Stig Dagerman
(Älvkarleby, Suecia, 1923 - Enebyberg, Suecia, 1954)


Nuestro balneario nocturno
(“Vår nattliga badort”)
Nattens lekar. Noveller.
(Stockholm: Norstedts, 1947, 312 págs.)



1

      Claro que siempre se le puede dar vueltas a por qué hay tan pocos sitios que estén tan sucios como las playas. Tal vez es que en ellas la gente se baña demasiado, se lava demasiado, demasiada basura que, si no, se llevaría encima, se restriega y queda ensuciando el entorno: en los pequeños junquerales cercanos, por los patios cuidadosamente cercados, a lo largo de los caminos secundarios que caprichosamente serpentean en el bosque costero. Orillas en las que menos se espera algo semejante, cuando se acerca la barca, se muestran provistas de verdaderas montañas de cáscaras de huevo, viejos periódicos y botellas marrones que, tiradas, golpean contra las piedras como una estación de telégrafos, uno atraca después de haber arrastrado la barca de muy mala gana por el repugnante borde y cae en mitad de un surtido de latas de conserva deformadas, abiertas de cualquier manera, haciendo muecas al visitante con sus fondos aún relucientes —y en los arbustos ondean desamparadamente diarios de un trágico amarillo con su accidentada historia mundial—. Es como visitar un museo sobre anteayer, el lúgubremente muerto día anterior a ayer, más muerto que ninguna otra cosa, más muerto que el año pasado y más muerto que 1936 o 1928 o 1912, porque muchos vientos limpios y fuertes lluvias han arrastrado y consumido la suciedad museal de tan largo tiempo.
       Profundamente abatido vaga uno en torno a los recuerdos, pero termina siendo demasiado, uno anda imaginando una buena cantidad de tonterías: se oye a las latas de conserva tiradas sacando a relucir réplicas y carcajadas humanas de las escasas comidas a las que tuvieron el gusto de asistir durante su breve existencia, se podría pensar que por lo menos habría abundantes variaciones, pero los retazos de conversación que se oyen son tan demencialmente iguales entre sí que uno, asqueado, se tapa los oídos con los dedos; es como haber escuchado una búsqueda a través de un anuncio en la radio y cuando se abre la ventana hay toda una cola con las señas personales del buscado delante de la lechería con la pretensión de entrar.
       Uno va corriendo hasta los periódicos rotos para allí poder oír al menos una palabra sensata y distingue realmente al principio, para propia satisfacción, acentos que contrastan unos con otros, ardor y constatación indolente de modo indistinto, pero si se escucha durante bastante rato, porque todo depende de si se puede aguantar el olor, pronto se nota que la variación no era más que una ilusión, y es que uno advierte que tanto la pasión y el ardor que podían desarrollar los antiguos propietarios de los periódicos muertos eran tan conscientemente absurdos como la pereza y la indiferencia, sólo un juego de sociedad que entretenía por muy poco tiempo.
       Y al final uno, lleno de ira, aparta el barco de la ribera maldiciendo las cáscaras de huevo en las que se resbala y rema hacia el mar, hacia la delgada franja azul que a veces se enrosca como un sedal por las olas, pero no pasa mucho tiempo antes de que el rojo barco de salvamento del balneario se deslice del embarcadero y se precipite en busca de uno; y todo termina tendiéndose uno en el agua que hay en el fondo de la barca y dejándose arrastrar directamente a las fauces de las sombrillas y los grotescos animales de goma de la playa, mientras todas las montañas de eco dentro de uno retumban de protesta: ¡Anteayer! ¡Maldito anteayer! ¿Era esto todo lo que se podía obtener: unos periódicos ondeando tontamente y latas de conserva, es esto todo lo que va a quedar del ahora cuando hayan pasado cuarenta y ocho horas? ¡Maldito sea este museo sobre nuestros días muertos y nuestras vidas muertas y malditas sean la indolencia y la criminal frivolidad de las autoridades de la zona que permiten a los huéspedes del balneario comprometerse a sí mismos y entre ellos de cualquier manera!


