George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


La Estrella del Norte (1938)
(“L’Étoile du Nord”)
Originalmente publicado en Police-Film/Police-Roman
(n° 23, 30 de septiembre de 1938);
Les nouvelles enquêtes de Maigret
(París: Éditions Gallimard, 1944, 528 págs.)



I

      Un gruñido indistinto, al teléfono, fue la causa de todo, en todo caso de la participación de Maigret en esta aventura desconcertante.
       Ya casi no pertenecía a la Policía Judicial. Dos días más y cogía oficialmente el retiro. Estos dos días, como las jornadas precedentes, contaba pasarlos poniendo sus dossiers en orden y retirando sus papeles personales y sus notas. Ya hacía treinta años que vivía en aquella casa del Quai des Orfèvres de la cual los menores rincones le eran más familiares que los de su apartamento. Nunca había pensado con impaciencia en el retiro. Ahora bien, he aquí que, a cuarenta y ocho horas de la libertad, no cesaba de evocar la casa a orillas del Loire que le esperaba y en donde la señora Maigret se ocupaba ya de prepararlo todo para su llegada.
       A fin de trabajar en paz, acababa de pasar la noche en su despacho, ahora completamente azul a causa de un espeso humo de pipa. El amanecer le mostraba la lluvia sobre los muelles en donde las farolas todavía estaban encendidas y aquella atmósfera le recordaba muchos interrogatorios que, iniciados al principio de la tarde, en aquel mismo despacho, sólo habían terminado bien, con la confesión de un culpable extenuado, en aquella sucia aurora, mientras que el que preguntaba estaba tan extenuado como el que se mantenía en la banqueta.
       El timbre de un teléfono resonó en un despacho vecino. A lo primero, Maigret no se preocupó, luego levantó la cabeza, se acordó de que el inspector de guardia había pasado algunos momentos antes para decirle que se iba a tomar un café caliente.
       La gran casa estaba desierta, con las lámparas a media luz, con sus pasillos vacíos. Maigret penetró en un despacho, descolgó y dijo:
       —¡Hola!
       Y una voz de hombre pronunciaba en el otro extremo del hilo:
       —¿Eres tú?
       ¿Por qué, en lugar de contestar que no o pedir detalles, se contentó con gruñir de una manera indistinta?
       —Aquí Pierre… Han avisado a la Policía de Socorrí de un crimen misterioso cometido hace un instante en el hotel «La Estrella del Norte»… ¿Vas a ir?
       Maigret volvió a gruñir, colgó, miró a su alrededor con embarazo. Sabía cómo ocurrían esas cosas. El inspector de guardia tenía un amigo, el llamado Pierre, en la central de la Policía de Socorro. Y este amigo se quedaba completamente feliz al pasarle un buen asunto.
       Todavía dos días…
       Maigret llenó una pipa, volvió a su despacho, no tuvo el valor de volver a lanzarse sobre su montón de papeles y un instante después se ponía su sombrero hongo, se endosaba su grueso abrigo de cuello de terciopelo y bajaba la escalera encogiéndose de hombros.

* * *

      Apenas eran las seis de la mañana. El teléfono había actuado con rapidez porque cuando Maigret bajó del taxi en la calle Maubeuge, a dos pasos de la estación del Norte, no había allí ninguna concentración a la puerta del hotel, que vigilaba un agente uniformado.
       —¿Ha llegado el comisario del barrio?
       —Todavía no. Han ido a buscarle a su casa.
       —¿Y el médico?
       —Acaba de subir.
       Era un hotel de cuarto orden, el mismo tipo de hotel vulgar que se encuentra en los alrededores de todas las estaciones. En un pequeño despacho, a la derecha de la puerta, Maigret se fijó en una cama deshecha que debía ser la del guarda de noche.
       Todo aquello era gris, de dudosa limpieza que aún subrayaba más el amanecer lluvioso.
       —Es en el segundo piso, en el 32…
       Tapiz usado sostenido por barras de cobre. En el pasillo del primer piso, algunas personas con ropa de noche, unos con el abrigo echado por encima a guisa de batín sobre el pijama, rostros todavía llenos de sueño, con aquella especie de alelamiento que producen las catástrofes repentinas.
       Maigret pasó, casi chocó con una muchacha que bajaba, vestida con un traje de chaqueta oscuro.
       —¿A dónde va usted? —preguntó maquinalmente.
       —A coger mi tren.
       —Entre en su habitación.
       —Pero…
       —Nadie debe salir del hotel antes de que yo dé autorización para ello. Hay un agente en la puerta.
       Y la forzaba, al andar, a subir las escaleras de espaldas.
       —¿Habrá para largo?
       —No sé nada. Le repito que entre en su habitación.
       Al principio de una investigación, era cazurro voluntariamente y esta vez, para colmo, no había dormido. Una puerta se abrió, la del 32. Un hombre vestido a toda prisa, sin cuello ni corbata, con los pies desnudos metidos en unas zapatillas, preguntó:
       —¿El comisario de policía?
       —¡No! Policía Judicial. Comisario Maigret.
       —Entre, se lo ruego… Soy el dueño del hotel… Es la primera vez en cinco años que llevo en el negocio que me ocurre…
       ¡Ya estaba clasificado! Un tipo fastidioso y charlatán, llorón, un débil que había invertido los cuatro cuartos de sus ahorros en aquel negocio con la esperanza de retirarse al cabo de algunos años. Maigret entró en la habitación. El médico se ponía su abrigo mientras que, sobre la cama, estaba tumbado un hombre, completamente desnudo, en una posición que no permitía ver su rostro, pero que mostraba una amplia herida en mitad de la espalda, poco más o menos a la altura del corazón.
       —¿Muerto?
       —Casi instantáneamente…
       —¿Y la sangre?
       El médico señaló un amplio charco, en el suelo, cerca de la puerta.
       —Se arrastró hasta aquí para pedir socorro.
       El dueño explicaba:
       —Mi despertador acababa de tocar, porque siempre me levanto a las cinco y media. Nuestra clientela es sobre todo una clientela que toma el tren y que por consiguiente es madrugadora. Oí ruidos de puertas…
       —Un instante… Usted dice ruidos de puertas. ¿Se trata de un plural, ruidos de puertas?
       —Creo… No lo sé exactamente… Oí un zafarrancho…
       —¿Y pasos?
       —¡Pasos, naturalmente!
       —¿En el pasillo o en la escalera?
       —Me lo pregunto…
       —Reflexione… Los pasos en la escalera no hacen el mismo ruido que sobre el suelo de madera…
       —¿Tal vez los había de dos clases…? Lo que me chocó fue un grito, un grito que parecía salir a duras penas de la garganta de un hombre… Me estaba poniendo los pantalones… Abrí la puerta y…
       —¡Perdón! ¿Dónde duerme?
       —En el fondo del pasillo del primer piso. Hay un cuartillo que no se puede alquilar porque sólo está iluminado por un tragaluz.
       —¡Continúe!
       —Eso es todo. Acudí. Los huéspedes entreabrían las puertas. Ésta estaba abierta y, en el umbral, había un hombre de rodillas más que tumbado, perdiendo sangre a chorros…
       —¿Estaba desnudo?
       —He sido yo quien le ha quitado el pijama —intervino el médico.
       —¿Cuchillada?
       —¡Cuchillada, sí! Un arma sólida, de filo ancho.
       Por fin llegaba el comisario de policía del barrio y fruncía el ceño al encontrar a Maigret en el lugar.

