George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


Señor Lunes (1936)
(“Monsieur Lundi”)
Originalmente publicado en Paris-Soir-Dimanche
(n° 52, 20 de diciembre de 1936);
Les nouvelles enquêtes de Maigret
(París: Éditions Gallimard, 1944, 528 págs.)


      Maigret permaneció un momento inmóvil ante la verja negra que le separaba del jardín y cuya placa de esmalte llevaba el número 47 bis. Eran las cinco de la tarde y la oscuridad era completa. Detrás de él, corría un brazo desagradable del Sena en donde se alzaba la desierta isla de Puteaux, con sus terrenos yermos, sus bosquecillos y sus grandes álamos.
       Ante él, por el contrario, más allá de la verja, aparecía el hotelito moderno de Neuilly; se trataba del barrio del Bois de Boulogne, con su elegancia, su confort y, en el momento presente, su alfombra de hojas otoñales.
       El 47 bis hacía esquina entre el bulevar del Sena y la calle Maxime–Baès. En el primer piso se veían estancias iluminadas, y Maigret, que se estaba empapando, se decidió a pulsar el timbre eléctrico. Es siempre vergonzoso turbar la vida de una casa tranquila, sobre todo una tarde de invierno, cuando está frioleramente replegada sobre ella misma, llena de un calor íntimo y con más razón cuando el intruso viene del Quai des Orfèvres y con los bolsillos hinchados de horribles documentos.
       Se encendió una luz en la planta baja, salió un criado y antes de atravesar el jardín bajo la lluvia, intentó distinguir al visitante.
       —¿Qué pasa? —preguntó a través de la verja.
       —¿El doctor Barion, por favor?…
       El hall era elegante, y Maigret, maquinalmente, había colocado su pipa en el bolsillo.
       —¿A quién debo anunciar?
       —¿Sin duda usted es Martin Vignolet, el chófer? —dijo el comisario ante la gran sorpresa de su interlocutor.
       Al mismo tiempo, deslizaba su tarjeta de visita en un sobre al que cerraba a continuación. Vignolet era un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años, de huesos salientes, de pelo espeso, cuyo origen campesino era evidente. Subió al primero, volvió algunos instantes más tarde y Maigret tuvo que pasar tras él cerca de un cochecito de niño.
       —Sírvase pasar —pronunció el doctor Armand Barion abriendo la puerta de su despacho.
       Tenía ojeras, el tinte pálido de un hombre que no ha dormido en varios días. Maigret no había empezado a hablar porque oía, procedentes de la planta baja voces de niños que jugaban.