2

      Sísifo, que lleva su desgraciado nombre con heroico equilibrio, le lleva a uno de buena gana al faro abandonado que sobresale del agradable verdor como una tibia abandonada y muestra el balneario desde arriba. Todos los pertrechos que pueden recordar la función anterior del edificio ya se han quitado y llevado a otros faros, éste está químicamente limpio de vida con sus paredes encaladas en las que no parece posarse ni una mosca, las serpenteantes escaleras son lisas como resbaladeros y el aire que a regañadientes se cuela por los agujeros parece más limpio que el habitual, sí, el faro es seguramente el sitio más limpio del balneario; y eso sin duda es gracias a Sísifo. Él es el único que tiene la llave de la puerta gastada por el viento, su tío fue el último farero del lugar, y desde luego no deja entrar a cualquiera, dicen que deambula por la playa, parece que distraída y ocasionalmente como los sucios perros del lugar, pero en realidad sigue con amarga energía rostros para él simpáticos, rostros pertenecientes a gente que con toda seguridad no va a ensuciar las escaleras, ni a tirar un papel de estaño en un escalón sí y en otro no, una monda de naranja cada tres, ni va a aplastar colillas en las paredes blancas ni a tratar de escupir a la capilla cuando finalmente estén en lo más alto de la pequeña plataforma y el mar, un montón de islas, el balneario, una delgada franja de costa pedregosa y los bosques verdiazules del interior se extiendan indefensos a sus pies.
       Sísifo cree en la expresión del rostro como medida de carácter, pero a veces ocurre que se equivoca. Una vez, por ejemplo, unos huéspedes con aspecto corpulento pero honrado dejaron caer toda una batería de botellas por las escaleras, para ver si llegaban indemnes hasta abajo. Sólo en parte lo hicieron y todo el faro quedó lleno de trozos de cristal y sucios charcos de un líquido maloliente. Pero las más de las veces acierta, naturalmente, y cuando se ha fijado en la fisonomía de uno, ya no le suelta, le sigue con firme consecuencia por dondequiera que vaya: si se pide prestado un barco, se puede tener la seguridad de que Sísifo también ha conseguido uno y de que se mantendrá tercamente en las proximidades por bravo que se ponga el mar, en la terraza siempre se sienta en la mesa de al lado mirándole a uno fijamente, incluso cuando bebe, y resulta cómico y molesto ver sus ojos rígidos y escudriñadores por encima del borde del vaso, y cuando al fin le acompaña a uno al huerto alquilado y camina resueltamente de un lado para otro entre los arcos de croquet, uno termina por rendirse y pregunta irónicamente qué quiere.
       Entonces se para, se rasca pensativamente la nuca y dice de mala gana: Bueno, usted quiere como es natural subir al faro; parece como si tuviera algo en contra, pero de pronto le coge a uno suavemente de la mano y le saca del jardín, le arrastra por el empinado cerro, le mete en la torre y a subir la interminable escalera que le deja a uno realmente extenuado.
       Pero una vez arriba lo cierto es que a uno le parece que el precio de una experiencia como ésa nunca es demasiado alto, olvida secarse el sudor de la frente y, desde la balaustrada, lleno de admiración, deja que caigan sus gotas. No se encuentran palabras para expresar el entusiasmo, el sucio balneario es en realidad una belleza desde una altura de setenta metros, los tejados de las casas están anclados en el verdor y los senderos amarillos serpentean como cintas de pelo perdidas, parece que exhalan el polvo con toda suavidad.
       Entonces, mientras uno está aún transido de belleza, se advierte de repente la presencia de Sísifo, ha carraspeado con energía y a conciencia como quien quiere preparar al mundo para un discurso largo e importante y entonces le agarra a uno del brazo con tal violencia que, asustado, se aferra uno a la barandilla por miedo a caer. Su enorme nariz de águila ha palidecido en los orificios y la boca parece querer escupir sangre y bilis.
       —La ve usted —casi grita—, la ve usted ahí abajo, la vieja puta. Se ha metido entre los arbustos con su amante y se figura que no puede verse su impudicia, pero se equivoca de medio a medio, todo es peor cuando uno quiere esconderse y no sabe la técnica. Fíjese usted bien en ella, no tiene siquiera el conocimiento de envejecer con decencia como otras zorras, piensa que esto puede seguir eternamente —y ya ha traspasado la raya hace mucho.
