George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


El sastrecillo y el sombrerero (1948)
(“Le petit tailleur et le chapelier”)
Hay otra versión:
“Blessed are the Meek” (en inglés), revista Ellery Queen’s Mystery Magazine (abril de 1949)
y “Bénis soient les humbles”(en francé), revista Mystère Magazine, París, Editions Opta (mayo de 1949).
Maigret les petits cochons sans queue
(París: Presses de la Cité, 1950, 221 págs.)



CAPÍTULO I

DONDE EL SASTRECILLO TIENE MIEDO Y SE APROXIMA A SU VECINO EL SOMBRERERO

      Kachoudas, el sastrecillo de la calle de los Prémontrés, tenía miedo, era indiscutible. Mil personas, diez mil exactamente, puesto que la villa tenía diez mil habitantes, tenían también miedo, salvo los niños de corta edad; pero la mayor parte no lo confesaban, ni se atrevían incluso a reconocerlo ante el espejo.
       Hacía ya varios minutos que Kachoudas había encendido la lámpara eléctrica que un hilo de hierro le permitía acercar y mantener justamente encima de su trabajo. No eran aún más que las cuatro de la tarde, pero como estaban en noviembre, comenzaba a oscurecer. Llovía. Llovía desde hacía quince días. A cien metros de la tienda, en el cine luminoso de luz color malva cuyo timbre se oía repiquetear, podía verse, en las «Actualidades de Francia y del extranjero», gente que circulaba en barca por las calles, granjas aisladas en medio de verdaderos torrentes que arrastraban árboles enteros.
       Todo esto contaba. Todo contaba. Si no hubieran estado en otoño, si no oscureciese a las tres y media, si la lluvia no se descolgase del cielo de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hasta el punto de que mucha gente no tenía nada seco que ponerse encima. Si, por añadidura, no hubiera habido ráfagas de viento que se introducían en las calles estrechas y daban vuelta a los paraguas como si fuesen guantes, Kachoudas no hubiera tenido miedo, ni, probablemente, hubiera sucedido nada.
       Como sastre que era, estaba sentado encima de una mesa enorme cuyas tablas había pulimentado con sus nalgas durante los treinta años en que permaneciera sentado de aquella manera durante toda la jornada. Se hallaba en el entresuelo, precisamente encima de su tienda. El techo era muy bajo. Frente a él, al otro lado de la calle, suspendido encima de la acera, había una chistera enorme de color rojo que servía de muestra al sombrerero. Por encima del sombrero, la mirada del sastre Kachoudas caía, a través de los vidrios, dentro del almacén de M. Labbé.
       El almacén estaba mal alumbrado. El polvo que cubría las bombillas eléctricas amortiguaba su luz. La luna de la vitrina no la habían limpiado desde hacía mucho tiempo. Estos detalles tenían menos importancia, pero, a su modo, desempeñaban también su papel. La sombrerería era una vieja sombrerería. La calle era una vieja calle que antaño había sido la arteria comercial; antaño, en el tiempo lejano en que los almacenes modernos, los Prisunics y otros, con sus escaparates rutilantes, no se habían instalado aún en los alrededores, a más de quinientos metros; de modo que las tiendas que subsistían en aquel trozo mal alumbrado de calle eran viejas tiendas ante las que podía uno preguntarse si entraba alguien alguna vez.
       Razón de más para tener miedo. En fin, era ya la hora. Kachoudas, en aquel momento de la jornada, empezaba a experimentar un vago malestar, que le recordaba la necesidad de aquel vaso de vino blanco que su organismo, habituado a él desde hacía tiempo, le reclamaba imperiosamente.
       Y el organismo de M. Labbé, el de enfrente, también lo necesitaba. También para él era la hora. La prueba estaba en que se veía al sombrerero dirigir algunas palabras a Alfred, su dependiente pelirrojo, y encasquetarse un pesado abrigo de cuello de terciopelo.
       El sastrecillo saltó de su mesa, se puso la chaqueta, se anudó la corbata y bajó por la escalera de caracol, gritando al paso:
       —Vuelvo dentro de un cuarto de hora…
       No era cierto. Siempre permanecía ausente media hora. Con frecuencia, una; pero desde hacía años anunciaba de ese modo su vuelta para un cuarto de hora después.
       En el momento en que se ponía el impermeable olvidado y nunca reclamado por un cliente, oyó el timbre de la puerta frontera. M. Labbé, con las manos en los bolsillos y el cuello levantado, se dirigía hacia la plaza Gambetta pegado a las paredes.
       El timbre del sastrecillo sonó a su vez. Kachoudas se lanzó a la calle, bajo la lluvia que le golpeaba, apenas a diez metros detrás de su imponente vecino. En rigor, no había nadie más que ellos en la calle, cuyos faroles de gas estaban tan espaciados y donde se pasaba de una zona oscura a otra más oscura aún.
       Kachoudas hubiera podido dar unos pasos apresurados para alcanzar al sombrerero. Se conocían. Se saludaban cuando, por casualidad, abrían las tiendas al mismo tiempo. Se hablaban en el Café de la Paix, donde iban a encontrarse juntos unos minutos más tarde.
       Sin embargo, existían entre ellos diferencias jerárquicas. Monsieur Labbé era Monsieur Labbé, y Kachoudas no era más que Kachoudas. Este último, pues, le seguía, lo que bastaba para darle seguridad, porque si en aquel momento le atacasen, no tenía más que gritar, y el sombrerero se daría cuenta.
       ¿Y si el sombrerero ponía pies en polvorosa? Kachoudas lo pensó. El pensamiento le dio frío a la espalda, y, por miedo a los rincones sombríos, a las callecitas tortuosas, propicias para una emboscada, se puso a caminar tranquilamente por el medio de la calle.
       Además, la cosa duraría sólo unos minutos, porque al final de la calle de los Prémontrés estaba la plaza con sus luces y con sus numerosos transeúntes a pesar del mal tiempo. Además, por lo general, se veía allí a un municipal de guardia.
       Los dos hombres, uno tras otro, torcieron a la izquierda. El Café de la Paix estaba en el tercer edificio, con sus dos ventanales brillantemente alumbrados, con su calor tranquilizante, con los habituales cada uno en su sitio, y con el camarero, Firmin, que les miraba jugar a las cartas.
       M. Labbé se quitó el abrigo y lo sacudió. Firmin lo cogió y lo colgó en el perchero. Kachoudas entró a su vez, pero nadie le ayudó a quitarse el impermeable. Aquello no tenía importancia. Era natural. No era más que Kachoudas.
       Los jugadores y los clientes que seguían la partida estrecharon la mano al sombrerero, que se sentó precisamente detrás del doctor. Las mismas personas recibieron a Kachoudas con un movimiento de cabeza, y algunos ni eso; el sastrecillo no encontró libre más que una silla arrimada a la estufa y en la cual los bajos del pantalón se pusieron a echar vaho.
       Fue precisamente a causa de sus pantalones, que desprendían vapor de agua, como el sastrecillo hizo su descubrimiento. Los miró durante un buen rato diciéndose que el tejido, que no era de primera calidad, iba a encoger. Miró después los pantalones de M. Labbé; los miró con ojos de sastre, para ver si la tela era mejor. Porque, naturalmente, M. Labbé no se vestía en casa de Kachoudas. Entre los contertulios de las cuatro, todos ellos notables de la villa, nadie se vestía en casa del sastrecillo. Todo lo más le confiaban los arreglos o los trajes gastados, para que los volviese.
       Había serrín por el suelo. Los pies mojados habían dejado en él extraños dibujos, con manchitas de barro aquí y allá. Monsieur Labbé llevaba zapatos finos. Sus pantalones eran de un color gris casi negro.
       Ahora bien, precisamente en la parte trasera de la pierna izquierda había un puntito blanco. Si Kachoudas no hubiera sido sastre, probablemente no se hubiera fijado en él. Debió de pensar que se trataba de un hilo. Porque los sastres tienen la costumbre de quitar los hilos. Y, si no hubiera sido tan humilde, no se le hubiera ocurrido la idea de inclinarse.
       El sombrerero le miró, un poco sorprendido. Kachoudas agarró la cosita blanca pegada al pantalón. No era un hilo, sino un trocito de papel.
       —Perdóneme —murmuró Kachoudas.
       Pedía perdón siempre. Los Kachoudas siempre habían pedido perdón. Hacía siglos que, llevados como paquetes desde Armenia a Esmirna o a Siria, habían adquirido aquella prudente costumbre.
       Lo que ahora conviene subrayar es que, mientras se levantaba con el trocito de papel entre el pulgar y el índice, no pensaba en nada. O, más exactamente, pensaba: «No es un hilo…».
       Veía las piernas y los zapatos de los jugadores, los pies de fundición de las mesas de mármol, el mandil blanco de Firmin. En vez de tirar al suelo el trozo de papel, se lo ofreció al sombrerero, repitiendo:
       —Perdóneme…
       Porque el sombrerero hubiera podido preguntarse lo que había ido a buscar en la pierna de su pantalón.
       Entonces, en el preciso momento en que M. Labbé lo cogía a su vez —el papel apenas era mayor que un confeti—, Kachoudas sintió que todo su ser se paralizaba y que una sacudida demasiado desagradable atravesaba su nuca de parte a parte.
