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Susan Sontag Respira hondo. Todavía no intentes nada, no estás preparada. ¿Cuándo estarás preparada? Nunca, nunca, nunca. * * * Acto I, Escena 2. Con el ceño fruncido, húmedas las palmas de las manos, Tatyana toma asiento frente al escritorio de su habitación para escribir una carta a Eugene. Después del saludo se atasca. ¿Cómo proceder, se pregunta, si después de todo se han encontrado tan solo una vez, hace unas cuantas noches, en el piso de abajo, si desde su tímido privilegiado puesto de observación, acodada en el alféizar de la ventana del conservatorio aunque lo seguía con la mirada a todas partes, apenas podía levantar la vista de los resplandecientes botones con que él abrochaba su chaqueta? Es esa oleada de entusiasmo: quiere declarar algo. Se levanta y pide a su nodriza que le prepare una taza de té. El aya también le trae unos pasteles de chocolate. Tatyana frunce el entrecejo y vuelve al trabajo. Ella se lo imagina sobre un fondo etéreo, se imagina que va haciéndose más delgado, más denso, más remoto. Lo que quiere hacer es una declaración de amor. Empieza a cantar. * * * La noche anterior a la ejecución de Dumane en la horca: después de la cena especial, con el acompañamiento de los himnos y los cánticos de libertad que en las celdas más próximas entonan sus camaradas a lo largo de la noche para reconfortarle. Dumane está sentado sobre el suelo de cemento de su celda, una celda de tres por cuatro, con las rodillas apretadas contra el pecho, el papel sobre estas, un trozo de lápiz sujeto con fuerza entre los tres dedos lacerados de la mano izquierda —pues la derecha se la han roto—, escribe lenta y laboriosamente sus últimas palabras. “Cuando leas esta carta habré muerto. Sé valiente. Mbangeli y yo morimos confiados en que nuestro sacrificio no sea en vano. No me llores demasiado tiempo. Quiero que vuelvas a casarte. Consuela a la abuelita. Da un beso a los niños.” Había mucho más que esto, escrito a duras penas con mayúsculas vacilantes, pero estos eran los puntos más destacables. La carta termina así: “Posdata: Querida hija, acuérdate siempre de que tu padre te quiere y quiere que llegues a ser igual que tu madre. Querido hijo, por favor, cuida a tu madre, que te va a necesitar, y esfuérzate en la escuela hasta estar listo para tomar parte en nuestra justa lucha”. * * * Piénsalo, todas esas cartas sin artificios pasaron sin pena ni gloria entre tormentosos arranques de sus novelas, entre la lenta composición de esas novelas intrincadas, de esos serios ensayos que la hicieron rápidamente famosa, y ahora acaban de aparecer dos volúmenes de su correspondencia, lo cual tal vez sea, según se dice, lo mejor de su obra escrita. No son solo sus animadas frases las que encantan al lector, sino que cualquiera se siente conmovido por el retrato de la idílica y amorosa familia de la cual surgen. ¿Es posible que existan familias tan unidas? ¿Incluso ahora? Nadie tiene noticia de las amargas cartas a su hermana que su viudo quemó en la chimenea. El mundo está harto de desilusiones, harto de revelaciones indecorosas: el mundo está hambriento por encontrar modelos de probidad. Nuestro mundo. Nadie llegará a conocerla como él la conoció, nadie llegará a saber lo valiente que fue durante los últimos meses de su terrible enfermedad, los meses en que el tumor cerebral le carcomía las facultades lingüísticas, meses en los que él escribía las cartas por ella, para ella, en los que escribía las cartas que ella, de haber podido, habría escrito. Al ser el guardián de su reputación, él puede estar ahora dentro de su obra de un modo que ella, mientras estuvo viva, jamás le permitió. Será exigente, tal como lo fue ella. Alguien, aunque no es un profesor suficientemente distinguido, se ha embarcado en una biografía: él no ha decidido si colaborará en ella