Susan Sontag
(Ciudad de Nueva York, 1933 - Ciudad de Nueva York, 2004)


La escena de la carta (1986)
(“The Letter Scene”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (18 de agosto de 1986);
Debriefing. Collected Stories
(Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2017, 336 págs.)



      Respira hondo. Todavía no intentes nada, no estás preparada. ¿Cuándo estarás preparada? Nunca, nunca, nunca.
       Entonces tengo que empezar ahora.
       No empieces, no pienses siquiera en ellos, es demasiado difícil. Que no, que es fácil.
       Deja que empiece; ya ha comenzado. No debo quedarme atrás.
       Así no, zoquete. No se puede empezar así, sentada al borde de la silla. Apóyate en el respaldo.
       No me enfríes, no me detengas, ¿no ves que ya me he lanzado, que estoy volando? Respira hondo, déjate llevar por el sentimiento, rodéate de todo lo que te haga falta. ¿Pluma, lápiz, máquina de escribir, ordenador?
       Sabes que terminará por estropearlo todo, ¿no? Estas cosas llevan su tiempo. Hay que preparar el terreno. Hay que avisar a los otros de tu llegada.
       De mi invasión querrás decir. De mis exigencias, de mis súplicas.
       Tienes derecho, eso lo admiro. Respira hondo.
       ¿Derecho a respirar? Gracias. ¿Y qué hay de mi derecho a tener una hemorragia? Nadie me va a detener, nadie va a restañar mi herida, nadie va a vendarme. Déjame intentarlo. No me hagas mucho caso mientras lo intento.


* * *

      Acto I, Escena 2. Con el ceño fruncido, húmedas las palmas de las manos, Tatyana toma asiento frente al escritorio de su habitación para escribir una carta a Eugene. Después del saludo se atasca. ¿Cómo proceder, se pregunta, si después de todo se han encontrado tan solo una vez, hace unas cuantas noches, en el piso de abajo, si desde su tímido privilegiado puesto de observación, acodada en el alféizar de la ventana del conservatorio aunque lo seguía con la mirada a todas partes, apenas podía levantar la vista de los resplandecientes botones con que él abrochaba su chaqueta? Es esa oleada de entusiasmo: quiere declarar algo. Se levanta y pide a su nodriza que le prepare una taza de té. El aya también le trae unos pasteles de chocolate. Tatyana frunce el entrecejo y vuelve al trabajo. Ella se lo imagina sobre un fondo etéreo, se imagina que va haciéndose más delgado, más denso, más remoto. Lo que quiere hacer es una declaración de amor. Empieza a cantar.


       El viento agita las persianas y la pluma de ave que empuña Eugene rasca el papel con prontitud, como un pececillo que agitara su aleta. “Queridísimo padre, hay muchas cosas que quería decirte desde hacía mucho tiempo, muchas cosas que nunca me atreví a decirte a la cara. Tal vez consiga darme valor con esta carta. Por carta, tal vez consiga ser valiente.” Al empezar de este modo, Eugene podrá aplazar tanto tiempo como quiera lo que quiere decir. La suya será, intenta ser una carta reprobatoria. Será muy larga. Echa más leña al fuego.


* * *

      La noche anterior a la ejecución de Dumane en la horca: después de la cena especial, con el acompañamiento de los himnos y los cánticos de libertad que en las celdas más próximas entonan sus camaradas a lo largo de la noche para reconfortarle. Dumane está sentado sobre el suelo de cemento de su celda, una celda de tres por cuatro, con las rodillas apretadas contra el pecho, el papel sobre estas, un trozo de lápiz sujeto con fuerza entre los tres dedos lacerados de la mano izquierda —pues la derecha se la han roto—, escribe lenta y laboriosamente sus últimas palabras. “Cuando leas esta carta habré muerto. Sé valiente. Mbangeli y yo morimos confiados en que nuestro sacrificio no sea en vano. No me llores demasiado tiempo. Quiero que vuelvas a casarte. Consuela a la abuelita. Da un beso a los niños.” Había mucho más que esto, escrito a duras penas con mayúsculas vacilantes, pero estos eran los puntos más destacables. La carta termina así: “Posdata: Querida hija, acuérdate siempre de que tu padre te quiere y quiere que llegues a ser igual que tu madre. Querido hijo, por favor, cuida a tu madre, que te va a necesitar, y esfuérzate en la escuela hasta estar listo para tomar parte en nuestra justa lucha”.

