George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


El pasajero y su negro (1940)
(“Le passager et son nègre”)
Originalmente publicado en Police-Roman
(n° 97, 29 de marzo de 1940);
Le Petit Docteur
(París: Éditions Gallimard, 1943, 589 págs.)



I

      —¿Mucho hielo?
       —Muy poco… Gracias.
       Y a veces Dollent, se veía obligado a hacer un violento esfuerzo para no exteriorizar una satisfacción infantil. ¿Era realmente él, el Doctorcito de Marsilly, con su traje de un color gris descolorido, su corbata siempre anudada con desaliño, su viejo sombrero, que tanta lluvia había recibido, era realmente él quien en aquel salón de primera clase, adornado con artesones de maderas raras, estaba sentado con las piernas cruzadas, el cuerpo blandamente inclinado hacia atrás, con, al alcance de la mano, un vaso de whisky en el que flotaba un pedazo de hielo y, entre los labios, un habano de multimillonario?
       Ciertamente, el navío no bogaba por alta mar. A través de los tragaluces, sólo se distinguía, tras la polvareda del sol, los muelles de Burdeos, y no era el jadeo de las máquinas lo que se oía, ni el ruido producido por las olas del océano, ni el roce del agua con el casco, sino el estrépito de las grúas que descargaban el paquebote Martinique.
       ¡Y qué gente distinguida alrededor del Doctorcito, qué de altos personajes prodigándole cuidados sin cuento! El vejete de la perilla, que no paraba de limpiar sus lentes, era nada menos que un administrador de la Compañía de navegación. El mocetón de pelo gris, vestido con un uniforme blanco lleno de galones, era el capitán del buque. Los demás eran oficiales, el comisario de a bordo, el médico.
       Unos meses antes, con el fin de hacer una investigación, el Doctorcito veíase obligado a meterse por entre las piernas de los oficiales, como un chiquillo, y estuvo en un tris de que lo echaran con violencia.
       ¿Era posible que su reputación de descifrador de enigmas se hubiese consolidado con tanta rapidez? Hoy día ya era un hombre consagrado. Incluso a Ana, la sirvienta que siempre refunfuñaba, le infundió un gran respeto la lectura del telegrama:

     «Le rogamos encarecidamente acepte investigación urgencia a bordo paquebote “Martinique”, actualmente escala Burdeos stop Estamos acuerdo con Policía oficial que le dará facilidades stop Aceptadas por adelantado sus condiciones».

       Su cochecito de cinco caballos, Ferblantine se hallaba en el muelle, entre los tinglados, blanco de polvo. En cuanto a esos caballeros, ¿no se quedaron atónitos, por no decir desilusionados, al ver llegar, en lugar del «gran» detective a quien esperaban, a un joven pequeño, delgado y nervioso que no aparentaba sus treinta años y que iba vestido sin preocupación alguna del qué dirán?
       Al igual que en un consejo de administración, el primero en hablar fue el administrador.
       —El drama que se produjo a bordo de este buque, doctor, y que es de los más misteriosos, puede acarrear a la Compañía que represento un perjuicio considerable. Por otra parte, la policía oficial, obligada a seguir ciertos métodos que pasan por científicos, ha realizado una detención que, de mantenerse, nos causará un perjuicio aún mayor.
       »Por eso le pedimos que lo ponga todo en juego para descubrir la verdad lo más pronto posible. El Martinique, como usted sabe, efectúa el servicio regular de la costa occidental de África, es decir, Burdeos-Pointe-Noire, con escala en todos los puertos coloniales franceses. Llegó anoche. Teóricamente, ha de volver a zarpar dentro de dos días, pero es casi seguro que las autoridades lo retendrán en Burdeos si antes no se aclara el misterio.
       »El estado mayor del buque está a su entera disposición… Nuestra caja también… No me queda más que desearle buena suerte y dejarle trabajar en paz con estos señores…
       Acto seguido, y satisfecho de su discurso, el caballero de los lentes y la perilla estrechó solemnemente la mano del Doctorcito y la del comandante, dirigió un vago saludo a los personajes de menor importancia y salió en dirección a su automóvil cerrado que le aguardaba al pie de la escala.

