Thomas
Mann
(Lübeck, Alemania, 1875 -
Suiza, 1955)
El camino al cementerio (1900)
(“Der Weg zum Friedhof”)
Originalmente publicado en Simplicissimus, (Munich), vol. 5, no. 30, septiembre 20, 1900
Tristan. Sechs Novellen (1903)
El camino al cementerio transcurría paralelo a la avenida, siempre a su lado, hasta que llegaba a su meta, es decir, al cementerio. Al principio, en el otro lado había viviendas humanas, construcciones suburbiales de nueva planta, algunas de las cuales aún estaban en obras. Más allá se extendían los campos. Por lo que respecta a la avenida, flanqueada de árboles —nudosas hayas de considerable edad—, tenía una mitad asfaltada y la otra sin asfaltar. El camino al cementerio, en cambio, estaba recubierto de una fina capa de grava que le otorgaba el carácter de un agradable sendero de paseo. Una cuneta estrecha y seca, cubierta de hierbas y flores silvestres, se extendía entre los dos.
Era primavera, casi verano. El mundo sonreía. El azul cielo de Dios estaba cubierto de cientos de pedacitos de nube, pequeños, redondos y compactos, y salpicado por incontables grumos blancos como la nieve y de cómico aspecto. Los pájaros trinaban en las hayas y una suave brisa soplaba desde los campos.
Por la avenida se deslizaba un coche que, procedente del pueblo más próximo, se dirigía a la ciudad. Una mitad del coche circulaba por la parte asfaltada y la otra por la parte sin asfaltar. El cochero dejaba que las piernas le colgaran a cada lado del pértigo y silbaba, desafinando terriblemente. En el extremo de la parte trasera, sin embargo, había un perrito amarillo que le daba la espalda y, por encima de su puntiagudo morro, con expresión indeciblemente seria y concentrada, miraba el camino por el que había venido y que iban dejando atrás. Era un perro incomparable, que valía su peso en oro, tremendamente cómico. Pero, desafortunadamente, el perrito no viene ahora al caso, por lo que vamos a tener que apartar de él nuestra atención. También pasó una tropa de soldados. Venían del cuartel, que no quedaba lejos, marchaban en medio de sus emanaciones y cantaban. Un segundo coche, esta vez procedente de la ciudad, avanzaba suavemente en dirección al pueblo más próximo. El cochero se había quedado dormido y no había ningún perro en él, por lo que este vehículo carece por completo de interés. Dos menestrales venían por el camino, uno de ellos jorobado, el otro de complexión gigantesca. Iban descalzos porque llevaban las botas a la espalda, le gritaron algo alegre al cochero dormido y continuaron su camino. Se trataba de un tráfico moderado, que se resolvía sin contratiempos ni incidentes.
Por el camino al cementerio sólo iba un hombre. Caminaba despacio, con la cabeza baja y apoyado en un bastón negro. Este hombre se llamaba Piepsam, Lobgott Piepsam, y de ninguna otra manera. Hemos indicado expresamente su nombre porque en lo sucesivo va a comportarse de la forma más singular.
Vestía de negro, pues iba de camino a las tumbas de sus seres queridos. Llevaba un sombrero de copa basto y arqueado, una levita reluciente por el uso, pantalones que le venían tan cortos como estrechos y guantes de cabritilla desgastados por todas partes. Su cuello, un cuello largo y seco con una gran nuez, asomaba por entre unas solapas que se estaban deshilachando; sí, ciertamente estaban algo rozadas, sus solapas. Pero cuando el hombre levantaba la cabeza, cosa que hacía de vez en cuando para ver lo que le faltaba todavía para llegar al cementerio, ofrecía algo realmente digno de verse: un rostro raro, sin lugar a dudas una de esas caras que no se olvidan fácilmente.
Era una cara rasurada y pálida. Entre las concavidades de las mejillas, sin embargo, asomaba una nariz cuya punta iba en aumento como si se tratara de un bulbo, inflamada de un color rojo desmesurado y antinatural y que, por si fuera poco, rebosaba de innumerables y diminutos pólipos, excrecencias insanas que le procuraban un aspecto irregular y fantástico. Esta nariz, cuya profunda incandescencia generaba un agudo contraste frente a la palidez mate de la superficie del rostro, tenía algo de inverosímil y pintoresco, parecía postiza, como una nariz de carnaval, como una broma melancólica. Pero no era éste el caso… La boca, una boca ancha de comisuras hundidas, aquel hombre la mantenía fuertemente cerrada, y cuando alzaba la mirada, enarcaba las cejas negras, atravesadas de pelillos blancos, hasta que topaban con el ala del sombrero, de manera que se pudiera apreciar con la mayor claridad posible sus lastimosas ojeras y lo inflamados que tenía los ojos. En definitiva era un rostro al que uno no podía negarle por mucho tiempo la más viva simpatía.
