George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


La escala de buenaventura (1946)
(“L’Escale de Buenaventura”)
Maigret les petits cochons sans queue
(París: Presses de la Cité, 1950, 221 págs.)



      Cuando el Francés atravesó la cortina-mosquitero de tela metálica enmohecida, aún no eran las nueve de la mañana, y, sin embargo, su ropa de tejido amarillento tenía ya en los sobacos dos medias lunas de sudor. Arrastraba un poco la pierna izquierda, como siempre. Como siempre también, parecía colérico, y, con un gesto casi amenazador, echó hacia atrás sobre la nuca su sombrero de paja, que tenía la forma de un casco colonial, con unos agujeritos para airearse.
       No había nadie en el vestíbulo del hotel. Nunca había visto a nadie allí: un mostrador pintado de negro y, detrás, casilleros vacíos por encima de los cuales colgaban las llaves; a la izquierda, un muestrario giratorio de tarjetas postales empañadas por la humedad.
       El Francés llamó. Estaba acostumbrado a la casa. Rodeó una columna de hierro y entró en la inmensa sala, que con las enormes vidrieras de sus vanos, parecía un acuario.
       El otro estaba ya plantado ante la máquina tragaperras, en la que introducía una a una las fichas, con la mirada fija en la pequeña abertura en la que, a cada tirada, aparecían cerezas, ciruelas o limones.
       —Salud… —gruñó el Francés, más como injuria que como cortesía.
       En alguna parte, la voz de un aparato de radio rechinaba entre ruidos. Y Joe, el negro, limpiaba con un paño sucio los vasos del bar.
       El barco estaba lejos todavía, en el estuario. Se le veía sin vérsele. ¿Acaso se veía alguna vez algo con claridad en aquel maldito país donde la niebla se pegaba de tal manera a los cristales que les hacía perder su transparencia?
       —Whisky, Joe…
       Y, como si fuera una amenaza, porque no podía decirlo de otra manera, añadió:
       —Si no embarco esta vez, me dejaré colgar por los pies…
       Hacía veinte años que decía lo mismo en términos aproximadamente idénticos, cada vez que un barco francés hacía escala en Buenaventura, es decir, una vez al mes; veinte años durante los cuales, tales días, iba allí por la mañana, desde la casita de madera que estaba detrás, bastante lejos, y que no se divisaba desde el hotel. Algunas veces había traído consigo la maleta.
       —Cuando yo me harto, me harto…
       Joe midió el whisky en un cubilete de metal blanco, y empujó el vaso por el mostrador. El otro, durante aquel tiempo, mantenía la mirada fija en las cerezas, las ciruelas y los limones que se inmovilizaban en la mirilla de la máquina tragaperras.
       No había dicho nada todavía. ¿Para qué? La radio crepitaba como una chuleta en un fuego de carbón. El espacio era demasiado amplio alrededor de los tres hombres, el negro y los dos blancos, los cuales, cada uno por su parte, continuaban su vida maquinalmente.
       Y el barco, un cargo mixto, como de costumbre, con la gasolinera de los pilotos delante, se abría camino lentamente entre la bruma cálida y en un agua que parecía cenagosa.
       —¿Muchas balas, Joe?
       Balas de café. No de fusil o de ametralladora.
       Porque en Buenaventura, los barcos que proceden de Chile, de Perú o del Ecuador, no hacen escala más que para cargar café colombiano. Se cuentan con los dedos los pasajeros que bajan por las buenas o que embarcan. Lo que importa son las balas de café. Tantas balas significaban tantas horas de escala. Dos horas. Diez. Eso depende.
       Después de lo cual no queda más que paredes vacías de hotel, encaladas: la crudeza de inmensas paredes, escaleras, columnas de hierro, y puertas abiertas en habitaciones donde las camas no esperan a nadie.
       —Lo mismo, Joe, por infecto que sea.
       Siempre dos para empezar, a fin de ponerse a tono. Y Joe explicaba:
       —Tienen, todo lo más, carga para dos horas… Apenas se les verá…
       —Marcharé con ellos… Apuesto a que conozco al capitán…
       El francés conocía a todos los capitanes. ¿Cómo no iba a conocerlos?
