Susan Sontag
(Ciudad de Nueva York, 1933 - Ciudad de Nueva York, 2004)


Así vivimos ahora (1986)
(“The Way We Live Now”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (24 de noviembre de 1986);
Debriefing. Collected Stories
(Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2017, 336 págs.)



      Al principio solo perdía peso, se sentía un poco enfermo, le dijo Max a Ellen, y no pidió una cita a su médico, según Greg, porque lograba seguir trabajando más o menos al mismo ritmo, pero sí dejó de fumar, señaló Tanya, lo que sugiere que estaba asustado, pero también que quería, aun más de lo que sabía, estar sano, o más sano, tal vez solo recuperar algunos kilos de peso, dijo Orson, porque le dijo a ella, prosiguió Tanya, que suponía que iba a subirse por la paredes (¿no se dice así?), y, ante su sorpresa, descubrió que no extrañaba los cigarrillos para nada y que se deleitaba con la sensación de que sus pulmones no sentían dolor por primera vez en años. Pero tenía un buen médico, quiso saber Stephen, porque habría sido una locura no hacerse un examen médico general después de que pasó el susto y que había vuelto de la conferencia en Helsinki, aun cuando por entonces se sentía mejor. Y él le dijo a Frank que iría, aun cuando estaba de verdad asustado, como reconoció ante Jan, pero quién no se asustaría ahora, sin embargo, por extraño que parezca, no se había preocupado hasta hace poco, le confesó a Quentin, fue solo en los últimos meses que sintió en la boca ese gusto metálico del pánico, porque caer gravemente enfermo era algo que ocurría a otras personas, una ilusión corriente, le señaló a Paolo, si uno tenía treinta y ocho años y nunca había tenido una enfermedad grave; no era, como confirmó Jan, un hipocondríaco. Por supuesto, era difícil no preocuparse, todos estaban preocupados, pero de nada serviría ceder al pánico, porque como le señaló Max a Quentin, no había nada que se pudiera hacer salvo esperar y tener esperanza, esperar y empezar a ser cuidadoso, ser cuidadoso y tener esperanza. Y aun si se probaba que uno estaba enfermo, no debía desalentarse, había nuevos tratamientos que prometían detener el curso inexorable de la enfermedad, la investigación progresaba. Parecía que todos estaban en contacto con todos los demás varias veces a la semana, interesándose, nunca pasé tantas horas seguidas hablando por teléfono, le dijo Stephen a Kate, y cuando me siento exhausto después de las dos o tres llamadas que me hicieron, dándome las últimas noticias, en vez de desconectar el teléfono para darme un respiro marco el número de otro amigo o conocido para darle la noticia. No estoy segura de que pueda permitirme pensar mucho en el asunto, dijo Ellen, y sospecho de mis propios motivos, hay algo morboso a lo que empiezo a acostumbrarme, que me agita, esto debe de parecerse a lo que sintió la gente en Londres durante los bombardeos. Que yo sepa, no corro peligro, pero nunca se sabe, dijo Aileen. Esto no tiene precedentes, dijo Frank. Pero no crees que debería ver a un médico, insistió Stephen. Mira, dijo Orson, no puedes obligar a la gente a que se cuide, y qué te hace pensar lo peor, podría estar debilitado solamente, la gente todavía contrae enfermedades corrientes, algunas espantosas, por qué das por sentado que tiene esa enfermedad. Pero de lo único que quiero estar seguro, dijo Stephen, es que él entiende las opciones, porque la mayoría de la gente no las entiende, por eso no quieren ver a un médico o hacerse el análisis, creen que no se puede hacer nada. Pero quizá pueda hacerse algo, le dijo a Tanya (según Greg), quiero decir qué gano si consulto a un médico; si estoy realmente enfermo, se cuenta que dijo, pronto lo sabré.

       Y cuando estaba en el hospital, su ánimo pareció mejorar, según Donny. Parecía más alegre de lo que había estado los últimos meses, dijo Ursula, y al parecer recibió la mala noticia casi como un alivio, según Ira, como un golpe verdaderamente inesperado, según Quentin, pero cuesta suponer que haya dicho la misma cosa a todos sus amigos, porque su relación con Ira era muy diferente de su relación con Quentin (esto según Quentin, que estaba orgulloso de su amistad), y tal vez él pensó que Quentin no se vendría abajo si lo veía llorar, pero Ira insistió en que esa no podía ser la razón por la cual se condujo de manera tan diferente con cada uno, y que a lo mejor se sentía menos sobresaltado, movilizando sus fuerzas para luchar por su vida, en el momento en que vio a Ira, pero vencido por la desesperación cuando Quentin llegó con flores, porque de todas maneras las flores lo pusieron de mal humor, como le contó Quentin a Kate, ya que el cuarto del hospital estaba atestado de flores, no se podía meter otra flor en aquel cuarto, pero seguramente estás exagerando, dijo Kate, sonriendo, a todo el mundo le gustan las flores. Bueno, quién no exageraría en un momento así, dijo Quentin, cortante. No crees que esta es una exageración. Por supuesto que lo creo, dijo Kate con ternura, estaba bromeando, quiero decir que no pretendía tomarte el pelo. Ya lo sé, dijo Quentin, con lágrimas en los ojos, y Kate lo abrazó y dijo bueno, cuando vaya esta noche no voy a llevarle flores, qué es lo que quiere, y Quentin dijo, según Max, lo que más le gusta es el chocolate. Y qué más, preguntó Kate, quiero decir como el chocolate pero sin ser chocolate. Dulce de regaliz, dijo Quentin, sonándose la nariz. Y además de eso. No estás exagerando ahora, dijo Quentin, sonriendo. Es cierto, dijo Kate, de manera que si quiero llevarle un montón de cosas, además de chocolate y dulce de regaliz, qué más. Caramelos de goma, dijo Quentin.