La figura de Lobgott Piepsam no era nada alegre y casaba mal con aquella tarde tan encantadora, resultando demasiado afligida incluso para alguien que se dispone a visitar las tumbas de sus seres queridos. Pero si uno miraba en su interior, se veía obligado a reconocer que Piepsam tenía motivos más que suficientes para ello. Estaría un poco deprimido, ¿verdad?… Resulta difícil hacer comprensible una cosa así a personas tan alegres como vosotros… Se sentiría un poco desgraciado, ¿verdad? Un poco maltratado. Pues, ¡ay!, lo cierto es que no era sólo «un poco» de todas estas cosas, sino que lo era en alto grado, por no decir, sin exagerar, que su situación era realmente desesperada.
En primer lugar, bebía. Pero de eso ya se hablará más adelante. Además había enviudado, era huérfano y todos lo habían abandonado. No había ni un alma en este mundo que lo quisiera. Su mujer, nacida Lebzelt, le había sido arrebatada al darle un hijo antes de transcurridos los seis meses. Era el tercer hijo y nació muerto. También los otros dos habían fallecido. Uno de difteria, y el otro por nada, así, sin más, quizá por insuficiencia general. Por si fuera poco, no mucho después perdió su puesto de trabajo: lo pusieron ignominiosamente de patitas en la calle, y ello por esa pasión que era más fuerte que Piepsam.
Hubo un tiempo en que había sido capaz de ofrecerle cierta resistencia, aunque de vez en cuando se rendía desmedidamente a ella. Pero cuando le fueron arrebatados la mujer y los niños, cuando, sin el menor apoyo, despojado de toda la familia, se quedó solo en este mundo, el vicio logró dominarlo por completo y fue venciendo más y más la resistencia de su ánimo. Había sido empleado de una compañía de seguros, una especie de copista de rango superior con noventa Reichsmark al mes. No obstante, hallándose en estado de enajenación, se hizo culpable de una grave negligencia y, tras repetidas amonestaciones, terminó por ser despedido como persona de poca confianza.
Evidentemente, eso no provocó ninguna elevación moral en Piepsam, sino que lo hizo caer en la ruina más absoluta. Y es que tenéis que saber que la desgracia aniquila la dignidad de la persona: siempre viene bien tener cierta idea de estas cosas. Se trata de un asunto muy singular y algo espinoso. No sirve de nada que el hombre se diga insistentemente a sí mismo que es inocente: en la mayoría de los casos se menospreciará por su desgracia. Sin embargo, el menosprecio por uno mismo y el vicio mantienen la más escabrosa relación mutua. Se alimentan recíprocamente y son tan cómplices el uno del otro que es un horror. Eso mismo le sucedió a Piepsam. Bebía porque no se respetaba, y se respetaba cada vez menos y menos porque el fracaso continuamente renovado de todos sus buenos propósitos carcomía la confianza que tenía en sí mismo. En casa, en el armario, solía haber una botella llena de un líquido de color amarillo veneno, un líquido pernicioso cuyo nombre no vamos a decir, por si acaso. Frente a este armario Lobgott Piepsam había llegado a estar literalmente de rodillas, mordiéndose la lengua; y aun así, siempre terminaba por sucumbir… No es de nuestro agrado contaros esta clase de cosas, pero lo cierto es que no dejan de ser instructivas. En fin, el caso es que Piepsam iba por el camino al cementerio, empujando un bastón negro frente a él. La suave brisa del día también flotaba en torno a su nariz, pero él no se daba cuenta. Con las cejas extremadamente enarcadas, tenía la mirada extraviada y turbia fija en el vacío; un hombre desgraciado y perdido. De pronto percibió un ruido tras él y atendió: un suave zumbido se aproximaba velozmente a lo lejos. Piepsam se dio la vuelta y se detuvo… Era una bicicleta, cuyos neumáticos crujían sobre el suelo cubierto con una fina capa de gravilla y que se acercaba a toda carrera, aunque en ese momento empezó a disminuir la velocidad, ya que Piepsam estaba en medio del camino.