o no. Un corresponsal de prensa le escribe desde Extremo Oriente una carta sensible, en la cual se refiere a la “pérdida tan irreparable para la literatura que…”. Él le contesta, entablan una correspondencia. ¿Podría ser este un antiguo amante de ella? Llega procedente de Hong Kong un paquete con cartas de ella, un total de sesenta y ocho, atadas con una cinta de color rojo. Él las lee con asombro. Sorpresa póstuma: esta no es la mujer que él conoció en vida. * * * Acto I, Escena 2. Tatyana bebe de un sorbo la taza de té templado que le trae el aya. Desliza su mano izquierda dentro de la blusa y se acaricia con el pulgar el suave hueco del hombro. Apenas ha empezado la carta. El ímpetu del éxtasis al declarar algo determinado debiera ser su única recompensa, pero no, ya siente la necesidad de una respuesta. “No me miraste”, ha escrito Tatyana en la primera página. Y, a mitad de la segunda: “Te estoy escribiendo para preguntarte si has pensado en mí alguna vez”. Después llora (no en el poema ni en la ópera, no, sino en la vida real) y vuelve a empezar la carta. En la ópera hay una efusión de sentimientos que la hace flotar hasta el final. * * * Aquí estoy con mis irrevocables sentimientos, al menos me parecen irrevocables, está claro que todo esto no tendría por qué haber ocurrido. No teníamos por qué habernos encontrado. * * * La carta que no se envió, su fantasma. * * * Escribir es decir… todo. Un acto de pasión. Por eso ella duda tanto, mientras mentalmente sigue escribiendo cartas. Pero es que una carta aun mentalmente escrita es una carta. Suele decirse que Arthur Schnabel tenía por costumbre ensayar mentalmente sus piezas. * * * Acto I, Escena 2. “Te escribo”, ha empezado Tatyana, ha vuelto a empezar pues ha encontrado la cadencia. “Ya no son necesarias más confesiones, nada queda por decir. Sé que ahora está en tu mano y escarnio convertir mi vida en un infierno.” * * * Esta es una carta que transmite malas noticias. No sé cómo empezar. Cuando comenzó, no parecía tan espantoso. Todos teníamos muchas esperanzas. La situación solo empeoró ya al final. Confío en que lo aceptes lo mejor que sepas y puedas. Lamento ser el portador de… etcétera. * * * Por qué ya nadie escribe cartas. (Sobre esto hay mucho que decir, sin mencionar siquiera el teléfono). Ya nadie está dispuesto a tomarse el tiempo que requiere, que es por cierto un tiempo más que considerable, porque carecen de confianza. Posada la pluma sobre el papel en blanco, todos vacilan. La exuberancia inicial, momentánea, no se deja traducir rápidamente con fluidez, en una voz que cumpla los criterios, ¿qué criterios? Dudas y más dudas. Vacilaciones. Todos hacen un borrador. * * * Las malas noticias son ahora peores. Son noticias realmente malas, de las que invitan a la ceremonia. Para consolarme, me escribió con un estilo muy formal y florido que me pareció desgarrador. * * * Al contrario que los amantes, al contrario que los buenos amigos, padres e hijos no pueden deleitarse ni desesperarse ante el pensamiento de que no tenían por qué haberse conocido. Y tampoco tienen por qué separarse, excepto cuando se separan. Eugene va acercándose a lo que quiere decir “Padre, has sido generoso y no me cabe ninguna duda de que siempre has tenido las mejores intenciones para conmigo. No me creas desagradecido por el estipendio mensual que me has proporcionado desde que me gradué en la Escuela de Cadetes. Ahora bien, tal como has actuado de acuerdo con tus principios, yo he de actuar de ahora en adelante de acuerdo con los míos”. Una carta gélida —el tono que trata de conseguir es de opaca sinceridad—, que desembocará en una carta apasionada y violenta. * * * Las Cartas de Hong Kong, como las llamó el viudo, revelaban una relación que había durado casi una década repleta de fecunda lascivia que él no habría atribuido a su esposa ni siquiera en