Stig Dagerman
(Älvkarleby, Suecia, 1923 - Enebyberg, Suecia, 1954)


Hace mucho tiempo
(“Förr i världen”)
Nattens lekar. Samlade noveller och prosafragment
(Stockholm: Norstedts förlag, 2014, 574 págs.)



      Pienso contarles una historia de hace mucho tiempo. Trata de gente, de nieve y de un viaje. La gente es buena, la nieve es blanca y el viaje es largo. Si la gente les resulta demasiado buena, no se quejen: nunca más volverá a ocurrir. Si el viaje les parece muy largo, quédense en casa. Si la nevada es tan intensa que les impida distinguir entre el sueño y la realidad, es culpa del temporal. No mía.
       Fue hace mucho tiempo, cuando un lobo era un lobo y un ángel un ángel. La oscuridad era tan intensa que los pájaros quedaban atrapados en ella como en redes, y la luz era tan fulgurante que arrojaba a los hombres a tierra. Cuando llegaban, los ángeles lo hacían de frente, pero el diablo venía por la espalda y no decía: Soy un obispo. Decía: Soy el diablo y es noche cerrada. ¿Cuánto cuesta tu alma?
       Hace mucho tiempo, un hombre fue a cruzar un puente pero nunca lo cruzó. Fue arrojado de cabeza al agua y jamás fue hallado. ¿Quién lo haría? Acaso una ráfaga de viento, acaso una pedrada, acaso una anciana a dos años de distancia. Algo con vida lo hizo, pero todo vivía. Hace mucho tiempo nada había muerto porque aún nadie había muerto. La gente ignoraba que las cosas callan lo que saben. Por eso las cosas no callaban. La gente creía que la tierra era la esencia de la creación. Por eso era la esencia de la creación.
       Hasta los cañones tenían momentos en que lo sabían. Hace mucho tiempo la metralla no arrancaba la cabeza de nadie que orase. Apenas la rozaba sin dejar ninguna herida. Y nosotros no decimos: Eso es mentira. Decimos: Así eran los cañones. Así eran los que oraban. Así era hace mucho tiempo.
       La nieve se arremolinaba. No se veían el cielo ni la tierra. Por la escalera de la tienda subía un hombre con un cuchillo en la mano. El tendero no podía creer que nadie anduviera fuera, en medio del temporal. La tranca llevaba echada dos días: era de hierro. El tendero era viejo y estaba enfermo. Yacía en su camastro y miraba las vigas del techo. La criada lloraba sentada en una banqueta. El hielo del balde tenía el grosor de una pulgada.
       —No quiero —dijo la criada.
       No quería salir a la nieve. Pronto iba a tener un hijo.
       —No conozco el camino —dijo la criada.
       Mentía, no quería ir a una miserable granja que se llamaba El ocaso.
       —Tienes que hacerlo —dijo el tendero.
       Tenía que ir a la granja en medio del bosque con el recado de que la madre del labrador yacía muerta en casa del tendero. Apareció la madrugada del jueves en la escalera, muerta de frío; ahora era la noche del viernes. Todas las estancias estaban heladas; ella estaba en la más fría. Habían cerrado el cuarto y el tendero guardaba la llave bajo el edredón. Este hombre, que padecía graves dolores, era misericordioso con los muertos e indulgente con los vivos. Le atormentaba que nadie supiera que María había muerto. Era injusto para la muerta e injusto para los vivos. La criada sollozaba sentada en la banqueta. Era injusto, encinta como estaba, enviar a la criada a la nieve. Era su criada y era su hijo.
       —Dame el ron —dijo el tendero.
       Bebió del vaso y los dolores remitieron. Acaso dormiría hasta que acabara de nevar.
       La criada sopló y apagó la vela. Tiritaba de frío al pie del camastro. No se atrevía a salir de la habitación. Tenía miedo de la muerta aunque estuviera encerrada. Dios mío, suplicó en medio de la oscuridad, haz que venga alguien.
       El hombre del cuchillo estaba ante la puerta atrancada. Dios no lo había enviado allí. Nadie lo había enviado allí. Era de Jäder, de la provincia de Södermanland, y quería matar a alguien. Había caminado por la nieve durante dieciocho días y diecisiete noches. Pero aún no había encontrado a nadie que mereciera la muerte y el cuchillo empezaba a oxidarse. Tendría que ser alguien con mucha plata, alguien que viviera solo y que no fuera especialmente feliz. Tendría que ser alguien muy viejo para que luego nadie fuera a echarlo de menos. Preferiblemente tendría que ser un hombre malvado.