En el sillín iba un hombre joven, un muchacho, un turista despreocupado. ¡Ay, a fe mía que no pretendía en absoluto contarse entre los grandes y nobles de esta Tierra! Llevaba una bicicleta de mediana calidad, no importa la marca, una bici de unos doscientos marcos, a ojo. Y con ella salía a pasear un poco por el campo, recién venido de la ciudad, adentrándose con sus pedales relucientes en la libre naturaleza de Dios, ¡hurra! Llevaba una camisa de colores cubierta con una chaqueta gris, polainas deportivas y el gorrito más gracioso del mundo: una auténtica monería de gorrito, a cuadros marrones y con un botón en su extremo. Por debajo asomaba un grueso mechón despeinado de pelo rubio que le sobresalía por encima de la frente. Sus ojos eran de un azul centelleante. Se estaba aproximando como si fuera la vida misma e hizo sonar el timbre. Pero Piepsam no se movió ni un ápice del camino. Se quedó allí mismo, mirando cara a cara a la vida con expresión impertérrita.
La vida, por su parte, le dedicó una mirada de disgusto y pasó despacio junto a él, Piepsam también se puso a caminar de nuevo. Pero en cuanto la bicicleta lo hubo adelantado, dijo poco a poco y articulando mucho las palabras.
—Número nueve mil setecientos siete.
Dicho esto, apretó fuertemente los labios y miró al frente sin pestañear, mientras percibía que la perpleja mirada de la vida descansaba sobre él.
Se había vuelto hacia él, apoyando una mano en el sillín y avanzando lentamente.
—¿Cómo? —preguntó.
—Número nueve mil setecientos siete —repitió Piepsam—. Oh, nada. Es que voy a denunciarle.
—¿Que me va a denunciar? —preguntó la vida, girándose aún más y avanzando con lentitud aún mayor, lo que lo obligaba a hacer esforzados equilibrios de un lado a otro con el manillar…
—Sin duda —respondió Piepsam a una distancia de cinco o seis pasos.
—¿Por qué? —preguntó la vida, bajando de la bicicleta.
Estaba ahí, de pie, y parecía muy expectante.
—Eso lo sabe usted muy bien.
—Pues no, no lo sé.
—Tiene que saberlo.
—Pero no lo sé —dijo la vida—, y además, ¡me interesa bien poco!
Dicho esto se volvió hacia la bici para montar de nuevo en ella. No cabe duda de que el muchacho no tenía pelos en la lengua.
—Voy a denunciarle porque circula usted por aquí; no ahí fuera, en la avenida, sino aquí, en el camino al cementerio —dijo Piepsam.
—¡Pero, señor mío! —dijo la vida con una risa enojada e impaciente, girándose de nuevo y deteniéndose…—. Aquí hay huellas de bicicletas por todo el camino… Todo el mundo circula por aquí…
—Eso me da igual —repuso Piepsam—. Yo voy a denunciarle.
—¡Pues muy bien, haga usted lo que le dé la gana! —exclamó la vida, montando de nuevo en la bici.
Y montó de verdad. No se puso en evidencia tratando de montar sin conseguirlo. No tuvo que apoyar el pie ni una sola vez, sino que se sentó con aplomo en el sillín y ya empezaba a poner empeño en alcanzar de nuevo la velocidad que respondía a su temperamento.
—Si ahora sigue circulando por aquí, por el camino al cementerio, segurísimo que voy a denunciarle —dijo Piepsam con voz temblorosa y más aguda.
Pero a la vida eso le importaba bien poco. Continuó circulando a velocidad cada vez mayor.
Si en ese momento hubierais visto la cara de Lobgott Piepsam, os habríais llevado un buen susto. Apretaba los labios con tanta fuerza que sus mejillas e incluso la nariz incandescente se habían desplazado por completo, y bajo esas cejas enarcadas de forma tan poco natural, sus ojos estaban siguiendo con expresión demencial el vehículo que se alejaba. De pronto se precipitó hacia delante. Recorrió a la carrera el corto trayecto que ya lo separaba de la máquina y aferró la bolsa del sillín. Se agarró a ella con las dos manos, prácticamente se colgó de ella y, todavía con los labios apretados de forma sobrehumana, mudo y con mirada salvaje, empezó a tirar con todas sus fuerzas de la bicicleta que trataba de seguir avanzando y de mantener el equilibrio. Quien lo viera podría dudar de si tenía la malvada intención de impedir la marcha del joven o si le había embargado el deseo de dejarse arrastrar, de montarse atrás y circular con él, adentrándose con los pedales relucientes en la libre naturaleza de Dios, ¡hurra!… La bicicleta no pudo resistirse por mucho tiempo a aquella carga desesperada. Se detuvo, se inclinó, se cayó al suelo.
