobre la terraza, aunque se rompiera una pierna.
       —¿Estás decidido?
       —Puesto que no hay más remedio…
       Dollent hubiera podido creer que acababa de tocar el fondo de la villanía y de la cobardía humanas. Sin duda, abajo, ponían un martillo o una herramienta cualquiera en la mano del adiposo Esteban Chaput, que temblaba como un azogado.
       Y, no obstante, en el momento de avanzar hacia la escalera, marcó una pausa:
       —¿Si lo hago, iremos a medias? —preguntó.

       La ventana estaba ya abierta. Dollent había calculado que dando un salto bastante largo podría caer encima de la tierra blanda. Esperó, curioso de ver la cara del fabricante de cirios cuando abriese la puerta.
       No pudo gozar de esa satisfacción. Primero oyó el sonido de un timbre. Era el de una bicicleta que bajaba el declive; un instante después, tres bicicletas tomaban el viraje a toda velocidad y se detenían frente a la posada. Los tres gendarmes se apearon; en la oscuridad brillaban los galones plateados que uno de ellos lucía en la bocamanga.
       —¡No dejen salir a nadie! —gritó Dollent, desde la ventana. Estaba furioso como nunca en su vida por haber descubierto una muestra de humanidad que le asqueaba y que durante algún tiempo le quitaría todo optimismo.
       Lamentó que la puerta no se hubiera abierto para arrojarse él mismo sobre Esteban Chaput.
       Ignoraba lo que hubiera hecho. Quizás hubiera sido capaz de vaciarle un ojo.
       Hubo carreras por la casa… Se abrían y cerraban puertas ruidosamente. Se oían llamadas. Se disparó un tiro.
       El Doctorcito se decidió a saltar, porque ya nadie se ocupaba de él. En la sala común un gendarme mantenía al fabricante de cirios bajo la amenaza de su revólver, y Chaput, más cobarde que nunca, lloraba a lágrima viva jurando que…
       Hubiera jurado todo lo que se le hubiera pedido. Al ver al Doctorcito recobró esperanzas.
       —La prueba de que soy inocente es que el señor Dollent, a quien fui a buscar para disculparme…
       —¡A la cárcel, y cuanto más tiempo mejor! —dijo Dollent, tajante.
       —Pero…
       Otro disparo, detrás, por el lado del jardín. Luego, un agente que venía con Germaine. La mujer no sólo no estaba abrumada, sino que, por el contrario, sonreía levemente.
       —¡Atiza! Ya no está usted borracho. En este caso todo ha sido culpa mía. No obstante, le hice bastantes cosquillas para…
       ¡De modo que se las había hecho adrede! Pero gracias a la sangre fría del Doctorcito…
       —Es imposible detener el otro —manifestó el último gendarme—. Se ha internado en el bosque. Hay que telefonear a la brigada. Ha disparado contra mí y me ha ido de un pelo. He sentido la ráfaga de aire cerca de mi quepis.
       El auto del comisario de policía se detuvo frente a la puerta.
       —¿Qué pasa? He encontrado por el camino el taxi que le envié y que sufrió una avería.
       —Mejor.
       —¿Por qué?
       —Porque de otro modo no hubiéramos sabido nada. Yo le hubiera contado la historia, pero sin pruebas, sin estar seguro de que tenía razón.

       Lo más extraordinario de ese caso fue que el Doctorcito echó una ojeada a la botella de Calvados. Tenía el estómago vacío. Hacía poco que había bebido, es cierto, pero por obligación. Ahora quería saborearlo.
       —¿Me permiten ustedes?
       Germaine le contemplaba con admiración, y, como que el Doctorcito también sentía casi admiración por ella, se quedó satisfecho.
       —Figúrese usted, comisario, que nos hallamos en presencia de un crimen casi perfecto. Sin este odre repleto de mala grasa, creo que se hubiera tratado de un crimen completamente perfecto. O, mejor dicho, no se hubiera tratado, porque los crímenes perfectos no se descubren nunca. Ustedes hubieran sabido que cierto lord inglés había desaparecido, pero jamás hubieran encontrado relación alguna entre la desaparición y cierto incidente que tuvo lugar en el tren, en el curso del cual una joven tiró del timbre de alarma para poner fin a las asiduidades de un viscoso personaje.
       Claro está que el comisario no entendió nada de aquel discurso. Juan Dollent, tranquilizado, hablaba para su propia satisfacción y también un poco para Germaine, que le escuchaba con interés y que era capaz de apreciar.
       —Dado lo que yo sé, dudo que puedan echarle mano al asesino del lord inglés. Pero tienen ante ustedes a otro asesino… a un asesino por miedo. A un asesino por cobardía. El señor Esteban Chaput, fabricante de cirios y sátiro de mentirijillas, cuando la ocasión se presenta.
       El gendarme había telefoneado ya a la brigada. Dentro de media hora toda la región estaría rodeada para capturar a León.
       —Ya verán cómo no darán con él. Un tipo capaz de un crimen casi perfecto… Pero han cogido al otro. Así es mejor, porque de este modo ése se la cargará más, que es lo que yo le deseo.
       »Venga, comisario.
       »Si usted quiere que cenemos juntos en el bufete de la estación de Laroche-Migenne, por ejemplo, le contaré toda la historia.
       En el momento de partir se le vio precipitarse hacia un rincón de la sala. En el suelo había un martillo de herrero. Dollent lo recogió, murmurando:
       —¿Me permiten que me lo lleve?
       —¿…?
       —¡Como recuerdo! Con esto el caballero tenía que hacerme pasar de vida a muerte mientras yo dormía; ustedes comprenderán que…
       ¡Ésa fue la primera pieza de su panoplia; el principio de su colección!




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