* * *

      Piénsalo, todas esas cartas sin artificios pasaron sin pena ni gloria entre tormentosos arranques de sus novelas, entre la lenta composición de esas novelas intrincadas, de esos serios ensayos que la hicieron rápidamente famosa, y ahora acaban de aparecer dos volúmenes de su correspondencia, lo cual tal vez sea, según se dice, lo mejor de su obra escrita. No son solo sus animadas frases las que encantan al lector, sino que cualquiera se siente conmovido por el retrato de la idílica y amorosa familia de la cual surgen. ¿Es posible que existan familias tan unidas? ¿Incluso ahora? Nadie tiene noticia de las amargas cartas a su hermana que su viudo quemó en la chimenea. El mundo está harto de desilusiones, harto de revelaciones indecorosas: el mundo está hambriento por encontrar modelos de probidad. Nuestro mundo. Nadie llegará a conocerla como él la conoció, nadie llegará a saber lo valiente que fue durante los últimos meses de su terrible enfermedad, los meses en que el tumor cerebral le carcomía las facultades lingüísticas, meses en los que él escribía las cartas por ella, para ella, en los que escribía las cartas que ella, de haber podido, habría escrito. Al ser el guardián de su reputación, él puede estar ahora dentro de su obra de un modo que ella, mientras estuvo viva, jamás le permitió. Será exigente, tal como lo fue ella. Alguien, aunque no es un profesor suficientemente distinguido, se ha embarcado en una biografía: él no ha decidido si colaborará en ella o no. Un corresponsal de prensa le escribe desde Extremo Oriente una carta sensible, en la cual se refiere a la “pérdida tan irreparable para la literatura que…”. Él le contesta, entablan una correspondencia. ¿Podría ser este un antiguo amante de ella? Llega procedente de Hong Kong un paquete con cartas de ella, un total de sesenta y ocho, atadas con una cinta de color rojo. Él las lee con asombro. Sorpresa póstuma: esta no es la mujer que él conoció en vida.

* * *

      Acto I, Escena 2. Tatyana bebe de un sorbo la taza de té templado que le trae el aya. Desliza su mano izquierda dentro de la blusa y se acaricia con el pulgar el suave hueco del hombro. Apenas ha empezado la carta. El ímpetu del éxtasis al declarar algo determinado debiera ser su única recompensa, pero no, ya siente la necesidad de una respuesta. “No me miraste”, ha escrito Tatyana en la primera página. Y, a mitad de la segunda: “Te estoy escribiendo para preguntarte si has pensado en mí alguna vez”. Después llora (no en el poema ni en la ópera, no, sino en la vida real) y vuelve a empezar la carta. En la ópera hay una efusión de sentimientos que la hace flotar hasta el final.

* * *

      Aquí estoy con mis irrevocables sentimientos, al menos me parecen irrevocables, está claro que todo esto no tendría por qué haber ocurrido. No teníamos por qué habernos encontrado.
       Nos encontramos porque se declaró un incendio, nada grave, en la vivienda de seis plantas en la que tuve la gran suerte de haber encontrado un apartamento de alquiler estable. Por lo visto, un fumador de hachís, que vive en el quinto, en plena modorra le prendió fuego a su sofá de pelo de caballo. Humo, humo negro y acre: nada grave. Yo estaba en la calle temblando sin abrigo, y tú estabas echando monedas en una máquina expendedora para comprar el Times. Al ver que te miraba me preguntaste por el incendio. Nada grave. Pasamos juntos los camiones de los bomberos para tomarnos un café en la otra acera. Eso fue en enero y ahora perezco de tanta seriedad. ¿Por qué me dejaste? ¿No te importa nada la frialdad con que él te trata? ¿Qué significa este papel sobre mi mesa? Me he sentado a escribirte una carta, no sé si crees que tal vez puedas volver a amarme, pero a lo mejor yo no.


* * *

      La carta que no se envió, su fantasma.
       La carta que nunca llegó, otras dos clases de fantasma. La carta que se extravía (en el correo). La carta que no se escribió jamás pero ella afirma haber escrito una, dado lo cual debe de haberse extraviado (en el correo). Uno ya no puede fiarse del correo. Uno nunca puede fiarse del cartero.


* * *

      Escribir es decir… todo. Un acto de pasión. Por eso ella duda tanto, mientras mentalmente sigue escribiendo cartas. Pero es que una carta aun mentalmente escrita es una carta. Suele decirse que Arthur Schnabel tenía por costumbre ensayar mentalmente sus piezas.

* * *

      Acto I, Escena 2. “Te escribo”, ha empezado Tatyana, ha vuelto a empezar pues ha encontrado la cadencia. “Ya no son necesarias más confesiones, nada queda por decir. Sé que ahora está en tu mano y escarnio convertir mi vida en un infierno.”
       Parpadea la vela que hay sobre el escritorio. ¿O es acaso la luna, la luna que se estremece y se pone más brillante?
       —Ve a dormir, cariño —murmura la anciana aya.
       —Oh, aya, oh, oh. —Pero no está dispuesta a hallar consuelo en el regazo de su querida y tierna aya.
       —Eh, eh, mi niña.
       —Aya, me estoy ahogando, ábreme la ventana. —La mohosa vejancona obedece—. Aya, estoy helada, tráeme un chal. —Se queda parada en la ventana, perpleja—. Oh, oh, oh…
       —Deja que te cante, cariño.
       —No, aya, soy yo quien debe cantar. Con mi dulce voz de muchacha. Déjame, aya, mi vieja y querida aya. Debo cantar…


* * *

      Esta es una carta que transmite malas noticias. No sé cómo empezar. Cuando comenzó, no parecía tan espantoso. Todos teníamos muchas esperanzas. La situación solo empeoró ya al final. Confío en que lo aceptes lo mejor que sepas y puedas. Lamento ser el portador de… etcétera.

