George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


La anciana de Bayeux (1939)
(“La vieille dame de Bayeux”)
Originalmente publicado en Police-Roman
(n° 41, 3 de febrero de 1939);
Les nouvelles enquêtes de Maigret
(París: Éditions Gallimard, 1944, 528 págs.)



I

      —Siéntese, señorita —suspiró Maigret quitándose a disgusto la pipa de la boca.
       Y pasó de nuevo los ojos por el papel del magistrado, que decía: «Asunto de familia. Oír a Cécile Ledru, pero obrar únicamente con la mayor circunspección».
       Era en Caen, en la época en que Maigret había sido enviado allí para reorganizar una brigada móvil. Todavía no estaba acostumbrado a aquella provincia áspera y secreta y sentía que las medidas eran mucho menos francas que en su despacho del Quai des Orfèvres.
       Aquella nota le desconcertaba: «Asunto de familia… la mayor circunspección…».
       ¿Aquello significaba que iba a topar, una vez más, con la familia de algún alto funcionario o de algún personaje importante de la región? ¡Era inaudito que, en la región, gentes bien situadas tuviesen tantos primos, cuñados y cuñadas, que hubiesen tomado el mal camino!
       —Le escucho, señorita Ledru.
       Una joven atractiva, la señorita Cécile, e incluso muy bien, favorecida, es cierto, por un traje negro que poetizaba su tez naturalmente pálida y mate.
       —¿Su edad?
       —Veintiocho años.
       —¿Profesión?
       —Supongo que es mejor que se lo explique todo, para que comprenda mi situación. Era huérfana y empecé en la vida, a los quince años, como criada para todo. Todavía llevaba trenzas y no sabía leer ni escribir…
       Aquello era tanto más extraño cuanto que la persona que el comisario tenía delante poseía un aire de distinción bastante marcado.
       —Continúe, se lo ruego…
       —El azar me llevó a casa de la señorita Croizier, en Bayeux. ¿Ha oído hablar?
       —Confieso que no.
       ¡En provincias todos se imaginan que sus personajes locales son conocidos en el mundo entero!
       —Le hablaré de ella después. Sepa solamente que me tomó afecto y que me hizo estudiar. Más tarde, me mantuvo a su lado a título de señorita de compañía y quería que le llamase tía Joséphine…
       —Por lo tanto, ¿usted vivía en Bayeux con la señorita Joséphine Croizier?
       Los ojos de la muchacha se velaron de lágrimas y tuvo que echar mano a su pañuelo para secárselos.
       —Todo esto pertenece al pasado —dijo aspirando por la nariz—. Tía Joséphine murió ayer, aquí en Caen, y es para decirle que ha sido asesinada que…
       —¡Perdón! ¿Está segura que la señorita Croizier ha sido asesinada?
       —Pondría la mano en el fuego.
       —¿Estaba usted allí?
       —¡No!
       —¿Alguien se lo ha dicho?
       —¡Mi propia tía!
       —¡Cómo! ¿Su tía le dijo que había sido asesinada?
       —Se lo ruego, señor comisario… No me tome por una loca… Sé lo que digo… Mi tía repitió muchas veces que, si le ocurría una desgracia en la casa de la calle Récollets, mi primer cuidado debería ser exigir una investigación…
       —¡Un instante! ¿Cuál es esa casa de la calle Récollets?
       —La casa de su sobrino, Philippe Deligeard… Tía Joséphine había venido a pasar algunas semanas a Caen para cuidarse los dientes porque, a los sesenta y ocho años, empezaba a sufrir de la boca… Había ido a casa de su sobrino y yo me quedé en Bayeux porque Philippe me gusta muy poco…
       En un trozo de papel, Maigret apuntó: «Philippe Deligeard».
       —¿Qué edad tiene ese sobrino?
       —Cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años.
       —¿Profesión?
       —No tiene. Tenía fortuna, la de su mujer, pero creo que desde hace varios años esta fortuna sólo existe en estado de recuerdo. El matrimonio, peso a ello, continúa viviendo en un hotel particular de la calle Récollets, teniendo cocinera, ayuda de cámara y chófer. Varias veces Philippe fue a Bayeux a suplicar a su tía que le prestase dinero.
       —¿Se lo prestó?
       —¡Nunca! Le contestaba a su sobrino que sólo había que tener paciencia y esperar su muerte…
       Mientras la muchacha hablaba, Maigret hacía «in mente» un pequeño resumen a su manera.
       En primer lugar, en Bayeux, en una de aquellas tranquilas calles que rodean la catedral y en las que el ruido de un paso hace tremolar todas las cortinas de las ventanas, vivía la señorita Joséphine, viuda de Justin Croizier.
       Ahora bien, la historia de su fortuna era a la vez macabra y graciosa. Croizier, simple pasante de procurador cuando se había casado, era un maniático y su manía era la de los seguros. Se pasaba el tiempo firmando pólizas con todas las compañías posibles e imaginables y todos se burlaban de él.
       Una vez, una sola, había cogido el barco para Southampton. El mar estaba movido. Un balanceo había enviado a Croizier contra la barandilla con tan mala fortuna que se había abierto el cráneo y su viuda, poco después, se había quedado asombrada al recibir un millón de diversas compañías de seguros.
       Desde entonces, la única distracción de Joséphine Croizier, en su sombría casa de Bayeux, era administrar aquella fortuna que se había redondeado y charlar tardes enteras con Cécile Ledru, su protegida.
       Se pretendía que el millón de antaño había tenido descendencia y que, gracias a felices inversiones, Joséphine Croizier poseía un capital de cuatro o cinco millones.

* * *

       Philippe Deligeard, hijo de su hermana, por el contrario había empezado fastuosamente casándose con la hija de un rico tratante de caballos. Había amueblado un magnífico hotel particular y su casa pasaba por una de las mejor montadas de Caen.
       Al contrario que su tía, había hecho inversiones desventajosas y, según el rumor público, ya hacía tres o cuatro años que sólo vivía de su crédito, empeñándose con los usureros sobre la futura herencia de su tía.

