Thomas Mann
(Lübeck, Alemania, 1875 - Suiza, 1955)


Hora difícil (1905)
(“Schwere Stunde”)
Originalmente publicado en Simplicissimus (Munich), vol 10, septiembre 6, 1905
«Das Wunderkind», Novellen, (1914)


       Se levantó del escritorio, de su pequeño y frágil secreter; se levantó como un desesperado y, con la cabeza gacha, se dirigió al extremo opuesto de la habitación hacia la estufa, que se erguía larga y esbelta como una columna. Puso las manos en los azulejos, pero ya se habían enfriado casi por completo, pues hacía rato que había pasado la medianoche. Así, sin haber recibido el pequeño bienestar que buscaba, apoyó en ella la espalda, juntó entre toses los faldones de su bata de noche, de cuyas solapas sobresalía la guirindola de encaje, un poco ajada ya de tanto lavarla, y resolló con esfuerzo por la nariz para tomar un poco de aire, puesto que, como de costumbre, estaba resfriado.
       Se trataba de un resfriado especial y siniestro que nunca terminaba de abandonarlo por completo. Tenía los párpados inflamados y las aletas de la nariz desolladas, y el resfriado descansaba en su cabeza y sus miembros como una embriaguez pesada y dolorosa. ¿O es que la culpa de toda aquella debilidad y pesadez la tenía el fastidioso arresto domiciliario que el médico le había vuelto a imponer desde hacía semanas? Sólo Dios sabe si hacía bien en ello. Tal vez fuera cierto que aquel eterno catarro y las convulsiones en el pecho y en el bajo vientre lo hacían necesario, y por otra parte el tiempo en Jena era malo, desde hacía semanas y semanas. Efectivamente, hacía un tiempo miserable y odioso que se percibía en todos los nervios del cuerpo, un tiempo desolado, tenebroso y frío, y el viento de diciembre que aullaba en el tubo de la estufa, desamparado y dejado de Dios, sonaba a páramo nocturno bajo una tormenta, o a confusión y pesadumbre incurable del alma. Pero desde luego que no era bueno, ese estrecho cautiverio, no era bueno para los pensamientos ni para el ritmo de la sangre del que éstos, al fin y al cabo, procedían…
       La habitación hexagonal —desnuda, sobria e incómoda, con su techo encalado sumergido en una nube de humo de tabaco, su papel pintado con diseños romboidales sobre el que colgaban siluetas de cartulina en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de finas patas— estaba bañada por la luz de las dos velas que ardían en el secreter, a la cabeza del manuscrito. Cortinajes rojos colgaban del marco superior de las ventanas, como meras banderillas, simples cotones recogidos simétricamente. Pero eran rojas, de un rojo cálido y brillante, y él las apreciaba y no estaba dispuesto a prescindir de ellas bajo ningún concepto, pues llevaban algo de voluptuosidad y sensualidad a la ascética y austera estrechez de su habitación…
       Desde su lugar junto a la estufa miró, con un parpadeo fugaz y dolorosamente esforzado, hacia la obra que acababa de rehuir, hacia esa carga, esa presión, ese tormento de su conciencia, ese mar que había que beber, esa terrible misión que constituía su orgullo y su miseria, su cielo y su perdición. Avanzaba a rastras, se congestionaba, se detenía… ¡Otra vez, otra vez más! La culpa la tenía el tiempo, y su catarro, y su cansancio. ¿O era la obra? ¿Tal vez su propio trabajo, un engendramiento funesto y consagrado a la desesperación?