* * *

      Por qué ya nadie escribe cartas. (Sobre esto hay mucho que decir, sin mencionar siquiera el teléfono). Ya nadie está dispuesto a tomarse el tiempo que requiere, que es por cierto un tiempo más que considerable, porque carecen de confianza. Posada la pluma sobre el papel en blanco, todos vacilan. La exuberancia inicial, momentánea, no se deja traducir rápidamente con fluidez, en una voz que cumpla los criterios, ¿qué criterios? Dudas y más dudas. Vacilaciones. Todos hacen un borrador.
       Además, las cartas parecen tan… digamos, unilaterales. O les falta velocidad. Uno está demasiado impaciente por obtener respuesta


* * *

      Las malas noticias son ahora peores. Son noticias realmente malas, de las que invitan a la ceremonia. Para consolarme, me escribió con un estilo muy formal y florido que me pareció desgarrador.

* * *

      Al contrario que los amantes, al contrario que los buenos amigos, padres e hijos no pueden deleitarse ni desesperarse ante el pensamiento de que no tenían por qué haberse conocido. Y tampoco tienen por qué separarse, excepto cuando se separan. Eugene va acercándose a lo que quiere decir “Padre, has sido generoso y no me cabe ninguna duda de que siempre has tenido las mejores intenciones para conmigo. No me creas desagradecido por el estipendio mensual que me has proporcionado desde que me gradué en la Escuela de Cadetes. Ahora bien, tal como has actuado de acuerdo con tus principios, yo he de actuar de ahora en adelante de acuerdo con los míos”. Una carta gélida —el tono que trata de conseguir es de opaca sinceridad—, que desembocará en una carta apasionada y violenta.

* * *

      Las Cartas de Hong Kong, como las llamó el viudo, revelaban una relación que había durado casi una década repleta de fecunda lascivia que él no habría atribuido a su esposa ni siquiera en sueños. Los trances sexuales de los dos están evocados gráficamente, al igual que la facilidad de ella para procurarse placer en cualquier momento en que están separados, vestida y en público (conversando en un cóctel o dando una conferencia), si encontraba algo contra lo que apoyarse con discreción ante el solo pensamiento del brusco placer que se daban el uno al otro. Y “él” —siempre se trata de “él”, pronombre respetuosamente esparcido por todas sus cartas—, “él” y sus limitadas y tiernas necesidades, su presencia siempre protectora y asexuada lejos de cuyo cobijo ella temía no ser capaz de escribir. ¡Dios santo! ¿Eso era para ella el ardor conyugal de él? ¿La monotonía matrimonial? Ahora es cuando iba a mostrar los colmillos; nunca es demasiado tarde para cometer un crimen pasional. Se paga un pasaje aéreo a Hong Kong.

* * *

      Y ese empleado de Osaka de cuarenta y tres años de edad, a bordo de un jumbo averiado que en este momento describe enloquecidos círculos a medida que pierde altitud y se precipita contra una montaña, capaz de dominar la explosión al rojo blanco de terror animal y de sacar de su maletín una hoja de papel; como Dumane, también él escribe una carta de despedida a su mujer y a sus hijos. Pero solo dispone de tres minutos. Los otros pasajeros están gritando o gimiendo; algunos se han hincado de rodillas y rezan, en tanto el equipaje de mano, los paquetes y las almohadas les llueven encima. Se sostiene con las piernas apretadas contra el asiento delantero para evitar caer de bruces al pasillo, con el brazo izquierdo acuna con fuerza el maletín sobre el que escribe, con trazos rápidos pero legibles, ordenando a sus hijos que sean obedientes a su madre. A su mujer le dice que no se arrepiente de nada —“la nuestra ha sido una vida de plenitud”, escribe—, y le pide que acepte su muerte. Está firmando cuando el avión se invierte, se mete la carta en el bolsillo de la chaqueta cuando es proyectado contra la ventana por encima de su compañero de asiento y al golpearse cae a merced de la inconsciencia. Cuando localizan el destrozado cadáver entre otros quinientos, en una ladera de la montaña cubierta de cedros encuentran también la carta, que es entregada a su mujer por un funcionario de Japan Airlines con los ojos enrojecidos; la carta se publica después en primera plana. Todo Japón, como un solo hombre, se deshace en lágrimas.

* * *

      Sus cartas se ponían cómodamente del lado de la soledad. La separación llegó a ser un valor, llegó a ser para ella justificación y motivo de sus cartas.
       Lo que sigue, tomado de una de las cartas que me escribió:
       “Poco después de llevar un mes en una isla de la costa dálmata, una isla que olía a espliego. Encontré una habitación que me alquilaba en su casa un pescador, aparte de otros turistas que me gustaron, con los cuales pasaba la mayor parte del tiempo: buceábamos desde un bote con un motor fuera de borda de cuatro caballos que habíamos alquilado, íbamos de excursión, asábamos caballas y las comíamos con unas barras de pan plano recién hecho, un pan que llamaban lepinja, sobre las rocas de la península, a la sombra de los pinos y durante largas noches en el café del puerto nos contábamos unos a otros cómo habían sido nuestras vidas en otros lugares. Fui yo la que se fue primero antes de que unos y otros se desperdigaran a Houston, a Londres o a Múnich; cuando el vapor se alejaba del malecón les dije adiós agitadamente con la mano y les grité: ‘¡Escribid! ¡Escribid!’”.
       ”El primero con el que volví a encontrarme era el abogado de Texas al cual vi la primavera siguiente en Ginebra; habíamos cruzado muchas cartas. “Tú nos gritaste: Escribid —bromeó—, como si creyeras que te estábamos abandonando. Pero fuiste tú la que decidió marcharse y adelantarse.” Me hirió el orgullo. Desde entonces no he vuelto a escribirle”.