* * *

      Maigret tenía un horror particular a los dramas en los hoteles y ya lamentaba haber cogido maquinalmente una comunicación telefónica que no le iba destinada. Como siempre, los viajeros se impacientaban. Se les veía surgir uno tras otro.
       —Perdón, señor comisario… Aquí están mis papeles… Yo soy un hombre honorable conocido en Béziers… Es preciso que llegue a Bruselas al mediodía y mi tren…
       El comisario sólo podía contestar:
       —¡Desolado!
       Algunos se enfadaban. Las mujeres lloraban, después de haber intentado el encanto.
       —Si mi marido supiese que he dormido en este hotel…
       —¡Tenga paciencia, señora!
       Por fin, como todo aquel gentío inundaba los pasillos, se encolerizó, obligó a cada uno a entrar en su habitación y a dejar la puerta cerrada.
       Sólo disponía de un cuarto de hora para realizar un buen trabajo. En seguida, se vería llegar a los especialistas de la Identidad Judicial con sus aparatos fotográficos y sus instrumentos de todas clases.
       Luego sería el turno del juez de instrucción, del sustituto, del forense.
       —¿Son ésas sus maletas? ¿No hay otras?
       El pálido propietario del hotel hizo signo de que no. Sólo había, en un rincón, una maletita de pequeñas dimensiones, y Maigret, que la abrió, sólo encontró objetos de aseo personal y la muda.
       En el perchero estaban colgados un traje gris hierro de excelente corte, un abrigo de presilla y un sombrero de delicado fieltro marcado con las iniciales G.B.
       En la cartera de mano, una tarjeta de visita llevaba la mención: «Georges Bompard, 17 calle Miromesnil, París». Por contra, la cartera no contenía dinero y no se encontraba en ninguna otra parte, a excepción de calderilla en los bolsillos.
       Maigret, que había hecho dar la vuelta al cuerpo, se había encontrado frente a un hombre de alrededor de cuarenta y cinco años, muy cuidado de su persona, de rasgos particularmente finos. Cosa curiosa eran sus cabellos gris plateado que, por contraste, daban al desconocido un gran aire de juventud al mismo tiempo que una cierta distinción.
       —¡Tráigame su ficha!
       El dueño la trajo. Estaba a nombre de Bompard y llevaba la misma dirección que la tarjeta.
       —¿Llegó solo?
       —Acabo de preguntarle al guarda de noche, porque llegó a las tres y media de la mañana. Estaba solo.
       —¿Dónde está el guarda de noche?
       —Espera abajo.
       —Dígale que le prohíbo abandonar el hotel antes del final de mi investigación.
       En el mismo momento, Maigret se inclinaba, recogía una media de seda que le había escondido en parte una pata de la cama.
       —Tráigame la lista de viajeros y sobre todo la lista de viajeras.
       La media de seda había sido retirada muy mal y la habían dejado caer al suelo, como cuando uno se desnuda precipitadamente. Era de color carne, de punto más bien pequeño, de mediana calidad.
       Dejando al comisario de policía recoger los elementos de su informe y recibir a aquellos señores de la Fiscalía, Maigret salió de la habitación, siempre con el abrigo, el sombrero en la cabeza, la pipa entre los dientes. Pero su pipa estaba apagada y se hacía seguir por el dueño del hotel un poco a la manera de un coronel que pasa revista a los dormitorios de un cuartel.
       —¿Aquí? —preguntaba señalando una puerta.
       —Señorita Geneviève Blanchet, cuarenta y dos años, viuda, que vive en Compiègne.
       —¡Entremos!
       Del primer vistazo, constataba que la señorita Blanchet llevaba medias de hilo, pero no por ello no la obligaba a abrir su equipaje, tras lo cual, a despecho de sus protestas, registraba la habitación.
       —¿No ha oído nada?
       Enrojecía. Tuvo que insistir.
       —Tuve la impresión… ¡Ya sabe! ¡Los tabiques son tan delgados!… Tuve, digo, la impresión de que ese señor no estaba solo y que… en fin que ellos…
       —¿Que se hacía el amor en la habitación vecina? —precisó crudamente Maigret, que tenía santo horror a las mujeres pudibundas.
       Dos viejas inglesas, más lejos, le crearon dificultades, porque poseían varios pares de medias de seda, pero nuevos, que pretendían pasar fraudulentamente por la frontera para su sobrina.
       Una suiza de papeles dudosos fue enviada al Quai des Orfèvres para verificación de identidad.
       Pasaba el tiempo sin que Maigret descubriese la segunda media. Fue en el piso de arriba donde se encontró en presencia de la joven del traje sastre a la que ya había encontrado en la escalera y su mirada, en seguida, se poso en las medias.
       —¡Anda! ¿No lleva medias? —se extrañó—. ¿En esta estación?
       Porque estaban en marzo y el tiempo era particularmente frío.
       —Nunca llevo medias.
       —¿Tiene equipaje?
       —¡No!
       —¿Ha rellenado una ficha?
       —Sí.
       La buscó en el fajo. Estaba al nombre de Céline Germain, sin profesión, calle Saules, en Orléans.
       —¿Usted se llama Céline Germain?
       —Sí.
       La observó más atentamente porque había en sus respuestas una nitidez agresiva.
       —¿Edad?
       —¡Diecinueve años!
       —¿Está segura de que nunca lleva medias?
       Registraba la habitación, daba la vuelta a la cama de arriba a abajo, abría todos los cajones del armario y ordenaba de repente:
       —¿Quiere levantarse la falda?
       —¿Eh? ¡Usted está loco!
       —Le ruego que se levante la falda.
       —¡Dígame! ¿No tiene miedo a que haga una denuncia contra un marrano de su especie?
       —¡Un hombre ha sido asesinado en este hotel! —se contentó en replicar—. ¡Vamos! Rápido…
       Estaba pálida, con grandes ojos cubiertos de oro, ojos de pelirroja. Aquellos ojos, en aquel momento, expresaban desprecio y rabia.
       —Levántela usted mismo, si se atreve —declaró ella—. Pero le prevengo que haré una denuncia…
       Él se aproximó, le tocó las caderas.
       —Lleva una faja —constató.
       —¿Y qué más?
       —Ya sabe usted que no es una faja estética, sino una faja estrecha para sujetar las medias…
       —¿Ya usted qué le importa? Me visto como quiero, ¿no?
       —¿Dónde está la segunda media?
       —No sé nada…
       El dueño del hotel escuchaba con estupor aquel extraño diálogo.
       —¡Encuéntreme una gruesa llave inglesa! —le lanzó Maigret.
       Se sirvió de ella para desmontar el tubo del desagüe del lavabo. Como parecía esperar, no tardó en retirar una pequeña masa esponjosa que no era otra que una media de seda.
       —¡En marcha, mi pequeña! —ordenó sin manifestar sorpresa—. Nos explicaremos mejor en mi despacho.
       —¿Y si me niego a seguirle?
       —¡En marcha!
       La empujaba hacia el pasillo. Ella se resistía. Luego se detenía un instante ante el 32 y entreabría la puerta.
       —¡La llevo al Quai! —anunció al juez de instrucción que acababa de llegar—. Creo que tengo algo interesante.
       En este momento, su prisionera intentaba alejarse con un movimiento imprevisto. Pero el comisario, también presto, la cogía por un brazo y entonces, con su mano libre, ella empezaba a arañarle el rostro.
       —¡Vamos! Tranquila…
       —¡Déjeme!… Le digo que me deje… ¡Usted es un tipo sucio…! Ha querido hacer que me desnudase… Me ha levantado la falda… ¡Y todo porque me he negado a dejarme hacer lo que usted quería…!
       Las puertas se abrían. Se veían rostros asombrados mientras que únicamente Maigret seguía tranquilo y sujetaba el brazo de la muchacha.
       —¿Quiere callarse, sí?
       —¡No tiene derecho a llevarme! ¡Yo no he hecho nada! Quiero coger mi tren…
       La arrastraba a la escalera y, sin descorazonarse, ella chillaba:
       —¡Socorro…! ¡Yo no he hecho nada…! ¡Me tratan brutalmente…!
       Tal vez esperaba un movimiento de la gente mal informada, como ocurre más a menudo de lo que se cree. Maigret, en sus principios, había sido molido a golpes porque un carterista al que detenía a la salida de unos grandes almacenes se había puesto a gritar:
       —¡Al ladrón!
       Había mucha gente delante del hotel «La Estrella del Norte». El comisario había tenido la precaución de hacer venir a un taxi. Sin embargo, fue preciso que le ayudase un agente a sostener a la muchacha que seguía forcejeando y que intentaba arrojarse al suelo. Por fin, se cerró la portezuela. Maigret se volvió a poner el sombrero correctamente y lanzó una mirada de reojo a su compañera que jadeaba.
       —¡Como camellito, no los he visto mejores! —constató.
       —¡Y yo, como bruto, no he encontrado a ninguno parecido!
       ¡Graciosa muchacha! La primera vez que la había visto, en la escalera, jovencita y frágil en su traje sastre azul marino, la había tomado por una muchacha de buena familia.
       En su habitación, al contrario, se había mostrado huraña y cínica como una mujer.
       Ahora, cambiaba otra vez de actitud y dejaba caer:
       —Si es usted el famoso Maigret, no le felicito, porque le creía más astuto que todo esto.
       Encendió su pipa largo tiempo apagada. Ella suspiró:
       —¡Detesto el humo!
       —¡Lo que no le impide tener cigarrillos en su bolso! —contestó.
       —¡A cada uno su humo! ¡El suyo no me gusta!
       No por ello dejó de fumar, observándola con el rabillo del ojo, porque era capaz de abrir la portezuela y saltar a la calle.
       —¿Desde hace cuánto tiempo? —preguntó de repente.
       —¿Qué?
       —¿Que trabaja en esto?
       Tuvo la impresión de que una furtiva sonrisa pasaba por sus delgados labios.
       —¿Le importa?
       —¡Como usted quiera! Sin duda será más razonable en mi despacho.
       —¿Intentará otra vez ver mi faja?
       —¿Quién sabe?
       Seguía lloviendo. Las calles de París estaban animadas. Iban despacio para atravesar Les Halles y por fin alcanzaban los muelles.
       Maigret no sabía todavía si estaba contento o no de haber cogido, por la mañana, la comunicación telefónica. En todo caso, estaba interesado en el pequeño fenómeno sentado, muy tieso, cerca de él.
       Entre los dos se había iniciado la lucha, una lucha extraña en la que se hubiera dicho que había curiosidad por ambas partes.
       —¿Supongo que va a interrogarme durante horas y horas sin darme de comer ni de beber? Es así como actúa, ¿verdad?
       —¿Quién sabe? —repetía.
       —Prefiero advertirle en seguida que eso no me da miedo. No tengo nada que reprocharme. Todo lo que me haga, un día se volverá contra usted…
       —¡Entendido…!
       —¿Qué es lo que tiene contra mí?
       —No lo sé todavía.
       —Entonces, déjeme marchar. Será mucho más inteligente por su parte.
       El taxi se detenía en el patio de la P.J. y Maigret bajaba, estaba a punto de sacar su cartera del bolsillo para pagar. Su mirada se cruzó con la de la joven. Comprendió que ella esperaba aquel gesto para intentar por última vez huir y le dijo al chófer:
       —Haré que le bajen el dinero.
       La «Gran Casa» estaba llena y se oían voces en la mayoría de los despachos. Maigret abrió la puerta del suyo, hizo pasar a Céline Germain, cerró la puerta con llave, la del exterior, y se hizo anunciar al jefe.
       Discutieron el caso una decena de minutos, se pusieron de acuerdo, tras lo cual Maigret se detuvo cerca del oficinista.
       —Me harás subir café y croissants para dos.
       Por fin abrió su puerta y se quedó un momento inmóvil, contemplando todos sus papeles, rotos o arrugados, que cubrían el suelo, los cristales de la ventana rotos y el busto de la República, que adornaba antes la chimenea, yaciendo en el suelo en dos pedazos.
       En cuanto a la joven, sentada en el propio sillón del comisario, le miraba con desafío.
       —¡Ya le había prevenido! —pronunció—. ¡Y le advierto que no se ha acabado!