       No quería estar solo, según Paolo y muchas personas vinieron la primera semana, y la enfermera jamaiquina dijo que había otros pacientes en la planta que estarían encantados de tener las flores sobrantes, y la gente no tenía miedo de visitarlo, no era como en los primeros tiempos, como Kate le señaló a Aileen, ya no están segregados en el hospital, como observó Hilda, no hay ningún cartel en la puerta de su cuarto advirtiendo a los visitantes la posibilidad de contagio, como ocurrió hace unos años; en realidad, está en un cuarto compartido y, como le dijo a Orson, el viejo que está en el otro extremo de la cortina (que evidentemente está con un pie en la tumba, dijo Stephen) ni siquiera tiene la enfermedad, así que, como continuó diciendo Kate, realmente deberías ir a verlo, estaría contento de verte, le gusta que lo visiten, no vas porque tienes miedo, verdad. Por supuesto que no, dijo Aileen, pero no sé qué decir, pienso que me voy a sentir rara, cosa que él va a notar, y eso lo hará sentir peor, de manera que no le haré ningún bien, no te parece. Pero no se dará cuenta de nada, dijo Kate, dando palmaditas en la mano de Aileen, no es así, no es como lo imaginas, no está juzgando a la gente o preguntándose por sus motivos, solo está feliz de ver a los amigos. Pero realmente nunca fui su amiga, dijo Aileen, tú eres su amiga, siempre te quiso, me contaste que hablaba de Nora contigo, ya sé que me quiere, hasta se sintió atraído por mí, pero a ti te respeta. Pero, según Wesley, la razón por la cual Aileen era tan mezquina con sus visitas era porque nunca conseguía tenerlo enteramente para ella, siempre había otros y cuando ya se iban llegaban otros, había estado enamorada de él desde hace años, y comprendo, dijo Donny, que Aileen se sintiera amargada porque si hubiera habido una amiga con la que se acostara más que ocasionalmente, una mujer a la que realmente quisiera, y Dios mío, dijo Victor, que lo había frecuentado en esos años, él estaba loco por Nora, qué pareja tan conmovedora, dos ángeles hoscos, así que no habría podido ser ella.

       Y cuando algunos de los amigos, los que venían todos los días, acorralaron a la médica en el pasillo, fue Stephen quien hizo las preguntas más pertinentes, se había informado leyendo no solo los reportajes que publicaba varias veces por semana el Times (que Greg había dejado de leer, confesando que ya era incapaz de soportarlos) sino también los artículos en revistas médicas de aquí y de Inglaterra y Francia, y quien había tratado a uno de los principales médicos que en París estaba efectuando una investigación muy publicitada sobre la enfermedad, pero la médica apenas dijo que la neumonía no ponía en peligro su vida, que la fiebre cedía, por supuesto que todavía estaba débil pero respondía bien a los antibióticos, que debía cumplir su estancia en el hospital, que implicaba al menos veintiún días de intravenosa antes que ella pudiera darle el nuevo medicamento, pues era optimista sobre la posibilidad de aplicarle el protocolo; y cuando Victor dijo que si le costaba tanto comer (les decía a todos, cuando lo obligaban a probar las raciones del hospital, que la comida no le sabía bien, que tenía un gusto metálico raro en la boca) no convenía que los amigos trajeran toda esa cantidad de chocolate, la médica se limitó a sonreír y dijo que en esos casos la moral del paciente era también un factor importante, y que si el chocolate lo hacía sentirse mejor no veía ningún inconveniente en ello, lo que preocupó a Stephen, como Stephen le dijo más tarde a Donny, porque querían creer en las promesas y en los tabúes de la medicina tecnológica actual, pero esta tranquilizadoramente lacónica especialista de cabello plateado, citada frecuentemente en los diarios, hablaba como un anticuado médico general que dice a la familia que el té con miel o la sopa de pollo le hará tanto bien al paciente como la penicilina, lo que podría significar, como dijo Max, que meramente lo estaban tratando, que no estaban seguros de qué hacer, o mejor dicho, como interpuso Xavier, que no sabían qué diablos estaban haciendo, que la verdad, como dijo Hilda, aumentando la presión, era que los médicos no tenían en realidad ninguna esperanza.