       La nieve restallaba. Se parapetó contra la puerta. Había visto luz en una ventana pero ahora estaba apagada. Era un caserón y habría mucha plata dentro. Tenía hambre, estaba atormentado, tenía frío y estaba exhausto. En invierno escaseaban las casas. El hombre del cuchillo alzó los brazos y empezó a golpear la puerta a puñetazos. Era fuerte y parecía que golpeaba con dos mazos. Raro sería que no lo oyeran desde dentro.
       El tendero se incorporó en la cama. La criada seguía llorando.
       —Prende la vela —dijo a la criada—. Hay gente en la puerta.
       La llave cayó del edredón. La criada contuvo el llanto. Prendió la vela y de los rincones surgieron sombras que miraban amenazadoras al tendero y la criada. Sabían que era de noche. Ella se agachó a recoger la llave y la tomó en la mano como quien toma un arma. Quienquiera que fuese debía de temer a los muertos. Cogió la vela y salió de la habitación, atravesó la tienda y salió al vestíbulo. Allí había una tremenda barahúnda. La tormenta bramaba y la nieve crujía entre la troncada. La puerta temblaba y se estremecía. Un hombre gritó con voz desaforada:
       —¡Abran! ¡Abran la puerta! ¡Déjenme entrar!
       Ella dejó la vela en el suelo, se guardó la llave en el bolsillo del delantal y empezó a levantar la pesada tranca. Tuvo que oírse fuera porque allí cundió el silencio. Cuando fue a abrir la puerta el candado estaba encasquillado. Cayó en la cuenta de que se solía preguntar quién era el que llamaba a la puerta. Eran tiempos así. Siempre fueron tiempos así.
       —¿Quién es? —preguntó la criada.
       No obtuvo ninguna respuesta. Entonces pensó que le daba lo mismo y fue a coger una pesa para desencasquillar el candado a golpes. Dio tres golpes fuertes y la puerta se abrió. Primero entró la nieve y el viento apagó la vela. Luego entró un hombre cubierto de nieve. Después entraron la oscuridad, la nieve y el viento. La criada dio un grito y se le cayó la pesa. El forastero cerró la puerta. Ahora estaban a oscuras, mirando aunque sin verse, como cuando un hombre está en presencia de Dios. Al cabo dijo la criada:
       —¿De dónde es usted?
       —Soy de Jäder, de la provincia de Södermanland.
       —Dios mío —exclamó la criada, y en el acto se calló.
       Pero el forastero empezó a recorrer el vestíbulo de un lado a otro con los brazos extendidos. Casi enseguida tropezó contra un armario. Encima del armario había algo que cayó pesadamente al suelo. El forastero se detuvo.
       —¿Qué había encima del armario? —preguntó el forastero.
       —Un candelabro cayó de la oscuridad.
       —¿De hierro?
       —De plata.
       Un segundo después el forastero emprendió de nuevo su recorrido, pero ahora tenía un cuchillo en la mano derecha. Con la izquierda tropezó con algo frío, blando, blanco: la mejilla de una chica en invierno. Se acercó a ella. Ella no se retiró. Él le preguntó:
       —¿Tienes miedo?
       —No —respondió la chica—, yo soy de Jäder.
       Se hizo silencio. Al hombre de Jäder se le cayó el cuchillo.
       —¿Qué se te ha caído? —le preguntó la chica.
       El hombre de Jäder acumulaba mucho frío. ¿Por qué se había dirigido al norte? Acarició la mejilla helada de la chica y preguntó:
       —¿Cómo viniste a parar aquí, tan al norte?
       —¿Y tú, cómo has venido a parar aquí?
       —Vine volando —respondió, y acarició la espalda y los hombros de la chica.
       Le acarició las caderas, las nalgas y el vientre hinchado.
       —Aquí, en el norte, nos alimentan bien —dijo la chica.
       —Ya lo noto —dijo el hombre de Jäder—. ¿Qué se te ha caído?
       —Una pesa —dijo la chica—. El hielo había agarrotado el candado.
       —¿Una pesa? ¿Eres tendera?
       —No yo, mi amo es tendero.
       —Prende la vela —dijo el hombre de Jäder—, quiero ver al tendero.