II

      Éste fue sin duda el interrogatorio más engañoso de la carrera de Maigret. De principio a fin, se desarrolló en unas condiciones excepcionales, en medio de una decoración trastrocada, con papeles destrozados por el suelo y trozos de yeso que el comisario fingía no ver.
       Se añadía también el hecho de que Maigret no había dormido y que su oponente, verosímilmente, estaba más o menos en su mismo caso. Y los dos estaban pálidos, con los ojos brillantes por esa fiebre lánguida que sigue a las largas vigilias.
       Al entrar en su despacho, Maigret, sin pestañear, se había dirigido hacia su sillón, había cogido el brazo de la joven murmurando:
       —¿Me permite?
       Y ella se había levantado, sintiendo que él diría la última palabra, se había sentado en el sitio que le señalaba, frente a la ventana que iluminaba una luz cruda, tan inexorable como el magnesio. ¿Esperaba que él hablase? En ese caso, debía estar muy desconcertada, porque el comisario empezaba por llenar una pipa, con un cuidado minucioso, luego atizaba la estufa, sacaba punta a un lápiz, abría por fin la puerta al camarero del café que traía el desayuno para dos.
       —¿Le apetece? —se contentó con murmurar en dirección a la prisionera.
       —¿No hay leche? —replicó ésta agriamente.
       —He pensado que el café negro la mantendría mejor despierta.
       —Detesto el café sin leche.
       —En ese caso, no lo beba.
       Sin embargo, se lo bebió, intentando acostumbrarse a la amenazante placidez de su interlocutor. Éste, tras haber reparado fuerzas, descolgó el teléfono.
       —¡Hola!… Deme la brigada móvil de Orléans…
       Y, cuando la tuvo:
       —Aquí, Maigret… ¿Quiere darme una información oficiosa…? Si fuese necesario, le haría enviar una comisión rogatoria… Se trata de una tal Céline Germain, que vive en la calle Saules, en su ciudad…
       Tuvo la impresión de que una breve sonrisa pasaba por los labios de la joven. En el mismo momento, él fruncía el ceño.
       —¿Eh…? ¿Está seguro…? ¿En los arrabales de Orléans tampoco…?
       Cuando colgó, fue para dejar posar su mirada un buen rato sobre el rostro de Céline Germain. Al fin, suspiró:
       —¿Dónde vives?
       —¡En ninguna parte!
       —¿Dónde conociste a Georges Bompard?
       —En la calle.
       En adelante, ya se había iniciado la batalla y cada uno se observaba, los nervios en tensión, a pesar de que la lluvia seguía cayendo más allá de los cristales y que a veces se oía la llamada de un remolcador franqueando el arco del puente.
       —¿En qué calle?
       —En Montmartre.
       —¿Hacías el recorrido?
       —¿Y qué más?
       —¿Qué hora era?
       —No lo sé.
       —¿Entraste con él al hotel?
       Dudó, comprendió que él estaba al corriente de la entrada solitaria de su compañero, y precisó:
       —Entré un poco antes y tomé una habitación. Fue él quien lo había querido así.
       —¿Dónde has nacido?
       —Eso no le importa a nadie.
       —¿Nunca has tenido problemas con la policía de buenas costumbres?
       En el mismo instante llamaban a la puerta. El inspector Janvier no se atrevía a hablar y Maigret le hizo signo de que no tuviese vergüenza.
       —Vengo de la calle Miromesnil, en donde no he encontrado gran cosa. Georges Bompard tiene domicilio. Ocupa desde hace quince años un piso de soltero de dos habitaciones, en el quinto sobre el patio, de un alquiler de dos mil quinientos. La portera pretende que no está ahí casi nunca porque es representante de comercio y viaja sin cesar.
       Maigret se percató de que la joven parpadeaba, estaba a punto de decir algo, pero aquello duró poco y en seguida había recobrado su impasibilidad.
       —Continúa.
       —¡Eso es todo! Bompard salió de su casa ayer por la mañana.
       —¿No había recibido ningún telefonazo?
       —No hay teléfono en su casa.
       —¿Nada más?
       —Nada más. Salvo una impresión personal. Se debía tratar de un alegre vividor a juzgar por las fotografías de mujeres que cubren casi todas las paredes…
       —¿No has visto el retrato de ésta?
       —Intento acordarme. No creo…
       —Ve a buscarme todas las fotos y las cartas, si hay…
       Una vez ido Janvier, Maigret se ocupó otra vez del fuego, pacientemente, se pasó la mano por la frente, bostezó.
       —En suma, pretendes que no sabes nada. Te llamas Céline Germain y recorres la acera. Bompard te abordó en la calle y te llevó al hotel…
       —No en seguida. En primer lugar fuimos a bailar a unas boîtes.
       —¿Y una vez en el hotel?
       —Me reuní con él en su habitación, como estaba convenido. Nos acostamos.
       —¡Lo sé! Una vecina oyó…
       —¡Habrá que creer que se trata de una viciosa que se levantó para escuchar! ¿Tal vez también miró por la cerradura?
       —¿Después? ¿Entró alguien?
       —No lo sé… Volví a mi habitación.
       —¿En camisa?
       —Sólo me había vestido a medias. Debí olvidarme una media debajo de la cama. No oí que gritasen. Solamente me despertaron unos pasos en el pasillo y puertas que se abrían y se cerraban. Cuando comprendí lo que pasaba, me di cuenta de que me acusarían e intenté largarme. Luego usted me impidió irme. Me acordé de la media y metí la otra en el desagüe del lavabo. ¿Ya sabe bastante?
       Maigret se levantó, se puso el sombrero, pero no el abrigo, abrió la puerta y pronunció simplemente:
       —¡Ven!
       Atravesó con ella, vigilándola de cerca, numerosos pasillos, subió por estrechas escaleras, alcanzó por fin la Identidad Judicial en donde pasan a la antropometría todos aquellos y aquellas que han sido detenidos en el transcurso de la noche.
       Era la hora de las mujeres. Había una veintena todavía, la mayoría mujeres públicas de baja estofa que tenían la costumbre del ceremonial y que se desnudaban ellas mismas.
       Alguien que no conociese a Maigret le hubiese tomado en aquel instante por un hombre grueso que desempeñaba sin convicción un oficio cualquiera.
       —Desnúdate… —suspiró encendiendo de nuevo su pipa.
       Pero tuvo que volver la cabeza para que su prisionera no viese la extraña sonrisa que campeaba en sus labios.
       —¿Completamente desnuda?
       —¡Pardiez!…
       Adivinaba un combate. Esperaba con cierta ansiedad. Por fin, ella arrancó literalmente la chaqueta de su traje, luego su blusa de seda crema y se sentó para quitarse los zapatos.
       Bajando la vista, el comisario constató que las manos de Céline temblaban y él quería poner fin a aquella prueba.
       —Sigues pretendiendo que te dedicas al enganche en la vía pública, ¿verdad?
       Ella dijo «sí», con la mirada fija y los dientes apretados. Dejó caer su falda mientras se veían dos pequeños senos muy erectos asomar bajo la combinación.
