George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


El chantaje de la Agencia O (1941)
(“Le chantage de l’Agence O”)
Originalmente publicado en Police-Roman
(n° 156, 28 de noviembre de 1941);
Les dossiers de l’Agence «O»
(París: Gallimard, N.R.F., 1943, 672 págs.)



I

      Aquel asunto en el que resultó mezclado un hombre célebre en el mundo entero, fue uno de ésos acerca de los cuales se guarda el más absoluto silencio; y no sé si, a estas horas, se encontrarán huellas de él en los archivos del «Quai des Orfèvres».
       No obstante, todos los detalles siguientes son, puedo garantizarlo, de una rigurosa exactitud.
       Un jueves, a las cinco menos diez de la tarde. La hora era fácil de comprobar, porque hay un reloj neumático en la esquina de la calle Tronchet, detrás de la Magdalena, que se veía desde el cafetín. Un café muy simpático, el «Rendez-vous des Limousins», en el que se podía comer, había jamones y salchichones que colgaban del techo y montones de pan moreno a un extremo del mostrador.
       A las cinco menos diez, un joven de unos veinticinco años, de cara muy pálida y ojos fatigados, como si hubiese pasado muchas noches sin dormir, empujó la puerta de otro café situado en la esquina de la misma calle Tronchet.
       De pie, junto al mostrador, el joven pidió un café con leche y procuró no perder de vista la entrada del «Rendez-vous des Limousins».
       Instantes más tarde, dos hombres salieron de la estación del metro y se dirigieron como paseando al establecimiento. Cualquier cliente de la Policía Judicial, y el joven que acechaba parecía serlo, hubiera podido reconocer en los paseantes de aspecto demasiado inocente, a los inspectores Janvier y Bertrand.
       El joven, frunciendo las cejas, pidió a la cajera una ficha de teléfono, pero no se dirigió por el momento a la cabina.
       En aquel instante se detuvo un taxi en la esquina de la calle Tronchet. El hombre que se apeó de él no podía pasar inadvertido en ninguna parte. En primer lugar medía más de 1’80, y, a pesar de su barba blanca en forma de abanico, se mantenía erguido como un hombre de treinta años. Bajo sus cejas, espesas como la maleza, sus ojos delataban una intensa vida. Sobre los anchos hombros llevaba una capa gris que le llegaba a las rodillas.
       Algunos transeúntes se volvieron para mirarle. Sólo dos o tres pudieron reconocer a T…, el más célebre escultor de la época.
       Imitando a los dos inspectores de policía, entró en el «Rendez-vous des Limousins». Su mirada aguda, que examinó a los parroquianos, no registró sorpresa alguna al reconocer a los policías. Y sin dirigirles la palabra el escultor se sentó junto a la ventana y pidió una copa de vino.
       Entonces, en el café de la esquina, el joven pálido se dirigió hacia la cabina telefónica. Minutos después estaba comunicando con la Agencia O.
       Eran en aquel momento las cinco menos tres minutos. Torrence estaba sentado a la mesa ocupado en cargar la pipa. Emilio, en el despacho contiguo, no solamente veía lo que ocurría en el de su jefe, sino que también podía oír todo lo que en él se decía. Sonó el timbre del teléfono. Torrence descolgó. Emilio, por su parte, según costumbre de la Agencia O, cogió un auricular conectado con la misma línea.
       —¡Oiga!… ¿Es el señor Torrence?… Aquí, T… Estaré en París una hora. Tengo que tomar el tren de las 5 y 57 en la estación de Saint-Lazare… He reflexionado después de nuestra entrevista de hace quince días… ¿Quiere usted traerme los documentos que le confié, al bar donde le estoy esperando, que está detrás de la Magdalena?
       La cara de Torrence expresó cierta sorpresa.
       —¡Oiga!… Naturalmente, está usted en su derecho de… ¡Oiga!
       —Tengo mucha prisa, señor Torrence, ya se lo explicaré luego de palabra; me encuentro en el «Rendez-vous des Limousins» y le vuelvo a rogar que tome un taxi con los papeles que usted sabe…
       Torrence colgó el aparato gruñendo, abrió la caja de caudales y sacó de ella un gran sobre amarillo lleno de papeles. Inmediatamente se puso el sombrero y, en la esquina de la calle Montmartre, tomó un taxi.
       Emilio se quedó unos momentos pensativo. Súbitamente, tomó una decisión.
       —Oiga, señorita… ¡Agencia O! ¿Quiere usted averiguar con toda urgencia de dónde ha partido la llamada que acabamos de recibir?… Es importante, sí… ¿Tres minutos?… Gracias.
       Y, tres minutos después, en efecto, la señorita le hacía saber que la comunicación telefónica no había partido del «Rendez-vous des Limousins», sino de un bar situado en la esquina de la calle Tronchet.

       Eran las cinco y doce minutos. El escultor, junto a la ventana miraba sin cesar el reloj neumático en tanto que los dos inspectores empezaban a creer que se habían molestado en vano.
       Por fin, se detiene un taxi. Torrence se apea de él como si tuviera mucha prisa, y rápidamente entra en el bar. Reconoce enseguida al escultor y se sienta a su mesa.
       —Creí que se trataba de una broma de mal gusto —dijo alargando la mano.
       Su interlocutor finge no ver aquella mano, hunde una de las suyas en su bolsillo y saca de éste otro sobre que coloca encima del velador.
       —Cuente.
       —¿Qué es eso?
       Torrence entreabre el sobre que se le ofrece. Dos manos robustas se posan sobre sus hombros.
       —Señor Torrence, tenga la bondad de acompañarnos a la Policía Judicial.
       —¿Eh?… ¿Qué?… ¿Qué le pasa, Janvier?… ¿Y a usted, Bertrand?
       Torrence ha sido inspector durante quince años en el «Quai des Orfèvres» y fue el colaborador más querido del comisario Maigret. ¿Qué significa aquella comedia? ¿Por qué le ha ofrecido el escultor un sobre que, según comprende enseguida el director de la Agencia O, está lleno de billetes de banco? ¿Y por qué esa detención que parece una comedia?
       —Esto es una broma pesada —dijo.
       —¡No, no!, no es una broma. Tenga la bondad de seguirnos sin promover escándalo.
       Aquello es tan inesperado, tan brutal, que Torrence siente que le flaquean las piernas. Sus facciones se contraen y su mirada expresa a la vez la desesperación y el espanto.
       —¡Pero, señores…!
       ¡No es posible! Hay allí un trágico error. Que le den unos minutos para explicarse.
       —Les digo a ustedes…
       —Tenemos orden de conducirle al «Quai des Orfèvres», donde podrá decir todo lo que quiera.
       Los cuatro hombres se meten en un taxi y no se pronuncia ninguna palabra más. Llegan a la Policía Judicial. Los ojos de Torrence brillan como si fuese a llorar cuando sube la ancha escalera que le es tan familiar.
       —Espere aquí… Voy a avisar al jefe.
       Y, durante aquella espera, no le pierden de vista, como si fuera un malhechor vulgar. Pasan antiguos colegas, que sin duda están ya al corriente, porque vuelven la cabeza en expresión confusa.
       Por fin, se abre la puerta acolchada del director. El jefe está sentado a su mesa. Evita el levantar la cabeza, fingiendo que estudia unos papeles.
       El discurso del Jefe de la Policía judicial está impregnado de una falsa solemnidad.
       —No es la primera vez, señor Torrence (él le había llamarlo siempre Torrence a secas, o mi querido Torrence), no es la primera vez que le hago venir a este despacho y alguna he tenido que dirigirle reproches. Hasta la fecha, por fortuna, la cosa no era grave. Es imposible que una agencia de policía privada trabaje sin que se produzca ningún rozamiento con la policía oficial y los métodos de usted no están precisamente inspirados por la prudencia… ¡Hum!… Hoy, no ocurre lo mismo; debe usted darse cuenta de ello…
       »¿Es usted el culpable?… ¿Lo es su colaborador, a quien apenas conocemos más que por el nombre de…? ¿Ha tenido usted de repente necesidad imperiosa de dinero? Desde luego, acaba de franquear la frontera a un lado de la cual se es un hombre honrado, y al otro, se corre el riesgo de tener que rendir cuentas a la justicia.
       »En nombre de la ley, señor Torrence, tengo el triste deber de…»
       El pobre Torrence apenas resuella y sus grandes ojos reflejan una incomprensión dolorosa. Al jefe le ha interrumpido una llamada telefónica.
       —¡Diga!… ¿Quién?… Lamento no tener tiempo para escucharle… ¿Cómo dice?… ¿Ha comprobado usted el punto de partida de la llamada…? Oiga… El asunto es grave y prefiero advertirle que no nos dejaremos apartar de nuestro deber por maniobras que… ¿Cómo?… ¿La comisaria de policía de la Magdalena?… Bueno…
       El director de la Policía Judicial vuelve a descolgar.
       —Póngame con el comisario de policía de la Magdalena… ¡Oiga!… ¿Es usted, señor comisario?… El jefe de la Policía Judicial, sí… Me dicen… ¿Cómo?… ¿Que es exacto?… ¿Que la persecución del hombre ha terminado en el vestíbulo de la estación de Saint-Lazare? ¿Perdida la pista?… ¿Ninguno de sus agentes lo ha reconocido?… Le doy las gracias… Sí, espero su informe con toda urgencia… Sí, mándemelo con alguien, por favor.
       Y el jefe murmura, mirando primero al escultor T…, que no comprende nada, y luego a Torrence, que todavía comprende menos.
       —Señores, acabo de enterarme de hechos que me han dejado asombrado.
       Observa a Torrence con sorpresa.
       —¿Cómo es que a su colaborador se le ha ocurrido la idea de buscar el origen de la llamada telefónica que recibió usted a las cinco menos tres minutos?
       —Lo ignoro… A veces escucha mis comunicaciones… Es cosa convenida entre nosotros… En el recado le chocaría algo que a mí se me escapó. No lo sé.
       —Desde luego avisó inmediatamente a la comisaría de policía de la Magdalena… Dos agentes se dirigieron a un bar de la esquina de la calle de Tronchet… El hombre que acaba de telefonear, y que la cajera indicó, estaba allí todavía. Cuando comprendió lo que ocurría, puso pies en polvorosa y los agentes le persiguieron… Por desgracia es la hora de mayor afluencia en el barrio, y el hombre desapareció en el vestíbulo de la estación Saint-Lazare. Señores, creo que haríamos muy bien en poner este asunto en claro… Y usted, Torrence, póngase en mi lugar…