       Se había puesto en pie para procurarse un poco de distancia respecto a su obra, pues muchas veces alejarse físicamente del manuscrito permitía adquirir una visión general, una mirada de más amplio alcance sobre el tema, y de este modo uno se veía más capacitado para adoptar las disposiciones pertinentes. Sí, había casos en los que la sensación de alivio que producía el alejamiento del campo de batalla generaba un efecto inspirador. Y esta clase de inspiración resultaba más inocente que la opción de tomar licor o café solo y fuerte… La tacita estaba encima de la mesa. ¿Y si eso le ayudaba a superar el obstáculo? ¡No, no, más café no! No sólo el médico, sino también una segunda persona más respetable, le había desaconsejado con cautela que tomara tanto: ese otro, ese hombre de Weimar, a quien quería con anhelante hostilidad. Él sí que era sabio. Él sí que sabía vivir y crear; él no se maltrataba a sí mismo; estaba henchido de consideración para con su propia persona…
       En la casa reinaba el silencio. Sólo el viento era perceptible, un viento que soplaba veloz por la Schlossgasse, y la lluvia cuando el aire empujaba sus sonoras gotas contra las ventanas. Todo el mundo estaba durmiendo: el casero y los suyos, Lotte y los niños. Y él seguía solo y despierto junto a la estufa ya fría y escudriñaba con esfuerzo en dirección a esa obra en que le hacía creer su insatisfacción enfermiza… El cuello blanco le sobresalía en toda su longitud del pañuelo, y por entre los faldones de su bata de noche se le podían vislumbrar las piernas algo zambas. Llevaba el cabello pelirrojo apartado de la frente delicada y alta, cubriéndole las orejas con finos rizos y dejando despejadas unas leves depresiones por encima de las sienes que tenía irrigadas por venitas azules. En la raíz de su nariz grande y ganchuda, inesperadamente rematada por una punta blanquecina, se le juntaban mucho las cejas espesas y más oscuras que la cabellera, otorgándole a su mirada de ojos hundidos e inflamados un aire trágicamente contemplativo. Obligado a respirar por la boca, siempre tenía abiertos los finos labios, y sus pecosas mejillas, macilentas de tanto encierro, estaban flojas y se le hundían…
       ¡No, no estaba saliendo bien y todo era inútil! ¡El ejército! ¡Tenía que haber hecho salir al ejército! ¡El ejército era la base de todo! Y ya que no podía ser llevado ante la vista, ¿se podía pensar siquiera en el arte descomunal que requería imponerlo a la imaginación? Por otra parte, el héroe no era un héroe: ¡se mostraba innoble y frío! ¡El punto de partida era equivocado, y también el lenguaje era equivocado, y en su conjunto todo eso no era más que una clase magistral de historia, seca y sin brío, prolija, descamada y perdida para el escenario!
       Pues bien, se había terminado. Un fracaso. Una empresa fallida. Bancarrota. Así se lo iba a escribir a Körner, al bueno de Körner, que todavía creía en él y que, en su ingenua confianza, mostraba apego por su genio. Se burlaría, imploraría y rabiaría, su amigo. Le recordaría que también el Don Carlos había sido fruto de dudas, esfuerzos y cambios, pero finalmente, tras todo aquel tormento, había demostrado ser excelente en múltiples aspectos, una acción gloriosa. Pero aquello fue distinto. Por entonces aún era un hombre capaz de apoderarse de un tema con mano afortunada y de configurarlo hasta la victoria. ¿Escrúpulos y batallas? Sí, desde luego. Y también es verdad que había estado enfermo, probablemente incluso más enfermo que ahora. Por entonces era un indigente, un fugitivo, un ser enemistado con el mundo, oprimido y paupérrimo en lo humano. ¡Pero joven, era muy joven! Sin importar lo profundamente doblegado que estuviera, su mente siempre había sabido incorporarse dócilmente de forma fulminante, y tras las horas de aflicción habían llegado otras de fe y de triunfo interior. Pero ahora estas últimas ya no llegaban, o apenas lo hacían. Una sola noche de inspiración llameante, en la que, bajo una luz de genial apasionamiento, vislumbraba lo que podía llegar a crear si le fuera dado disfrutar siempre de una gracia semejante, tenía que pagarla con una semana entera de oscuridad y de parálisis. Estaba cansado: con sólo treinta y siete años ya estaba en las últimas. Ya no experimentaba esa fe en el futuro que había sido su estrella en la desgracia. Y así era; ésta era la desesperante verdad: los años de penuria y de futilidad que él había tomado por años de calvario y de iniciación, habían sido en realidad sus años más ricos y fructíferos. Y ahora que le había caído en suerte un poco de felicidad, ahora que había abandonado ese filibusterismo del espíritu para adquirir cierta legitimidad y concertar una relación burguesa, ahora que tenía cargo y honores, ahora que tenía mujer e hijos, precisamente ahora estaba agotado y en las últimas. Fracasar y desesperarse: eso era todo lo que le quedaba.