       Lo más terrible era que el sombrerero le miraba, y que él miraba al sombrerero. Permanecieron de este modo un buen rato, mirándose. Nadie se fijaba en ellos. Los jugadores y los demás seguían el juego. M. Labbé era un hombre que, habiendo sido grueso, había adelgazado. Era aún bastante voluminoso, pero se le notaba fofo. Sus rasgos muelles no se movían mucho, y, en aquella circunstancia capital, tampoco se movieron.
       Cogió el trozo de papel y, después de triturarlo entre sus dedos, hizo con él una bolita apenas mayor que la cabeza de un alfiler.
       —Gracias, Kachoudas.
       Acerca de esto podría discutirse hasta el infinito, y el sastrecillo debería pensarlo días y noches; ¿era natural la voz del sombrerero? ¿Era irónica, sarcástica, amenazadora?
       El sastre temblaba, y a poco derribó su vaso, que había cogido para disimular.
       No había que seguir mirando a M. Labbé. Era demasiado peligroso. Cuestión de vida o muerte. ¡Y de qué modo podía ser cuestión de vida para Kachoudas!
       Permaneció en su silla, aparentemente inmóvil, y, sin embargo, tenía la impresión de estar dando bandazos; había momentos en que se veía obligado a contenerse con todas sus fuerzas para no salir corriendo.
       ¿Qué hubiera sucedido si se levantase gritando: «¡Es él!»?
       Tenía calor y frío. El calor de la estufa le quemaba la piel, y sin embargo, hubiera podido castañetear los dientes. Se acordaba a cada paso de la calle de los Prémontrés, y de él mismo, Kachoudas, que, como tenía miedo, seguía al sombrerero tan de cerca como le era posible. Le había sucedido varias veces. Le había sucedido un cuarto de hora antes. En la calle oscura no había nadie más que ellos.
       ¡Y sin embargo era ÉL! El sastrecillo hubiera querido mirarle de reojo, pero no se atrevía. ¿No podía una sola mirada ser su condenación?
       Hacía falta, sobre todo, no pasarse la mano por el cuello, que era lo que tenía ganas de hacer, hasta la angustia, como cuando uno se resiste al deseo de rascarse.
       —Otro blanco, Firmin…
       Un error más. Los demás días dejaba pasar alrededor de media hora antes de pedir el segundo vaso. ¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer?
       El Café de la Paix estaba rodeado de espejos en los que se veía ascender la humareda de las pipas y de los cigarrillos. Sólo M. Labbé fumaba puros, y Kachoudas, a veces, aspiraba sus bocanadas. Al fondo, a la derecha, cerca de los lavabos, había una cabina telefónica. ¿No podía, como si fuera al lavabo, entrar en ella?
       —¡Oiga!… ¿La policía?… Aquí es…
       ¿Y si M. Labbé entraba detrás de él? No se oiría nada. Aquello acontecía siempre sin ruido. Ni una sola de las víctimas, ni una sola entre seis, había gritado. Eran mujeres viejas, de acuerdo. El asesino sólo se había cebado en mujeres viejas. Por eso los hombres se hacían los farrucos y se arriesgaban de buena gana por las calles. Pero, ¿qué le impedía hacer una excepción?
       —¡Él está aquí…! Vengan corriendo a prenderle…
       Con lo cual se ganaría veinte mil francos, suma a que ascendía la prima que tantas personas intentaban ganar, hasta el punto de que la policía no sabía ya a quién atender, abrumada como estaba por las acusaciones más fantásticas.
       Con veinte mil francos Kachoudas podría…
       Pero, ante todo, ¿quién le creería? Afirmaría:
       —¡Es el sombrerero! Le replicarían:
       —Pruébelo.
       —He visto dos letras…
       —¿Qué letras?
       —Una n y una t. Incluso no estaba seguro de la t.
       —Explíquese, Kachoudas…
       Le hablarían severamente; siempre se habla severamente a todos los Kachoudas de la tierra…
       —… en la costura del pantalón… Hizo con ellas una bolita…
       ¿Dónde estaría ahora la bolita del tamaño de una cabeza de alfiler? ¡Vaya a buscarla! ¿La habría dejado caer y aplastado luego en el serrín con su tacón? ¿Se la habría tragado?
       Además, ¿qué probaba la bolita? ¿Que el sombrerero había cortado dos letras de la hoja de un periódico? Ni siquiera esto. Aquel trozo de papel podía habérsele pegado en cualquier parte, sin saberlo. ¿Y si le gustaba cortar letras del periódico?
       Era bastante para preocupar a un hombre de más importancia que el sastrecillo, a cualquiera de los que allí estaban, personas bien, sin embargo, grandes comerciantes, un médico, un agente de seguros, un negociante de vinos; gente toda lo bastante próspera como para poder perder buena parte de la tarde jugando unas partidas, y ofrecerse varios aperitivos cotidianos.
       Nadie sabía nada. Nadie, salvo Kachoudas.
       Y el hombre sabía que Kachoudas…
       Sudaba; sudaba como si hubiera bebido varios grogs y tragado demasiada aspirina. ¿Habría notado el sombrerero su turbación? ¿Acaso el sastre había dado a entender con la expresión de su rostro que conocía la naturaleza del papelito?
       ¡Trate usted de pensar en cosas importantes sin que se note, mientras que el otro fuma su puro a menos de dos metros de distancia, y mientras usted finge mirar a los jugadores de belotte!
       —Un blanco, Firmin…
       Sin quererlo. Había hablado sin querer, porque tenía la garganta seca. Tres blancos eran demasiados. Ante todo, porque no solía tomarlos nunca, salvo al nacer sus hijos. Tenía ocho hijos. Esperaba el noveno. Apenas nacía uno, cuando ya esperaba el siguiente. No era por su culpa. La gente le miraba, cada vez, con aire de reproche.
       ¿Se puede acaso matar a un hombre que tiene ocho hijos y que espera el noveno, y que inmediatamente después esperará el décimo?
       Alguien —el de los seguros— que daba las cartas, decía en aquel momento:
       —Es raro… Hace tres días que no ha matado a ninguna mujer… Debe de empezar a tener miedo…
       ¡Oír aquello, saber lo que Kachoudas sabía, y conseguir no mirar al sombrerero! ¡También tenía mala suerte! Miró adrede hacia delante, a costa de un esfuerzo doloroso, y he aquí que ante él, en el espejo, era el rostro de M. Labbé lo que sus ojos encontraban.
       M. Labbé le miraba fijamente. Con tranquilidad, pero fijamente; a él, a Kachoudas, y al sastrecillo le parecía que una tenue sonrisa flotaba en los labios del sombrerero. Se preguntaba incluso si M. Labbé no iría a hacerle un guiño, un guiño cómplice, entiéndase bien, como diciéndole: «Es divertido, ¿eh?».
       Kachoudas oyó que su propia voz articulaba:
       —Camarero…
       No debía hacerlo. Tres vasos eran bastante, más que suficiente. Sobre todo porque él no aguantaba la bebida.
       —Dígame, señor…
       —Nada… Gracias…
       Después de todo, había una explicación posible bailando en el espíritu del sastrecillo, un poco vaga aún, pero consistente. Supongamos que en lugar de un hombre son dos: por una parte, el asesino de viejas, del que no se sabía nada en absoluto, salvo que, en tres semanas, había hecho ya su sexta víctima; de otra, alguien que quería divertirse, confundir a sus conciudadanos, un maniático quizá, que escribía al Courrier de la Loire las famosas cartas formadas de letras cortadas en los periódicos.
       ¿Por qué no? Estaba claro. Hay personas a quienes estas cosas hacen perder la cabeza.
       Pero en ese caso, existiendo dos hombres en lugar de uno, ¿por qué el segundo, el de las letras cortadas, podía prever lo que haría el primero?
       Porque por lo menos habían sido anunciados tres asesinatos, siempre de la misma manera. Se enviaban las cartas por correo al Courrier de la Loire y, la mayor parte de las veces, las palabras impresas habían sido cortadas del mismo periódico y pegadas cuidadosamente unas al lado de las otras.
       «Se ha llamado inútilmente a la brigada móvil. Mañana, la tercera vieja».
       Algunas de aquellas cartas eran más largas. Debía de hacer falta tiempo para encontrar en el periódico todas las palabras necesarias y reunirlas como un puzzle.
       «El comisario Micou, por haber llegado de París, se cree muy listo, mientras no pasa de ser un monaguillo. Hace mal bebiendo tanto borgoña, que le enrojece la nariz…».
       Por cierto que, ¿no venía de cuando en cuando el comisario Micou, enviado por la Sûreté Nationale para dirigir la investigación, a tomarse un vaso al Café de la Paix? El sastrecillo lo había visto allí. Se le podían hacer preguntas con toda familiaridad a aquel policía que, en efecto, sentía demasiada inclinación por el borgoña.
       —¿Alguna novedad, señor comisario?
       —Le echaremos el guante, no pasen miedo. Estos maniáticos acaban siempre por cometer un error. Están demasiado satisfechos de sí mismos. Necesitan hablar de sus hazañas.
       Y al decir el policía estas palabras, el sombrerero estaba presente. «Algunos imbéciles, que no saben nada de nada, pretenden que es por cobardía por lo que no asesino más que a mujeres viejas. ¿Y si las viejas me dan horror? ¿Estoy en mi derecho? Que insistan en decir eso, y entonces, para darles gusto, mataré a un hombre. Incluso a un hombre alto. Incluso a un hombre fuerte. Me da lo mismo. Verán entonces perfectamente…». ¡Y Kachoudas, que era pequeñito, enclenque, no más fuerte que un muchacho de quince años…!
       —Vea usted, señor comisario…