* * *

       —En suma, señorita Cécile, ¿no existe ninguna base seria para su acusación, excepto que Philippe tenía necesidad de dinero y que la muerte de su tía se lo procuraría?
       —Ya le he dicho que la propia señorita Croizier siempre dijo que si moría en la calle Récollets…
       —Perdóneme, pero usted debe saber lo que valen esos temores de ancianas. ¿Quiere, ahora, ponerme al corriente de los hechos propiamente dichos?
       —Mi tía murió ayer, hacia las cinco de la tarde. Se intenta pretender que murió a causa de una crisis cardíaca.
       —¿Estaba enferma del corazón?
       —¡Como todo el mundo! Pero no para morirse.
       —¿Se encontraba usted en Bayeux en ese momento?
       Le pareció a Maigret —¿tal vez era una simple impresión?— que la muchacha dejaba entrever una cierta vacilación, como si el interrogatorio a que la sometía Maigret la desorientara.
       —No. Estaba en Caen.
       —Creía que no había acompañado a Joséphine Croizier…
       —Es exacto. Pero, con el autobús, apenas hay media hora de camino entre Caen y Bayeux. Había venido a hacer unas compras.
       —¿Y no intentó ver a su tía, puesto que así la llama?
       —Pasé por la calle Récollets…
       —¿A qué hora?
       —Hacia las cuatro. Me dijeron que la señorita Croizier había salido.
       —¿Quién se lo dijo?
       —El ayuda de cámara.
       —¿Después de haber consultado a sus señores?
       —¡No! De su propio peculio.
       —Por lo tanto, hay que pensar que era verdad o que ya le habían dado instrucciones de antemano.
       —Es lo que pensé.
       —¿A dónde fue a continuación?
       —A la ciudad. Tenía que hacer un montón de recados. Luego volví a Bayeux y, esta mañana, en el periódico de Caen que recibimos, supe que mi tía había muerto.
       —Curioso…
       —¿Cómo dice?
       —Digo que es curioso. A las cuatro de la tarde, cuando se presenta en la calle Récollets, se le anuncia que su tía ha salido. Vuelve a Bayeux y, al día siguiente por la mañana, conoce por el periódico que ella ha muerto algunos minutos solamente, una hora o poco más después de su visita. ¿Es exacto que ha presentado una denuncia, señorita Cécile?
       —Sí, señor comisario. No tengo fortuna, pero daré lo poco que poseo para que se descubra la verdad y se castigue a los culpables como se merecen.
       —¡Un segundo! Puesto que habla de su situación financiera, ¿puedo preguntarle si espera heredar de Joséphine Croizier?
       —Estoy segura de que no heredaré, porque fui yo la que redacté el testamento y me negué formalmente a recibir sea lo que fuere. Si no, nadie hubiera querido creer en mi desinterés durante los años que he consagrado a mi benefactora.
       Ella estaba casi demasiado bien. Maigret la había observado y no encontraba el punto flaco.
       —¿De tal modo que está sin un céntimo?
       —Yo no he dicho eso, señor comisario. La señorita Croizier me pagaba como señorita de compañía. Dado que no tenía gastos, pude ahorrar una suma bastante aceptable que me permite ver venir… Esta suma la gastaré entera, si hace falta, para que mi tía sea vengada.
       —¿Me permite otra pregunta? Philippe es el heredero, ¿no es cierto? Suponiendo que se pruebe que ha matado a su tía, no puede heredar. ¿A dónde irían los millones?
       —Irían a obras de protección a la muchacha.
       —¿La señorita Croizier se interesaba por estas obras?
       —Tenía piedad por las muchachas y conocía los peligros que las rodean.
       —¿Era muy mojigata?
       Cécile vaciló un momento, reflexionó:
       —¡Muy mojigata, sí!
       —¿Un poco maniática a este respecto?
       —Casi…
       —Se lo agradezco, señorita.
       —Va a investigar, ¿verdad?
       —Voy a informarme y, si es necesario… De hecho, ¿dónde puedo encontrarla?
       —Durante los días que precederán a las exequias, las cuales tendrán lugar en Caen, paso la mayor parte del tiempo en la capilla ardiente, calle Récollets.
       —¿A pesar de Philippe?
       —No nos dirigimos la palabra ni pongo los pies en el resto de la casa. Lloro y rezo… Por la noche, me acuesto en el hotel Saint-Georges.