Llegados a este punto, la vida ya empezaba a mostrarse grosera. Tras haber logrado mantenerse en pie apoyándose en una pierna, levantó el brazo derecho y le dio al señor Piepsam semejante golpe en le pecho que éste retrocedió varios pasos, tambaleándose. Entonces dijo, con un tono que se henchía amenazador:
—¡Oiga, estará usted borracho! Si a usted, tío raro, se le vuelve a ocurrir retenerme, le voy a dar una buena paliza, ¿me ha entendido? ¡Le voy a romper los huesos! ¡Entérese bien!
Y dicho esto le dio la espalda al señor Piepsam, se encasquetó el gorro con un gesto indignado y montó otra vez en la bici. No, desde luego que no tenía pelos en la lengua, el muchacho. Tampoco esta vez fracasó al montar. Como la vez anterior, bastó con que tomara impulso para volver a estar firmemente asentado en el sillín y dominar enseguida la máquina. Piepsam vio su espalda alejarse cada vez más aprisa.
Él se quedó ahí, jadeando, mientras seguía a la vida con los ojos… No se caía, no le sucedía ninguna desgracia, no se le pinchaba la rueda y no había piedra que le obstaculizara el camino. Siguió circulando elásticamente, sin más. Entonces Piepsam empezó a gritar y a renegar… Aunque se trataba más bien de un berrido, pues aquella voz ya no era humana.
—¡Usted no va a seguir circulando! —gritó—. ¡No lo hará! Circulará usted por ahí fuera, y no por el camino al cementerio, ¿me oye?… ¡Va a bajarse ahora mismo, inmediatamente! ¡Ah! ¡Ah! ¡Voy a denunciarle! ¡Voy a demandarle! ¡Ay, Señor, Dios mío, si te cayeras, si por casualidad te cayeras, canalla desvergonzado, te pisotearía, te daría con la bota en la cara, maldito mocoso…!
¡Nunca se había visto nada igual! ¡Un hombre que reniega a gritos de camino al cementerio, un hombre que berrea con la cabeza hinchada, un hombre que baila de tanto renegar, que hace cabriolas, que agita desordenadamente brazos y piernas y es incapaz de contenerse! La bicicleta ya no estaba a la vista, pero Piepsam seguía pataleando en el mismo lugar.
—¡Cogedle! ¡Cogedle! ¡Circula por el camino al cementerio! ¡Tirad al suelo a ese maldito presumido! Ah… Ah… Si te agarrase, cómo iba a arrearte, perro estúpido, fanfarrón del demonio, bufón de corte, jovenzuelo ignorante… ¡Va a bajarse ahora mismo! ¡Va a bajarse en este mismo instante! ¿Es que nadie va a pararle los pies a ese infame?… Conque paseando, ¿eh? Y por el camino al cementerio, ¿verdad? ¡Bribón! ¡Mocoso impertinente! ¡Maldito simio! Conque los ojos azules, ¿eh? ¿Y qué más? ¡¡Que el demonio te los arranque, jovenzuelo ignorante, ignorante, ignorante!!…
Llegado a este punto, Piepsam pasó a pronunciar ciertas frases hechas que no podemos reproducir aquí, echaba espuma por la boca y, con voz quebrada, prorrumpía en los insultos más ofensivos, mientras la frenética rabia de su cuerpo aumentaba por momentos. Un par de niños con una cesta y un perro pinscher acudieron desde la avenida, treparon por la cuneta y rodearon al hombre vociferante, mirando con curiosidad su rostro descompuesto. También les llamó la atención a algunas personas que trabajaban ahí atrás, en las obras de los edificios de nueva planta, o que acababan de iniciar su pausa del almuerzo, por lo que tanto los hombres como las mujeres que mezclaban el mortero se unieron al grupo procedentes del camino. Pero Piepsam seguía enfureciéndose sin parar y la cosa se estaba poniendo cada vez más fea. Ciego y delirante, agitaba los puños contra el cielo y en todas las direcciones, pataleaba con las piernas, giraba sobre sí mismo, doblaba las rodillas para volver a incorporarse enseguida de un salto debido a su esfuerzo desmedido por gritar lo más alto posible. No se tomaba ni una pausa en sus vituperios, casi no se daba tiempo ni para respirar, y uno podía preguntarse con asombro de dónde le salían todas aquellas palabras. Tenía la cara espantosamente hinchada, el sombrero de copa le había resbalado hasta la nuca y su pechera se le salía del chaleco. Y eso que para entonces ya había llegado a las consideraciones generales y farfullaba cosas que no tenían absolutamente nada que ver con lo que había sucedido. Eran tanto alusiones a su vida licenciosa como de tipo religioso, expresadas con un tono de lo más inadecuado y negligentemente entreveradas de insultos.
