Thomas
Mann
(Lübeck, Alemania, 1875 -
Suiza, 1955)
Muerte en Venecia
(Der Tod in Venedig,
1912)
Von Aschenbach, nombre oficial de
Gustavo Aschenbach a partir de la celebración de su cincuentenario,
salió de su casa de la calle del Príncipe Regente, en Munich, para dar
un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19... La
primavera no se había mostrado agradable. Sobreexcitado por el difícil
y esforzado trabajo de la mañana, que le exigía extrema preocupación,
penetración y escrúpulo de su voluntad, el escritor no había podido
detener, después de la comida, la vibración interna del impulso
creador, de aquel motus animi continuus en que consiste, según
Cicerón, la raíz de la elocuencia. Tampoco había logrado conciliar el
sueño reparador, que le iba siendo cada día más necesario, a medida
que sus fuerzas se gastaban. Por eso, después del té, había salido,
con la esperanza de que el aire y el movimiento lo restaurasen, dándole
fuerzas para trabajar luego con fruto.
Principiaba mayo, y, tras unas
semanas de frío y humedad, había llegado un verano prematuro. El
«Englischer Garten» tenía la claridad de un día de agosto, a pesar
de que los árboles apenas estaban vestidos de hojas. Las cercanías de
la ciudad se inundaban de paseantes y carruajes. En Anmeister, adonde
había llegado por senderos cada vez más solitarios, se detuvo un
instante para contemplar la animación popular de los merenderos, ante
los cuales habían parado algunos coches. Desde allí, y cuando el sol
comenzaba ya a ponerse, salió del parque atravesando los campos.
Después, sintiéndose cansado, como el cielo amenazase tormenta del
lado de Foehring, se quedó junto al Cementerio del Norte esperando el
tranvía, que le llevaría de nuevo a la ciudad, en línea recta.
No había nadie, cosa extraña, ni
en la parada del tranvía ni en sus alrededores. Ni por la calle de
Ungerer, en la cual los rieles solitarios se tendían hacia Schwalimg.
Ni por la carretera de Foehring se veía venir coche ninguno. Detrás de
las verjas de los marmolistas, ante las cuales las cruces, lápidas y
monumentos expuestos a la venta formaban un segundo cementerio, no se
movía nada. El bizantino pórtico del cementerio, se erguía
silencioso, brillando al resplandor del día expirante. Además de las
cruces griegas y de los signos hieráticos pintados en colores claros,
se veían en el pórtico inscripciones en letras doradas, ordenadas
simétricamente, que se referían a la otra vida, tales como «Entráis
en la morada de Dios» o «Que la luz eterna os ilumine». Aschenbach se
entretuvo durante algunos minutos leyendo las inscripciones y dejando
que su mirada ideal se perdiese en el misticismo de que estaba
penetrada, cuando de pronto, saliendo de su ensueño, advirtió en el
pórtico, entre las dos bestias apocalípticas que vigilaban la escalera
de piedra, a un hombre de aspecto nada vulgar que dio a sus pensamientos
una dirección totalmente distinta.
¿Había salido de adentro por la
puerta de bronce, o había subido por fuera sin que Aschenbach lo
notase? Sin dilucidar profundamente la cuestión, Aschenbach se
inclinaba, sin embargo, a lo primero. De mediana estatura, enjuto,
lampiño y de nariz muy aplastada, aquel hombre pertenecía al tipo
pelirrojo, y su tez era lechosa y llena de pecas. Indudablemente, no
podía ser alemán, y el amplio sombrero de fieltro de alas rectas que
cubría su cabeza le daba un aspecto exótico de hombre de tierras
remotas. Contribuían a darle ese aspecto la mochila sujeta a los
hombros por unas correas, un cinturón de cuero amarillo, una capa de
montaña, pendiente de su brazo izquierdo, y un bastón con punta de
hierro, sobre el cual apoyaba la cadera.
Tenía la cabeza erguida, y en su
flaco cuello, saliendo de la camisa deportiva, abierta, se destacaba la
nuez, fuerte y desnuda. Miraba a lo lejos con ojos inexpresivos, bajo
las cejas rojizas, entre las cuales había dos arrugas verticales,
enérgicas, que contrastaban singularmente con su nariz aplastada. Así
—quizá contribuyera a producir esta impresión el verlo colocado en
alto— su gesto tenía algo de dominador, atrevido y violento. Y sea
que se tratase de una deformación fisonómica permanente, o que,
deslumbrado por el sol crepuscular, hiciese muecas nerviosas, sus labios
parecían demasiado cortos, y no llegaban a cerrarse sobre los dientes,
que resaltaban blancos y largos, descubiertos hasta las encías.
¿Aschenbach pecaba de indiscreción
al observar así al desconocido en forma un tanto distraída y al mismo
tiempo inquisitiva? En todo caso, de pronto notó que le devolvía su
mirada de un modo tan agresivo, cara a cara, tan abiertamente resuelto a
llevar la cosa al último extremo, tan desafiadoramente, que Aschenbach
se apartó con una impresión penosa, comenzando a pasear a lo largo de
las verjas, decidido a no volver a fijar su atención en aquel hombre.
En efecto, minutos después lo había olvidado. Pero, bien porque el
aspecto errante del desconocido hubiera impresionado su fantasía, o por
obra de cualquier otra influencia física o espiritual, lo cierto es que
de pronto advirtió una sorprendente ilusión en su alma, una especie de
inquietud aventurera, un ansia juvenil hacia lo lejano, sentimientos tan
vivos, tan nuevos o, por lo menos, tan remotos, que se detuvo, con las
manos en la espalda y la vista clavada en el suelo, para examinar su
estado de ánimo.
Era sencillamente deseo de viajar;
deseo tan violento como un verdadero ataque, y tan intenso, que llegaba
a producirle visiones. Su imaginación, que no se había tranquilizado
desde las horas del trabajo, cristalizó en la evocación de un ejemplo
de las maravillas y espantos de la tierra que quería abarcar en una
sola imagen. Veía claramente un paisaje: una comarca tropical cenagosa,
bajo un cielo ardiente; una tierra húmeda, vigorosa, monstruosa, una
especie de selva primitiva, con islas, pantanos y aguas cenagosas;
gigantescas palmeras se alzaban en medio de una vegetación lujuriante,
rodeadas de plantas enormes, hinchadas, que crecían en complicado
ramaje; árboles extrañamente deformados hundían sus raíces hacia el
suelo, entre aguas quietas de verdes reflejos y cubiertas de flores
flotantes, de una blancura de leche y grandes como bandejas.
Pájaros exóticos, de largas zancas
y picos deformes, se erguían en estúpida inmovilidad mirando de lado,
y por entre los troncos nudosos de la espesura de bambú brillaban los
ojos de un tigre al acecho... Su corazón comenzó a latir
aceleradamente, movido de temor y de oscuras ansias. Al cabo de un rato,
se pasó la mano por la frente y continuó su paseo por delante de las
marmolerías.
Por lo menos, desde que tuvo a su
alcance medios para aprovechar a su antojo las facilidades de
comunicación, no había considerado el viaje sino como una medida
higiénica, que en ocasiones tuvo que emplear aun contra sus deseos e
inclinaciones. Preocupado excesivamente por los problemas que le
ofrecía su propio yo, su alma europea, sobrecargada por el impulso
creador y con escasa inclinación a dispersarse para sentir la
atracción del complejo mundo interior, se había conformado con la idea
general que todos nos hacemos de la superficie de la tierra sin
apartarnos gran cosa de nuestro círculo, y ni siquiera había intentado
nunca salir de Europa. Además, desde que su vida había iniciado el
descenso lento, desde que su temor de artista de no acabar su obra, de
que llegase su última hora antes de que realizara lo suyo, sin haber
producido cuanto en su interior fermentaba, desde que su preocupación
creadora había dejado de ser preocupación caprichosa de un instante,
su vida exterior se había limitado casi exclusivamente a deslizarse
dentro de la hermosa ciudad en que fijara su residencia y a escapar de
vez en cuando hacia la recia casa de campo que hizo construir en la
montaña, donde pasaba los veranos lluviosos.
En efecto, aquel impulso oscuro que
tan inesperada y tardíamente le acometía, fue pronto dominado y
reducido a justas proporciones por la razón y por el dominio de sí
mismo, adquirido a fuerza de ejercicios.
Se había propuesto llegar, antes de
irse al campo, hasta un punto determinado en la obra que entonces le
absorbía. El pensamiento de un viaje por el mundo, que por fuerza
tendría que ocuparle demasiado tiempo, le parecía cosa absurda
contraria a sus planes e indigna de ser tomada en consideración. Sin
embargo, comprendía perfectamente la razón de aquellos súbitos
deseos. Era un ansia indudable de huir, ansia de cosas nuevas y lejanas,
de liberación, de descanso, de olvido. Era el deseo de huir de su obra,
del lugar cotidiano, de su labor obstinada, dura y apasionada. Cierto
que la amaba y que casi amaba ya también la lucha renovada todos los
días, entre su voluntad orgullosa y terca, probada ya muchas veces, y
aquel agotamiento creciente que nadie debía sospechar, y del cual no
podía quedar en su obra huella alguna. Pero parecía razonable no
aumentar demasiado la tensión del arco ni ahogar por capricho un ansia
tan vivamente sentida. Pensó en su labor, pensó en aquel pasaje que en
todo tiempo había tenido que abandonar, sin que le valiesen su paciente
esfuerzo ni sus atrevidos ímpetus. La examinó una vez más, tratando
de vencer o desviar el obstáculo, y, con un estremecimiento de
impotencia, hubo de confesarse vencido. Lo que le molestaba no era una
dificultad insuperable, sino cierta falta de complacencia en su obra,
que se le manifestaba como disconformidad. Cierto es que desde joven, la
disconformidad había sido para él la íntima naturaleza, la esencia
del talento, y que por ello había dominado y enfriado el sentimiento,
sabiendo que éste se inclina a satisfacerse con un «poco más o
menos» optimista y con una semiperfección.
¿No sería que el sentimiento así
dominado se vengaba abandonándole, negándose a animar su arte,
anulando de esa manera toda complacencia, todo encanto en la forma y en
la expresión? No es que produjese cosas malas; los años le habían
traído la ventaja de encontrarse cada vez más dueño y más seguro de
su destreza. Pero, mientras la nación rendía acatamiento a esta
maestría, él no estaba satisfecho por ello. Y era como si a su obra le
faltase el fervor de esa alegría ágil que, como ninguna otra cualidad,
produce el encanto del público. Le temía al veraneo en el campo, solo,
en la reducida casa, con la muchacha que le preparaba la comida y el
criado que servía la mesa; tenía miedo de las siluetas, conocidas
hasta la saciedad, de las cimas y laderas de las montañas, que, como
todos los años, serían testigos de su cansancio y su desasosiego.
Necesitaba un cambio, una vida imprevista, días ociosos, aire lejano,
sangre nueva. Así, el verano sería fecundo y productivo.
Había que emprender, pues, un
viaje. No muy lejos, no hasta los lugares de los tigres precisamente.
Bastaría con una noche en cada cama, y un descanso de tres o cuatro
semanas en una playa cualquiera del Mediodía deleitable...
Así pensaba, mientras el ruido del
tranvía iba acercándose por la calle de Angerer. Ya subiendo al
vehículo, decidió consagrar la noche al estudio del mapa y de la guía
de ferrocarriles. Al encontrarse en la plataforma, se le ocurrió buscar
al hombre exótico que había visto hacía algunos instantes, y que
había tenido ya cierta trascendencia para él. Pero no pudo verlo, pues
aquél no se encontraba ni junto al pórtico ni en la parada ni tampoco
en el coche.
El autor de la fuerte y luminosa
epopeya de Federico II; el paciente artista que había tejido, en
obstinada labor, el tapiz novelesco titulado Maía, tan rico en
figuras y en el cual se congregaban tantos destinos humanos a la sombra
de una idea; el creador de aquella fuerte narración titulada Un
miserable, que mostró a toda la juventud la posibilidad de una
decisión moral más allá del más profundo conocimiento; el autor
también del apasionado ensayo Espíritu y Arte (con esto quedan
sucintamente enumeradas las obras de su edad madura), cuya fuerza
ordenadora y cuya elocuencia hizo que ciertos críticos autorizados lo
colocaran al nivel de la obra de Schiller en el terreno de la poesía
ingenua y sentimental, Gustavo Aschenbach había nacido en L., capital
de distrito de la provincia de Silesia. Hijo de un alto funcionario
judicial, sus ascendientes fueron funcionarios públicos, hombres que
habían vivido una vida disciplinaria y sobria, al servicio del Estado y
del rey. La espiritualidad de la familia había cristalizado una vez en
la persona de un pastor. En la generación precedente, la sangre alemana
de sus antepasados se mezcló con la sangre más viva y sensual de la
madre del escritor, hija de un director de orquesta bohemio.
De ella provenían los rasgos
extranjeros que podían notarse en el aspecto exterior de Aschenbach.
La combinación de ese espíritu de
rectitud profesional con los ímpetus apasionados y oscuros provenientes
de su ascendencia materna, habían producido un artista, el artista
singular que se llamaba Gustavo Aschenbach.
Como su naturaleza iba impulsada
enteramente hacia la gloria, sin ser un escritor precoz precisamente,
pronto apareció ante el público, maduro y formado, gracias a la
decisiva y definida personalidad de su genio. Cuando apenas había
dejado el gimnasio (1) poseía ya un nombre. Diez años más tarde
había aprendido a desempeñar una función desde la mesa de su
despacho: la de administrar su gloria manteniendo una correspondencia,
que debía ser limitada ( ¡tantos son los que acuden a los favorecidos
de la fortuna! ) para ser sustanciosa y digna de su nombre. A los
cuarenta años, cansado de los esfuerzos y alternativas de su profesión
de escritor, ocupaba ya un puesto entre la intelectualidad mundial, que
diariamente le manifestaba su afecto y reconocimiento en todos los
países.