       Ay, no, dijo Lewis, ya no lo soporto, un momento, no me lo puedo creer, estás seguro, quiero decir están seguros, han hecho todos los análisis, las cosas se están poniendo de tal modo que cuando suena el teléfono temo contestar porque creo que alguno me contará que alguien más está enfermo; pero en verdad Lewis no lo supo hasta ayer, dijo Robert irritado, me cuesta creerlo, todo el mundo habla de ello, parece imposible que nadie hubiera llamado a Lewis; y tal vez Lewis sí sabía, por alguna razón fingía no saberlo todavía, porque, recordó Jan, acaso Lewis no le dijo algo a Greg hace unos meses, y no solo a Greg, que no tenía buen aspecto, que perdía peso y que estaba preocupado por él y que ojalá viera a un médico, de manera que no pudo haber sido una sorpresa absoluta. Bueno, ahora todos están preocupados por todos, dijo Betsy, así parece que estamos viviendo, así parece que vivimos ahora. Y, además, antes estuvieron muy unidos, acaso Lewis no guarda las llaves del apartamento de él, ya sabes, cuando se deja que el otro guarde las llaves después de la ruptura, un poco porque espera que una noche, tarde, aquel entre de improviso, ebrio o drogado, pero sobre todo porque conviene tener varios juegos de llaves distribuidos por la ciudad, si uno vive solo en la parte superior de lo que había sido un edificio comercial que, por pretencioso que sea, nunca tendrá portero, o conserje residente, alguien a quien se le puede llamar para pedir las llaves tarde en la noche si uno ha perdido las suyas o las dejó dentro. Quién más tiene llaves, preguntó Tanya, pensaba que alguien podría pasar mañana antes de venir al hospital y traer algunos de sus tesoros, porque el otro día, dijo Ira, él se quejaba de lo deprimente que estaba el cuarto del hospital, y cómo se parecía a estar encerrado en el cuarto de un motel, lo que hizo que todos se pusieran a contar historias graciosas sobre los cuartos de motel que habían conocido, y cuando Ursula contó sobre la Luxury Budget Inn en Schenectady hubo carcajadas alrededor de la cama, mientras él los observaba en silencio, con los ojos brillantes por la fiebre, mientras no paraba de devorar, como recordó Victor, ese maldito chocolate. Pero, según Jan, a quien Lewis permitió recorrer su cacareada guarida de soltero con la idea de llevarle algún consuelo artístico para alegrar el cuarto de hospital, el icono bizantino no estaba en la pared sobre su cama, lo que resultó un enigma hasta que Orson recordó que él había contado al parecer sin resentimiento (lo que Greg ponía en entredicho) que el muchacho del que se había librado recientemente lo había robado, junto con cuatro de las cajas de laca maki-e, como si estos fueran objetos tan fáciles de vender en la calle como un televisor o un equipo estéreo. Pero siempre ha sido muy generoso, dijo Kate en voz baja, y si bien le gustan los objetos hermosos no está verdaderamente apegado a ellos, a las cosas, como dijo Orson, lo que es inusual en un coleccionista, como comentó Frank, y cuando Kate se estremeció y las lágrimas asomaron a sus ojos y Orson preguntó ansiosamente si él, Orson, había dicho algo indebido, ella señaló que habían empezado a hablar sobre él en un tono retrospectivo, recapitulando cómo era, lo que los había cautivado, como si estuviera acabado, concluido, como si fuera ya parte del pasado.

       Tal vez se estaba hartando de tener tantas visitas, dijo Robert, que como Ellen no pudo dejar de mencionarlo, era alguien que había venido solo dos veces y probablemente buscaba una razón para no venir regularmente, pero no cabía ninguna duda, según Ursula, que el ánimo de él declinaba, no porque hubiera noticias desalentadoras por parte de los médicos, y ahora prefería estar solo durante algunas horas del día, él le dijo a Donny que había empezado a llevar un diario por primera vez en su vida, porque quería registrar el curso de sus reacciones mentales ante este giro sorprendente de los acontecimientos, y hacer algo en paralelo a lo que estaban haciendo los médicos, que venían todas las mañanas y conferenciaban ante su cabecera acerca de su cuerpo, y que tal vez no fuera tan importante lo que escribiera en el diario, que equivalía, como le dijo irónicamente a Quentin, a poco más que las trivialidades de siempre sobre el terror y el asombro de que le estuviera ocurriendo esto, además de las habituales evaluaciones llenas de remordimiento sobre su vida pasada, su excusable superficialidad, rematadas con propósitos de vivir mejor, con más profundidad, con más contacto con su trabajo y sus amigos, y menos fervientemente preocupado por lo que la gente pensaba de él, salpicadas de advertencias a sí mismo de que en esta situación su voluntad de vivir contaba más que nada y que si realmente quería vivir y confiaba en la vida, y se quería lo suficiente (¡fuera, Thanatos del diablo!), viviría, sería una excepción; pero tal vez todo esto, como reflexionaba Quentin, hablando por teléfono con Kate, no era lo que venía al caso, lo que venía al caso era que por el solo hecho de llevar un diario él estaba acumulando algo que leería algún día, astutamente apostando a un tiempo futuro, en el cual el diario sería un objeto, una reliquia, que no volvería realmente a releer, porque querría dejar atrás esa terrible experiencia, pero el diario permanecería allí en el cajón de su estupendo escritorio Majorelle, y ya se veía, le dijo efectivamente a Quentin al final de una tarde soleada, apoyado sobre las almohadas de su cama de hospital, con una mancha de chocolate que enmarcaba su desgarradora sonrisa, ya se veía en su ático bajo el sol de octubre irrumpiendo por aquellas claras ventanas, en vez de esta ventana estriada, y el diario, el patético diario, a resguardo dentro del cajón.

       No tienen importancia los efectos secundarios del tratamiento, dijo Stephen (al hablar con Max), no sé por qué estás tan preocupado, todo tratamiento intensivo tiene algunos peligrosos efectos secundarios, es inevitable, quieres decir que de otro modo el tratamiento no sería eficaz, interrumpió Hilda, y de todas maneras, prosiguió Stephen obstinadamente, precisamente porque hay efectos secundarios no significa que tenga que sufrirlos, o todos, cada uno, o incluso algunos. Esa no es más que una lista de todas las cosas que podrían salir mal, porque los médicos tienen que protegerse, por eso exageran el caso, pero eso no le está ocurriendo a él y a tantas otras personas, interrumpió Tanya, lo peor posible, una catástrofe que nadie habría imaginado, es demasiado cruel, y acaso no es todo sino un efecto secundario, se burló Ira, hasta nosotros somos todos efectos secundarios, pero no somos efectos secundarios nocivos, dijo Frank, a él le gusta tener la compañía de sus amigos, y también nos apoyamos unos a otros, porque su enfermedad nos une, reflexionó Xavier, y a pesar de los celos y las quejas del pasado que nos han vuelto cautelosos y malhumorados, cuando ocurre algo como esto (¡se nos viene el cielo encima, se nos viene el cielo encima!), entiendes lo que realmente importa. Es cierto, Chicken Little, se dice que dijo. Pero no crees, interrogó Quentin a Max, que, estando tan unidos a él, sacar tiempo al tiempo para pasar por el hospital todos los días es una manera de tratar de definirnos más irrevocablemente, con más firmeza, como los sanos, los que no están enfermos, los que no van a caer enfermos, como si lo que le ha ocurrido a él no pudiera pasarnos a nosotros, cuando de hecho las probabilidades indican que uno de nosotros terminará allí como él, y que probablemente él sintió lo mismo cuando era uno del séquito que visitó a Zack en la primavera (¿no conociste a Zack, verdad?), y según Clarice, la viuda de Zack, él no venía muy a menudo, decía que aborrecía los hospitales, y creía que no le hacía ningún bien a Zack, que Zack veía en su cara lo incómodo que estaba. Ah, era uno de esos, dijo Aileen. Un cobarde. Como yo.