* * *

       El comisario, antes de entrar, conocía la distribución de la casa.
       El doctor Barion, una autoridad en materia de tisis y antiguo interno de Laënnec, estaba instalado en Neuilly desde hacía tres años y, mientras se procuraba una clientela, proseguía sus trabajos de laboratorio. Casado, tenía tres niños, un muchacho de siete años, una chica de cinco y el bebé de algunos meses cuyo coche ya había visto el comisario.
       La servidumbre se componía de Martin Vignolet, a la vez chófer y ayuda de cámara, de su mujer Eugenie, que era cocinera, y por fin, todavía no hacía tres semanas, de una pequeña bretona de dieciocho años, Olga Boulanger.
       —Supongo, doctor, que no ignora la razón de mi visita. Como resulta de la autopsia, los Boulanger, bajos los consejos de su abogado, han confirmado su temor, se han dirigido a los tribunales y yo estoy encargado…
       Tres semanas antes, Olga Boulanger moría de una manera bastante misteriosa, pero el médico del estado civil, sin embargo, había entregado el permiso de inhumación. Los parientes habían llegado de Bretaña para las exequias, verdaderos campesinos de allí arriba, duros y desconfiados, y habían sabido, Dios sabe cómo, que su hija estaba de cuatro meses. ¿Cómo habían conocido a Barthet, uno de los abogados más biliosos?
       Siempre bajo sus consejos, habían, una semana más tarde, reclamado la exhumación y la autopsia.
       —Tengo el informe aquí —suspiró Maigret con un gesto hacia su bolsillo.
       —¡No vale la pena! Yo estoy tanto más al corriente puesto que obtuve permiso para asistir al forense.
       Estaba tranquilo, a pesar de su fatiga y tal vez de la fiebre. Vestido con su blusa de laboratorio, el rostro colocado bajo la lámpara, miraba a Maigret a los ojos sin volver la mirada jamás.
       —Inútil añadir que le esperaba, comisario…
       Sobre su escritorio, en un marco de metal, se hallaba una fotografía de su mujer, de apenas treinta años, bonita y de una distinguida fragilidad.
       —Puesto que tiene en el bolsillo el informe del doctor Paul, no ignora que hemos encontrado el intestino de esta desgraciada acribillado por minúsculas perforaciones que produjeron un rápido envenenamiento de la sangre. También sabe que tras minuciosas búsquedas, liemos llegado a determinar la causa de estas perforaciones, lo que no ha ocurrido sin turbarnos, a mi ilustre colega y a mí. Nos turbó hasta tal punto que experimentamos la necesidad de llamar en nuestra ayuda a un médico colonial al que debemos la última palabra en el enigma…
       Maigret agitaba la cabeza y Barion parecía adivinar su deseo, porque se interrumpió:
       —Fume, se lo ruego… Yo, que me cuido en especial de los niños, no fumo… ¿Un puro? ¿No?… Continúo… El sistema empleado para matar a mi criada —porque no dudo de que ha sido asesinada— es corriente, parece, en Malasia y en las Nuevas Hébridas… Se trata de hacer absorber a la víctima una cierta cantidad de esas finas barbas, duras como agujas, que llenan las espigas, entre otras, las espigas del centeno… Estas barbas permanecen en el intestino al que perforan poco a poco las paredes, lo que lleva fatalmente…
       —¡Perdón! —suspiró Maigret—. La autopsia ha confirmado también que Olga Boulanger estaba de cuatro meses y medio. Conocía usted con quiénes frecuentaba…
       —¡No! Salía poco o mejor nada. Era una muchachita bastante torpe, con el rostro pecoso…
       Y se apresuró a volver a su asunto.
       —Le confieso, comisario, que desde esta autopsia, que tuvo lugar hace ya diez días, sólo me he ocupado de este asunto. No me gustan los Boulanger, que son gentes simples y cuyo temor evidentemente está dirigido contra mí. Mi situación no sería menos trágica si no llegase a descubrir la verdad. Por suerte, ya he llegado a ella en parte…
       Maigret tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su sorpresa. Había venido para proceder a una investigación y he aquí que se encontraba, por así decirlo, en presencia de una investigación hecha, frente a un hombre tranquilo y claro que le presentaba un verdadero informe.
       —¿A qué día estamos hoy?… ¿Jueves?… Pues bien, desde el lunes, comisario, tengo la prueba material que no fue a esa pobre Olga a la que se quiso hacer morir… ¿Cómo lo he conseguido?… De la manera más simple… Era preciso descubrir de qué alimento nuestra doncella había podido ingerir las barbas de centeno… Como ella nunca hubiera pensado en matarse y sobre todo en matarse de esta manera a la vez refinada y extremadamente dolorosa, era evidente una intervención extranjera…
       —¿No cree usted que su chófer, Martin, pudo haber tenido relaciones con ella?
       —Incluso estoy seguro de ello —aprobó el doctor Barion—. Le he preguntado a ese respecto y ha acabado por confesar.
       —¿Y no ha vivido en las colonias?
       —Únicamente en Argelia… Pero puedo asegurarle desde ahora que ha cogido una mala pista… Pacientemente, con la ayuda tanto de mi mujer como de la cocinera, elaboré una lista de los alimentos que pasaron por la casa durante estos últimos tiempos e incluso he analizado algunos. El lunes, cuando ya desesperaba de llegar a un resultado y mientras estaba en este despacho, mi atención se vio atraída por un ruido de pasos sobre la gravilla y distinguí a un hombre viejo que se dirigía hacia la cocina…
       »Era ése al que nosotros llamamos el señor Lunes y al que había olvidado completamente.
       —¿Señor Lunes? —repitió Maigret— con una sonrisa divertida.
       —Es el nombre que le han dado los niños, porque viene todos los lunes. Un mendigo como los de antaño, iba a decir un mendigo de antes de la guerra, limpio y digno, que cada día efectúa un recorrido diferente. Aquí, es el lunes… Poco a poco se han creado tradiciones, entre otras la de guardarle una comida completa, siempre la misma por otra parte, porque el lunes es para nosotros el día del pollo con arroz, que come tranquilamente en la cocina… Divierte a los niños que van a charlar con él… Ya hace bastante tiempo que noté que a cada uno les daba uno de esos pasteles de crema que se llaman religiosos, e intervine…