Su genio, apartado por igual de lo
vulgar y de lo excéntrico, era de la índole más apropiada para
conquistar, al mismo tiempo, la admiración del gran público y el
interés animador de las minorías selectas. Acostumbrado desde muchacho
al esfuerzo, y al esfuerzo intenso, no había disfrutado nunca del ocio
ni conoció la descuidada indolencia de la juventud. A los treinta y
cinco años de edad cayó enfermo en Viena. Un fino observador decía
por entonces, hablando de él en sociedad: «Aschenbach ha vivido
siempre así —y cerraba fuertemente el puño de la mano izquierda—.
Nunca así —y dejaba colgar indolentemente la mano abierta.» Esto era
exacto, y el valor moral probado por ello era tanto mayor, cuanto que su
naturaleza no era robusta ni mucho menos, y no había nacido para
ejecutar esfuerzos de suprema tensión.
Su delicada complexión hizo que los
médicos le excluyesen durante su niñez de la asistencia a la escuela,
por lo cual disfrutó una educación casera. Había crecido así,
aislado, sin amigos, dándose cuenta prematuramente de que pertenecía a
una generación en la cual escaseaba, si no el talento, sí la base
fisiológica que el talento requiere para desarrollarse; a una
generación que suele dar muy pronto lo mejor que posee y que rara vez
conserva sus facultades actuantes hasta una edad avanzada. Pero su lema
favorito fue siempre resistir, y su epopeya de Federico no era sino la
exaltación de esta palabra, que le parecía el compendio de toda virtud
pasiva. Y deseaba ardientemente llegar a viejo, pues siempre había
creído que sólo es verdaderamente grande y realmente digno de estima
el artista a quien el Destino ha concedido el privilegio de crear sus
obras en todas las etapas de la vida humana.
Por eso, como la carga de su talento
tenía que ir sobre unos hombros débiles, y como quería llegar lejos,
necesitaba una extremada disciplina. Y la disciplina era, por fortuna,
una parte de su herencia paterna. A los cuarenta, a los cincuenta años,
lo mismo que antes, a la edad en que otros descuidan sus facultades,
sueñan y aplazan tranquilamente la ejecución de grandes planes, él
comenzaba temprano la jornada cotidiana, dándose una ducha de agua
fría, y luego, alumbrándose con un par de velas altas en el candelabro
de plata, a solas con su manuscrito, brindaba al arte en dos o tres
horas de intenso y concentrado trabajo mental, las fuerzas que había
acumulado durante el sueño. Atestigua realmente la victoria de su
robustez moral el hecho de que sus desconocidos lectores creyesen que el
mundo de su novela Maía o las figuras épicas entre las que
desarrollaba la vida heroica de Federico, procedían de una inspiración
súbita y habían sido creados en momentos de extraordinaria fuerza de
expresión. Pero, en realidad, la grandeza de toda su obra estaba hecha
de un minucioso trabajo cotidiano; era la resultante de cientos de
inspiraciones breves, y debía la excelsa maestría de la concepción
total y de cada uno de los detalles al hecho de que su creador, con
tenacidad y energía semejantes a las del héroe que conquistara su
provincia natal, supo perseverar años y años bajo la tensión de una
misma obra, consagrando a la labor de ejecución, propiamente dicha, sus
horas más preciosas e intensas.
Para que cualquier creación
espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda, es
preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el
carácter personal del autor y el carácter general de su generación.
Los hombres no saben por qué les satisfacen las obras de arte. No son
verdaderamente entendidos, y creen descubrir innumerables excelencias en
una obra, para justificar su admiración por ella, cuando el fundamento
íntimo de su aplauso es un sentimiento imponderable que se llama
simpatía. Aschenbach había escrito expresamente, en un pasaje poco
conocido de sus obras, que casi todas las cosas grandes que existen son
grandes porque se han creado contra algo, a pesar de algo: a pesar de
dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la debilidad
corporal, del vicio, de la pasión. Eso era algo más que una
observación: era el resultado de una experiencia íntimamente vivida
por él, la fórmula de su vida y de su gloria, la clave de su obra.
¿Por qué había de extrañar, entonces, el hecho de que lo más
peculiar de las figuras por él creadas tuviera su carácter moral?
Ya desde sus comienzos, un agudo
crítico, al hablar del tipo de héroe preferido por Aschenbach, y que
dominaba toda su obra, había escrito que «podía imaginarse como un
tipo de intrepidez varonil, de inteligencia y juventud, que, poseído de
altivo rubor, se yergue, inmóvil, apretando los dientes, mientras su
cuerpo sufre traspasado por lanzas y espadas». Esta observación
resultaba muy bella, muy ingeniosa y muy exacta, a pesar de la excesiva
pasividad atribuida al héroe. Porque la serenidad en medio de la
desgracia, y la gracia en medio de la tortura, no son sólo
resignación; son también actividad y encierran un triunfo positivo. La
figura de san Sebastián es por eso la imagen más bella, si no de todo
el arte, por lo menos del arte a que aquí se hace referencia. Así,
penetrando en el mundo creado por las obras de Aschenbach, se veía el
elegante dominio del autor, el dominio de sí mismo, que esconde hasta
el último momento a los ojos del mundo fisiológico. La fealdad
amarillenta, que logra convertir en puro resplandor el rescoldo apagado
que en su interior alienta y que lega a las cumbres más excelsas del
reino de la belleza, es igual a la pálida impotencia, que del fondo
ardiente del alma saca las fuerzas suficientes para obligar a un pueblo
descreído a arrojarse a los pies de la cruz, a «sus» pies. Nada
tienen que hacer con eso la amable apostura al servicio vacío y severo
de la forma, la vida artificial y aventurera, el ansia y el arte
enervadores del falsificador nato. Considerando estos aspectos y otros
semejantes, uno llega a dudar de que haya otro heroísmo que el
heroísmo de la debilidad. Y, en todo caso, ¿qué especie de heroísmo
podría ser más de nuestro tiempo que éste? Aschenbach era el poeta de
todos aquellos que trabajaban hasta los límites del agotamiento, de los
abrumados, de los que se sienten caídos aunque se mantienen erguidos
todavía, de todos estos moralistas de la acción que, pobres de aliento
y con escasos medios, a fuerza de exigir a la voluntad y de
administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la
impresión de lo grandioso. Estos hombres abundan en todas partes, son
los héroes de la época. Y todos se encontraban reflejados en su obra;
se hallaban afirmados, ensalzados, cantados en ella: por eso difundían
agradecidos la gloria del autor. Había sido joven y brutal, como la
época, y mal aconsejado por ella, había cometido públicamente
inconveniencias, poniéndose en ridículo, pecando contra el acto y el
buen gusto de palabra y de obra. Pero luego había adquirido aquella
dignidad a la cual, según sus propias palabras, tiende espontáneamente
todo gran talento, con innato impulso. Podía afirmarse por eso que todo
el desarrollo de su personalidad había consistido en ascender hasta esa
actitud digna, de manera consciente y tenaz, contra todos los
obstáculos de la duda y todos los filos de la ironía.
Las masas burguesas se regocijaban
con las figuras acabadas, sin vacilaciones espirituales; pero la
juventud apasionada e iconoclasta se siente atraída por lo
problemático. Y Aschenbach era problemático después de haber sido
todo lo irreverente que puede ser un muchacho.
Sin embargo, parece que un espíritu
noble y vigoroso no se acoraza tanto contra nada como contra el encanto
amargo, punzante, del conocimiento. Y es lo cierto que la escrupulosa
profundidad del joven no tiene casi fuerza cuando se la compara con la
decisión inquebrantable del hombre maduro, elevado ya a la categoría
de maestro, de negar el saber, de rechazarlo, de dejarlo atrás con la
cabeza erguida, siempre que se corra el riesgo de que ello pueda
paralizar, desanimar, desvanecer la voluntad, el impulso de acción, el
sentimiento y hasta la misma pasión. Su famosa narración titulada Un
miserable sólo podía interpretarse como expresión de la
repugnancia contra el indecoroso funcionamiento psíquico de la época,
simbolizado en la figura de aquel semipícaro estúpido y morboso que
busca su tragedia arrojando a su mujer en brazos de un adolescente, por
impotencia, por vicio, por veleidad moral, y que cree tener derecho a
hacer cosas indignas so pretexto de profundidad de pensamiento. El
ímpetu de la frase con que reprobaba lo reprobable que podía haber en
él, significaba la superación de toda incertidumbre moral, de toda
simpatía con el abismo, la condenación del principio de la compasión,
según el cual comprenderlo todo es perdonarlo todo, y lo que aquí se
preparaba, y en cierto modo se realizaba ya acabadamente, era aquel
Milagro de la inocencia renovada, del que se hablaba un poco más tarde
de un modo declarado, pero no sin cierto acento misterioso, en uno de
los diálogos del autor. ¡Extrañas asociaciones! ¿Fue consecuencia de
ese «renacimiento», de esa nueva dignidad y rigor, el hecho de que se
observase, casi por la misma época, el extraordinario vigor de su
sentido de la belleza, y se apreciase en él la pureza, sencillez y
equilibrio aristocrático de la forma, de esta forma que en adelante
prestará a todas sus creaciones un sello tan visible de maestría y
clasicismo? Pero la decisión moral, más allá de todo saber, de todo
conocimiento disolvente y apático, ¿no significa al mismo tiempo una
simplificación moral del mundo y del alma, y, por consiguiente, una
propensión al mal, a lo prohibido, a lo moralmente prohibido? Y la
forma, a su vez, ¿no presenta un doble aspecto? ¿No es moral e inmoral
a la vez: moral como resultado y expresión del esfuerzo disciplinado,
pero amoral, e incluso inmoral, puesto que encierra por naturaleza una
indiferencia moral y porque, más aún, aspira esencialmente a humillar
lo moral bajo su ceño orgulloso y despótico?
Pero, sea lo que fuere, cada artista
tiene su desarrollo peculiar. ¿Cómo no ha de ser diverso el de aquel
que va acompañado del aplauso y la confianza de la muchedumbre, junto
al de quien pasa sin el brillo y el halago de la gloria? Sólo los
bohemios incorregibles encuentran aburrido, y les parece cosa de burla,
el hecho de que un gran talento salga de la larva del libertinaje, se
acostumbre a respetar la dignidad del espíritu y adquiera los hábitos
de un aislamiento lleno de dolores y luchas no compartidas, de un
aislamiento que le ha deparado el poder y la consideración de las
gentes.
Por lo demás, ¡cuánto hay de
juego y de placer en la formación de un talento en la soledad!
Con el tiempo, las obras de Gustavo
Aschenbach adquirieron cierto carácter oficial, didáctico; su estilo
perdió las osadías creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo
se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi formulista.
Como Luis XIV, suprimió además toda palabra ordinaria en sus escritos.
Por esa época se incluyeron escritos suyos en las Antologías de
lectura para uso de las escuelas. Esto estaba en armonía con su
evolución. Por eso, al cumplir los cincuenta años, cuando un príncipe
alemán que acababa de subir al trono le concedió el título de noble,
por ser autor de Federico, él no lo rechazó.
Después de largos años de vida
inquieta, después de haber intentado fijar aquí y allá su residencia,
se estableció por fin en Munich, donde llevaba una vida de burgués,
considerado y respetado. El matrimonio que contrajo en su juventud con
una muchacha de familia de profesores no duró mucho tiempo, pues la
esposa murió poco después, tras una breve dicha conyugal. Le había
quedado una hija, que estaba ya casada. No había tenido ningún hijo
varón.
Gustavo von Aschenbach era de
estatura poco menos que mediana, más bien moreno, e iba afeitado
completamente. Su cabeza no estaba proporcionada a su desmedrado cuerpo.
El cabello, peinado hacia atrás, algo escaso en el cráneo y muy
abundante y bastante gris en las cejas, servía de marco a una frente
amplia. Unos lentes de oro con los cristales al aire oprimían el puente
de la nariz, recia, noblemente curvada. La boca era carnosa, tan pronto
floja como estrecha y apretada. Las mejillas, flacas y hundidas, y la
barba partida, bien formada en suave ondulación. Sobre la cabeza,
generalmente inclinada en una postura doliente, parecían haber pasado
grandes tormentas. Sin embargo, era sólo el arte lo que había retocado
su fisonomía, como sólo suele hacerlo una vida llena de emociones y
aventuras. Debajo de aquella frente se habían forjado las frases
chispeantes de la conversación entre Voltaire y Federico acerca de la
guerra. Aquellos ojos, que miraban cansados tras los cristales de los
lentes, habían visto el sangriento horror de los lazaretos de la guerra
de los Siete Años. El arte significaba, para quien lo vive, una vida
enaltecida; sus dichas son más hondas y desgastan más rápidamente;
graba en el rostro de sus servidores las señales de aventuras
imaginarias, y el artista, aunque viva exteriormente en un retiro
claustral, se siente al fin y al cabo poseído de un refinamiento, un
cansancio, y una curiosidad de los nervios, más intensos de los que
puede engendrar una vida llena de pasiones y goces violentos.
Decidido ya el viaje, algunos
asuntos de carácter social y literario retuvieron a Gustavo en Munich
durante dos semanas después de aquel paseo. Al fin, un día dio orden
de que se le tuviera dispuesta la casa de campo para dentro de cuatro
semanas, y una noche, entre mediados y fines de mayo, tomó el tren para
Trieste. En dicha ciudad se detuvo sólo veinticuatro horas,
embarcándose para Pola a la mañana siguiente.