       —¿Quiere usted relatarme los hechos, comandante?
       —Con mucho gusto. Empiezo por el final, es decir, por los acontecimientos de anoche. En principio, el Martinique tenía que atracar ayer martes, a las seis de la tarde, aproximadamente. Primero, una fuerte marejada en el golfo de Gascuña retrasó nuestra marcha. Luego, cuando subimos por el Gironda, estalló una tormenta de violencia tal, que la visibilidad era casi nula. Rozamos con la quilla un banco de arena. Ése es el peligro que encierran los estuarios. Perdimos, pues, unas tres horas y cuando llegamos a Burdeos la aduana estaba cerrada.
       —¿Quiere decir que los pasajeros no pudieron desembarcar?
       —Exactamente. Tuvieron que esperar hasta esta mañana para…
       —Dispense… ¿Cuánto tiempo hacía que los pasajeros estaban a bordo?
       —Los que embarcaron en Pointe-Noire, tres semanas.
       —¿Y los parientes o los amigos, los aguardaban en el muelle?
       —Exacto también… Ocurre con frecuencia… Es inútil que le diga que cada vez provoca cierto mal humor. Afortunadamente sólo llevábamos unos veinte pasajeros de primera clase. En septiembre, el período de las vacaciones ya se ha terminado. Pasado mañana, en el viaje de ida, todos los camarotes estarán ocupados.
       —¿El drama, pues, ocurrió aquí mismo, en el muelle?
       —Quisiera darle una idea casi exacta del ambiente.
       Anochecía y todos los pasajeros se hallaban en cubierta agitando los pañuelos, contemplando las luces de la ciudad, gritando, con las manos a modo de altavoz, noticias a los que les esperaban. Antes de la visita aduanera y de la visita del servicio sanitario, nadie podía desembarcar.
       —¿Y no bajó nadie?
       —¡Imposible! La policía del puerto y los aduaneros montaban la guardia a lo largo del buque. Piense ahora que la mayoría de los pasajeros hacía más de tres años y algunos diez que se habían ido de Francia. Una mamá, desde el muelle, mostraba un niño a su marido que él no había visto nunca y que ya hablaba… Mal humor, le repito. Algunos intentos de colarse, pronto reprimidos… Fue entonces cuando Cairol, más conocido en África Ecuatorial por el nombre de Popol, arregló las cosas a su manera.
       »—¡Invito a beber champaña a todo el mundo! —gritó—. En el bar de primera…
       —Usted perdone —murmuró como un colegial el Doctorcito—. No estoy familiarizado con los buques de lujo. ¿Dónde está situado el bar de primera?
       —En el puente superior. Luego se lo enseñaré… La mayor parte de los pasajeros aceptaron. Sólo algunos fueron a acostarse… Bob, el barman, sirvió no solamente champaña sino muchos whiskys y combinados.
       —Otra pregunta antes de proseguir. ¿Quién es ese Cairol llamado Popol?
       La respuesta fue de una comicidad involuntaria, porque, sin pensarlo, el comandante dijo:
       —¡El cadáver!
       —Usted perdone… ¿Pero antes de ser un cadáver?
       —Un mocetón tan conocido en Burdeos como en la costa de África. Un leñador.
       —Lo siento, comandante, pero ni siquiera sé lo que es un leñador. Supongo que no será un simple cortador de madera.
       Los oficiales sonrieron y el Doctorcito conservó su aspecto calmoso e inocente de niño modoso.
       —Los leñadores son, por lo general, unos muchachos que nada temen. Obtienen del gobierno concesiones para varios millares de hectáreas en la selva ecuatorial, a menudo a considerables distancias de todo centro… Se internan en ella, reclutan como pueden a trabajadores indígenas, derriban caobas y ocumes… Esos árboles se han de enviar luego, por los ríos, hasta la costa… No es raro que en pocos años los leñadores amasen varios millones…
       —¿Es el caso de su Popol?
       —Popol ganó tres o cuatro veces fortunas así de importantes… Luego regresaba a Francia y gastaba en pocos meses todo lo que había ganado… Un detalle le define… Hace de ello cuatro años. Acababa de llegar a Burdeos con los bolsillos repletos. Llovía a cántaros… Desde un café que había enfrente del teatro, Popol miraba cómo desfilaban las damas escotadas y los caballeros de frac que asistían a una función de gala.
       »Entonces, para divertirse, Popol alquiló todos los taxis y los simones de Burdeos, con los que formó un cortejo larguísimo. A la salida del teatro, pasó a la cabeza de centenares de coches, por delante del teatro, mientras los espectadores y espectadoras hacían en vano señales desesperadas con las manos. Los pobres tuvieron que volver a sus casas bajo el chaparrón mientras Popol…
       —¿Volvió al Gabón?
       —Lo traía por cuarta vez, muy rico; por lo menos así lo decía. Iba acompañado de un negro al que, por irrisión, llamaba «Víctor Hugo». Un horrible negro bantú.
       »Popol no hizo nunca nada como los demás… Alquiló para su negro un camarote de primera clase, contiguo al camarote de lujo que él ocupaba. Le sentaba a su mesa, en el comedor de primera… En vano intenté hacerle entrar en razón…
       »—Yo pago, ¿no es verdad? —respondía—. Y siempre que “Victor Hugo” no escupa en los platos…
       —¿Dónde está ahora «Víctor Hugo»?
       —Ha desaparecido… Ya le hablaré de él… No sé si usted se imagina lo que representa un viaje de esta clase… Aparte de Popol y su negro, yo no llevaba a bordo más que gente seria, sobre todo funcionarios superiores y un general…
       »El calor, a lo largo de lo costa, es sofocante y hasta en el bar hay que cubrirse con el casco a causa de la reverberación.
       »El “bridge” y la “belote” ayudan a matar el tiempo, amén de numerosos aperitivos y whiskys… Se bebe mucho a bordo de los buques de línea…
       »Ocioso es decir que Popol, con su negro, causó sensación. Siento mucho que no haya tenido ocasión de conocer al hombre… Vulgar, como es de suponer… Un gran mocetón de cara huesuda, de ojos insolentes, de alegría ruidosa, que podía vaciar una botella de “pernod” o de “picón” sin emborracharse.
       »Buen mozo a pesar de sus cuarenta años… Despreciaba a los funcionarios y se mofaba de sus manías.
       »Pero se imponía, se sentaba a una mesa a la que no se le había invitado, encargaba bebidas para todo el mundo, contaba historias, daba palmaditas en los muslos de la gente, hacía tantas cosas y con tal desenvoltura, que acababa con el mal humor.
       »Cuando celebramos a bordo la fiestecita tradicional, gastó veintidós mil francos en puros y champaña… Creo que la caja que tiene usted delante es la última que queda a bordo.
       »En cuanto a las mujeres…
       Una leve sonrisa vagó por los labios del comandante, que miró a sus oficiales antes de proseguir:
       —No quisiera hablar mal del sexo débil, del que soy un gran admirador.
       Era inútil que hiciera confidencias. Ya había notado el Doctorcito que el comandante tenía cierta predilección por las mujeres hermosas.
       —… Ignoro si el ocio y el calor son la causa de ello, lo cierto es que la vulgaridad de Popol no desagradó a todas nuestras pasajeras… Cuando usted lo desee, le proporcionaré algunos datos que sin duda serán de gran utilidad para sus investigaciones, porque no es necesario que añada que, a bordo de un buque, ninguna de las pequeñas intrigas que se urden pasa inadvertida al estado mayor.
       —Me parece que empiezo a sentir la atmósfera de a bordo —murmuró el Doctorcito—. ¿Quiere usted enumerarme escuetamente a las mujeres que mantuvieron relaciones con Popol?
       —En primer lugar, la bella señora Mandine, como se la llama en Brazzaville… Su marido es administrador… Regresaban ambos para sus vacaciones de seis meses.
       —¿Luego?
       —Luego, evidentemente, la señorita Lardilier.
       —¿Por qué dice usted evidentemente?
       —Porque ha sido ella a la que han detenido… Tal vez he obrado mal al contarle lo sucedido, ora por el principio, ora por el fin… Mucho me temo que usted no acierte con la salida de tal laberinto.
       —Cuénteme el drama tal como ocurrió.
       —Vuelvo, pues, a la pasada noche. La mayor parte de los pasajeros estaban bebiendo en el bar.
       —¿Se encontraba allí la señora Mandine?
       —Sí… Y su marido había logrado combinar un «bridge» en un rincón, con el general y dos personas más.
       —¿Y la señorita Lardilier?
       —También estaba allí.
       —¿Y su padre? Porque supongo que esa señorita no viaja sola por la costa de África.
       —Su padre, Eric Lardilier, es el propietario de las «Factorías Lardilier», que uno encuentra en todos los puertos del Gabón… ¿No conoce usted África? Preciso, pues, el sentido de la palabra factoría. Se trata de unos negocios enormes… En una factoría, se vende y se compra todo: productos indígenas y máquinas, autos y víveres, vestidos, utensilios, y hasta barcos y aviones.
       —¿Así, pues, una gran fortuna?
       —Enorme.
       —¿Se conocían Popol y Eric Lardilier?
       —No podían dejar de conocerse, pero nunca vi que se dirigieran la palabra entre sí. El señor Lardilier muestra cierto desprecio por los aventureros que, a su juicio, perjudican la reputación de las colonias.
       —¿Estaba en el bar el señor Lardilier?
       —No. Había ido a acostarse.
       —Ahora, el drama, por favor.
       —En cierto momento, hacia la una de la madrugada, Popol abandonó a sus invitados diciendo que no tardaría en volver… Dio la impresión de alguien que va a buscar algo a su camarote.
       —¿Le acompañaba su negro?
       —No. «Víctor Hugo» debía hallarse en el camarote cerrando los baúles… Eso me recuerda un detalle del que le hablaré luego… Así, pues, Popol acababa de bajar… Fue entonces cuando un camarero, Juan Miguel, que sirve en la Compañía desde hace muchos años, y en el que uno puede tener confianza, pasaba para su servicio por el pasillo B, al que da el camarote de Popol… la puerta estaba abierta… El camarero echó una ojeada maquinalmente…
       »Vio en el centro del camarote a la señorita Lardilier con un revólver en la mano…
       »Entró. También la puerta del cuarto de baño estaba abierta. Dio un paso hacia adelante. Y allí, junto a la bañera, descubrió el cadáver de Paúl Cairol, llamado Popol, tendido en el suelo, donde se extendía una mancha de sangre.
       Enseguida dio la señal de alarma… El primero en llegar fue el médico. Comprobó que el pasajero sólo hacía unos instantes que había fallecido de un balazo en el pecho. Él fue también quien tuvo la idea de envolver en un pañuelo el revólver que la señorita Lardilier, aturdida, acababa de dejar sobre la mesa.
       »Hice que se avisara a las autoridades… Inmediatamente dio comienzo la investigación, a fin de hacer posible que en cuanto amaneciera los pasajeros pudieran desembarcar. Ya puede usted suponer la noche que hemos pasado, los interrogatorios, en este salón donde ahora nos hallamos…
       —¿Pero y el negro? —Insistió el Doctorcito.
       —No fue posible echarle la mano encima… Los aduaneros y los agentes no le vieron bajar. La mayoría de los tragaluces estaban abiertos a causa del calor, y es muy probable que pasara por uno de los de babor y que llegara al muelle nadando.
       —¿Qué dice la señorita Lardilier?
       —Antoinette… —empezó el comandante, que se mordió la lengua y prosiguió:
       —Ella y yo éramos buenos amigos. Por eso acabo de designarla por su nombre… Se la interrogó durante más de una hora, y no se obtuvo nada de ella, salvo la declaración siguiente que ya empiezo a saberme de memoria:

     «—Me dirigía a mi camarote para ir a buscar un mantón español, porque empezaba a soplar un viento fresco, cuando pasé por delante de la puerta abierta del señor Cairol… Me sorprendió mucho ver un revólver en el suelo… Lo recogí e iba a llamar cuando surgió un camarero…
       »No sé nada… Ignoraba que hubiera un cadáver en el cuarto de baño… No tenía yo motivo alguno para matar al señor Cairol…».