       De nuevo a mí (fragmento): “No ha de tomarse como una falta de confianza ni como una retirada. Ni como un rechazo. Qué mal se vive cuando una teme vivir sola”.


       Con otro, pero no conmigo, ella se permite el trémolo lírico.
       Con sus cuatro dromedarios, Don Pedro de Alfaroubeira viajó por todo el mundo y lo admiró. Hizo lo que a mí me gustaría hacer. ¡Si tuviera tres dromedarios! ¡O dos! Escribo esto a horcajadas sobre el corcel que tengo más a mano. Estoy viendo el mundo, las maravillas que encierra. Es lo que siempre he deseado hacer en mi vida. Entretanto, quiero seguir en contacto. De verdad quiero seguir. En contacto.


* * *

      “Te agradará saber, padre —añade Eugene—, que he saldado mis deudas de juego.” Procura resultar sarcástico, aunque tal vez intente apaciguar al viejo. ¿A él qué le importa, qué le importa, o acaso busca aún la aprobación de su padre? Esta parte, en la que el fracasado poeta proclama que no ha malgastado su vida, es preciso tratarla presto, del modo en que se trata una nota retando a otro batirse en duelo.

* * *

      En realidad, otro pasajero también está escribiendo mientras el avión se precipita: una niña de catorce años de vuelta a Tokio después de que su tía la invitara a pasar un delicioso fin de semana en Osaka y a asistir a espectáculos en Takarazuka, y está a punto de empezar a redactar una nota de agradecimiento a su tía cuando el piloto hace el primer anuncio con voz ronca. Levanta la pluma, siente un escalofrío y se clava en el papel para escribir, en cambio, lo siguiente: Tengo miedo. Tengo miedo. Socorro. Socorro. Socorro.
       Los caracteres son ilegibles. Su carta no la encuentra nadie.


* * *

      He aquí una pila de viejas cartas. Hojarasca vieja… me he pasado un rato procurando releerlas. Son de mi exmarido. Estuvimos casados durante siete años, y como íbamos a estar casados para siempre, nos concedimos un año sabático para mí, obtuve una beca en Oxford, estuvimos separados durante el año académico y todos los días nos escribíamos el uno al otro aerogramas azules. En aquellos tiempos casi nadie utilizaba el teléfono para poner conferencias transoceánicas. Éramos pobres, él era tacaño. Yo me iba alejando, iba poco a poco descubriendo que la vida también era posible sin él. Pero le escribía todas las noches. A lo largo del día me dedicaba a componer la carta mentalmente; mentalmente estaba hablando con él a todas horas. Estaba, ya ves, muy acostumbrada a él. Me sentía segura. No me había sentido nunca una persona ajena a él. Fuera lo que fuese lo que veía cuando pasaba una hora separada de él, lo primero que me hacía pensar era cómo iba a describírselo; y casi nunca permanecíamos separados durante más de unas horas: solo el tiempo imprescindible para que él diera sus clases y yo asistiera a las mías: éramos insaciables. Daba igual que me doliese la vejiga: no deseaba interrumpirme ni interrumpirle; si estábamos hablando, él me seguía hasta el cuarto de baño. Al volver a medianoche de lo que a la clase universitaria le complacía llamar fiesta en aquella época conservadora, nos quedamos más de una vez en el coche hasta que la luz del amanecer bañaba la calle, olvidándonos incluso de entrar en nuestro apartamento, tan absortos como estábamos en las disecciones que hacíamos de sus exasperantes colegas. Tantos años así, la delirante concordia de las conversaciones ininterrumpidas, ¡hace ya más de tres veces todos esos años! Me pregunto si él habrá conservado mis cartas ¿O acaso, para congeniar mejor con su segunda esposa, las tiró a la chimenea? Y es que incluso un año después del divorcio me levantaba por la mañana con una estúpida sonrisa causada por la sorpresa, o el alivio de no estar ya casada con él. Desde entonces nunca he vuelto a sentirme tan segura con nadie. No es correcto sentirse tan segura. No, no puedo releer esas cartas. Sin embargo, necesito saber que están ahí en una caja de zapatos en el fondo del armario. Son parte de mi vida, de mi vida muerta.