Lo que buscaba era un mundo
exótico, que no tuviera relación alguna con el ambiente habitual, pero
que no estuviese muy alejado. Por eso fijó su residencia en una isla
del Adriático, famosa desde hacía años y situada no lejos de la costa
de Istria. Habitaban la isla campesinos vestidos con andrajos chillones
y que hablaban un idioma de sonidos extraños. Desde la orilla del mar
veíanse rocas hermosas. Pero la lluvia y el aire pesado, el hotel lleno
de veraneantes de clase media austríaca y la falta de aquella sosegada
convivencia con el mar, que sólo una playa suave y arenosa proporciona,
le hicieron comprender que no había encontrado el lugar que buscaba.
Sentía en su interior algo que lo impulsaba hacia lo desconocido. Por
eso estudiaba mapas y guías, buscaba por todas partes, hasta que de
pronto vio con claridad y evidencia lo que deseaba. Para encontrar
rápidamente algo incomparable y de prestigio legendario, ¿adonde
tenía que ir? La respuesta era ya fácil. Se había equivocado. ¿Qué
hacía allí? Tenía que ir a otra parte. Se apresuró a abandonar su
falsa residencia. Semana y media después de su llegada a la isla, en
una alborada llena de húmeda niebla, un bote a motor le volvió
rápidamente con su equipaje al puerto de guerra austríaco; saltó a
tierra, y por una tabla subió inmediatamente a la húmeda cubierta de
un pequeño vapor dispuesto para emprender el viaje a Venecia.
Era el barco una vieja cáscara de
nuez, sucia y sombría, de nacionalidad italiana. En un camarote
iluminado con luz artificial, al que Aschenbach se dirigió tan pronto
hubo pisado el barco, acompañado de un marinero sucio y jorobado, que
le abrumaba con sus cortesías rutinarias, estaba sentado tras una mesa,
con un sombrero inclinado y una colilla de puro en la boca, un hombre de
barba puntiaguda, con aspecto de director de circo a la antigua moda,
que con los modales desenvueltos del profesional anotó las
circunstancias del viajero y le extendió el billete. «¿A Venecia?»,
dijo repitiendo la contestación de Aschenbach, y extendiendo el brazo
para mojar la pluma en el escaso contenido de un tintero ladeado: «A
Venecia, primera clase. Muy bien, caballero.» Y escribió con grandes
caracteres, echó arenilla azul de una caja sobre lo escrito, la vertió
en un cacharro, dobló el papel con sus huesudos y amarillos dedos y se
puso a escribir de nuevo murmurando al mismo tiempo: «Un viaje bien
elegido. ¡Oh, Venecia! ¡Magnífica ciudad! Ciudad de irresistible
atracción para las personas ilustradas, tanto por el prestigio de su
historia como por sus actuales encantos.» La rápidez de su
gesticulación y su monótona cantilena aturdían y molestaban; parecía
que procuraba hacer vacilar al viajero en su resolución de viajar a
Venecia. Tomó apresuradamente la moneda que Gustavo le dio para pagar,
y, con destreza de croupier, dejó caer la vuelta sobre el paño
mugriento que cubría la mesa. « ¡Feliz viaje, caballero! —exclamó
haciendo una reverencia teatral—. Ha sido para mí un honor el
servirle... ¡Caballeros! », gritó luego alzando la mano con ademán
majestuoso, como si el negocio marchase a las mil maravillas, a pesar de
que no se aguardaba ya a nadie más. Aschenbach volvió a la cubierta.
Apoyándose con un brazo en la
barandilla del barco, se puso a contemplar a las ociosas gentes
congregadas en el muelle para mirar a los pasajeros de a bordo. Los de
segunda clase, hombres y mujeres, acampaban en cubierta, utilizando como
asientos cajas y bultos de ropa. Los de primera clase eran muchachos
alegres, miembros de una sociedad de excursionistas, que se habían
reunido para hacer un viaje a Italia y que debían de ser dependientes
de comercio de Pola. Se los veía satisfechos de sí mismos y de su
empresa; charlaban, reían, gozaban con sus propios gestos y
ocurrencias, y, apoyados en la barandilla, se burlaban a gritos de las
gentes que, con la cartera bajo el brazo, iban entrando en los
establecimientos de la calle del puerto, amenazando con sus bastoncitos
a los ruidosos excursionistas.
Había un muchacho con un traje de
verano amarillo claro, de corte anticuado, una corbata púrpura y un
panamá con el ala medianamente levantada, que sobresalía de entre
todos los demás por su voz chillona. Pero apenas Aschenbach lo hubo
mirado con cierto detenimiento, se dio cuenta, no sin espanto, de que se
trataba de un joven falsificado: era un viejo, sin duda alguna. Sus ojos
y su boca aparecían circundados de profundas arrugas. El carmín mate
de sus mejillas era pintura; el cabello negro que asomaba por debajo del
sombrero de paja, aprisionado por una cinta de colores, una peluca; el
cuello aparecía decaído y ajado; el enhiesto bigote y la perilla,
teñidos; la dentadura amarillenta, que mostraba al reírse, postiza y
barata, y sus manos, llenas de anillos, eran manos de viejo. Aschenbach
sintió cierto estremecimiento al contemplarlo en comunidad con los
amigos. ¿No sabían, no notaban que era viejo, que no le correspondía
llevar aquel traje tan claro; no veían que no era uno de los suyos? Se
habría dicho que, por la fuerza de la costumbre, lo toleraban sin
enterarse de su incompatibilidad, lo trataban como a un igual y
respondían sin repugnancia a las palmadas afectuosas que les daba en el
hombro. ¿Cómo era posible? Aschenbach se cubrió la frente con las
manos y cerró los ojos, irritados a causa de haber dormido poco. Le
parecía que todo aquello salía de lo normal, que comenzaba una
transmutación ilusoria en torno suyo, que el mundo adquiría un
carácter singular, que podía quizá volver a su aspecto normal
cerrando un momento los ojos. Pero en aquel instante se sintió dominado
por la sensación del vacío, y alzando los ojos con una especie de
espanto irracional, advirtió que el pesado y sombrío casco del barco
estaba separándose de la orilla. Lentamente iba ensanchándose la
estela de agua sucia entre el barco y el muelle, a medida que la
máquina arrancaba trabajosamente. Ejecutando una maniobra lentísima,
el vapor puso proa a alta mar. Aschenbach fue al lado del timón, donde
el jorobado le había abierto una silla de playa; allí lo saludó el
capitán, vestido de levita, pero de levita grasienta.
El cielo aparecía gris, y el aire
estaba húmedo. El puerto y las islas habían ido quedando atrás, hasta
que, de pronto, toda huella de tierra desapareció del neblinoso
horizonte. Sobre la cubierta lavada, que no se acababa de secar, caía
la carbonilla de la máquina. Al cabo de una hora empezó a llover.
Extendieron una lona por encima de la cubierta.
Forrado en su abrigo, con un libro
en el regazo, el viejo descansaba, mientras las horas transcurrían
inadvertidamente. Había cesado de llover, se retiró la lona de la
cubierta. El horizonte se había despejado enteramente. Bajo la cúpula
del cielo se extendía en torno al barco el disco inmenso del mar. En el
espacio, vacío, sin solución de continuidad, faltaba también la
medida del tiempo y flotábase en lo infinito. A manera de extrañas
visiones, el viejo repugnante, la barba afilada del taquillera,
desfilaban con gestos indecisos y palabras de ensueño ante el espíritu
del viajero, hasta que, al cabo, se durmió.
Hacia mediodía, tuvo que bajar al
comedor, que tenía la forma de un pasillo, con puertas a los camarotes.
Se sentó a la cabecera de la larga mesa. En la otra extremidad, los
excursionistas, incluso el viejo, bebían alegremente con el capitán,
desde las diez de la mañana. La comida resultó pobre y terminó
rápidamente. Luego Aschenbach subió a cubierta para ver cómo estaba
el cielo; quizás aclarara del lado de Venecia.
Había hecho esa suposición, pues
la ciudad le recibía siempre con tiempo espléndido. Pero el cielo y el
mar seguían turbios y grises. De cuando en cuando caía una lluvia
neblinosa, y tuvo que aceptar la idea de encontrarse, llegando por ruta
marina, con otra Venecia distinta de la que él había conocido cuando
la visitó por tierra. Estaba apoyado en un mástil, con la mirada fija
en lontananza, esperando ver tierra. Recordaba al poeta melancólico y
entusiasta ante quien emergieron en otro tiempo de aquellas aguas las
cúpulas y las campanadas de su sueño, repetía algo de lo que entonces
había cristalizado en cántico de admiración, de dicha o de tristeza,
y conmovido sin esfuerzo por tales sentimientos ahondaba en su corazón
ya maduro, para ver si el Destino le reservaba aún nuevos entusiasmos y
emociones, o quizás una tardía aventura sentimental.
Así surgió a la derecha la costa
plana; el mar comenzó a animarse con botes de pescadores. Apareció la
isla de Bader; al dejarla a la izquierda, el barco pasó, acortando la
marcha, por el estrecho puerto que lleva el nombre de la isla y se paró
en la laguna, frente a unas casuchas pobres y pintorescas, en espera de
la falúa del servicio de Sanidad.
Al fin, después de una hora,
apareció la falúa. Habían llegado, y no habían llegado; no tenían
prisa. Sin embargo, los dominaba la más viva impaciencia. Los
excursionistas de Pola se sintieron patriotas, excitados sin duda por
las cornetas militares que sonaban por el lado del parque, y sobre
cubierta, entusiasmados con el arte, daban vivas a los bersaglieri que
hacían ejercicios. Pero era repugnante ver el estado en que su
camaradería con la gente joven había puesto al lamentable anciano. Su
viejo cerebro no había podido resistir, como en el caso de los
jóvenes, los efectos del vino, y aparecía vergonzosamente borracho.
Con una mirada estúpida y un pitillo entre los dedos, temblorosos,
vacilaba, conservando difícilmente el equilibrio. Como habría caído
al primer paso, no se atrevía a moverse del sitio; sin embargo,
mostraba una excitación lamentable; asía de las solapas a todo el que
se le aproximaba, tartamudeaba, gesticulaba, lanzaba risotadas, alzaba
con ademán de necia burla su dedo índice, lleno de anillos, y de un
modo equívoco, repugnante, se lamía los labios. As—•chenbach lo
miraba con sombrío entrecejo, mientras volvía a adueñarse nuevamente
de él la sensación de que el mundo mostraba una inclinación tentadora
a deformarse en siluetas singulares y exóticas. Pero no pudo seguir
examinando esa sensación, pues la maquinaria volvió a funcionar
mientras el barco continuaba su interrumpido viaje por el canal de San
Marcos.
Otra vez se presentaba a la vista la
magnífica perspectiva, la deslumbradora composición de fantásticos
edificios que la república mostraba a los ojos asombrados de los
navegantes que llegaban a la ciudad; la graciosa magnificencia del
palacio y del Puente de los Suspiros, las columnas con santos y leones,
la fachada pomposa del fantástico templo, la puerta y el gran reloj, y
comprendió entonces que llegar por tierra a Venecia, bajando en la
estación, era como entrar a un palacio por la escalera de servicio.
Había que llegar, pues, en barco a la más inverosímil de las
ciudades.
Paró la maquinaria, comenzaron a
aproximarse las góndolas, se descolgó la escalerilla y subieron a
bordo los empleados de la Aduana a desempeñar su cometido; los
pasajeros podían ir desembarcando. Aschenbach dio a entender que
deseaba una góndola para trasladarse junto con su equipaje a la
estación de los vaporcitos que circulan entre la ciudad y el Lido, pues
pensaba tomar habitación a orillas del mar. Poco después, su deseo fue
propagándose a gritos por la superficie de la laguna, donde los
gondoleros reñían con otros en su dialecto. No podía descender
todavía porque estaban bajando su baúl con gran trabajo. Por eso se
vio durante unos minutos expuesto, sin escape posible, a la solicitud
del repugnante viejo, a quien la borrachera impulsaba a rendir al
extranjero los honores de la despedida. «Le deseamos una agradable
temporada», tartamudeaba entre tumbos. «Tendremos muy presente su
recuerdo. Au revour, excusez y bon—jour, Excelencia.» La boca se le
llenó de agua, guiñó los ojos y sacó la lengua con gesto equívoco.
«Nuestros respetos —continuó —en la misma forma—, nuestros
respetos al pasajero simpático...» De pronto se le fue la dentadura
postiza. Aschenbach logró al fin escabullirse... «Al hombre
simpático», oía decir a sus espaldas, mientras descendía por la
escalera, asido a la cuerda.
¿Quién no experimenta cierto
estremecimiento, quién no tiene que luchar contra una secreta opresión
al entrar por primera vez, o tras larga ausencia, en una góndola
veneciana? La extraña embarcación, que ha llegado hasta nosotros
invariable desde una época de romanticismo y de poema, negra, con una
negrura que sólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silenciosas y
arriesgadas, la noche sombría, el ataúd y el último viaje silencioso.
¿Y se ha notado que el amplio sillón barnizado de negro es el más
blando, más cómodo, más agradable del mundo? Aschenbach se dio cuenta
de ello cuando se sentó a los pies del gondolero, junto a su equipaje
reunido. Los remeros seguían ri—ñendo rudamente en su dialecto
incomprensible, y con gestos amenazadores. Pero el silencio peculiar de
la ciudad parecía absorber blandamente sus voces, apaciguándolas y
deshaciéndolas en el agua. En el puerto hacía calor. Recibiendo el
soplo tibio del siroco, recostado sobre los blandos almohadones, el
viajero cerró los ojos para gozar de una languidez tan dulce como
desacostumbrada que empezaba a poseerlo. «La travesía será corta —pensaba—.
¡Ojalá durase siempre!» Lentamente, con suave balanceo, iba
sustrayéndose al ruido, a la algarabía de las voces.