—¡Sí, eso, venid! ¡Venid todos! —vociferó—. ¡Pero no vosotros, no sólo vosotros, que vengan también los demás, los de los gorritos y los ojos azules! ¡Voy a gritaros unas cuantas verdades al oído que os van a dejar de piedra, pobres desgraciados!… ¿Qué? ¿Os reís? ¿Os encogéis de hombros?… Yo bebo. ¡Pues sí, bebo! ¡Es más, soy un borracho, si queréis oírlo! ¿Y eso qué quiere decir? ¡No penséis que os vais a reír los últimos! Llegará el día, chusma inútil, en que Dios nos juzgará a todos… Ah… Ah… El Hijo del Hombre vendrá de entre las nubes, estúpidos inocentes, ¡y su justicia no es de este mundo! Os lanzará a todos a la oscuridad eterna, a vosotros, alegres criaturas, donde será el llanto y el…
Para entonces Piepsam ya estaba rodeado por un grupo considerable. Algunos se reían, mientras otros lo miraban con el ceño fruncido. Aún habían venido más obreros y argamaseras de la obra. Un cochero se apeó del coche, que dejó en la carretera para, fusta en mano, sumarse también al grupo tras atravesar la cuneta. Un hombre agarró a Piepsam del brazo y lo sacudió, pero no sirvió de nada. Una tropa de soldados que marchaban por el lugar alargaron el cuello entre risas para verlo. El pinscher ya no pudo contenerse por más tiempo, así que hincó en el suelo las patas delanteras y, con el rabo atrapado bajo el cuerpo, le aulló directamente a la cara.
De repente Lobgott Piepsam volvió a gritar una sola vez con todas sus fuerzas:
—¡Vas a bajarte, te vas a bajar ahora mismo, jovenzuelo ignorante!
Dicho esto, trazó un amplio semicírculo con el brazo y se desplomó. Se quedó ahí tendido, repentinamente enmudecido, un amorfo montón negro en medio de tantos curiosos. Su arqueado sombrero de copa salió volando, rebotó una sola vez contra el suelo y también quedó tendido.
Dos albañiles se inclinaron sobre el inmóvil Piepsam y discutieron el caso con el tono probo y sensato de los trabajadores. Entonces uno de ellos se puso en camino y desapareció a paso rápido. Los que quedaron atrás aún procedieron a efectuar algunos experimentos con el inconsciente. Uno lo roció con agua de un cubo, otro sacó su botella, vertió un poco de aguardiente en la palma de la mano y le frotó las sienes. Pero ninguno de estos esfuerzos se vio coronado por el éxito.
Así transcurrió un rato. Después se oyó un sonido de ruedas y un coche se acercó por la avenida. Era una ambulancia y se detuvo ahí mismo: iba tirada por dos lindos caballitos y con una cruz roja desmesuradamente grande pintada a cada lado. Dos hombres de elegante uniforme bajaron del pescante y, mientras uno de ellos se dirigía a la parte trasera del coche para abrirla y sacar la camilla desplazable, el otro se colocó de un salto en el camino al cementerio, hizo a un lado a los mirones y, con la ayuda de un hombre del pueblo, llevó al señor Piepsam hasta el coche. Lo pusieron en la camilla y lo introdujeron en el coche como se introduce un pan en el horno, a lo que la puerta se cerró nuevamente con un chasquido y los dos hombres de uniforme volvieron a subir al pescante. Todo esto se efectuó con la máxima precisión, con un par de gestos ensayados, plis plas, como en un espectáculo de monos amaestrados.
Y entonces se llevaron a Lobgott Piepsam de ahí.
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