       —Ahora, ponte en la fila… Te van a examinar.
       Y, con un gesto en apariencia maquinal, cogió la ropa y la llevó a un despacho vecino. Era el laboratorio en donde, entre probetas y aparatos de proyección, los especialistas se dedicaban a búsquedas minuciosas.
       —Dime, Eloi, ¿qué opinas de estos trapos?
       Un joven alto cogió el traje sastre, lo palpó como un conocedor, puso en primer lugar el dedo sobre la etiqueta.
       —Proviene de una casa de Bordeaux. Tela de excelente calidad, hechura cuidada. Un traje de joven de la buena burguesía.
       —Te lo agradezco.
       Cuando volvió al lado de las mujeres, oyó el ruido de una discusión y un poco más tarde el fotógrafo de la Identidad Judicial vino a decirle:
       —¡No hay nada que hacer! Cada vez que quiero sacarle una foto, cierra los ojos, hincha una mejilla, tuerce la boca, en resumen, se las arregla para ser irreconocible.
       —¡Que se vista! —concedió Maigret con cierta lasitud—. Naturalmente, ¿no se ha encontrado ficha con sus huellas?
       —¡No! Nunca ha tenido relación con la policía. ¡Mire! Ahí está el doctor que le busca…
       Era un joven médico al que Maigret conocía bien. Los dos hombres, en un rincón, hablaron largo tiempo en voz baja. Cuando acabaron, reapareció la joven, con el traje sastre, los ojos fijos, la tez tan pálida que el comisario se apiadó.

* * *

      —¿Está decidida a hablar?
       —No tengo nada que decir.
       Estaban de nuevo en el despacho de Maigret y, cosa curiosa, una especie de intimidad se había establecido entre el comisario y la joven. Si no se miraban como amigos, bien al contrario, tampoco lo hacían como dos extraños.
       —¿Sabe lo que me ha dicho el doctor?
       Enrojeció y tal vez faltó muy poco para que estallase en sollozos.
       —¿Supongo que lo adivina? No hace un mes que…
       —¡Cállese!
       —Confiesa, por lo tanto, que no hace un mes todavía usted era una verdadera doncella. Quisiera que confesase también que no me ha dado su verdadero nombre.
       Intentó ironizar:
       —¡Desde el momento que usted hace las preguntas y las contesta!
       —¡Eso es! Voy a hacer las preguntas y las respuestas. O más bien, voy a intentar reconstruir los hechos. Usted vive en provincias, no sé todavía dónde, pero probablemente en la región de Bordeaux…
       No se le escapó que la joven experimentaba una cierta satisfacción: por lo tanto, no se trataba de Bordeaux.
       —… usted es una jovencita lista y es probable que viva con sus padres… Georges Bompard entró en su vida… Le hizo la corte… Usted se entregó a él y él la arrastró a través de su singladura…
       Ella volvió la cabeza, comprendiendo que el comisario sólo hablaba para sorprender sus reacciones.
       —¿Me está contando una novela? —se burló con una voz que no llegaba a convertir del todo en canallesca.
       —Casi, puesto que vamos a llegar al abandono…
       —Es decir, que Georges me anuncia que debemos separarnos y yo le mato, luego voy a esconder el cuchillo… ¡Hecho! ¿Dónde hubiera podido esconder el cuchillo?
       —¡Perdón! ¿Quién le ha dicho que le habían matado de una cuchillada?
       —Pero… En los pasillos… Se hablaba de ello…
       —En ese caso, puesto que acaba de mostrarse tan locuaz, continúe y dígame, en efecto, dónde ha escondido el arma…
       —Usted se cree muy listo, ¿no?
       —De lo que estoy seguro, en todo caso, es de que usted es muy lista. Hasta el punto de sufrir la visita, esta mañana, y la promiscuidad de las mujeres públicas, antes que confesar que había mentido al hablar de enganche.
       —¡Usted es un ingenuo!
       —¿Por qué?
       —Porque el hecho de que yo fuese doncella hace un mes no prueba nada. ¿Va a preguntarme todavía durante mucho tiempo?
       —El tiempo que sea necesario. Le señalo, a título de indicación, que un hombre, ya hace tres años, permaneció treinta y siete horas en la silla que usted ocupa. Había entrado como testigo. Salió con esposas en las muñecas y ahora está en la Guayana.
       Ella esbozó una mueca de desprecio.
       —¡A su gusto! —dejó caer—. Espero, pues, pacientemente sus preguntas. Ha empezado por palpar mi faja. Luego ha encontrado el medio de verme completamente desnuda. Acabo por preguntarme si, a fin de cuentas, no será usted un gordo vicioso…
       Maigret no respondió, pero, tal vez para castigarla, la dejó un cuarto de hora sin decir nada, mientras examinaba papeles sin interés.
       —¿Cuánto le dio Bompard por la noche? —dijo de repente alzando la cabeza—. Porque, puesto que la encontró en la calle, es normal que…
       —¡Que me pagase! Me dio mil francos…
       —Hay, en efecto, un billete de mil francos en su bolso. ¿Los demás clientes la habían acostumbrado a tanta generosidad?
       —Eso depende de cuáles.
       En aquellos momentos, Maigret la hubiese abofeteado bien a gusto. Los criminales más celebres de los últimos treinta años habían desfilado por aquel despacho. Uno de ellos, un antiguo abogado que había acabado trágicamente en el crimen, era tan retorcido que el comisario había tenido que salir varias veces para esconder su rabia.
       Pero, en el momento presente, no era más que una chiquilla la que estaba ante él. Confesaba diecinueve años y no se hubiese asombrado al saber que sólo tenía diecisiete.
       Ya hacía horas que estaban frente a frente y él no había sacado nada en limpio, ni su nombre, ni su región de origen. Mentía descaradamente. Y ni se molestaba en disimularlo. O, más bien, parecía decir:
       —No soy yo la que le tengo que decir la verdad, ¿no es cierto? ¡Es usted el que tiene que descubrirla!
       Janvier había vuelto de la calle Miromesnil con un montón de fotografías, de las cuales algunas más que sugestivas. Maigret las había examinado una a una, lentamente, no sin constatar la rabia fría de su oponente.
       —¿Celosa? —le había preguntado.
       —¿De un cliente de una noche?
       Total, que ninguna foto se parecía a Céline y que las informaciones sobre Bompard eran más bien vagas.
       Habían encontrado la casa para la que trabajaba: una casa de ediciones musicales del bulevar Malesherbes. Preguntado el editor, había respondido:
       —Bompard era un hombre curioso, al que yo veía muy poco. Era un excelente representante, pero tenía sus manías, como la de cambiar sin cesar sus itinerarios. Le gustaba rodearse de misterio y, en la casa, le considerábamos como un jactancioso. A veces, dejaba entender que pertenecía a una familia ilustre. Se vestía con un cuidado meticuloso y una originalidad que llegué a considerar exagerada, dada su profesión…