El silencio se hacía más profundo
a medida que avanzaba. No se oía sino el chasquido de los remos en el
agua, el ruido sordo de las olas contra la embarcación, que se alzaba
negra y alta como una nave guerrera, y el murmullo del gondolero, que
murmuraba trabajosamente, con sonidos acentuados por el movimiento
rítmico del cuerpo. Aschenbach alzó la vista, y con ligera extrañeza
advirtió que la laguna se ampliaba y que la embarcación tomaba rumbo
hacia alta mar. Al parecer, no podía entregarse plenamente al descanso,
sino que tenía que velar por la ejecución de su voluntad.
—Al embarcadero de vapores —dijo,
volviéndose a medias.
El murmullo del marinero cesó; pero
no hubo contestación alguna.
—¡Digo que al embarcadero de
vapores! —repitió, volviéndose del todo y llevando la vista al
rostro del gondolero, que, erguido detrás de él, destacaba su silueta
sobre el fondo gris del cielo.
Era un hombre de fisonomía
desagradable y hasta brutal, con traje azul de marinero, faja amarilla a
la cintura y sombrero de paja deformada, cuyo tejido comenzaba a
deshacerse, graciosamente ladeado. Sus facciones, su bigote rubio,
retorcido, bajo la nariz corta y respingona, hacían que no pareciese
italiano. Aunque de tan escasa corpulencia que no se le hubiera creído
apto para su oficio, manejaba con gran vigor los remos, poniendo todo el
cuerpo en cada golpe. Por dos veces el esfuerzo hizo que se contrajesen
sus labios, descubriendo los blancos dientes. Con las rojizas cejas
fruncidas, miró por encima del pasajero, mientras le replicaba en forma
decidida y hasta brutal:
—¡Pero usted va al «Lido»!
Aschenbach replicó:
—Sí. Pero sólo he tomado la
góndola para que me llevase hasta San Marcos. Quiero utilizar el
barquillo.
—No puede usted utilizar el
barquillo, caballero.
—¿Por qué no?
—Porque no admite equipaje.
Eso era exacto. Lo recordaba ya
Aschenbach, pero calló un momento. Las maneras rudas y groseras del
hombre le parecieron insoportables. Por eso replicó:
—Ésa es cuestión mía. Yo
dejaré mi equipaje en custodia; regrese.
Hubo un silencio. Seguía el
chasquido de los remos y el ruido sordo del agua que azotaba la
embarcación. El gondolero comenzó a hablar consigo mismo.
¿Qué haría? A solas en el agua
con aquel hombre tan poco tratable y tan rudamente decidido, no
encontraba medio alguno para imponer su voluntad. Además, ¿para qué
irritarse en vez de seguir indolentemente recostado en la blandura de
los almohadones? ¿No había deseado que la travesía durara largo
tiempo, que no acabara nunca? Lo más importante, sobre todo, lo más
agradablemente delicioso, era dejar que las cosas siguieran su curso. De
su asiento, de su sillón, forrado de negro, parecía desprenderse un
vaho de indolencia irresistible, y era una delicia inefable sentirse
así suavemente arrullado por los remos del terco gondolero que tenía a
sus espaldas. La idea de haber caído en manos de un criminal cruzó
vagamente por la imaginación de Aschenbach, sin que sus pensamientos se
inquietasen en gesto defensivo.
Más desagradable le parecía la
posibilidad de ser víctima de una estafa vulgar, de que todo aquello
sólo se encaminase a sacarle más dinero. Una especie de sentimiento
del deber, o de orgullo, un deseo de prevenirse, lograron hacerle
saltar.
—¿Cuánto cobra usted por el
viaje?
El gondolero, mirando hacia lo alto,
respondió:
—Tendrá usted que pagar lo que
cuesta.
El deseo de estafarle era evidente.
Aschenbach dijo de un modo maquinal:
—No pagaré nada, absolutamente
nada, si no me lleva al sitio que le indiqué.
—Usted quiere ir al «Lido».
—Pero no con usted.
—De nada tiene que quejarse.
«Es cierto —pensó Aschenbach, y
se calmó—. Me llevas bien. Aunque hayas pensado sólo en mi dinero y
aunque me des con un remo en la cabeza, me habrás llevado bien.»
Pero no aconteció nada de eso.
Tuvieron incluso compañía: un bote con músicos ambulantes, hombres y
mujeres que cantaban acompañados de guitarras y mandolinas y que iban
al lado de la góndola, rompiendo el silencio que reinaba en la
superficie del agua con canciones de una poesía para uso de turistas
que les producía buenas ganancias. Aschenbach arrojó unas monedas en
el sombrero que le presentaban, hecho lo cual los cantores callaron y
desaparecieron. Volvió a oírse el murmullo del gondolero, que hablaba,
con frases sordas y entrecortadas, consigo mismo.
Llegaron, al fin, en el instante en
que salía un vapor con rumbo a la ciudad. Dos guardias municipales
paseaban por la orilla, con las manos a la espalda y el rostro vuelto
hacia la laguna. Aschenbach saltó de la góndola apoyándose en aquel
viejo que se encuentra en todos los embarcaderos de Venecia con su
gancho. Luego, al ver que no tenía monedas pequeñas, se fue por cambio
a un hotel próximo a fin de arreglar su cuenta con el gondolero. Le
cambiaron en la caja, volvió, encontró su equipaje en el muelle, sobre
un carrito; pero góndola y gondolero habían desaparecido.
—Tuvo que marcharse —dijo el
viejo del gancho—. Es un mal hombre, un hombre sin licencia, señor.
Es el único gondolero que no tiene licencia. Los otros telefonearon
aquí. Él vio que le estaban aguardando, y ha tenido que irse.
Aschenbach se encogió de hombros.
—El señor ha hecho el viaje
gratis —dijo el viejo tendiéndole el sombrero.
Aschenbach le echó unas monedas,
luego dio orden de que condujera su equipaje al «Hotel Bader», y
siguió al carrito a lo largo de la brillante avenida de cafés,
bazares, flores, hoteles, que atraviesa la isla en diagonal hasta la
playa.
Entró en el espacioso hotel por la
parte de atrás, atravesando la terraza del jardín, llegando a las
oficinas por el pasadizo del vestíbulo. Como había anunciado su
llegada, le recibieron con gran amabilidad. Un maitre d'hótel, hombre
pequeñito que se deslizaba silenciosamente con finura servil, de bigote
negro y levita de corte francés, le acompañó en el ascensor hasta el
segundo piso y le mostró su cuarto: una habitación agradable, con el
mobiliario de madera de cerezo, con un ramo de flores olorosas sobre una
mesilla, y desde cuyas altas ventanas se podía disfrutar de la visión
del mar abierto. Cuando se retiró el empleado, Aschenbach se asomó a
una de las ventanas, y mientras le llevaban el equipaje y lo acomodaban
en la habitación, se puso a contemplar la playa, que a aquella hora
estaba casi desierta, y el mar sin sol. Había pleamar. Las olas, bajas
y lentas, morían en la orilla con acompasado movimiento.
Los sentimientos y observaciones del
hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que
los de las gentes sociables; sus pensamientos son más graves, más
extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones
que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio
de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se
ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras,
sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido,
y lo extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo
desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.
De esta manera, el ánimo del
viajero sentíase todavía inquieto con las impresiones de la travesía,
el repulsivo viejo verde con sus gestos equívocos, el gondolero brutal
que se había quedado sin su dinero. Todos estos hechos, sin ofrecer
dificultades al entendimiento ni construir materia de cavilación, le
parecían de naturaleza extraña. Las contradicciones que tales hechos
envolvían, le intranquilizaron. Sin embargo, saludó al mar con los
ojos, y su corazón se llenó de alegría al contemplarse tan cerca de
Venecia. Finalmente se apartó de la ventana, se aseó, le dio a la
doncella algunas órdenes relacionadas con su instalación, y se fue al
ascensor, donde un suizo, de uniforme verde, le llevó al piso inferior.
Tomó el té en la terraza, junto al
mar; bajó luego, siguiendo a lo largo del muelle un buen trecho en
dirección al «Hotel Excelsior». Al retornar, creyó que era ya hora
de cambiarse de traje para comer. Lo hizo con parsimonia, con esmero,
como siempre, pues estaba habituado a trabajar mientras se arreglaba.
Después se encontró un poco antes de la hora, en el hall, donde
estaban reunidos algunos huéspedes, desconocidos entre sí, pero en
espera común de la comida. Tomó un periódico de la mesa, se
arrellanó en un sillón de cuero y se puso a pensar en aquellas
personas, que se diferenciaban con ventaja de las de su residencia
anterior.
Había allí un ambiente mucho más
abierto y de mayor amplitud y tolerancia. En los coloquios a media voz
se notaban los acentos de los grandes idiomas. El traje de etiqueta,
uniforme de la cortesía, reunía en armoniosa unidad aparente todas las
variedades de gentes allí congregadas. Se veían los secos y largos
semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, señoras
inglesas, niños alemanes con institutrices francesas. La raza eslava
parecía dominar. Cerca de él hablaban en polaco.
Se trataba de un grupo de muchachos
reunidos alrededor de una mesilla de paja, bajo la vigilancia de una
maestra o señorita de compañía. Tres chicas de quince a diecisiete
años, quizás, un muchacho de cabellos largos que parecía tener unos
catorce. Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una
cabeza perfecta. Su rostro, pálido y preciosamente austero, encuadrado
de cabello color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una
expresión de deliciosa serenidad divina, le recordaron los bustos
griegos de la época más noble. Y siendo su forma de clásica
perfección, había en él un encanto personal tan extraordinario, que
el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada más
acabado. Lo que inmediatamente saltaba a la vista era el contraste entre
el aspecto educacional a que obedecía el vestido y el trato que se daba
a sus hermanas. El atavío de las tres hermanas, la mayor de las cuales
era ya una mujercita formada, no podía ser más sencillo y casto, hasta
el extremo de que casi las afeaba. Un traje claustral, uniforme de color
gris, bastante largo, mal cortado a propósito, con un cuello blanco
planchado como única nota clara, hacía que no fuera posible encontrar
nada agradable en sus cuerpos. El cabello, liso y pegado a la cabeza,
daba a los rostros una expresión monjil e insustancial.
Aquel atavío era sin duda la obra
de una madre que no aplicaba al chico la severidad pedagógica que
creía aplicable a las muchachas. Se veía que la existencia del
muchacho era presidida por la blandura y el trato delicado. Nadie se
había atrevido a poner las tijeras en sus hermosos cabellos, que caían
en rizos abundantes sobre la frente, sobre las orejas y sobre la
espalda. El traje de marinero inglés, cuyas mangas abombadas se
ajustaban hacia abajo oprimiendo las finas muñecas de sus manos
infantiles, prestaba, con sus cordones, botones y bordados, algo de rico
y mimado a su delicada figura. Aschenbach lo veía de medio perfil,
sentado, con las piernas extendidas y uno de los pies, con su zapato de
charol, sobre el otro; tenía un codo apoyado en el brazo de su asiento
de mimbre, la mejilla caída sobre la mano cerrada, en una actitud de
elegante indolencia, sin asomo alguno de la rigidez a que parecían
habituadas sus hermanas. ¿Estaría enfermo? La piel de su cara era
blanca como el marfil sobre el dorado oscuro de los rizos que le
servían de marco. ¿O era simplemente un hijo único, mimado, en quien
un cariño excesivo y caprichoso había producido aquel enervamiento?
Aschenbach se inclinaba a creer en lo último. Casi todas las
naturalezas artísticas tienen esa innata tendencia malévola que
aprueba las injusticias engendradoras de belleza y que rinde homenaje y
acatamiento a esas preferencias aristocráticas.
Entretanto, un camarero recorría
los pasadizos anunciando en inglés que la comida estaba servida. La
concurrencia fue dirigiéndose poco a poco, por la puerta de cristales,
al comedor. Pasaban huéspedes retrasados que entraban del vestíbulo o
salían del ascensor. Habían comenzado ya a servir la comida, pero los
polacos continuaban en su mesita de mimbre. Aschenbach, cómodamente
hundido en un sillón y con el hermoso mancebo ante sus ojos, esperaba
también.
La institutriz, una señora pequeña
y corpulenta, de cabello rojizo, dio por fin la señal de levantarse.
Apartó a un lado la silla y se inclinó cuando una señora alta,
vestida de gris claro y adornada con ricas perlas, entraba en el
vestíbulo. El aire de aquella mujer era frío y contenido, y el peinado
de su cabello, que iba ligeramente espolvoreado, así como la forma de
su vestido, atestiguaban aquella sencillez que determina el buen gusto
allí donde la religiosidad pasa como parte integrante de la elegancia.
Bien podía haber sido ella la esposa de un alto funcionario alemán. Lo
único exageradamente lujoso que exhibía eran sus alhajas, de
inestimable valor, sus pendientes y su triple collar larguísimo, hecho
de perlas grandes como cerezas y de suaves irisaciones.
Los muchachos, que se habían
levantado rápidamente, se inclinaron luego para besarle la mano. Ella,
la madre, con una sonrisa contenida de su cuidado rostro, pero con
cierta expresión de cansancio, miraba por encima de sus cabezas y
dirigía a la institutriz algunas palabras en francés. Luego se
dirigió al comedor. La siguieron las muchachas, por orden de edades; a
continuación, la institutriz y, por último, el muchacho. Por no sé
qué razón, este último se volvió antes de penetrar por la puerta de
cristales y, como no quedaba en la estancia nadie más, sus singulares
ojos soñadores se encontraron con los de Aschenbach que, sumido en la
contemplación, con su periódico en las rodillas, seguía al grupo con
la mirada.
