George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


Un tal Monsieur Berquin (1947)
(“Un certain Monsieur Berquin”)
Originalmente publicado en el semanario Hebdo, Bruselas
(n.º 101, 18 de octubre de 1947);
Maigret les petits cochons sans queue
(París: Presses de la Cité, 1950, 221 págs.)



      El coche siguiente iba ocupado por un hombre, su mujer y sus dos hijos —el marido estaba asociado a un asentador de Les Halles—, y la familia se dirigía a una aldea de los alrededores de Elbeuf para asistir al entierro de una tía. Llovía desde la salida de París, pero llovía más fuerte a medida que se iban aproximando a Normandía. El limpiaparabrisas funcionaba a saltitos, con paradas que hacían creer que iba a inmovilizarse definitivamente; pero luego se volvía a poner lentamente en marcha, y por fin recobraba momentáneamente su ritmo de metrónomo, borrando los surcos de la lluvia.
       La carretera descendía desde hacía rato entre bosques sombríos. Dos o tres veces, al pasar por una recta, se había divisado el faro piloto del primer coche, que no rodaba con excesiva velocidad. A buena marcha, pero no podía decirse que fuese muy de prisa.
       Precisamente cuando se distinguía el farolillo rojo, bastante lejos, aproximadamente a un kilómetro, la luz pareció desplazarse de un modo anormal en un lugar en el que la carretera trazaba una gran curva.
       En estas circunstancias, no queda mucho tiempo para reflexionar. M. Bidus —tal era el nombre del conductor del segundo carruaje— pensó primeramente que el coche de delante se había desviado un poco a la derecha, después de haber patinado, pero que había podido evitar el vuelco. Su mujer, por su parte, le puso maquinalmente la mano en el brazo.
       Casi no se veía más allá de la cortina de lluvia. Estaban a punto de seguir. El marido y la mujer distinguieron al mismo tiempo, en la cuneta, un auto completamente vuelto, uno de cuyos faros, encendido aún, iluminaba extrañamente las hierbas a ras de tierra; en aquel espectáculo había algo de incongruente, casi de indecente, como en el de un hombre que se hubiera puesto el pantalón en la cabeza.
       —Harías mejor continuando —dijo ella—. Por los niños…
       Pero él había frenado ya, y decía a su vez:
       —Quédate junto a ellos…
       Y, fuera, oía el ruido continuado y monótono de la lluvia y el runrún de su propio motor, que no había parado. ¿Por qué no se atrevía a acercarse?
       Hubiera podido creerse que tenía miedo. Gritaba, como un niño en la noche:
       —¿Quién hay…?
       Se mojaba los pies y los bajos del pantalón en el césped, que, a la luz de los faros, resultaba de un color verde pálido.
       —¿Necesita usted algo?…
       El silencio, que la lluvia en vez de romper espesaba, era impresionante. M. Bidus volvió a su coche para coger una linterna eléctrica, y murmuró:
       —Nadie responde.
       —¿Qué pasa, papá?
       —¡Chist!… Vosotros, a dormir… Dejad tranquilo a vuestro padre…
       Cuando la linterna iluminó el lugar donde el coche yacía, se vio, a su lado, un hombre sentado en tierra. Miraba a M. Bidus. Le miraba con calma, reflexivamente.
       —¿Está usted herido?
       El otro continuaba observándole sin decir palabra; se hubiera dicho que descontento de ser interrumpido en su meditación. El segundo automovilista se aproximó un poco más, y vio entonces que la cabeza de su interlocutor era de extraña forma, y que algo raro colgaba de su oreja derecha, un trozo de piel con cabellos.
       —¿Le duele?
       ¿Le oía acaso el herido? Continuaba mirándole con soberana indiferencia, como si estuviera entregado a un ensueño.
       —Permanezca aquí… No se mueva… Voy a buscar socorro… ¿Hay alguien más en el coche?