* * *

      A las tres de la tarde, el despacho de Maigret presentaba el mismo desorden, con, además, vasos de cerveza sobre la mesa, restos de bocadillos, ceniza de pipa un poco por todas partes y colillas de cigarrillos porque el comisario había acabado por enviar a buscar cigarrillos para Céline.
       La situación, se tomase por donde se tomase, frisaba el ridículo y aquello debía saberse en la casa porque, varias veces, los colegas fueron a entreabrir la puerta bajo pretextos evidentes.
       En el hotel «La Estrella del Norte», el brigadier Lucas, el mejor colaborador de Maigret, llevaba en vano una investigación a fondo. No solamente el cuchillo seguía sin aparecer (¡e incluso se habían desmontado los W. C.!), sino que ningún testimonio aportaba el menor indicio.
       Así que, en suma, sólo se sabía esto: un poco después de las tres de la mañana, una tal Céline, de la que se ignoraba todo, había llamado al hotel y había pedido una habitación para el resto de la noche.
       Menos de un cuarto de hora más tarde, Georges Bompard, portador de un maletín de viaje, entraba en el mismo hotel y alquilaba una habitación en la que Céline no tardaba en reunirse con él.
       Dos horas después, por fin. Bompard abría la puerta, pedía socorro y se desplomaba, alcanzado por una cuchillada en la mitad de la espalda, mientras que la joven intentaba desaparecer.
       Los periódicos de la tarde acababan de salir. Publicaban en primera página la fotografía de una Céline irreconocible, tanto se había empeñado la joven en gesticular delante del objetivo.
       —Dígame, pequeña, cuando Bompard la abordó, en esa calle de Montmartre, de la cual ha olvidado el nombre, ¿tenía ya el maletín en la mano?
       —¡No!
       —Entraron en dos boîtes. ¿Seguía sin el maletín? Y, sin embargo, cuando fue al hotel tenía uno…
       —Fuimos a buscarlo juntos a una pequeña taberna abierta toda la noche, cerca de la plaza Pigalle, en donde lo había dejado en consigna.
       —¿Abrió ese maletín delante suyo en la habitación?
       —No… Sí… No lo sé…
       —¿De dónde sacó el billete de mil francos?
       —¡De su cartera sin duda!
       —Sepa que cuando encontramos esa cartera estaba vacía. Habrá que creer, pues, que Bompard le dio todo lo que llevaba encima, guardando un poco de calderilla para pagar su habitación al día siguiente…
       —¡Eso no me importaba!
       ¡Evidentemente! ¡Tenía respuesta para todo y su tesis era lógica dentro de su misma incoherencia!
       ¿Qué otra cosa intentar para desmontarla? ¿La cancioncilla? Maigret se resignó a ello, tomó el aspecto de más buena persona:
       —¿No le parece que acabaremos, tanto el uno como el otro, por ser ridículos? Por mi parte intento hacerle decir que usted ha matado a Bompard, mientras que tal vez no lo ha matado. Por otro lado, usted se obstina en pretender que no sabe nada, mientras que sí que sabe algo…
       —¡Yo me mantendré hasta el final! —remarcó.
       —¡A fe que sí! Únicamente que no durará mucho. Lucas acaba de telefonearme que está sobre una pista seria. En una hora u otra, la situación cambiará y usted se encontrará en mala postura…
       »Razonemos tranquilamente los dos y deténgame si me equivoco… En primer lugar, un hecho incuestionable: Bompard ha sido asesinado de una cuchillada… Ahora bien, es improbable, a menos de creer en la premeditación, que usted tuviese un cuchillo de ese calibre en su bolso… Tampoco debía estar sobre la mesa… Y la bolsa de aseo, que hubiera podido contener uno, estaba cerrada…
       —¡Nunca he afirmado eso!
       —¡Sea!… Estaba cerrada o abierta, importa poco… El hecho es que una mujer de su clase se arriesga muy raramente a jugar con un cuchillo… Si hubiese tenido la intención de matar a un amante infiel, o a un seductor cínico, hubiese empleado un revólver…
       »Por lo tanto, no ha matado a Bompard…
       »Hay que suponer, pues, que alguien ha venido de fuera y le voy a probar que ese alguien sólo pudo llegar mientras usted estaba allí…».
       Ella se había levantado y había pegado la frente al cristal, mientras caía el crepúsculo sobre un París mojado.
       —En primer lugar, si se hubiese marchado tranquilamente, tras unos abrazos que no me interesan, es muy probable que no se hubiese olvidado de una de sus medias al pie de la cama… Hubiera recogido con cuidado sus pertenencias, como la personita razonable y tranquila que es…
       Decía esto por ironía porque, en el mismo momento, veía pasar como temblores por la nuca de la joven.
       —¿Me escucha, Céline? En segundo lugar, Bompard fue golpeado en la espalda, lo que indica o que estaba ocupado con una tercera persona —¡usted!— cuando surgió el asesino, o que no desconfiaba de este asesino…
       »He aquí adónde nos lleva un razonamiento más o menos riguroso… Ahora, tengo que darle un consejo, por su interés: hablar lo antes posible… Quiere hacerme creer que ejerce la profesión de buscona, para no emplear una palabra más dura…
       »Si me dejase persuadir, no dejaría de hacerle notar que en ese caso tendría muy probablemente un amante, uno de esos amigos serios a los que se les llama también con otro nombre… Este amante, al verla entrar en el hotel con un hombre rico en apariencia, ha podido tener la idea de desvalijarle…
       »¿Me ha seguido? ¿Y comprende finalmente que su interés está en decirme claramente y sin rodeos lo que ha visto?».
       Hubo un largo silencio. La joven seguía mirando por la ventana. Maigret estaba al acecho de sus menores reacciones, pero sin gran esperanza.
       Por fin, ella se volvió, tan pálida como por la mañana, cuando salía de la Identidad Judicial. Fue a sentarse a su silla con lasitud, empujó con el pie los papeles tirados por el suelo.
       —¿Eso es todo? —suspiró.
       —¿Por qué no confesar en seguida lo que se verá obligada a confesar dentro de una hora o dos?
       Con una amarga sonrisa en sus labios, dejó caer:
       —¿Usted cree?
       Se hubiera podido creer que estaba vencida, que iba a decidirse. Seguía allí, mirando al suelo con las manos juntas sobre las rodillas cruzadas. Maigret no se atrevía a moverse, por temor a influenciarla.
       Por fin, ella se movió, buscó los cigarrillos sobre el escritorio, cogió uno y lo encendió con un gesto familiar.
       —¡Usted desempeña un raro oficio! —constató entonces—. ¿No le avergüenza un poco?
       Él no se movió.
       —¿Piensa que denota astucia todo lo que me ha contado? ¿Y se figura verdaderamente que sabe algo de mí?
       —Me figuro que lo voy a saber —dijo con un tono penetrante.
       —¿Sin mentira?
       Era descorazonador. De un segundo al otro cambiaba, volvía a tomar su acento de por la mañana, cuando hablaba de su vida de buscona.
       —¿Siempre lleva de esta manera sus investigaciones?
       En lugar de enfadarse, Maigret estaba alterado, porque por fin se percibía en ella una angustia contenida, una desesperanza que tal vez iba a atravesar la frágil barrera de su voluntad.
       —Escuche, Céline…
       —¡Yo no me llamo Céline!
       —Lo sé.
       —¡Usted no sabe nada de nada! ¡No sabrá nada! Y, si la desgracia quiere que sepa algo, llevará ese peso sobre su conciencia. Ahora, mándeme a la cárcel si eso le divierte. Concédame entrevistas con los periodistas que escribirán columnas sobre la joven que no quiere decir su nombre…
       —¿Qué es lo que hacía en Bordeaux?
       —¿Cuándo? —exclamó titubeando.
       —No hace mucho tiempo. Le daré la fecha exacta en seguida. Por su acento, no es del todo del Mediodía, ni del Sudoeste. Y sin embargo…
       Ella suspiró, consumida por un cansancio que no era fingido:
       —¡No puedo más! Si me enviase a la cárcel, allí, por lo menos, ¿podría dormir?
       —Podrá dormir en cuanto me haya dicho…
       —¿Es un chantaje?
       Él se turbó, balbuceó:
       —¡Claro que no, especie de idiota! ¿No comprende que lo que hago es por usted? ¿No sabe que en cuanto hubiese franqueado esta puerta, sería una inculpada y que sólo dependería del Tribunal? ¿Me ha visto tomar una sola nota? ¿Me ha visto redactar un proceso verbal de este interrogatorio?
       Ella le observaba curiosamente.
       —En tanto esté aquí, comprenda que…
       Pero no acabó. Ya había dicho demasiado. La hubiese pegado, como a una muchachita desobediente y, en otros momentos…
       —¿Quiere que volvamos a empezar por el principio, que le pruebe que su sistema se cae por la base?
       Ella levantó los ojos hacia él y articuló:
       —¡Lo sé!
       —¿Entonces?
       —Entonces, no es posible hacer otra cosa. Verdaderamente no puedo. Si me dejase tumbarme en el suelo, dormiría…
       Sonó el timbre del teléfono y Maigret volvió la espalda a la joven, que, electivamente, se tumbó en el suelo y cerró los ojos.