       Suspiró, se apretó los ojos con las manos y recorrió la habitación como un animal acorralado. Lo que acababa de pensar era tan terrible que se sentía incapaz de quedarse quieto en el mismo lugar en que ese pensamiento le había acometido. Se sentó en una silla que había apoyada en la pared, dejó caer las manos entre las rodillas y fijó sombríamente la vista en el entarimado del suelo.
       La conciencia… ¡Con qué fuerza le estaba gritando la conciencia! Había pecado, había cometido un pecado contra sí mismo en el transcurso de todos aquellos años, un pecado contra ese delicado instrumento que era su cuerpo. Los desórdenes de su juventud, las noches en vela y los días encerrado en un cuarto y respirando humo de tabaco, siendo todo espíritu y olvidándose del cuerpo, los estimulantes con los que se había impelido a seguir trabajando… Todo eso terminaba por vengarse, ¡y se estaba vengando ahora!
       Pero si todo eso se estaba vengando, él iba a plantarles cara a esos dioses que primero le enviaban la culpa para después infligirle el castigo. Él había vivido como tenía que vivir, no había tenido tiempo de ser sabio o precavido. Aquí, en este preciso lugar del pecho: cada vez que respiraba, tosía o bostezaba, siempre en el mismo punto, ese dichoso dolor, esa pequeña, endemoniada, aguda y perforadora advertencia que no callaba desde que cinco años antes contrajera en Erfurt aquel catarro con fiebres, aquella violenta enfermedad pulmonar. ¿Qué le estaba diciendo ese dolor? En realidad él sabía demasiado bien lo que le decía, ya se podía poner el médico como quisiera. No tenía tiempo para tratarse con sensata precaución, para administrar moralmente sus recursos. Lo que quería hacer tenía que hacerlo pronto, hoy mismo, rápido… ¿Moralidad? Finalmente, ¿cómo es posible que precisamente su pecado, su entrega a lo perjudicial y destructivo, se le antojara moralmente más lícito que toda sabiduría y fría disciplina? ¡No eran éstas, no era el arte despreciable de la buena conciencia lo que constituía lo moralmente lícito, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!
       El dolor… ¡Cómo le henchía el pecho esa palabra! Se incorporó y se cruzó de brazos. Y su mirada, bajo las cejas pelirrojas y juntas, se avivó con un bello clamor. Aún no se ha alcanzado la desgracia, la desgracia todavía no es total, mientras aún se la pueda dotar de una denominación orgullosa y noble. Una cosa sí era imprescindible: ¡la buena disposición para procurarle nombres grandes y bellos a la vida! ¡No atribuir el propio sufrimiento al aire viciado o al constipado! Conservar la salud suficiente para mostrarse patético… y así, ¡ver más allá del cuerpo, sentir más allá de él! ¡Ser ingenuo sólo en este punto, aunque sabio en todos los demás! Creer, poder creer en el dolor… Al fin y al cabo, él creía en el dolor, tan profundamente, tan fervorosamente, que su fe le decía que nada que fuera fruto del dolor podía ser realmente inútil o malo. Su mirada se deslizó de nuevo hacia el manuscrito y cruzó los brazos con más fuerza sobre el pecho… El propio talento ¿acaso no era dolor? Y si eso de ahí, esa infortunada obra, le estaba generando sufrimiento, ¿no sería que estaba bien así? ¿No se trataría incluso de una buena señal? Su talento nunca había fluido a borbotones, y no empezaría a sentir verdadera desconfianza hacia él hasta el momento en que lo hiciera. El talento sólo fluía a borbotones en los chapuceros y diletantes, en las personas ignorantes y fáciles de satisfacer que no vivían bajo la verdadera presión y disciplina del talento. Y es que el talento, señoras y señores de ahí abajo, del fondo de la platea, el talento no es algo ligero, no es algo retozón, no es un simple saber hacer. En su raíz el talento es una necesidad, un conocimiento crítico en torno al ideal, una insatisfacción cuya habilidad no se crea ni se incrementa más que a fuerza de tormento. Y para los más grandes, para los más insatisfechos, el propio talento es el más doloroso de los látigos… ¡Nada de quejas! ¡Nada de fanfarronerías! ¡Pensar con humildad y paciencia en lo que se ha tenido que soportar! Y aunque ni un solo día de la semana, ni una sola hora se haya visto libre de dolor, ¿qué más da? Menospreciar los lastres y los resultados, minusvalorar las exigencias, las quejas y las fatigas… ¡Eso es lo que nos hace ser grandes!