       El escultor T… ha salido para Normandía, donde vive en una pequeña aldea encaramada en el acantilado a unos kilómetros de Fécamp.
       El jefe de la Policía Judicial y Torrence están solos en el amplio despacho iluminado por una lámpara de pantalla verde.
       —Dígame exactamente lo que ha ocurrido, ¿quiere usted?… Es la única manera de ver claro en este asunto tan lamentable como embrollado… Pero, en primer lugar, ¿qué piensa usted de ese hombre que acaba de irse?
       —Pienso —dice Torrence— que es, sin discusión alguna, un artista genial… No entiendo nada de escultura, pero el mundo entero le proclama el escultor más grande del siglo… Por otra parte, tengo la impresión de que es un emotivo y de que, para la vida corriente, le falta sangre fría… Una mañana, hace quince días, exactamente, se presentó en nuestras oficinas a las nueve y cuarto. Me acuerdo de la hora, porque Barbet, nuestro mozo, acababa de traer el correo.
       —¿Le recibió usted a solas?
       —Sí… debo, no obstante confesarle que Emilio, mi colaborador, puede verlo y oírlo todo desde su despacho, situado detrás del mío.
       —Es curioso… —murmuró el jefe.
       —No, jefe… Puesto que me veo obligado a ello, le voy a confiar un secreto. El verdadero director de la Agencia O no soy yo, sino Emilio, que pasa ante todo el mundo por un simple empleado; sin él, no hubiéramos tenido ni la tercera parte de nuestros éxitos.
       —Prosiga.
       —El escultor T… se me dio a conocer. Estaba muy abatido… Empezó por formularme una pregunta, que estamos acostumbradas a oír, y que es casi ritual en nuestra casa:
       »—¿Guardará usted como un confesor el secreto de lo que voy a decirle?
       »Le respondí afirmativamente. Su segunda pregunta fue más embarazosa:
       »—¿Cree usted que la Policía oficial guardaría igualmente el secreto?
       El director esboza una vaga sonrisa y murmura.
       —¡Pregunta que también a nosotros nos hacen a menudo!, ¿qué respondió usted?
       —Respondí que dependía de lo que dijese.
       »—¿Y si se trata de un crimen? —me preguntó entonces.
       »Y yo repliqué:
       »—No creo que la Policía conozca la existencia de un crimen sin que el engranaje oficial entre en acción.
       »Entonces este hombre que acaba usted de ver y que es de una sencillez tan impresionante me habló de una manera que me turbó. He aquí poco más o menos en qué términos:
       »—Suponga que un hombre como yo, padre de familia, ha matado a uno de sus semejantes en condiciones tales que todos los tribunales le absolverían.
       »Suponga, no obstante, que el proceso no pudiese tener otro resultado que el de deshonrar a una joven y el de hacerle, para siempre, la vida imposible.
       »Suponga, en fin, que el crimen no fuera descubierto…
       »¿Qué haría usted, señor Torrence?

       —¿Qué respondió usted?
       —Le pedí que me dijera más, prometiendo guardar el secreto… Usted dijo antes, jefe, que la policía privada no puede seguir exactamente la misma línea de conducta que la policía oficial… Nuestro papel no es necesariamente el de defender la ley, sino el de defender a los seres humanos…
       »El señor T… me hizo entonces la relación de lo que había ocurrido la víspera en Yport».

       T…, a pesar de su gloria, vive lejos de París y del mundo. Ha hecho construir en su país natal, a un kilómetro de Yport, una casa, en el acantilado, y vive en ella con su hija, Eveline, que tiene dieciocho años de edad.
       Allí es donde trabaja. En aquel vasto taller expuesto a los vientos del mar, es donde crea sus obras, que luego llevan por el mundo entero el prestigio del arte francés.
       Su mujer murió hace diez años. Su hija es desde entonces su única familia.
       Sencillo y frugal, T… se contenta con un solo criado que está a su servicio desde hace treinta años.
       Hace varias semanas, un hombre, un extranjero, que habita en Fécamp desde hace poco, se introduce en la casa del artista y, desde entonces, hace frecuentes visitas. No es posible hacerle comprender que sus visitas no son gratas, ya que T… sospecha que es un aventurero.
       Dos o tres tardes por semana, va a pie desde Fécamp, siguiendo el sendero del borde del acantilado. Si el artista trabaja y tiene cerrada la puerta, se las arregla para que Eveline le reciba.
       Los padres suelen ser ciegos. Los artistas lo son doblemente. Hasta que la casualidad… Aquella tarde el trabajo no iba como quería el escultor… Entró súbitamente en el tocador de su hija…
       Y vio que el visitante había deshonrado la casa en que se le recibía.
       No cabía duda posible… El seductor, que se llama Evjen y que dice ser danés, acepta, por otra parte, la situación con cinismo.
       —No hay razón para ponerse así —le dice al padre—. Las mujeres son para…
       Entonces el escultor agarra un candelabro de siete brazos, de plata maciza. Es robusto, a pesar de su edad. Pega y a sus pies se desploma un cadáver.