III

      —¡Hola!… ¿Eres tú?… ¿Todavía tienes trabajo en el despacho?… Es el electricista que está aquí y que pregunta que si debe instalar un enchufe en el cuarto de los trastos…
       La señora Maigret telefoneaba desde allá, desde Meung-sur-Loire, en donde la casita remozada esperaba al comisario en cuarenta y ocho horas.
       —¿Qué tiempo hace? —preguntó.
       —Seco… Hay mucho viento…
       En París seguía lloviendo y a Maigret le hubiese gustado que el viento del Loire viniese a barrer la atmósfera tensa, crispada, malsana de su despacho en donde, desde hacía horas y horas, continuaba una lucha agotadora.
       Con el auricular en la oreja, dejaba posar su mirada sobre aquel ser enigmático que le sostenía la mirada con la inverosímil energía de la cual sólo son capaces algunas mujeres y que mentía como saben mentir las jóvenes.
       —Escucho, sí…
       —¿Puedo hablarte un momento todavía? El electricista pregunta si debe poner un timbre en la puerta de entrada. Yo creo que con la aldaba basta…
       —¡Pardiez!
       Pero su «pardiez» no se aplicaba solamente a la puerta de entrada y al timbre de la casa de Meung. Maigret no escuchaba más. Tenía prisa por colgar, por ocuparse de otra cosa. Respondía vagamente:
       —Sí… Bien… Hazlo como quieras… Eso es… Buenas tardes, querida.
       Y la «querida» bastaba para llevar hacia él la curiosa mirada de la joven, tan cierto es que una mujer sigue siendo mujer a despecho de lo trágico de los acontecimientos.
       ¡Uf!… Maigret se sentía liberado. Le parecía que después de haber dado vueltas largo tiempo sin encontrar la menor salida, se encontraba por fin ante ella. Había recobrado su facultad de razonamiento. Su equivocación había sido permanecer demasiado tiempo con aquella muchacha en una atmósfera agobiante.
       —¡Hola!… ¿Ha vuelto Lucas?… Que suba inmediatamente a mi despacho… Sí, con todos los procesos verbales del asunto de «La Estrella del Norte»…
       Allá arriba, una pipa, un sorbo de cerveza, algunos pasos hacia la ventana que entreabría a pesar de la lluvia.
       —Sólo un momento, para cambiar el aire… —se excusó.
       Cierto, no había encontrado al asesino de Georges Bompard y la idea que acababa de tener no poseía nada de sensacional, pero bastaba para hacerle salir del círculo.
       Aquella idea era ésta: cuando se había cometido el crimen, había en la planta baja un guarda de noche sin la ayuda del cual no se podía salir del hotel. Ahora bien, este guarda de noche declaraba no haber abierto la puerta a nadie y no haber abandonado su puesto.
       Por otra parte, en el primer piso, el dueño estaba de pie, ocupado, había dicho, en ponerse el pantalón, y se había precipitado hacia el piso desde donde provenían las llamadas de socorro.
       Suponiendo, pues, como lo hacía Maigret, que la joven no le había matado…
       Suponiendo que ella había asistido al drama y que se callaba por una razón mayor…
       Lucas entraba, con un fajo de papeles en la mano.
       —¡Entra! ¡Siéntate! ¿Tienes la declaración del guarda de noche? Y la leyó a media voz, desde la comisura de los labios:
       «Joseph Dufieu, nacido en Moissac… He oído las llamadas procedentes del segundo piso casi al mismo tiempo que los pasos del patrón en la escalera… He sido yo el que ha telefoneado en seguida a la Policía de Socorro, luego el que ha llamado a un agente que pasaba y que se ha puesto de guardia delante del hotel…».
       ¿Maigret lo hacía expresamente el proseguir su investigación delante de la joven? Ella tendía la oreja y manifestaba una cierta inquietud.
       —¿Has interrogado a todos los huéspedes, Lucas?
       —Los procesos verbales están aquí… Tengo la certeza de que ninguno de ellos conocía a la víctima; por consiguiente, no había razón para atacarla…
       —¿El dueño? ¿De dónde es?
       —De Toulouse.
       Era todavía vago, cierto, pero en aquella bruma, las ideas empezaban a dibujarse y Maigret andaba de arriba a abajo, con las manos a la espalda, la pipa entre los dientes. Cerraba la ventana, se plantaba de tanto en tanto delante de su desconocida a la que turbaba aquella transformación.
       —¡Bien! ¡Sigue mi razonamiento, Lucas! Suponte que la señorita aquí presente no ha matado a Bompard. Según tu investigación, el asesino tampoco es uno de los viajeros. Ahora bien, dos hombres afirman que nadie ha salido del hotel. Estos dos hombres son Dufieu, el guarda de noche, y el dueño… ¿Qué es lo que impide que uno u otro sea un antiguo conocido de Bompard, teniendo una vieja querella pendiente con él?
       De repente se interrumpió, descontento.
       —¡No! No es el guarda de noche, puesto que Bompard le vio al llegar, le entregó su ficha, tuvo tiempo de reconocerle. Si una discusión o un arreglo de cuentas había debido tener lugar entre los dos, se habría producido antes de las tres y media de la mañana.
       ¿Por qué la joven se relajaba como aliviada? ¿Y por qué Maigret proseguía, siempre en voz alta?
       —¡En cuanto al dueño!… ¡Veámos!… ¿Hace que le despierte el guarda de noche?… No… Tiene un despertador… Todavía no había bajado en el momento de las llamadas de socorro… Dufieu no había subido… Por lo tanto, el dueño no podía saber que Bompard estaba en su establecimiento…
       Se sentó pesadamente. Como ocurre a menudo, había empezado con confianza con una idea y se daba cuenta que no le llevaba a ninguna parte.
       —Haz que nos suban de beber, Lucas… ¿Qué toma usted, pequeña?
       —¡Un café!
       —¿No cree que ya está bastante nerviosa?
       ¡Decir que, con una palabra, ella hubiera podido aclararlo todo y que se callaba obstinadamente! La miraba con rencor. Quería doblegarla costase lo que costase. No se veía, al final de su carrera, entregando a la joven en manos del juez y declarando:
       —Es culpable o no lo es. Ya hace más de doce horas que le aprieto los tornillos y no he obtenido ningún resultado…
       Lucas sabía que en aquellas ocasiones era mejor pasar inadvertido y, después de haber encargado los medios y el café, se mantenía inmóvil en un rincón.
       —¿Comprendes, viejo? Hay un personaje sobre el cual me veo obligado a volver siempre: es el guarda de noche. Era el único que sabía que Bompard estaba en el hotel. El único que podía ver salir al asesino… ¡Espera!…