       Resultaba impresionante ver con las ruedas al aire un vehículo, lo que habitualmente se encuentra en posición normal. El hombre debió de comprender, miró la máquina, alrededor de la cual centelleaban fragmentos de vidrio, y se encogió de hombros.
       —Vengo en seguida…
       M. Bidus se reunió con su mujer, y murmuró:
       —Creo que se ha pegado un golpe morrocotudo…
       Después caminó silenciosamente hasta descubrir una casa, apenas a doscientos metros, a la izquierda.
       Hacía frío. Todo estaba mojado y frío. Los habitantes de la casa no se atrevían a responder, y, sin embargo, una cortina se movía. Los niños hacían preguntas. Por último, se estableció un diálogo a través de la ventana cerrada.
       —Hubo un accidente —chillaba M. Bidus.
       —¿Tuvo usted un accidente?
       —Hubo un accidente… Allá… Más arriba…
       Había que gritar. ¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que la puerta acabase por abrirse? Delante había una bomba de gasolina; detrás, un establo.
       —¡Siempre en la curva! —suspiró el hombre que acababa de despertarse. Se vistió. Calzaba botas de goma.
       —Habría que telefonear a un médico…
       —Podría hacerse si yo tuviese teléfono…
       Antes de salir bebió un trago de calvados en su propio mostrador, y encendió un farol de cuadra.
       —¿Hay muertos?
       —No lo creo… Supongo que podré continuar mi camino, ¿no?
       —¡Ah, no, de ninguna manera!… Tiene que ayudarme… De lo contrario, les dejaré plantados…
       Se trató, mientras avanzaban por la carretera, del entierro de la tía, de los automovilistas que desde hacía años tenían la manía de tomar aquella curva al revés.
       —¡Mire…! El sujeto sigue en el mismo sitio…
       Siempre con el mismo aire soñador o aturdido. Pero, aunque su rostro estaba ya cubierto de sangre, el hombre no parecía haberse dado cuenta.
       —¿Es usted capaz de andar? Se levantó suspirando, y hubo que sostenerlo, porque vacilaba.
       —Es… Es… —comenzó a decir con una voz extraña.
       —Vamos… Agárrese a mi hombro…
       Era un hombre más bien bajo, robusto, bien vestido, de mediana edad.
       —¡Oigan, ustedes…!
       Al alejarse del coche volcado salió de su interior una voz de mujer:
       —¿Piensan dejarme aquí tirada, por casualidad? Y ese tipo, que no dice nada, que se va, dejándome aquí embotellada…
       Una pierna larga asomaba por la portezuela. Había sangre en la media de seda, sangre en el traje.
       —No tire tan fuerte… Así no… ¿No ve que me hace daño…?
       Cuando la hubieron sacado del coche, intentó ponerse de pie, pero cayó de costado, gruñendo:
       —¡Mierda! Debo de haberme roto algo…
       La dueña de la granja-taberna había hecho entrar al resto de la familia Bidus, a causa de los niños. Tenía cabellos de estropajo, ojos claros, y senos enormes y blandos. Decía con voz tristona:
       —Esto pasa todas las semanas…
       Los dos hombres entraron llevando a la muchacha, que conservaba el conocimiento y que no dejaba de insultar. El otro les seguía, la piel del cráneo cayéndole encima de la oreja, el rostro rojo de sangre, siempre con aspecto ausente, como un sonámbulo.
       —No miréis, niños…
       Volvió a hablarse del entierro, que obligaba a los Bidus a marcharse; del doctor que vivía a seis kilómetros, y no precisamente en la carretera general —era necesario hacer un trayecto de un kilómetro por una carretera secundaria, a la derecha—, y que no se molestaba de buena gana, porque a veces había sucedido que, al llegar, los heridos se habían marchado por sus propios medios. De modo que lo consideraba una molestia.