La escena que acababa de presenciar
no tenía nada de particular en los detalles. No habían ido a comer
antes de la llegada de la madre; la habían aguardado, para saludarla
respetuosamente y para entrar en la sala siguiendo sus hábitos
tradicionales. Pero todo esto se había hecho con tanta expresión, con
tal acento de disciplina, de sentimiento del deber, de mutuo respeto,
que Aschenbach se sintió singularmente conmovido. Aguardó un instante,
luego entró, a su vez, en el comedor y pidió una mesa. Con cierto
sentimiento de disgusto, comprobó luego que su sitio resultaba muy
alejado de la familia polaca.
Durante toda la interminable comida,
cansado y, sin embargo, presa de una gran agitación espiritual,
Aschenbach caviló sobre cosas serias y hasta trascendentales,
reflexionó sobre la misteriosa proporción en que lo normal tenía que
conformarse con lo individual para engendrar la belleza humana; pasó
después a pensar en problemas generales del arte y de la forma, y
acabó comprendiendo que sus pensamientos y conclusiones se parecían a
ciertas ficciones del sueño, felices aparentemente y que luego, a la
luz de un ánimo sereno, resultan vacías e inútiles. Después de cenar
se entretuvo paseando y fumando por el parque, fuertemente aromatizado;
luego se acostó temprano y pasó la noche en un sueño continuo y
profundo, pero animado por diversas visiones.
El tiempo no mejoró al día
siguiente. Soplaba viento de tierra. Bajo el cielo turbio se veía el
mar en soñolienta calma, con el horizonte tan alejado de la playa que
dejaba libre varias filas de largos bancos de arena. Cuando Aschenbach
abrió la ventana, creyó sentir el olor pestilente de la laguna.
De pronto, se encontró dominado por
gran desasosiego. E instantes después, pensaba en marcharse. Estando en
Venecia, hacía algunos años, tras unas alegres semanas primaverales,
había tenido que soportar un tiempo tan malo como aquél. Le hizo tanto
daño, que se vio obligado a marcharse apresuradamente. ¿No volvía a
sentir, igual que entonces, la febril inquietud, la opresión de las
sienes, el peso de los párpados? Cambiar otra vez de residencia sería
molesto. Pero, si no cambiaba el viento, no podía permanecer allí. Por
precaución, no deshizo todo el equipaje. A las nueve se desayunó en la
salita que se encontraba entre el vestíbulo y el comedor.
En el edificio entero reinaba ese
solemne silencio que constituye el orgullo de los grandes hoteles.
Los camareros caminaban
silenciosamente. Todo lo que se oía era el tintineo de los servicios de
té y algunas palabras a media voz. En un rincón, al lado opuesto de la
puerta y dos mesillas más allá de la suya, Aschenbach advirtió a las
muchachas polacas con su institutriz. Muy tiesas, con el cabello rubio
pegado y los ojos enrojecidos, con vestidos azules de cuellos y puños
planchados, muy estrechos, se las veía sentadas, alargándose unas a
otras un tarro de conservas. Ya casi habían acabado el desayuno.
Faltaba el muchacho.
Aschenbach sonreía: «¡Mi joven
amigo! —pensó—. Parece que gozas del privilegio de dormir hasta
cuando quieras.» Y sintiéndose de pronto muy contento, recordó
silenciosamente el verso:
Atavío variado, baños calientes y reposo
Se desayunó tranquilamente,
recibió el correo de manos del portero, que entró con la galoneada
gorra en la mano y fumando un pitillo.
Leyó un par de cartas. De esa
manera fue como pudo presenciar todavía la entrada del dormilón, a
quien sus hermanas aguardaban.
Entró por la puerta de cristales y
atravesó en silencio, diagonalmente, la estancia, hasta la mesa de sus
hermanas. Su andar era gracioso, tanto en la actitud del busto como en
el movimiento de las rodillas y en la manera de pisar; andaba
ligeramente, con altanería y suavidad al propio tiempo, y su encanto
aumentaba en virtud del pudor infantil, que por dos veces le obligó a
bajar los ojos cuando miró en torno suyo. Sonriente, y hablando a media
voz en su lenguaje sonoro y blando, saludó y se sentó. Esta vez estaba
frente a Aschenbach, quien volvió a ver, con asombro y hasta con miedo,
la divina belleza del niño. Llevaba una blusa ligera, de tela con
listas azules y blancas, atada con una cinta de seda roja por encima del
pecho y cerrada arriba por medio de un sencillo cuello blanco planchado.
Sobre el cuello, que ni siquiera combinaba muy elegantemente con el
traje, descansaba de manera incomparablemente encantadora la cabeza
bella, la cabeza de Eros, de color de mármol de Paros, con sus cejas
finas, sus sienes y sus orejas suavemente sombreadas por el marco de sus
cabellos.
«¡Muy bien!», se dijo Aschenbach
con esa fina destreza profesional con que a veces los artistas disfrazan
el encanto, el entusiasmo que les produce una obra de arte. Luego
pensó: «Aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí
mientras tú no te fueras.»
A continuación se levantó y
atravesando el vestíbulo entre las atenciones del personal, bajó a la
gran terraza y se dirigió rectamente a la parte de playa destinada a
los huéspedes del hotel. Hizo que un viejo bañero, descalzo, con
pantalones de lienzo, blusa de marinero y sombrero de paja, le señalase
la caseta; le ordenó que sacara al aire libre la mesa y asiento, y se
arrellanó en la silla de tijera, que arrastró hasta el borde del agua
por la arena amarillenta.
El cuadro que a sus ojos ofrecía la
playa, la visión de aquellas gentes civilizadas, que gozaban
sensualmente en medio de los elementos, le satisfizo y entretuvo como
nunca. El mar, gris y sereno, estaba ya animado por niños que corrían
descalzos por el agua, de nadadores de abigarradas figuras, que, con los
brazos detrás de la cabeza, estaban tendidos sobre la arena. Otros
remaban en pequeños botes sin quilla y pintados de encarnado y azul, y
reían con alborozo.
Junto a la tensa cuerda del
balneario, en cuyas plataformas uno se sentía como sobre una terraza,
había movimiento alborozado e indolente reposo, saludos y charlas,
elegancia matinal, todo mezclado con las desnudeces, que se aprovechan
osadamente de las libertades del lugar. Por la orilla paseaban algunas
personas envueltas en blancas capas de baño. Hacia la derecha había
una montaña de arena con múltiples derivaciones, construida por los
chiquillos y adornada con banderitas de todos los países. Los
vendedores de mariscos, pasteles y frutas extendían sus mercancías
arrodillados en el suelo. Hacia la izquierda, ante una de las casetas un
tanto apartadas de la mayoría, y en las que por aquel lado terminaba la
playa, había acampado una familia rusa. Caballeros con luengas barbas y
grandes dientes, mujeres indolentes, una señorita del Báltico que,
sentada ante un caballete, pintaba el mar, gesticulando de vez en cuando
desesperadamente; dos niños feos y apacibles; una criada, con una cofia
y serviles actitudes de esclava. Allí estaban gozando, agradecidos, del
mar y del reposo; llamaban sin cesar, a gritos, a los chiquillos, que
jugaban sin hacerles caso; bromeaban, empleando algunas palabras
italianas, con el viejo humorista, a quien compraban golosinas; se
besaban unos a otros en las mejillas, sin que les preocuparan en lo más
mínimo los observadores alrededor.
«Me quedaré», pensaba Aschenbach.
¿Dónde podría estar mejor? Y con las manos dobladas sobre sus
rodillas, dejaba que sus ojos se perdiesen en la monótona inmensidad
del mar. Amaba el mar por razones profundas: por el ansia de reposo del
artista que trabaja rudamente, que desea descansar de la variedad de
figuras que se le presentan en el seno de lo simple e inmenso; por una
tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misión
en el mundo, y más tentadora, por eso, a lo inarticulado, desmedido y
eterno; a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, nota el
ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nada no es acaso una forma de
perfección? Mas, mientras cavilaba perdido así en lo infinito, la
horizontal del mar se vio de pronto cortada por una figura humana, y
recogiéndose en lo concreto de su mirada sumida en lo indefinido, vio
al muchacho, que, viniendo de la izquierda, pasaba ante él. Marchaba
descalzo, dispuesto a corretear por el agua; las esbeltas piernas
aparecían desnudas, hasta al rodilla, y caminaba lentamente, pero con
ligereza y aplomo, como si estuviese habituado a andar sin zapatos; su
mirada buscaba las casetas del lado izquierdo, pero apenas hubo
advertido a la familia rusa, que gozaba tranquilamente de las delicias
del día, apareció sobre su rostro una tormenta de colérico desprecio.
Su frente se oscureció, se contrajeron sus labios en una expresión de
rabia y frunció de tal modo las cejas, que sus ojos,
Centelleantes de algo oscuro y
maligno, aparecieron hundidos. Bajó luego la vista y volvió a mirar
amenazadoramente. Poco después se encogió de hombros con un ademán de
violento desprecio y volvió la espalda al enemigo.
Un sentimiento delicado, en el que
había un poco de respeto y un poco de vergüenza, movió a Aschenbach a
volverse fingiendo no haber visto nada; pues a su temperamento
circunspecto repugnaba explotar, ni aun consigo mismo, esa clase de
explosiones pasionales como la que casualmente había descubierto. Se
había regocijado y atemorizado al mismo tiempo, y se sentía
dichosamente conmovido. Al fanatismo infantil, dirigido contra el cuadro
más apacible de vida, mostraba el poco valor de lo divino en las
relaciones humanas; hacía que una visión de vida, reposada y feliz,
despertase pasiones revueltas, prestando a la bella figura del
adolescente una exaltación que hacía tomarle más en serio de lo que
sus años representaban.
Con la cabeza vuelta aún del otro
lado, Aschenbach escuchaba la voz del muchacho, una voz clara, un poco
débil, con la cual saludaba desde lejos, a gritos, a los compañeros
que jugaban en la montaña de arena. Al oír la voz respondieron
gritándole varias veces su nombre, o un diminutivo de su nombre.
Aschenbach atendía con cierta curiosidad, sin poder atrapar más que
dos sílabas melódicas, que sonaban como «Adgio», y con más
frecuencia «Ad—gin», terminando en una n prolongada. El sonido era
agradable, le halló adecuado por su eufonía al objeto que designaba,
lo repitió para sí y, satisfecho, volvió a sus cartas y papeles.
Con su cartera de viaje sobre las
rodillas, empezó a contestar su correspondencia, con estilográfica.
Pero después de un cuarto de hora, encontró que era lastimoso
abandonar en espíritu la expectación más agradable que conocía y
echarla a perder con una actividad indiferente. Dejó a un lado sus
útiles de escribir, y volvió a mirar al mar. Poco tiempo después,
atraído por la algarabía de los chicos que jugaban con montones de
arena, volvió la cabeza hacia la derecha, apoyándola cómodamente en
el respaldo de su silla, para contemplar lo que hacía Adgio.
Pudo verlo al lanzar la primera
mirada. La cinta roja de su pecho flotaba sin escaparse. Ocupado con
otros niños en colocar una tabla vieja como puente sobre el foso
húmedo de la montaña de arena, daba órdenes con gritos y movimientos
de cabeza. Serían unos diez compañeros, chicos y chicas, algunos de su
misma edad y otros, más pequeños, que hablaban en francés, en polaco
y también en idiomas balcánicos. Pero el nombre más repetido era el
de Adgio. Sin duda lo querían, lo admiraban todos. Especialmente uno de
ellos, polaco también, robusto y fuerte, llamado algo así como
«Saschu», con el cabello negro, engomado, parecía ser su más íntimo
amigo y vasallo sumiso. Cuando el trabajo de la montaña de arena estuvo
terminado, se fueron todos abrazados, playa adelante, y el llamado
Saschu besó al hermoso Adgio.
Aschenbach se sintió tentado de
amenazarle con el dedo. «Mas a ti, Cristóbulo, te aconsejo —pensó
sonriendo—, que te vayas un año a viajar. Pues eso necesitas, por lo
menos, si quieres curar.» Y luego se comió con delicia unos fresones
maduros que compró a uno de los vendedores ambulantes. Hacía calor, a
pesar de que el sol no lograba atravesar las nubes que cubrían el
cielo. El espíritu se sentía invadido por una gran indolencia, y los
sentidos penetrados por el encanto infinito y adormecedor del mar. A un
hombre de la seriedad de Aschenbach le pareció en aquel momento una
ocupación apropiada y suficiente adivinar, investigar qué nombre
podía ser el que sonaba algo así como «Adgio». Con ayuda de algunos
recuerdos, pensó que debía de ser «Tadrio», diminutivo de «Tadeum»
y que se pronunciaba «Tadrín».
Tadrio había ido a bañarse.
Aschenbach, que lo había perdido de vista, descubrió al fin su cabeza
y su brazo extendido, allá lejos, en el mar, pues el mar parecía ser
llano hasta muy afuera. Pero, sin duda, se cuidaban ya de él.
De pronto empezaron a oírse en la
playa voces de mujeres que le llamaban, que gritaban su nombre, un
nombre que dominaba la playa casi como una solución, y que con sus
sonidos suaves y la n prolongada del final tenía al mismo tiempo algo
de dulce y de estridente.
—¡Tadrín! ¡Tadrín!
Él se volvió entonces hacia la
playa, corriendo, haciendo saltar el agua en espuma al levantar las
piernas, con la cabeza echada hacia atrás. La visión de aquella figura
viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos
húmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo
profundo del cielo y del mar, escapaba al poder de la corriente, le
producía evocaciones místicas, era como una estrofa de un poema
primitivo que hablara de los tiempos originarios, del comienzo de la
forma y del nacimiento de los dioses. Aschenbach escuchaba con los ojos
cerrados aquel canto que renovaba en su interior, y pensó, una vez
más, que allí se encontraba bien y que se quedaría.