sueños. Los trances sexuales de los dos están evocados gráficamente, al igual que la facilidad de ella para procurarse placer en cualquier momento en que están separados, vestida y en público (conversando en un cóctel o dando una conferencia), si encontraba algo contra lo que apoyarse con discreción ante el solo pensamiento del brusco placer que se daban el uno al otro. Y “él” —siempre se trata de “él”, pronombre respetuosamente esparcido por todas sus cartas—, “él” y sus limitadas y tiernas necesidades, su presencia siempre protectora y asexuada lejos de cuyo cobijo ella temía no ser capaz de escribir. ¡Dios santo! ¿Eso era para ella el ardor conyugal de él? ¿La monotonía matrimonial? Ahora es cuando iba a mostrar los colmillos; nunca es demasiado tarde para cometer un crimen pasional. Se paga un pasaje aéreo a Hong Kong. * * * Y ese empleado de Osaka de cuarenta y tres años de edad, a bordo de un jumbo averiado que en este momento describe enloquecidos círculos a medida que pierde altitud y se precipita contra una montaña, capaz de dominar la explosión al rojo blanco de terror animal y de sacar de su maletín una hoja de papel; como Dumane, también él escribe una carta de despedida a su mujer y a sus hijos. Pero solo dispone de tres minutos. Los otros pasajeros están gritando o gimiendo; algunos se han hincado de rodillas y rezan, en tanto el equipaje de mano, los paquetes y las almohadas les llueven encima. Se sostiene con las piernas apretadas contra el asiento delantero para evitar caer de bruces al pasillo, con el brazo izquierdo acuna con fuerza el maletín sobre el que escribe, con trazos rápidos pero legibles, ordenando a sus hijos que sean obedientes a su madre. A su mujer le dice que no se arrepiente de nada —“la nuestra ha sido una vida de plenitud”, escribe—, y le pide que acepte su muerte. Está firmando cuando el avión se invierte, se mete la carta en el bolsillo de la chaqueta cuando es proyectado contra la ventana por encima de su compañero de asiento y al golpearse cae a merced de la inconsciencia. Cuando localizan el destrozado cadáver entre otros quinientos, en una ladera de la montaña cubierta de cedros encuentran también la carta, que es entregada a su mujer por un funcionario de Japan Airlines con los ojos enrojecidos; la carta se publica después en primera plana. Todo Japón, como un solo hombre, se deshace en lágrimas. * * * Sus cartas se ponían cómodamente del lado de la soledad. La separación llegó a ser un valor, llegó a ser para ella justificación y motivo de sus cartas. * * * “Te agradará saber, padre —añade Eugene—, que he saldado mis deudas de juego.” Procura resultar sarcástico, aunque tal vez intente apaciguar al viejo. ¿A él qué le importa, qué le importa, o acaso busca aún la aprobación de su padre? Esta parte, en la que el fracasado poeta proclama que no ha malgastado su vida, es preciso tratarla presto, del modo en que se trata una nota retando a otro batirse en duelo. * * * En realidad, otro pasajero también está escribiendo mientras el avión se precipita: una niña de catorce años de vuelta a Tokio después de que su tía la invitara a pasar un delicioso fin de semana en Osaka y a asistir a espectáculos en Takarazuka, y está a punto de empezar a redactar una nota de agradecimiento a su tía cuando el piloto hace el primer anuncio con voz ronca. Levanta la pluma, siente un escalofrío y se clava en el papel para escribir, en cambio, lo siguiente: Tengo miedo. Tengo miedo. Socorro. Socorro. Socorro. * * * He aquí una pila de viejas cartas. Hojarasca vieja… me he pasado un rato procurando releerlas. Son de mi exmarido. Estuvimos casados durante siete años, y como íbamos a estar casados para siempre, nos concedimos un año sabático para mí, obtuve una beca en Oxford, estuvimos separados durante el año académico y todos los días nos escribíamos el uno al otro aerogramas