       —A tu salud, Pedro… Si sacas algo de la máquina, serás tú quien pague…
       Y el otro seguía jugando. Alrededor de ellos había mesas con manteles, vasos, y todo lo demás para dar de comer lo menos a cien personas, a cien personas que no vendrían nunca. Y, en las habitaciones, casi tantas camas para otros tantos hipotéticos viajeros.
       ¿Qué hubieran hecho si desembarcase gente bastante para llenar la casa? Las ropas debían de oler a moho. En la cocina no había provisiones. Incluso no había cocinero.
       Aquello no parecía un verdadero hotel, lo mismo que el puerto no parecía un verdadero puerto. Había, ciertamente, un muellecito, con sus pilotes y sus bloques de hormigón. Había también un depósito, especie de barraca de planchas de madera cubierta de zinc ondulado. Incluso había rieles, el indicio de una estación que jamás habían terminado, y, alrededor de todo esto, el desorden de un terreno baldío, en la cima del cual se levantaba el hotel.
       La casita estaba más lejos, detrás, a varios kilómetros. No se la veía, no se sospechaba que existiera. Con aquella bruma cálida, pegajosa, siempre en torno, tan espesa que no podía saberse si era o no lluvia…
       —¿Ganas, Pedro? —bromeó el Francés.
       Y Pedro le envió una negra mirada antes de continuar su lucha solitaria contra la máquina tragaperras.
       Había también una mecedora de mimbre, en la que el Francés se balanceó. La mecedora rechinaba. Los ventiladores colgados del techo rechinaban. La radio rechinaba.
       Y aquel maldito barco iba a atracar, con personas que no tendrían nada que hacer durante dos horas o durante diez, dependía del número de balas, y que invadirían la casa.
       Dos cerezas… Tres ciruelas… Tan pronto la mano izquierda de Pedro estaba llena de fichas doradas, como quedaba vacía.
       «Se anuncia de Nueva York, que José Amarillo, ex dictador de Paraguay, ha llegado ayer a aquella ciudad, donde ha concedido una entrevista a la prensa. El antiguo presidente espera comprar un rancho en Tejas y consagrarse a la ganadería…».
       Era la radio quien decía esto, y el Francés rechinó:
       —¿Oyes, Pedro?
       Pedro seguía jugando, el ojo cansado y feroz a la vez; cuando no le quedaron fichas, se aproximó al bar y se dirigió al negro:
       —Dame otras cincuenta… Y una menta verde…
       Uno bebía whisky, otro menta verde. Ambos estaban gordos, con aquella gordura amarilla y blanda que da la vida en los trópicos y el mal funcionamiento del hígado. Ambos estaban vestidos con ese tejido amarillento que constituye el uniforme de los países meridionales.
       El jugador tenía el cabello negro, las mejillas azules de barba mal afeitada, una corbata rojo sangre sobre la camisa blanca.
       Aquel barco, que llegaba a su fecha y a su hora, era la amenaza habitual, la ruptura incongruente de una tranquilidad que, después, consumía horas y días en recobrar su espesor.
       —Tal vez haya chicas guapas… —bromeaba el Francés. Algunos le llamaban el Profesor. Otros, el Doctor. Algunos el Presidiario, porque había corrido el rumor de que había sido un evadido de Cayena antes de hallar refugio en Colombia.
       —¿Has oído, Pedro…? José Amarillo se compra un rancho en Tejas y recibe a la prensa americana… ¡Lo mismo, Joe…! ¡Amarillo, que se retira de los negocios! ¡Caray…! Después de hacer su fortuna… Y yo, que esta tarde voy a abandonar definitivamente este sucio país para ir a plantar coles en Touraine…
       El barco estaba casi en el muelle. Comenzaba las maniobras de atraque, y, a través de los vidrios verdosos, se distinguían ahora las siluetas de los pasajeros inclinados en la borda.
       —¡Por lo tanto, volveré a ver Panamá…! Y quizá vuelva a ver a Iturbi, que posee un hotel particular en la avenida del Bois…
       Un dictador más. Un dictador que había huido con el tiempo justo, en el momento en que iban a colgarlo, pero que se había agenciado una cómoda posición de retirado y que, actualmente, tenía caballos de carreras en Longchamp.