Más tarde, Tadrio estaba tumbado en
la arena descansando del baño, envuelto en su sábana, abierta por su
hombro derecho, y con la cabeza descansando en el brazo desnudo. Aunque
Aschenbach no lo miraba, sino que leía unas páginas en su libro, no se
olvidaba de que estaba allí y sabía que sólo necesitaba tornar
ligeramente la cabeza hacia la derecha para contemplar lo más admirable
del mundo. Casi estuvo convencido de que su misión era velar por el
muchacho, en lugar de ocuparse en sus propios asuntos. Y un sentimiento
paternal, el sentimiento del que se sacrifica en espíritu al culto de
lo bello, por aquello que posee belleza, llenaba y conmovía su
corazón.
Ya hacia el mediodía abandonó la
playa, regresó al hotel y subió en ascensor a la habitación. Allí
permaneció largo tiempo ante el espejo, contemplando su agrisado
cabello, su cansado rostro, de facciones afiladas. En aquel momento
pensó en la gloria y en que por la calle le conocían muchos y lo
contemplaban con respeto y admiración, todo a causa de su voluntad
certera y coronada de gracia; evocó todos los éxitos anteriores de su
talento que se le ocurrieron, y hasta pensó en su título de nobleza.
Luego bajó al comedor y comió en su mesita. Cuando, al terminar la
comida, tomó el ascensor, entró en él mucha gente joven que venía
igualmente del comedor, y entre ellos, Tadrio. Estaba muy cerca de
Aschenbach, por primera vez; tan cerca, que podía verlo, no a
distancia, como en los cuadros, sino observándolo de cerca en sus
menores detalles humanos. Alguien le había hablado, y él le respondía
con una sonrisa de indescriptible simpatía; pero ya salía, bajando los
ojos, en el primer piso: «La belleza nos hace vergonzosos», se dijo
Aschenbach, poniéndose a pensar en el motivo de ello. Sin embargo,
había notado que los dientes de Tadrio dejaban que desear; eran algo
pálidos, sin ese esmalte brillante propio de la salud, y de una
transparencia inquietante, como ocurre a veces por causa de la anemia.
«Es muy frágil, es enfermizo. No
llegará a viejo», pensó Aschenbach, y renunció a analizar un
sentimiento de satisfacción o intranquilidad que acompañaba a tal
idea.
Pasó dos horas en su habitación, y
luego se embarcó en el pequeño vapor para tornar hacia Venecia a
través del olor pútrido de la laguna. Se apeó en San Marcos, tomó
té en la plaza, y luego, cumpliendo su programa, fue a dar un paseo por
las calles. El paseo hubo de trastornar completamente la situación de
su ánimo, alterando sus planes.
Un calor bochornoso caía sobre las
callejas; el aire era denso, y los olores que salían de las casas,
tiendas y cocinas, olor de aceite, nubes de perfume y otras emanaciones,
yacían apelotonados, sin dispersarse. El humo del tabaco se quedaba
como cuajado, y sólo poco a poco se iba deshaciendo. La multitud de
gente que se atropellaba en la estrechez de las calles, molestaba al
paseante en vez de entretenerle. A medida que transcurría el tiempo, se
adueñaba de él, progresivamente, el estado lamentable que el siroco,
combinado con el aire del mar, puede producir, y que es excitación y
desfallecimiento al mismo tiempo. Transpiraba copiosamente, los ojos
querían cerrársele, sentía el pecho oprimido, tenía fiebre, la
sangre palpitaba sensiblemente en sus sienes. Cruzando algunas calles,
huyó de los barrios comerciales, donde el gentío se apretujaba, hacia
los barrios pobres. Allí viose asaltado por una nube de mendigos,
mientras los olores pútridos de los canales le cortaban la
respiración. En un lugar tranquilo, en uno de esos sitios olvidados, y
graciosamente pintorescos que se encuentran en el exterior de Venecia,
al borde de un brocal, se sentó para descansar, se secó la frente y
comprendió que debía marcharse.
Por segunda vez, y ya
definitivamente, comprobó que Venecia le sentaba muy mal con aquel
tiempo. Le pareció absurdo obstinarse tercamente en permanecer allí
cuando las probabilidades de que el viento cambiase eran muy inseguras.
Era preciso decidirse al vuelo. Volver a casa no era posible. No tenía
dispuestas ni sus habitaciones de verano ni de invierno para ir allá.
Pero Venecia no era el único sitio donde había mar y playa; podía
encontrarlos en otros sitios, sin el lamentable complemento de la laguna
y de las emanaciones, que le producían fiebre. Recordó una playa
pequeña cerca de Trieste, que le habían ponderado mucho. ¿Por qué no
irse allá? Caso de hacerlo, tenía que ser sin retraso, para que
valiera la pena cambiar otra vez de residencia. Se decidió, y se puso
en pie.
En el primer embarcadero que pudo
encontrar, tomó una góndola y dio la orden de que le llevasen a San
Marcos. La embarcación fue deslizándose en el turbio laberinto de los
canales, por entre delicados balcones de mármol exornados con leones,
doblando esquinas rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas
suntuosas. Le costó trabajo llegar a su destino, pues el gondolero que
trabajaba en combinación con fábricas de encajes y vidrios, trataba de
desembarcarle a cada paso para que entrase a ver las tiendas y comprara.
Si era, pues, verdad que la fantástica travesía por las lagunas de
Venecia comenzaba a ejercer su encanto sobre él, aquel espíritu de
mendicidad de reina caída, bastaba para romperlo.
De nuevo en el hotel, advirtió que
circunstancias imprevistas le obligaban a marcharse a la mañana
siguiente, temprano.
Le expresaron su pesar y le dieron
la cuenta. Cenó y pasó la tibia velada leyendo periódicos en una
mecedora de la terraza trasera. Antes de acostarse dispuso debidamente
su equipaje.
No pudo dormir gran cosa, pues la
proximidad del viaje le inquietaba. Cuando, de madrugada, abrió la
ventana, el cielo seguía nublado, pero el aire parecía más fresco.
Entonces comenzó a arrepentirse de sus propósitos. ¿No habría sido
su decisión demasiado apresurada y errónea, obra de un estado febril?
Si no hubiera avisado en el hotel, si con menos prisa hubiera esperado
un cambio del tiempo, en vez de una mañana de quehaceres y
preocupaciones, le aguardaría el goce tranquilo del día anterior en la
playa. Pero era demasiado tarde, y se veía forzado a seguir queriendo
lo que la víspera había querido. Se vistió, y a las ocho bajó en el
ascensor para tomar el desayuno.
Cuando entró, el pequeño comedor
estaba solitario. Mientras esperaba sentado que le sirviesen lo que
había pedido, empezaron a entrar algunos huéspedes. Con la taza de té
pegada a los labios, vio llegar a las muchachas polacas con su
institutriz. Rígidas y frescas, con los ojos enrojecidos, se sentaron a
su mesa de la esquina de la ventana. Un instante después se acercó a
Aschenbach el portero, con la gorra en la mano, a comunicarle que había
llegado el momento de partir. El automóvil esperaba para llevarle a él
y a otros huéspedes al «Hotel Excelsior», punto desde donde la
canoa-automóvil llevaría a los señores a la estación por el canal
privado de la Compañía. El tiempo apremiaba.
Aschenbach respondió que no era del
mismo parecer. Faltaba más de una hora para la salida del tren.
Protestó contra la costumbre de los hoteles de echar a los viajeros
antes de tiempo, y dijo al portero que deseaba tomar tranquilamente su
desayuno. El empleado se retiró de mala gana, para reaparecer después
de cinco minutos. Era imposible que el automóvil esperase más tiempo.
«Pues que se vaya con mi baúl», replicó Aschenbach, irritado. Él
tomaría, a su hora, el vaporcito público, y rogaba que le dejasen
tranquilo. El empleado se inclinó. Aschenbach, satisfecho ya, terminó,
sin apresurarse, el desayuno, y hasta pidió un periódico al camarero.
Cuando se levantó finalmente, sólo le quedaba el tiempo justo. Y
ocurrió que al mismo tiempo entraba Tadrio por la puerta de cristales.
Al cruzar, buscando a los suyos,
tropezó con Aschenbach, que salía; bajó modestamente los ojos ante el
hombre de cabellos grises y amplia frente para volver a levantarlos
luego, con su manera dulce y amable, sin detener su marcha. « ¡Adiós,
Tadrio! —pensó Aschenbach—. Poco tiempo ha durado nuestro
conocimiento.» Y murmurando, contra su costumbre, dijo a media voz:
— ¡Dios te bendiga!
Poco después hizo los últimos
preparativos, repartió propinas, fue atendido por el suave maítre
d'hótel, con su levita francesa, y abandonó el hotel a pie, como
había llegado. Le seguía el mozo del hotel, que llevaba su equipaje de
mano, atravesando la avenida Florida, que cruzaba de sesgo la isla para
dirigirse al embarcadero. Llegó, tomó asiento y... lo que vino
después fue un calvario por todas las profundidades del
arrepentimiento.
La travesía conocida iba por la
laguna, pasando por delante de San Marcos y subiendo luego por el Gran
Canal. Aschenbach estaba sentado cerca de proa, en el banco circular,
con un brazo extendido en la barandilla, y haciéndose sombra sobre los
ojos con la otra mano. Quedaron atrás los jardines públicos, y la Piaz—zeta
se abrió una vez más ante sus ojos en su magnificencia principesca. Al
llegar a la gran serie de palacios, aparecieron tras un recodo del canal
los arcos majestuosos de mármol de Rialto. El viajero contemplaba toda
la belleza que desfilaba ante sus ojos, y se le oprimía el corazón.
Respiraba, en aspiraciones profundas y espiraciones dolorosas, la
atmósfera de la ciudad, aquel olor ligeramente putrefacto, de mar y de
pantano, que el día anterior había querido abandonar con tanta
urgencia. ¿Era posible que no hubiera sabido, que no hubiera
considerado hasta qué punto su corazón estaba ligado a todo aquello?
Lo que por la mañana era un sentimiento vago, una leve duda, tornose ya
en angustia, en dolor efectivo y punzante, en tribulación tan grande
para su alma, que varias veces asomaron lágrimas a sus ojos, en forma
completamente extraña.
Aquello que más doloroso le
resultaba, aquello que a veces le parecía absolutamente insoportable,
era sin duda el pensamiento de que ya no volvería a Venecia, de que se
despedía de ella para siempre. Porque después de haber comprobado por
segunda vez que la ciudad era nociva para su salud, después, de haberse
visto obligado por segunda vez a abandonarla de repente, tendría que
considerarla como una residencia prohibida, insoportable. Insensato
sería probar fortuna una vez más.
Sabía ya que, de irse en aquel
instante, la vergüenza y el amor propio le impedirían volver a la
amada ciudad, ante la cual había fracasado por dos veces su resistencia
física. La lucha entre la apetencia espiritual y la incapacidad física
le pareció de pronto grave e importantísima a aquel hombre que
empezaba a envejecer. Y su derrota corporal le resultó tan lamentable,
y tan vergonzoso haber cedido sin dificultad alguna, que no quiso
comprender la razón por la cual había podido entregarse y someterse el
día anterior sin lucha seria.
Mientras tanto, el vapor se
aproximaba a la estación, y su dolor y su desconcierto aumentaban hasta
darle vértigos. La partida parecía imposible, y no menos imposible el
regreso. Entró en la estación completamente deshecho. Era muy tarde;
no podía perder un momento si deseaba tomar el tren. Quería y no
quería. Sin embargo, el tiempo apremiaba y lo empujaba hacia delante.
Se apresuró a comprar su pasaje, y buscó entre el tumulto al empleado
del hotel. Finalmente el hombre apareció y anunció que el baúl ya
estaba facturado.
—¿Ya facturado?
—Sí, para Como.
—¿Para Como?
Y después de una sucesión
apresurada de preguntas coléricas y de perplejas respuestas, resultó
que el baúl había sido enviado, junto con el equipaje de otros
pasajeros, desde el «Hotel Excelsior», hacia una dirección totalmente
equivocada.
Aschenbach no podía conservar la
única actitud que tales circunstancias requerían. Una alegría de
aventura, un goce increíble sacudía casi convulsivamente su pecho. El
empleado se precipitó a rescatar el baúl, pero luego volvió sin haber
conseguido nada. Aschenbach declaró entonces que sin su equipaje no
estaba dispuesto a marcharse, y que prefería volver para esperar en el
hotel el retorno del baúl. Preguntó si la canoa—automóvil de la
Compañía estaba lista. Y se fue a la ventanilla, donde le devolvieron
el precio del billete. Aseguró que telegrafiaría, que haría todo lo
posible para recuperar el baúl rápidamente. De esa manera s.u—cedió
el extraño acontecimiento de que el viajero, a los cinco minutos de su
llegada a la estación, volvió a encontrarse en el Gran Canal, en viaje
de regreso al Lido.
¡Aventura increíble, vergonzosa y
cómica, como cosa de pesadilla! ¡Los lugares de los cuales acababa de
despedirse para siempre, con el corazón oprimido, estaban ante su vista
otra vez por obra del Destino caprichoso, que acababa de brindarle una
de sus jugarretas! El pequeño y rápido barco se deslizaba alegremente
haciendo espuma y esquivaba, al pasar, góndolas y vapores, mientras su
único pasajero disimulaba bajo la máscara de resignación, la
excitación gozosa y sorprendida de un muchacho de vacaciones. En su
pecho pugnaba por estallar, de tiempo en tiempo, la risa que su
desgraciado accidente le producía; un accidente que no hubiera podido
suceder más oportunamente a un escolar desaplicado. Habría que dar
explicaciones; iba pensando que se encontraría con caras asombradas, y
luego, todo arreglado. Se había evitado una desgracia, se había
rectificado un grave error, y todo lo que había creído dejar a sus.
espaldas definitivamente volvía a aparecer ante sus ojos. Era suyo por
todo el tiempo que deseara. Por lo demás, ¿le engañaba la rapidez del
barco, o venía realmente del lado del mar aquel viento brusco?