       Aquí hay que repetir las palabras del mismo T…
       »Hubiera podido llamar a la policía. No hay en el mundo jurado que se hubiese atrevido a condenarme. Pero ¿comprende usted, señor Torrence? Ello equivalía a deshonrar a mi hija, erróneamente condenada por mí a una soledad incompatible con sus años. Durante dos horas, di vueltas por mi taller y creí que mi vida había terminado… Por fin me decidí… Evjen no es muy conocido en Fécamp. Además, se sabía que cuando venía a casa tomaba el sendero del acantilado, donde los lugares resbaladizos y los hundimientos son numerosos.
       »En la carretilla que utilizo para transportar el barro llevé el cadáver hasta uno de aquellos sitios y lo empujé… Era la pleamar.
       »Si un día encuentran el cadáver, las huellas que lleva en la cabeza pasarán como producidas por el choque contra las peñas…
       »Yo preferiría hacer una declaración oficial a la policía.
       »Tengo miedo de que exijan que la acción siga su curso… Y no quiero, por nada del mundo, que mi hija se vea en la obligación de confesar su falta ante un público reunido en una sala de la audiencia.
       »Sin embargo, mi conciencia…


       El director de la Policía Judicial escuchaba acariciando maquinalmente su perilla gris.
       —¡Ésa es la historia, jefe! Yo ya le hubiera enviado a T… Pero, aunque sé que usted es comprensivo, no ignoro que como funcionario no tiene derecho a mostrarse todo lo humano que quisiera…
       »El escultor insistió en dictarme una confesión completa y en firmarla.
       »—No se sabe nunca —dijo— lo que puede suceder. Desde este momento, existirá por lo menos un documento, que guardará usted en la caja de caudales y que refleja la verdad exacta.
       »Es ese documento —termina Torrence— que yo llevaba en el bolsillo del que se han apoderado los inspectores.
       »No comprendo aún lo que ha ocurrido.
       —Pues voy a ponerle al corriente en pocas palabras, porque este asunto no ha hecho más que empezar. ¿Quién estaba presente en la Agencia O, cuando le visitó el señor T…?
       —Yo, naturalmente… Nuestra secretaria, la señorita Berta en la que tengo tanta confianza como en mí mismo. Y, por último, Barbet.
       —¿No es éste un expresidiario?
       —Fue célebre en su tiempo como carterista, pero puedo jurarle que…
       —¿Dónde estaba Barbet?
       —En la antesala, donde no pudo haber oído nada.
       —Y, no obstante —afirmó el jefe—, ha habido alguna filtración. La prueba está en que, cuatro días después de la visita, el señor T… recibió una carta con membrete de la Agencia O, firmada Torrence… Dicha carta, bastante cínica, le daba cita en un pequeño bar de la Magdalena y le reclamaba veinte mil francos, con el pretexto de la mala situación financiera de la Agencia.
       »El escultor cedió… En el “Rendez-vous des Limousins” encontró a un joven que no conocía, el cual le reclamó los veinte mil francos y le entregó un recibo firmado con el nombre de usted…
       —Pero el señor T… no conocía mi letra.
       —Eso es lo que yo creo… y también que está al alcance de cualquiera el encargar en una imprenta papel con el membrete que desee. Lo cierto es que el señor T… cedió por primera vez al chantaje.
       »La semana pasada, recibió una nueva carta redactada aproximadamente en los mismos términos y reclamando otros veinte mil francos.
       »El escultor comprendió entonces que se había equivocado y vino a este despacho a hacerme sus confidencias. Antes que ser, para el resto de su vida, juguete de un estafador, prefirió ponerse en nuestras manos.
       ¿Comprende usted, ahora, por qué hemos montado una ratonera en el «Rendez-vous des Limousins» y por qué, en cuanto sacó usted el sobre de su bolsillo y cogió el otro sobre que se le ofrecía, mis inspectores se echaron encima y…?
       Una oleada de sangre subió a la cara de Torrence.
       —¿Y puede usted suponer que…?
       —Mi querido amigo, usted sabe como yo que, desde este despacho, se ven tantas cosas sucias que… Aún no me explico cómo a su colaborador se le ha ocurrido la idea de informarse acerca del origen de la llamada telefónica recibida por la Agencia O.
       —¡Siempre es así! —dijo Torrence con bastante sequedad.
       —Desde luego, ahora es fácil reconstituir los hechos. El chantajista, que parece ser un joven de veinticinco a treinta años, según me han dicho, dio cita a T… en el bar. No obstante, no se sentía seguro y, desde otro café, observaba las idas y venidas por los alrededores… El hecho de haber reconocido a nuestros inspectores parece demostrar que se trata de un mozo que ya ha estado aquí, quizás sea un expresidiario.
       »Ha adivinado la ratonera… Ya le será imposible, en adelante, hacerse con los veinte mil francos.
       »Pero ¿por qué, en vez de irse tranquilamente, como pudo hacerlo, se divierte telefoneándole a usted para hacerle caer en la encerrona en su lugar?
       Con la cabeza abatida, Torrence medita profundamente.
       —No cabe más que una explicación —murmura por fin—: la de que, por una razón u otra, el joven pálido quería vengarse de mí… Me permito recordarle que, a pesar de sus insinuaciones de antes, tanto como inspector de la Policía Judicial como en calidad de director de la Agencia O, he enviado mucha gente a la cárcel.
       —Observe que yo nunca he asegurado…
       —Pero no por eso deja de ser menos cierto que alguien estaba al corriente del secreto del escultor. No solamente conocía el crimen cometido en Yport y la historia del cadáver arrojado en el acantilado, sino que también sabía que había un documento encerrado en nuestra caja.
       —¿Usted no habló nunca de este asunto a…?
       —¡A nadie, jefe!… Voy más lejos… Voy más lejos. Nunca hablamos de ello Emilio y yo, de modo que nadie pudo sorprender nuestra conversación… Nadie ha abierto nuestra caja de caudales… Tenemos una serie de motivos para estar seguros de ello. De todo lo cual deduzco que alguien tuvo que sorprender la entrevista que sostuve una mañana a las nueve y cuarto con el señor T… Ahora bien, eso es rigurosamente imposible.
       —¡No!
       —Queda la señorita Berta…
       —O acaso Barbet…
       —¡No!
       —Entonces, el señor Emilio.
       —¡No!
       —Entonces, Torrence, no queda más que usted sea razonable… No niegue la evidencia… Ha habido una filtración y esa filtración hemos de descubrirla a toda costa… Ciertamente ningún periódico habla ni hablará del asunto… Pero hay más personas de las que usted cree, que estarán al corriente. No tengo más remedio que elevar un informe confidencial a mis superiores… La cuestión se ha discutido en muy altas esferas y, como el cadáver de Evjen no ha sido aún devuelto por el mar y como, por otra parte, nadie ha presentado denuncia alguna, se ha decidido hasta nueva orden guardar silencio.
       »Ese silencio sólo es admisible si toda filtración puede evitarse en lo sucesivo.
       »Usted debe saber lo que hay que hacer.
       »Es urgente, Torrence, extremadamente urgente: si no tiene éxito, una joven quedará deshonrada y la vida de un gran artista quebrantada por culpa de la Agencia O.
       »¡Adiós; amigo mío!
       Y esta vez el jefe estrechó la mano de Torrence y le ayudó a ponerse el abrigo.
       Eran las nueve de la noche.