       —Lo malo es —suspiró el comandante— que en ese revólver, el que mató a Popol, no se ha encontrado más que sus huellas… Vea la copia del interrogatorio de la señorita Lardilier… Si desea darle un vistazo…
       Pregunta. —¿No mantuvo usted relaciones asiduas con el señor Cairol durante la travesía?
       Respuesta. —Como casi con todo el mundo a bordo.
       Pregunta. —Hay testigos que afirman que, avanzada la boche, solía pasearse con él por el puente.
       Respuesta. —Yo nunca me acuesto temprano… A veces me paseaba con él, como también me paseaba con el comandante… Ello no es óbice para que no haya matado ni al señor Cairol ni a nadie.
       —¿Es exacto, comandante?
       —Absolutamente exacto… Y añadiré que, a menudo, la señorita Lardilier venía a tomar el aperitivo a mi despacho. Con buen fin… Es costumbre corriente a bordo de los buques donde las distracciones son raras y los flirteos no tienen consecuencias…
       —¿Usted y Cairol eran, pues, sus dos flirteos?
       —Si usted quiere.
       Sonrió. El Doctorcito volvió a sumirse en la lectura.
       Pregunta. —¿No encontró a nadie cuando llegó al pasillo B.?
       Respuesta. —A nadie.
       Pregunta. —No obstante, el asesino no podía estar lejos, puesto que, cuando mucho más tarde llegó el médico, el señor Cairol estaba dando las últimas boqueadas.
       Respuesta. —Lo lamento. No tengo nada que añadir. Por lo tanto, no responderé más…
       —¿Otra copa de whisky?… Por favor… La policía, pues, tiene a la señorita Lardilier a su disposición… Ello equivale a decir que está detenida. Su padre se vuelve loco de rabia. Es un importante cliente de la Compañía y está dispuesto a amotinar a todos los exportadores de Burdeos contra nosotros. Yo fui, doctor, quien tuvo la idea de acudir a usted, porque estoy al corriente de muchas de sus investigaciones… No creo en la culpabilidad de Antoinette… Estoy persuadido de que este asunto es algo más que una vulgar historia de amor o de celos y de eso quisiera hablarle ahora.
       »Estos señores, a quienes rogué que se quedaran para que usted pudiera constatar más fácilmente mi declaración, no me contradecirán.
       »La actitud de Popol, desde el momento en que se embarcó en Libreville, tenía algo de equívoca.
       »Cierto es que siempre fue un hombre muy original y un calavera… No era el “bluff” el menor de sus defectos Le gustan, mejor dicho, le gustaban, las actitudes espectaculares… Después de tres años de soledad en la selva en unión de sus negros, gozaba plenamente de la vida y sentía por ella una pasión casi agresiva.
       »A pesar de eso, no dejo de estar persuadido de que esta vez su estado no era normal… Hablando de su negro, decía:
       »—¿No tienen los “gangsters” americanos su escolta? Ya que yo me juego la vida tanto como ellos, tengo el derecho de poseer la mía. ¿No es cierto, señores?
       —Exacto.
       —Soltaba otras frases, sobre todo cuando estaba bebido, lo que le ocurría diariamente. Entre otras, ésta que recuerdo textualmente:
       »—Esta vez, mi fortuna no está en los bancos y no corro el riesgo de que el fisco me quite la mitad como durante mi última estancia en Francia…
       El Doctorcito, siempre prudente, cortés, preguntó:
       —¿Adivinó usted a qué aludía?
       —No… La cosa resultaba más curiosa porque hablaba de varios millones… Afirmaba que ya no tendría más necesidad de volver a África… Cuando perdimos la costa de vista exclamó:
       »—¡Adiós para siempre!
       »Luego, otra vez, dijo, y eso lo oyó el barman Bob:
       »—Si llego vivo a Burdeos, vaya vida la que me voy a dar… Y esta vez durará…
       —Supongo, comandante, que su Popol no llevaba consigo varios millones en billetes de banco.
       —¡Es imposible! —replicó rápidamente el comandante—. ¿Dónde se hubiera procurado esa suma en Libreville? La banca de Libreville no la posee. Allí, todos los pagos se efectúan por giros y se guarda la menor cantidad posible de numerario… No obstante…
       El comandante se quedó meditabundo… Y el médico del buque intervino por primera vez.
       —¡Tengo motivo para creer que Popol llevaba su fortuna consigo! —dijo—. Recuerdo un detalle. El hecho ocurrió después de la escala de Grand-Bassam. Aquella noche el hombre había bebido mucho más que de costumbre. Por la mañana, vino a mi camarote con la mirada inquieta.
       »—Tendrá que auscultarme, doctor. Sería una lástima ahora que estoy forrado para lo que me resta de vida…
       »Y descubriendo su pecho me explicó:
       »—Esta mañana he sentido como unos retortijones en el costado izquierdo… Diga ¿no padeceré del corazón?
       »Le tranquilicé. Volvió a vestirse. En el momento de ponerse su chaqueta de tela, se dio cuenta de que le había caído del bolsillo una carterita de piel de cocodrilo La recogió vivamente con una risita burlona:
       »—¡Diablo!… ¡Me iba a dejar la fortuna en su camarote!… ¡Cara me hubiera resultado la consulta!… Sin contar con que usted no hubiera podido hacer nada con ella…
       »Ahora bien, aquella cartera no abultaba y debía de contener muy poca cosa…
       —¿Declaró usted esa visita a la policía? —preguntó el Doctorcito con cierta angustia.
       —Confieso que no se me ocurrió la idea de hacerlo… Me he acordado de ello al oír lo que acaba de explicar el comandante.
       —Oiga, comandante. Sin duda, usted asistió, como único dueño del buque después de Dios, al examen del cadáver y al registro de las ropas y del camarote… ¿Vio usted la famosa cartera?
       —¡No! Vi una gran cartera de cuero amarillo que contenía papeles de todas clases y un pasaporte… Pero nada más.
       —¿Sabe usted dónde pasan en Europa sus vacaciones los Mandine?
       —En Arcachon… Poseen allí una pequeña villa.
       —Perdone mi indiscreción. ¿Iba también a tomar el aperitivo en su camarote la señora Mandine?
       —Alguna vez.
       —¿Cree usted que entre ella y Popol las relaciones se limitaban a un simple coqueteo?
       Una ligera turbación. Una sonrisa.
       —La señora Mandine es una mujer de mucho temperamento, como se dice vulgarmente… Cuando usted conozca a su marido, comprenderá que…
       —Comprendo. Gracias. Supongo que, en Francia, el señor Lardilier vive en Burdeos.
       —En el muelle de los Chartrons… A menos de quinientos metros de aquí.
       —¿Subió al buque en Libreville?…
       —No… Su principal factoría se halla situada en efecto en Libreville… Pero se encontraba con su hija en Port-Gentil, la escala siguiente…
       —¿Sabía Popol que Lardilier sería pasajero de su buque?
       —Lo ignoro. Las dos escalas están muy cercanas… Los parajes son malos para la navegación… No tuve tiempo para ocuparme de mis pasajeros.
       —¿Acaso el comisario de a bordo?
       Éste intervino a su vez.
       —Ya el primer día, el señor Cairol preguntó quiénes serían los pasajeros que recogeríamos en las escalas… Yo le enseñé la lista.
       —¿Y no notó usted nada anormal en su conducta?
       —Hace ya tiempo de eso… Poco podía suponer que ocurriría un drama al terminar el viaje… No obstante, casi podría afirmar, aunque sin jurarlo, que sonrió de una manera rara.
       —¿Una sonrisa de satisfacción?
       —Me es muy difícil responderle… Sin embargo… Pero no quisiera que hiciera gran caso de lo que voy a decirle… Me parece que su sonrisa era irónica… No… Exactamente… Más bien sarcástica.
       —¿No dijo nada?
       —Dijo, lo que no me sorprendió viniendo de él, pero ahora quizás adquiera un sentido:
       »—¡No nos faltarán mujeres bonitas!
       —¡Muchas gracias, señores! —dijo gravemente el Doctorcito descruzando las piernas.
       Y, por vez primera, juzgó necesario adoptar un aire casi solemne.
       —¿Puedo preguntarle, doctor, si tiene usted una idea y si cree…?
       —Dentro de veinticuatro horas le responderé, comandante…
       Al ver que se le tomaba tan en serio, hubiera soltado una carcajada de no haber pensado:
       —Pobre de ti, resulta halagador el haber impresionado a esos caballeros y ser una especie de celebridad nacional.
       ¡Pero ahora de lo que se trata es de descubrir algo! Basta ya de pavonearse en un salón de primera clase bebiendo whisky helado y fumando cigarros de lujo. Dentro de pocas horas, te expones a ponerte en ridículo una vez para todas y a volver a Marsilly con el rabo entre piernas…
       No obstante, rebosaba de alegría. Quizás era debido al sol, a la nueva atmósfera de aquel hermoso paquebote, a los uniformes blancos que le rodeaban y a aquel perfume de aventura que respiraba desde que subió a bordo…
       Al fin y al cabo, ¿por qué iba a quemarse la sangre? Era evidente que alguien había asesinado a Cairol, alias Popol.
       ¿Iba él a ser más tonto que el asesino? ¿No tenía él por principio la frase siguiente, que ya pensaba hacer inscribir en la cabecera de la cama: «Todos los asesinos son unos imbéciles, puesto que el asesinato no rinde nunca nada»?
       ¡Y como él no pretendía ser más estúpido que un imbécil!…
       —¿Había ya estado en Europa «Víctor Hugo»?
       —¡Jamás!
       —¿Habla francés?
       —Diez palabras… Popol y él conversaban en bantú.
       —¿Hay muchos bantús en Burdeos?
       —Un centenar… Las autoridades marítimas los conocen a todos…, porque para traer a un negro del África Ecuatorial hay que dar una importante fianza… Diez mil francos.
       —¿Entregó, pues, diez mil francos, Popol, para traer consigo a «Víctor Hugo»…? Supongo que la Policía no tardará en dar con ese indígena.
       Como si hubiese sido una cosa convenida el camarero anunció:
       —El inspector Pedro, comandante.
       Y el inspector entró, saludó a todo el mundo y se quedó mirando al Doctorcito, de quien debió haber oído hablar.
       —He venido para comunicar que hemos encontrado al negro. Estaba escondido a bordo de una vieja gabarra amarrada cerca del puente… Tiembla como un azogado… Se está buscando a un intérprete para interrogarle.
       —¿Me permite hacerle una pregunta, inspector? —intervino Juan Dollent—. El revólver.
       —Y bien…
       —¿Se sabe a quién pertenece?
       —Es un Smith y Wesson. Un arma peligrosa… Pero nadie, entre los pasajeros, confiesa haber poseído un Smith y Wesson.
       —Es un arma que se adquiere difícilmente, ¿no es cierto?
       —Es algo embarazosa… Sólo los especialistas… A quince pasos mata a un hombre, en tanto que los pequeños brownings
       El doctor vació su copa, se enjugó los labios, vaciló, luego metió la mano en la caja de cigarros.
       ¡La clientela de Marsilly no le ofrecía habanos de aquel calibre!