      La muchacha desapareció en la oscuridad. Él la oyó abrir el armario y luego arrastrarse por el suelo en busca de algo. Él se agachó para recoger el cuchillo y metérselo dentro del abrigo en el mismo instante en que ella prendió la vela. Ella levantó la vela desde el suelo hasta su rostro. Era un hombre alto, ancho de espaldas, un hombre herido. La nieve le cubría de arriba abajo, pero el calor de la vela derretía poco a poco la nieve de su rostro y caía al suelo en grandes copos. Su rostro quedó al descubierto. Se dirigió a ella desde la oscuridad, descubierto y frenético, con los ojos encendidos.
       —¿Dónde está tu patrón? —le preguntó, y se dio la vuelta.
       —No te reconozco —dijo la muchacha—. Así no son los de Jäder.
       —Jäder es muy grande —repuso el forastero—, y yo he pasado seis años en la guerra.
       De repente sacó el cuchillo y lo puso a la luz. Era alargado y resplandeciente, con las muescas cubiertas de hielo. Miró en derredor en medio del vestíbulo. Era amplio y revocado en blanco, de techo alto. El armario era pesado y tallado a mano, parecía que albergaba objetos valiosos. Puertas con entrepaños de flores azules conducían a estancias que seguramente eran amplias y lujosas. Una escalera ancha, pintada en blanco, conducía a la oscuridad. Miró a la muchacha y ésta le devolvió la mirada sin temor.
       —¿Es rico?
       —No es tan pobre como yo.
       —¿Es viejo?
       —Es viejo, está enfermo y está solo.
       —¿Tiene gente que le cuide?
       —Yo lo voy a cuidar todo el invierno.
       —¿Nadie más?
       —Nadie más.
       —Yo te llevaré conmigo cuando él muera.
       —No podrás. Peso mucho.
       Se quitó su raída gorra y la arrojó a un rincón. Se sacudió el abrigo de modo que la nieve lo envolvió en una nube. Toda su figura se acrecentó y el cuchillo parecía más largo de lo que era. Un reloj sonó desde el interior de la vivienda y el hombre de Jäder giró lentamente y empezó a caminar hacia la habitación donde yacía el tendero. Pero la muchacha se quedó donde estaba.
       —¿Es que no vas a alumbrarme? —le preguntó el hombre.
       La muchacha contestó:
       —No lo mates.
       —¿Me lo pides?
       —Yo no pido. Sólo te digo la verdad. No mates a ese hombre.
       Se volvió muy despacio, como el día se convierte en noche. La ira anidaba en su frente como un resplandor de fuego, y hundió el cuchillo, casi hasta la empuñadura, en la jamba de la puerta.
       —¿Andas buscando a alguien rico? —dijo la muchacha.
       —Sí —repuso el hombre.
       —En esta casa —susurró la chica— hay alguien más rico que quien andas buscando.
       El hombre sacó despacio el cuchillo. No miraba a la chica. Miraba el cuchillo.
       —¿Andas buscando a alguien rico y viejo, que esté solo y desatendido?
       —Sí —dijo el hombre.
       —En esta casa —dijo la chica— hay una persona más rica, más vieja y más sola que nadie en el mundo.
       —Muéstrame a esa persona —dijo el hombre sin apartar la vista del cuchillo.
       —Lo haré —le dijo la chica al oído, y se dirigió con la vela hacia una pequeña puerta blanca junto a la escalera—. Vamos a entrar.