azules. En aquellos tiempos casi nadie utilizaba el teléfono para poner conferencias transoceánicas. Éramos pobres, él era tacaño. Yo me iba alejando, iba poco a poco descubriendo que la vida también era posible sin él. Pero le escribía todas las noches. A lo largo del día me dedicaba a componer la carta mentalmente; mentalmente estaba hablando con él a todas horas. Estaba, ya ves, muy acostumbrada a él. Me sentía segura. No me había sentido nunca una persona ajena a él. Fuera lo que fuese lo que veía cuando pasaba una hora separada de él, lo primero que me hacía pensar era cómo iba a describírselo; y casi nunca permanecíamos separados durante más de unas horas: solo el tiempo imprescindible para que él diera sus clases y yo asistiera a las mías: éramos insaciables. Daba igual que me doliese la vejiga: no deseaba interrumpirme ni interrumpirle; si estábamos hablando, él me seguía hasta el cuarto de baño. Al volver a medianoche de lo que a la clase universitaria le complacía llamar fiesta en aquella época conservadora, nos quedamos más de una vez en el coche hasta que la luz del amanecer bañaba la calle, olvidándonos incluso de entrar en nuestro apartamento, tan absortos como estábamos en las disecciones que hacíamos de sus exasperantes colegas. Tantos años así, la delirante concordia de las conversaciones ininterrumpidas, ¡hace ya más de tres veces todos esos años! Me pregunto si él habrá conservado mis cartas ¿O acaso, para congeniar mejor con su segunda esposa, las tiró a la chimenea? Y es que incluso un año después del divorcio me levantaba por la mañana con una estúpida sonrisa causada por la sorpresa, o el alivio de no estar ya casada con él. Desde entonces nunca he vuelto a sentirme tan segura con nadie. No es correcto sentirse tan segura. No, no puedo releer esas cartas. Sin embargo, necesito saber que están ahí en una caja de zapatos en el fondo del armario. Son parte de mi vida, de mi vida muerta. * * * Acto I, Escena 2. “¿Por qué viniste a visitarnos, por qué? Perdida en nuestra casa apartada de todo, no te habría conocido. Por tanto me habría ahorrado este desgarro. Con el tiempo —¿quién sabe?— tal vez habría pasado la agitación de la inexperiencia. Habría encontrado a un amigo, a otro y me habría adaptado con calma a mi papel correspondiente, al papel de madre virtuosa y esposa leal.” Tatyana padece su incuestionable sentimiento. Claro que ¿de qué forma enciende el sentimiento que se da en el pecho de uno el sentimiento de otro? ¿Cuáles son las leyes que rigen la combustión? Ella solo puede hablar de su propio sentimiento, de su incuestionable sentimiento tras apartarse de las novelas epistolares y lacrimógenas de amor que le encanta leer. Solo puede hablar de lo único que siente. “¡Otro! Ahora ni siquiera puedo pensar en otro. Otro nunca podrá gobernar mi corazón. Lo que siento por ti está en mí decretado para siempre por voluntad del cielo. Te estoy reservada a ti. Toda mi vida, te plazca o no, te está prometida.” * * * La primera vez que te vi llevabas un pañuelo blanco anudado al cuello, te daba el sol en el pelo, llevabas una blusa de rayas, pantalones de lino y alpargatas. Desde la mesa de la terraza del café que domina la Piazza del Popolo te vi acercarte. No pensé que fueras hermosa. Comentaste despreocupadamente el hecho de haber pasado la noche en la comisaría por agarrar y romper en pedacitos la multa que te habían puesto por exceso de velocidad; te sentaste, pediste un sorbete de limón. Te vi y pensé: si no consigo decirte que te quiero, estoy perdido. Pero no lo hice. En cambio voy escribir una carta. La jugada más débil. * * * Acto I, Escena 2. Temblorosa, suspirando, Tatyana continúa redactando su carta, plagada de los errores que comete en francés. (Su estado es febril, tal como he insinuado.) Ella se escucha en sus palabras. Y la cadencia del ruiseñor. (¿No he