* * *

      Acto I, Escena 2. “¿Por qué viniste a visitarnos, por qué? Perdida en nuestra casa apartada de todo, no te habría conocido. Por tanto me habría ahorrado este desgarro. Con el tiempo —¿quién sabe?— tal vez habría pasado la agitación de la inexperiencia. Habría encontrado a un amigo, a otro y me habría adaptado con calma a mi papel correspondiente, al papel de madre virtuosa y esposa leal.” Tatyana padece su incuestionable sentimiento. Claro que ¿de qué forma enciende el sentimiento que se da en el pecho de uno el sentimiento de otro? ¿Cuáles son las leyes que rigen la combustión? Ella solo puede hablar de su propio sentimiento, de su incuestionable sentimiento tras apartarse de las novelas epistolares y lacrimógenas de amor que le encanta leer. Solo puede hablar de lo único que siente. “¡Otro! Ahora ni siquiera puedo pensar en otro. Otro nunca podrá gobernar mi corazón. Lo que siento por ti está en mí decretado para siempre por voluntad del cielo. Te estoy reservada a ti. Toda mi vida, te plazca o no, te está prometida.”
       Promesas, compromisos. ¿No atestigua el fervor con que las hacemos la pujanza de la fuerza opuesta, la fuerza del olvido? El indomable poder del olvido es menester para cerrar puertas y ventanas a la conciencia, es menester para abrir espacio a la novedad. Tatyana se recuesta en su silla temblando sudorosa, se pasa una mano por la frente. Nada en toda su fragante niñez, transcurrida entre álamos plateados, la ha preparado para esta calamitosa contradicción. Intenta en vano conjurar a su querida hermana, a sus amables y rechonchos padres. El mundo entero se ha reducido ante el ceñudo, inquieto rostro de Eugene. Al diablo con el pasado, que se disuelva a la pálida luz de la luna que se evapora igual que las moduladas notas de un perfume. Sin olvido no pueden existir ni la felicidad, ni la alegría, ni la esperanza, ni el orgullo, ni el presente. Sin olvido no puede existir ni la desesperación, ni la ansiedad, ni la abyección, ni el anhelo, ni el futuro.


* * *

      La primera vez que te vi llevabas un pañuelo blanco anudado al cuello, te daba el sol en el pelo, llevabas una blusa de rayas, pantalones de lino y alpargatas. Desde la mesa de la terraza del café que domina la Piazza del Popolo te vi acercarte. No pensé que fueras hermosa. Comentaste despreocupadamente el hecho de haber pasado la noche en la comisaría por agarrar y romper en pedacitos la multa que te habían puesto por exceso de velocidad; te sentaste, pediste un sorbete de limón. Te vi y pensé: si no consigo decirte que te quiero, estoy perdido. Pero no lo hice. En cambio voy escribir una carta. La jugada más débil.
       Ahora que entiendo cuán hermosa eres, tu cara se me interpone. Como ocurre en una pantalla lenticular, los ojos me siguen. No quiero decirte que eres hermosa. Tendría que ocurrírseme otra cosa. La costumbre, además de mi injusto corazón, exigen que te adule. Sonsacarte un sentimiento. Quisiera pronunciar esas dichosas palabras: amor, amor, amor.


       Recibí una carta de un buen amigo. La tuve una semana sin abrir. Permaneció ardiendo sobre la mesilla de noche. El sobre en que figuraba el nombre de un mero conocido y que rasgué ansiosamente mientras subía por las escaleras, confiando en que no contuviera nada que pudiese molestarme o herirme.


       Tengo que decirte que escribo con una letra diminuta, tan diminuta que puede llegar a ser imposible el descifrarla. Pero no lo es. Esa caligrafía tal vez parezca expresar mi deseo de no ser conocido, mi alejamiento del contacto humano, hecha la salvedad de que quiero que me conozcas, y esta es la razón por la que te escribo, cariño.


       Mi amor, esta mañana recibí tu maravillosa carta (mecanografiada) y me apresuro a contestarte. Por favor, escríbeme más.


       Más esfuerzo del que puedas imaginar, eso es lo que significa. En mi guarida, bajo un ventanal de sucios cristales que deja pasar una amarga luz, me siento en la mesa de la cocina y sopeso qué puedo decirte. Por eso aparto con el dorso de la mano el polvo de mi máquina de escribir, por eso juego con mi pelo, me acaricio el mentón, me pongo la mano sobre los ojos, me rasco la nariz, me aparto el pelo de la frente, como si mi tarea consistiera en eso y no en la hoja de papel que está metida en el carro de la máquina. Tal vez fracase en mi esfuerzo por escribirte; no intentarlo supondría un fracaso del mismo calibre.


       De Alemania llega un sobre ribeteado de negro con la noticia de la muerte de un querido conocido de la cual ya había tenido conocimiento por teléfono la semana anterior. Me resultaría más fácil abrir mi correspondencia si todas las cartas importantes obedecieran a un código por colores. El negro, para la muerte. (Christoph murió a los cuarenta y nueve a causa de su segundo ataque al corazón.) El rojo para el amor. El azul para el anhelo. El amarillo para la cólera. Y un sobre cuyo ribete fuera del color que antaño se conocía como las cenizas de una rosa, ¿podría anunciar la amabilidad? Soy muy dada a olvidar que también existe esta clase de cartas: las que expresan, sin más, la amabilidad.
       Hola, hola. ¿Qué tal?, ¿qué tal? Yo estoy bien, yo estoy bien, cómo están, cómo está…
       ¿Y tú, cariño?