       —¡Y tú, que no consigues sacar ni una cereza de la máquina…!
       Dos cerezas… Dos ciruelas… Tres limones…
       El barco estaba ya en el muelle. Se veía a un grupito encaminarse hacia el hotel; dos mujeres de blanco y algunos hombres.
       —Te doy mi palabra que traen los paraguas…
       Porque llovía. O, si no llovía verdaderamente, la neblina mojaba tanto como la lluvia. Las mujeres, encaramadas en sus altos tacones, buscaban dónde poner los pies en el caos de cascotes que conducía al hotel. Algunos indígenas empezaban a cargar las balas de café que llevaban encima de la nuca, arriesgándose como funámbulos por la estrecha plancha que unía el barco a tierra.
       —Te juro, Pedro, que esta vez, a poco que el capitán tenga una jeta simpática, desaparezco de tu universo…
       Un universo que olía espantosamente a vacío de hotel, del comedor demasiado grande, con todas sus mesas y sus sillas; vacío del puerto, donde no había más que aquel barquito negro en el que, durante dos horas apenas, iban a cargar balas de café a hombros humanos; vacío de la estación inacabada, de las vías que no llevaban a ninguna parte.
       —Fichas, Joe…
       El jugador también estaba gordo, pero no de la misma gordura que el Francés. Una gordura más fluida, aceitosa, aristocrática. La verdadera gordura del Sur, con reflejos a la vez amarillos y azulados.
       —Lo mismo, Joe, antes de que lleguen esas señoras y esos caballeros…
       Porque iba a representar su pequeña comedia, siempre la misma, la que representaba invariablemente al paso de cada barco.
       «—Francés, señoras y señores, para servirles… Estoy desde hace veinte años en este país que se parece a una esponja en descomposición y que…».
       ¿Cuántos whiskys sacaría? Por lo demás, no eran los whiskys lo que contaba. Labro, único nombre por el que se conocía, no hacía aquello por interés, sino más bien por necesidad de rozarse con gente de su tierra, de charlar, de pavonearse, de deslumbrarles y de descorazonarles.
       «—La verdad es que me pregunto si me marcharé o no con ustedes. Confiesen que sería divertido. Sin maletas. ¿Acaso necesito yo maletas?».
       Les contaba cosas peores que edificar sobre pivotes casas de madera, donde uno se pelea con las ratas, con cucarachas grandes como un puño, con escorpiones y con serpientes.
       Era, en resumen, su purga mensual.
       «—Pregunten a los de aquí lo que piensan de Labro, en el caso de que encuentren a alguien capaz de pensar…».
       Bebía. Lo extraordinario es que siguiera viviendo. Y que, sin hacer nada en concreto, llegase a estar borracho cada noche.
       —Ahí los tienes, Pedro…
       El otro seguía jugando, obstinado, con ojo malvado, y, de vez en cuando, iba a buscar nuevas fichas al bar, donde, de un trago, echaba otra menta verde a la garganta.
       —La más vieja está un poco estropeada, pero la muchacha podría servir aún…
       Cosa curiosa, había siempre fatalmente una muchacha bonita y una señora madura en cada barco. Siempre también, un tipo más o menos ridículo.
       —Van a pedir tarjetas postales, ya verás.
       Las pidieron. Eran diez personas a desentumecer las piernas durante la escala, y, ritualmente, entre los diez, había siempre uno que quería conocer la cocina del país.
       Aquello concernía a Chino, que hacía de mayordomo y de cocinero a la vez, y que no disponía más que de latas de conserva.
       Pedro, furioso, seguía jugando. Los oficiales vendrían los últimos, según su costumbre, a buscar a sus pasajeros, de la misma manera que se va a buscar los carneros al prado.
       —Si el capitán tiene una buena jeta —repetía Labro—, me voy con ellos, y, esta vez, va de veras…
       En el vestíbulo, a donde el negro se había precipitado, se oía:
       —Perdón, señor, ¿podría usted decirme…?