Las olas azotaban el estrecho canal
abierto en la isla hasta llegar al «Hotel Excelsior». Un ómnibus que
esperaba allí condujo a Aschenbach, por la orilla del mar rizado,
directamente hasta el «Hotel Bader». El pequeño maitre bajó la
escalera para saludarle.
Con ligero mimo lamentó el
accidente calificándolo de extraordinariamente sensible para él y para
el establecimiento. Luego aprobó, lleno de convicción, el designio de
Aschenbach de aguardar allí su baúl. Su habitación estaba ya ocupada;
pero tenía a su disposición otra que no era peor que aquélla.
—Pas de chance, Monsieur —dijo
sonriente el suizo del ascensor mientras subían.
Así fue cómo el fugitivo volvió a
instalarse en una habitación que, en cuanto a situación y comodidades,
era casi enteramente igual a la anterior.
Fatigado, atolondrado por la
agitación de aquella mañana singular, tan pronto como hubo distribuido
en la habitación el contenido de su maleta, se sentó en una butaca,
dejando la ventana abierta. El mar había tomado un tono verde pálido;
el aire parecía más fino y más limpio, y la playa, con sus casetas y
sus botes, tenía más color, a pesar de que el cielo continuaba gris.
Aschenbach, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, miraba hacia el
exterior, satisfecho de volver a verse allí, moviendo tristemente la
cabeza y pensando en su indecisión, en su desconocimiento de sus
propios deseos. Así estuvo sentado, descansando y pensando sin objeto
fijo, durante una hora.
Hacia mediodía divisó a Tadrio, el
cual, con su traje listado, volvía desde el mar al hotel. Aschenbach lo
reconoció en seguida desde su altura, antes de verlo propiamente con
sus ojos, e iba a decir algo así como un saludo cordial, un «
¡Tadrio, aquí estás tú también otra vez! », pero al mismo tiempo
sintió que el saludo ligero se velaba callando ante la verdad; sintió
el entusiasmo que encendía su sangre, la alegría, el dolor de su alma,
y se dio cuenta de que la despedida le había resultado tan dolorosa
sólo a causa de Tadrio.
Sentado e invisible en su sitio, se
consideraba altísimo a sí mismo en silencio. Sus rasgos se habían
reanimado: se enarcaban sus cejas y su boca se dilataba en una sonrisa
atenta que expresaba goce espiritual. Después levantó la cabeza, y sus
dos brazos, que colgaban indolentemente de los brazos de la butaca,
hicieron un movimiento giratorio y de ascenso, lentamente, con las
palmas de las manos vueltas hacia delante, como si insinuaran un abrazo.
Fue un ademán de bienvenida; un gesto alegre y lánguido, lleno de
indeciso placer.
Un día y otro día, el dios de
ardientes mejillas recorría con su cuadriga generadora del cálido
estío los espacios, del cielo, y su dorada cabellera flotaba en el
viento huracanado que venía del Este. Por los confines del mar
indolente flotaba una blanquecina, sedosa niebla. La arena ardía. Bajo
el azul encendido de éter se extendían, frente a las casetas, unas
amplias zonas, y en la mancha de sombra secretamente dibujada que
ofrecían, parábanse las horas, de la mañana. Las noches eran
deliciosas; las plantas del parque esparcían su perfume penetrante,
mientras en la altura seguían su carrera los astros, y el murmullo del
mar, envuelto en tinieblas, hablaba íntimamente al alma. Aquellas
noches traían la alegre promesa de un nuevo día de sol, con ocio
ordenado, enjoyado de las infinitas posibilidades que podría ofrecer.
El huésped, a quien un oportuno
fracaso había detenido allí, al recobrar su equipaje no pensó, ni
mucho menos, en una nueva partida.
Durante dos días había tenido que
privarse de algunas cosas, viéndose obligado a comer en el gran comedor
en traje de viaje. Pero cuando el equipaje extraviado apareció en su
cuarto, lo deshizo inmediatamente y llenó armarios y cajones con sus
cosas, enteramente decidido a quedarse por un tiempo indefinido,
satisfecho de poder caminar por la playa con su traje de seda y de
presentarse de etiqueta en el comedor.
La agradable monotonía de aquella
existencia lo hechizaba en su encanto; la dulzura suave y luminosa de
aquella existencia se había adueñado rápidamente de él. Y, en
efecto, ¿qué delicia mejor que aquella vida que unía los encantos de
una playa meridional confortable a la cercanía de la estupenda y
maravillosa ciudad? Aschenbach no gustaba del placer. Siempre que había
vivido sus vacaciones, marchando en busca de reposo y días sonrientes,
especialmente siendo más joven, había sentido en seguida la nostalgia
inquieta del trabajo, del sagrado esfuerzo de su disciplinada labor
cotidiana. Sólo aquel lugar ejercía sobre él una influencia
sosegadora, distendía su voluntad y le tornaba dichoso. Muchas veces,
por la mañana, descansando a la sombra de la lona extendida ante su
caseta, solía abandonarse a un delicioso ensueño, mientras contemplaba
el azul del cielo del mar meridional, o también, durante las noches
tibias, arrellanado en los almohadones de la góndola que le conducía,
bajo la amplia bóveda del cielo, desde la plaza de San Marcos, donde
pasaba largos ratos, hasta el Lido. Y mientras iban alejándose las
abigarradas luces de la ciudad y los melancólicos acordes de las
serenatas, pensaba en su casa de montaña, el hogar de su esfuerzo
estival; evocaba las nubes que cruzaban bajas, las tormentas espantables
que por la noche apagan las luces de las casas y los cuervos que huían
a las copas de los pinos. Entonces le parecía estar transportado al
Elíseo, a un lugar dichoso, allá en los confines de la tierra, donde
el hombre disfruta de la vida más leve, donde no hay nieve ni invierno,
ni tormentas ni lluvias en virtud de un soplo refrescante que viene
perennemente del océano, y los días transcurren en un ocio divino, sin
esfuerzo ni lucha, en entrega total al Sol y a sus fiestas.
Aschenbach veía frecuentemente a
Tadrio. La limitación del espacio y la regularidad del género de vida
que todos estaban obligados a llevar, hacían que el hermoso muchacho
permaneciese próximo a él casi todo el día, con ligeras
interrupciones. Lo encontraba en todas partes: en el comedor del hotel,
en las travesías marítimas a la ciudad, y hasta en la misma confusión
de la playa, y luego, por obra del acaso, en las calles, en los paseos.
Pero cuando tenía ocasión de consagrar a la bella figura devoción y
estudio, ampliamente y con comodidad, era principalmente por la mañana,
en la playa. Y esta complacencia de la fortuna, este favor de las
circunstancias, que con uniformidad peren ne se le ofrecía diariamente,
era todo lo que le llenaba verdaderamente de satisfacción y goce, lo
que le hacía tan agradable su vida y lo que determinaba que los días
soleados desfilaran sonrientes ante él, sin interrupción.
Se levantaba a una hora temprana,
como lo hacía cuando se veía azuzado por un trabajo apremiante, y
llegaba a la playa uno de los primeros, cuando el sol no quemaba aún y
el mar, de una blancura deslumbrante, permanecía entregado a los
sueños de la mañana. Saludaba respetuosamente al guardia de la verja y
al anciano de barba blanca que le arreglaba su sitio, que extendía la
lona y sacaba a la plataforma los muebles de la caseta. Luego
transcurrían unas tres o cuatro horas hasta que Tadrio apareciese;
durante ese tiempo iba ascendiendo el sol y alcanzando un terrible
vigor. El mar se hacía entonces de un azul cada vez más denso.
Tadrio solía llegar por la
izquierda, siguiendo el borde del mar; Aschenbach lo veía aparecer de
espaldas, saliendo de entre las casetas. A veces se daba cuenta
súbitamente de que había pasado la hora de su llegada, y veíalo
entonces, ya con su traje de baño azul y blanco, que no volvía a
quitarse, y experimentaba un estremecimiento de placer. El muchacho
comenzaba en seguida su actividad habitual bajo el sol y sobre la arena.
Aquella vida, graciosamente frívola, ociosamente inquieta, era juego y
reposo, y se componía de carreras por la playa, de chapuzones en el
agua; su actividad consistía en jugar con la arena, en tomar golosinas,
tenderse, nadar, vigilado y llamado por las mujeres desde la terraza. Su
nombre resonaba constantemente en voces chillonas « ¡Tadrín!
¡Tadrín! » Y él corría hacia ellas con gesticulación vehemente a
referir lo que le había ocurrido, a enseñar lo que había encontrado:
ostras, estrellas y cangrejos que andaban de lado. Aschenbach no
entendía una palabra de lo que el pequeño decía, pero en su oído
sonaba con deliciosa eufonía aunque fueran las cosas más corrientes.
Así, el exotismo convertía en música la conversación del chico. Un
sol potente regaba a manos llenas su resplandor en honor suyo, y el
magnífico horizonte del mar servía de fondo y exaltación a su figura.
En cierta ocasión llamaron al
muchacho para que saludase a un desconocido que estaba con las damas;
él corrió hacia allá, mojado aún del agua, despejándose los rizos.
Al tender la mano, apoyándose sobre una pierna, mientras el otro pie
posaba sobre las puntas de los dedos, su cuerpo tenía un encanto de
movimiento indecible; inclinado graciosamente hacia delante, un poco
encogido de vergüenza, trataba de agradar por deber aristocrático.
Otras veces permanecía en la arena, con los miembros extendidos; la
sábana envolvía su delicado cuerpo; el brazo, suavemente modelado,
descansaba en el arenal, con la barbilla apoyada en la palma de la mano.
El muchacho llamado «Saschu», sentado junto a él, le contemplaba
sumiso, y nada más seductor cabe imaginar que la sonrisa de labios y
ojos, con que él miraba enaltecido al otro, al admirador, al servidor.
Otras veces se le veía al borde del mar, solo, apartado de los suyos,
muy cerca de Aschenbach. Entonces aparecía erguido, con las manos
cruzadas por detrás de la nuca, balanceándose suavemente y mirando,
soñador, al lejano azul, mientras las suaves olas de la orilla bañaban
sus pies. Su cabello, rubio, de miel, se adhería en rizos húmedos a
sus sienes y su cuello; el sol hacía brillar el vello de la parte
superior de la espina dorsal; destacábanse claramente bajo la delgada
envoltura el fino dibujo de las costillas, la uniformidad del pecho. Sus
omóplatos eran lisos como los de una estatua; sus rótulas brillaban, y
sus venas azulinas hacían que su cuerpo pareciese forjado de un fino
material translúcido. ¡Qué disciplina, qué exactitud de pensamiento
expresaba aquel cuerpo tenso y de juvenil perfección! Pero la voluntad
severa y pura, que en un esfuerzo misterioso había logrado modelar
aquella imagen divina, ¿no era la que él, artista, conocía a la
perfección? ¿No era la que alentaba en él, cuando lleno de contenida
pasión libertaba de la masa de mármol del lenguaje la forma esbelta
que su espíritu había intuido, y que representaba al hombre como
imagen y espejo de belleza espiritual?
¡Imagen y espejo! Su mirada abarcó
la noble figura que se erguía al borde del mar intensamente azul, y en
un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a esa visión, la
belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la perfección
única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se
ofrecía, en adoración, un reflejo y una imagen humana. La arrebatada
inspiración había llegado, y el artista, que empezaba ya a envejecer,
no hizo más que acogerla sin temor y hasta con ansiedad. Su espíritu
ardía, vacilaba toda su cultura, su memoria evocaba antiquísimos
pensamientos que durante su infancia había recibido de la tradición y
que hasta entonces no se habían encendido con un fuego propio. ¿No se
ha dicho acaso que el sol desvía nuestra atención de lo intelectual
para dirigirla hacia lo sensual? Aturde y hechiza de tal modo el
entendimiento y la memoria, el alma queda sumida en tales delicias, que
olvida su destino verdadero, y su asombrada admiración se hunde en la
contemplación de los objetos más bellos que el sol puede iluminar.
Después, sólo con el auxilio de algo corporal logra ya elevarse a una
más alta consideración. Eros procede, sin duda, como los matemáticos,
que ven en los niños inexpertos imágenes de las formas puras. Así los
dioses, para hacernos perceptible lo espiritual, suelen servirse de la
línea, el ritmo y el color de la juventud humana, de esa juventud
nimbada por los mismos dioses para servir de recuerdo y evocación, con
todo el brillo de su belleza, de modo que su visión nos abrasa de dolor
y esperanza.
Pensaba así, en su entusiasmo, y
tenía poder para sentir todo esto. La canción del mar y el resplandor
del sol engendraron además en su fantasía una encantadora evocación.