II

      Por el momento, la escena alcanzaba tan realmente la cumbre de lo grotesco que se convertía en sublime. El Doctorcito y el inspector Pedro no se atrevían a mirarse por miedo a soltar la carcajada y el comandante tenía que volver la cabeza sin cesar.
       Así, pues, la casualidad había obrado a las mil maravillas. Donde se hubiera necesitado al hombre más paciente del mundo, el azar había designado al comisario Frittet, que era aproximadamente en la policía lo que el brigada Frick
[es decir, un suboficial ignorante, huraño y apegado a los reglamentos] es en el ejército; un hombre pequeño de pelo negro, de bigotes agresivos, con la sangre a flor de piel y que echaba pestes y alborotaba el cotarro con el acento sonoro de los alrededores de Toulouse.
       —Esta noche… noche… negro… Esta noche… tú aquí… esperar dueño… dueño «sahib» bajará…
       El camarote era bastante amplio, estaba lleno de sol y los baúles de Pablo Cairol se hallaban allí todavía. La puerta del cuarto de baño estaba abierta. El comisario gritaba. El intérprete gritaba más fuerte que él y finalmente un destello de razón pareció aflorar a los ojos de «Víctor Hugo». Entró en el cuarto de baño. Todo el mundo le siguió. Se fue hacia un gancho esmaltado fijado en la pared cerca de la bañera y del que aún colgaba un albornoz de tela esponjosa abigarrado.
       —¡Aquí! —dijo el negro.
       ¡Vaya! ¡Por fin, había comprendido! No obstante, el comisario insistió y «Víctor Hugo» asintió con la cabeza.
       Se hallaba realmente en el cuarto de baño cuando bajó su dueño… Ocupado en preparar los baúles, iba a buscar el albornoz y los objetos de tocador.
       —¿Me permite usted? —preguntó el Doctorcito, colocándose junto al negro.
       Y comprobó que desde aquel lugar no se podía ver el camarote.
       —¿Qué está diciendo? Traduzca lo que dice.
       Porque, ahora «Víctor Hugo», callado durante tanto tiempo, hablaba por los codos y no había manera de hacerle callar.
       —¿Qué es lo que dice?
       —Dice que, de golpe, entró su dueño. Iba aprisa, como si hubiese olvidado algo importante. Luego se oyó un ruidito, algo así como un hipo, y el blanco cayó de bruces.
       —¡A Pablo Cairol le hirieron por la espalda! —dijo el inspector en voz baja al Doctorcito—. Lo que parece confirmar la buena fe del negro.
       El comisario insistió:
       —¿Y luego?… Pregúntale lo que hizo, lo que vio…
       —No vio a nadie… Se agachó… Había mucha sangre… Entonces, tuvo tanto miedo que saltó por el tragaluz.
       En aquel momento, Juan Dollent notó que pisaba algo duro. Había retrocedido para dejar paso al comisario y a sus negros y se encontraba casi detrás de la puerta. Se agachó y recogió un pequeño tubo de acero negro que alargó a Frittet murmurando algo ininteligible con tanta calma y un aire tan ingenuo que contrastaba extrañamente con la precedente escena tumultuosa:
       —Dígame, comisario ¿no es eso lo que se llama un silenciador?
       Lo era, en efecto, y al mismo policía se le habían ofrecido pocas ocasiones para examinar uno tan de cerca, porque ese objeto, inventado por los bandidos americanos, es muy difícil de encontrar.
       —He ahí por qué nadie oyó la detonación.
       Los dos negros se preguntaban por qué ya nadie se ocupaba de ellos. El asunto, de golpe, tomaba otro cariz. Ya el hecho de que el arma fuese un Smith y Wesson había dejado perplejo al Doctorcito. ¡Mas he aquí que aquella arma temible se volvía más temible aún, puesto que estaba provista de uno de los últimos modelos de silenciadores!
       ¿Quién había entrado la noche anterior en aquel camarote?
       —Desearía hacerle algunas preguntas más, comisario. Me han afirmado que ninguna persona, perteneciente al buque, había desembarcado. Pero ¿se tiene la misma certeza de que nadie entró en el barco?
       —Los guardias y los aduaneros así lo aseguran.
       —Yo pensé que… teniendo en cuenta que «Víctor Hugo» pudo desaparecer valiéndose del tragaluz y nadando, ¿no hubiera podido un hombre llegado en un bote…?
       —Nos hallamos a unos seis metros o más sobre el nivel del mar… A menos de creer que el hombre trajera una escalera o que alguien, desde el interior, le lanzara un cabo…
       Entonces el Doctorcito sonrió y el irascible comisario se preguntó por qué. Y era que ocurría un fenómeno bastante curioso. En el preciso instante en que Dollent abandonaba la hipótesis de un asesino llegado del exterior, sintió que aquella idea interesaba a su interlocutor y que éste iba a lanzarse tras esa pista.
       ¡No conducirá a ningún lado!
       El resorte que detenía el mecanismo acababa de soltarse y el Doctorcito contaba desde entonces con ana base, una primera verdad:

     Popol no tenía miedo de nadie que viniera del exterior.