* * *

      Maigret acababa su pipa mirando con extraños ojillos la amplia casa gris, la puerta de la cochera con anilla de cobre, el patio de honor con los candelabros de bronce.
       Era lo que él llamaba un caso sin pipa; dicho de otra forma, una investigación que tenía lugar en sitios en los que el comisario no podía, por decencia, permanecer con la pipa en la boca.
       Por eso fumaba un poco, antes de entrar, observando a la gente que iba y venía, a las damas de negro, señores muy correctos, toda la alta burguesía de Caen, en suma, que venía a expresar sus condolencias.
       —¡Va a estar animado! —suspiró golpeando por fin la cazoleta de la pipa contra su tacón.
       Y entró como los demás, pasó por delante de la bandeja de plata llena de tarjetas de visita dobladas, llegó al fondo de un pasillo enlosado de azul y blanco y, más allá de una puerta cubierta por un paño negro, distinguió la capilla ardiente, el féretro rodeado de flores y de cirios, siluetas negras, de pie o arrodilladas.
       Sólo el olor a cera quemada y a crisantemos flotaba en el ambiente, y los cuchicheos, los pañuelos de los que se tapaban la nariz, un gran aire de dignidad que la gente sólo adopta ante la Justicia y ante la muerte.
       Cécile Ledru estaba allí, en un rincón, en un reclinatorio, con el rostro cubierto por un velo de crepé lo bastante fino para poder distinguir sus rasgos regulares y sus labios que se movían, mientras que los dedos desgranaban un rosario de jade.
       Un hombre, completamente de negro también, los ojos enrojecidos, el rostro irregular, miraba a Maigret con aire de preguntarle qué venía a hacer y el comisario se aproximó a él.
       —¿El señor Philippe Deligeard, supongo? Comisario Maigret. Si pudiese concederme un momento…
       Maigret tuvo la impresión de que su interlocutor lanzaba una mirada bastante maligna a la joven antes de salir de la estancia revestida de negro.
       —Haga el favor de seguirme, señor. Mi despacho está en el primer piso.
       Escalera de mármol con una bellísima barandilla forjada. En la pared del descansillo, un verdadero Aubusson, luego un despacho Empire muy amplio, con tres ventanas que daban a un parque que no se esperaba encontrar tan amplio en plena ciudad.
       —Siéntese, se lo ruego. ¿Supongo que esa muchacha continúa sus maniobras y que es a ella a quien debo su visita?
       —¿Habla de la señorita Cécile Ledru?
       —Le hablo, en efecto, de esa intrigante que está abajo, la que, durante un cierto tiempo, llegó a adquirir un funesto ascendiente sobre mi tía. ¿Un puro?
       —Gracias. Acaba de decir durante un cierto tiempo. ¿Debo comprender que ese ascendiente no continuó?
       Maigret no tenía necesidad de examinar a Philippe Deligeard que, en su luto, iba vestido con esmero. Era el mismo tipo que se encuentra en todas las ciudades provincianas del gran burgués rico, que lleva un gran tren de vida, manteniendo por encima de todo el decoro, con ciertos detalles en su atuendo, con cierta manera de hablar y de comportarse que le distinguen del común de los mortales.
       —Usted comprende, señor comisario, que me sea extremadamente penoso, extremadamente desagradable también, recibir, en estos momentos tan dolorosos, la visita de un policía. Sin embargo, responderé a sus preguntas, porque quiero que este asunto sea aclarado y que Cécile reciba el castigo que merece.
       —¿Es decir?
       —Como su anterior pregunta me prueba que lo ha comprendido, mi pobre tía no fue engañada hasta el final por los aires paternales de esta muchacha y por su famosa dedicación desinteresada. Es tan cierto que, cuando mi tía vino a pasar un mes con nosotros, le propusimos, para no cambiar sus costumbres, albergar igualmente a su señorita de compañía, porque la casa es bastante grande. Ahora bien, mi pobre tía se negó, confiándonos que ya estaba cansada de esta muchacha y que buscaba un medio de desembarazarse de ella. Únicamente temía que, si obraba demasiado brutalmente, Cécile intentaría vengarse.
       ¡Aquello ocurrió a pesar suyo! Maigret, subyugado por el ambiente, murmuró con una ironía que su interlocutor no comprendió:
       —¡Qué falso y malvado es el mundo!
       —Decía, pues, que, tarde o temprano, se hubiera separado de esa criatura que en vano ha intentado enemistamos.
       —¿Ha hecho eso?
       —Pretendiendo, entre otras cosas, que yo tenía amantes… Estamos entre hombres, comisario… A mi edad y en mi situación, admitirá que es natural que… ¡Con discreción, naturalmente! Como hombre de mundo. Evidentemente, mi pobre tía, emperifollada de virtud, no podía comprenderlo. Son detalles de los que es inútil hablar a las personas mayores.
       —¿Cécile lo hizo?
       —Si no, ¿cómo lo hubiera sabido mi tía? Mala maniobra, por otra parte, de esa pérfida muchacha porque se volvió contra ella. Cuando mi tía Joséphine supo que su casta señorita de compañía recibía bajo su techo, a escondidas, a un joven del cual lo menos que se puede decir es que su familia no es muy honorable…
       —¿Cécile tenía un amante?
       O la indignación de Maigret era real o la representaba admirablemente. Es cierto que aprovechaba para sacar su pipa del bolsillo con un aire perfectamente inocente, como si olvidase el fastuoso lugar en el que se encontraba.
       —¡Desde hace dos años! Hace dos años que son amantes y que se encuentran casi cada noche. Él se llama Jacques Mercier. Se ocupa de un negocio de transportes con un amigo, pero hay que notar que sus parientes quebraron ya hace algunos años…
       —¡Es increíble! ¿Y usted se lo dijo a su tía?
       —¡Naturalmente! ¿Por qué no tenía que hacerlo? ¿No era mi deber?
       —Evidentemente.
       —Por fin mi tía estaba decidida a poner a Cécile en la puerta. Una vez más, sólo el temor de una venganza la retenía. Por eso le propuse a mi tía que viniese con nosotros. Hubiera puesto todo el segundo piso de nuestro hotelito a su disposición y…
       —¿Cuándo discutieron esas cuestiones?
       —Pues… anteayer.
       —¿Y habían tomado una decisión?
       —No formalmente. El principio empezaba a se admitido…
       —Supongo que, sin embargo, no acusa a Cécile de haber matado a su tía…
       Philippe levantó bruscamente hacia Maigret un rostro trastornado.
       —Pero… ¡mi tía no ha sido asesinada! Es preciso que esa muchacha sea a la vez una loca y una viciosa para haber contado semejantes chismes. Mi tía ha muerto de una crisis cardíaca y el médico del estado civil lo ha reconocido expresamente. No veo cómo…
       —¡En resumen! ¿No acusa a Cécile de haber matado a su tía?
       —La acusaría si no estuviese seguro de que mi tía ha muerto de muerte natural, que no es el caso. Por el contrario, si esa muchacha continúa propagando tales habladurías sobre nosotros, me veré obligado a denunciarla por calumnia.
       —Una pregunta, señor Deligeard. Su tía murió hacia las cinco, ¿verdad?
       —A las cinco y algunos minutos, sí. Mi mujer me lo ha dicho porque yo, personalmente, estaba ausente.
       —Muy bien. Ahora bien, hacia las cuatro, ¿estaba Joséphine Croizier en casa?
       —Cada día, a las cuatro, tenía una cita con su dentista, porque se trataba de un largo trabajo de prótesis.
       —¿Sabe usted a qué hora volvió su tía?
       —Me lo dijeron. A las cinco poco más o menos. Casi inmediatamente después de su llegada le sobrevino la crisis y murió sin tener tiempo de tomar disposiciones.
       —¿La crisis tuvo lugar en su habitación?
       —Sí. La habitación Luis XIV del segundo piso.
       —¿Su mujer estaba arriba?
       —Mi mujer subió poco después, en el momento en que mi tía abría la puerta para pedir ayuda.
       —¿Puedo preguntarle dónde estaba usted?
       —Supongo, comisario, que no se trata de un interrogatorio, porque no lo soportaría.
       —¡De ningún modo! Se trata, precisamente, de contestar a esa muchacha tan audaz que…
       —Debía estar en mi círculo. Salgo generalmente de mi hotel hacia las cuatro y media o cinco menos cuarto, a pie, a fin de hacer un poco de ejercicio. Así atravieso una parte de la ciudad. Hacia las cinco, juego al bridge, y a las siete y media viene a buscarme el coche para la cena.
       —¿Le avisaron al círculo por teléfono?
       —Eso es.
       —¿Y cuando usted llegó…?
       —Mi tía estaba muerta y el médico estaba allí.
       —¿El médico de la familia?
       —¡No! Vive demasiado lejos y mi mujer había llamado a un médico de los alrededores, un médico joven que no tuvo que intervenir.
       —¿Usted tiene un hijo?
       —Gérard, sí, que tiene veinte años y que sigue los cursos de Altos Estudios Comerciales. A la hora de la muerte debía estar en clase o en algún café de la ciudad. Es la edad. Los jóvenes de hoy no comprenden que el sitio de un hombre de mundo está en el círculo y no en un establecimiento abierto a todo el que llega.
       —¿Los criados?
       —Arsène, el chófer, tenía fiesta. El ayuda de cámara no abandona jamás, por la tarde, su puesto de la planta baja. En cuanto a la cocinera, supongo que estaría en la cocina. ¿Hay alguna cosa más que quiera saber, comisario? Me debo a los que vienen a expresarme sus condolencias y espero de un momento a otro al presidente del tribunal que es también el presidente de mi círculo. Prevenga a esa muchacha, creo que es lo mejor que puede hacer. Si continúa con sus innobles chismorreos, haré que la encierren.
       Philippe Deligeard debía preguntarse lo que, en un momento parecido, podía hacer nacer una extraña sonrisa en los labios de Maigret. Era que el comisario, desde un buen rato, tenía la mirada fija en un espejo que se encontraba encima de la chimenea. En aquel espejo veía una puerta, disimulada por una cortina. Varias veces se había movido aquella cortina. Una vez, el comisario había distinguido un pálido rostro de mujer y estaba convencido de que era el de la señora Deligeard.
       ¿Había oído lo que su marido confesaba con respecto a la necesidad, para un hombre de mundo, de aventuras tan discretas como galantes?
       —Adiós, comisario. Quiero creer que tras las explicaciones que me he tomado la molestia de darle, mi luto no se verá turbado más por esa tonta e indecente historia. El ayuda de cámara le acompañará.
       Philippe llamó, se contentó con un saludo seco en dirección al policía y se dirigió dignamente hacia la famosa cortina tras la cual se oía ruido.
       Un cuarto de hora más tarde, Maigret estaba en casa del procurador de la República, un Maigret plácido e irónico que tanteaba su pipa en el bolsillo, porque el procurador de Caen no era un personaje que dejase fumar en su despacho.
       —Bien, ¿ha oído a esa señorita?
       —He ido igualmente a los lugares.
       —¿Su impresión? Habladurías, ¿verdad?
       —Tengo la impresión, por el contrario, de que esa buena anciana, Joséphine Croizier, fue ayudada a morir. Pero ¿por quién? Ésa es la cuestión. Y hay otra cuestión: ¿desea que esto se sepa?