* * *

      Acto I, Escena 2. Temblorosa, suspirando, Tatyana continúa redactando su carta, plagada de los errores que comete en francés. (Su estado es febril, tal como he insinuado.) Ella se escucha en sus palabras. Y la cadencia del ruiseñor. (¿No he mencionado que había un ruiseñor en su jardín?) El alba está a punto de romper, pero ella necesita todavía la luz vacilante de la vela. Canta su amor. Más bien es la soprano la que canta la parte de Tatyana. Aunque Tatyana es muy joven, el papel lo representa casi siempre una diva ya madura cuya voz no responde tal como debería. Debería flotar. Pero allí donde se da una clara tendencia al fraseo elaborado la línea vocal rara vez flota, rara vez florece; parece, por el contrario, contenida o desparramada. Por suerte, esta es una buena interpretación. Los versos remontan vuelo. Tatyana escribe. Y canta.

* * *

      No puedo soportar el no recibir una carta tuya; ya no salgo de casa. ¿Cómo es posible que fuera yo en otro tiempo una muchacha atolondrada, alegre? Ahora, arrastro tras de mí una larga sombra que, al pasar, marchita todo verdor.
       Me quedo en casa, a la espera de tu contestación. Este arresto domiciliario que me he impuesto está resultando una sentencia más larga de lo que había previsto. A veces a media mañana vuelvo a acostarme o a primera hora de la tarde después de que haya pasado el cartero: el sueño diurno que los presos llaman tiempo rápido. Tu carta llegará.


* * *

      Escribo tu nombre. Dos sílabas. Dos vocales. Tu nombre te expande, tu nombre es más grande que tú. Tú reposas en un rincón durmiendo; tu nombre te despierta. Yo lo escribo. No podrías tener otro nombre. Tu nombre es tu savia, es tu sabor y gusto. Si alguien te llamase por otro nombre, te desvanecerías. Yo lo escribo. Tu nombre.

* * *

      “¡Querido amigo! ¡Querido amigo! Eres todo lo que me queda, mi única esperanza, mi único amigo. Solo tú puedes salvarme. Quiero ir allí donde tú estés, quiero estar a tu lado, junto a ti. No te molestaré, no iré a visitarte, no interrumpiré tu trabajo, lo único que necesito es saber que tú estás ahí, que más allá de las paredes de mi habitación hay una presencia humana. Tú. Necesito tu calor. ¡Me han aplastado! ¡Estoy vencido! ¡Estoy agotado! Después de la pesadilla de este año he de ir a ti, ¡bajo tu protección! ¿No podrías encontrarme una habitación? Cualquier cosa serviría, lo único que necesito es una mesa, un paisaje, es decir, una ventana por la cual mirar afuera, en la cual vea algo que no sea una pared aunque si la ventana da a una pared no importará mientras esté junto a ti. Tú me salvarás, tú me enseñarás qué he de hacer, cómo he de vivir. Ah, ¿podrías prestarme algún dinero para el viaje? No me hace falta nada, no te pediré nada. En cuanto esté allí no te molestaré, te lo prometo solemnemente. ¿Hay alguien que entienda mejor que yo la necesidad que tienes de cierta intimidad? ¡Cómo admiro tu independencia, tu fuerza! Y tu generoso corazón. Si tú eres mi estrella polar, seré tan independiente como tú. Si es necesario, me haré comida, estoy acostumbrado a cuidar de mí mismo, pero si pudieras encontrar a alguien en el pueblo dispuesto a ocuparse de mis más simples necesidades me sería más fácil quedarme en mi habitación, mirar por la ventana pensando serenamente en ti, sin atreverme nunca a molestarte. Eres el único a quien puedo acudir, pero eres el único al que necesito. ¿Te acuerdas de nuestro primer encuentro, del brillo de los filamentos en las lámparas de cobre que nos iluminaban? Entonces comprendiste. Siempre me has comprendido. Por favor, haz un milagro. ¡Arréglalo todo! ¡Escóndeme! ¡Consígueme una habitación!”
       Y le encontré una habitación, en la casa de al lado, sobre una colina desde la que podía ver las dunas. Y le escribí diciéndole que desde la ventana vería los árboles, espacios abiertos, niños volando cometas junto al mar. Y le dije que también nosotros volaríamos cometas.
       “Es la caligrafía de un loco”, me dijo un amigo al que mostré la carta, con sus trazos enormes, después de su muerte. No, no tanto la de un lunático como la de un niño: eran las mismas letras grandes que escribe un niño, que no escribe solo con la mano, sino con el brazo entero: Querida Mami, TE QUIERO CON TODO MI CORAZÓN Y SIEMPRE TE QUERRÉ.
       Le conseguí una habitación y no vino jamás.


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      En tamaño real, arriba, fig. 1 (ilustración por venir), y ampliado abajo, fig. 2 (ídem), un ejemplo de la caligrafía empleada por Richard Anton en la década de los veinte, al parecer como medio de protección de sus manuscritos de todo escrutinio indeseado. El profesor Joachim Greichen ha establecido que casi todos los textos de esta índole son descifrables; se trata de borradores de textos en prosa que Anton concluyó y publicó más adelante. Aunque en 1931 había retomado su caligrafía normal, como se ve en página contigua, fig. 3 (ídem), aún tendía a las variaciones de tamaño. Por ejemplo, en su correspondencia más personal a menudo empleaba mayúsculas de cuerpo mayor. NECESITO, QUIERO. NECESITO, QUIERO.