       Se puso en pie, sacó la caja de rapé y aspiró ansioso. Después se lanzó las manos a la espalda y caminó con tanta vehemencia por la habitación que las llamas de las velas se agitaron por influjo de la corriente… ¡Grandeza! ¡Singularidad! ¡La conquista del mundo con un nombre inmortal! ¿Qué valía la felicidad de los eternamente anónimos frente a una meta semejante? ¡Ser conocido, conocido y amado por todos los pueblos de la Tierra! ¡Sí, parlotead de egocentrismo, vosotros que no tenéis ni idea de la dulzura de este sueño y de este afán! Todo lo extraordinario es egocéntrico, siempre y cuando sufra. ¡Ya podéis quedaros mirando, os dice, vosotros que carecéis de misión y para los que todo resulta tanto más fácil en esta Tierra! Mientras que la ambición añade: ¿es que tanto sufrir ha podido ser en vano? ¡Grande, tiene que hacerme grande…!
       Tenía tensas las aletas de la gran nariz, y su mirada era amenazadora y errabunda. Había deslizado con profundidad y vehemencia la mano derecha bajo la solapa de su bata de noche, mientras la izquierda le colgaba en un puño del cuerpo. Un rubor fugaz se le había posado en las descarnadas mejillas, una llamarada surgida de las brasas de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio yo que ardía inapagable en su interior más profundo. Conocía bien la secreta embriaguez de ese amor. A veces le bastaba con contemplarse la mano para sentirse invadido por una ternura entusiasta hacia sí mismo, a cuyo servicio había decidido poner todas las armas que le habían sido dadas en cuanto a talento y arte. Era lícito que lo hiciera, no había nada indigno en ello. Pues aún más profundamente que este egocentrismo residía también en él la conciencia de que, aun así, se estaba consumiendo y sacrificando desinteresadamente al servicio de algo más elevado, aunque ciertamente sin mérito alguno por su parte, sino forzado por la necesidad. Y en ello radicaba todo su celo: en que no hubiera nadie más grande que él que no hubiera sufrido también en mayor medida que él por ese algo más elevado.
       ¡Nadie…! De pronto se detuvo, la mano en los ojos, el torso medio ladeado, en actitud esquiva, como dispuesto a la fuga. Sin embargo, ya estaba sintiendo en su corazón el aguijón de ese pensamiento inevitable: el pensamiento en el otro, en ese ser luminoso, ansioso de actuar, sensual, divinamente inconsciente, en ése de Weimar al que quería con anhelante hostilidad… Y una vez más, como siempre, con profunda inquietud, con apresuramiento y celo, sentía que se ponía en marcha en su interior el esfuerzo mental que seguía inevitablemente a este pensamiento: el esfuerzo que exigía afirmar y delimitar su propia identidad y su propio arte frente a los del otro… ¿De verdad que ese otro era más grande que él? ¿En qué? ¿Por qué? Cuando él vencía, ¿lo hacía a costa de un sangriento «aun así»? Y su posible derrota, ¿llegaría a ser nunca un espectáculo trágico? Podía ser un dios, tal vez… Pero desde luego que no era un héroe. Sin embargo, ¡resulta más fácil ser un dios que ser un héroe! Más fácil… ¡El otro lo tenía más fácil! Separar con mano sabia y afortunada el conocimiento de la creación: eso sí que tenía que dar frutos de forma alegre, fecunda y sin tormento. No obstante, ¡si la creación es algo divino, se podía decir que el conocimiento es heroico, y entonces quien creara al tiempo que conocía sería las dos cosas, un dios y un héroe!
       La voluntad de hacer lo más difícil… ¿Podía intuirse siquiera qué grado de disciplina y superación personal le exigía una frase, una severa reflexión? Pues a la postre era un ignorante y de poca formación, un soñador obtuso y delirante. Resultaba más difícil escribir una carta de Julius que crear la mejor de las escenas: ¿y no era ya sólo por eso lo más elevado? Desde el primer anhelo rítmico de su arte interior en pos de un tema, de una materia, de una posibilidad de efusión verbal…, hasta la reflexión, la imagen, la palabra, la línea: ¡menudo combate! ¡Menudo calvario! Prodigios de nostalgia eran sus obras, nostalgia por la forma, por la configuración, la limitación, la corporeidad; prodigios de nostalgia por acceder al mundo luminoso del otro, de ese que, directamente y por boca divina, llamaba por su nombre a todas las cosas que lucían bajo el sol.