       Suelta el brazo y se pone detrás muy pegado, resoplando en la nuca y, en ese momento, todo el panorama se estropea, se puede ver, a pesar de la altura, cómo los tejados han empezado a pudrirse y cómo sus dueños han tratado de disimularlo echándoles un montón de pintura, tejas quebradizas, pedazos de hojalata relucientes que en conjunto lo hacen todo aún más lamentable, una vieja puta demasiado maquillada —sí, la metáfora es excelente—. Los hermosos senderos están llenos de bidones de gasolina rotos que parecen escarabajos pisoteados, y en el mar, en torno a las islas y a los islotes, se mecen ristras de basura como grandes gusanos muertos y un feo y torpe vapor deja tras de sí repugnantes fumaradas amarillas balanceándose en la ensenada.
       —Qué horrible —dice uno—, qué horrible, ¿dónde fue a parar tanta belleza? ¿Por qué tuvo usted que decir eso? Antes todo era muy hermoso.
       Hemos bajado y estamos en el aroma de jazmín ya fuera de la torre y uno trata de lavarse los ojos en el delicioso verdor, pero todo es en vano.
       —Bueno —dice Sísifo modestamente mientras cierra con llave la torre—, eso es sólo mi trabajo, nada más que mi trabajo.
       Prueba la manija de la cerradura varias veces para asegurarse de que nadie ajeno pueda forzarla y entrar indebidamente privando a la torre de su soledad.
       —¿Su trabajo?
       Pero Sísifo no contesta, está ya subiendo por la cuesta de los jazmines con pasos largos y decididos, de pronto se mete por un hueco de un seto, ha debido de encontrar un nuevo escalador de torres paciendo entre los eternos arcos de croquet del balneario. Y todo el aire y el camino y el balneario están llenos de aroma de jazmín y uno sólo quiere escupirlo, escupir hasta quedar libre de todo. ¡Ah, si uno pudiera! Ah, si sólo fuera escupir.


3

      ¡Qué artes no se desarrollarán por dinero, qué hazañas no llevarán a cabo los más cobardes por una compensación razonable! Aquí, como en muchos otros sitios, muchachos no muy mayores se lanzan al agua desde una roca de altura adecuada para coger las monedas que los huéspedes del balneario dejan caer al mar. El servicio ha colocado tumbonas en el montículo para los que no prefieren tirar el dinero desde el pequeño muelle que está debajo de la peña, en este último caso dicen que es muy emocionante observar lo cerca del borde que los chicos se atreven a caer cuando se precipitan hacia abajo. Parece que en una ocasión sucedió que un muchacho se reventó el cráneo cuando alguien dejó caer una moneda de dos coronas justo al borde del muelle. Por lo general ahora no se trata de monedas de tanto valor, se ha descubierto que los jóvenes se zambullen con las mismas ganas a coger monedas de veinticinco céntimos, y una de las bellezas del hotel anda sonriente con una carterita en la barriga para cambiar los billetes de los huéspedes por calderilla.
       Muy de mañana ya los muchachos se agrupan junto a los setos del jardín del hotel y su ansioso bullicio hace que los huéspedes coman rápidamente los huevos y el jamón del desayuno y se vayan presurosos hacia las hamacas de la peña de bucear. Muchos de los señores y señoras mayores que frecuentan esta diversión siguen el arco suavemente tenso de los cuerpos, morenos como nueces, hacia el agua con una atracción secreta, creen estar contemplando el inocente juego con el peligro de un grupo de almas cándidas —puesto que no debe descubrirse que, en realidad, los muchachos están contratados por el hotel para proporcionar a los huéspedes un entretenimiento más—. Esos chicos proceden por lo general de alguna de las pobrísimas familias de la comarca de la costa que circunda el balneario, y sus madres andan todos los días entre las ocho y las seis con una angustia constante de que un salto se malogre, de que se tome un impulso demasiado corto, de que una frente se estrelle contra el peligroso borde del muelle o de que un huésped irresponsable les tiente a arriesgarse más de lo habitual. Pero sus padres, cuya ocupación principal durante el verano es salir a pescar en los bancos de desperdicios que dejan los vapores turísticos que pasan a diario —¡y donde pueden encontrarse las cosas más sorprendentes!—, se toman las cosas con más calma. Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá, dicen escupiendo a las algas mientras acechan nuevos barcos sucios, y así ha sido siempre.