       Maigret, sentado desde hacía bastante rato, se levantó y su interlocutor prosiguió:
       —Ya conoce esa costumbre de los comerciantes que prefieren dar mercancía a los pobres que dinero… Me di cuenta de que aquellos religiosos procedían de un pastelero del barrio y que, verosímilmente, eran pasteles del día anterior… Para no apenar al buen hombre, no le dije nada, pero prohibí a mi hijo y a mi hija comer aquellos pasteles…
       —¿Que la doncella comía en su lugar?
       —Es probable.
       —¿Y es en esos pasteles…?
       —Esta semana, el señor Lunes vino como de costumbre, con sus dos religiosos envueltos en un papel crema… Después de su marcha, examiné las golosinas que le enseñaré en seguida y descubrí en ellas barbas de centeno en cantidad suficiente para provocar los trastornos que han llevado a la muerte a Olga… ¿Comprende ahora?… No era esa pobre muchacha la escogida, sino mis hijos…
       Se seguían escuchando sus voces en el piso de abajo. Todo estaba tranquilo y en calma, pero a veces se oía el deslizar chirriante de un coche por el asfalto del muelle.
       —Todavía no he hablado de ello con nadie… Le esperaba…
       —¿Sospecha que ese mendigo de…?
       —¿El señor Lunes? ¡Jamás! Por otra parte no lo he dicho todo y el resto bastará para poner a ese pobre hombre fuera de toda sospecha… Ayer fui al hospital, luego visité a algunos colegas… Quería saber si, en los últimos tiempos, habían registrado algún caso análogo al de Olga Boulanger…
       Con la voz seca, se pasó la mano por la frente.
       —Ahora bien, obtuve la casi certeza de que por lo menos dos personas han muerto de la misma manera: la una hace casi dos meses, la otra hace solamente tres semanas…
       —¿Habían comido pasteles?
       —No he podido saberlo. Los médicos, fatalmente, se habían equivocado sobre la causa de la muerte y no habían juzgado necesario provocar una investigación… ¡He ahí todo, comisario!… No sé nada más, pero ya he sabido bastante, como usted ve, para estar asustado… En alguna parte de Neuilly hay un loco o una loca que, no sé cómo, logra introducir la muerte en los pasteles…
       —Me decía hace un momento que eran sus hijos los que estaban sentenciados…
       —Sí… Sigo convencido de ello… Comprendo su pregunta. Cómo se las arregla el asesino para que sean precisamente los pasteles del señor Lunes…
       —¡Y tanto más cuanto que ha habido otros casos!
       —Lo sé… No me explico…
       Parecía sincero y, sin embargo, Maigret no podía impedir mirarle a hurtadillas.
       —¿Me permite que le haga una pregunta personal?
       —Se lo ruego…
       —Perdóneme si le hiere. Los Boulanger le acusan de haber tenido relaciones con su hija…
       El médico bajó la cabeza y gruñó:
       —¡Ya sabía que llegaríamos a esto!… No quiero mentirle, señor comisario… Es cierto, tontamente cierto, porque llegó lamentablemente un domingo que estaba solo aquí con la muchacha… Daría todo el oro del mundo para que mi mujer no se enterase nunca, porque sufriría demasiado… Por otra parte, le puedo jurar, palabra de médico, que en aquel momento Olga va era la amante de mi chófer…
       —¿Aunque el niño…?
       —No era mío, se lo aseguro… ¡Las fechas no corresponden!… Además, Olga era una buena muchacha que jamás hubiese soñado hacerme cantar… Ya ve que…
       Maigret no quería darle tiempo de recuperarse.
       —Y usted no conocía a nadie que… Espere… Ha hablado hace un momento de un loco o loca…
       —¡En efecto! Únicamente que… ¡es imposible, materialmente imposible! ¡El señor Lunes no pasa nunca por «la casa de ella» antes de venir aquí! Cuando va, en seguida se le pone en la calle y se le arrojan unos céntimos por la ventana.
       —¿De quién habla?
       —De Miss Wilfur… ¡Va usted a ver cómo hay una justicia inmanente!… Adoro a mi mujer y, sin embargo, tengo dos secretos para con ella… El primero ya lo conoce… El otro es todavía más ridículo… Si hiciese buen día vería, más allá de esta ventana, una casa habitada por una inglesa de treinta y ocho años, Laurence Wilfur, y su madre, que está imposibilitada… Son la hija y la mujer del difunto coronel Wilfur, del ejército colonial… Ya hace más de un año de esto, cuando las dos mujeres volvieron de una larga estancia en el Mediodía, fui llamado una tarde a la cabecera de la señorita, que se quejaba de inciertos dolores…
       »Estaba bastante sorprendido, en primer lugar porque no practico la medicina general, a continuación porque no descubría ninguna enfermedad en mi cliente… Estaba más asombrado todavía al saber, por la conversación, que ella conocía todos mis hechos y gestos, hasta mis menores manías, y no lo comprendí hasta que volví a este despacho al divisar su ventana…
       »Resumo, comisario. Por absurdo que parezca, Miss Wilfur está enamorada de mí como se puede estarlo a su edad, cuando se vive sola con una vieja en una gran casa lúgubre, histéricamente enamorada.
       »Dos veces más, me dejé coger… Fui a su casa y, cuando la auscultaba, de repente cogió mi cabeza y pegó sus labios a los míos…
       »Al día siguiente, recibí una carta que comenzaba así: “Querido…”. Y, lo más turbador, es que Miss Wilfur parece convencida de que somos amantes.
       »Puedo afirmarle lo contrario. Desde entonces, la he evitado. Incluso he llegado a ponerle en la puerta de este despacho a donde vino a hostigarme y, si no he hablado de ello a mi mujer, es a la vez por discreción profesional y para evitar unos celos sin fundamento…
       »No sé nada más… Le he dicho todo, como me había propuesto hacerlo… ¡No acuso!… ¡No comprendo!… Pero daría diez años de mi vida para evitar que mi mujer…
       Maigret, ahora, había comprendido que su calma del principio era falsa, preparada, obtenida por un gran esfuerzo de voluntad, y veía al joven médico, a fin de cuentas, presto a sollozar ante él.
       —Investigue a su vez… No quisiera influenciarle…
       Cuando Maigret atravesaba el hall, se abrió una puerta y dos niños, un muchachito y una chiquilla más pequeña, pasaron corriendo y riendo. Martin, detrás del comisario, cerró la verja.