       —¿Será posible…?
       La radio seguía rechinando. La niebla lluviosa se había hecho más luminosa, lo que en el país quería decir que era más amarilla, pero también más transparente. Y más, cálida. Para hacer sudar a las paredes.
       Tres cerezas… Dos ciruelas… Tres limones…
       «—Pues sí, Madame, soy francés… Y es más que probable que hagamos juntos la travesía… ¿Es su marido?… Encantado… Tiene usted una hermosa cabeza… Dos whiskys, Joe, y algo dulce para Madame…».
       El otro, Pedro, jugaba con ahínco, y, en un momento dado, como la máquina había tragado toda su provisión de fichas, se dirigió hacia el bar.
       —Fichas y menta verde…
       Durante este tiempo, un hombrecillo rechoncho, un pasajero, se había aproximado al aparato y había metido una moneda en la ranura.
       —Perdón —murmuró Pedro, volviendo a ocupar su sitio.
       —Pero…
       —Yo estaba jugando antes que usted…
       El hombrecillo, desconcertado, tragó saliva, retrocedió, y permaneció allí esperando su vez, sin sospechar siquiera que su presencia resultaba exasperante.
       Cerezas… Limones… Ciruelas… Dos ciruelas, un limón… Dos limones, tres ciruelas…
       «—Ustedes comprenderán, señoras, que para un sujeto como yo…».
       El Francés hablaba. El otro jugaba. A los demás, a los desconocidos, a los pelmazos, a los transeúntes que acababan de desembarcar y que reembarcarían en seguida, se les servía más o menos cortésmente lo que pedían, cuando lo había en la casa.
       En la mirada de Pedro había algo duro, excesivo, y, cada vez que daba vuelta a la manivela del tragaperras, sus pupilas permanecían inmóviles, como si su suerte hubiese dependido de las pequeñas imágenes coloreadas que iban a aparecer.
       Tuvo que ir a buscar nuevas fichas al bar. Y beber al mismo tiempo otra menta verde. Tan rápida, tan ansiosamente lo hizo, que, cuando volvió a la máquina, el hombrecillo apenas había tenido tiempo de deslizar una ficha por la hendidura.
       —No, señor —dijo.
       —¿Cómo?
       —Le digo que no… Es mi turno…
       —Quisiera advertirle…
       —En absoluto…
       Ponía tanta pasión en la mirada, había tanta decisión, casi dramática en su actitud, que la señora madura intervino desde su silla, en la mesa del Francés:
       —Gregorio… Puesto que ese señor estaba antes que tú…
       Y Gregorio retrocedió. Sólo que, a su vez, también él estaba sugestionado por el juego de las cerezas, de las ciruelas y de los limones. Esperaba su hora con el aspecto ansioso de un niño castigado sin recreo. Seguía los golpes, contaba mentalmente las fichas que quedaban en la mano del jugador.
       Sin ruido, sin hacerse notar, se dirigió hacia la barra.
       —Déme veinte —dijo Joe a media voz.
       Pedro había conseguido que cayesen cuatro frutas, pero volvió a perderlas.
       Un cereza, una ciruela, un limón… Su mano estaba vacía… ¿Era consciente del peligro?… ¿Había seguido el manejo clandestino de su adversario?… Estuvo a punto de hacer que Joe le trajese las fichas para no moverse del sitio, pero también tenía sed…
       Se alejó rápidamente. No volvió la espalda más que un instante. El hombrecillo era rápido también y, sobre todo, ¡tenía tantas ganas de probar la suerte!
       Sólo el tiempo empleado en llevar la menta verde a los labios, y Pedro se estremeció, palideció, se le apagó la amarillez del color, negándose a creer a sus oídos. Detrás de él se escuchaba un ruido, el ruido que Pedro esperaba desde hacía semanas, desde hacía meses; la caída triunfante de las fichas, de todas las fichas amontonadas en el vientre de la máquina, y que, saliéndose del depósito, saltaban hasta el centro de la sala.
       —Mira, Pauline…
       Pedro había dejado el vaso. Se había vuelto. Su mano, repentinamente dura como el acero, había caído sobre el hombro del hombrecillo que se inclinaba, y su voz, tajante, decía:
       —No, señor…
       —¿Cómo?