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      Me encanta el clima apacible. Me recuesto junto a la piscina. Mis cartas constituyen mi diario. Deposito mi vida en otro. En ti. Se aproxima una tormenta de verano. ¿Debería escribir el tiempo (o el paisaje) utilizando ese tiempo atmosférico (o ese paisaje) para retratar las contrariedades de mi ser? Si escribo me siento a salvo. Tarareo algo. Hiervo de pura turbación sexual.

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      La rapidez del deseo es comparable a la lentitud del sistema postal. Los retrasos que sufre el correo hacen que mis cartas sean obsoletas desde el momento mismo de su creación, tergiversan todo lo que escribo. Incluso cuando escribo contestando punto por punto a tu carta más reciente, ya existe una carta tuya posterior, escrita para responder a la última que has recibido de mí, diciendo algo distinto. Mientras escribo ya existe una carta tuya que no he leído. El Dios de las Epístolas juega con nosotros. Nuestras cartas se entrecruzan, nuestros miembros no

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      Musitó la diva:
       “Me encanta recibir visitas, detesto ir a ver a los demás. Me encanta recibir cartas, e incluso leerlas. Pero detesto escribir cartas. Me encanta dar un consejo, pero detesto ser su destinataria y jamás sigo de inmediato ningún consejo acertado que se me dé”.
       A veces las cartas contienen una fotografía que a la diva le place firmar y dedicar. Suya, escribe. Con mis mejores deseos. Su amiga de usted. Cariñosamente. Con amor. Sí, en las fotografías que envía a perfectos desconocidos, que en el fondo son admiradores —precisamente, eso es lo que dije, perfectos desconocidos—, ella les firma Amor.


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      Las cartas son a veces una manera de mantener alejado a alguien. Pero si el propósito es este, uno debe escribir infinidad de cartas: cuando menos una o dos al día. Si te escribo no tengo por qué verte. Tocarte. Posar mi lengua sobre tu piel.

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      Al principio, sobre todo escribe acerca de su asombroso y ahora legendario descubrimiento, el de un peculiar sistema matrimonial de “seis clases” en la isla Mortimer. Está contento. Ella lo siente. Y ella se alegra por él, y se lo dice. Y él lo siente, siente el deseo que ella tiene de que él sea feliz, de que se entregue íntegramente a su trabajo, de que sea inseparable de su trabajo, que no piense en ella, que no se preocupe por ella. Y él a través de la correspondencia parece enamorarse más; ansía estar con su corresponsal, si bien no allá en Inglaterra (aunque a ella le resulta imposible venir a reunirse con él); en ese momento cesa la correspondencia. La última carta de Trevor llegó con más de un mes de retraso sobre la fecha en que Elisabeth recibió el telegrama en el que se le notificaba que había muerto, a los veinticuatro años de edad y a causa de unas fiebres tifoideas. Ella recuerda a solas ese instante, casi sin comentarios, dejándonos —tal como quedó ella durante medio siglo— con la herida, el silencio y la posibilidad abiertos. ¿Habrían sido felices para siempre?

* * *

      No podía decirle que quería el divorcio, y mucho menos por carta. Mis cartas tenían que ser amorosas. Tenía que esperar mi regreso. Me recibió en el aeropuerto, se saltó la zona de espera y atravesó el asfalto en el momento en que yo bajaba por la escalerilla. Nos abrazamos, recogimos mi maleta, llegamos al aparcamiento. Una vez en el coche antes de que arrancara se lo dije. Nos quedamos allí, en el coche, hablando; lloramos.
       Por supuesto habría sido más fácil decir no —o ya no, o nunca más— por carta. Más fácil, mucho más fácil que hacer frente a su rostro ensombrecido por la tristeza. ¿Y decir sí? Sí.


* * *

      Acto I, Escena 2. Tatyana relee las tres páginas que lleva escritas y que ha firmado ya. Tacha las palabras, manchan las lágrimas el papel, pero no importa: esto no es una redacción escolar. Quedará tal cual está escrita, sellada.
       Sale el sol. Ella tira de la campana para llamar a su aturdida aya, que supone simplemente que su amada y nerviosa niña se ha levantado más temprano de lo habitual, e indica a la anciana que entregue la carta a su nieto, quien debe llevarla rápida, rápidamente a su nuevo vecino. ¿A quién? ¿A quién? Tatyana señala muda el adorado nombre que consta en el sobre.