       El sastre se sobresaltó. El comisario Micou acababa de entrar en compañía de Pijolet, el dentista. Era gordo y alegre. Daba la vuelta a la silla y se sentaba a horcajadas frente a los jugadores, a los que decía, condescendiente:
       —No se molesten…
       —La cosa marcha, la cosa marcha.
       —¿Tiene usted una pista?
       En el espejo, Kachoudas veía a M. Labbé que seguía mirándole, y entonces fue otra cosa la que le dio miedo. ¿Y si M. Labbé fuese inocente, inocente de todo, tanto de las viejas como de las cartas? ¿Y si el pedazo de papel se le había pegado por casualidad a la costura de su pantalón, Dios sabe dónde, de la misma manera que se coge una pulga?
       Era necesario ponerse en su lugar. Kachoudas se inclinaba y recogía algo. M. Labbé no sabía en modo alguno dónde se le había pegado el trozo de papel. ¿Quién podía demostrar que no intentaba hacerlo desaparecer, el que, turbado, lo tendía a su interlocutor?
       Sí, ¿quién impedía al sombrerero sospechar de su vecino Kachoudas?
       —¡Un blanco…!
       ¡Cada vez peor! Había bebido demasiado, pero necesitaba más. Le parecía que en el café había más humo que de costumbre, que las caras estaban más borrosas; a veces la mesa de los jugadores se le aparecía extrañamente lejana.
       Por ejemplo, esto… Si él sospechaba de M. Labbé y M. Labbé sospechaba de él, ¿por qué no iba el sombrerero a pensar también en la prima de veinte mil francos?
       Se decía que era rico, y que, precisamente porque no necesitaba dinero, dejaba que su comercio se arruinase. Porque hubiera sido necesario limpiar los escaparates, modernizarlos, aumentar la iluminación y renovar todas las existencias. No se podía esperar que la gente fuese a comprar los sombreros a la moda de hacía veinte años, que atestaban sus estantes y en los que el polvo se amontonaba.
       Si era avaro, los veinte mil francos probablemente le tentarían.
       Que acuse a Kachoudas… ¡Bueno! Al principio todo el mundo le daría la razón. Porque Kachoudas era, precisamente, una de esas personas de las que todo el mundo desconfía de buena gana. Porque no era de la villa, ni, incluso, del país. Porque tenía una extraña cabeza siempre torcida. Porque vivía en medio de una chiquillería siempre creciente, y porque su mujer apenas hablaba el francés…
       Pero, ¿y después? ¿Por qué iba el sastrecillo a matar a las viejas en la calle, sin tomarse el trabajo de robarles las alhajas o, por lo menos, el bolso?
       Kachoudas se decía esto, e inmediatamente después se objetaba: «¿Y por qué M. Labbé, a los sesenta y tantos años, después de una vida de ciudadano modelo, iba a experimentar de repente la necesidad de estrangular a las personas en las calles oscuras?».
       Era horriblemente complicado. Incluso el ambiente familiar del Café de la Paix ya no tranquilizaba, ni tampoco la presencia del comisario Micou.
       Si se dijese a Micou que era Kachoudas, Micou lo creería.
       Si se le dijese en cambio que era M. Labbé…
       Había que reflexionar con seriedad. Era cuestión de vida o muerte. ¿No había anunciado el asesino por medio del periódico que también podía matar a un hombre?
       ¡Queda luego aquella endemoniada calle de los Prémontrés, apenas iluminada, que había que recorrer! ¡Y él vivía precisamente enfrente de la sombrerería, desde donde M. Labbé podía espiar sus menores movimientos!
       Por último, había que tener en cuenta la cuestión de los veinte mil francos. ¡Veinte mil! Más de lo que él, con su mesa, ganaba en seis meses…
       —Diga, pues, Kachoudas…
       Tuvo la impresión de aterrizar, procedente de un mundo lejano, entre personas cuya presencia había olvidado hacía minutos.
       Como no había reconocido la voz, volvió instintivamente la cabeza hacia el sombrerero, que le observaba masticando su cigarro. Pero no era él quien le había llamado. Era el comisario.
       —¿Es cierto que usted trabaja rápido y barato?
       En un abrir y cerrar de ojos entrevió una ocasión inesperada, y estuvo a punto de volverse una vez más hacia M. Labbé, para comprobar que éste no leía la alegría en su rostro.
       Ir directamente a la policía no se hubiera atrevido a hacerlo. Escribir, lo hubiera dudado, porque las cartas quedan y pueden traer complicaciones. Pero de pronto, como por milagro, el gran jefe, el representante del orden y de la ley, le ofrecía en cierto modo la ocasión de ir a su casa.
       —Para los lutos, entrego un traje en veinticuatro horas —dijo Kachoudas, bajando modestamente los ojos.
       —Entonces, pongamos que es a causa del luto por esas seis viejas, y hágame uno en seguida. Casi no he traído conmigo ropa de París, y esta endemoniada lluvia me ha puesto mis dos trajes como trapos. ¿Tiene usted paño de lana pura?
       —Tendrá usted el mejor paño de Elbeuf.
       ¡Dios mío! ¡Cómo corría el pensamiento del sastrecillo! ¿Era quizá efecto de los cuatro vasos de blanco? Pues a pesar de todo, con la voz más segura que nunca, pediría el quinto. Iba a sucederle algo maravilloso. En lugar de volver a su casa —¿no estaría muerto de miedo pensando en M. Labbé al pasar ante los rincones oscuros de la calle de los Prémontrés?— se haría acompañar por el comisario, para tomarle las medidas. Una vez en casa, con la puerta cerrada…
       ¡Era magnífico, inesperado! Ganaría la prima. ¡Veinte mil francos! ¡Y sin correr ningún riesgo!
       —¿Tiene usted cinco minutos para acompañarme a mi casa, que está aquí al lado…?
       Su voz temblaba un poco. Hay casos de suerte con los que se cuenta sin atreverse a contar demasiado, cuando se es un Kachoudas, y se está secularmente acostumbrado a las patadas en el trasero y a las jugarretas del destino.
       —… Le tomaría medidas, y le prometo que mañana por la tarde, a esta misma hora…
       ¡Qué bien, librarse de aquella manera! Todas las dificultades se allanan, todo se resuelve como en un cuento de hadas.
       Personas que juegan a las cartas… La benévola cabeza de Firmin —en aquellos momentos todas las cabezas se hacían igualmente benévolas—, que sigue la partida… El sombrerero, a quien uno se esfuerza en no mirar…
       Va a venir el comisario… Se sale en su compañía… Se empuja la puerta de la tienda… Nadie puede oír: «Escuche, señor comisario, el asesino es…».
       ¡Cataplún! Bastó una frasecita para echarlo todo por tierra.
       —Hasta dentro de una hora no podré ir…
       También el comisario tiene ganas de jugar a la belotte, y sabe que alguien va a dejarle el sitio en cuanto la partida en curso termine.
       —Iré a verle mañana por la mañana… Supongo que estará en casa, ¿verdad…? Además, con este tiempo…
       Nada más. Los hermosos proyectos desbaratados. Sin embargo, ¡hubiera sido tan fácil…! Quizá Kachoudas, a la mañana siguiente, estuviese muerto. Y ni su mujer ni sus hijos cobrarían un céntimo de los veinte mil francos a que él tenía derecho.
       Porque a cada momento que pasa está más convencido de que tiene derecho a ellos. Tiene conciencia de ello, y se rebela.
       —Si viniese usted esta tarde, yo podía aprovecharlo para…
       Aquello no daba resultado. El sombrerero debía de reírse de él. La partida termina en aquel preciso momento, y el de Seguros deja al comisarlo Micou su sitio ante el tapete. Los comisarios no deberían tener derecho a jugar a las cartas. Debían comprender a medias palabras. ¿Acaso no podía rogarle Kachoudas que fuese a tomar medidas?
       Y ahora, ¿cómo marchar? Generalmente no permanecía más que una hora, a veces un poco más, pero no demasiado, en el Café de la Paix. Es su única distracción, su locura. Después regresa. La chiquillería está completa —los hijos han vuelto de la escuela— y hacen un ruido infernal. La casa huele a cocina. Dolphine —lleva un nombre ridículamente francés, aunque apenas habla esta lengua—, Dolphine chilla tras los críos con voz aguda. Él, en el entresuelo, sentado a su mesa, acerca la lámpara a su trabajo, cose horas y horas…
       Huele mal. Lo sabe perfectamente. Huele a la vez a ajo, del que en la casa se hace un gran consumo, y a la grasa de las telas en que trabaja. En el Café de la Paix hay personas que apartan su silla cuando él se sienta a la mesa de los contertulios. ¿Será ésta una razón por la que el comisario no venga en seguida? ¡Si al menos marchase alguien en aquella dirección! Pero todos los que están allí viven hacia la calle del Palais. Todos tuercen a la izquierda, mientras que él debe torcer a la derecha.
       Cuestión de vida o muerte…
       —Lo mismo, Firmin…
       Otro vaso de blanco. ¡Tiene tal miedo de que el sombrero salga pisándole los talones! Una vez pedido el vino, piensa que, si M. Labbé sale el primero, será quizá para tenderle una emboscada en uno de los rincones sombríos de la calle de los Prémontrés.
       Salir delante es peligroso. Salir después, es más peligroso todavía. Y, sin embargo, no puede quedarse allí toda la vida.
       —Firmin…
       Duda. Sabe que hace mal, que va a emborracharse, pero no es capaz de hacer otra cosa.
       —Lo mismo…
       ¿Será posible que sea él a quien miren como a un sospechoso?