II

      Como la mayoría de los gordos, Torrence solía ser sentimental. Y, cuando su emoción se hacía demasiado intensa, cuando ya no llegaba a poder expresarla, su actitud tendía a adquirir una solemnidad no siempre exenta de cierto ridículo.
       Aquella noche, por lo menos tenía un buen pretexto. Acababa de vivir las horas más dramáticas de su carrera y, a pesar de las palabras, al fin y al cabo alentadoras, del jefe de la Policía Judicial, el recuerdo de su detención —porque había sido en efecto detenido por dos de sus antiguos colegas— continuaba pesándole en el alma.
       Cuando llegó a la Cité Bergère y vio luz tras los cristales esmerilados del segundo piso, se detuvo un instante y esbozó una sonrisa llena de amargura. Aquella casa, conocida y respetada en el mundo entero, era, ante todo, obra de Emilio, pero también obra suya, y para todo el mundo él era el director.
       Y había faltado poco, casi nada, para que a aquella misma hora todas las rotativas de París estuvieran imprimiendo en letras mayúsculas «Los chantajes de la Agencia O. Dramática detención de su director».
       La peluquería, tan horriblemente pintada de agresivo color malva, estaba cerrada. Torrence franqueó la puerta y empezó a subir la escalera estrecha y mal iluminada. Cruzó el rellano del primer piso, que era más bien un entresuelo, continuó su camino y salvó, sin tocarlo, el octavo peldaño, que hacía sonar un timbre en el vestíbulo de la Agencia O.
       ¡Bueno! El peligro había desaparecido, al menos por el momento, y Torrence puso la mano en el pomo de la puerta penetrando en la luminosidad difusa del vestíbulo, en el que había un periódico desplegado sobre la mesa de Barbet.
       Un instante después, Torrence estaba en su despacho, que había creído no volver a ver jamás, y miró con sorpresa a los tres personajes que le esperaban en silencio.
       Fue a Emilio a quien se le había ocurrido la idea de hacer que se quedaran después de la hora, cosa que sucedía a menudo, la señorita Berta y el mozo del despacho.
       —Hijos míos —empezó el bueno de Torrence—, no quisiera por todo el oro del mundo volver a vivir los momentos atroces que… que yo…
       Y, no encontrando ya palabras, sintió la necesidad, en un impulso patético, de estrechar la mano largo rato a los tres.
       En vez de sentarse a su mesa, cuya lámpara tenía la misma pantalla verde que las de la Policía Judicial, se quedó en pie, de espaldas al fuego, en una actitud digna de una hora tan solemne.
       —Siéntense —les dijo—. Siempre he considerado nuestra Agencia como un hogar. Lo pienso ahora más que nunca. Sabía, ciertamente, que teníamos enemigos. Es imposible llevar a cabo la obra que nos propusimos sin promover terribles resentimientos. No creía, sin embargo, que se emplearían contra nosotros medios tan viles, tan pérfidos…
       Emilio, en su sitio, con las gafas de concha ante los ojos, chupaba su cigarrillo sin inmutarse lo más mínimo. La señorita Berta tenía en la mano un pañuelo convertido en bola, y Barbet se mantenía humildemente, cerca de la puerta, con la cabeza agachada, en una actitud que era casi la de un culpable.
       —Hijos míos… ¿Permite usted, Emilio, que también le llame así?… Tengo mucha más edad que usted… Hijos míos, cualquiera que sea la audacia de nuestros enemigos, hay una cosa que desgraciadamente es cierta: se ha producido una filtración en la Agencia O. Les pido me perdonen por decir eso. Ya sé que ello pone a todos en situación delicada… Hay una certidumbre matemática: los términos de una conversación que se tuvo en este despacho cierto lunes a las nueve y cuarto de la mañana han llegado a oídos de desconocidos.
       Torrence de buena gana hubiera llorado. Conocía personalmente a cada uno de sus colaboradores. Sabía que sus palabras producían, en aquel pequeño grupo el mismo efecto que cuando de pronto, en medio de una reunión mundana, se descubre un robo y cada cual tiene la sensación de que sospechan de él.
       —Me declaré responsable de todos ustedes ante el Director de la Policía Judicial. Le juré que ninguno de ustedes había cometido a sabiendas una falta profesional. Ahora que estamos entre nosotros, en familia…
       Emilio empezaba a impacientarse, porque notaba que al pobre Torrence no le salía el discurso.
       —Ahora que… En fin, ustedes me comprenden. Yo les digo… Yo les digo: hijos míos, si alguno de ustedes sin saberlo, sin quererlo, sin darse cuenta de la importancia de su acto, ha referido en la calle una conversación sorprendida aquí…
       Estaba sudando a mares y tuvo que enjugarse la frente empapada de gotas de sudor. Para fingir serenidad se puso una pipa apagada en los labios.
       —Una imprudencia no es un crimen. Yo comprenderé perfectamente y estoy seguro de que el señor Emilio comprenderá como yo… Lo que es preciso, lo que es indispensable, es que sepamos cómo se enteró de todo el individuo que ha estado a punto de arruinar nuestra reputación y de quitarnos nuestra honra… Señorita Berta… Perdone mi pregunta. Me dirijo a usted antes que a nadie, porque es la última que entró en esta casa. Usted tiene padres, amigos… Pudiera ser que un día en la conversación hubiese dejado escapar…
       Incapaz de hablar, la joven sacudió negativamente la cabeza.
       —Piense antes de responder… Se trata del escultor T…, aquel anciano vestido con una larga capa gris que se presentó aquí un lunes por la mañana.
       La señorita Berta se sentía más desgraciada cuanto que, después de cierta investigación en el Lavandou, que era el más bello recuerdo de su vida, estaba enamorada secretamente de Emilio, y era en presencia de éste que la sentaban en el banquillo.
       —Juro… Juro… —llegó, no obstante a balbucear…
       —Y usted, Barbet…
       —¡Yo comprendo la situación, vaya si la comprendo, jefe…! Y me doy cuenta de lo que han debido de decirle en el «Quai des Orfèvres»… Para ellos, sigo siendo un expresidiario… Le han debido reprochar que me tenga aquí y, naturalmente, sobre mí recaen…
       —Hijos míos, voy a darles tiempo para reflexionar. Vaya cada cual a su mesa. El señor Emilio y yo tenemos que trabajar. Dentro de un cuarto de hora, de media hora, vendrán ustedes uno tras otro a decirnos el resultado de sus meditaciones y yo les garantizo, desde ahora, que, cualesquiera que sean sus declaraciones, nosotros no… nosotros… ¡En fin!, yo me entiendo…
       ¡Ya era hora! Torrence estaba a punto de sollozar. Nunca hubiera creído que llegaría un día en que tendría que dejar pesar tales sospechas sobre su propio persona. Le parecía que, con sus manos, estaba destruyendo la bella armonía de la Agencia O, aquella armonía que había permitido a un pequeño grupo de seres abnegados el conseguir éxitos que siempre causaban la admiración de la poderosa policía oficial.
       —Déjennos, hijos míos…
       Cuando estuvo a solas con Emilio se dejó caer en su sillón y cargó maquinalmente la pipa. Tardó en hablar, en emprender la larga relación de los sucesos de la tarde. Contra lo que esperaba, Emilio no le dejó abrir la boca.
       —Me he permitido, jefe, empezar, mientras le guardaba, un trabajo que va a ocuparnos toda la noche…
       —Pero…
       —Estoy al corriente de todos los detalles por el comisario de policía de la Magdalena y por el jefe de la Policía Judicial, a quien me he permitido telefonear personalmente. Era urgente. Espero que no se enfadará conmigo. Si me hace caso, vamos a empezar por irnos los dos a comer lo mejor posible y a beber una botella de viejo Burdeos.
       »Luego volveremos aquí y continuaremos el examen de todas las carpetas de la Agencia O, que acabo de empezar.
       Barbet fue el primero que acudió a la cita que Torrence había dado a su personal.
       —Creó —dijo con embarazo— que más vale que yo me eclipse durante cierto tiempo… Si me quedo aquí, no podrá impedir que la policía sospeche que yo soy el culpable… Y les acusará de encubrirme…
       —¿Está usted seguro, Barbet, de que…?
       —¡Jefe! —exclamó Barbet indignado.
       Y prosiguió un poco más tarde:
       —Verá usted, tengo una idea. Hay probabilidades de que no sea buena y quisiera desarrollarla sin tener que rendir cuentas… Denme unos días de vacaciones… Durante ese tiempo, por otra parte, supongo que la Agencia O sólo se ocupará de ese chantaje.
       Antes de que Torrence pudiera responder, intervino Emilio:
       —Con una sola condición, Barbet. En primer lugar, telefoneará usted aquí dos veces al día, para el caso de que le necesitáramos.
       —Si usted se empeña…
       —Luego nos va usted a prometer que no irá armado.
       Barbet se sonrojó, probando así que Emilio había adivinado la verdad.
       —No solamente no irá usted armado, sino que, si su idea le conduce a un resultado positivo, nos avisará antes de actuar…
       —Es que…
       —Yo creía, Barbet, que se nos había consagrado usted en cuerpo y alma.
       —Bueno… ¡Basta!… ¡Lo prometo!
       —Jure.
       Y Barbet juró solemnemente escupiendo al suelo.
       —He reflexionado bien y estoy segura de no haber hablado del escultor a nadie —dijo un poco más tarde la señorita Berta—. Pero veo que han sacado ustedes todos los expedientes de la Agencia O, y fui yo quien los clasifiqué. Adivino lo que van a hacer y les pido que me den la prueba de confianza de dejarme que pase la noche con ustedes y…
       —Es imposible, señorita, en interés mismo de la Agencia, porque es necesario que mañana por la mañana, a las nueve, haya alguien descansado aquí… corra a su casa… Cene y acuéstese.
       Un cuarto de hora más tarde los dos hombres, Torrence y Emilio, entraban en un buen restaurante de los alrededores de las Halles y, aunque Torrence juró no tener apetito, Emilio encargó un menú tan abundante como para un banquete.
       —Déjeme a mí, jefe… Yo le conozco a usted, mejor que usted mismo.
       Ello era tan cierto que después de unos lenguados al estilo de Dieppe, regados con un Pouilly de buen año, el gordo Torrence recobró sus colores, empezó a hinchar el torso y gruñó lanzando en torno de sí miradas terribles:
       —¡Si pudiera agarrar a ese cerdo!…
       —Ya hablaremos luego de eso. Por el momento no pensemos más que en esas perdices con coles cuyo perfume percibo desde aquí…
       Por fin, a las once, Torrence con un habano entre los labios, acompañaba a Emilio por la acera de la calle Montmartre.
       —Mire usted, jefe, ese problema, como muchos problemas de álgebra, tiene dos incógnitas. La que le inquieta más a usted es la primera, que, a mi parecer, es la menos importante. Usted se pregunta, en efecto, cómo un secreto tan grave ha podido salir de la Agencia O.
       —Me parece que…
       —¡Ya lo sé! Usted es un sentimental, y la idea de que alguno de sus colaboradores…
       —Confiese que…
       —Que es fastidioso… Pero estoy seguro de que ese misterio no tardará en aclararse. Para eso es necesario aclarar primero el segundo misterio. Escúcheme un instante con atención. Supongamos que usted sea un chantajista…
       Torrence, a quien por la tarde le habían acusado de un delito de ese género, hizo una mueca y su cigarro puro no le pareció tan bueno.
       —Usted perdone, jefe… No obstante, hay que meterse en la piel del tipo ese…
       »El muy canalla descubrió uno de esos secretos que valen una fortuna, a condición de no tirar demasiado de la cuerda… Porque, si conoce la conversación que el escultor tuvo con nosotros, sabe que T… ha estado a punto de decirlo todo a la policía…
       »La primera vez, tiene éxito. T… entrega los veinte mil francos que le reclaman.
       »Bueno, jefe, pues yo juraría que un chantajista digno del nombre de maestro esperaría cierto tiempo antes de hacer una segunda petición de dinero.
       »Es necesario, como en cirugía, dejar que el paciente recobre el aliento entre dos operaciones.
       »Observe otro detalle… Nuestro chantajista está tan seguro de que su víctima irá a quejarse a la policía que se oculta cerca del lugar de la cita.
       »Y no pide la guía telefónica para buscar nuestro número. Lo sabe por anticipado… Ha previsto que si T… no se deja desplumar, él mezclará a la Agencia O en el asunto.
       Emilio se interrumpe para proponer:
       —Vamos a tomar un café en esa terraza. La noche es larga.
       Después de lo cual prosigue:
       —Yo deduzco que el hombre que dio el golpe no buscaba solamente dinero —para él, veinte mil francos parecen constituir una cantidad elevada—, sino, que también se proponía, sobre todo, realizar una venganza personal… He ahí por qué ha visto usted encima de su mesa todos los expedientes de la Agencia O.
       »Tenemos datos acerca del desconocido o de su cómplice… Veinticinco a treinta años… Vestido con cierto esmero… Su palidez llamó la atención de cuantos se le acercaron y hasta de uno de los agentes que sólo le vio de lejos.
       —¿Usted llama a eso tener datos? —ironizó Torrence, que tenía escasa confianza en el método expuesto por Emilio.
       —¡Vamos, jefe, ánimo, qué diablos! ¿Sabe usted en qué me hace pensar esa tez pálida y esos ojos fatigados descritos por el mozo del café y por la cajera? En alguien que acaba de salir de la cárcel… Acuérdese de los muchachos que hemos visto después de pasar dos o tres años en Poissy.
       Esta vez pareció despertarse el interés de Torrence.
       —No es eso todo; verá usted cómo nuestro trabajo se va volviendo más fácil a medida que se piense en él… Hasta el punto de que mucho me temo que pronto será verdaderamente infantil. ¿Se acuerda usted de la letra de los mozos que solemos enviar a la cárcel y de su ortografía? ¡Bueno! Pues ese tipo no solamente ha tenido la idea de imprimir papel de cartas con el membrete de la Agencia O, lo cual supone cierta iniciativa, sino que además ha escrito al escultor de Yport dos cartas firmadas con el nombre de usted… ¿No le parece que si dichas cartas hubiesen estado cuajadas de faltas o si su letra hubiese sido demasiado primaria T… hubiera desconfiado?
       —Se puede encargar a otra persona que escriba la carta.
       —Excepto cuando para eso tiene uno que repartir una pequeña fortuna con esa persona…
       Aun admitiendo que la carta hubiese sido escrita por un amigo, hace falta que éste sea instruido.
       Torrence acababa de hacer un gesto, en dirección al camarero.
       —No, jefe… Usted ha comido bien… Ha tomado vino a discreción. Después del café, le prohíbo toda clase de alcohol, porque el trabajo fastidioso va a empezar y no me interesa oírle roncar a partir de las dos de la madrugada… Todo lo que permito es que el camarero nos suba unas botellas de cerveza al despacho y unos emparedados por si…