II

      El hotel Saint-Georges era uno de esos pequeños hoteles de huéspedes habituales como los hay en todas las ciudades, pero del que no se sospecha la existencia si no le envía alguien; hoteles frecuentados sobre todo por gente mayor, por sacerdotes, por muchachas ariscas y, en general, por todo el que se relaciona, de cerca o de lejos, con la piedad, desde el bedel al fabricante de cirios.
       En el salón, amueblado con sillones de rota, en donde una anciana ocupada en bordar a veces le lanzaba una mirada severa, ya hacía una buena media hora que Maigret esperaba, y el humo de su pipa iba suavemente a reunirse alrededor de la araña a la que aureolaba con un velo azulado.
       «Muchacho, apostaría a que esperas a la misma persona que yo», se había dicho desde que había visto a un joven recorrer bastante nerviosamente el salón y sacar a cada instante su reloj.
       Ahora, tras una media hora de espera, y aunque no se hubiesen dirigido la palabra, los dos hombres se conocían. Examinando a Maigret, el joven pensaba con toda seguridad: «¿Es éste el famoso comisario del que me ha hablado Cécile?
       ¡Me parece que más bien tiene el aspecto de un gordo tranquilo! Pero habrá que pensar que hay algo nuevo, puesto que viene a esperar a Cécile al hotel…».
       Maigret, por su parte, divagaba sobre el joven Mercier: «¡No está mal el joven Jacques Mercier!
       ¡Incluso muy bien! ¡Casi demasiado bien! No tiene aspecto del joven listo de provincias, tal como se lo imagina uno, sino más bien con porte de emancipado. Una boca bonita, cabellos rizados, ojos brillantes y fuego en las venas… ¡Eh! ¡Eh! Señorita Cécile… Me parece que le gustan los contrastes y que su virtud no es tan clara por la noche como durante el día…».
       Cuando ella llegó, vio en primer lugar a Jacques Mercier y una sonrisa iluminó su rostro. Pero el joven le señaló al comisario y ella frunció el ceño, se adelantó tres pasos.
       —¿Desea hablarme? —preguntó, evidentemente avergonzada por ser encontrada en compañía de su amante.
       —Quería pedirle algunas precisiones, sí. Pero el lugar me parece poco apropiado, en este hotel tan silencioso que se oyen volar a las polillas. ¿No quiere que entremos algunos minutos en un café?
       Cécile miró a Mercier, que hizo seña de que sí, y algunos instantes más tarde el trío estaba instalado en una cervecería en la que los hombres jugaban al billar.
       —En primer lugar, déjeme hacerle notar, señorita Cécile, que no es muy gentil no haberme hablado del señor Mercier.
       —Pensé que no tenía nada que ver en este asunto, pero debía haberme dado cuenta de que Philippe le hablaría de ello. ¿Qué le ha dicho de mí?
       —Cosas desagradables, como ha adivinado. Creo que es lo que se llama un perfecto hombre de mundo, pero tiene la cara demasiado dura. ¡Un medio, camarero! ¿Qué toma usted, señorita? ¿Un oporto? ¿Usted también? Dos oportos…
       Bien arrellanada en su asiento, su mirada seguía maquinalmente a las bolas de billar. Maigret, que fumaba a pequeñas bocanadas voluptuosas, parecía saborear la paz gris pero penetrante de la provincia.
       —En suma, ¿ya hace dos años que dura esto?
       —Dos años que nos conocemos, sí.
       —¿Y desde cuándo el señor Mercier tomó la costumbre de pasar las noches en la casa de la anciana?
       —Más de un año…
       —¿No han tenido la idea de casarse?
       —La anciana, como usted dice, no lo hubiera permitido. Más exactamente, hubiera considerado este proyecto como una traición. Estaba celosa de mi afecto. No teniendo a nadie más en este mundo, sino sobrinos a los que detestaba, me consideraba un poco como algo suyo. Por ella sólo acepté tener con Jacques relaciones escondidas, únicamente para no decepcionarla y no darle un disgusto.
       Así respondía con docilidad a las preguntas de Maigret, mientras que su compañero pestañeaba de tanto en tanto, deseoso, parecía, de aconsejarle prudencia.
       —En cuanto a usted, señor Mercier…
       —No veo de qué modo estoy mezclado…
       —No se trata de eso. Se trata de ayudarme en una tarea que la señorita Cécile ha reclamado a la policía. Philippe Deligeard pretende que sus negocios no son muy boyantes. ¿Es eso cierto?
       —Verá…
       —¿Es cierto?
       —¡Responde, Jacques!
       —¡Es cierto! Me asocié con un amigo y compramos tres camiones para recoger el pescado de los puertos pequeños de Cotentin. Desgraciadamente los camiones, que no eran nuevos, nos han salido carísimos en reparaciones.
       —¿Desde cuándo?
       —¿El qué?
       —La quiebra.
       —Ya hace tres días que no ruedan los camiones porque no hemos pagado el alquiler del garaje.
       —Se lo agradezco. ¿Quiere recordarme, señorita, a la hora que llegó a la calle Récollets?
       —¿Anteayer? Hacia las cuatro… ¿No es verdad, Jacques?
       —¡Perdón! ¿Estaba usted con ella?
       —La llevé en coche. La esperé en una esquina de la calle. Debían ser las cuatro y cinco…
       —¿La trajo en coche desde Bayeux?
       Y Maigret miraba severamente a Cécile, que le había contado que había venido en autocar.
       —¡Muy bien! Ahora, señorita, dígame… Cuando se enteró de la muerte de Joséphine Croizier a través del periódico, supongo que le pidió a Mercier que la trajese a Caen… ¿A qué hora llegó a la calle Récollets?
       —Hacia las nueve y media de la mañana.
       —Hacía, pues, una noche entera que la dama estaba muerta. ¿Quiere precisarme lo que vio?
       —¿Qué quiere decir? En primer lugar vi al ayuda de cámara, luego hombres en el pasillo, luego a Philippe Deligeard que avanzó hacia mí diciendo burlonamente: «¡No tenía la menor duda de que acudiría!».
       »A continuación, vi a mi tía…
       —¡Cuidado! Es aquí donde me interesa su relato. Vio el cadáver de su tía. ¿Dónde?
       —En el ataúd.
       —Por lo tanto, ya estaba en el ataúd, pero ¿no estaba cerrado?
       —Se cerró un poco más tarde, en mi presencia. Los hombres a los que me había encontrado en el pasillo eran los empleados de las pompas fúnebres.
       —¿Reconoció, pues, el rostro de su tía? ¿Está segura?
       —¡Absolutamente! ¿Qué es lo que piensa?
       —¿No notó nada anormal?
       —Claro que no. Lloraba… Estaba muy emocionada. Hubiera querido estar sola un momento con ella para recogerme, pero era imposible.
       —Una última pregunta. Conozco la entrada principal del hotel de la calle Récollets. Pero ¿supongo que hay otra salida?
       —Hay una puertecilla, detrás, que da a la calle Echaudé. Se trata más bien de una calleja que de una calle, porque no está formada por casas, sino por paredes de jardines.
       —Entrando por esa puerta, ¿se puede llegar al piso sin pasar cerca del ayuda de cámara o de la cocinera?
       —¡Sí! Se sube por la escalerilla, como se la llama, que conduce al segundo piso.
       —¿Qué le debo, camarero? Se lo agradezco, señorita. A usted también, señor Mercier.
       Y tras, pagar las consumiciones, se levantó, más alegre de lo que las circunstancias parecían imponer. Algunos minutos más tarde, siempre con la pipa entre los dientes, entraba en el círculo que frecuentaba Deligeard y se hacía introducir en el despacho del secretario, al que hacía cierto número de preguntas. Luego apuntaba minuciosamente las respuestas en su cuadernillo de notas, con una satisfacción que crecía por momentos.
       —Por lo tanto, usted afirma que es cierto que vio llegar a Philippe Deligeard anteayer a las cinco y cuarto. Eso es, ¿verdad? Sus tres compañeros habituales le esperaban para la partida que empieza regularmente a las cinco. Se sentó a la mesa. El tiempo de dar las cartas y era llamado por teléfono. Cuando salió de la cabina estaba muy pálido y anunciaba que su tía acababa de morir en su domicilio. ¿No tiene nada que añadir? Se lo agradezco. Buenas tardes, señor.
       Y Maigret se encogió de hombros al atravesar los solemnes salones en donde tristes ancianos, hundidos en el fondo de los sillones, dormitaban tras la pantalla de un periódico.