       Si no, ¿por qué durante todo el viaje, cuando estaban en alta mar y nadie podía subir a bordo, había tomado tantas precauciones, como la de hacerse acompañar por el negro, todo el día, hasta en el comedor?
       ¿Y por qué, precisamente en Burdeos, había descuidado su vigilancia?
       —Me estoy preguntando —dijo a media voz, como si hablara consigo mismo— por qué, cuando estaba bebiendo en el bar, bajó tan precipitadamente.
       El equipaje estaba todavía allí. El comisario siguió la mirada del Doctorcito.
       —Lo registré todo anoche —se apresuró a declarar—. Debo decirle que en el bolsillo del muerto se encontró un revólver.
       —¿Smith y Wesson?
       —No… Un revólver de cilindro con recámara de gran calibre… En el cajón de este baúl hay otro…
       —¿Y no encontró en ningún sitio una carterita de piel de cocodrilo? Tal vez le voy a dar un trabajo inútil, comisario. Creo, no obstante, que tendría que registrar minuciosamente este camarote y el cuarto de baño… Entretanto, se podría encerrar a los dos negros aquí al lado.
       El registro duró cerca de una hora y el comandante, obsequioso, hizo servir aperitivos. Dollent, dirigiéndose al camarero, le preguntó:
       —¿Es usted quien estaba de servicio anoche en este pasillo?
       —Sí, señor.
       —¿Puede precisar cuáles fueron las personas que llegaron primero cuando usted dio la señal de alarma?
       —Confieso que no presté atención. Estaba muy nervioso… Era la primera vez que veía semejante espectáculo… Recuerdo que el doctor…
       —¿Pero y los pasajeros?… ¿Llegó el señor Lardilier entre los primeros?
       —No, eso puedo afirmarlo.
       —¿Por qué?
       —Porque, en pleno tumulto, oí un timbre. Me pregunté quién podría llamar en aquel momento. Fui al pasillo a ver. La luz estaba encendida en la parte superior de la puerta del señor Lardilier. Llamé. Entré. Estaba en su cama de muy mal humor y me preguntó:
       »—¿Quién es el que promueve este alboroto? ¡No solamente nos retienen a bordo una noche más, sino que nos impiden dormir!… Dígale al comandante…
       —¿Le puso al corriente?
       —Sí. Se puso una bata y me siguió.
       —¿No vio usted a la señora Mandine?
       —No.
       —Yo la asistí —intervino el médico del buque—. Cuando se enteró de lo ocurrido al señor Cairol, bajó como todo el mundo, pero no llegó hasta aquí porque se desmayó en la escalera. Allí fue donde la hice volver en sí, y ordené a una camarera que la acompañara a su camarote.
       Entonces, el comisario Frittet suspiró:
       —Prefiero decirles enseguida que por ese camino no llegarán a ninguna parte. Interrogué a los pasajeros y a la tripulación, la noche misma, cuando los recuerdos estaban aún frescos en todas las memorias. He podido comprobar que en un buque es imposible precisar los hechos y los movimientos de cada persona en un momento dado… Dejando aparte a los cuatro jugadores de «bridge»… Ésos no podían abandonar su mesa.
       —¡Usted perdone! —replicó el Doctorcito—. Usted no debe ser jugador de «bridge», comisario; porque en el «bridge» hay siempre un muerto, es decir, uno de los jugadores que puede levantarse de la mesa durante los pocos minutos que dura una partida…
       Sus ojitos brillaban. Era divertido arrojar así al policía sobre pistas diversas; divertido, sobre todo, el ver con qué ardor corría hacia ellas.
       —¿Cree usted que…?
       —Creo que no sabremos nada hasta que hayamos encontrado la pequeña cartera de que le hablé. Creo también que no somos nosotros los que la encontraremos… No conocemos bastante los buques para lograrlo… Comandante, son ustedes y el maquinista los que han de ayudarnos… Veamos… Si usted ocupara este camarote y este cuarto de baño y tuviera que esconder una cartera de pequeñas dimensiones, ¿cómo se las arreglaría?
       Se pasó revista a todas las hipótesis. Se hicieron resonar uno tras otro los azulejos de las paredes del cuarto de baño. Hasta se desarmaron ciertas tuberías y los cuatro ventiladores.
       —¿Se pueden estropear esos baúles, comisario?
       —Por mí… Usted se las entenderá con el juzgado…
       Se redujeron literalmente a pedazos para asegurarse de que no contenían escondrijos. Se examinaron los tacones de los zapatos que habían pertenecido a Popol.
       —En fin, señores, es imposible que… Ocupemos todos el lugar de este hombre… Tiene una cartera y la ha de esconder… Es una cuestión de vida o muerte.
       Empezó a impacientarse también él. No podía admitir su derrota. Miraba a su alrededor buscando una inspiración. Fue entonces cuando se dejó oír la voz del comisario.
       —Si es cuestión de vida o muerte, ¿quién le dice a usted que el asesino no se llevó la cartera? Además, doctor, me parece que nos hemos apartado mucho de la señorita Lardilier, que se hallaba precisamente aquí, con el arma homicida en la mano cuando el camarero… Le hago observar, también, que sus huellas hablan con indestructible elocuencia.
       —¡Evidentemente! ¡Evidentemente! —gruñó el Doctorcito—. Creo que voy a dar una vuelta por la ciudad para variar de ideas.
       El comandante fue a su encuentro en el fondo del pasillo.
       —Dos palabras, doctor… Creo interpretar el deseo de la compañía… Ignoro si descubrirá usted la verdad como deseo. Pero quisiera que, en todo caso, dé al señor Lardilier la impresión de que usted actúa en un sentido favorable a su hija… Quisiera que él supiera que hemos hecho todo lo posible para sacarla del apuro… Usted me comprende, ¿verdad?
       Ése estaba seguramente enamorado de Antoinette Lardilier y se alejaba sonrojándose levemente.