       Llamaron a la puerta. Gritó:
       —¡No! ¡No estoy!… ¡Para nadie!…
       De nuevo estaba de pie, animado.
       —La lista de los huéspedes, ¡rápido! ¿Dijiste que el guarda era de Moissac? ¿El dueño de Toulouse? Veamos los viajeros… Amiens… Compiègne… Marsella… Mercy-le-Haut… ¡Ni uno de Moissac! ¡Ni uno de Toulouse!
       Apenas había pronunciado estas palabras cuando, volviéndose hacia la joven, sorprendía su mirada apurada, sus dientecitos que mordían nerviosamente el labio inferior.
       —¿Adivinas a dónde quiero llegar, Lucas? Bompard, con buena suerte, como debía ser su costumbre, si se juzga por las fotografías descubiertas en su casa, va a un hotel cualquiera, frente a la estación del Norte… Alguien le ha reconocido, alguien que tiene razones para quererle mal… Ese alguien, esta muchacha obstinada le conoce también, puesto que se calla, puesto que inventa cualquier cosa antes que decir la verdad… Nos quemamos, lo huelo. Nosotros, caramba…
       Repitió pensativo:
       —¡Moissac!… ¡Toulouse! Y el traje sastre proviene de una casa de Bordeaux…
       Descolgó el teléfono, lo pasó a Lucas.
       —Pregunta por el editor de música para el que trabajaba Bompard… Que te diga cuál fue el último recorrido de su viajante…
       En aquellos momentos, se hubiera dicho que Maigret crecía, se hacía más pesado y más ancho. Sacaba espesas bocanadas y a veces dejaba caer una mirada verdaderamente aplastante sobre la joven. Parecía decir:
       «¡Está entendido! Cuando me vio, se imaginó que yo era mucho menos astuto de lo que muchos pretenden. Un gordito, ¿verdad? Un gordito al que una joven puede encandilar y que va a divertirse haciéndola desnudarse. Un sentimental además, que pone ojos tiernos, que se enfada, que se enerva. Un momento, pequeña…».
       Y a Lucas ocupado en telefonear:
       —¿Qué ha dicho?
       —Bompard ha debido pasar los últimos meses en el Sudoeste.
       —¡Suficiente! ¡Cuelga!
       Vació su medio de un trago, atizó la estufa durante un buen rato, se volvió, de repente calmoso, y dijo a Lucas con una voz tan inesperada que la joven no pudo por menos que sonreír:
       —¿No podías hacerme ver que estaba haciendo el idiota?
       —Pero, patrón…
       —Los camareros y las camareras… ¿Les has interrogado?
       —Sí, patrón… Sólo hay dos camareras que duermen en el hotel, en el sexto… No han oído nada, fatalmente… Han bajado las últimas, cuando el zafarrancho las ha despertado…
       —¿Tienes los nombres?
       —En primer lugar, Berthe Martineau, diecinueve años…
       —¿De dónde?
       —Busco… Aquí está… de Compiègne…
       —Lucienne Jouffroy… cuarenta y cinco años… de… de Moissac…
       Y Lucas, que era de talla pequeña, levantó hacia el comisario una mirada a la vez estupefacta y admirativa.
       —¿Has comprendido, ahora? ¡Salta a un taxi! Ve a buscármela… ¡Pero rápido, caramba!…
       Y empujó al brigadier fuera, cerró la puerta con un gesto de feliz lasitud.
       Miraba las fotografías una tras otra y se percataba solamente de que las amantes de Bompard eran todas jóvenes y a menudo muy jóvenes.
       —¿Cuál es? —preguntaba con un tono de niño bueno a su prisionera.
       Tenían casi tanto sueño el uno como la otra. Los hombros de Céline se hundían. En lugar de responder, movía negativamente la cabeza.
       —¿El retrato de Lucienne Jouffroy no está aquí?
       —¡Todavía no puedo decir nada! —suspiró por fin con esfuerzo.
       —¿Por qué? ¿Espera la llegada de esta mujer? ¡Confiese que es de Moissac!
       —¡Hablaré en seguida!
       —¿Por qué no ahora?
       —¡Porque no!
       —¿Sabe lo que haría si tuviese una hija como usted? Le daría de tanto en tanto un buen par de bofetadas, a fin de enseñarla a vivir. ¡Mire! Apostaría a que empezó por coleccionar fotografías de artistas de cine. ¿No? Entonces ha leído demasiadas novelas…
       Dulcemente, ella rectificó.
       —Estudiaba música…
       Y se sobresaltó cuando Maigret afirmó con seguridad:
       —¡Es lo mismo! ¡Se exalta! Encontró a Georges Bompard. Lo que me extraña, por ejemplo, es que se viese encandilada por un viajante de comercio…
       Volvió a rectificar:
       —Me dijo que era compositor. Tocaba admirablemente el piano…
       Había vuelto a aparecer la intimidad entre los dos, esta intimidad curiosa que se establece más a menudo de lo que se piensa entre el policía y el criminal. El despacho estaba recalentado, lleno de humo. Se oían vagamente los ruidos de la P.J., los telefonazos en las estancias vecinas, los pasos en el largo pasillo y, por la parte de atrás, subían los bocinazos de los coches desde el puente cercano.
       —¿Le amaba?
       No contestó, bajó la cabeza.
       —¡Le amaba, es seguro! Y me pregunto si fue él quien la llevó o usted quien le siguió y se pegó a él.
       Ella replicó simplemente, alzando los ojos:
       —¡Fui yo!
       Comprendió. Se encontraba al mismo nivel en la realidad vulgar que está en el fondo de los asuntos más complicados en apariencia.
       Un viajante de comercio al que le gustaban las jóvenes y que se poetizaba a sus ojos dándoselas de gran compositor…
       Una provinciana exaltada como se es a los dieciocho o diecinueve años y que, después de haber cedido, había querido defender su felicidad…
       —¿Fue él quien le trajo a París?
       —Fui yo la que vine.
       —¿Le había dado su dirección?
       —No… Se rodeaba de misterio… Pero me había dicho que frecuentaba cierto café del bulevar Saint-Germain… Fue allá donde le encontré… Yo no tenía equipaje y él fue a buscar su bolsa de aseo… Me rogaba que me quedase algunos días en el hotel, mientras él se libraba de ciertas obligaciones y podría ocuparse después exclusivamente de mí.
       Por la mañana, cuando ella intentaba dárselas de aventurera sin envergadura, Maigret había llegado a creerla ya que representaba su papel a la perfección. En el transcurso de la jornada, la había visto muy niña y muy mujer a intervalos, erguida y abatida, malvada y desalentada.
       —Su inspector no va muy rápido —remarcó de repente mirando su reloj de pulsera.
       —Es un brigadier…
       —No conozco la diferencia.
       —¿Hace mucho tiempo que ha abandonado Moissac?
       —Ahora no diré nada…