* * *

       En casa del doctor Liévin, al que habían llamado cuando Joséphine Croizier había tenido su crisis cardíaca, Maigret encontró a un hombre muy joven, con cabellos de un color rojo vivo, ocupado en freír una chuleta en un hornillo de gas. El joven llevaba una blusa blanca y la escena ocurría en la sala de consulta.
       —¿Le molesto, doctor? Perdóneme, pero necesito algunas precisiones con respecto a la muerte de la señorita Croizier.
       Liévin tenía apenas veintisiete años y acababa de instalarse en Caen, en donde su clientela, a juzgar por el aspecto del lugar, no debía ser muy numerosa.
       —¿Supongo, en primer lugar, que usted es el médico más próximo a la calle Récollets?
       —Poco más o menos. Creo, sin embargo, que hay un colega instalado en la calle Minimes, pero no le conozco.
       —¿Había sido llamado en otra ocasión a casa del señor Deligeard?
       —¡Nunca! Como habrá comprendido al entrar aquí, estoy empezando y mi clientela es de condición muy modesta. Me quedé bastante sorprendido cuando me llamaron a uno de los más hermosos hoteles particulares de la ciudad.
       —¿Qué hora era? ¿Puede señalar este punto con exactitud?
       —Con una exactitud rigurosa, porque tengo una enfermera que viene cada tarde para mi consulta y que se marcha a las cinco. Ahora bien, ella ya se había puesto el sombrero y yo la estaba besando cuando sonó el teléfono.
       —Por lo tanto, eran las cinco exactamente. ¿Cuánto tiempo tardó en llegar a la calle Récollets?
       —En total, de siete a ocho minutos.
       —¿Le recibió el ayuda de cámara que le condujo al segundo piso?
       —¡No! No precisamente. El ayuda de cámara me abrió la puerta, pero, casi inmediatamente, una mujer se inclinó sobre la barandilla de la escalera y gritó: «Venga rápido, doctor…».
       »Era la señora Deligeard que me condujo personalmente a la habitación de la derecha…
       —¡Perdón! ¿Ha dicho la habitación de la derecha? ¿Se trata de una habitación tapizada de color azul pálido?
       —Está en un error, comisario. La habitación de la derecha es una habitación empapelada, con cortinas grano de oro…
       —¿Amueblada con estilo Luis XIV?
       —¡Perdóneme! Conozco bastante bien los estilos y puedo afirmarle que le habitación de la derecha está amueblada con estilo Regencia.
       Ante el asombro del doctor, que no comprendía la importancia de aquella pregunta, Maigret escribió en su cuadernillo de notas todo lo que acababa de oír.
       —¡Sea! Usted está arriba y son casi las cinco y diez. ¿Dónde está el cuerpo?
       —En la cama, naturalmente.
       —¿Desvestido?
       —¡Claro que sí! Naturalmente…
       —¡Perdón! Eran las cinco y diez y Joséphine Croizier estaba desvestida. ¿Qué llevaba?
       —Un camisón y una bata.
       —¿Había ropa tirada por la habitación?
       —No creo… ¡No! No había ningún desorden.
       —¿Y sólo estaba allí la señora Deligeard?
       —Sí. Estaba muy nerviosa. Me describió el ataque que había tenido su tía. En seguida comprendí que la muerte había sido, por así decirlo, instantánea. Sin embargo, examiné a la muerta y constaté que se trataba de una mujer extremadamente gastada. Era por lo menos su décima crisis.
       —¿Pudo determinar aproximadamente la hora de la muerte?
       —Eso es maquinal. Poco más o menos la muerte había tenido lugar hacia las cuatro y cuarto.
       El médico se sobresaltó, se asustó, al ver a Maigret pegar un brinco y cogerle por los hombros.
       —¿Eh? ¿Qué? ¿Las cuatro y cuarto?
       —¡Claro que sí! La señora Deligeard, por otra parte, no me ocultó que antes de llamarme, había intentado encontrar a otros dos médicos, lo que le había llevado algún tiempo.
       —¡Las cuatro y cuarto! —repetía Maigret pasándose la mano por la frente—. No quisiera vejarle, doctor… Pero, usted es un principiante… ¿Está seguro de lo que dice? ¿Mantendría su afirmación si la cabeza de un hombre o de una mujer estuviese en juego?
       —Sólo podría repetir…
       —¡Bien! Le creo. Pero prefiero prevenirle que será necesario, casi con toda seguridad, testimoniarlo otra vez en el juicio y que los abogados harán lo imposible para hundir su testimonio.
       —No lo lograrán.
       —¿Tiene alguna cosa más que decirme? ¿Qué pasó a continuación?
       —Nada. Firmé el acta de defunción. La señora Deligeard quiso pagarme en seguida y me entregó doscientos francos.
       —¿Es lo que cobra?
       —No, lo fijó ella misma. Me acompañó hasta la mitad de la escalera. El ayuda de cámara me abrió la puerta.
       —¿Y no se topó con nadie más?
       —Con nadie.