CAPÍTULO II

DONDE EL SASTRECILLO PRESENCIA EL FIN DE UNA DAMA

      —¿Cómo está Mathilde?
       Alguien ha pronunciado aquella frasecita. Pero, ¿quién? En aquel momento Kachoudas tenía ya la cabeza pesada, y quizá incluso había pedido su séptimo vaso de vino blanco. Hasta el punto de que se le ha preguntado si festejaba un nuevo nacimiento. Probablemente es Germain, el tendero, quien ha hablado. La cosa, por lo demás, carece de importancia. Todos tienen aproximadamente la misma edad, entre sesenta y sesenta y cinco años. La mayor parte de ellos han ido juntos, primero a la escuela, al colegio después. Han jugado juntos a las bolas. Se tutean. Cada uno de ellos ha asistido a la boda de los demás. Indudablemente, cualquiera de ellos, entre los quince y los diecisiete años, ha sido novio de la que después se casó con su amigo.
       Hay, además, el grupo de los que están entre cuarenta y cincuenta años, preparados para el relevo, cuando los viejos ya no estén, y que ahora juegan a las cartas en el rincón izquierdo del Café de la Paix. Son un poco más alborotadores, pero llegan más tarde, hacia las cinco, porque no han recorrido aún todavía toda su vida profesional.
       —¿Cómo está Mathilde?
       Es una frasecita que el sastre ha oído casi todos los días. Una pregunta hecha de labios afuera, como si se hubiera dicho: «¿Llueve todavía?».
       Porque hace siglos que Mathilde, la mujer del sombrerero, se ha convertido en una especie de mito. Ha debido de ser una muchacha como las demás. Quizá alguno de los jugadores la haya cortejado y abrazado por los rincones. Después, ella se ha casado, y sin duda cada domingo ha ido a la misa de diez, vestida de punta en blanco.
       Desde hace quince años vive en un entresuelo semejante al de Kachoudas, precisamente enfrente de éste, y del que raras veces se levantan las cortinas. El mismo Kachoudas no la ve, y apenas adivina la mancha lechosa de su rostro los días de limpieza.
       —Mathilde está bien…
       Dicho de otra manera, no está peor, pero sigue paralítica; cada mañana la colocan en su sillón, cada noche en su cama, pero no ha muerto todavía.
       Se ha hablado de Mathilde y de otras cosas. Poco del asesino, puesto que, en el Café de la Paix, se afecta no interesarse si no de pasada por esa clase de temas.
       Kachoudas no se atreve a salir, por miedo de que el sombrerero saliese tras él, y le siguiese. Entonces, bebe. Ha hecho mal, pero es más fuerte que él. Dos o tres veces ha advertido perfectamente que M. Labbé miraba la hora en el reloj descolorido colgado entre dos espejos, y no se ha preguntado para qué. Sólo de aquel modo ha podido enterarse de que eran exactamente las cinco y diecisiete cuando el sombrerero se levantó y golpeó la mesa de mármol con una moneda para llamar la atención de Firmin, según su costumbre.
       —¿Cuánto?
       Si a la llegada se estrechan las manos, basta a la salida con un adiós a todos. Unos dicen «Adiós a todos», otros «Hasta la noche», porque hay entre ellos quienes vuelven a encontrarse después de la cena para jugar otra partida.
       «Me va a esperar en un rincón de la calle de los Prémontrés y saltarme encima cuando pase…».
       Puesto que puede hacerlo, pagará su consumición al mismo tiempo, saldrá pisando los talones del sombrerero y no le perderá de vista. Es el más bajo y el más delgado de los dos. Hay probabilidades de que corra más de prisa. Es preferible seguir al otro a poca distancia, listo para escapar al menor movimiento…

* * *

      Salieron con pocos segundos de intervalo. Cosa rara, los jugadores no se volvieron hacia el sombrerero, aunque sí hacia el sastrecillo, que no les parecía estar en sus cabales. ¿Quién sabe si alguno de ellos murmuraría: «¿Será él?»?
       Ventaba de lo lindo. En las esquinas de las calles el viento pegaba como una bofetada, y había que doblarse en dos o recibirlo de costado. Llovía. El sastrecillo tenía ya la cara descompuesta y tiritaba bajo su fino impermeable.
       No importaba. Pisaba los pasos del otro. Había que seguirle de cerca. Era la única tabla de salvación. Trescientos metros más, doscientos, cien, y estaría en su casa, podría encerrarse, atrancarse, mientras esperaba la visita del comisario al día siguiente por la mañana.
       Contaba los segundos y, de pronto, el sombrerero pasó frente a un almacén, donde se entreveía oscuramente al dependiente pelirrojo detrás del mostrador. También Kachoudas dejó atrás la sastrería, casi sin darse cuenta, porque una fuerza interior le obligaba a continuar.
       Del mismo modo que un momento antes no había nadie más que ellos en la calle, tampoco había nadie más que ellos en las callejuelas del barrio, cada vez más desierto donde se metían. Cada uno oía claramente los pasos del otro y los ecos de sus propios pasos. El sombrerero sabía, pues, que le seguían.
       Kachoudas iba muerto de miedo. ¿Hubiera podido pararse, dar media vuelta y entrar en su casa? Sin duda. Quizá. Sólo que no lo pensaba. Por extraño que parezca, tenía demasiado miedo para hacerlo.
       Seguía. Caminaba veinte metros detrás de su compañero. Y a veces hablaba solo, en medio de la lluvia y el viento: «Si es él…».
       ¿Dudaba aún? ¿Se arriesgaba a aquella persecución para tener el convencimiento? De cuando en cuando, con pocos segundos de intervalo, pasaban ante una tienda iluminada. Después, uno tras otro, se hundían de nuevo en la oscuridad, sin otra referencia que el ruido de sus pasos. «Si se para, me paro…».
       El sombrerero se paró, y él se paró. El sombrerero volvió a andar, y el sastrecillo se puso en marcha con un suspiro de alivio.
       De creer al periódico, las rondas recorrían la villa, rondas en cantidad. Para calmar a la población, la policía había organizado un sistema de vigilancia cuya infalibilidad aseguraban. En efecto, se cruzaron —siempre uno tras otro— con tres hombres de uniforme que marcaban pesadamente el paso: Kachoudas oyó:
       —Buenas tardes, señor Labbé.
       A él le lanzaron al rostro la luz de una linterna, y no le dijeron nada.
       Ni una vieja en las calles. Había que preguntarse a dónde iba a buscarlas el asesino para matarlas. Debían de encerrarse en sus casas, y no salir más que en pleno día, acompañadas cuando fuera posible. Pasaron ante la iglesia de Saint-Jean, cuyo pórtico estaba débilmente iluminado. Pero las viejas no debían de ir a la Bendición desde hacía tres semanas.
       Las calles se hacían cada vez más estrechas. Se encontraban terrenos baldíos y empalizadas entre algunas casas.
       «Me atrae fuera de la villa para matarme».
       Kachoudas no era valiente. Tenía cada vez más miedo. Estaba dispuesto a pedir socorro al menor movimiento del sombrerero. Si continuaba, no lo hacía del todo voluntariamente.
       Una calle tranquila con casas nuevas; como siempre, los pasos; luego, bruscamente, nada. Nada, puesto que Kachoudas se había detenido al mismo tiempo que el hombre a quien seguía y a quien ya no veía.
       ¿Dónde se había metido el sombrerero? Las aceras estaban oscuras. No había más que tres faroles en la calle, alejados uno de otro. Había también algunas ventanas iluminadas, y, de una de las casas, salían los acordes de un piano.
       Siempre la misma frase, probablemente un estudio —Kachoudas no entendía de música—, que el alumno repetía sin cesar, con la falta al final.
       ¿Había dejado de llover? En todo caso, no se daba cuenta de que llovía. No se atrevía a avanzar ni a retroceder. Estaba alerta al menor ruido. Temía que el maldito piano le impidiese oír los pasos.
       La frase musical, cinco, diez veces más; luego, de repente, el golpe seco de la tapa del piano. Estaba claro. La lección había terminado. Hacían ruido; en la casa había gritos; probablemente una niña, libre por fin, volvía junto a sus hermanos y hermanas.
       Alguien se preparaba para salir, y decía, a la madre, sin duda:
       —Progresa… Pero la mano izquierda… Es absolutamente necesario que ejercite la mano izquierda…
       Y ese alguien —se abrió la puerta, dibujó un rectángulo de luz amarilla—, ese alguien era una vieja solterona.
       —… Tranquilícese, señora Bardon… Para cien metros que tengo que andar…
       Kachoudas no se atrevía a respirar. No se le ocurrió gritar:
       —¡Quédese donde está…! ¡Sobre todo, no se mueva…!
       Sin embargo, ya lo sabía. Ahora comprendía cómo M. Labbé mataba a sus víctimas. La puerta volvía a cerrarse. La solterona, que debía de estar un poco emocionada, bajaba los tres peldaños del umbral, y, pegada a las paredes, marchaba con pasitos cortos.
       Después de todo era su calle, ¿no es así? Estaba casi en su casa. Había nacido allí. Había jugado en todos los portales, en las aceras; conocería la más, pequeña de sus piedras.
       Su paso rápido, ligero… Luego, nada más.
       Fue poco más o menos todo lo que se oyó. Ausencia de pasos. Silencio. Algo impreciso, como un roce de ropas. ¿Hubiera sido Kachoudas capaz de moverse? ¿Hubiera servido para algo? Y, de haber gritado, ¿hubiera tenido alguien el heroísmo de salir de su casa?
       Se apretaba contra el muro, y la camisa se le pegaba al cuerpo, no a causa de la lluvia, que había calado el impermeable, sino del sudor.
       ¡Uf!… Era él quien había lanzado un suspiro. ¿También acaso la vieja solterona —el último, entonces—, o el asesino?
       De nuevo se oyeron pasos, pasos de hombre en sentido inverso. Pasos que venían hacia Kachoudas. ¡Kachoudas, que estaba tan seguro de correr más rápidamente que el sombrerero, ni siquiera conseguía despegar las suelas de la acera!
       El otro iba a verle. Pero, ¿no sabía ya que estaba allí? ¿No le había oído seguirle desde el Café de la Paix?
       La cosa carecía de importancia. De todos modos, el sastrecillo estaba a su merced. Tenía aquella impresión, y no intentaba discutirla. El sombrerero cobraba de repente a sus ojos proporciones sobrehumanas, y Kachoudas estaba dispuesto a jurarle de rodillas, si había falta, que callaría toda la vida. ¡A pesar de los veinte mil francos!
       No se movía, y M. Labbé se aproximaba. Iban a enfrentarse. ¿Tendría Kachoudas en el último minuto fuerzas para echar a correr?
       Y, si lo hacía, ¿no sería a él a quien acusarían de la muerte? El sombrerero no tendría más que pedir socorro. Se seguiría la pista del fugitivo. Lo cogerían.
       «—¿Por qué no escapa usted?
       »—Porque…
       »Confiese que ha asesinado a la vieja solterona…».
       No eran más que dos en la calle, y en realidad nada indicaba que fuese uno el culpable, y no el otro. M. Labbé era más inteligente que el sastrecillo. Era un hombre importante, nacido en la villa, que tuteaba a la gente bien situada y que tenía un primo diputado.
       —Buenas noches, Kachoudas…
       Por inverosímil que parezca, eso fue lo que pasó. M. Labbé debió apenas de distinguir su silueta agazapada en la sombra. Para decir toda la verdad, Kachoudas se había subido al escalón de un portal, y mantenía agarrado el cordón de la campanilla, dispuesto a tirar con todas sus fuerzas.
       Pero he aquí que el asesino le saludaba tranquilamente al pasar, con voz un poco sorda, pero no especialmente amenazadora.
       —¡Buenas noches, Kachoudas!…
       Intentó hablar a su vez. Había que ser cortés. Sentía la necesidad imperiosa de ser cortés con un hombre como aquél, y de devolverle el saludo. Abrió en vano la boca. Ningún sonido salía de ella. Los pasos se alejaban ya.
       —¡Buenas noches, señor sombrerero…!
       Se oyó a sí mismo decirlo, pero lo dijo demasiado tarde, cuando el sombrerero estaba ya lejos. No había pronunciado su nombre por delicadeza, por no comprometer a M. Labbé. ¡Perfectamente!
       Permaneció en el portal. No tenía ningunas ganas de ir a ver a la solterona que todavía media hora antes daba una lección de piano, y que había pasado definitivamente al otro mundo.
       M. Labbé estaba lejos.
       Ahora, de golpe, el pánico. No podía permanecer allí. Tenía miedo. Experimentaba la necesidad de alejarse con toda la velocidad de sus piernas, pero temía, al mismo tiempo, tropezar con el sombrerero.
       Se arriesgaba a ser arrestado de un momento a otro. Poco tiempo antes una patrulla le había lanzado la luz de una linterna a la cara. Le habían visto y reconocido. ¿Cómo explicar su presencia en aquel barrio donde nada tenía que hacer y donde acababan de asesinar a alguien?
       Valía más ir a decírselo todo a la policía. Caminaba. Caminaba de prisa, moviendo los labios.
       «No soy más que un pobre sastrecillo, señor comisario, pero le juro encima de la cabeza de mis hijos…».
       Se sobresaltaba al menor ruido. ¿Por qué no lo esperaba el sombrerero en un rincón sombrío, como lo había hecho para la solterona?
       Daba rodeos, se perdía en un dédalo de callejuelas donde jamás había puesto los pies.
       «No ha podido adivinar que yo tomaría este camino… Después de todo, no es tan imbécil como para pensarlo.
       »Quiero decirle la verdad, pero será menester que dé uno o dos de sus hombres para protegerme hasta que él esté preso…».
       En caso de necesidad, esperaría en la comisaría. Los puestos de policía no son confortables, pero, después de todo, ya había visto otros a lo largo de su vida de emigrante. No oiría los gritos de sus hijos; eso, al menos, saldría ganando.
       Realmente no estaba muy lejos de su casa. Dos calles más allá de la de los Prémontrés. Veía ya el farol rojo con la palabra «Policía» escrita. Allí debía de haber, como siempre, uno o dos agentes a la puerta. No arriesgaba nada. Estaba salvado.
       —Haría usted mal, monsieur Kachoudas…
       Se paró en seco: era una voz verdadera la que había dicho aquello, la voz de un hombre en carne y hueso, la voz del sombrerero. El sombrerero estaba allí, contra la pared, su rostro plácido apenas visible en la oscuridad.
       ¿Acaso sabe uno lo que se hace en tales momentos? Balbució:
       —Le pido perdón…
       Como si hubiera empujado a alguien en la calle. Como si hubiera pisado el pie de una dama.
       Luego, como el otro no le dijese nada, como le dejase en paz, dio media vuelta. Tranquilamente. No era necesario ofrecer aspecto de fuga. Por el contrario, había que caminar como un hombre normal. No le seguiría inmediatamente. Le daría tiempo a tomar la delantera. Por fin, los pasos, ni más ni menos rápidos que los suyos. En este caso, el sombrerero no tendría tiempo de cogerlo.
       Su calle. Su tienda, con las telas oscuras en el escaparate y algunos figurines a la moda. Enfrente, la otra tienda.
       Abrió la puerta, la cerró, buscó la llave, y le dio vuelta en la cerradura.
       —¿Eres tú? —gritó su mujer desde arriba.
       ¡Como si hubiera podido ser otro a aquella hora y con aquel tiempo!
       —¡Limpia bien los pies…!
       Entonces, Kachoudas se preguntó si estaba despierto. Era ella quien le había hablado así, a él, que acababa de vivir lo que había vivido, mientras, en la acera de enfrente, la pesada silueta del sombrerero se dibujaba ante la puerta de su almacén.
       «—Limpia bien los pies».
       Hubiera podido también desvanecerse. ¿Qué palabras habría pronunciado ella en aquel caso?