       Y cuando del hospital lo mandaron a su casa, y Quentin se había ofrecido a mudarse con él y cocinaba y recibía los mensajes telefónicos y mantenía informada a la madre en Mississippi, bueno, más bien impidiendo que ella volara a Nueva York y amontonara su pena sobre la de su hijo y turbara la rutina de la casa con su ayuda opresiva, él pudo trabajar una o dos horas en su estudio, en los días en que no insistía en salir, para comer o ir al cine, que lo cansaban. Parecía optimista, pensó Kate, tenía buen apetito, y lo que él decía, informó Orson, era que estaba de acuerdo cuando Stephen le aconsejó que lo principal era mantenerse en forma, él era un luchador, de acuerdo, no sería quien era si no lo fuera, y estaba dispuesto para la gran batalla, preguntó retóricamente Stephen (como le dijo Max a Donny), y él dijo por supuesto, y Stephen agregó que podía haber sido mucho peor, pudiste haber contraído la enfermedad hace dos años, pero ahora muchos científicos están investigando, el equipo estadounidense y el equipo francés, todos apostando por ese premio Nobel al cabo de unos años, que todo lo que debes hacer es conservar la salud uno o dos años y entonces habrá un buen tratamiento, un tratamiento eficaz. Sí, dijo él, según Stephen, fue el momento oportuno. Y Betsy, que había estado siguiendo y creando dietas macrobióticas durante una década, habló de un especialista japonés que quería que él consultase pero gracias a Dios, informó Donny, fue lo bastante sensato como para negarse a hacerlo, pero aceptó ver el especialista en visualización que le recomendó Víctor, si bien qué cosa se podía visualizar, dijo Hilda, cuando el propósito de visualizar una enfermedad era verla como una entidad con contornos, límites, aquí más que allá, algo limitado, de lo cual eres el anfitrión, en el sentido de que puedes desinvitar la enfermedad, mientras esto era total, o podría serlo, respondió Max. Pero lo principal, dijo Greg, era asegurarse que no tomara el camino macrobiótico, que podía ser inofensivo para la regordeta Betsy pero solo podía ser desastroso para él, pues siempre había sido delgado, gracias a todos los cigarrillos y compuestos químicos que suprimen el apetito que había introducido en su cuerpo tantos años; y ahora no era precisamente la ocasión, señaló Stephen, de preocuparse de quedar limpio, y eliminar todos los compuestos químicos y otros contaminantes que tan alegre o no tan alegremente tomamos, alegremente porque estamos sanos, tan sanos como podemos; hasta ahora, dijo Ira. Carne y patatas es lo que me gustaría que comiera, dijo Ursula melancólicamente. Y tallarines y salsa de almejas, agrego Greg. Y tortillas de huevos ricas en colesterol con mozzarella ahumada, sugirió Ivonne, que había volado desde Londres el fin de semana para verlo. Pastel de chocolate, dijo Frank. Tal vez pastel de chocolate no, dijo Ursula, ya come demasiado chocolate.