       —Digo que no…
       —¿No pretenderá usted que no tengo derecho…?
       —No, señor… ¿Quiere devolverme el sitio…?
       —Pero…
       —Le digo que usted va a devolverme…
       —Gregorio —intervino Pauline—, ¿por qué insistes?
       —¡Porque he ganado! —exclamó Gregorio, que casi tenía lágrimas en los ojos.
       —¿Qué puede importarte eso? Puesto que el señor…
       —Él jugó y yo jugué… Él perdió y yo gané…
       Lo que entonces pasó fue tan rápido, que cada uno de los que estaban en la sala, comprendidos los actores, quedaron confundidos. Se alzó una mano, la de Pedro; cayó rápidamente sobre un rostro, el del hombrecillo; y el ruido sordo de la bofetada resonó en el vacío de la inmensa pieza de amplios ventanales.
       Inmediatamente después, por lo demás, Pedro volvía a ser un caballero, y pronunciaba con voz áspera y concentrada:
       —Les pido perdón…
       Una mirada a la máquina. Su pie empujó algunas fichas por los azulejos del suelo.
       —No hubiera debido abofetearle… Pero usted, por su parte, hubiera debido…
       Ahora hablaba como para sí mismo, muy rápidamente, casi en bajo.
       —Porque esta máquina es mía, ¿comprende?… Y porque…
       No terminó, salió precipitadamente, y se le oyó subir la escalera hacia el primer piso, donde las puertas se abrían a un laberinto de varias habitaciones.
       —Apostaría, señora —dijo Labro, sarcástico—, que no comprende usted nada.
       —¿Hay algo que comprender?
       —A este individuo…
       —Es, en efecto, un individuo…
       —… no es lo que usted cree…
       —Es un sinvergüenza, o un loco…
       —Entonces, todos estamos más o menos locos, o, al menos, aquí… Es el antiguo dictador de…
       —¿Qué es lo que me dice?
       —Sí, señora… Ya hay varios miles de personas…
       —¿Cómo?
       —… entre los parientes de los que ha hecho fusilar cuando estaba en el poder, hay varios miles, repito, que darían mucho dinero por saber dónde se encuentra…
       —No veo lo que…
       —Eso no tiene importancia… ¡Lo mismo, Joe…! Durante ese tiempo, alguno de sus colegas…
       —¿De sus colegas de qué?
       —Me refiero a los que han conquistado el poder durante un tiempo más o menos largo en las diferentes repúblicas de América del Sur… Alguno de entre ellos, repito, y la radio lo citaba todavía esta mañana, viven en Nueva York o en París, ricos y tranquilos…
       »Él aquí es el dueño, y eso es lo único que le queda…
       —Y todo esto, ¿qué puede importar?
       —Prueba su suerte…
       —¿Contra quién?
       —Contra la máquina tragaperras…
       —Es estúpido…
       —La tragaperras es suya…
       —No es una razón… —También lo es el hotel…
       —Pero no deja de ser un hotel…
       —Al que viene usted a molestarle…
       —¿Cómo?
       —Al que viene usted a molestarnos… —¿Eh…?
       —Y su marido también…
       —Mi marido, señor, es un hombre honrado, y si yo supiese dónde encontrar un agente de policía… Ven aquí, Gregorio…
       —Su marido ha hecho caer el depósito de una sola vez, con una sola ficha…
       —¿Y qué?
       —Nada, señora, nada… Pedro jugó partidas terribles… Ganó… Fue muy poderoso, cubierto de condecoraciones; los reyes le llamaban primo, y él se veía en la obligación de ahorcar a la gente, de vivir día y noche rodeado de guardias… Ganó, pero luego perdió… Desde entonces juega contra la máquina…
       —Pero, mi marido, ¿ha ganado, sí o no?
       —Ha ganado, señora… ¿Me permite? No creo coger este barco…
       Y, arrastrando la pierna izquierda, después de haber bebido el último whisky en el mostrador, Labro se coló por la escalera para ir a ver lo que pasaba arriba.




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