CAPÍTULO III

DE LAS DECISIONES DE KACHOUDAS Y DE LA SOLICITUD DEL SOMBRERERO

      Kachoudas estaba en tierra, de rodillas, volviendo la espalda a la ventana, y, frente a él, a pocos centímetros de su nariz, las gordas piernas y el enorme vientre de un hombre de pie. El hombre en pie era el comisario Micou, a quien el nuevo drama de la víspera por la noche no había hecho olvidar su traje.
       El sastrecillo medía el contorno de la cintura, el de las caderas, mojaba su lápiz en saliva, escribía cifras en un cuadernito mugriento colocado cerca de él en el suelo y medía después la altura del pantalón, la entrepierna. M. Labbé, durante aquel tiempo, se mantenía detrás de las cortinas de tul de su ventana, precisamente enfrente y a la misma altura. Les separaban apenas ocho metros.
       A pesar de todo, Kachoudas tenía una ligera sensación de frío en la nuca. El sombrerero no dispararía, estaba persuadido de ello. Pero, ¿se puede estar alguna vez completamente seguro? No dispararía, en primer lugar, porque no era de los que matan con armas de fuego. Y los que matan tienen sus manías, lo mismo que los demás. No cambian de método así como así y, además, si tirase, lo prenderían fatalmente.
       Por último, y sobre todo, el sombrerero tenía confianza en Kachoudas. Éste era el fondo de la cuestión. ¿Acaso el sastrecillo, en la posición en que se encontraba, no hubiera podido murmurar a aquella especie de estatua un poco gorda cuyas medidas tomaba: «No se mueva. Haga como si no se enterase. El asesino es el sombrerero de enfrente. Nos espía detrás de su ventana…»?
       Pero no dijo nada. Se portó como un sastrecillo modesto e inocente. El entresuelo olía mal, pero a Kachoudas no le incomodaba, porque estaba habituado al olor de la grasa que desprenden los tejidos, y de tal modo impregnado de ese olor que lo llevaba a todas partes consigo. En casa de M. Labbé, enfrente, debía de oler a fieltro y a cola, lo que es aún más desagradable, puesto que es más desabrido. Cada oficio tiene su olor.
       Según eso, ¿a qué debía oler un comisario de policía?
       Esto era exactamente lo que Kachoudas pensaba en aquel momento, de lo que se deduce que había recobrado cierta tranquilidad de espíritu.
       —Si puede usted volver a la caída de la tarde, para probarle, espero entregárselo mañana por la mañana…
       Y bajó detrás del comisario; se le adelantó en la tienda para abrirle la puerta, cuyo timbre resonó. No habían aludido siquiera al asesino, ni a la solterona de la víspera, que se llamaba Mlle. Mollard (Irène Mollard), a la que el periódico consagraba enteramente su primera página.
       Sin embargo, había pasado una noche agitada, tan agitada que su mujer le había despertado para decirle:
       —Intenta tranquilizarte. No paras de darme patadas.
       No se había vuelto a dormir. Había reflexionado durante horas, con la cabeza encerrada en un círculo de hierro. A las seis de la mañana se había cansado de pensar en la cama, y se había levantado. Después de haberse preparado una taza de café en el infiernillo, había venido al taller y había encendido el fuego.
       También había tenido que encender la luz, porque el día no había llegado aún. Precisamente enfrente, había también luz. Hacía varios años que el sombrerero se levantaba a las cinco y media de la mañana. No se le veía, era una lástima, a causa de las cortinas; pero se adivinaba lo que hacía.
       Su mujer no quería ver a nadie. Era raro que una amiga consiguiese franquear su puerta, y, en ese caso, no permanecía mucho tiempo allí. Del mismo modo se negaba a dejarse cuidar por la criada, que llegaba a las siete de la mañana y marchaba por la noche.
       M. Labbé se veía obligado a hacerlo todo, ordenar la habitación, limpiar el polvo, subir las comidas. Era él mismo quien debía transportar a su mujer desde la cama al sillón, y quien, veinte veces al día, se precipitaba a la escalera de caracol que comunicaba el almacén con el primer piso. ¡La señal! Porque había una señal. Un bastón colocado cerca del sillón, y la mano izquierda de la enferma conservaba aún la fuerza suficiente para cogerlo y golpear el suelo.
       El sastrecillo trabajaba, sentado en su mesa. Trabajando pensaba mejor.
       «Atención, Kachoudas —se decía—. Veinte mil francos son muchos francos, y sería un crimen perderlos. Pero la vida también tiene su importancia, aun cuando sea la de un sastrecillo llegado de los confines de Armenia. El sombrerero, aunque esté loco, es más inteligente que tú. Si lo detienen, es probable que lo pongan en libertad por falta de pruebas. No es un hombre que se divierta dejando en su casa, por aquí y por allá, recortitos de papel».
       Tenía razón al pensar de aquella manera, sin apresurarse, siempre tirando de la aguja, porque gracias a eso tuvo una idea. Algunas de las cartas enviadas al Courrier de la Loire llenaban una página entera de texto. El tiempo de hallar las palabras, a veces las letras separadas, de recortarlas y de pegarlas, representaba horas de paciencia.
       Ahora bien, abajo, en la tienda del sombrerero, permanecía toda la jornada el dependiente pelirrojo. Detrás de la tienda existía un taller con las cabezas de madera que servían a M. Labbé de hormas para los sombreros, pero había una ventanuca de cristal que comunicaba tienda y taller.
       En la cocina y en las otras habitaciones reinaba la criada. No había, pues, más que un lugar en que el asesino pudiera entregarse en paz a su paciente trabajo: la habitación de su mujer, que era también la suya, y donde nadie tenía derecho a entrar.
       Y Mme. Labbé era incapaz de moverse, incapaz de hablar como no fuese por medio de ruidos. ¿Qué pensaría al ver a su marido entreteniéndose en recortar pedacitos de papel?
       «Además, mi pequeño Kachoudas, si le denuncias ahora y acaban por descubrir una prueba, esta gente (pensaba en los de la policía, incluido su nuevo cliente, el comisario), pretenderán ser ellos los que lo han hecho todo, y te soplarán la mayor parte de los veinte mil francos…».
       El miedo de perder los veinte mil francos, y el miedo a monsieur Labbé, serían, de aquí en adelante, sus sentimientos esenciales.
       Ahora bien, a partir de las nueve, casi tuvo miedo al sombrerero. De golpe, en medio de la noche, había cesado de oír el ruido del agua en las goteras, el tamborileo de la lluvia en los tejados, el silbido del viento en las ventanas. Como milagrosamente, después de quince días, la lluvia y el vendaval acababan de cesar. Todo lo más, caía aún, hacia las seis, una fina lluvia, que era silenciosa y casi invisible.
       Ahora, las losas cuadradas de las aceras recobraban su color gris y la gente circulaba por las calles sin paraguas. Era sábado, día de mercado. El mercado se celebraba en una placita antigua al final de la calle.
       Kachoudas bajó a las nueve, desatrancó la puerta, salió a la acera y se puso a retirar los pesados paneles de madera pintados de verde oscuro que servían de contraventanas.
       Se hallaba ocupado con el tercer panel —había que meterlos uno tras otro en la tienda— cuando oyó el ruido de las contraventanas, del mismo tipo que las de enfrente, en el escaparate del sombrerero, que retiraban también. Evitó volverse. No tenía demasiado miedo, porque el salchichero, en su portal, charlaba con el zoquero.
       Unos pasos atravesaron la calle. Una voz dijo:
       —¡Buenos días, Kachoudas!
       Y él, con el panel en la mano, consiguió articular con voz casi natural:
       —Buenos días, señor Labbé.
       —Dígame, Kachoudas…
       —¿Qué, señor Labbé?
       —¿Ha habido locos en su familia?
       Lo más gracioso fue que su primera reacción consistió en hacer memoria, en pensar en los hermanos y hermanas de su padre y de su madre.
       —No lo creo… Entonces M. Labbé, antes de dar media vuelta, con expresión satisfecha en el rostro, dijo: —No importa… No importa…
       Simplemente, habían tomado contacto. Poco importaba lo que se hubiesen dicho. Habían cambiado algunas palabras como buenos vecinos.
       Kachoudas no había temblado. ¿Acaso el salchichero, por ejemplo, que era mucho más alto y más fuerte que él —cargaba a la espalda un cerdo entero— no habría palidecido si le hubieran declarado?:
       —Aquel hombre que le mira con sus grandes ojos, graves y soñadores, es el asesino de las siete viejas.