       Pero, naturalmente, no faltan malos augurios. Si no hubiera tanta suerte como hay en este mundo y sobre todo en el balneario, pasarían seguramente más cosas de las que pasan. Aquí está, por ejemplo, uno de los muchachos que ama a una joven señora que se llama Pepita, no se sabe cómo se llama el chico, esas cosas no se saben. La señora, que está casada con un próspero negociante y tiene sortijas en lugar de hijos, se sienta al borde de la roca y deja caer, con nerviosa elegancia, sartas enteras de chispeantes monedas de plata en el agua, que es tan clara que se pueden seguir los movimientos de los cuerpos hacia el fondo, como los del pez dorado en un acuario. El muchacho que la ama —cosa que ella desde luego no sabe, por pereza o por vanidad se observa sobre todo y sólo a sí misma— siempre se tira desde donde está ella, costumbre peligrosa porque una afilada punta de la roca emerge desde la playa justamente debajo. El muchacho se cree, sin embargo, animado por ella, ya que tira tanto dinero, aún no comprende lo manirroto que se puede ser por pura indiferencia, por fortuna tampoco sabe nada de sus distraídos bostezos cuando él, en su afán de complacer, realiza largos y artísticos buceos hasta el banco de conchas y caracolas.
       Un día ocurre sin embargo el, en tales casos, inevitable contratiempo: la joven señora que tiene los dedos tan llenos de rutilantes sortijas que no se puede rozar su mano sin rasgarse la piel tira al agua por error un costoso anillo en lugar de una moneda, se da cuenta justo en el momento en que el anillo cae en el agua y da un grito corto y estridente. Pero su admirador ya está tirándose, entra en el agua con el cuerpo armoniosamente tenso de deseo, las largas y finas manos que surcan primero la superficie del agua parecen casi desprenderse de las muñecas en su ansia de coger la sortija que se hunde, y allí abajo en el silencioso mundo verde todos pueden ver cómo se mete con la rapidez de un rayo, aunque con suavidad, en el fondo que se vislumbra. Cuando vuelve a subir, su joven rostro se estremece de triunfo, se sacude el agua del pelo con un movimiento de alegría incontenida, debe de haber pensado: Oh, por fin, por fin una recompensa por mi fiel amor silencioso. Con el anillo en el dedo meñique, se sienta un momento en el borde del muelle bajo la roca y trata de asimilar su dicha.
       Pepita advierte entonces que el anillo perdido es en realidad el más valioso que tiene, se pone nerviosa porque el muchacho no acaba de regresar con él y grita impetuosamente:
       —¡Vamos, ¿cuánto voy a tener que esperar?! ¡Vuelve de una vez con la sortija!
       Y la chica que cambia el dinero y que se cuida mucho del renombre del hotel y del balneario le agarra con fuerza del brazo y le lleva hasta la rica y preocupada joven señora y, mientras el muchacho se quita lentamente el anillo, debe de haber comprendido de repente, pese a su inexperiencia, todo el alcance del egoísmo, la frialdad y la falta de amor de Pepita, porque con un rápido impulso se lanza hacia atrás desde el borde de la roca. Y cuando le sacan tiene el cuello y la nuca destrozados por una afilada arista de piedra. Unos cuantos muchachos le llevan hasta la escalera posterior del hotel mientras la sangre va goteando por toda la cresta de la peña. La mayor parte de los huéspedes prefieren, no obstante, creer que va a sobrevivir y el viejo y cínico coronel jubilado salva la conciencia de todos diciendo:
       —Suerte que no ha sido peor de lo que ha sido —y le da un billete de cincuenta a la siempre sonriente chica, que se lo cambia por monedas de veinticinco céntimos.
       Pepita sigue sentada en el cerro obstinadamente absorta en sus anillos y en cuanto alguien se acerca exclama histéricamente:
       —¡Hay que ver qué cobarde! ¡Intentar escaparse de esa manera! Bien, optaré por la clemencia una vez más. ¡Una vez más!