       Aquella búsqueda entre los expedientes de la Agencia O resultaba melancólica. Les habían pasado por las manos asuntos de todas clases. Muchos de ellos vulgares, claro está, de los que no dejan recuerdo; pesquisas en interés de las familias, investigaciones encargadas por las compañías de seguros.
       Asegurarse de que tal suicidio es un verdadero suicidio y de que tal muerte natural no lo fue; asegurarse igualmente de que tal incendio no fue voluntario y de que tal robo de alhajas es efectivamente un robo…
       Pero por todas partes aparecían también asuntos que hicieron ruido en su época y que valieron a la Agencio O el figurar en los titulares de los periódicos. Había otros, en fin, casi siempre los más interesantes, de los que el público nunca tuvo noticia y que dormían en su tumba de tela gris.
       ¡Pero, ahora, la Agencia O tenía que defenderse a sí misma!
       Cada uno de los dos hombres tenía un enorme montón ante sí. Después de consumir el cigarro puro, Torrence había encendido la pipa y la atmósfera del despacho era tanto más irrespirable cuanto que el antiguo inspector de Maigret tenía la manía de cargar la estufa hasta la boca.
       Al final, Emilio se quedó en mangas de camisa.
       —¿Cuántos ha encontrado usted, jefe?
       —Tres… Pero le confieso que…
       —Yo tengo cuatro… Aunque no sé si todos tendrán motivos suficientes de odio contra nosotros para maquinar una jugarreta parecida… Hagamos, de todos modos, la lista.
       Cuando amaneció se encontraron ante un mamotreto así concebido:
       Jean Marchesseau, dependiente de joyería, acusado de robo por Torrence y enviado por cinco años a la cárcel central. Veintiocho años en el momento de ser condenado.
       Léon Gorissen, alias Petit Leon, asunto de inmoralidad, complicado con chantaje. Dos años.
       Germain Vatissard, 21 años, pasante de notario, aficionado a las carreras de caballos, cogido con las manos en la masa en falsificación de escrituras. Tres años.
       Philippe Dwandeau, 24 años, hijo de un harinero. Asesinato de una joven en una casa de lenocinio de Montmartre, una noche que estaba borracho perdido. Circunstancias atenuantes. Diez años.
       Hubert Escalier, 26 años, hijo de un cónsul en el Extremo Oriente. Falsificación y uso de documentos falsos. Buenos antecedentes. Un año.
       Herbet Félix, 24 años, hijo natural, procedente de la Beneficencia Pública, asesinato de una sexagenaria con un objeto contundente. Diez años.
       Jean-Pierre Defretty, mancebo de barbería. Prácticas abortivas en la persona de una joven de buena familia a la que había seducido y amenaza a los padres. Tres años.
       —Ahora, jefe, le aconsejo vivamente que se vaya a dormir unas horas. Yo voy a tenderme en ese diván y a esperar la llegada de la señorita Berta, así como la primera llamada telefónica de Barbet… A propósito de Barbet…
       —¿Qué? —interrogó Torrence, al ver que Emilio se callaba…
       —Tengo un poco de miedo, jefe…
       —¿De qué?
       —Verá usted; cuando Barbet tiene una idea… Y estoy seguro de que al dejarnos tenía una… En esos casos llega hasta el final… Será una lástima que… Pero no podemos encerrarlo hasta que hayamos descubierto la verdad… ¡Buenas noches, jefe!… Lárguese… Nunca le he visto volver tan abatido como antes, cuando regresó del «Quai des Orfèvres».
       Tuvo que echar fuera a Torrence, porque la emoción le volvía a embargar, tal vez a causa de la fatiga, y hubiera sido capaz de volver a enternecerse.
       Ya solo, Emilio cogió nuevamente la lista y con un lápiz hizo al margen largos y pacientes cálculos.
       Dada la edad de Fulano a su entrada en la cárcel… Dada la pena que tuvo que sufrir… Teniendo en cuenta por otra parte sus orígenes y sus antecedentes…
       Como todos los que pertenecían a la Agencia O, la señorita Berta tenía la costumbre de saltar el peldaño que hacía sonar el timbre y, cuando entró en el despacho, encontró a Emilio dibujando hermosos arabescos al margen de la hoja de papel.
       —¡Dios mío! —suspiró la joven—. ¡Apostaría a que no ha dormido!
       —Y creo que no dormiré en todo el día.
       —En ese caso —murmuró la señorita Berta sonriendo— no haría usted mal yendo a afeitarse. Su barba ha crecido medio centímetro desde ayer. ¿Quiere que mande subir a Adolfo?
       —No… Yo bajaré… Y de paso tomaré un café caliente con un croissant.