       Kachoudas, por su parte, no pensaba más que en los veinte mil francos. También en su pellejo, desde luego, pero ante todo en los veinte mil francos.
       Los críos marchaban a la escuela. La mayor había salido para los almacenes Prisunics, donde trabajaba de dependienta. Su mujer salía para el mercado.
       Subió a su cuchitril, en el entresuelo, y saltó a la mesa, donde se instaló, y empezó a trabajar.
       No era más que un sastrecillo armenio, turco o sirio, no sabía nada de sí mismo: tantas veces, allá, se les había hecho atravesar, por centenas, por millares de desgraciados, como se trasvasan líquidos. En cierto modo, no había ido a la escuela, y nadie le había considerado nunca como un hombre inteligente.
       Enfrente, M. Labbé se ocupaba en poner sombreros en la horma. Si no vendía muchos, los amigos del Café de la Paix le entregaban los suyos para retocarlos. Se le veía, de vez en cuando, aparecer en el almacén, en chaleco o en mangas de camisa. También de vez en cuando corría al entresuelo por la escalera de caracol, llamado por un bastonazo en el techo.
       Cuando la señora Kachoudas volvió del mercado y, según su costumbre, empezó a hablar sola en la cocina, el sastrecillo tenía ya un comienzo de sonrisa.
       ¿Qué habían dicho los periódicos la víspera, entre otras cosas más o menos oportunas? Porque el periódico llevaba su investigación paralelamente a la de la policía. Había también reporteros de París que trabajaban, por su parte, en el descubrimiento del asesino.
       «Si se considera los crímenes uno a uno se comprueba…».
       Primeramente, que se habían cometido no en un determinado barrio de la villa, sino en los lugares más opuestos. «Por lo tanto —concluía el periódico—, el asesino puede desplazarse sin llamar la atención. Es pues, un hombre de aspecto vulgar o tranquilizador, puesto que, a pesar de la oscuridad en la que opera, es forzoso que a veces pase bajo los faroles de gas, o ante los escaparates».
       Es un hombre que no necesita dinero, puesto que no roba.
       Es un hombre cuidadoso, puesto que no deja nada a la casualidad. Es, sin duda, músico, porque para estrangular a sus víctimas, a las que sorprende por la espalda, se vale de una cuerda de violín o violoncello. «Si ahora se considera la lista de las mujeres asesinadas…».
       Y esto resultaba más interesante a los ojos de Kachoudas.
       «… Se advierte entre ellas como un aire de familia. Es bastante difícil de precisar. Cierto que su estado civil es muy diferente. La primera era viuda de un oficial retirado, madre de dos hijos, ambos casados en París. La segunda poseía un pequeño almacén de mercería, y su marido está todavía empleado en el Ayuntamiento. La tercera…».
       Una comadrona, una librera, una rentista bastante rica que habitaba sola un hotel particular, una medio loca, también rica, que no se vestía más que de color malva y, por fin, Mlle. Mollard, Irène Mollard, la profesora de piano.
       «La mayor de estas mujeres —subrayaba el periodista—, tenía de sesenta y tres a sesenta y cinco años, y todas, sin excepción, era originarias de nuestra villa».
       El nombre propio de Irène sorprendió al sastrecillo. Habitualmente no se espera que una vieja, sea casada o soltera, se llame Irène, menos aún Chuchú o Lilí… Puesto que se olvida que antes de ser vieja ha sido joven y antes niña.
       ¡Velay! ¡Aquello no tenía nada de extraordinario! Y sin embargo, durante horas, Kachoudas, que trabajaba en el traje del comisario, daba vueltas alrededor de aquel embrión de ideas.
       Por ejemplo, ¿qué pasaba en el Café de la Paix? Allí, cada tarde, se reunían más o menos diez personas. Pertenecían a diversas clases sociales. La mayor parte vivía holgadamente, porque es natural vivir holgadamente pasados los sesenta.
       Luego, casi todos se tuteaban. No sólo se tuteaban, sino que tenían un vocabulario propio, medias palabras sin sentido más que para ellos, bromas que no hacían reír más que a los iniciados.
       ¡Porque habían ido juntos a la escuela, al liceo o al servicio militar! Precisamente por esto, Kachoudas era y sería siempre para ellos un extraño, al que no se invita a jugar a las cartas más que si, por casualidad, falta un cuarto en la mesa. En resumen, durante meses, Kachoudas esperaba pacientemente la ocasión de hacer el cuarto.
       —¿Comprende usted, señor comisario? Apostaría a que las siete víctimas del asesino se conocían, como se conocen estos señores del Café de la Paix. Sólo que las viejas no van al café, lo que hace que se pierdan de vista más fácilmente. Habría que saber si se veían aún. Eran más o menos de la misma edad, señor comisario. Y, fíjese bien, hay un detalle que se me ocurre, dado también por el periódico. Se han empleado las mismas palabras para cada una de ellas. Se ha dicho de buena familia, y que habían recibido una excelente educación…
       No hablaba al comisario Micou ni a ningún policía, ya se entiende, sino que hablaba solo; como su mujer, como siempre que estaba contento de sí mismo.
       —Supongo que al fin se sabe cómo el asesino, quiero decir el sombrerero, escogía a sus víctimas…
       Porque las escogía de antemano, Kachoudas lo había comprendido perfectamente. No se paseaba de noche por las calles a lo que saliese, para saltar sobre la primera vieja aparecida. La prueba estaba en que fue directamente a la casa donde Mlle. Mollard (Irène) daba su lección de piano.
       Debía de haber sido lo mismo para las precedentes. Desde el momento en que se sepa cómo establecía su plan, cómo hacía sus listas…
       ¡Pero, sí! ¿Por qué no? Obraba exactamente como si hubiera establecido una lista completa y definitiva. Kachoudas lo imaginaba muy bien entrando en su casa por la noche, tachando un nombre, leyendo el siguiente y preparando otro para el próximo crimen.
       ¿Cuántas viejas, casadas o solteras, figuraban en su lista? ¿Cuántas mujeres entre sesenta y dos y sesenta y cinco años, de buena familia, que hubieran recibido una excelente educación, había en la villa?
       En resumen, que se averigüe quiénes son las otras, las que quedan, que se las vigile discretamente, y fatalmente cogerán al sombrerero con las manos en la masa.
       Esto era lo que el sastrecillo había discurrido, él solo, en su mechinal, sentado en su mesa. No porque fuese un hombre inteligente o sutil, sino porque estaba decidido a ganar los veinte mil francos. Y también, un poco, porque tenía miedo.
       Al mediodía, antes de sentarse a la mesa, bajó un momento para tomar el aire en la acera y comprar cigarrillos en el estanco de la esquina.
       M. Labbé salía de su casa con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, y, a la vista del sastrecillo, sacó una de ellas y le dirigió un saludo amistoso.
       Perfectamente. Se saludaban. Se sonreían.
       El sombrerero llevaba probablemente una carta en el bolsillo e iba a echarla a un buzón. Porque, después de matar a cada vieja, escribía una carta, que enviaba al periódico.
       Ésta, que Kachoudas pudo leer aquella misma tarde en el Courrier de la Loire, decía:
       «El señor comisario Micou se equivoca al prepararse un guardarropa, como si debiera permanecer meses entre nosotros. Dos más y asunto concluido.
       »Desde aquí envío saludos a mi amiguito de enfrente».
       Kachoudas leyó el periódico en el Café de la Paix. El comisario estaba allí, algo inquieto por su traje al ver que el sastre no trabajaba en él. También estaba el sombrerero y, esta vez jugaba la partida con el doctor, el agente de seguros y el tendero.
       Halló, sin embargo, medio de mirar a Kachoudas y sonreírle, con una sonrisa casi sin segundas intenciones, quizá del todo sin segundas, como si verdaderamente se hubieran hecho amigos.
       Entonces el sastrecillo comprendió que al sombrerero le gustaba tener por lo menos un testigo, alguien que lo supiese, que lo hubiese visto con las manos en la masa.
       En resumen, ¡alguien que lo admirase!
       También Kachoudas sonrió, con una sonrisa un tanto forzada.
       —Es menester que vaya a trabajar en su traje, señor comisario. Podrá usted probárselo dentro de una hora… ¡Justin!…
       Dudó. ¿Sí o no? ¡Sí! ¡Un vino blanco, de prisa! Un hombre que va a ganar veinte mil francos puede pagarse perfectamente dos vasos de vino blanco.