* * *

       —¡Tanto peor! —gruñó Maigret golpeando la puerta de una casita tras cuyas ventanas se veía una familia sentada a la mesa.
       Quería hacer algunas preguntas al médico del estado civil y éste, un viejecillo medio sordo, le recibió con la servilleta en la mano, se excusó, le hizo entrar en un despacho que olía a sopa de coles, mientras que le llegaban ruidos de cucharas del vecino comedor.
       —¿Conocía al señor y a la señora Deligeard antes de ser llamado para constatar oficialmente la muerte de su tía?
       —Había visto vagamente al señor Deligeard en la ciudad. Es un hombre conocido, ¿no es cierto? Pero no frecuentamos el mismo mundo.
       —¿Cuándo fue a constatar el óbito?
       —La alcaldía me avisó hacia las seis y media. Me presenté en la calle Récollets antes de las siete.
       —¿Conocía a la señorita Croizier?
       —No. El ayuda de cámara me hizo esperar mientras avisaba al señor Deligeard. Éste me condujo al segundo piso y me hizo entrar en una habitación amarilla.
       —¿Está seguro de que la habitación era amarilla?
       —Absolutamente seguro. Me fijé porque mi hija quiere una habitación amarilla y mi mujer pretende que no es serio. Constaté que la anciana había muerto de una crisis cardíaca y llené los formularios de costumbre.
       —¿Estaba desvestida?
       —En camisón, sí.
       —¿Y no había desorden en la habitación?
       —No lo noté.
       —¿No se encontró a nadie?
       —A nadie. ¿Por qué?
       —En fin, ¿tiene usted una idea de la hora de la muerte?
       —Apenas me preocupé de ello. Entre las cuatro y las cinco sin duda.
       —Se lo agradezco.
       Y, como el olor de la sopa le había abierto el apetito, Maigret fue a cenar a un restaurante célebre por sus lenguados normandos y sus tripas al estilo de Caen. El restaurante, como todos los lugares por los que Maigret había deambulado durante el día, tenía algo de polvoriento y solemne, de voluntariamente austero.
       —¡Lo que no es óbice para que haya cerdos famosos en el país! —soñaba Maigret saboreando su cena—. Me pregunto si, en toda mi carrera, he podido ver algo que se le parezca.
       En el fondo, se trataba de un caso como los que a él le gustaban: una fachada digna, gentes graves y pudibundas, todas las apariencias de la virtud puesta a una altura en la que agota el hastío.
       Y él, Maigret, tenía que rozar todo aquello, registrar en los rincones, oler a derecha y a izquierda para llegar por fin, bajo los revestimientos de las paredes, las piedras talladas, los trajes oscuros y los rostros altivos o huraños, a descubrir la fiera humana, la fiera malvada, la más inexcusable, la que mata por sórdido interés, por cuestiones de dinero.
       Contrariamente a su costumbre, no se apresuraba y tenía un maligno placer al trabajar con toda lentitud, con una lentitud casi voluptuosa, como si estuviese jugando al gato y al ratón con el asesino.
       El procurador le había repetido:
       —¡Haga lo necesario, pero sea prudente! ¡Un mal paso le costaría caro y a mí también! Philippe Deligeard es un hombre conocido que tal vez tiene deudas, pero que es recibido en todas partes. En cuanto a esa muchacha, Cécile, como usted la llama, si la toca, chocará con la prensa de izquierdas que la defenderá presentándola como una víctima de los ricos. ¡Sea prudente, comisario!
       Y Maigret murmuraba irrespetuosamente para él: «¡Claro que sí, mamaíta! Únicamente se les tendrá…».
       Las tripas estaban sabrosas y cuando Maigret abandonó la mesa estaba en un estado de beatitud tanto más subrayado cuanto que no había podido negarse al calvados del patrón.
       —¡En seguida pondré todo esto en orden! —se prometió—. Antes, es preciso que tenga una entrevista con ese famoso ayuda de cámara.
       Y fue a llamar a la calle Récollets, retuvo al criado que quería introducirle en la antesala.
       —No, amigo, es a usted al que quiero hablar. Sabe quién soy, ¿verdad? ¿Qué hacía cuando llamé?
       —Tomaba café en la cocina.
       —¡Iré a tomar café con usted!
       Se invitaba. Se imponía. El hombre no se atrevía a protestar, anunciaba a la cocinera y a Arsène, el chófer:
       —Es el comisario, que pide una taza de café.
       Arsène llevaba un uniforme gris muy elegante, pero que llevaba desabrochado para estar a gusto y la cocinera era una mujer gruesa de mejillas pecosas a la que la intrusión de Maigret en sus dominios no parecía tranquilizar.
       —¡No se molesten por mí, niños! Hubiera podido citarles en la brigada móvil, pero he pensado que por tan poco no valía la pena. ¡Siga a gusto, Arsène! De hecho, ¿por qué hizo fiesta anteayer? ¿Era su día?
       —No precisamente. Por la mañana me dijo que, puesto que no podría darme fiesta la semana que viene, a causa de un viaje al Mediodía, me lo tomase. Aproveché para ir a casa de mi hermana, que está casada con un panadero del Havre.
       —¿El señor Philippe, pues, condujo él mismo?
       —Sí. Yo creía que no necesitaría el coche, pero noté que lo había usado.
       —¿Por qué?
       —Porque había rastro de barro en el interior.
       —Puesto que no llovía, ¿se fue al campo?
       —Ya sabe, aquí el campo no empieza muy lejos de la casa… Algunos centenares de metros y ya desaparecen las calles pavimentadas…
       En cuanto al ayuda de cámara, que se llamaba Victor, daba sus respuestas con precisión matemática y Maigret supo sin asombrarse que era un antiguo suboficial de artillería.
       —¿En qué estancia está usted por la tarde?
       —En el office, que no está lejos del hall. Anteayer me ocupaba de la platería…
       —¿Puede decirme a qué hora salió la señorita Croizier?
       —Algunos minutos antes de las cuatro, como todos los días. A las cuatro tenía una cita en casa de su dentista, que vive a dos pasos de aquí.
       —¿Tenía buen aspecto?
       —¡Como siempre! Era una persona muy bien conservada, muy alegre, nada orgullosa, que no pasaba nunca sin dirigirnos la palabra.
       —¿No le dijo nada especial?
       —¡No! Me dijo: «Hasta ahora, Victor…».
       —¿Iba a pie a casa del dentista?
       —A la señorita Croizier no le gustaba el coche. Incluso cuando volvía a Bayeux, prefería tomar el tren.
       —¿Podría decirme dónde estaba el coche en ese momento?
       —¡No, señor!
       —¿No estaba en el garaje?
       —No, señor… El señor y la señora habían salido inmediatamente después del almuerzo… Volvieron alrededor de una hora más tarde, pero debían haber dejado el coche fuera… Tengo que decirle que no se deja nunca en la calle, que es estrecha, sino en la calle contigua, en donde no puedo verlo al abrir la puerta…
       —Por lo tanto, el señor y la señora, como usted dice, volvieron a las tres… Una hora después, un poco antes de las cuatro, salió la señorita Joséphine Croizier… ¿A continuación?
       —Vino la señorita Cécile…
       —¿A qué hora?
       —A las cuatro y diez… Le dije que su tía acababa de salir y se fue…
       —¿Sólo le vio a usted en la casa?
       —A mí solo.
       —¿A continuación?
       —El señor salió… Eran las cuatro y veinticinco… Miré la hora, porque era un poco antes de la hora que cada día va al círculo…
       —¿No llevaba ningún paquete?
       —¡Ninguno!
       —¿Tenía su aspecto normal?
       —Creo…
       —Continúe…
       —Empecé a limpiar los cuchillos. Sí. No tenía otra cosa que hacer en aquel momento… Iban a dar las cinco cuando volvió la señorita Croizier.
       —¿Seguía con buen aspecto?
       —Incluso estaba de buen humor. Me dijo al pasar que se había equivocado al creer que los dentistas son personas que hacen daño… Yo le contesté que el mío me había arrancado un diente por otro…
       —¿Subió a su habitación?
       —¡Sí!
       —¿Su habitación es la habitación Luis XIV?
       —¡Naturalmente!
       —¿La de la derecha, con cortinas de grano de oro?
       —¡Claro que no! Ésa es la habitación Regencia, que no se usa, por así decirlo, nunca.
       —¿Qué pasó entonces?
       —No lo sé… Pasaron algunos minutos… La señora bajó completamente alterada…
       —¡Perdón! ¿Cuántos minutos transcurrieron?
       —Veinte… En todo caso, eran más de las cinco cuando la señora me pidió que telefonease al señor, al círculo, para avisarle de que su tía acababa de tener una crisis…
       —Y al telefonear al círculo, ¿le dijo que había tenido una crisis?
       —Sí…
       —¿No le dijo que estaba muerta?
       —No… Yo no sabía todavía que estaba muerta…
       —¿Subió a la habitación?
       —No… Ninguno de nosotros subió… Vino un joven doctor y la señora fue a su encuentro… Hasta las siete no se nos anunció oficialmente la muerte de la señorita Croizier y eran las ocho cuando todos nosotros subimos a verla…
       —¿A la habitación amarilla?
       —¡No! A la habitación azul…
       Sonó un timbre. Victor gruñó:
       —Es el patrón que pide su infusión…
       Y Maigret se dirigió lentamente hacia la salida.