       —Le prometo ir a hablarle… Si hace falta, volveré con él…
       La joven —porque era una joven— tenía cardenales por todas partes, quizá algún hueso roto o, como suele decirse, contusiones internas. Cuando quisieron servirle un vaso de calvados para reanimarla, respondió:
       —No, gracias… Ya he bebido bastante con él…
       Los del segundo coche se marcharon. Empezaron equivocando el camino, y acabaron por dar con el médico. Después de lo cual continuaron, llevando en el asiento trasero a los niños, sobreexcitados por el suceso, y a Mme. Bidus, que repetía a cada paso:
       —Vas demasiado aprisa, Víctor…
       En la taberna hubo que hervir agua por orden del médico. La mujer se desvaneció cuando le dieron unos puntos de sutura. En cuanto al hombre, le limpiaron, le curaron la cabeza, le acostaron, y se durmió; o acaso entró en coma, no se sabe bien.
       Los habían acostado juntos en la misma cama, la del patrón y la patrona, tibia aún de su calor.
       —Elbeuf no me enviará una ambulancia antes de mañana… Téngalos aquí hasta entonces… Hago todo lo que puedo hacer… Al llegar a casa telefonearé a la gendarmería…
       Unas bombillas eléctricas demasiado débiles alumbraban escasamente la casa, impregnada de un olor mezclado de taberna y establo.
       —¿Cree que hay fractura de cráneo?
       —Mañana lo sabremos… Pueden dormir mientras tanto…
       El cochecillo del doctor marchó envuelto en la lluvia. La tabernera fue a acostarse en la cama de su hija mayor, mientras el patrón se amodorraba en un sillón. A las dos de la mañana golpearon en las maderas de las ventanas. Eran dos gendarmes en bicicleta, a los que, para empezar, hubo que servir unas copas de calvados, porque en sus rostros relucientes por la lluvia aparecían unos labios azulados, y al caminar dejaban en el suelo menudos regueros de agua.
       —¿Les ha dicho quién es?
       —No pronunció palabra…
       El hombre seguía durmiendo, con la cabeza rodeada de un vendaje que parecía un turbante.
       —Apesta a alcohol —dijo uno de los gendarmes, que acababa de vaciar dos buenas copas.
       —Es posible. Le hicieron beber a la llegada…
       Registraron los bolsillos. Aparecieron una cartera y un carnet de identidad, a nombre de M. José Berquin, y agrimensor en Caen, Calvados.
       Los gendarmes, por escrúpulos de conciencia, fueron a contemplar el auto volcado, apuntaron el número de su matrícula en un cuaderno cuyas páginas mojaba la lluvia, y se marcharon.
       El patrón de la taberna, fatigado, había ido a tumbarse al lado de su mujer, en la cama de su hija, la cual, a pesar de todo aquel teje maneje, no se había despertado.
       En la enorme habitación no habían dejado más que un quinqué de petróleo, el que se usaba cuando había un enfermo.
       Todo el mundo dormía a pierna suelta. El doctor, después de haber telefoneado a Elbeuf y a la gendarmería, había vuelto a acostarse. Uno de los gendarmes, que sacaba un sobresueldo con las informaciones que daba al periódico local, había telefoneado al Nouvelliste, lo que sabía.
       ¿A qué hora salió el hombre de su postración? Hacia las cuatro o cinco de la madrugada, sin duda. ¿Cuánto tiempo permaneció en aquel lecho extraño, donde había una mujer dormida?; ¿cuánto tiempo contempló el decorado que quizá le pareciera alucinante? ¿Pensaba en otra habitación en la que hubiera debido encontrarse, en otra cama, en otra mujer a la que pertenecía por derecho un lugar a su lado bajo las mantas?
       El caso es que no hizo ningún ruido. El quinqué no alumbraba lo bastante para que pudiera verse en el espejo deformante colgado encima de la cómoda. Si llegó a tocarse la cabeza, debió de encontrarla monstruosamente agrandada por el espesor del apósito, que le hubiera impedido ponerse cualquier clase de sombrero.