CAPÍTULO IV

EN EL QUE UN SASTRECILLO NO CRISTIANO SALVA A LA MADRE SANTA ÚRSULA

      Era impresionante. Primero, la campana, que el sastrecillo había hecho sonar tirando de la cuerda y cuyas ondas no dejaban de repercutir en el enorme edificio que parecía desierto. Luego, aquella fachada de piedra gris, aquellas ventanas de postigos cerrados por donde se filtraba una débil claridad. La puerta pesada y barnizada, con clavos de cobre bruñido. Afortunadamente no llovía, y no tenía los pies enlodados.
       Pasos silenciosos. Una mirilla que se abre, enrejada como en una prisión; un rostro grueso y pálido que se adivina, un ligero ruido que no es ruido de cadenas, sino el roce de un rosario.
       Le observaban sin decir nada, y él terminó por balbucir:
       —Quiero hablar a la superiora, hágame el favor…
       En aquel momento tenía miedo. Temblaba. La calle estaba desierta. Contaba con que M. Labbé estaría jugando a las cartas; pero a lo mejor había cedido el sitio. Siendo así, Kachoudas corría aquí el más grande de los riesgos.
       Si el sombrerero le había seguido, si se ocultaba en algún lugar de las sombras, esta vez, pese a su sonrisa de hacía un momento, no dudaría en acabar con él como con una vieja.
       —La madre Santa Úrsula está en el refectorio.
       —¿Quiere usted decirle que es urgente, que es cuestión de vida o muerte?…
       Ciertamente, su perfil no era el perfil de un cristiano, y jamás en su vida lo había lamentado tanto. Pataleaba, como un hombre aquejado de una necesidad urgente.
       —¿A quién debo anunciar?
       —¡Dios mío, que abra la puerta de una vez!
       —Mi nombre no le dirá nada. Explíquele que es de la mayor importancia…
       ¡Para él! ¡Por los veinte mil francos!
       La monja se alejó con pasos silenciosos, permaneció ausente durante un tiempo infinito y, por fin, se decidió a volver y a descorrer tres o cuatro cerrojos bien engrasados…
       —Si quiere usted seguirme al locutorio…
       El aire era tibio, desagradable, como azucarado. Todo tenía color de marfil, con muebles negros, y había un silencio tal que se podía oír el tic-tac de cuatro o cinco relojes, alguno de los cuales debía de estar bastante lejos.
       No se atrevió a sentarse. No sabía cómo estar. Le hicieron esperar largo tiempo, y de repente se puso a temblar al ver ante sí a una vieja religiosa, a quien no había oído venir.
       «¿Qué edad tendrá?», se preguntó, porque es difícil adivinar la edad de una monja con papalina.
       —¿Ha pedido usted hablarme?
       Primero, desde su casa, había telefoneado a M. Cujas, el marido de la segunda vieja asesinada, el que era empleado en el Ayuntamiento. M. Cujas estaba todavía en su despacho, en la «Sección de objetos perdidos».
       —¿Quién está al aparato? —había vociferado con impaciencia.
       Kachoudas había gastado un buen rato en atreverse a declarar:
       —Uno de los inspectores del comisario Micou… Quería preguntarle, señor Cujas, si sabe usted dónde estudió su mujer…
       ¡En el Convento de la Inmaculada, caray! Era inevitable, puesto que se había hablado de excelente educación.
       —Excúseme, madre…
       Se embrolló. Jamás en su vida había estado más incómodo.
       —Me gustaría tener la lista de alumnas que han pasado por esta institución y que tengan hoy sesenta y tres años… O sesenta y cuatro…
       —Yo tengo sesenta y cinco…
       Enseñó un rostro de cera rosada, de ojos azul claro. Observando a Kachoudas, jugaba con las cuentas del pequeño rosario que pendía de su cintura.
       —Usted podría estar muerta, madre…
       Se encontraba mal. Se ahogaba. Se ahogaba sobre todo porque comenzaba a tener la certeza de ganar los veinte mil francos.
       —La señorita Mollard hizo aquí sus estudios, ¿verdad?
       —Fue una de nuestras más brillantes alumnas…
       —¿Y Mme. Cujas…?
       —Desjardins era su apellido de soltera…
       —Escúcheme, hermana… Si estas señoras estaban en la misma clase…
       —Estábamos todas en la misma clase… Por eso, al llegar esta época del año… Pero él no tenía tiempo de escucharla.
       —Si pudiera tener la lista de las señoritas que entonces…
       —¿Es usted de la policía?
       —No, señora… Quiero decir, madre… Pero es como si… ¡Imagínese que estoy enterado!
       —¿Enterado de qué?
       —Es decir, que creo que voy a enterarme… ¿Sale usted algunas veces, madre?
       —Todos los lunes voy al Obispado…
       —¿A qué hora?
       —A las cuatro…
       —Si quisiera usted hacerme la lista…
       ¿Quién sabe? ¿Le tomaría quizá por el asesino? ¡Pero, no! Permanecía tranquila, incluso serena.
       —No quedan muchas alumnas de aquel año… Algunas han muerto, vaya por Dios… Unas, recientemente…
       —Ya sé, madre…
       —Aparte Armandine y yo…
       —¿Quién es Armandine, madre?
       —Armandine d’Hautebois… Debe de haber oído hablar de ella… Otras han abandonado la villa y hemos dejado de saber de ellas… Pero, ¡ya verá!… Espéreme un momento…
       Pudiera suceder que, a pesar de todo, también a las monjas les gustase encontrar una distracción. La madre no permaneció ausente más que unos momentos. Volvió con una fotografía amarillenta; un grupo de muchachas en dos filas, con el mismo uniforme y la misma cinta con una medalla al cuello.
       Las había gordas y flacas, feas y guapas; entre ellas, una, enorme, parecida a una muñeca parlante; la madre Santa Úrsula dijo modestamente:
       —Ésta soy yo…
       Después, señalando con el dedo a una muchachita enclenque:
       —Y ésta Mme. Labbé, la mujer del sombrerero… Aquella que bizquea un poco, es…
       El sombrerero tenía razón. De las que aún vivían, de las que habían continuado en la villa, no quedaban más que dos, sin contar a su propia mujer: la madre Úrsula y Mme. d’Hautebois.
       —Mme. Labbé está muy enferma… Tendría que ir a verla el sábado, como siempre, porque el sábado próximo es su cumpleaños, y todas nosotras, las amigas del pensionado, hemos conservado la costumbre de…
       —Gracias, madre…
       ¡Eureka!, ¡había ganado sus veinte mil francos! En todo caso, iba a ganarlos. Todas las víctimas del sombrerero figuraban en la fotografía. Y las que vivían aún, fuera de Mme. Labbé, eran, evidentemente, aquellas cuyo fin próximo anunciaba el asesino.
       —Le doy las gracias, madre… Necesito marcharme en seguida… Me esperan…
       Era verdad, además. El comisario Micou no tardaría en ir a su casa para probarse el traje. El sastrecillo quizá no se comportaba como hubiera debido hacerlo. No estaba acostumbrado a los conventos. Si le tomaban por un loco o por un mal educado, tanto peor.
       Daba las gracias, hacía reverencias. Llegaba a la puerta caminando hacia atrás. En el momento de franquear el portal, había cogido miedo ante la idea de que el sombrerero le aguardase en la sombra. Y ahora, saliendo de donde salía, su miedo era explicable.
       —Puedo decirle, comisario, quién será la próxima víctima… En cualquier caso será una de las dos mujeres que voy a citarle… Antes desearía que me diese garantías acerca de los veinte mil francos…
       Esto es lo que iba a declarar. Resueltamente, como hombre que no está dispuesto a permitir que se juegue con él. ¿Era él, sí o no, quien lo había descubierto todo?
       Y no sólo por casualidad, ya se cuidaría de subrayarlo ante los periodistas. ¡El trozo de papel en la costura del pantalón, ciertamente! Pero, ¿y lo demás? ¿Y el convento? ¿Quién había pensado en el convento? Kachoudas, y nadie más que Kachoudas. De tal modo que la madre Santa Úrsula le debería la vida. Y también Mme. d’Hautebois, que vivía en un castillo de los alrededores y que era muy rica…