       —¿Conoce al guarda Dufieu?
       —Hablaré cuando vuelva el brigadier.
       —Por lo tanto, ¿cree que Lucienne Jouffroy se ha marchado?
       —No sé nada de eso… Hágame subir café, ¿quiere? Estoy muerta de cansancio…
       Telefoneó al oficinista. Poco después, le pasaron una comunicación.
       —¿Eh?… ¿Cómo dices?… ¡Tanto peor, amigo! Será preciso esperar… Claro que sí, se enviará la descripción a todas las fronteras…
       Se volvió hacia la joven.
       —Es el brigadier Lucas… Me anuncia que Lucienne Jouffroy ha abandonado el hotel al final de la mañana sin avisar a nadie…
       Y, al aparato:
       —Vuelve en seguida… Eso es…
       Colgó y encontró a su interlocutora desconfiada.
       —¿Supongo que ahora nada le impide hablar?
       —¿Qué me prueba que no está mintiendo? Tal vez incluso no había nadie al otro extremo del hilo.
       —¡Bravo por la confianza! Pues bien, mi pequeña, puesto que es así, nos basta con esperar la llegada de Lucas. ¿Le creerá a él?
       —Tal vez.
       Acababan por estar hartos el uno y el otro. Pasó un cuarto de hora sin que intercambiasen dos frases y por fin llegó Lucas, confundido, inquieto.
       —Hubiera debido pensar en ello esta mañana, patrón…
       —¿Cómo querías pensar en ello esta mañana, si ni yo mismo había pensado? ¿Y el guarda de noche?
       —Está aquí, en el pasillo.
       —¿Qué ha dicho?
       —¡Nada! Pretende que no sabe nada…
       —Hazle entrar.
       El hombrecillo, con los hombros caídos, lanzó a Maigret una ojeada solapada.
       —¿Cuáles eran exactamente sus relaciones con Lucienne Jouffroy?
       —Era mi cuñada.
       —Siéntese. No tema nada. Pero responda francamente a mis preguntas. ¿Su cuñada tenía una hija?
       —¡Rosine, sí!
       —¿Qué le ha ocurrido?
       —Está muerta.
       —¿De qué?
       Silencio obstinado.
       Maigret insistió:
       —¿De qué?
       Y fue Céline la que murmuró volviéndose hacia el guarda:
       —¡Puede decirlo, Joseph!
       —Murió de una operación que se hizo hacer porque estaba embarazada. Tenía dieciséis años…
       —¿Eso ocurrió en Moissac?
       —En Moissac, hace tres años.
       —¿Y Georges Bompard estaba de gira por allá?
       —Fue él el causante de todo… También fue él, cuando ella fue a verle para anunciarle que estaba embarazada, quien la llevó a casa de una curandera…
       —¡Un instante, Dufieu! ¿Supongo que como consecuencia de estos acontecimientos su cuñada se vino a París y usted la hizo entrar como camarera en «La Estrella del Norte»?
       El otro dijo que sí con la cabeza.
       —Esta noche, se quedó muy asombrado, estoy seguro, al ver llegar a ese mismo hotel, a las tres de la mañana, a una joven a la que usted conocía, una joven de buena familia de Moissac…
       —La señorita Blanchon —murmuró a pesar suyo.
       —¿La hija del juez Blanchon?
       Dufieu, asustado, se volvió hacia la joven y ésta articuló claramente:
       —Geneviève Blanchon, sí, señor comisario. Mi padre no sabe nada. Ayer por la mañana abandoné Moissac, adonde Bompard me prometió escribir y en donde no recibía noticias…
       —Un instante, ¿quiere? Por lo tanto, Dufieu, se quedó sorprendido al ver a esta joven, pero lo estuvo mucho más en el momento de la llegada de Bompard. Guarda de hotel, el hecho de que se presentasen con algunos minutos de intervalo, no le engañaba.
       —No, señor comisario.
       —Subió, pues, al sexto para avisar a su cuñada.
       —Exacto.
       —¿No creía que aquello podía acabar en un drama?
       —Sabía que mi cuñada tenía ganas de vengarse de ese hombre.
       Maigret se volvió hacia el brigadier.
       —¡Lucas! Llévatelo a tu despacho, ¿quieres?
       Prefería estar solo con la joven, que ahora no pensaba en chulear.
       —¿Entró Lucienne Jouffroy cuando usted estaba allí?
       —Sí.
       —¿Sabía que su hija había sido la amante de Bompard?
       —Sí.
       —¿Y que la había llevado a casa de una curandera?
       —Sí.
       —¿Y, a pesar de eso, se reunió con él en París?
       Contestó duramente, bajando la cabeza:
       —¡Le amaba! Me había hecho creer que Rosine tenía otros amantes…
       —Si yo fuese su padre… —gruñó Maigret.
       —¿Qué es lo que haría?
       —No lo sé, pero… Así que se marchó de su casa sin dinero, sin equipaje… Y fue Bompard quien le dio los mil francos para vivir entretanto en el hotel «La Estrella del Norte»…
       —¡Le amaba! —repitió.
       —¡Y ahora!
       —No lo sé… He querido evitar que detuviesen a Lucienne Jouffroy y también que mi padre supiese…
       —¿Cree usted que es fácil?
       El teléfono sonaba. Maigret respondía, hosco:
       —¡Sí!… ¡Bien!… ¡Tanto peor para ella!… ¡Naturalmente!…
       Y, colgando:
       —Lucienne Jouffroy no ha intentado franquear la frontera. Ha vagado durante horas por París y acaba de entregarse en una comisaría en donde ha confesado… No ha hablado de usted; ha pretendido únicamente que Bompard estaba acostado con una mujer pública a la que no conocía…
       —¿Entonces?
       —Como conozco a los jurados del Sena, seguramente será indultada…
       —¿Y yo?
       —¿Usted?
       De pie, de repente dio libre curso a un ansia demasiado tiempo retenida y abofeteó a la joven que siguió sentada sin poder pronunciar una palabra.
       —¡Venga!
       —¿A dónde?
       —Eso no le importa.
       La hizo atravesar los pasillos y se encontró con ella en el oscuro patio de la P.J.
       —¡Eh!… ¡Taxi!…
       Y, obligándola a subir, farfulló como para sí mismo:
       —Hay dos portezuelas… Suponiendo que, entre el barullo, alguien salga por una de ellas…
       Luego se calló.
       El coche atravesaba la calle Rívoli.
       La joven no se movía.
       —¡Dígame! —gruñó Maigret—. ¿Ha perdido su inteligencia o qué?
       —Tengo sueño —suspiró ella.
       —Pues bien, ya dormirá después… Le prevengo que si, en un minuto…
       Entreabrió la portezuela, vaciló.
       Y él, furioso:
       —Pero ¡lárguese, caramba!… ¡Especie de boba!…
       El chófer se volvió, sólo vio a una persona en el coche, quiso detenerse, pero el comisario bajó el cristal y murmuró:
       —Déjeme delante de una buena cervecería… ¡Tengo una sed de ésas!…




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