III

      Si me he permitido molestarle, es porque estoy persuadido de que su hija no asesinó a Pablo Cairol… La Compañía, deseosa de descubrir la verdad, me ha encargado que realice una investigación conjuntamente con la de la Policía… He creído que lo mejor que podía hacer era venirle a ver a usted primero.
       Hablaba con un hombre de aspecto tosco, de pelo tupido y desconfiada mirada. El Doctorcito se hallaba en su salón del muelle de los Chartrons, y las persianas, en las que el sol daba de lleno, no dejaban filtrar más que delgados rayos de luz.
       —Usted es un viejo colonial, si puedo permitirme esa palabra.
       —He cumplido sesenta y dos años, de los cuales pasé cuarenta en las colonias. No le ocultaré que todo lo he obtenido a pulso por mi propio esfuerzo, a fuerza de trabajo, de paciencia y también de voluntad.
       —¿Conocía al llamado Popol?
       —No le conocía ni quise conocerle jamás. Si usted hubiera vivido en África, sabría que los hombres como él, aventureros vulgares y esclavos de los goces materiales, son los que más perjudican a una buena colonización.
       —Me voy a permitir hacerle una pregunta indiscreta, señor Lardilier… No vea en ella sino mi deseo de llegar a la verdad… Teniendo en cuenta lo que usted pensaba acerca del imbécil de Popol, ¿por qué permitía que su hija?…
       —Ya sé lo que va usted a decirme. Sin duda, doctor, usted no tiene hijos. Mi hija, cuya madre murió hace quince años, pasó la mayor parte de su vida en las colonias, donde la existencia es más libre que aquí… Sólo tengo a ella en el mundo… Es inútil que le diga que es una niña mimada. Cuando me atreví a llamarle la atención sobre Pablo Cairol, me respondió simplemente:
       »—¿Acaso tengo yo la culpa de que él sea la única persona divertida de a bordo?
       »Y conozco lo suficiente a mi hija para saber que hubiera sido inútil insistir…
       —Así, pues, sintiéndolo mucho, asistió usted al flirt que se iniciaba.
       La frente del negociante se frunció.
       —¿Por qué habla usted de flirt? ¿No puede acaso una joven jugar al tejo o a las cartas con un hombre sin que haya necesidad de sospechar otras cosas? Si eso es lo que cree, doctor, prefiero declararle enseguida que…
       «¡No, hombre, no! ¡No te enfades, amigo! —pensó Juan Dollent—. Mi pasión por los asuntos policíacos ha sido la causa de que varias veces me echaran de casas como ésta. Esta vez no ocurrirá lo mismo. ¡Me mostraré lo más amable posible!».
       Y, en voz alta, con aire cándido:
       —Usted perdone… La expresión ha ido más allá de mi pensamiento. Me he limitado a repetir una palabra que el comandante…
       Y el otro, al oír eso, se puso furioso.
       —¡Lo más bonito del caso es que fue justamente su comandante quien no cesó de molestar a Antoinette con sus asiduidades!… ¡Y si, por lo menos, se hubiese limitado a perseguir a ella!… Pero se pasaba el día corriendo tras las faldas de las damas y es él ahora quien se permite…
       —Lo cierto es que se siente atraído por el bello sexo… Pero yo desearía hablar con usted de cosas más serias… Imagínese que he llegado a la conclusión de que Popol ocultaba algo en su camarote y que fue debido a ese algo que lo mataran. Si yo llego a demostrarlo, es casi seguro que su hija quedará descartada, porque es poco probable que se trate de una carta de amor… ¿Me comprende usted?
       —¿Qué le hace creer eso?
       —Una idea sin base alguna, claro está. Pero tengo ciertas intuiciones… Así, le diré…
       Su verborrea y su aplomo se hacían insoportables. Al verle, era difícil imaginar que aquel hombre presuntuoso había realmente dilucidado misterios tenidos por indescifrables.
       —Usted, señor Lardilier, ha navegado mucho… Figúrese que, esta mañana, ha sido la primera vez que he subido a bordo de un verdadero paquebote… Excepto el correo que presta servicio entre Boulogne e Inglaterra… Por eso le hago esta pregunta: si usted tuviera que esconder una pequeña cartera, o un simple papel, en un camarote de lujo como el de Popol, ¿qué sitio escogería?
       »¡Todo estriba en eso!… Cuando yo pueda responderle a esa pregunta, esos señores de la Policía tendrán que soltar a su hija y excusarse humildemente.
       —¿Una cartera? —repitió Lardilier—. ¿Qué clase de cartera?
       —Por ejemplo, una carterita de piel de cocodrilo… Registramos el camarote esta mañana… Casi derribamos el cuarto de baño y desarmamos la bañera… También registramos la habitación del negro.
       —¿Y no encontraron nada?
       —¡Nada! Ahora bien, yo me resisto a creer, como el comisario, que el asesino tuvo tiempo para apoderarse de la cartera en cuestión para huir con ella… El hecho de que su hija surgiera…
       —Mi hija afirma que no vio a nadie.
       —Ya lo sé… Ya lo sé… Leí su declaración.
       —¿Y no le parece sincera?
       —Absolutamente sincera… Es decir…
       —¿Es decir qué?…
       —Nada… Usted no ha respondido a mi pregunta, señor Lardilier… Si usted tuviera que esconder…
       —No sé… ¿Debajo de la alfombra?
       —Ya lo miraremos.
       —¿Encima de un armario?
       —Allí buscamos…
       —En ese caso… Dispénseme… He de recibir al abogado de mi hija, que me aguarda a las dos. ¡Cuando pienso que han tenido el cinismo de encerrarla como a una criminal!… Le agradezco su visita, doctor… Si en algo más puedo serle útil… ¿Un cigarro?
       —Gracias.
       ¡Demasiados cigarros!… ¡Demasiados whiskys! ¡Ya era lo bastante petulante sin ellos! Raras veces se había sentido tan jovial. Raras veces había dado muestras de un buen humor tan estrepitoso, y sorprendió al secretario de redacción de la Petite Gironde con su parloteo.
       —He pensado que no le disgustaría tener algunos informes acerca del crimen de anoche… La Policía oficial no debe proporcionarles muchos… Pero como he sido encargado oficialmente de la investigación…
       »Imagínese que he llegado a la conclusión de que todo el drama gira alrededor de un pedazo de papel. ¿Quiere tomar nota?…
       »Vea, pues: Pablo Cairol, alias “Popol”, regresaba del Gabón con una fortuna de muchos millones, según él afirmaba…
       »Tenía miedo… Sabía que le acechaba un peligro…
       »Ahora bien, esa fortuna de muchos millones estaba contenida en una carterita de piel de cocodrilo. Un día, la dejó caer en el camarote del médico y así fue como…
       »¿Voy demasiado aprisa?
       »Así, pues, alguien, a bordo, quería apoderarse de la carterita o, mejor dicho, del documento que contenía…
       »Durante todo el viaje, ese alguien estuvo al acecho, pero Popol tomó muchas precauciones, y en ningún momento le cogieron desprevenido…
       »¿Por qué, la última noche?… O, mejor, voy a formular la pregunta de otra manera: ¿Por qué Popol, que estaba en el bar bebiendo muy alegremente, bajó de pronto, corriendo, a su camarote?
       »¿Porque se sintió súbitamente en peligro? De haber llevado el documento consigo, no hubiera tenido nada que temer…
       »Así, pues, he aquí mi hipótesis… Después de haber dejado caer la cartera en el camarote del médico, Popol se dio cuenta de que era inseguro llevarla encima, sobre todo llevando trajes de tela.
       »Buscó un escondrijo seguro… Lo encontró, porque era un hombre de imaginación.
       »Usted convendrá, ¿no es cierto?, que su adversario también era de talla, porque, de no haberlo sido, pronto le hubiera eliminado del campo de batalla…
       »Dicho de otro modo, el escondrijo seguro era un escondrijo que ese adversario era incapaz de encontrar.
       »Vuelvo a formular mi primera pregunta: ¿Por qué fue en Burdeos, donde el buque estaba amarrado, cuando súbitamente Popol se sintió temeroso y corrió a su camarote, donde había de encontrar la muerte?
       »Nada más… Puede usted servirse de esas revelaciones para su diario…
       Diez minutos más tarde, subía las escaleras de La France de Bordeaux y del Sud-Ouest, el diario contrincante, y se mostró tan comediante como antes, y volvió a contar toda su historia, adornándola primorosamente.
       —Afirmo que mi razonamiento nos conduce fatalmente a decir que…
       ¡Jornada excitante, por cierto! ¡Este hermoso buque blanco acariciado por el sol, aquellos uniformes, aquellos oficiales tan amables, y él, que se sentía tan ligero, tan sutil, y que tenía la impresión de hacer juegos malabares con el destino de la gente!
       Jamás en su vida estuvo tan agitado. La camisa se le adhería al cuerpo. Aunque ya corría el mes de septiembre, el asfalto parecía derretirse en las calles, cuyo suelo era blando como una tupida alfombra.
       —¡A la Policía! —ordenó a voz en grito al chofer de su taxi.
       Es que había dejado el Ferblantine en el muelle.
       —Me he permitido, comisario… Mire… Quisiera pedirle dos pequeños favores. En primer lugar, que haga vigilar discretamente el camarote de Popol y el de su criado.
       —Se vigilan.
       —¿Por qué?
       —Porque es corriente…
       El Doctorcito sonrió. Tenía motivos sobrados para desear que se vigilaran aquellos camarotes.
       —¿Durará toda la noche la vigilancia?… Bueno… Segunda petición, y ésta, más delicada. Supongo que el negro sigue detenido.
       —«Víctor Hugo» está en una, celda. Son nuestros principios… Mientras no se pruebe que…
       —Pues bien, justamente yo desearía que usted le soltara… Entendámonos; no le pido que lo abandone pura y simplemente a su suerte… Usted lo suelta. Le hace seguir por uno o dos de sus mejores inspectores… No creo que «Víctor Hugo» sea tan sutil para darse cuenta.
       —¿Cree que le llevará a alguna parte?
       Lo que era extraordinario en el comisario Frittet era que cada vez que creía haber descubierto las secretas intenciones de su interlocutor se equivocaba de lo lindo.
       —No se le puede ocultar nada —suspiró el Doctorcito sin ironía.
       —No opino lo mismo… Estoy persuadido de que es un trabajo inútil. «Víctor Hugo» es demasiado tonto para ser un cómplice o para… ¡En fin! La Compañía nos ha recomendado tanto que hagamos cuanto podamos para serle agradables… ¿No desea nada más?
       —Mientras usted dé las órdenes oportunas por lo que respecta al negro, me gustaría poder utilizar su teléfono.
       Llamó al secretario de redacción de la Petite Gironde, y luego al de la France de Bordeaux.
       —¿Ha terminado su ajuste?… ¿Saldrá dentro de una hora? ¿Quiere añadir unas líneas a su artículo? Le aseguro que son sensacionales: el negro que Popol había traído como escolta y que había bautizado «Víctor Hugo» será puesto en libertad dentro de una hora… ¿Que la noticia no es importante? ¡Créame! Es de una importancia capital… Sobre todo si usted añade que, por no hablar francés, el negro buscará sin duda a su intérprete de esta mañana en cierta callejuela del puerto que sólo frecuentan los negros. ¿Cómo dice?… ¿Que aparecerá en su edición?… Gracias.
       Y el Doctorcito sacó de su bolsillo uno de los magníficos cigarros de la Compañía, porque había tomado la precaución de hacerse con algunos.