       Caminaba de prisa. Corría. De vez en cuando se volvía para mirar detrás de sí. Veía ya su casa, su tienda. Entró como una ráfaga de viento. Tenía ganas de gritar: «¡He ganado veinte mil francos!».
       Subió al entresuelo. Encendió la luz. Se precipitó a la ventana para cerrar las cortinas.
       Entonces, lo que vio le dejó paralizado, las rodillas temblando. Las cortinas de enfrente estaban totalmente abiertas, cosa que no había sucedido nunca. La habitación estaba encendida. Se veía una enorme cama de nogal, una colcha blanca y un edredón rojo. Se veía también un armario de luna, un tocador, dos sillones tapizados y ampliaciones fotográficas en la pared.
       Encima del edredón había una cabeza de madera.
       Y, de pie en medio de la habitación, dos hombres que hablaban apaciblemente: el comisario Micou y Alfred, el joven y pelirrojo dependiente de la sombrerería.
       Debía de oler a cerrado, porque no sólo habían abierto las cortinas, sino también las ventanas.
       —Señor comisario —llamó Kachoudas a través de la calle, abriendo la suya.
       —Un instante, amigo mío…
       —Venga… Lo sé todo…
       —Yo también.
       No era cierto. No era posible. O más bien, sí. Mirando con atención una de las fotografías, un poco a la derecha de la cama, Kachoudas reconoció el grupo de muchachas del convento.
       Se inclinó por la ventana, comprobó que había un agente ante la puerta.
       Bajó la escalera y atravesó la calle.
       —¿Adónde vas? —le gritó su mujer.
       ¡A defender sus veinte mil francos!
       —¿Qué desea?
       —El comisario me espera…
       Entró en la tienda del sombrerero y trepó por la escalera de caracol. Oía voces. La del comisario decía:
       —En resumen, ¿desde cuándo tuvo usted la impresión de que Mme. Labbé estaba muerta? Una afilada voz de mujer respondió:
       —Hace tiempo que dudaba… Lo dudaba sin dudarlo… Sobre todo, a causa del pescado…
       Era la asistenta, que Kachoudas no había visto de frente porque la ocultaba la pared.
       —¿De qué pescado?
       —De todos: del arenque, de la pescadilla, del bacalao…
       —Explíquese…
       —Mme. Labbé no podía comer pescado…
       —¿Por qué?
       —Porque le hacía daño… Porque hay gente así… A mí, son las fresas y los tomates lo que me da urticaria… Los como porque me gustan, sobre todo las fresas, pero luego me rasco toda la noche…
       —¿Entonces?
       —¿Me promete que tendré mis veinte mil francos?
       Kachoudas, de pie en el descansillo, quedó desilusionado.
       —Dado que fue usted quien nos lo dijo la primera…
       —Fíjese que dudaba, puesto que una siempre tiene miedo de engañarse… Sin contar con que también yo soy una vieja… ¿Me comprende?… Me hacía falta valor, véalo para continuar viniendo aquí… Aunque yo me decía que a mí, que trabajaba en su casa desde hacía quince años, no se atrevería a hacerme daño…
       —¿Decía que el pescado…?
       —¡Ah, sí, lo olvidaba…! ¡Pues bien! Una vez que había preparado pescado para él, que quería guisar carne para Madame, M. Labbé me dijo que no valía la pena, que ella comería lo mismo… Era él quien le subía las comidas…
       —Ya lo sé… ¿Era avaro?
       —No, pero escatimaba el dinero…
       —¿Qué quería usted, Kachoudas?
       —Nada, señor comisario… Lo sabía todo…
       —¿Qué Mme. Labbé había muerto?
       —No, pero que la madre Santa Úrsula y que Mme, d’Hautebois…
       —¿Qué es lo que me cuenta?
       —Que iba a matarlas…
       —¿Por qué?
       ¿Para qué explicar? ¿Para qué enseñarle la foto de las muchachas alineadas, con su medalla sobre el pecho, ahora que ya no podía esperar los veinte mil francos?
       ¿Y si los repartiesen? Vaciló, y miró a la vieja sirvienta, pero comprendió que era tacaña y que no lo permitiría.
       —Luego, estaba también lo del cordel…
       —¿Qué cordel?
       —El que descubrí el otro día al limpiar su taller. Jamás quería que limpiase esa pieza. Lo hice en su ausencia, porque estaba mugrienta. Y, detrás de los sombreros, descubrí un cordel que descendía del techo. Tiré de él, y oí el mismo ruido que cuando Madame golpeaba en el suelo desde arriba con su bastón… Entonces, le escribí a usted…
       —¿Y mi traje, Kachoudas?
       —Estará en seguida, señor comisario… Pero, ¿qué hizo usted del sombrerero?
       —He dejado dos hombres en la puerta del Café de la Paix para el caso de que interrumpa su partida… Hemos recibido esta mañana la carta de esta valiente mujer… Queda ahora por descubrir el cuerpo de Mme. Labbé, que probablemente estará enterrado en el jardín, o en la bodega…

* * *

      Se descubrió una hora más tarde, no en el jardín, sino en la bodega, enterrado bajo una losa de hormigón. Ahora había bastante gente en la casa del sombrerero: el comisario del barrio, el juez, el sustituto, dos médicos —entre ellos el contertulio del Café de la Paix—, sin contar las personas que no tenían nada que hacer y que se habían colado sabe Dios cómo.
       Iban y venían a través de la casa, lo tocaban todo, los cajones estaban abiertos y vacíos de su contenido, los colchones y los almohadones, destripados. En la calle, a las siete, se contaban más de mil personas, y, a las ocho, la gendarmería se vio obligada a contener una muchedumbre furiosa que pedía la muerte de M. Labbé. Éste estaba también allí, tranquilo y digno, el aire un poco ausente, con esposas en las muñecas.
       —Usted empezó por matar a su mujer…
       M. Labbé se encogió de hombros.
       —Usted la estranguló como a las otras…
       Entonces Labbé puntualizó:
       —No como a las otras… Con las manos… Sufría demasiado…
       —O, más exactamente, estaba usted cansado de cuidarla…
       —Si lo prefiere así… Es usted demasiado torpe…
       —A continuación, se puso usted a matar a las amigas de su mujer… ¿Por qué? Encogimiento de hombros. Silencio.
       —Porque tenían la costumbre de venir a verla de vez en cuando, y porque uno no podía decirles siempre que ella no quería recibir a nadie… Su mirada se cruzó con la de Kachoudas, y el sombrerero pareció que iba a tomar al sastrecillo como testigo. Pero Kachoudas enrojeció. Se avergonzaba de aquella especie de intimidad que se había establecido entre ellos.
       —El cumpleaños… —hubiera podido soplar Kachoudas al comisario.
       El cumpleaños de Mme. Labbé, que era el sábado siguiente. Entonces, cada año, en la misma fecha, todas sus amigas, comprendida la madre Santa Úrsula venían a visitarla en grupo.
       ¿No era pues necesario que todas estuviesen liquidadas antes de ese día?
       —¿Está loco? —preguntó el comisario, con crudeza, ante M. Labbé, dirigiéndose a los médicos—. Diga pues, Labbé, está usted loco, ¿no es así?
       —Es muy probable, señor comisario —respondió el otro con voz dulce. E hizo un guiño a Kachoudas. No había ninguna duda: un guiño de complicidad.
       —¡Los muy imbéciles!… —parecía decir—. Nosotros dos, se comprende…
       Pero el sastrecillo, que acababa de perder veinte mil francos —porque a fin de cuentas acababa de perder lindamente veinte mil francos que casi se le debían— no pudo hacer más que sonreír, con una sonrisa un poco fingida pero amistosa, o, por lo menos, benévola, porque, a pesar de todo, había cosas que acababan de vivir juntos.
       Los otros, los del Café de la Paix, habían ido, sin duda, a la escuela con el sombrerero; alguno de ellos quizá había compartido su dormitorio en el cuartel.
       Pero lo que había compartido Kachoudas era, por así decirlo, un crimen.
       ¡Y ya se sabe que esto crea una muy distinta intimidad!




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