       El coronel también se ve mezclado de paso en una historia bastante desagradable. Su saltador favorito, un frágil pero muy flexible muchacho con rizos castaños de chica, tiene mal los pulmones y se dobla tosiendo después de cada salto. Una mañana se presenta su pobre madre en la roca y grita antes de que nadie tenga tiempo de detenerla:
       —¡Esto no puede seguir así, oigan, esto tiene que acabar ahora! Esta mañana casi no tenía fuerzas para levantarse después de haber pasado toda la noche tosiendo. Comprenderán ustedes que los pulmones no aguantan.
       En ese momento todos oyen toser al muchacho desde la orilla, una tos hueca y estridente como una trompeta rota.
       —Ya lo oyen —grita la madre triunfante—, ¡ya oyen cómo está!
       Pero cuando ella luego le ha cogido del brazo y se encaminan ambos hacia la barca de remos que la ha traído al balneario, el coronel les grita con esa voz que revela que su dueño tiene dinero suficiente para pagar cualquier grito:
       —¡Vuelve, muchacho! No querrás perderte las ganancias de todo un día por un resfriado sin importancia. Sólo otro pequeño salto y te curarás al momento.
       Rojo de rebeldía y vergüenza el muchacho se suelta de la madre y sube corriendo a la peña. El coronel ha tirado ya la gran moneda que va cayendo rápida hacia el fondo y, para alcanzar a cogerla antes de que desaparezca en la arena, el muchacho toma un rápido y fuerte impulso y todos le ven caer vertical a través del agua sin que su cuerpo se estremezca lo más mínimo. Sin embargo, la pierna derecha sufre una sacudida, como el último desdichado coletazo de un pez moribundo, y en posición vertical se hunde el cuerpo en el fondo, penetra en la arena y queda inmóvil tendido como un submarino ahogado. Se tiran a recogerle, pero ya está muerto, y todos se van para no herir los sentimientos de la madre ni los propios nervios.
       Sólo el coronel toma la desgracia heroicamente; a la mañana siguiente está sentado como de costumbre en la peña y un muchachito flaco y astuto hace todo lo que puede para complacerle. Poco a poco va llegando también el resto del grupo y por consideración a los sentimientos del coronel se evita con tacto mencionar el suceso de ayer. Todo es como siempre, las monedas relucen al sol y con cuerpos brillantes y cabellos empapados los muchachos salen trepando del agua y apilan su captura en las piedras de la orilla.
       Pero en el bochorno de la tarde una pequeña barca de remos se dirige lentamente hacia la peña; a bastante distancia aún, la persona que rema deja los goteantes remos en la barca y deja que la corriente la lleve. Al cabo de un rato todos ven que es la madre del muchacho muerto y todo el mundo piensa que es de lo más indiscreto presentarse de esa manera con la tragedia tan reciente. De súbito ella se yergue y hace bascular la barca y grita a la peña:
       —¡Coronel Fels, coronel Fels! Tengo aquí una bolsa para usted, coronel.
       El coronel no dice nada durante un rato, pero su rostro se endurece y adquiere acusadas aristas de temor a una derrota.
       —¿Qué hay en ella, pues? —Gruñe al fin.
       —Coronel —grita la mujer y está tan alterada que la barca se mueve como si el mar estuviera encrespado—, coronel, en esta bolsa tengo los pulmones de mi hijo. Son suyos, usted los ha comprado, ¿no es verdad?
       Y con dos fuertes golpes de remo, llega a tierra, pero entonces la chica del cambio ya está allí y le impide desembarcar dándole patadas a la barca.
       —¡Vaya a quejarse a la dirección —chilla con estridente falsete—, a la dirección! ¡Vaya a la dirección!
       Y tiene la cara completamente roja, la pobre chica.


4

      En lo que a la cloaca se refiere, es cierto que hay quienes dicen que la cloaca contiene la verdad más significativa de una sociedad y que en lugar del desprecio general merece general consideración. La cloaca del balneario desemboca discretamente detrás de un cabo revestido de arbustos y sólo cuando sopla viento del sur se percibe un olor ligeramente picante en la playa.