IV

      Extraña profesión —pensó con buen humor—. ¡Y decir que hay gente que se gana la vida haciendo eso todo el día!
       Eso era lo que se llama una persecución o, en términos del oficio, una planque.
       Hacía ya tres largas horas que seguía los pasos del inefable «Víctor Hugo», tratando de no dejarse ver y cambiando a veces un guiño con los dos policías encargados, por su parte, de vigilar oficialmente al negro.
       ¡Verdaderamente, pobre negro! La gran ciudad le había deslumbrado como el potente sol de agosto deslumbra a una lechuza. Y, por lo menos diez veces, estuvo a punto de morir bajo las ruedas de los tranvías o ser atropellado por taxis y autobuses.
       No sabía adónde ir. Su silueta, embutida en el traje viejo con que le vistiera Popol y que una permanencia en la Gironde había vuelto más andrajoso todavía, era estrambótica y la gente se volvía para mirarle.
       Además, no llevaba un céntimo en los bolsillos. Nadie había pensado en darle dinero. Erraba, zigzagueaba, miraba a su alrededor con ojos atontados y, cuando tenía que cruzar una calle, se lanzaba como un loco, hasta el extremo de que varias veces estuvieron a punto de perder su pista.
       ¡Afortunadamente, divisó desde lejos, por encima de los árboles de la alameda, las chimeneas de los buques! Era lo único que conocía de los blancos y, como había previsto el Doctorcito, el negro se dirigió hacia allí.
       Otros negros paseaban por el muelle, pero éstos eran arabizados, civilizados, de una raza muy distinta y más adelantada que la del pobre bantú, quien no se atrevió a dirigirles la palabra.
       Siguió andando a lo largo del muelle. Llegaría fatalmente al sitio que el Doctorcito había señalado, frente a los últimos tinglados, en un laberinto de callejones habitados únicamente por pañoleros negros y por toda la hez traída de África a bordo de los buques…
       Hacía una hora que habían salido los dos diarios. Tiempo ganado. Sin ellos, el Doctorcito se hubiera visto obligado a visitar a todos los pasajeros del Martinique como visitó a Lardilier y, cada vez, repetir su largo discurso, la historia del escondrijo inhallable, etc.
       Gracias a los diarios, ahora todos los pasajeros ya estaban al corriente de sus ideas acerca del crimen. Así, pues, fatalmente uno de ellos…
       Si era Mandine, ¿tendría tiempo para llegar a Arcachon? ¿Y si era la señora Mandine?… ¿Si era el comandante en persona?… ¿Si…?
       ¡Bueno! Decididamente, el Doctorcito, jactancioso, se divertía haciéndose trampas a sí mismo. Sabía perfectamente a quién esperaba ver surgir. O, mejor dicho, sólo podía elegir entre dos personajes.
       Desde él momento en que Antoinette Lardilier se había callado… Porque era imposible que ella no hubiese visto al asesino… Desde el momento que había preferido dejarse encerrar a decir un nombre…
       ¿A quién puede salvar así una joven?… En primer lugar a su padre, bien, Pero también a su novio o a su amante… Y el comandante del Martinique
       No le quedaba otro recurso que esperar. Y otras escenas cómicas se desarrollaban no lejos del Doctorcito, que tropezaba con cierta dificultad para ocultarse. En la terraza de un tabernucho tan roñoso que más bien parecía de Oriente que de Francia, «Víctor Hugo» descubrió a su intérprete matutino. Se quedó allí, al borde de la acera, contemplándole estúpidamente.
       El otro le dijo por señas que se acercara, con toda la autoridad que le daba su pantalón de color palo de rosa, su gorra blanca y su calidad de francés desde hacía mucho tiempo.
       ¿Qué podían decirse? Se adivinaba por los gestos, por la mímica de ambos.
       —¿Te han soltado? —preguntó el intérprete.
       —No lo sé… Me han dicho que tomara el portante.
       —Siéntate… ¿Tienes dinero, por lo menos?
       Y el otro, que no lo tenía, hizo ademanes desesperados.
       —¿Te has dejado traer a Francia por un blanco sin reclamar dinero? Entonces es que no sabes despabilarte…
       Todo eso no era sino una reconstitución aproximada del Doctorcito, porque ya había llegado la noche y él estaba demasiado lejos para ver las expresiones de la fisonomía de los dos personajes.
       De pronto se estremeció; al otro lado de la calzada había visto al comandante del Martinique, que había trocado su uniforme blanco por uno azul marino. Estaba allí, al parecer desenvuelto, fumando un cigarrillo y mirando en dirección a la taberna.
       Sin vacilar, el Doctorcito se metió en un auto parado en el que se halló al abrigo de las miradas.
       Los dos negros, ahora, estaban sentados uno junto al otro, ante un velador y sostenían una conversación que debía de ser agridulce, porque gesticulaban más que nunca.
       En cuanto a los inspectores, estaban en los muelles contemplando unos carteles que anunciaban una gran feria internacional.
       —¡Irá!… ¡No irá!… ¡Irá!… ¡No irá!…
       Jugar al escondite… Y decir que por un simple razonamiento, pero un razonamiento impecable, se ha podido…
       —Irá…
       Era probable… El comandante daba la impresión de que iba a cruzar la calle y de que se disponía a abordar a los dos negros.
       Pero se paró de repente. El Doctorcito miró hacia la terraza y vio que una silueta pequeña y robusta penetraba en la taberna.
       Era Eric Lardilier. Había entrado. El dueño, sin duda obedeciendo órdenes suyas, fue a buscar a los dos negros con el fin, seguramente, de evitar una discusión en la terraza.