III

      En los primeros tiempos de la Agencia O, Torrence mismo se había sorprendido muchas veces de la rapidez con que Emilio avanzaba en las investigaciones, y éste le había explicado:
       —Mire usted, jefe, la policía oficial es una máquina enorme y, como todas las cosas enormes, se puede permitir el ser lenta. Sabe que, una vez puesta en marcha, nada la detendrá. Para usar otra comparación, la policía oficial pesca con redes… Es una traíña muy potente, que draga perpetuamente el fondo, y la mayor parte de los peces acabarán por ser cogidos un día u otro…
       »Nosotros, por el contrario, pescamos con arpón… Ello permite alcanzar al pez en los recovecos de la roca por donde no pasa la traíña. Pero nuestra pesca exige mucha rapidez.
       »Lo cierto es, jefe, que toda investigación que no realizamos en un tiempo récord es una investigación perdida para nosotros.»
       Torrence, ¡ay!, se acordó de esas palabras los días siguientes mientras se entregaba a un trabajo para el que la Agencia O no estaba organizada, un trabajo de comprobación y de búsquedas minuciosas en el que era necesario emplear largas horas para el más pequeño informe.
       Así fue como pudo suprimir cinco nombres de la lista. Uno de los malhechores había fallecido. Otro estaba en los batallones de África. Otro… En una palabra, se necesitaron tres días que parecieron interminables para que quedaran sólo dos nombres, el de Vatissard, el expasante de notario, salido de la cárcel un mes antes, y el de Jean-Pierre Defretty, el mancebo de barbería que salió de Fresnes unos días después.
       Lo que complicaba la búsqueda era que tanto el uno como el otro sufrían pena accesoria de destierro. A Vatissard se le había visto en el Hipódromo de Auteil. A Defretty en un baile de la calle de Lappe pero ambos tenían que tomar precauciones para no ser descubiertos.
       Total, que aquello constituyó, para Emilio y para Torrence, el trabajo de un inspector principiante de la Policía Judicial. La verdad es que ésta ayudaba honradamente a la Agencia O por todos los medios posibles.
       Así, al tercer día, remitió a Torrence las fotografías de los dos expresidiarios, de cara y de perfil, tomadas a la luz implacable del Gabinete de Antropometría.
       Para Emilio fue un momento emocionante, cuando mostraron aquellas fotografías mezcladas con otras, al mozo de café de la calle Tronchet. En efecto, Emilio no había llegado hasta aquellos hombres más que mediante razonamientos. ¿Pero no habría en aquel razonamiento algún fallo?
       —Éste es —declaró sin vacilar el camarero, señalando la cara flaca y atormentada de Vatissard—. Le reconozco, aunque ahora tiene peor cara…
       La cajera confirmó lo dicho por el camarero. Dos horas más tarde todos los agentes de París y sus alrededores, así como los puestos de gendarmería, tenían la filiación de Vatissard y la orden de detenerlo.
       Hasta entonces, se habían recibido regularmente, dos veces al día, como Emilio había ordenado, noticias de Barbet. Es verdad que tales noticias eran modelos de brevedad.
       —Aquí, Barbet. Nada nuevo.
       Y colgaba inmediatamente.
       Pero, el cuarto día, a las nueve de la mañana, cuando Emilio acababa de llegar al despacho, sonó el timbre del teléfono. Era el puesto de policía del distrito
XVIII.
       —¿La Agencia O?… ¿Quieren ustedes venir con toda urgencia?
       Emilio se metió en un taxi. En el puesto de policía, tuvo la dolorosa sorpresa de encontrar a Barbet, casi sin vida, tendido en una tabla.
       El pobre Barbet había recibido una cuchillada entre los omóplatos y fue un milagro que no le hubiesen tocado al corazón.
       —¿Dónde lo han encontrado?
       —En un solar de la calle del Mont-Cenis, ha debido de permanecer allí tendido parte de la noche… Por eso está tan débil. El médico afirma que la herida no es grave y el hombre se ha negado a que lo llevaran al hospital.
       Aquel día era viernes. Aún antes de interrogar a Barbet, que dormitaba a consecuencia de una inyección que le habían dado, Emilio telefoneó a Torrence, que no tardó en ir a su encuentro.
       —Debería usted ir a la calle del Mont-Cenis con el agente que descubrió a Barbet, jefe. Si Barbet ha sido atacado es que alguien tenía buenas razones para hacerlo.
       Hasta media hora más tarde, no estuvo el excarterista en condiciones de empezar una relación, por cierto bastante atropellada, de sus aventuras. Ante todo, había pedido que le llevaran en taxi a la Cité Bergère.
       —Hay cosas de las que la bofia no debe enterarse, ¿comprende?
       —¿Puedo ausentarme media hora? —preguntó la señorita Berta—. Tengo hora dada en mi peluquería, y si me pasa el turno… A no ser que ustedes me necesiten.