       Y cuando, no enseguida sino solo tres semanas más tarde, lo volvieron a internar para administrarle el nuevo fármaco, lo que requirió largos y ocultos cabildeos con los médicos, él habló menos sobre el hecho de estar enfermo, según Donny, lo que parecía una buena señal, sintió Kate, una señal de que no se sentía como una víctima, que no sentía que tenía una enfermedad sino, más bien, que estaba viviendo con una enfermedad (¿ese en el tópico adecuado, no es así?), un arreglo más hospitalario, dijo Jan, una especie de cohabitación que implicaba que era algo temporal, que podía terminarse, pero terminarse cómo, dijo Hilda, y cuando dices hospitalario, Jan, yo oigo hospital. Y resultaba alentador, insistió Stephen, que desde el principio, por lo menos desde el momento en que por fin lo convencieron de que llamara al médico, estaba dispuesto a decir el nombre de la enfermedad, pronunciarla a menudo y sin dificultad, como si solo fuera otra palabra, como chico o galería o cigarrillo o dinero, como si tal cosa, Paolo interpuso, porque, continuó Stephen, enunciar el nombre es una señal de salud, es una señal de que uno ha aceptado ser lo que es, mortal, vulnerable, no eximido, ni una excepción al fin y al cabo, es una señal de que uno está dispuesto a luchar por su propia vida. Y también debemos decir el nombre, y a menudo, agregó Tanya, no debemos quedarnos atrás en sinceridad, o dejarle sentir que, una vez hecho el esfuerzo de ser sinceros, que ya hemos cumplido y puede pasar a hacer otras cosas. Uno está mucho mejor preparado para ayudarlo, replicó Wesley. De algún modo, tiene suerte, dijo Ivonne, que se había ocupado de un problema en la tienda de Nueva York y regresaba esa noche a Londres, sin duda, afortunado, dijo Wesley, nadie lo evita, continuó Yvonne, nadie tiene miedo de abrazarlo o besarlo levemente en los labios, en Londres, como siempre, vamos con varios años de retraso comparados con vosotros; sé de gente que ni remotamente corre peligro y que está aterrada, pero me impresiona lo tranquilos y racionales que sois vosotros; te parecemos tranquilos, preguntó Quentin. Pero debo decir, se cuenta que él dijo, estoy aterrado, me cuesta mucho leer (y ya sabéis cuánto le gusta leer, dijo Greg; sí, la lectura es su televisión, dijo Paolo) o pensar, pero no me siento histérico. Yo me siento muy histérico, le dijo Lewis a Yvonne. Pero podéis hacer algo por él, es maravilloso, cómo me habría gustado quedarme más tiempo, Yvonne respondió, no puedo dejar de pensar lo conmovedora que es esta utopía de la amistad que vosotros habéis convocado a su alrededor (esta patética utopía, dijo Kate), de manera que la enfermedad, concluyó Yvonne, ya no está allá, afuera. Sí, no creéis que estamos más familiarizados aquí, con él, con la enfermedad, dijo Tanya, porque la enfermedad imaginaria es mucho peor que la realidad de él, a quien todos queremos, cada uno a su manera, que tiene esa enfermedad. Para mí, el hecho de que él la contrajera ha desmitificado la enfermedad, dijo Jan, no siento miedo, no estoy aterrado, como lo estuve cuando enfermó, cuando solo eran noticias sobre personas apenas conocidas, a quienes no volví a ver tras la enfermedad. Pero sabes que no vas a contraerla, dijo Quentin, a lo que Ellen replicó, hablando por ella misma, no se trata de eso, y posiblemente sea falso, mi ginecólogo dice que todas las personas corren el riesgo, todos los que tengan vida sexual, porque la sexualidad es una cadena que nos vincula a muchos otros, otros desconocidos, y ahora la gran cadena del ser se ha convertido también en la cadena de la muerte. No es igual para ti, insistió Quentin, no es igual para ti como lo es para mí o para Lewis o Frank o Paolo o Max, yo estoy cada vez más asustado, y tengo todas las razones para estarlo. No pienso si corro peligro o no, dijo Hilda, sé que me asustaba conocer a alguien que tuviera la enfermedad, me asustaba lo que vería, lo que sentiría, y después del primer día que vine al hospital me sentí muy aliviada. Nunca volveré a sentirme así, a sentir ese miedo; él no me parece distinto a mí. No lo es, dijo Quentin.

       Según Lewis, él hablaba más a menudo de los que lo visitaban más a menudo, lo que es natural, dijo Betsy, creo que incluso lleva la cuenta. Y entre los que vinieron o hablaron por teléfono todos los días, el círculo más íntimo, digamos, los que obtenían más puntos, había además otra competición, que era lo que ponía de los nervios a Besty, como se lo confesó a Jan: siempre hay esas vulgares manipulaciones para estar junto a la cabecera de los enfermos graves, y si bien todos nos sentimos llenos de virtud por nuestra lealtad (habla por ti, dijo Jan), hasta el punto de que le dedicamos nuestro tiempo todos los días, o casi todos los días, si bien algunos de nosotros hemos dejado de venir, como señaló Xavier, acaso no le sacamos al menos tanto provecho a ello como él. Lo crees, preguntó Jan. Rivalizamos para obtener la señal de que una visita ha sido especialmente placentera, queremos sentirnos los más requeridos, los verdaderamente más cercanos y más estimados, lo cual es inevitable tratándose de alguien que no tiene pareja e hijos o un amante oficial que viva con él, jerarquías que nadie se atrevería a discutir, Besty continuó, de manera que somos la familia fundada por él, sin proponérselo, sin títulos oficiales ni rango (nosotros, nosotros, refunfuñó Quentin); y es tan evidente, si bien algunos de nosotros, Lewis y Quentin y Tanya y Paolo, entre otros, son examantes y todos nosotros más o menos amigos, a cuál de nosotros prefiere, dijo Victor (ahora somos nosotros, bramó Quentin) porque a veces pienso que espera más la visita de Aileen, que ha venido solo tres veces, dos al hospital y una después de que volvió a casa, que a ti o a mí; pero, según Tanya, después de quedar muy desilusionado de que Aileen no hubiese venido, ahora estaba enfadado, mientras, según Xavier, no estaba realmente ofendido sino conmovedoramente pasivo, al aceptar la ausencia de Aileen como algo que de algún modo merecía. Pero está feliz de tener gente a su lado, dijo Lewis; dice que cuando no está acompañado le da mucho sueño, duerme (según Quentin), y después se anima cuando alguien llega, es importante que no se sienta nunca solo. Pero, dijo Victor, hay una persona de la que no ha tenido noticias, de quien probablemente le gustaría tener noticias más que de cualquiera de nosotros; pero ella no solo desapareció, aun inmediatamente después de separarse de él, y él sabe dónde vive ella ahora, dijo Kate, me dijo que la había llamado la pasada Nochebuena, y ella le dijo qué agradable saber de ti y Feliz Navidad, y él quedó destrozado, según Orson, y furioso y despectivo, según Ellen (qué esperabas de ella, dijo Wesley, estaba quemada), pero Kate se preguntaba si él no habría llamado a Nora en medio de una noche de insomnio, cuál es la diferencia horaria, y Quentin dijo que no, no lo creo, creo que a él no le hubiera gustado que ella se enterara.