      Y entraron en la estancia donde estaba la muerta. Era una habitación pequeña y estrecha y una sábana colgaba de la ventana. La muerta estaba tendida sobre una mesa junto a la pared; una piel le cubría el cuerpo. Pero no yacía como solían hacerlo los muertos, de espaldas, con las manos cruzadas sobre el pecho, las piernas tiesas y el rostro fijo como una vela. Estaba como la encontraron, de costado y ovillada y con los brazos sobre el rostro para defenderse de la tormenta, con hielo en el cabello. La muchacha alumbró a María Larsson y dijo:
       —Aquí tienes lo que buscas.
       La habitación era fría como el hielo y la muerte. Mientras de sus bocas salía vaho, de la boca de la muerta no salía nada. Al hombre de Jäder se le cayó el cuchillo. Su sombra planeó como un pajarraco en la sábana de la ventana.
       —Aquí tienes todo lo que quieras —dijo la muchacha—. Ella no necesita nada.
       La muerta tenía un pendiente grande de oro en la oreja que daba a la luz. El hombre de Jäder recogió el cuchillo y le dio vueltas en la mano. De repente se apartó de la muerta y lo lanzó fuera de la habitación. El cuchillo atravesó la oscuridad y fue a incrustarse en un mueble.
       —Vaya un asesino —dijo la chica—. Mira que arrojar su cuchillo.
       Pero el hombre de Jäder no la oyó. Vio el mundo como era encima de la cabeza de la muerta:

Los ricos nunca están solos,
los más ricos muertos están.
Tarde llegó el asesino,
de espaldas al cuarto está.

      La muchacha echó la llave. La muerta volvió a quedarse sola, rica y libre. El cuchillo vibraba en un costado del armario. Pero no fue eso lo que la chica vio. Fue un roble lo que de repente vio, mientras empuñaba la llave en su mano. Alguien sentado en la copa del roble y la luna apareciendo por encima del roble. Era verano y había una guadaña apoyada en el tronco del árbol. A través del frío y la nieve llegó un aroma de heno recién segado. Y a través de la tormenta oyó una voz dentro de su pecho; y entonces con voz queda y cabizbaja dijo:
       —Si es un niño, ¿qué nombre le voy a poner?
       El hombre de Jäder la siguió en silencio hasta la cocina, por medio del vestíbulo y por una de las puertas de rosas estampadas. Allí se sentó en un banco y vio cómo llegaban a la mesa un cuenco con manteca y dos roscas de pan duro. Entonces comió un rato. Luego dijo:
       —Lo llamarás Henrik Abraham. Es un nombre hermoso.
       La muchacha se sentó a su lado, untó un dedo en el cuenco y se lo llevó a la boca. La tormenta arreciaba y la casa gemía como un niño.


      —Pobre Henrik Abraham —dijo ella al cabo—, yo no te reconocí.
       —Nadie me reconoce —dijo el hombre.
       —Pobre Henrik Abraham —exclamó la chica—, no pude esperar más.
       —Nadie pudo esperar —dijo Henrik Abraham—. Mis padres murieron. Mis hermanos murieron. El cura murió. El campanero murió, el molino ardió y la alameda estaba talada. Nunca habría que volver a casa al cabo de una larga guerra.
       Entonces volvió a comer un rato. Pero la muchacha salió al vestíbulo y abrió el armario. En un estuche había papel blanco, tintero y una pluma. Llevó el estuche al tendero y lo colocó encima de la manta. Había empeorado mientras la criada estuvo fuera. Sus ojos parecían cabezas de clavos y creía ver moscas alrededor de su rostro. Las aventaba y trataba de recordar en qué mundo estaba.
       —¿Ha venido alguien? —farfulló.
       —Vino un hombre —repuso la criada—. Un hombre que va a llevar el recado a El ocaso.
       El tendero aventaba con la mano sin que hubiera mosca alguna. Apenas veía a su propia criada.
       —Ahora va usted a escribir una carta —dijo la criada, y abrió el estuche.
       Mojó la pluma, colocó el papel sobre la tapa y le puso la pluma en la mano. Ella se la dictó palabra por palabra, y palabra por palabra fue transcrita al papel hasta que la carta quedó acabada. Pero cuando fue a poner su nombre no lo recordó. Escribió otro nombre. Escribió Matthias Larsson. La criada no se dio cuenta puesto que no sabía leer, pero notó que él se alejaba de ella como se aleja una barca de la playa. Tomó su mano y le dijo en tono de consuelo:
       —No debe preocuparse. Es un buen hombre. Cuando está cuerdo nadie es tan cuerdo como él. Y cuando enloquece lo hace como pocos. Lo sé porque lo he querido. Lo sé porque lo he traicionado. Pero nunca estuvo en la guerra aunque lo crea. Ha estado en ese sitio al que suele acudir la gente de fe.
       Pero el tendero navegaba ya por otros mares. Dio un hondo suspiro y farfulló:
       —¡Apúrate, apúrate! Ya se va.
       Luego hundió la cabeza en su almohadón y ya no oyó ninguna mosca más. Pero la criada cogió la carta y la vela y se apresuró a la cocina. El cuenco estaba vacío, el pan había desaparecido y Henrik Abraham no estaba allí. Buscó en el salón, en el despacho y en la tienda; no estaba en ningún sitio. Pero al salir al vestíbulo entrevió una sombra con un cuchillo en la mano junto a la puerta de la muerta. Era Henrik Abraham. Fue corriendo a su encuentro con su cirio. Henrik Abraham la detuvo y dijo quedamente:
       —Alguien ha entrado.
       La chica extrajo la llave, fría y pesada, del bolsillo. Se acercó con sigilo a la puerta y la manipuló. No estaba cerrada. Entonces se estiró todo lo que pudo y dijo en voz muy alta:
       —¿Quién hay ahí dentro?
       Empujó la puerta y entró con Henrik Abraham pegado a su espalda, con el cuchillo en la mano, cuando nadie respondió. Pero la habitación estaba vacía. La muerta yacía sobre la mesa en la misma postura que había quedado cuando perdió la vida. La muchacha la alumbró y luego estuvo a punto de perder la vela. La alumbró un buen rato. Luego dijo a Henrik Abraham:
       —¿Lo cogiste tú?
       Él contestó:
       —No, no lo he cogido. No he estado aquí.
       Pero el pendiente que la muerta lucía en la oreja había desaparecido.