       —Mire usted, jefe, cuando hablaron de la estación de Saint-Lazare, se me ocurrió una idea… Solamente, que me han de jurar que no repetirán a nadie lo que voy a confiarles… El pasado es el pasado… Yo soy ahora un hombre honrado, pero eso no es una razón para traicionar a antiguos compañeros, algunos de los cuales se portaron bien conmigo.
       »En la estación de Saint Lazare, frente a la salida principal, hay un viejo ciego que vende cordones para los zapatos… De seguro que le habrán visto ustedes, aunque tal vez no se habrán fijado en él… Le llaman El Abuelo. Tiene ahora unos setenta y cinco años y fue famoso en su tiempo. “Hacía” los trenes de las afueras, y más particularmente los del Oeste… Era raro que en las horas de mayor afluencia no reuniese, en poco tiempo, cinco o seis carteras… Tenía olfato… Se equivocaba pocas veces… A primera vista conocía a la gente que regresaba a casa con los bolsillos repletos.
       »¡Pues bien!, el Abuelo no se retiró por completo de la circulación… Aunque ya no tiene piernas para trabajar, posee todavía buenos ojos tras sus antiparras azules, a pesar de su rótulo de ciego… Ahora se contenta con indicar los golpes a los compañeros, a los jóvenes que él ha formado…
       »Yo le fui a ver… Sería muy raro que ocurriese algo en la estación sin que él estuviera al corriente.
       »Le hablé del tipo que logró escapar, entre la muchedumbre, de los agentes que le perseguían.
       »—No es de los nuestros —me respondió el Abuelo…—. No obstante, su cara no me es desconocida… Déjame reflexionar, hijo mío… Creo que si me pagaras una copita…
       »Y el recuerdo vino suavemente. El Abuelo se acordó de que una vez vio al fugitivo en un hipódromo en compañía de La Ficelle.
       »La Ficelle ejerce aproximadamente el mismo oficio que el Abuelo, en Auteil, en Longchamp, en Vincennes y en Saint-Cloud.
       »—Sí; estoy seguro de que se conocen. Ése de quien tú me hablas iba vestido como un caballero y llevaba gemelos en su estuche. Pero ¿dónde vas a encontrar ahora a La Ficelle?… Últimamente, vivía con una tal Julie, se paseaba todas las noches entre la Plaza Blanche y la Plaza Clichy…
       Barbet reclama una copita de ron y, a pesar de la prohibición del médico, Emilio coge una botella de una alacena y le da un sorbo.
       —Encontré a Julie… Pero ya no está con La Ficelle.
       »Está con la quisquillosa de Clementine —me dijo.
       »—¡Ve usted qué trabajo, jefe!… Hay que saber nadar entre dos aguas para no perder el norte entre esa gente.
       »Di con Clémentine y supe que La Ficelle estaba en el Bar “Tout-Va-Bien” del bulevar Saint-Martin.
       »—¡El Pasante de Notario! —me dijo—. ¿El que se pringó y ha estado tres años en la sombra?… ¡Qué rara es la vida! Tú me hablas de él y precisamente le encontré ayer con un tipo que vive, en la calle del Mont-Cenis, un tipo que no es muy franco y que también trabaja en escrituras… Es una casucha con dos habitaciones, al lado de un solar vacío, arriba de todo de la Butte Montmartre
       »Y ya ve usted, jefe… Fui allí… me metí en el solar… vi que iban a su casa los dos hombres que habían comido en un restaurante vecino.
       —¿Por qué no nos ha avisado?
       —Quería saber más cosas ¿comprende?
       »No estaba seguro. El Abuelo podía haberse equivocado… Yo pensaba que, cuando los dos pintas estuvieran durmiendo, me colaría dentro de la casa.
       »¡No me dieron tiempo, los muy cerdos! Uno de los dos salió por una ventana que yo no veía… De pronto oí pasos rápidos detrás de mí… No tuve tiempo de volverme y me metieron la hoja entre las costillas.
       »Me desmayé. Parece que lo que atrajo a la bofia al solar esta mañana fue que yo lanzaba gemidos, como un animal enfermo, según dijeron.
       Barbet examina la fotografía que le enseña Emilio.
       —Es él… Salvo que ahora todavía está más flaco… Desgraciadamente han debido de desaparecer…
       Sonó el timbre del teléfono. Emilio no se movió. Barbet le dijo:
       —¿Se olvida usted de que la señorita Berta está en la peluquería? Haría usted bien en responder, jefe.
       —¡Oiga!… ¿Es usted, Torrence? —dijo una voz al otro extremo de la línea.
       —El señor Torrence está ausente… Aquí, Emilio, su empleado…
       —Es usted modesto, Emilio, quisiera tener muchos empleados como usted… Aquí el director de la Policía Judicial… Me acaban de señalar la presencia de Vatissard en un pequeño bar del bulevar de… Courcelles. Un agente lo ha reconocido, a Torrence le gustaría proceder por sí mismo a…
       —Iré yo. Le vigilan, ¿verdad?
       —No tema nada. No tiene ninguna posibilidad de escapársenos… Ya he dado instrucciones a los inspectores.
       Emilio coge su sombrero y se precipita hacia la calle cuando topa con la señorita Berta.
       —¡Señor Emilio!… ¡Señor Emilio!…
       —¡Imposible!
       —¡Señor Emilio!… ¡Se lo suplico!… ¡Es muy importante!…
       Demasiado tarde. Emilio ya está al pie de la escalera. Se mete en el primer taxi que encuentra.
       —¡Bulevar de Courcelles!… ¡Rápido!… No se preocupe por nada…
       Entonces la señorita Berta se acerca a Barbet, que está tendido en el diván del despacho.
       —¿Tiene usted revólver, Barbet?
       —¡Chitón!… El jefe me hizo prometer que no me armaría… La verdad es que para lo que me ha servido…
       Y entregó a la joven una gran pistola de reglamento.
       —¿A dónde va usted?… ¿Pero qué hace?
       A su vez, la joven había desaparecido.
       Decididamente, aquel viernes, la Agencia O era presa de un ataque de locura.


IV

      Cuando Emilio llegó al bulevar de Courcelles no lejos del puente del ferrocarril, tuvo una desilusión y le guardó rencor al jefe de la policía.
       En efecto, un coche oficial estaba parado frente a la taberna que le habían designado y ya se había agrupado el público. ¡De modo que no le habían esperado para proceder a la detención de Vatissard!
       Pero, cuando se acercó, su enfado se transformó en estupor. Torrence salía del pequeño bar, empujando ante sí a un joven flaco con las manos esposadas.
       —¿Usted también? —dijo sorprendido Torrence al divisar a Emilio.
       —¿Y usted, jefe, cómo es que…? Le creía en la calle del Mont-Cenis.
       —Estaba allí hace media hora. Imagínese que en la casucha de donde los pájaros habían emprendido el vuelo y que yo visitaba por si acaso, encontré un décimo viejo de la Lotería Nacional… En ese billete, constaban el nombre y dirección de un cafetín del bulevar de Courcelles. Me acordé de que era una Agencia de Apuestas Mutuas y de que nuestros tipos jugaban en las carreras. Vine aquí y encontré a estos señores que nos esperaban.
       Señaló a los inspectores de la Policía Judicial.
       —Pero hemos trabajado demasiado aprisa… Vatissard acababa de entrar en la cabina telefónica y de meter una ficha en el aparato… Ahora bien, no le hemos dado tiempo de marcar el número.
       »¿A quién quería telefonear? ¿Por qué vino aquí antes de huir? En una situación tan difícil como la suya, el móvil tenía que ser grave… ¡Soy un idiota, Emilio!… Cuando pienso que bastaba esperar unos segundos tras la puerta de la cabina…
       Los inspectores de la Policía Judicial y los directores de la Agencia O acompañaron a los dos presos, a Vatissard y al otro comparsa, hasta el «Quai des Orfèvres».
       El comparsa bromeaba de buen humor. Con toda evidencia, se creía tranquilo, porque, como él decía, se había limitado a dar asilo a un compañero de desgracia.
       ¿Sabía que Vatissard había salido de la casucha por la noche para dar una cuchillada a Barbet?
       Ambos hombres fueron registrados y se le encontró al expasante de Notario, más pálido que nunca, una cartera que contenía quince mil francos, lo que restaba, evidentemente, de los veinte mil arrancados al escultor T…
       —¿Quieren interrogarles ustedes mismos, Torrence? —propuso amablemente el director de la Policía Judicial—. En ese caso se los mandaré a Lucas, para dar estado oficial a…
       —¡Jefe! —exclamó súbitamente Emilio.
       —¿Qué?
       —Se me ocurre de repente… Cuando salí, la señorita Berta trató en vano de retenerme… Yo tenía prisa… Ella parecía muy excitada…
       —Vaya, pues, a la Cité-Bergère

       Emilio entró como un torbellino y no vio más que a Barbet, que, en su ausencia, había vaciado la botella de ron y roncaba. Le sacudió.
       —¿Dónde está la señorita Berta?
       —¿Eh?… ¿Qué?
       —¿Dónde está?… Hace poco estaba nerviosa y…
       —No se preocupe, jefe… Va armada.
       —¿Eh? ¿Pero está usted borracho, Barbet?
       —Creo que sí… Por lo que se refiere… vamos, a la señorita, me pidió el revólver y…
       —¿Le dijo a dónde iba?
       —No. Se fue tan rápidamente como usted… ¿Tendrá usted la bondad de darme un vaso de agua?
       —Pero, vive Dios, Barbet ¿no se da usted cuenta de que quizás la señorita Berta ha caído en una celada? Suya será la culpa, si…
       En aquel momento Emilio aguzó las orejas.
       —Llaman en algún sitio —dijo.
       —¿Cree usted?
       —Silencio… Escuche…
       No llamaban a la puerta y se necesitaron unos instantes para darse cuenta de que golpeaban en el suelo.
       Otra vez se quedó Barbet solo, y estaba escrito que había de esperar mucho rato su vaso de agua. Emilio había echado a correr, e hizo irrupción en el salón de peluquería de la planta baja.
       —¿Qué hay en el entresuelo? —preguntó.
       Y Adolfo, que afeitaba a un cliente, respondió tranquilamente:
       —Creo que su secretaria está ahora allí… Hace un mes monté encima del salón para caballeros, mi salón para señoras, y su secretaria es clienta nuestra.
       Una escalera de caracol conducía directamente al piso. Emilio empujó una puerta.
       —¡Ah! ¡Qué contenta estoy de que haya oído!… —murmuró la señorita Berta, que tenía en la mano una enorme pistola de reglamento… Ya no sabía qué hacer… Esperaba que oiría los golpes que daba en el tedio con el mango de la escoba… Yo, yo oía todo lo que usted estaba diciendo a Barbet.
       La joven se sonrojó y Emilio también. Ella se sonrojó de alegría porque se había dado cuenta de la emoción de Emilio, y él por su parte también, al saber que ella había podido sorprender aquella emoción.
       —¿Pero qué está usted haciendo?
       Un lado de la habitación estaba dividido en pequeños compartimientos separados entre sí por colgaduras. La señorita Berta las descorrió. En uno de los compartimientos, se vio a una joven manicura que acababa de desmayarse. En otro, el peluquero de señoras contratado por Adolfo, tartamudeó…
       —Le juro que soy inocente…
       —Pero veamos, señorita Berta, ¿quiere usted explicarme lo que…?
       La joven le señaló gravemente el techo. Antes, en el centro de éste, colgaba una gran araña. Para disponer los tocadores, hubo que quitarla y lo mismo el gancho que la sostenía, y todavía no había habido tiempo para tapar el agujero.
       —Estaba sentada en uno de esos tocadores… La señorita Olga, que usted ve, y que es manicura, me hacía las manos en tanto que Néstor me lavaba la cabeza… De repente, oí…
       La señorita Berta volvió a señalar al techo.
       —¿Comprende ahora?… Desde este local se puede oír todo cuanto se dice en el piso de arriba, es decir, en el despacho del jefe… Por lo menos a ciertas horas… Por la mañana solamente, bastante temprano. La clientela de aquí está compuesta de bailarinas y de figurantas del «Palace», cuya entrada del servicio está precisamente enfrente. Esa gente se levanta tarde. Cuando invaden la casa, los secadores eléctricos y los diversos aparatos que usted ve hacen mucho ruido.
       Emilio lanzó al peluquero una mirada de sospecha.
       —No es él, jefe. Él no llega hasta las diez. La manicura llega a las nueve, a veces antes, y es ella la que arregla el local. Cuando el señor T… vino a casa, ella estaba sola aquí. ¿Comprende? Hace una hora que la tengo a raya, puesto que usted no quiso escucharme y se fue corriendo. Yo temía que, al verse descubierta, tratara de…