III

      —El señor procurador le ruega que espere…
       Maigret se sentó sobre la punta de un banco duro, en el polvoriento pasillo del Palacio de Justicia de Caen, por donde a veces pasaban abogados con toga, cuyas mangas revoloteaban como alas de patito.
       Eran las diez de la mañana. Maigret, que había dejado a su mujer en París y se había puesto a pensión con unas buenas gentes, había recibido por la mañana, por un policía, una convocatoria bastante seca del procurador, rogándole estar en su despacho a las diez en punto.
       A las diez y diez se levantó de su banco y se aproximó al ujier.
       —¿Está alguien con el procurador?
       —Sí.
       —¿No sabe si para mucho tiempo?
       —¡Supongo! Está ahí desde las nueve y media. Es el señor Deligeard.
       Una especie de sonrisa flotó entre los labios de Maigret, que no vaciló en llenar su pipa, y, cada vez que pasaba por delante de aquella puerta acolchada, oía un murmullo de voces. También cada vez, la misma sonrisa se esbozaba en sus labios.
       Por fin, mientras estaba a media pasada, un timbre llamó al ujier, que volvió para anunciar:
       —¡El señor procurador le espera!
       Ahora bien, Philippe Deligeard no había salido. Maigret hundió su pipa que quemaba en el bolsillo y entró con una pesadez en la cual tal vez había una buena parte de afectación. Le ocurría así, en ciertas ocasiones, sobre todo cuando estaba de muy buen humor, el gustarle adoptar un aire más tonto que lo que era en realidad, y entonces parecía más grueso, patán, verdadero policía de caricatura, al que sólo le faltaba un amplio bigote.
       —Mi saludo, señor procurador. Buenos días, señor Deligeard…
       —Cierre la puerta, comisario… Venga… Me pone usted en una situación extremadamente delicada y desagradable… ¿Qué le recomendé ayer?
       —Prudencia, señor procurador…
       —¿No le dije también que no tenía ninguna fe en los chismes de esa muchacha, de esa Cécile que cada vez me da más la impresión de una intrigante?
       —Usted me dijo en todo caso que el señor Deligeard es un personaje importante de la ciudad y que, en estas condiciones, era preciso usar artimañas por lo que a él se refiere…
       Y Maigret, sonriendo con afabilidad, lanzaba una pequeña ojeada hacia Philippe que, completamente de luto, tenía un aspecto todavía más solemne que el magistrado. Afectaba una desenvoltura total, evitaba volverse hacia el comisario, esperaba con aire de decir: «¡Ya verá a continuación!».
       En cuanto al procurador, miraba ferozmente al comisario, al que le había adivinado la ironía y por un poco, no dio curso libre a su cólera.
       —¡Siéntese! ¡Deje de andar! Tengo horror a la gente que anda cuando se les habla…
       —Con mucho gusto, señor procurador.
       —¿Dónde estaba ayer hacia las nueve de la noche?
       —¿Hacia las nueve?… ¡Espere!… Debía estar en casa del señor Deligeard…
       —¿Qué entiende usted por estar en casa de alguien?
       —Estar en la casa, evidentemente.
       —¡Está claro! Pero usted estaba allí sin que él lo supiese. Estaba fraudulentamente, dado que no se le había entregado ninguna orden de registro.
       —Tenía que hacer algunas preguntas a los criados.
       —Eso es lo que le reprocho y contra lo que el señor Deligeard, aquí presente, hace una denuncia. Me veo obligado a tomar nota de esta denuncia, porque se ha extralimitado en sus derechos. Tal vez hubiera podido interrogar a los criados, pero, en ese caso, era elemental advertir a su señor. ¿Supongo, comisario, que me comprende?
       —Completamente, señor procurador.
       Y Maigret se daba el maligno placer de bajar humildemente los ojos como un pequeño funcionario cogido en una falta.
       —Eso no es todo y el resto es mucho más grave, de tal gravedad que ignoro todavía las consecuencias que producirán arriba sus manejos. Después de haber escuchado con complacencia y haber, diría, provocado chismes de oficina, salió de la casa, pero no tardó en entrar por la otra puerta. ¿Supongo que no lo niega?
       —¡Ay! ¡Señor procurador!
       —¿Con qué llave abrió la puerta del jardín? ¿Se la entregó por casualidad Cécile Ledru? Sopese bien las consecuencias de su respuesta…
       —No tenía llave de la puertecilla. A decir verdad, no pensaba entrar en el jardín. Quería saber solamente por dónde habían metido el cadáver…
       —¿Qué es lo que dice?
       El procurador se había levantado. Philippe también y estaban tan pálidos el uno como el otro, pero sin duda por diferentes razones.
       —Le hablaré en seguida, si usted quiere. Por lo que respecta a la puerta, he constatado que la cerradura es de una simplicidad infantil y que una simple ganzúa podía abrirla fácilmente. Quise hacer la prueba y lo intenté. Estaba oscuro. El jardín estaba desierto. Me di cuenta de que el garaje no estaba lejos y, no queriendo molestar al señor Deligeard por tan poco, sobre todo en tan dolorosas circunstancias, fui a ver las marcas de barro que Arsène me había señalado…
       El procurador fruncía el ceño, inquieto desde ese momento.
       Philippe, con los guantes en la mano, intentaba hablar a su vez, pero el comisario no le daba tiempo.
       —¡Eso es todo!… Me doy cuenta de que he cometido una falta… Le pido perdón y me explicaré como pueda…
       —¡Es decir, que se trata buenamente de una infracción! Usted, un comisario de la brigada móvil, se permite…
       —Estoy desolado, señor procurador… Una vez más, si hubiese sabido que no molestaría al señor Deligeard, al que acababan de subir su tisana, me hubiera hecho anunciar a él para hacerle unas preguntas…
       —¡Es suficiente! Añado que no me gusta el tono de chanza que parece creer tener que adoptar… Transmitiré hoy al Ministerio la denuncia del señor Deligeard y está claro que le prohíbo ocuparse de este asunto en el que ha puesto tanto celo… Señor Deligeard, creo que, hasta nueva orden, podemos considerar este incidente como cerrado y que le he dado todas las satisfacciones deseables…
       —Se lo agradezco, señor procurador. La conducta de este hombre era de una jactancia tal que yo no podía decentemente, por el buen nombre de la policía…
       Y se adelantaba para estrechar la mano del magistrado que, por su parte, se aprestaba a acompañarle hasta la puerta.
       —¡Gracias! Y hasta pronto…
       —Por otra parte, mañana estaré en las exequias y…
       De repente, se oyó la tranquila voz de Maigret que decía:
       —Señor procurador de la República, quisiera, si me lo permite, hacerle una pregunta, una sola, a este hombre.
       El procurador frunció el ceño. Deligeard, ya en el umbral, esperó maquinalmente y Maigret murmuró:
       —¿Puede decirme, señor, si irá a las exequias de Caroline?
       El procurador se quedó estupefacto ante el resultado de aquellas palabras. En un instante, el rostro de Philippe se descompuso; el hombre perdió el aplomo, dejó caer sus guantes y pareció, en un reflejo, precipitarse salvajemente sobre el comisario.
       Éste, siempre plácido, demasiado plácido, cerraba la puerta.
       —¡Ya ve cómo no habíamos terminado completamente! Le pido perdón por retrasarle, pero temo que será por bastante tiempo…
       —Comisario… —empezó el procurador.
       —No tema nada y no crea que con esta Caroline voy, como dicen los periódicos, a levantar el muro de la vida privada. No se trata ni de una aventurera, ni de una obrera seducida por el señor Deligeard, sino de la anciana nodriza de éste…
       —Le ruego que se explique más claramente…
       —Tan claramente como pueda sin abusar de su tiempo y sin llevarle a los sitios… Voy a empezar, si le parece bien, por el misterio del azul y el amarillo, que es la base de mis descubrimientos, o más bien lo que me ha confirmado mis sospechas… No mire hacia la puerta, señor Deligeard… Sabe que es inútil…
       —¡Espero! —suspiró nerviosamente el procurador jugando con un cortapapeles.
       —Sepa, pues, que en el segundo piso de la calle Récollets, la señorita Joséphine Croizier ocupaba la habitación de la izquierda, llamada habitación Luis XIV, cuyas cortinas eran de color azul pálido. Ahora bien, a las cinco menos algunos minutos, Joséphine Croizier, bien viva, volvía al hotelito, bromeaba con el ayuda de cámara y subía a su habitación. Entraba en la habitación azul, que era la suya.
       »Ahora bien, cuando el médico, llamado por teléfono, el doctor Liévin, llegaba a las cinco y diez, era introducido en la habitación de la derecha, la habitación Regencia, que es del más hermoso amarillo. Y en esta habitación, la pobre anciana estaba, no solamente muerta, sino ya desvestida, ya en camisón, sin incluso a su alrededor el desorden producido por un precipitado desnudo… ¿Qué piensa de este problema, señor procurador?