mencionado que había un ruiseñor en su jardín?) El alba está a punto de romper, pero ella necesita todavía la luz vacilante de la vela. Canta su amor. Más bien es la soprano la que canta la parte de Tatyana. Aunque Tatyana es muy joven, el papel lo representa casi siempre una diva ya madura cuya voz no responde tal como debería. Debería flotar. Pero allí donde se da una clara tendencia al fraseo elaborado la línea vocal rara vez flota, rara vez florece; parece, por el contrario, contenida o desparramada. Por suerte, esta es una buena interpretación. Los versos remontan vuelo. Tatyana escribe. Y canta. * * * No puedo soportar el no recibir una carta tuya; ya no salgo de casa. ¿Cómo es posible que fuera yo en otro tiempo una muchacha atolondrada, alegre? Ahora, arrastro tras de mí una larga sombra que, al pasar, marchita todo verdor. * * * Escribo tu nombre. Dos sílabas. Dos vocales. Tu nombre te expande, tu nombre es más grande que tú. Tú reposas en un rincón durmiendo; tu nombre te despierta. Yo lo escribo. No podrías tener otro nombre. Tu nombre es tu savia, es tu sabor y gusto. Si alguien te llamase por otro nombre, te desvanecerías. Yo lo escribo. Tu nombre. * * * “¡Querido amigo! ¡Querido amigo! Eres todo lo que me queda, mi única esperanza, mi único amigo. Solo tú puedes salvarme. Quiero ir allí donde tú estés, quiero estar a tu lado, junto a ti. No te molestaré, no iré a visitarte, no interrumpiré tu trabajo, lo único que necesito es saber que tú estás ahí, que más allá de las paredes de mi habitación hay una presencia humana. Tú. Necesito tu calor. ¡Me han aplastado! ¡Estoy vencido! ¡Estoy agotado! Después de la pesadilla de este año he de ir a ti, ¡bajo tu protección! ¿No podrías encontrarme una habitación? Cualquier cosa serviría, lo único que necesito es una mesa, un paisaje, es decir, una ventana por la cual mirar afuera, en la cual vea algo que no sea una pared aunque si la ventana da a una pared no importará mientras esté junto a ti. Tú me salvarás, tú me enseñarás qué he de hacer, cómo he de vivir. Ah, ¿podrías prestarme algún dinero para el viaje? No me hace falta nada, no te pediré nada. En cuanto esté allí no te molestaré, te lo prometo solemnemente. ¿Hay alguien que entienda mejor que yo la necesidad que tienes de cierta intimidad? ¡Cómo admiro tu independencia, tu fuerza! Y tu generoso corazón. Si tú eres mi estrella polar, seré tan independiente como tú. Si es necesario, me haré comida, estoy acostumbrado a cuidar de mí mismo, pero si pudieras encontrar a alguien en el pueblo dispuesto a ocuparse de mis más simples necesidades me sería más fácil quedarme en mi habitación, mirar por la ventana pensando serenamente en ti, sin atreverme nunca a molestarte. Eres el único a quien puedo acudir, pero eres el único al que necesito. ¿Te acuerdas de nuestro primer encuentro, del brillo de los filamentos en las lámparas de cobre que nos iluminaban? Entonces comprendiste. Siempre me has comprendido. Por favor, haz un milagro. ¡Arréglalo todo! ¡Escóndeme! ¡Consígueme una habitación!” * * * En tamaño real, arriba, fig. 1 (ilustración por venir), y ampliado abajo, fig. 2 (ídem), un ejemplo de la caligrafía empleada por Richard Anton en la década de los veinte, al parecer como medio de protección de sus manuscritos de todo escrutinio indeseado. El profesor Joachim Greichen ha establecido que casi todos los textos de esta índole son descifrables; se trata de borradores de textos en prosa que Anton concluyó y publicó más adelante. Aunque en 1931 había retomado su caligrafía normal, como se ve en página contigua, fig. 3 (ídem), aún tendía a las variaciones de tamaño. Por ejemplo, en su correspondencia más personal a menudo empleaba mayúsculas de cuerpo mayor. NECESITO, QUIERO. NECESITO, QUIERO. * * * Me encanta el clima apacible. Me recuesto junto a la piscina. Mis cartas constituyen mi