       Es una suerte que sople viento del sur tan pocas veces también por otra razón: los enormes animales de caucho a los que la gente gusta de aferrarse no podrían remolcarse entonces en aguas profundas ya que saldrían a mar abierto. Los animales de caucho son de diferentes clases, hay cocodrilos, cisnes de un rojo intenso, serpientes marinas y pequeñas ballenas y algún delfín de fantasía. Es emocionante oír, sobre todo a señoras corpulentas, que han dejado también su segunda juventud atrás, gritar mientras vadean por el agua turbia con un torpe cisne de goma apretado contra la barriga:
       —Me encantan los cisnes, oh, cómo me gustan los cisnes.
       Hay también otros entretenimientos en el balneario, bajo un gran parasol rojo hay un pequeño grupo que se pasa los días hablando de la vida mientras beben todo el tiempo de unos altos vasos verdes y sudan. El centro del grupo lo constituye un señor bajo y delgado con cabello canoso y arrogante perfil, que afirma estudiar la vida, aunque nadie le ha visto nunca sufrir. Parecen disfrutar mucho de la vida que se vive aquí en el balneario y en muchos otros sitios y se mofan de todo y de todos: de los futbolistas porque ningún esfuerzo fracasado resulta tan fracasado como el suyo, de los jugadores de croquet porque su forma de vivir exige que la tierra sea plana como una oblea, de los bañistas porque practican su afición bajo un terror constante, terror a las medusas, terror a los calambres, terror a los bacilos y a los ahogados. Pero si se le pregunta a Sísifo por las calificaciones del grupo uno se siente enseguida menos impresionado.
       —Ésos —dice con un despreciativo encogimiento de hombros que el calor permite—, ¿que si han subido a la torre? Pues sí, pero algunos se emocionaron tanto con la belleza de la vista que de repente se echaron a llorar, estaban allí tapándose los ojos con las manos y no hacían más que temblar y cuando luego yo les dije lo que suelo decir y que bajaran, uno de ellos se acercó a mí y me dijo: Muchas gracias por la visita, buen hombre, es una lástima eso de la prostitución, pero seguramente mejorarán las cosas cuando aumente la fuerza policial; pero qué hermoso ha sido, buen hombre, qué maravillosamente hermoso.


5

      ¿Hay perdón para nosotros?; y, si es así, ¿en qué consiste? Y si de verdad hubiera perdón, cómo podríamos dar con las formas adecuadas para él cuando ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo sobre la instancia de la que cabría esperar perdón. Ni siquiera Sísifo ha pensado bien la cosa a pesar de que ha estado dándole vueltas desde que se hizo cargo del faro de su tío. Cuando está allá arriba en la torre y deja caer sus famosas palabras, lo que quiere decir, naturalmente, no es más que esto: es imperdonable lo que hemos estado haciendo aquí, esta porquería, esta manera de ensuciar una naturaleza a la que corzos, serpientes y alces tienen el mismo derecho, esta manera de dañar el agua a la que la más pequeña de las gambas tiene más derecho que nosotros puesto que el agua es su elemento y no el nuestro; y ese irresponsable juego con vidas humanas abajo en la peña ante cuya brutalidad cerramos los ojos a causa de una rara mezcla de cobardía y pereza que llena nuestro ser. Si hay alguna excusa para que vivamos, consigámosla cuanto antes.
       Cuando uno ha hecho aún mejores migas con Sísifo puede ocurrir que él, con un misterioso guiño, pida que bajemos al embarcadero grande cuando empieza a oscurecer, y en la hora dichosa en que no se oyen los golpes de los palos de croquet, cuando el último gramófono ha callado —y ningún animal puede sonar más angustiado en el momento de la muerte que un gramófono que da el último suspiro del día—, cuando todos los alborotadores duermen la mona y todos los amantes enojosamente ruidosos se adormecen uno en brazos de otro; y los pájaros, por primera vez desde la mañana, están solos con sus voces; entonces Sísifo le lleva a uno remando derecho al mar.