       Y cuando se sintió aún mejor y había recuperado el peso que había perdido en el hospital, aunque la nevera se había empezado a llenar con germen de trigo orgánico y pomelos y leche descremada (está preocupado por su colesterol, se lamentó Stephen) y le dijo a Quentin que ahora podía arreglárselas solo, y lo hacía, empezó a preguntarles a todos los que lo visitaban qué aspecto tenía, y todos le decían que estaba muy bien, mucho mejor que hacía unas semanas, lo que no cuadraba con lo que le habían dicho en aquel momento; pero ocurría que se había vuelto cada vez más difícil saber qué aspecto tenía, contestar a esa pregunta con sinceridad cuando entre ellos querían ser sinceros, tanto por honradez (pensaba Donny) como para prepararse para lo peor, porque había tenido ese aspecto durante tanto tiempo, al menos parecía mucho tiempo, que es como si siempre hubiera estado así, qué aspecto tenía antes, pero habían transcurrido unos pocos meses, y esas palabras, pálido y descolorido y frágil, ¿acaso no las habían aplicado siempre? Y un jueves Ellen, al encontrarse con Lewis en la puerta del edificio, dijo, mientras subían juntos en el ascensor, ¿cómo está en realidad? Pero ya ves cómo está, dijo Lewis ásperamente, está bien, está muy sano, y Ellen entendió que por supuesto Lewis no creía que estuviera muy sano sino que no había empeorado, y eso era cierto, pero acaso no era casi despiadado, digamos, hablar así. A mí me parece inofensivo, dijo Quentin, pero entiendo lo que quieres decir, recuerdo una vez que hablando con Frank, alguien que, después de todo, trabaja como voluntario cinco horas a la semana en el Centro de Atención (lo sé, dijo Ellen), y Frank se refería a un tipo al que le habían diagnosticado la enfermedad casi un año antes, y más adelante se quejaba por teléfono con Frank sobre la indiferencia de un médico, y estaba insultando al médico, y Frank le respondía que no había razón para alterarse, lo que implicaba que él, Frank, no se habría comportado de un modo tan irracional, y le dije, apenas podía contener mi desprecio, pero Frank, Frank, tiene todas las razones para estar alterado, se está muriendo, y Frank dijo, dijo según Quentin, ah, no quiero pensar sobre el asunto en esos términos.

       Y fue cuando todavía estaba en su casa, recuperándose, recibiendo su tratamiento semanal, incapaz todavía de trabajar mucho, se quejaba él, pero, según Quentin, levantado y andando la mayor parte del tiempo y apareciendo en la oficina varios días por semana, que llegaron malas noticias sobre dos personas apenas conocidas, una en Houston y otra en París, noticias que fueron interceptadas por Quentin con el argumento de que solo lo deprimirían, pero Stephen replicó que estaba mal mentirle, era muy importante para él vivir en la verdad; esa había sido una de sus primeras victorias, era franco, estaba incluso dispuesto a hacer bromas sobre la enfermedad, pero Ellen dijo que no convenía darle esa sensación de fin del mundo, demasiadas personas estaban enfermando, se estaba convirtiendo en un destino común que tal vez parte de la voluntad de luchar por su vida se consumiría si parecía algo tan natural como, digamos, la muerte. Oh, dijo Hilda, que no conocía personalmente ni al que vivía en Houston ni al que vivía en París, pero había oído del que vivía en París, un pianista especializado en música checa y polaca del siglo XX, tengo sus discos, es una persona muy valiosa y, cuando Kate la miró con ira, continuó a la defensiva, sé que cada vida es igualmente sagrada, pero se trata de una reflexión, otra reflexión, quiero decir, todas esas personas valiosas que no llegarán a los ochenta como hasta ahora, a esa gente no la van a reemplazar, y es una pérdida enorme para la cultura. Pero esto no seguirá siendo así para siempre, dijo Wesley, no puede seguir siendo así, ya ellos descubrirán algo (ellos, ellos, murmuró Stephen), pero has pensado, dijo Greg, que si algunos no mueren, quiero decir que si pueden conservarlos con vida (ellos, ellos, murmuró Kate), siguen siendo portadores, y eso quiere decir, si tienes conciencia, que nunca más podrás hacer el amor, hacer el amor plenamente, como te gustaría; lascivamente, dijo Ira. Pero es mejor que morir, dijo Frank. Y a pesar de todo lo que dice sobre el futuro, cuando se mostró esperanzado, según Quentin, nunca mencionó la posibilidad de que aun si no moría, si era tan afortunado de pertenecer a la primera generación de sobrevivientes a la enfermedad, nunca mencionó, confirmó Kate, que en cualquier caso había terminado la manera como había vivido hasta ahora, aunque según Ira, él sí pensaba en ello, el final de la bravata, el final de la locura, el final de confiar en la vida, el final de dar la vida por supuesta y de vivir como si, a la manera de los samuráis, pensaba que podía deshacerse de ella a la ligera, con insolencia; y Kate recordó, suspirando, una breve conversación que ella insistió en entablar hace dos años, apiñados en una banqueta cubierta por una alfombra industrial gris acero en una planta superior de The Prophet y dando unas caladas mientras se preparaban para salir a la pista de baile otra vez: ella dijo vacilante, porque parecía una tontería pedirle a un príncipe del libertinaje que, bueno, que se cuidara, y ella no se proponía hacer de hermana mayor, un papel, como lo confirmó Hilda, que él inspiraba en muchas mujeres, estás tomando precauciones, querido, ya sabes a lo que me refiero. Y él respondió, continuó Kate, no, ninguna, mira, no puedo, sencillamente no puedo, el sexo es demasiado importante para mí, siempre lo ha sido (empezó a hablar así, según Victor, después de que Nora lo dejó), y si me contagio, bueno, me contagio. Pero ahora no hablaría así, no es verdad, dijo Greg; se debe de sentir muy tonto ahora, dijo Betsy, como alguien que siguió fumando, diciendo que no puede dejar el cigarrillo, pero cuando aparece la radiografía desfavorable hasta el más empedernido adicto a la nicotina deja de fumar inmediatamente. Pero el sexo no es como el cigarrillo, ¿no?, dijo Frank, y, además, qué ganamos con recordar que él era imprudente, dijo Lewis con enfado, lo asombroso es que basta con tener mala suerte una vez, y acaso no se sentiría aun peor si lo hubiera dejado hace tres años y la hubiera contraído de todos modos, puesto que una de las características más terribles de la enfermedad es que no sabes cuándo la contrajiste, pudo haber sido hace diez años, porque seguramente esta enfermedad ha existido durante muchos años, mucho antes de que la reconocieran; es decir, que la nombraran. Quién sabe cuánto tiempo (pienso mucho en eso, dijo Max) y quién sabe (sé lo que vas a decir, interrumpió Stephen) cuántos van a contraerla.