       ¿Y Eugene? El Eugene de Tatyana. El muchacho pálido y ceñudo, delgado, con sus caras botas extranjeras, el que apenas habló con nadie la otra noche, cuando vino según esperaban todos, de visita. El amante siempre considera solitario y desdichado al amado. Pero Eugene (el Eugene de Eugene) se encuentra en verdad tan solitario y abatido como Tatyana lo imagina.
       Así pues, este es Eugene (mi Eugene), que acaba de terminar una altiva carta de seis páginas en la cual rompe toda relación con su padre. No se permitirá ni una sola debilidad de corazón, de ahora en adelante estará muerto, se jura, a todos los reclamos del afecto.
       Pero luego se entera de que su padre ha muerto (¿habrá recibido antes de morir la carta de Eugene?) y —en este punto se suma mi cuento al suyo— regresa a Petersburgo para asistir al funeral, para administrar la herencia, se dispone después a marchar al extranjero cuando se entera de que el hermano mayor de su padre está muriéndose (¡cuán mortales son aquellos antiguos valientes!), llega obedientemente a la mansión de altos techos que tiene su tío en lo más recóndito de la campiña, se lo encuentra ya en el patio en un ataúd, y decide quedarse allí tanto tiempo como le plazca (¿acaso no podría revivir la vida rústica sus dones poéticos?), permanece muchos días a solas pero tras un mes de reclusión, reclusión que desaprueban los gentilhombres de la vecindad, se concede de mala gana asistir a una reunión en la hacienda de una familia de la región que cuenta con dos hijas, una sencilla velada familiar con unos cuantos vecinos. Y percibe la hermosa gravedad de la figura sentada junto a la ventana y piensa: si pudiese enamorarme me enamoraría de una muchacha como esa. Encuentra su aire melancólico… de muy buena educación.
       Y cuando recibe la carta de Tatyana se conmueve, pero más que nada por compasión de su sencilla ingenuidad, pues ha expulsado de su imaginación todo lo que tenga que ver con el amor. Relee la carta, suspira; no quiere hacerle ningún daño. Cuando ya termina el día, el día más largo de la vida de Tatyana, cabalgará hasta su casa —la encontrará en el jardín— y le explicará con toda la galantería de la que es capaz que no está hecho para el matrimonio, que no puede sentir por ella nada más que los sentimientos de un hermano. No hay carta alguna para Tatyana. Ella no lo obsesiona. Prefiere contárselo cara a cara.


* * *

      Al igual que tú tienes el valor de escribirme yo tengo el valor de leer tu carta. No pienses que medito despacio cada renglón, pese a lo cual creo haber entendido por qué te cuesta tanto esfuerzo escribirme. (Date cuenta, tú me has permitido conocerte.) Y ello es así porque con cada carta das la impresión de estar escribiéndome por primera vez en tu vida.

* * *

      Eugene no sabe que tras su conversación en el jardín, Tatyana cae gravemente enferma, que está a punto de morir. De vergüenza, de pena. Pero dos años después se entera, por medio de un compañero de la Escuela de Cadetes, de que ella se ha casado y que se ha casado bien —su marido, un general y un hombre decente, es conocido de la familia de Eugene— y que vive ahora en Petersburgo.
       ¿Lo ha olvidado cuando unos dos años después recibe una invitación para asistir a una recepción en la mansión Gremin, en Petersburgo? Cuando el general Gremin le presenta a su joven esposa, al principio Eugene no la reconoce en esa mujer imponente, con diadema, más hermosa si cabe que aquella muchacha vulnerable, de cejas oscuras, a la que él desairó en el jardín de la casa paterna. Sus ojos miran, pero no ven. No inquieren nada.
       Antorchas, candelabros.
       Descubre, no sin cierta sorpresa, que vuelve con frecuencia a la mansión Gremin, que se las ingenia para encontrársela, en la ópera, en otras fiestas de sociedad, pese a lo cual Tatyana y él nunca llegan a intercambiar sino serenas palabras de cortesía. En ocasiones consigue ser el que deposita la capa de pieles sobre sus hombros. Ella asiente con gravedad, ¿a qué podrá referirse? A veces da la impresión de que ella esconde su rostro querido en el embozo. Perplejo, poco a poco, reconoce que la ama, que la ama más allá de donde alcanzan las palabras. Que el suyo es un amor que han decretado los cielos. Se da cuenta de ello porque quiere escribirle. ¿No podría ser esa la solución al enigma de su árido corazón? Se siente ridículo, mas no importa. Una noche se queda en vela hasta el alba, hasta haber escrito un aullido de amor epistolar de cuatro páginas de extensión. Al día siguiente escribe otra carta. Luego, una tercera.
       Y espera y espera. A que llegue la respuesta.
       ¿Qué hizo con la carta que le enviara ella cuatro años antes? Ni siquiera le concedió la dignidad de la quema; lisa y llanamente, se le traspapeló. Si al menos pudiera disponer de ella ahora, si al menos la llevara en secreto junto a su corazón, pudiera doblarla y desdoblarla, y humedecerla con sus lágrimas.
       Por favor escríbeme, escríbeme una sola carta, le suplica humildemente la última vez que se ven. Él la ha descubierto llorando. Tatyana ya no guarda ningún secreto. Pese a su irrevocable matrimonio, jamás ha dejado de amarle en ningún momento. Él se arrodilla a sus pies.
       No habrá ninguna carta
       Ella no olvida nada.
       No hay futuro.


* * *

      Ahora respiro aún más hondo. Me preparo, me preparo, vacilante. He ahí la médula de mi anhelo, condensada. Está ahí, a mano, en las palabras.
       Enciende la lámpara halógena. No hay luz suficiente en esta habitación.
       Amor, por favor sigue escribiendo. Tus cartas me alcanzarán siempre. Escríbeme, aunque sea con tu auténtica diminuta caligrafía. La sostendré a la luz. La aumentaré con mi amor.




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