       Pero aun así, y a pesar de ese otro: ¿dónde había un artista de su talla, un poeta como él mismo? ¿Quién creaba, como él, de la nada, partiendo únicamente de su propio pecho? ¿No sería que los poemas habían nacido ya en su alma bajo la forma de una música, de una pura imagen primigenia del ser, mucho tiempo antes de que tomaran prestados las metáforas y los ropajes del mundo de las apariencias? Historia, conocimiento del mundo, pasión: todo eso no son más que medios y pretextos para referirse a algo que tiene bien poco que ver con ello, para algo que tiene su patria en las profundidades órficas. Palabras, conceptos: meras teclas pulsadas por su arte para hacer sonar la melodía de un arpa invisible… Y esto ¿alguien lo sabía? Es verdad que lo elogiaban mucho, las buenas gentes; lo elogiaban por la fuerza de carácter con que pulsaba esta o aquella tecla. Y su palabra favorita, su pathos más extremo, la gran campana con la que llamaba a las festividades más elevadas del alma, les resultaba atractiva a muchos… «Libertad»… Ciertamente, entendía por ella más y también menos que todos esos que se regocijaban jubilosos al oírla. Libertad… ¿Qué significa eso? ¿No será simplemente un poco de dignidad burguesa frente al trono de los soberanos? ¿Podéis imaginar siquiera todo lo que un espíritu puede llegar a querer decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿De qué más? Quizá incluso de la felicidad, de la felicidad humana, de esa ligadura de seda, de esa dulce y amable obligación…
       De la felicidad… Sus labios se contrajeron involuntariamente. Era como si hubiera vuelto la mirada hacia su interior, y entonces, poco a poco, dejó caer la cara entre las manos… Estaba en la habitación contigua. Una luz azulada fluía de la linterna, y la cortina de flores cubría con pliegues serenos la ventana. Estaba junto a la cama y se inclinó sobre la dulce cabeza que descansaba en la almohada… Se le había ensortijado un rizo negro sobre esa mejilla que parecía relumbrar con la palidez de las perlas, y tenía los labios infantiles entreabiertos en el sueño… ¡Mi mujer! ¡Mi amada! ¿Fuiste en pos de mi nostalgia y viniste a mí para ser mi felicidad? ¡Quieta, lo eres! ¡Y duerme! No abras ahora estas pestañas dulces y de larga sombra para mirarme; no me muestres esos ojos tan grandes y oscuros que tienes a veces, como si quisieras preguntarme quién soy y me estuvieras buscando. ¡Por el amor de Dios, te quiero muchísimo! Lo que pasa es que a veces no acierto a encontrar mi sentimiento, porque estoy demasiado cansado de sufrir y de batallar por esa misión que me encomienda mi propio yo. Y no debo ser excesivamente tuyo, no debo ser nunca plenamente feliz en ti, por el bien de eso que constituye mi misión…
       La besó, se separó del dulce calor de su sueño, miró a su alrededor y regresó. El sonido de la campana le recordó lo avanzada que estaba ya la noche, pero también parecía anunciarle benévolamente el final de una hora difícil. Suspiró de alivio y sus labios se cerraron con firmeza. Fue y tomó la pluma… ¡Nada de cavilaciones! Estaba demasiado hundido para permitirse el lujo de cavilar. ¡Nada de descender al caos o, por lo menos, nada de demorarse en él! Al contrario, era precisamente de ese caos, que es la plenitud, de donde tenía que sacar a la luz todo lo que tuviera validez y madurez suficientes para adquirir forma. Nada de cavilaciones: ¡a trabajar! Delimitar, excluir, configurar, terminar…
       Y la terminó; terminó la obra de su sufrimiento. Quizá no le estuviera saliendo bien, pero el caso es que la terminó. Y cuando la hubo terminado, mira por dónde, resultó que también le había salido bien. Y del fondo de su alma, de la música y de la idea, nuevas obras pugnaron por salir a la superficie, configuraciones tintineantes y resplandecientes cuya forma sagrada permitía intuir prodigiosamente la patria infinita de la que habían salido, al igual que en la concha podemos oír el bramido del mar en el que fue pescada.



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