* * *

       Maigret, aquella semana, conoció el barrio hasta la saciedad. Con una pesada obstinación, pasaba horas enteras recorriendo el muelle, a pesar del tiempo que seguía lluvioso, a pesar de la extrañeza de algunos criados que se habían fijado en él y que se preguntaban si aquel paseante equívoco no preparaba una mala jugada.
       Al mirar, desde afuera, la casa del doctor Barion, se tenía la impresión de un oasis de paz, de trabajo y de limpieza.
       Varias veces, Maigret vio a la señora Barion que empujaba ella misma, a lo largo de la orilla, el cochecito de último modelo. Una mañana iluminada, siguió con la mirada los juegos de los dos chicos mayores en el jardín en donde había instalado un columpio.
       En cuanto a la Wilfur, sólo la vio una vez. Era grande, sólidamente constituida, sin gracia ninguna, de grandes pies y andares masculinos. Maigret la siguió por si acaso, pero, en una librería inglesa del barrio, se contentó con cambiar libros, que obtenía por abono.
       Entonces, Maigret amplió poco a poco el círculo de sus peregrinaciones: fue hasta la avenida de Neuilly, en donde divisó dos pastelerías. La primera, estrecha y oscura, con la fachada pintada de un horrible amarillo, quedaría bien armonizada con aquella siniestra historia de los pasteles de la muerte. Pero el comisario buscó en vano en el escaparate, se dirigió al interior: ¡no hacían religiosos!
       Lo otra era la pastelería elegante del barrio, con dos o tres veladores de mármol en donde se podía tomar el té: «Pastelería Bigoreau». Todo era nítido, azucarado, perfumado. Una joven de sonrosadas mejillas iba y venía alegremente, mientras que la caja estaba regentada por una dama muy distinguida, con vestido de seda negra.
       ¿Se podía creer?… Maigret no se decidía a actuar. A medida que pasaba el tiempo, que la conversación con el doctor se hacía más lejana, las acusaciones de éste, vistas con una lupa, dejaban ver su fragilidad. Hasta el punto que en algunos momentos el comisario tenía verdaderamente la impresión de una ridícula pesadilla, de una historia inventada de cabo a rabo por un megalómano o por un hombre acorralado…
       Y, sin embargo, el informe del forense confirmaba los dichos de Barion: la pobre Olga, de rostro pecoso, estaba muerta como consecuencia de la absorción de barbas de centeno.
       Y los pasteles del lunes siguiente, los dos religiosos de aquel fantasmagórico señor Lunes, también contenían, metidas entre las dos partes del pastel, un número considerable de aquellas barbas. Pero ¿no habían podido ponerlas allí después del golpe?
       Para colmo, si el padre de Olga, que tenía una posada en su aldea de Finistere, había vuelto allí, su mujer, de luto riguroso, se quedaba en París y pasaba las horas en el Quai des Orfèvres, en la antesala, molestando a Maigret para tener noticias. ¡Una que creía en la todopoderosa policía! Por una nimiedad, se enfadó y había qué verla pronunciar, con los rasgos estirados, los labios apretados:
       —¿Cuándo le detendrá?
       ¡Al doctor, evidentemente! ¿Quién sabe si no acabaría por acusar a Maigret de alguna sospechosa complicidad?