       Me encuentro bien, se cuenta que decía siempre que alguien le preguntaba cómo estaba, que era casi siempre la primera pregunta que le hacían. O: Me encuentro mejor, ¿cómo estás tú? Pero también decía otras cosas. Juego a la pídola conmigo mismo, se cuenta que dijo, según Victor. Y: debe de haber alguna manera de obtener algo positivo de esta situación, se cuenta que le dijo a Kate. Qué americano, dijo Paolo. Bueno, dijo Betsy, ya conoces la actitud en Estados Unidos: al mal tiempo buena cara. Lo que estoy seguro que no podría soportar, Jan contó que le dijo, es que me desfigurara, pero Stephen se apresuró a señalar que la enfermedad ya no suele adoptar esa variante, su perfil está mutando, y, al conversar con Ellen, acarreaba términos como barrera hematoencefálica; nunca pensé que allí hubiera una barrera, dijo Jan. Pero él no debe enterarse de lo que le pasó a Max, dijo Ellen, eso realmente lo deprimiría, por favor no se lo digáis, tendrá que saberlo, dijo Quentin, serio, y se pondrá furioso si no se lo cuentan. Pero queda tiempo para eso, cuando quiten a Max del respirador, dijo Ellen; pero no es increíble, dijo Frank, Max estaba bien, no se sentía nada enfermo, y de pronto despertar con una fiebre de más de cuarenta grados, incapaz de respirar, pero así suele empezar, sin ninguna advertencia, dijo Stephen, la enfermedad tiene tantas formas. Y cuando, después de que pasara otra semana, él le preguntó a Quentin dónde estaba Max, no puso en duda la versión de Quentin sobre una escapada a las Bahamas, pero entonces el número de visitantes disminuyó, en parte porque las viejas rencillas, que habían sido olvidadas durante la primera hospitalización y el regreso a casa, se habían reanudado, y la vacilante enemistad entre Lewis y Frank estalló, aunque Kate hiciera lo posible para mediar entre ellos, y también porque él mismo había hecho algo para aflojar los lazos de cariño que unían a los amigos a su alrededor, al parecer por darlos por supuestos, como si fuera absolutamente normal que tantas personas dispusieran de tanto tiempo y atención para él, que lo visitaran cada pocos días, que hablaran de él incesantemente por teléfono; pero no se trataba, según Paolo, de que él estuviera menos agradecido, sino que se estaba acostumbrando a las visitas. Se había transformado, con el tiempo, en una situación más corriente, una especie de fiesta continua, primero en el hospital y ahora desde que estaba en su casa, apenas repuesto, es evidente, dijo Robert, que estoy en la lista B; pero Kate dijo, eso es absurdo, no hay ninguna lista; y Victor dijo, pero sí la hay, solo que no es él sino Quentin quien la está haciendo. Él nos quiere ver, lo ayudamos, debemos hacerlo como él quiere, se cayó ayer cuando iba al baño, no hay que contarle lo de Max (pero ya lo sabía, según Donny), las cosas están empeorando.