       —Y bien, comandante…
       Éste, sorprendido, se quedó mirando al Doctorcito y se quedó asombrado de pronto.
       —¿Pensó usted en ello?
       —¿En qué?
       —¡En el escondrijo!… A causa de su insistencia, me estoy requemando la sangre todo el día y repitiéndome:
       «¿Si tuviera que esconder un documento, dónde lo pondría?».
       »Hasta el punto de que se me ha ocurrido una idea… Me vino leyendo el diario hace poco…
       —¿El diario que da la noticia de que han soltado a «Víctor Hugo»?
       —Sí… Pues bien… si yo tuviera que esconder un documento y llevara un negro en mi compañía, yo…
       De golpe, el Doctorcito le dejó plantado en medio de la calle y corrió a la taberna indicando con señas a los dos inspectores que le siguieran.
       En una mesa mal iluminada estaba sentado el señor Lardilier con los dos negros y hacía grandes esfuerzos para hacerse comprender. Quiso levantarse al ver que la puerta se abría. ¡Demasiado tarde!
       —Buenas noches, señor Lardilier… Veo que varios hemos tenido la misma idea…
       —Pero… Yo…
       —Entren, señores… Conocen al señor Lardilier, ¿verdad?… Se le ha ocurrido una idea genial… Quiere salvar a su hija, este hombre, y ello es natural… Pensó que…
       También había entrado el comandante. El dueño se preguntaba qué sucedía y dos árabes prefirieron marcharse.
       De pronto, el Doctorcito apostrofó al intérprete bantú.
       —Pregúntale dónde su dueño escondió el papel…
       El otro, que había perdido el aliento, no encontraba las palabras y «Víctor Hugo» parecía intentar huir.
       —¡Regístrenlo!… Los bolsillos, no… No vale la pena… Ya lo cachearon cuando lo detuvieron… Registren el forro de la chaqueta, las hombreras, el pliegue del pantalón…
       Se interrumpió y cogió a Lardilier por el brazo.
       —Ya supuse que usted me proporcionaría una idea… Teniendo en cuenta que a bordo de un buque se ha de esconder un documento…
       Interrogó a los inspectores:
       —¿Qué?
       La chaqueta ya estaba encima de una silla, casi reducida a hilachos.
       —Quítenle el pantalón…
       ¡Que se fastidie el pudor! Allí no había más que hombres y, cosa inesperada, «Víctor Hugo» llevaba calzoncillos.
       —¿Nada?
       —Me parece que toco algo… Espere… Sí; hay un papel…
       —Cuidado… Uno de ustedes dos que no se mueva de la puerta… Denme ese papel.
       Estuvo a punto de echar a correr con él, temiendo algo inesperado…
       —¿Hay teléfono aquí?… ¿No?… Pues entonces será preferible que lea este documento en voz alta, pues, en el caso de que se destruyera, habría testigos de ello… Acérquese, tabernero…
       La tinta se había descolorado, el papel estaba todavía húmedo a consecuencia del baño de la noche precedente.

     «A quien encuentre esta carta.
     »Hay que llevarla a toda costa a las autoridades, no aquí en el Gabón, sino en Francia.
     »Ésta es la última voluntad de un moribundo. Dentro de una hora, quizás menos, estaré muerto. Estoy solo en unión de cuatro negros obtusos, en una barraca en el fondo de la selva, a quinientos kilómetros de la población más próxima…
     »Nadie puede salvarme… No poseo medicamento alguno… de modo que…
     »Me llamo Bontemps… Roger Bontemps, socio de Eric Lardilier… Cuando éste vino a Francia hizo que colocara toda mi fortuna en un negocio que estableció en el Gabón…
     »Siento escalofríos en todo el cuerpo… Tengo que ir de prisa para poder decir lo esencial.
     »Ganamos mucho dinero ambos, él en África y yo en Francia, donde dirigía nuestra casa central.
     »¿Por qué le escuché cuando me pidió que viniera a comprobar el estado de nuestras factorías? ¿Y sobre todo cuando me propuso la inspección de la selva?
     »Ésta tenía que durar cuarenta días… Estábamos en el quinceavo… Él fue quien me entregó los sellos de quinina… El que acabo de tomar no contenía quinina, sino estricnina.
     »He abierto los restantes… Había aún seis que contenían veneno…
     »De todos modos estoy condenado. Porque Lardilier ha querido ser el propietario único del negocio que…
     »Tengo frío… Estoy sudando de frío… Mi última voluntad es que le condenen y…».

      —Comandante, ¿quiere ir a buscar un coche? Desconfío de este caballero…

       —¿Un pedazo de hielo?
       —No, gracias. Ni más whisky tampoco. Le confesaré, comandante, que yo no bebo nunca, salvo en el curso de mis indagaciones, porque siempre existe un motivo u otro para tragar algo.
       »Supongo que usted no necesitará explicaciones. Nuestro amigo Popol, esta vez, no tuvo necesidad de cortar muchas caobas y ocumes para ganar dinero… Le bastó con descubrir aquel papel en una cabaña abandonada en el fondo de la selva.
       »Comprendió que era rico y que aquel papel valía más que todos los que emite con muchos más floreos el Banco de Francia…
       »Chantaje, por decirlo crudamente…
       »Chantaje y peligro, porque un hombre que ya ha matado a otro no vacilará, para conservar todo el botín, en…
       »En cuanto al escondrijo, fue usted quien, por decirlo así, lo encontró. ¡El negro!… ¡He aquí por qué Popol no se separaba de él!… He aquí por qué, al no ver a “Víctor Hugo” en el bar, desapareció súbitamente arrepintiéndose de…
       »Una bala… en la espalda…
       »El pobre bantú no vio al asesino. Huyó por el tragaluz, loco de terror.
       »Y Antoinette, que sospechaba de su padre…
       —¿Cree usted verdaderamente que ella era su cómplice?
       —Creo que en realidad no sabía de qué se trataba. Pero su padre le había aconsejado que intimara con Cairol. Era una manera para saber…
       —Le confieso que la creo honrada.
       —Yo también… y es por eso por lo que, viendo que Popol bajaba en tal estado de nervosidad, ella le siguió. Debió de ver a su padre… No pudo dejar de verlo. Para utilizar el revólver se había enguantado… Y ella, maquinalmente, antes de descubrir el cadáver, recogió el arma…
       »¿A qué se exponía Lardilier dejando que se sospechara de su hija? No la podían condenar por tales presunciones… Lo peor que podía ocurrir era que el crimen se calificara de pasional y a Popol se le tuviera por un innoble seductor.
       »Entretanto, Lardilier hallaría la manera de apoderarse de la famosa carta.
       »Por eso le hablé tanto de la cartera de piel de cocodrilo… Y, como yo no estaba seguro de que fuese él, charlé mucho y acaso demasiado con los chicos de la prensa…
       »El que había matado a Popol para apoderarse del documento, fatalmente tenía que volver, ya sea yendo al camarote o bien siguiendo al negro para…
       —¿Un cigarro?
       —¡No, gracias! He fumado tantos cigarros desde esta mañana que me siento hastiado… En cuanto a la investigación…
       —La ha llevado usted con un arte consumado…
       —¡Dispense! He obtenido un resultado opuesto al que usted deseaba: tratar con miramientos al señor Lardilier, el gran cliente de la Compañía y… ¡Oiga! Tendría que telefonear a Ana… Le dije que estaría ausente dos o tres días… Y, mañana por la mañana, con Ferblantine…
       —La Compañía me ha rogado que le entregue…
       —¿Qué?
       —Ya verá… Se ha hablado tanto de una cartera de piel de cocodrilo… Es lo que hemos escogido.
       Lo que el comandante del Martinique no añadió era que en la cartera había unos cuantos hermosos billetes del Banco de Francia que la gente como Popol llama de gran formato.




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