diario. Deposito mi vida en otro. En ti. Se aproxima una tormenta de verano. ¿Debería escribir el tiempo (o el paisaje) utilizando ese tiempo atmosférico (o ese paisaje) para retratar las contrariedades de mi ser? Si escribo me siento a salvo. Tarareo algo. Hiervo de pura turbación sexual. * * * La rapidez del deseo es comparable a la lentitud del sistema postal. Los retrasos que sufre el correo hacen que mis cartas sean obsoletas desde el momento mismo de su creación, tergiversan todo lo que escribo. Incluso cuando escribo contestando punto por punto a tu carta más reciente, ya existe una carta tuya posterior, escrita para responder a la última que has recibido de mí, diciendo algo distinto. Mientras escribo ya existe una carta tuya que no he leído. El Dios de las Epístolas juega con nosotros. Nuestras cartas se entrecruzan, nuestros miembros no * * * Musitó la diva: * * * Las cartas son a veces una manera de mantener alejado a alguien. Pero si el propósito es este, uno debe escribir infinidad de cartas: cuando menos una o dos al día. Si te escribo no tengo por qué verte. Tocarte. Posar mi lengua sobre tu piel. * * * Al principio, sobre todo escribe acerca de su asombroso y ahora legendario descubrimiento, el de un peculiar sistema matrimonial de “seis clases” en la isla Mortimer. Está contento. Ella lo siente. Y ella se alegra por él, y se lo dice. Y él lo siente, siente el deseo que ella tiene de que él sea feliz, de que se entregue íntegramente a su trabajo, de que sea inseparable de su trabajo, que no piense en ella, que no se preocupe por ella. Y él a través de la correspondencia parece enamorarse más; ansía estar con su corresponsal, si bien no allá en Inglaterra (aunque a ella le resulta imposible venir a reunirse con él); en ese momento cesa la correspondencia. La última carta de Trevor llegó con más de un mes de retraso sobre la fecha en que Elisabeth recibió el telegrama en el que se le notificaba que había muerto, a los veinticuatro años de edad y a causa de unas fiebres tifoideas. Ella recuerda a solas ese instante, casi sin comentarios, dejándonos —tal como quedó ella durante medio siglo— con la herida, el silencio y la posibilidad abiertos. ¿Habrían sido felices para siempre? * * * No podía decirle que quería el divorcio, y mucho menos por carta. Mis cartas tenían que ser amorosas. Tenía que esperar mi regreso. Me recibió en el aeropuerto, se saltó la zona de espera y atravesó el asfalto en el momento en que yo bajaba por la escalerilla. Nos abrazamos, recogimos mi maleta, llegamos al aparcamiento. Una vez en el coche antes de que arrancara se lo dije. Nos quedamos allí, en el coche, hablando; lloramos. * * * Acto I, Escena 2. Tatyana relee las tres páginas que lleva escritas y que ha firmado ya. Tacha las palabras, manchan las lágrimas el papel, pero no importa: esto no es una redacción escolar. Quedará tal cual está escrita, sellada. * * * Al igual que tú tienes el valor de escribirme yo tengo el valor de leer tu carta. No pienses que medito despacio cada renglón, pese a lo cual creo haber entendido por qué te cuesta tanto esfuerzo escribirme. (Date cuenta, tú me has permitido conocerte.) Y ello es así porque con cada carta das la impresión de estar escribiéndome por primera vez en tu vida. * * * Eugene no sabe que tras su conversación en el jardín, Tatyana cae gravemente enferma, que está a punto de morir. De vergüenza, de pena. Pero dos años después se entera, por medio de un compañero de la Escuela de Cadetes, de que ella se ha casado y que se ha casado bien —su marido, un general y un hombre decente, es conocido de la familia de Eugene— y que vive ahora en Petersburgo. * * * Ahora respiro aún más hondo. Me preparo, me preparo, vacilante. He ahí la médula de mi anhelo, condensada. Está ahí, a mano, en las palabras. Literatura
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