       —¡Continúe! —respondió secamente éste.
       —Este misterio no era el único que concurría. He aquí otro: el joven doctor Liévin, que acaba de instalarse en el barrio y que atiende a los pobres por diez francos, es llamado al fastuoso hotel de los Deligeard con preferencia a cualquier otro colega. Ahora bien, constata que la muerte se remonta alrededor de las cuatro y cuarto. ¿Quién miente? ¿El doctor o el ayuda de cámara que ha visto entrar a la señorita Croizier un poco antes de las cinco? Y, en este caso, el dentista también miente, ya que pretende que a las cuatro y veinte la anciana de Bayeux estaba en su despacho…
       —No comprendo…
       —¡Paciencia! Yo no lo he comprendido en seguida… Como tampoco he comprendido por qué, ese día, saliendo antes que de costumbre de su domicilio, el señor Deligeard llegó a su círculo a las cinco y cuarto, mientras sus compañeros habituales se impacientaban y estaban a punto de buscar un cuarto…
       —Se puede andar más o menos de prisa…
       Era el procurador quien respondía, porque Deligeard, con pálido rostro, guardaba una rigurosa inmovilidad.
       —Entonces responda a esta pregunta, señor procurador. El señor Philippe apenas había llegado cuando su ayuda de cámara le telefonea que su tía acaba de tener una crisis. El ayuda de cámara no ha dicho más, porque no sabe más. Sin embargo, el señor Deligeard vuelve al salón de juego, muy trastornado, y anuncia que su tía acaba de morir…
       El procurador lanzó una mirada bastante fea a Philippe, que seguía sin moverse y que había acabado por bajar los ojos.
       —Ahora, sin orden, preguntas secundarias. ¿Por qué precisamente ese día, el señor Deligeard le dio fiesta a su chófer, bajo el pretexto que le necesitaría todos los días de la semana siguiente? ¿Casualidad? ¡Sea! ¿Por qué saca el coche a las dos de la tarde y a continuación lo deja fuera? ¿A dónde va con su mujer de dos a tres?
       —¡A la cabecera de una persona enferma! —replicó de repente Philippe.
       —A la cabecera de Caroline, exacto, de Caroline, que habita en el arrabal, lo que explica los rastros de barro. Ahora bien, puedo probar que esos rastros proceden de enfrente de su casa, en donde hay precisamente una calera.
       Maigret, como maquinalmente, pero tal vez con una intención maligna, se puso a cargar su pipa recorriendo el despacho.
       —Estamos en presencia, señor procurador, de uno de los crímenes más innobles que conozco, al mismo tiempo que de un crimen casi perfecto… Para que lo comprenda, es preciso que le haga recorrer rápidamente el camino que yo mismo he recorrido… Philippe Deligeard, que nunca ha hecho nada en su vida, sino casarse con una mujer rica, llevar un gran tren de vida y especular con tan poco buen sentido que ha perdido toda su fortuna, está arruinado desde hace tres años y su única salida es su tía, que se niega a socorrerle.
       »¡Está claro! ¡Es transparente!
       »El señor Deligeard no me desmentirá cuando añada que algunos días, a pesar de la vida derrochadora que continuaba llevando, no tenía cien francos en dinero contante y sonante en su casa.
       »Hasta el punto que, varias veces, le tuvieron que cortar el gas y la luz…
       »No se aprende un oficio a su edad… No se cambia de existencia de la noche a la mañana…
       »La tía es vieja… A pesar de esta inquietante muchacha, Cécile Ledru, no desheredará a su sobrino, tanto más cuanto que Cécile se opone a ello…
       »Philippe, por otra parte, toma sus precauciones revelando a la anciana que la muchacha no es un mirlo blanco, sino que cada noche recibe a un amante en casa de su protectora…
       »¿Me sigue, señor procurador?… Se podría decir que el crimen ya está decidido, que es necesario… Es preciso que Joséphine Croizier muera para que los Deligeard continúen viviendo según sus gustos…
       »Por contra, es bastante fácil hacer pasar a alguien al otro barrio, y es difícil ocultar a los médicos la causa del óbito…
       »En el caso de herencia sobre todo y en provincias en particular, el veneno es peligroso, porque es la primera cosa en la que piensan las malas lenguas. Ahora bien, todo el mundo sabe que los Deligeard están arruinados…
       »El revólver es imposible… El cuchillo deja huellas… Por otra parte, la señorita Croizier es lo bastante vigorosa como para resistirse si se la intentase tirar por la escalera…
       »Repito que el crimen está virtualmente decidido.
       »Lo que falta es la ocasión, la ocasión de suprimir a la vieja sin ningún riesgo…
       »Y he aquí que de repente se presenta esa ocasión. Philippe tiene una vieja nodriza, poco más o menos de la edad de la señorita Croizier, que vive sola en una casa de los arrabales y que no tiene familia.
       »Esta nodriza, que ya ha tenido varias crisis cardíacas, tiene una nueva y la pareja, avisada, va a verla a las dos de la tarde, vuelve una hora más tarde sabiendo que Caroline —es su nombre— sólo tiene dos horas de vida…
       »La disposición de la casa es favorable, pero no pueden olvidar ningún detalle.
       »La señora Deligeard sale de nuevo en seguida por la puerta de atrás y vuelve a la cabecera de la nodriza de la que recoge el último suspiro hacia las cuatro y veinte.
       »Philippe abandona el hotel casi a su hora habitual, un poco antes, a causa de su impaciencia. Encuentra su coche en la esquina de la calle, va a casa de Caroline, carga el cuerpo en su coche y recoge a su mujer.
       »Los dos, siempre por la puerta de atrás, introducen el cadáver en la casa y lo instalan en la habitación amarilla del segundo piso.
       »Para los criados, la señora Deligeard no ha salido. En cuanto al marido, está en camino hacia el círculo…
       »Están en casa. Esperan el regreso de la tía, que no puede tardar…
       »Llega, entra en su habitación, la habitación azul, y es inmediatamente asesinada…
       »Sólo le queda a Philippe ir a su círculo —por la puerta de atrás, en coche— a fin de procurarse una coartada.
       »Al médico, que se escoge entre los que no conocen ni la casa, ni a Joséphine Croizier, se le enseña el cuerpo de Caroline, muerta de muerte natural, y él entrega un acta de defunción en este sentido.
       »Ocurrirá lo mismo por la tarde con el médico del estado civil.
       »Bastará a continuación con llevar el cuerpo de la nodriza a su casa…
       —¿Qué le hizo pensar en Caroline? —preguntó el procurador tras un silencio.
       —¡La lógica! Los dos médicos no habían podido examinar el cuerpo de Joséphine Croizier. Compré, pues, el periódico al día siguiente. Leí la relación de óbitos. Estaba seguro de encontrar un nombre de anciana y, cuando lo encontré, investigué al respecto… Los vecinos han constatado varias idas y venidas en coche, pero no se han inquietado, sabiendo que los antiguos señores de la anciana venían a menudo a verla… Por otra parte, es el único punto bueno en el activo de Philippe Deligeard…
       El silencio era pesado. De repente resonó un golpe dado con el cortapapeles y el magistrado preguntó con voz vacilante:
       —¿Confiesa, Philippe Deligeard?
       —Sólo contestaré en presencia de mi abogado.
       ¡Fórmula tradicional! Estaba exangüe. Cuando se levantó, vacilaba y hubo que darle un vaso de agua.

* * *

       La autopsia de la pobre Joséphine Croizier reveló antes que nada que el corazón estaba en excelente estado, a continuación que había sido asesinada torpemente, en primer lugar con la ayuda de un cordón con el que se había intentado estrangularla; luego, sin duda porque todavía se agitaba, con dos cuchilladas en el pecho.
       —Sólo puedo felicitarle —dijo el procurador a Maigret, acompañando estas palabras con una sonrisa glacial—. Es usted el as que nos habían anunciado. Sin embargo, me gustaría confesarle que sus métodos, en una ciudad pequeña, son por lo menos peligrosos…
       —Lo que significa, ¿verdad?, que no estaré mucho tiempo en Caen.
       —Es cierto que…
       —Se lo agradezco, señor procurador.
       —Pero…
       —Tampoco yo me sentía muy a gusto en la región. Mi mujer me espera en París. Todo lo que deseo es que los jurados de esta ciudad no se dejen impresionar por el hotel particular de esa crápula integral de Philippe y que exijan su cabeza…
       Y murmuró entre dientes una broma pesada: «¡Así podrá continuar haciendo el muerto en el bridge!».




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