       Cuando estaba en mi casa, se cuenta que dijo, tenía miedo de dormir cuando me vencía el sueño, cada noche me ocurría eso, era como si me cayera por un agujero negro, dormir era como ceder a la muerte, dormía todas las noches con la luz encendida; pero aquí, en el hospital, siento menos miedo. Y a Quentin le dijo, una mañana, el miedo se abalanza sobre mí, me desgarra; y a Ira, me aprieta, me estruja hacia mí mismo. El miedo da a todo su matiz, es excitante. Me siento, cómo decirlo, tan exaltado, le dijo a Quentin. La calamidad es un viaje alucinante también. A veces me siento muy bien, muy fuerte, es como si pudiera salirme de mí mismo. ¿Me estoy volviendo loco, o qué? ¿Es debido a toda esta atención y estos mimos que recibo de todos, como el sueño de un niño de ser querido? ¿Son las medicinas? Sé que parece una locura pero a veces pienso que esta es una experiencia fantástica, dijo tímidamente; pero también estaba ese mal sabor de boca, la presión en la cabeza y en el cogote, las encías rojas, sangrantes, la dificultad para respirar, quizá fueran los lóbulos rosáceos, y su palidez de marfil, de color chocolate blanco. Entre los que lloraron cuando se les dijo por teléfono que él había vuelto al hospital estaban Kate y Stephen (a los que había llamado Quentin) y Ellen, Victor, Aileen y Lewis (a los que había llamado Kate) y Xavier y Ursula (a los que había llamado Stephen). Entre los que no lloraron estaba Hilda, que dijo que acababa de enterarse de que su anciana tía de setenta y cinco años se estaba muriendo de la enfermedad, que había contraído por una transfusión con motivo de su exitosa derivación coronaria doble hacía cinco años, y Frank y Donny y Betsy, pero esto no quería decir, según Tanya, que no estaban conmovidos y consternados, y Quentin pensó que probablemente no volverían pronto al hospital sino que mandarían regalos; la habitación, era privada esta vez, se estaba llenando de flores y plantas y libros y cintas magnetofónicas. La alta marea de acritud apenas disimulada de las últimas semanas cuando estaba en su casa amainó hasta derivar en la rutina de las visitas de hospital, aunque no fueron pocos los que se molestaron porque Quentin tuviera a su cargo el libro de visitas (pero fue a Quentin a la que se le ocurrió la idea, señaló Lewis); entonces, para asegurar una corriente continua de visitantes, preferiblemente no más de dos a la vez (esta, la norma en todos los hospitales, no era aquí obligatoria, al menos no en esta planta; ya sea por bondad o ineficiencia, nadie podía saberlo), debían llamar a Quentin primero, para hallar un hueco, ya no había visitas ocasionales. Y ya no se podía impedir que su madre cogiera un avión y se instalara en un hotel cercano al hospital; pero él parecía menos molesto de su presencia diaria de lo que cabía esperar, dijo Quentin; Ellen dijo que solo a nosotros nos molestaba, crees que ella se va a quedar mucho tiempo. Era más fácil ser generosos entre nosotros al visitarlo aquí en el hospital, como señaló Donny, que cuando estaba en casa, donde a uno le importaba estar nunca solo con él; al venir aquí, de dos en dos, no cabe duda cuál es nuestro papel, cómo deberíamos comportarnos, cooperativos, graciosos, entretenidos, poco exigentes, alegres, es importante ser alegre, porque en todo este pavor hay también regocijo, como dijo el poeta, dijo Kate. (Sus ojos, sus ojos resplandecientes, dijo Lewis.) Los ojos de él parecían opacos, apagados, Wesley le dijo a Xavier, pero Betsy dijo que la cara de él, no solo los ojos, parecía espiritual, cálida; sea como sea, dijo Kate, nunca me he fijado mucho en sus ojos; y Stephen dijo, tengo miedo de lo que revelan mis ojos, la manera como lo miro, con demasiada intensidad, o una fingida indiferencia, dijo Victor. Y, a diferencia de cuando estaba en su casa, estaba afeitado todas las mañanas, a cualquier hora que lo visitaran; su cabello rizado siempre estaba peinado; pero se quejaba de que las enfermeras habían cambiado desde que había estado la vez anterior, y que no le gustaba el cambio, quería que todos fueran los mismos. La habitación estaba amueblada ahora con algunos de sus efectos personales (palabra rara para las cosas de uno, dijo Ellen), y Tanya trajo dibujos y una carta de su hijo disléxico de nueve años, que ahora escribía, desde que le compró un ordenador; y Donny trajo champán y globos, que acabaron atados al pie de la cama. Contadme algo de lo que está pasando, dijo él al despertar de una siesta y encontrarse a Donny y a Kate a un lado de su cama rebosantes de alegría; contadme un cuento, dijo él anhelante, dijo Donny, que no sabía qué decirle: eres el cuento, dijo Kate. Y Xavier trajo una escultura guatemalteca del siglo XVIII que representa a San Sebastián con ojos que miraban a lo alto y la boca abierta, y cuando Tanya dijo qué es eso, un tributo al eros perdido, Xavier dijo que de donde él venía Sebastián era venerado como protector contra la peste. ¿La peste está simbolizada por las flechas? Simbolizada por las flechas. Todo lo que recuerda la gente es el cuerpo de un hermoso joven atado a un árbol, atravesado por flechas (de las que siempre parece olvidarse, interrumpió Tanya), la gente desconoce que la historia continúa, que cuando las mujeres cristianas vinieron a enterrar al mártir lo encontraron todavía con vida y lo cuidaron hasta que recuperó la salud. Y él dijo, según Stephen, que no sabía que San Sebastián no murió. Es innegable, no es cierto, preguntó Kate por teléfono a Stephen, la fascinación de los moribundos. Me avergüenza. Estamos aprendiendo a morir, dijo Hilda, no estoy dispuesta a aprender, dijo Aileen; y Lewis, que venía directamente del otro hospital, el hospital donde estaba internado Max en cuidados intensivos, se encontró con Tanya, que salía del ascensor en el décimo piso, y hablaron a lo largo del iluminado pasillo más allá de las puertas abiertas, apartando la mirada de los otros pacientes hundidos en sus camas, con tubos en la nariz, bajo la luz azulada de los televisores, si hay algo que no soporto, le dijo Tanya a Lewis, es pensar en alguien agonizando con la televisión encendida.

       Ahora tiene esa extraña, desalentadora indiferencia, dijo Ellen, eso es lo que perturba, aunque resulte más fácil estar con él. A veces estaba irritable. No puedo soportar a las que vienen todas las mañanas a sacarme sangre, qué hacen con toda esa sangre, se cuenta que dijo; pero dónde había quedado su cólera, se preguntó Jan. Casi siempre era agradable estar con él, siempre preguntando como estás , como te sientes. Es tan encantador ahora, dijo Aileen. Es tan agradable, dijo Tanya. (Agradable, agradable, se quejaba Paolo.) Al principio estaba muy enfermo, pero estaba reponiéndose, según la información que tenía Stephen, no había temor de que esta vez no se recuperara, y la doctora dijo que lo daría de alta al cabo de diez días si todo iba bien, y convencieron a la madre de que regresara a Mississippi, y Quentin estaba preparando el ático para cuando volviera. Y todavía seguía escribiendo su diario, sin mostrárselo a nadie, si bien Tanya, la primera en llegar una mañana de fines del invierno, al encontrarlo adormecido, atisbó y se horrorizó, según Greg, no por algo que hubiese leído sino por el cambio gradual de su letra: en las páginas recientes garabateaba, era menos legible y algunas líneas de la caligrafía se desviaban e inclinaban. Estaba pensando, le dijo Ursula a Quentin, que la diferencia entre un relato y un cuadro o una fotografía es que en el relato se puede escribir: Todavía está vivo. Pero en un cuadro o en una foto no se pude indicar “todavía”. Solo puedes mostrarlo vivo. Todavía está vivo, dijo Stephen.




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