       Al principio uno está sentado allí en el banco bastante asustado sintiendo esa inusual succión cuando la marejada se enrosca bajo el barco y cada minuto se espera también oír llegar el barco de salvamento chapoteando para recoger al osado fugitivo, pero luego se acostumbra uno a la soledad del momento y, cuando se vuelve a mirar el balneario, está ya tan lejos que se ve como una pequeña piedra azul en una gran ribera desierta: todos los horribles perfiles de las casas han sido tragados por la oscuridad, las grandes y sucias vallas de la publicidad tampoco se ven y el agua es azul de soledad, los grotescos animales de caucho han desaparecido y la peña de buceo de amargos recuerdos se ha fundido con la tierra. Huele a limpio y a fresco en el largo viento del mar.
       De pronto la barca choca con suavidad contra un pequeño islote y unos jóvenes que han estado escondidos entre los arbustos se acercan corriendo dando gritos y la arrastran muy adentro en la tierra. Evidentemente, se espera a Sísifo, los jóvenes le saludan con un regocijado respeto que nada tiene que ver, afortunadamente, con el tono de relación del balneario, pero no tardan en desaparecer de nuevo y se les oye empujar una balsa desde una piedra y arrastrarla entre alegres chapoteos a una cierta distancia del islote. Luego al parecer la dejan a la deriva en la ensenada, sólo se oye un susurro alegre y suave desde un punto flotante en el agua oscura y, al poco, también eso se calla.
       Son los jóvenes que bucean, que pasan aquí sus noches lejos del asfixiante abrazo del balneario.
       —Yo, es que tengo mi trabajo —dice Sísifo cuando, sentados cada uno en una piedra, fumamos dejando que la mirada patrulle a lo largo de la costa—, tengo mi trabajo, enseño la vista que hay desde la torre siempre que puedo, pero a veces hay que dejar que los ojos descansen de la basura, dejarlos que se den un baño purificador y entonces sólo quedan las noches. La única disculpa, lo único que justifica la existencia del balneario son justamente las noches, estas maravillosas noches azules. ¿No son hermosas?
       —¿Cómo era antes? —pregunta uno, porque es ahora cuando se acaba de ver a la torre elevar su oteador o tal vez conminatorio dedo índice; ¿cómo era esto en la época del faro?
       —Ah, pues más o menos igual, entonces también era un balneario. Estaba casi tan sucio como ahora, pero la suciedad era quizá diferente, más natural, por así decir. No había tanto papel, tanta hojalata y vidrio con que cortarse y no era tan brutal la manera de buscar emociones. Pero por lo demás era más o menos igual, se puede decir.
       Fumamos un rato en la oscuridad y se oye a los jóvenes regresar nadando con la balsa, cuando una luz se eleva de repente del mar a una distancia de unos cinco kilómetros hacia la costa norte. Es una alta llamarada en medio del mar que aumenta en longitud y altura para finalmente quedar como una pared de fuego de un kilómetro de largo que lanza inquietantes sombras movedizas que llegan hasta aquí. Durante un instante los jóvenes, por ejemplo, están claramente iluminados y se alcanza a ver con alegría que sus rostros respiran de nuevo, no están tan rígidamente consternados como por el día.
       —Son los pescadores de desperdicios, que han prendido fuego a un banco de basura —dice Sísifo—; muchas veces hay petróleo, carburo y otras materias inflamables en ellos y cuando a esos pobres diablos les da por hacer fuegos artificiales, le pegan fuego a uno a pesar de saber que tal vez están quemando el sustento de toda la semana. Son gente que vive con los ojos abiertos y no los cierra ni ante la suciedad ni ante la belleza.
       Súbitamente la pared de fuego se sumerge en el mar como una red que se echa y se hace una oscuridad deslumbrante. Sentados en silencio en las piedras, oímos los divertidos movimientos de los muchachos en el agua y sentimos los latidos del mar y escuchamos el leve crujido de periódicos en los arbustos y el alegre repiqueteo de botellas en el agua de la orilla y el gracioso bullicio del viento que enjuaga las latas de conserva vacías y nos parece que desde la pequeña piedra azul del balneario en la costa llega un murmullo singularmente grato, como el de una caracola, y todos nosotros sentimos de repente, allí en la oscuridad y la soledad, cuánto amamos el balneario, cuán dolorosamente amamos el balneario. Cuán dolorosamente anhelamos volver a nuestra playa nocturna.




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