* * *

       Decidió, sin embargo, esperar al lunes y, al hacerlo, casi tenía remordimientos, tanto más va que veía cada mañana una amplia bandeja de religiosos, recubiertos de crema al café, en la vitrina de la pastelería Bigoreau.
       ¿Podía jurar que no contenían la muerte, que aquella muchacha que se llevaba cuidadosamente tres, que aquel muchacho que devoraba uno al volver de la escuela, no sufrirían la suerte de Olga?
       A una hora, el lunes, estaba de guardia no lejos de la pastelería y a las dos horas solamente vio a un viejo al que reconoció sin haberle visto nunca. Los niños tienen ingenio. Era el señor Lunes que avanzaba a pasitos cortos, reposado y filosófico, sonriendo a la vida, saboreando los minutos, casi recogiendo sus migajas.
       Con un gesto familiar, empujaba la puerta de la pastelería y Maigret, desde fuera, era testigo del buen humor de la señora y la señorita Bigoreau que intercambiaban bromas con el viejo.
       ¡Estaban contentas de verle, era cierto! Su miseria no era de las que entristecen. Les contaba algo que les hacía reír y por fin la joven regordeta se acordaba de los ritos del lunes, se inclinaba en el escaparate, escogía dos religiosos que, con un gesto profesional, rodeaba de papel crema.
       El señor Lunes, sin apresurarse, entraba en casa del zapatero de al lado, pero allí sólo recibía una moneda pequeña. Luego, en el estanco de la esquina, en donde le daban un poco de picadura.
       Nada imprevisto en estas jornadas, era flagrante. Y las gentes del lunes, las del martes, en otro barrio, las del miércoles en otra parte, podían poner en hora su reloj a su paso.
       No tardó en alcanzar el bulevar del Sena y su andar se hizo más saltarín a medida que se aproximaba a la casa del doctor.
       Aquélla era la casa buena. Aquélla en la que le esperaba una verdadera comida, la misma que los dueños habían hecho un poco antes, una comida sentado delante de una mesa, una cocina limpia y bien caldeada. Entraba, acostumbrado a los lugares, por la puerta de servicio y Maigret llamó a la otra.
       —Quisiera ver al doctor en seguida —dijo a Martin.
       Se le hizo subir.
       —¿Quiere pedirme que nos traigan inmediatamente los dos religiosos? El viejo esta abajo… El tío Lunes comía, sin percatarse que en el consultorio dos hombres se inclinaban sobre el regalo que traía a los chiquillos.
       —¡Nada! —concluyó Barion tras un atento estudio.
       Por lo tanto, había semanas en que los pasteles estaban cargados de muerte y otras en los que eran inofensivos.
       —Se lo agradezco…
       —¿A dónde va?
       ¡Demasiado tarde! Maigret ya estaba en la escalera.

* * *

       —Entre por aquí, señor…
       La pobre señora Bigoreau estaba asustada ante la idea de que uno de sus clientes pudiese saber que recibía a un policía. Le introducía en un saloncito burgués, con las ventanas protegidas por vidrieras, que estaba a continuación de la tienda. Tartas se refrescaban sobre todos los muebles e incluso sobre los brazos de los sillones.
       —Quisiera preguntarle por qué le da dos religiosos, y no otros pasteles, al viejo que viene cada lunes…
       —Es bien simple, señor… Al principio, le daba cualquiera, pasteles deslucidos la mayor parte o pasteles de la víspera… Dos o tres veces la casualidad quiso que fuesen religiosos, que son bastante frágiles… Luego le di otros y me acuerdo de que, aquella vez, quiso comprar por lo menos dos religiosos…
       »—Me traen suerte —declaró.
       »Entonces, como es un buen anciano, tomamos la costumbre…
       —Otra pregunta… ¿Tiene usted una cliente de nombre Miss Wilfur?
       —Sí… ¿Por qué me lo pregunta?
       —Por nada… Es una persona encantadora, ¿no le parece?
       —¿Usted cree?
       Y el tono de aquel «¿usted cree?» le dio valor a Maigret para asegurar:
       —Quiero decir que es original…
       —¡Eso sí! Una original, como usted dice, que no sabe nunca lo que quiere. Si tuviese muchos clientes como ella, tendría que doblar el personal…
       —¿Viene a menudo?
       —¡Nunca!… Creo que nunca la he visto… Pero telefonea, mitad en francés, mitad en inglés, aunque se equivoca sin cesar… Siéntese, señor… Le pido perdón por dejarle de pie…
       —He terminado… Soy yo quien le pide perdón, señora, por haberla molestado.