       En todo caso, consiguió vestirse solo, descender silenciosamente la escalera de la que al menos dos escalones crujían, y quitar la cadena de la puerta.
       Antes de marchar, ¿había acaso contemplado por última vez, en la habitación alumbrada por el quinqué, a aquella joven rubia que tenía dos trozos de esparadrapo en las mejillas y otro en la sien y que, mientras dormía, enseñaba inocentemente un seno?
       Fue el patrón del tabernucho quien, al levantarse, poco después de las cinco para ir a sacar las vacas, descubrió la cosa.
       —Se ha largado… —anunció a su mujer y a su hija, que se vestían.
       Despertaron a la rubia.
       —¡Oiga, señora…! Su marido se ha…
       —¿Mi marido?
       —Bueno, el señor con quien…
       —¡Dios mío, cómo me duele la cabeza…! ¡Déjenme dormir…! No me den la lata ahora con ese tipo…
       Valía más que la hija mayor saliese de allí, porque hay cosas que una niña no debe oír, aun en el caso de que esté acostumbrada a llevar las vacas al toro.
       —Usted, ¿no le conoce?
       —Sólo desde las diez de la noche de ayer… ¡Si lo hubiera sabido…! ¡Cuando pienso que tenía un tren a las once y treinta y tres…!
       ¡Y los habían metido en el mismo lecho, en el lecho conyugal!
       —Fue en Nantes… Me quedaba todavía una hora antes del tren para Caen, donde estoy contratada como bailarina en la Boule Rouge… tomaba un bocado en un figoncito, cerca de la estación, cuando este tipo…
       Un figoncito con las paredes pintadas color malva agresivo, un mostrador de zinc, y un patrón en mangas de camisa.
       —Estaba completamente excitado… Acababa de llegar de París, donde le habían entregado un nuevo coche. Creo que ya había bebido un poco… Vio la maleta a mi lado… Me preguntó a dónde iba, y, cuando yo le dije que a Caen… ¡Oh, cómo me gustaría que me dejasen dormir…!
       Ya contaría más tarde el resto si se le preguntaba. Las mujeres que bailan en lugares como la Boule Rouge saben más de hombres que cualesquiera otras.
       El hombre estaba excitado. Estaba contento, en plena euforia. A causa de su nuevo coche. Y también, probablemente, porque, al menos una vez, estaba solo.
       Si no estuviese solo, no hubiera ido a tomar un bocado al agujero aquél, de paredes color malva, sino que se hubiera dirigido al restaurante de la estación, o a otro más respetable.
       Y si no hubiera bebido un poco…
       ¿Qué le había contado durante el trayecto?… Montones de cosas… De creer lo que decía, era un tipo estupendo… Y divertido… E incluso conduciendo el auto se portaba como un colegial, hasta el punto de que constantemente había que colocar su mano derecha en el volante…
       —¡Pues por lo menos se ha dado un buen porrazo…! —decía el patrón de la taberna al sacar su vaca del establo, de donde su mujer y su hija sacaban cada cual la suya—. Me pregunto a dónde puede haber ido…
       Se supo algo más tarde. El hombre había caminado solo, con su enorme vendaje en la cabeza, a lo largo de la carretera. Unos obreros del horno de cal lo habían encontrado, y más tarde, también, un empleado de los ferrocarriles que pasaba en su bicicleta. Caminaba derecho, en aquel amanecer lluvioso, sin mirar a nadie.
       Había una aldea a siete kilómetros, y, frente a la estación, un cafetín que abría temprano. El tren de Elbeuf acababa de llegar. Habían colocado un montón de periódicos, fresca aún la tinta, encima de una silla.
       El hombre estaba allí. Tomaba un café con aguardiente. Todos los madrugadores que iban a echar un trago lo miraban, a causa de los vendajes de la cabeza, y él, lúgubre, no parecía darse cuenta.
       —¿Puedo coger un periódico? —había preguntado tímidamente con la mano encima del lote todavía fresco del Nouvelliste d’Elbeuf.