      Entonces salieron de espaldas y la muchacha cerró la puerta lentamente. Se retiraron a un lado y esperaron. Pasó un buen rato y no ocurrió nada. La muchacha se adelantó con sigilo y tocó la puerta. Estaba cerrada a cal y canto. La vela alumbraba con fuerza y claridad. Ella sintió un instante de calma. Permaneció tranquila y atravesada a lo ancho de la puerta y sintió el pataleo del niño en el vientre como un potrillo celestial.
       Luego oyeron los gritos del tendero.
       —¡Matthias, Matthias! —gritó dos veces, y se hizo el silencio.
       La muchacha se quedó pálida, el niño se ovilló. A Henrik Abraham se le cayó el cuchillo.
       —¿Quién es Matthias? —preguntó.
       —Es el nombre del labrador de El ocaso —respondió la chica—. Ahora tengo que ir a la habitación del amo.
       Pero nunca entró, puesto que la vela se apagó. Y no se apagó sola. Alguien la apagó.
       —¡Prende una vela, Henrik Abraham! —gritó—. ¡Prende una vela!
       Pero Henrik Abraham no vio en la oscuridad. Recorrió el vestíbulo de un lado a otro con sus largos brazos extendidos y entonces tropezó con ella y empezó a pelear.
       —Soy yo —le gritó entonces ella, y él la soltó al instante.
       Al cabo de un rato encontró lo que buscaba y prendió una vela. Examinaron la otra vela a la luz de la nueva. La mecha estaba aplastada como las mechas que se apagan con un dedo mojado. Ella alzó la vela por encima de la cabeza y alumbró las paredes. No había nadie más en el vestíbulo y la puerta estaba cerrada. Pero Henrik Abraham gateaba por el suelo en busca de algo. Su cuchillo había desaparecido.
       La muchacha le dio la carta para El ocaso.
       —Prepárate —le dijo—. Yo buscaré tu cuchillo.
       No estaba en la cocina ni tampoco estaba en el salón. No estaba en la tienda ni estaba en el despacho. Ella supo todo el tiempo dónde estaba. Alumbró al tendero. Él ya no veía más moscas por tener el cuchillo clavado en el corazón. La chica se lo sacó y lo limpió en la sábana. Luego apagó la vela, tomó su mantón de la banqueta y se dirigió a Henrik Abraham, que la esperaba en medio de la oscuridad.
       —¿Lo encontraste? —le preguntó.
       —Sí —respondió la chica—. Vámonos.
       Nieve, oscuridad y viento entraron en la casa cuando Henrik Abraham abrió la puerta. Bajaron a tientas la escalera. No vieron nada que no fuera el feroz revoloteo de las tinieblas.
       —¿Tienes la carta? —le preguntó la chica a gritos.
       —Tengo la carta —respondió Henrik Abraham a gritos.




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