       Confrontación sin resultado en el despacho del comisario Lucas.
       —Yo no he visto jamás a esta señorita —afirmó Vatissard.
       —Yo no conozco a ese individuo —juró Olga.
       Lucas tuvo la idea de hacer desfilar por el «Quai des Orfèvres» a docenas de concurrentes a las carreras de caballos. Tres de entre ellos afirmaron haber visto al joven y a la señorita juntos en el hipódromo, el domingo.
       También, el dueño de la casa en que vivía Olga reconoció a Vatissard, que iba allí a menudo los últimos tiempos y pasaba la noche con su inquilina.
       Entonces, viendo que Torrence se enjugaba la frente, el director de la Policía Judicial murmuró:
       —¿Contento?
       Y el director de la Agencia O se sonrió como si acabase de escapar a un gran peligro.
       ¡Qué poco faltó para que una agencia seria y respetada estuviese a dos dedos de su hundimiento y de su deshonor! ¡El descubrimiento casual de un expresidiario y de una manicura! ¡Un gancho arrancado de un techo!
       —¡Qué divertido!… Por la mañana, cuando no hay clientes, oigo todo lo que dicen encima de mi cabeza.
       Y Vatissard, que ha cumplido tres años de cárcel, gracias a la Agencia O, aguza el oído.
       —Cuenta…
       —Pues esta mañana, un anciano ha ido a confesarse de que…


       —Hijos míos… queridos hijos míos. Permítanme que les llame así después de las emociones de estos últimos días, las emociones que…
       El bueno de Torrence tiene ya una lágrima en los ojos antes de empezar.
       —Ustedes pudieron creer un instante que yo sospechaba de alguno de ustedes cuando en realidad, en el fondo de mi corazón…
       Emilio chupa su cigarrillo apagado. Barbet digiere el ron. La señorita Berta se estremece todavía al recordar el revólver cargado que tuvo en la mano… ¿Y si se hubiera disparado?
       —Acaban ustedes, mis queridos amigos, de dar el ejemplo más hermoso de lo que es el trabajo en equipo, y no sé quién se lleva la palma.
       —El señor Emilio —se atrevió a decir la señorita Berta.
       En efecto, gracias a su razonamiento preciso, llegó pacientemente a desenredar la madeja que… la madeja de…
       —¡Perdone! ¡Perdone!… A Barbet…
       —Sí, sí… Empleando otros medios… Medios. ¡Hum!… En fin, medios propios de él… Barbet, al mismo tiempo, obtenía, con riesgo de su vida, idénticos resultados.
       —¿Y el décimo de la lotería, jefe?
       —Sí… bueno… Pero yo llegué el último de todos, y si a la señorita Berta no se le hubiese ocurrido ir al peluquero…
       —Voy todos los primeros viernes de cada mes, y Adolfo me había participado que acababa de abrir un salón para señoras…
       —Pero usted, sin ayuda, ha tenido el valor de coger mi revólver y…
       —Era el revólver de Barbet…
       ¡Pobre Torrence! ¡Hubiera querido adjudicar a todos algún tanto! ¡Acababa de correr un peligro tan grave!
       —El tal Vatissard se disponía a telefonear aquí… Quiero decir al salón de peluquería… No quería huir sin su querida… Y yo… estoy muy emocionado, hijos míos… Hay circunstancias en la vida que nos enseñan que… Estábamos amenazados en nuestro honor y en nuestra existencia… Pero cada uno de nosotros ha hecho bastante por si solo para sacarnos de apuros y para que resplandezca la verdad, hijos míos, en mi nombre y en nombre de don Emilio, que es nuestro verdadero jefe, yo… yo…
       Todo cuanto pudo hacer fue secarse los ojos.
       Asomaba la sonrisa a todos los labios y no era solamente ironía lo que había en aquellas sonrisas.
       —No sé cuál será a partir de ahora el destino de la Agencia O, pero no puedo dejar pasar esta ocasión sin decirles… sin decirles hasta qué punto…
       —¡Hasta qué punto tenemos hambre, jefe! —concluyó Emilio—. Y yo creo, señorita y señor, que puedo permitirme, en nombre de nuestro jefe Torrence, invitarles a comer…
       Torrence se puso encarnado. No había caído en que, desde hacía varios días, las comidas de los miembros de la Agencia O eran sólo teóricas.
       —Precisamente lo que… lo que yo…
       El menú de aquella casa se conserva aún en algún sitio con las firmas de todos los miembros de la Agencia O.

Ostras de Marennes.
Medallones de foie gras.
Bogavante a la Armoricana.
Cordero de Pauillac asado.
Judías verdes.
Bomba helada Agencia O.
Quesos.
Frutas.

      En cuanto a los vinos vale más no hablar. Fue Emilio el que los escogió y despidió al camarero para escanciar él mismo más a sus anchas.
       ¿Hubo premeditación? La copa de la señorita Berta, por más que ella hiciera, estaba siempre llena y, al final de la comida, a la joven le brillaban los ojos y su busto palpitaba con una suave emoción.
       —No sé por qué —llegó a decir—, esta velada me recuerda el Lavandou…
       —¿Qué ocurrió en el Lavandou? —preguntó ingenuamente Torrence, que no tomó parte en aquellas pesquisas.
       —Nada, jefe. Una investigación de la Agencia O… Si la señorita Berta lo permite, vamos a beber una copa de champaña en recuerdo de la velada del Lavandou.
       ¡Ay!, la señorita Berta ya había bebido demasiado y se echó a llorar.
       —Eso no está bien, Emilio —balbuceó la joven—, nunca lo hubiera creído de usted…
       Los otros dos no comprendían nada, y comprendieron menos aún cuando Emilio replicó, enjugando con cuidado sus gafas de concha.
       —Pero si le digo que la voy a acompañar a su casa y que hablaré con sus padres…

       Una hora más tarde, por las calles desiertas, Torrence y Barbet, seriamente achispados iban de tasca en tasca decididos a no separarse antes del amanecer. Y Torrence, golpeando la espalda de su empleado, de cuyas heridas se olvidaba, afirmó con fuerza:
       —¿Lo ves, Barbet? Si él llega a hacer eso, la Agencia O se va a pique. ¡Perfectamente! ¡Se va a pique! En cuanto un hombre como él y una mujer como ella se casan…
       Un agente estuvo a punto de detenerles en la esquina de la Avenida de la Ópera y la calle Daunou, donde, para proseguir su conversación, se habían sentado en el bordillo de la acera.
       —¡Perdone!… Perdone, señor Torrence… No sabía que…
       ¿Lo hizo adrede el agente? En todo caso, añadió:
       —… que la Agencia O estaba esta noche siguiendo una pista.




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