       En aquel momento la rubia dormía. El doctor abría la consulta. Una ambulancia se había detenido cerca del lugar del accidente.
       —Leyó el periódico, y luego salió después de haber pagado. Tomó hacia la izquierda…
       Fue fácil encontrar su pista, a causa de la enorme cabeza blanca. Andaba por la aldea. Daba vueltas por aquí y por allá. No dirigía la palabra a nadie. El periódico le salía del bolsillo.
       Y, en el periódico, había un suelto, fruto de las cogitaciones del gendarme:
       «Esta noche un auto procedente de París ha tenido un accidente a medio camino de Méchin. El coche dio una vuelta completa, y quedaron heridos de más o menos gravedad, dos honorables ciudadanos de Caen, M. Joseph Berquin, agrimensor, y su esposa, Mme. Berquin, que han sido recibidos por…».
       Después de la ambulancia, fue un taxi el que llegó, esta vez de Caen, con una dama que hacía pregunta tras pregunta, en un tono a la vez agresivo y sospechoso.
       —¿Está usted seguro de que salió hacia ese lado?…
       Seguro o no, había que librarse de ella. Las personas que viven un drama tienden a olvidar que los demás han de realizar sus tareas cotidianas, y que las vacas continúan dando leche a pesar de los que acaban de romperse la cabeza en un viraje y que se aprovechan de que todo el mundo duerme para tomar las de Villadiego.
       —Marchó por allí, sí señora…
       —Había bebido, ¿no es así?
       —De eso no sé nada, señora.
       —¿No se ha dado usted cuenta de si olía a alcohol?
       Aquella mujer iba derecha a lo suyo. No perdió la pista un solo instante. Lo siguió con su taxi, haciendo que el chófer lo parase de vez en cuando.
       —Dígame, buen hombre, ¿no habrá visto usted a un señor que…?
       Y recobraba la pista del vendaje a lo largo del camino.
       —Un tipo que estaba de juerga… —decía la rubia en el mismo momento—. Y que no debía de estar acostumbrado. Apuesto a que era la primera vez que llevaba en el coche a una mujer que no era la suya…
       Se seguía buscando al hombre de la cabeza de momia, que, después del accidente, no había dicho ni dos palabras, sino para pedir un café con aguardiente y para comprar el periódico.
       La gendarmería se había puesto en movimiento, pero el taxi de Mme. Berquin conservó la delantera y ganó la partida. Llegó en el momento preciso para ver cómo sacaban del río, a quinientos metros de la aldea, una forma oscura.
       —Es él —declaró la mujer.
       Y como temblasen los párpados del ahogado, ella continuó con otra voz:
       —¡Joseph…! ¡Joseph…! ¿Me oyes?… ¿No te da vergüenza…?
       Siguió haciéndose el muerto hasta el hospital a donde le llevó la ambulancia que, al fin, servía para algo.
       —En seguida, Madame… Por favor, déjele en paz… —suplicaban los médicos.
       Aún podía creerse que se hubiera fracturado el cráneo. Él lo esperaba todavía, y les miraba con ojos implorantes.
       Pero, según los términos del informe, no había más que una herida contusa en el cuero cabelludo.
       De modo que lo entregaron a su mujer.
       Ésta había telefoneado ya a su abogado de Caen y a su asegurador, a propósito de la indemnización reclamada por la rubia.
       Y cuando, más tarde, alguna persona aludía a la caída en el río y se refería al schok consiguiente al vuelco del coche, Madame Berquin replicaba categóricamente:
       —¡Calle!… ¡Calle!… Diga más bien que le dio vergüenza…
       ¿No sería más sencillo aún decir que el hombre del vendaje había tenido miedo? En todo caso, fue lo bastante prudente como para no confesarlo nunca, y se contentaba con mover su enorme cabeza, que había quedado deformada.
       —En resumen, que por lo menos, había tenido su noche.
       ¡Hay tantos hombres que no la tienen nunca!




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