* * *

       Tres inicios de frases que bastaban para explicarlo todo, revoloteaban por la cabeza de Maigret. La pastelera que había dicho al hablar de la Wilfur: «Una original, que nunca sabe lo que quiere…».
       Luego:
       «Si tuviese muchos clientes como ella, tendría que doblar el personal…».
       Ahora bien, un instante después, la misma pastelera confesaba que «ella no había visto jamás a aquella persona», pero que telefoneaba, «mitad en francés, mitad en inglés».
       Maigret no había querido insistir. Ya habría tiempo en el transcurso de los interrogatorios oficiales, en otra parte distinta a aquella pastelería dulzona. Sin contar con que la señora Bigoreau podía echar mano de su orgullo de comerciante y callarse, antes de confesar que aceptaba «devoluciones».
       ¡Porque era eso! ¡Las frases que había pronunciado no podían significar otra cosa! La inglesa encargaba por teléfono, mitad en francés, mitad en su lengua. Luego devolvía lo que le habían entregado, pretendiendo que había habido un error…
       ¡Devolvía los religiosos!… ¡Los religiosos en los cuales había tenido tiempo, mientras el recadero esperaba el servicio, de deslizar las barbas de centeno!…
       Maigret andaba, con las manos en el fondo de los bolsillos, hacia la casa del doctor Barion y, cuando alcanzaba la verja, casi chocó con el señor Lunes que salía.
       —Entonces, ¿ha traído sus dos religiosos? —lanzó alegremente.
       Y, como el viejo permaneciese cortado:
       —Soy un amigo de Barion… Parece que cada lunes trae pasteles a los niños… Por ejemplo, me pregunto por qué son siempre religiosos…
       —¿No lo sabe?… ¡Sin embargo, es bien simple!… Una vez que me habían dado de esta clase, los llevaba conmigo y los niños los vieron… Me confesaron que era su pastel preferido… Entonces, en vista de que son personas como ya no se encuentran, que me hacen comer como ellos, con postre, café y todo, ¿comprende?…

* * *

       Cuando, al día siguiente, con una orden de arresto en el bolsillo, Maigret se presentó para detener a Miss Laurence Wilfur, le habló por encima del hombro, amenazó con hacer intervenir a su embajador, luego se defendió paso a paso, con una notable sangre fría.
       —¡Sangre fría que es una prueba más de su locura! —dijo el psiquiatra encargado de examinarla.
       ¡Igual que sus mentiras, por otra parte! Porque pretendía ser desde hacía bastante tiempo la amante del doctor e incluso estar embarazada.
       Ahora bien, el examen médico probó que era virgen. Una visita minuciosa a la casa hizo descubrir, por otra parte, un gran número de barbas de centeno escondidas en un secreter.
       Por fin se supo, por su madre, que el coronel Wilfur había muerto en las Nuevas Hébridas por múltiples perforaciones intestinales provocadas por las maniobras de los indígenas.
       Maigret volvió a ver a Martin para el interrogatorio definitivo.
       —¿Qué hubieras hecho con el niño? —preguntó.
       —Me hubiera largado con Olga y hubiese abierto una taberna en el campo…
       —¿Y tu mujer?
       Se contentó con encogerse de hombros.
       Miss Laurence Wilfur, enamorada del doctor Barion hasta el punto de querer matar por despecho a los hijos de éste, hasta conocer sus pormenores gestos, hasta envenenar los pasteles en su voluntad salvaje de alcanzar su meta, Miss Laurence Wilfur, que había tenido la idea casi genial de servirse sin saberlo del inocente señor Lunes, ha sido internada, de por vida, en una casa de salud.
       ¡Y allí, desde hace dos años, anuncia a sus compañeras que va a dar un hijo al mundo!




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