Veía el viejo plátano, cercano a los muros de Atenas, aquel lugar
sagrado, perfumado con el aroma de los azahares, enjoyado con las
imágenes y los riquísimos presentes piadosos en honor de las ninfas y
de Apolo. El arroyo corría claro y limpio por un fondo de cantos lisos
y a los pies del árbol de raíces prolongadas; sonaban los violines de
los grillos. Sobre el césped, que caía en suave pendiente, lo preciso
para que al pasar la cabeza se mantuviera algo levantada, estaban
echadas dos personas, resguardándose del calor del día. Eran un hombre
de edad y un joven; uno feo y el otro hermoso; la sabiduría en
contraste con la amabilidad. Y, entre gracias y agudezas que animaban el
coloquio, Sócrates adoctrinaba a Fedón sobre el deseo y la virtud. Le
hablaba del espanto que experimentaba el hombre sensible cuando sus ojos
contemplaban un reflejo de la belleza eterna; de las concupiscencias del
profano y el malvado, que no pueden pensar en la belleza al ver su
imagen, y que no son capaces de sentir respeto por ella; hablaba del
sagrado temor que acomete al alma noble cuando se le aparece un rostro
semejante al de los dioses, es decir, un cuerpo perfecto. Le explicaba
cómo todo su ser se estremece de aquella alma, se enajena y apenas se
atreve a mirar; cómo se siente poseído de veneración ante aquel que
ostenta el sello divino de la belleza; aquella alma le haría
sacrificios, como a una deidad, si no temiese aparecer como insensata a
los ojos de los hombres. «Pues sólo la belleza, Fedón mío, sólo
ella es amable y adorable al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!, la
única forma de lo espiritual que recibimos con nuestro cuerpo, y que
nuestros sentidos pueden soportar. Pues ¿qué sería de nosotros si se
nos apareciese lo divino en otra de sus manifestaciones, si la razón,
la virtud y la verdad se nos presentasen en formas, sensibles? ¿No
arderíamos y nos disolveríamos en amor como otra época ante Zeus? La
belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo el
camino, sólo el medio, Fedón...» Después el taimado seductor dijo lo
más agudo: el amante era más divino que el amado, porque en aquél
alienta el dios, que no en el otro; este pensamiento es quizás el más
delicado y el más irónico que se haya producido, y de su fondo brota
toda la picardía y la secreta concupiscencia del deseo.
La dicha del escritor es su
posibilidad de transformar la idea enteramente en sentimiento; el
sentimiento, totalmente en idea. En aquel momento se había adueñado
del solitario una de estas vibrantes ideas, uno de estos sentimientos
precisos: el sentimiento de que la naturaleza se estremecía de goce
cuando el espíritu se inclinaba en homenaje y reverencia ante la
belleza. Súbitamente sintió el deseo imperioso de escribir. Cierto es
que, como suele decirse, Eros ama el ocio, y que sólo para el ocio ha
nacido. Pero en ese momento de la crisis, su excitación le impulsaba a
tranquilizar por medio de la palabra el torbellino de sus pensamientos.
El tema casi le era indiferente. De pronto sintió que se resolvía en
su espíritu, clamando por expresarse, una cuestión palpitante de la
cultura y el gusto. El asunto era de índole familiar y le preocupaba de
antiguo. El impulso de hacerlo brillar a la luz de sus palabras se hizo
irresistible en aquel momento. Pero necesitaba trabajar en presencia de
Tadrín, tomarlo de modelo, hacer que su estilo siguiese las líneas de
aquel cuerpo que se le antojaba divino, y levantar a lo espiritual su
belleza, como el águila levantó al cielo a uno de los pastores
troyanos. Jamás había sentido con tanta dulzura el placer de la
palabra, nunca había visto tan claramente que Eros alienta en ella,
como en aquellas horas, peligrosamente gozosas, en las que, sentado ante
una mesa rústica sombreada por la lona, teniendo ante sus ojos al
ídolo, y en los oídos la música de su voz, cincelaría Aschenbach,
siguiendo el modelo de Tadrio, unas páginas de selecta prosa cuya
pureza, altura y fuerte tensión sentimental habían de producir pronto
la admiración de las gentes. Seguramente conviene que el mundo conozca
sólo la obra bella y no sus orígenes, las condiciones que determinaron
su aparición, pues el conocimiento de las fuentes en que el poeta bebe
su inspiración lo confundiría, lo asustaría a menudo, dañando así
el efecto de las. cosas excelentes. ¡Singulares horas! ¡Esfuerzo
extrañamente enervador! ¡Extraordinario comercio fecundo del espíritu
con el cuerpo! Cuando Aschenbach, terminado su trabajo, se levantó, se
sintió agotado, deshecho hasta tal punto que le parecía oír los
lamentos de su conciencia en rebelión, como si acabara de entregarse a
algún pecado.
A la mañana siguiente fue cuando, a
punto ya de dejar el hotel, vio desde la escalera que Tadrio se dirigía
solo a la playa. El deseo, el sencillo pensamiento de aprovechar la
ocasión para trabar alegremente conocimiento con aquel que, sin
saberlo, le había conmovido y agitado tanto, de hablarle y gozarse en
su contestación, en su mirada, surgió en él de un modo natural.
El hermoso muchacho andaba
lentamente. Podría, pues, alcanzarle. Aschenbach apresuró el paso, y
llegó junto a él cerca ya de las casetas. Pensando en ponerle una mano
en la cabeza, en el hombro, resultó que una palabra, una frase amable
en francés rozaba ya sus labios. Pero en aquel instante sintió que su
corazón latía fuertemente, acaso por lo rápido de su carrera, y que,
como respiraba con dificultad, sólo iba a poder hablar atropellado y
tembloroso. Vaciló entonces, trató de dominarse; de pronto le pareció
que iba ya demasiado tiempo muy cerca del bello mancebo; temió que él
lo notase, temió que se volviese, interrogante; hizo un último
intento, que resultó vano también; renunció, pues, y pasó por
delante de él con la cabeza baja.
«¡Demasiado tarde! —pensó—.
¡Demasiado tarde!» Pero, ¿era realmente demasiado tarde? Aquel paso,
que no se había atrevido a dar, habría convertido probablemente la
cosa en algo bueno, ligero y gozoso; habría producido un efecto
sedante. Pero no hay duda de que el artista, ya en los linderos de la
vejez, no quería el sedante, a pesar de que la exaltación en que
vivía le era demasiado cara. ¿Quién podría descifrar el enigma de la
naturaleza del artista? ¿Quién puede comprender esa fusión instintiva
de disciplina y desenfreno en que consiste? Porque el hecho de no querer
un sedante saludable es desenfreno. Aschenbach ya no se sentía
dispuesto a la autocrítica. Por sus gustos, por su madurez espiritual,
por el respeto de sí mismo y por simplicidad, no le agradaba analizar
los motivos de sus actos ni averiguar si había dejado de realizar su
propósito por mandato de su conciencia, o por debilidad y molicie. Se
sentía avergonzado, tenía miedo, de que alguien hubiera podido
observar su carrera, su derrota; temía extraordinariamente al
ridículo. Por lo demás, se reía en su interior de su pánico
insensato. «Vencido —pensaba—, vencido como un gallo que en la
pelea deja caer desfallecido las alas.» Son, seguramente, los dioses
los que de tal modo paralizan nuestro valor a la vista del objeto amado
y arrojan por los suelos toda nuestra altivez.
Sin cuidarse ya de llevar la cuenta
del tiempo que a sí mismo se concedía para el descanso, había dejado
de pensar en el regreso. Se había provisto de dinero abundante. Su
única preocupación era que la familia polaca pudiera marcharse pronto;
pero, preguntando como por casualidad al peluquero del hotel, había
averiguado que las señoras habían llegado poco antes que él. El sol
tostaba su cara y sus manos, el aire excitante, salado, fortalecía su
fuerza sentimental, y si antes acostumbraba consagrar a su obra todo el
acopio de fuerzas que el sueño, el alimento, la Naturaleza le
prestaban, esta vez dilapidaba a manos llenas, en exaltación y
fantasía, toda la fuerza diaria que el sol, el ocio y el aire del mar
le prestaban.
Su sueño era breve. Los días,
deliciosamente monótonos, se separaban por noches cortas, llenas de
feliz inquietud. Es cierto que se acostaba temprano, pues a las nueve,
cuando Tadrio se había alejado, le parecía que el día estaba
terminado. Pero a las primeras luces de la mañana le despertaba un
dichoso, ligero estremecimiento; su corazón recordaba su aventura; no
podía quedarse en la cama, se levantaba, y envuelto en una bata ligera,
para preservarse del fresco de la madrugada, se sentaba ante la ventana
abierta en espera de la salida del sol. El maravilloso acontecimiento de
la aurora sumía en profunda adoración a su alma, consagrada por el
sueño. Cielo, tierra y mar permanecían aún envueltos en la suave
palidez fantástica del alba: una estrella lánguida flotaba aún en el
infinito. Pero venía un suave soplo, como un dulce mensaje de
inasequibles lugares con la nueva de que Eros se levantaba del lecho
conyugal, y por ello acontecía aquel primer rubor dulcísimo de las
lontananzas del cielo y del mar, por el cual se anuncia que la creación
toma formas sensibles. Se acercaba la Aurora, seductora de mancebos,
raptora de Céfalo y que, a pesar de la envidia de todos los olímpicos,
gozó los amores del bello Orión. Allá, al borde del mundo, comenzaban
a deshojarse rosas en un inefable resplandor divino mientras unas nubes
infantiles, iluminadas, esclarecidas, flotaban, como sumisos amorcillos,
en el aire rosa y azul; caía sobre el mar un manto de púrpura, que
parecía arrastrado hacia delante con sus olas levantadas; signos y
manchas de oro resplandecían sobre el mar; el resplandor se
transformaba en incendio; silenciosas y con divina pujanza se erguían
las llamas, y la cuadriga divina corría con sus cascos centelleantes
sobre la superficie de la tierra. Iluminado por la pompa del dios, el
contemplador solitario cerraba los ojos dejando que el resplandor divino
besase sus párpados. Sentimientos de otra época, deliciosos ímpetus
tempranos de su corazón, que habían muerto con la estrecha disciplina
de su vida, volvían en aquel instante extrañamente transformados y él
los reconocía con sonrisa confusa y asombrada. Cavilaba, soñaba; sus
labios murmuraban lentamente un nombre, y sonriente, con el rostro
vuelto hacia arriba y las manos plegadas en el regazo, dormitaba en su
butaca.
Pero el día iniciado así, con
aquella fiesta del fuego, transcurría luego exaltado, en una extraña
exaltación mística. ¿De dónde provenía el soplo que de pronto
envolvía sienes y vidas, tan suave y misterioso como un susurro de
potencias elevadas? En el cielo se alineaban numerosas nubecillas, como
rebaño de dioses que pastasen en el espacio infinito. Se levantó un
viento más fuerte, y los caballos de Neptuno galoparon espumeantes. Por
entre las rocas alejadas de la playa saltaban como cabrillas las olas.
Aschenbach sentíase anegado en un mundo divino lleno de vida pánica, y
su corazón soñaba dulces fábulas. A veces, cuando el sol se ponía
por detrás de Venecia, se sentaba en un banco del parque para
contemplar a Tadrio, que, vestido de blanco y con un cinturón de color,
jugaba al balón. Entonces creía estar viendo a Jacinto, el ser mortal
por lo mismo que era objeto del amor de los dioses. Y hasta sentía los
dolorosos celos del Céfiro, de aquel rival que, olvidando el oráculo,
el arco y la cítara, se ponía a jugar con el mancebo; veía cómo el
dardo ligero, impulsado por los celos crueles, alcanzaba la amada
cabeza, recibía palideciendo el desfalleciente cuerpo, y la flor que
brotaba de la dulce planta traía la inscripción de su lamento
infinito...
Nada resultaba más extraño ni más
irritante que las relaciones que se establecen entre hombres que sólo
se conocen de vista, que diariamente, a todas horas, se tropiezan, se
observan, viéndose obligados, por la etiqueta o por capricho a no
saludarse ni cruzar palabra, manteniendo el engaño de una indiferencia
perfecta. Se produce entre ellos inquietud e irritada curiosidad. Es la
historia de un deseo de conocerse y tratarse insatisfecho,
artificiosamente contenido, y, en especial, de una especie de
estimación exaltada. Pues el hombre ama y honra al hombre mientras no
puede juzgarle. Y el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso.
Entre Aschenbach y Tadrio tenía que
haber, necesariamente, cierta relación y conocimiento, de tal manera
que el hombre maduro pudo observar gozosamente que su simpatía y su
atención no dejaban de ser en cierta forma correspondidas. ¿Qué
había sido, por ejemplo, lo que movió al muchacho a no entrar por la
mañana, al llegar a la playa, por detrás de las casetas, sino a pasar
por delante, cerca de donde estaba Aschenbach, y en ocasiones rozando
casi su mesa, su silla, para dirigirse a la caseta de los suyos? ¿Es
que la fuerza atractiva, la fascinación de un sentimiento superior,
obraba sobre su ánimo delicado e irreflexivo? Aschenbach esperaba
cotidianamente la aparición de Tadrio; a veces fingía estar ocupado al
divisarle y dejaba que pasase ante él, aparentemente inobservado; pero
otras, veces levantaba la vista y sus miradas se encontraban. Ambos
permanecían en tal caso profundamente serios. En el digno rostro del
hombre maduro nada indicaba la conmoción interior; pero en los ojos de
Tadrio brillaba una curiosidad, una interrogación pensativa; su paso
vacilaba; bajaba la vista, volvía a alzarla graciosamente, y cuando ya
estaba lejos, algo en su actitud indicaba que sólo la urbanidad le
impedía volverse.
Sin embargo, una tarde las cosas
ocurrieron de otra manera. Los hermanos polacos y su institutriz no
estaban en el comedor, y Aschenbach lo había observado con pena.
Después de cenar, muy inquieto por tal ausencia, salió del hotel a
pasear por cerca de la terraza, cuando de pronto, a la luz de los.
faroles, vio aparecer a las cuatro hermanas con su atavío monjil, a la
institutriz y a Tadrio, éste unos pasos detrás. Sin duda, volvían del
desembarcadero, y habíanse quedado a cenar, por algún motivo, en la
ciudad. En el mar hacía fresco; Tadrio llevaba una casaca de marinero,
con botones dorados, y su gorra correspondiente. El sol y el aire marino
no habían tostado su tez, que conservaba su amarillo marmóreo de
siempre, pero en aquel instante parecía más pálido que de ordinario,
quizás a consecuencia del fresco, o por el resplandor de los faroles.
Sus cejas, armónicas, aparecían delineadas más escuetamente, y sus
ojos eran muy oscuros. Era aquello de una indecible belleza, y
Aschenbach sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la
palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza sensible, pero no de
reproducirla. Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió
descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la
expresión de su rostro. De esta manera, cuando su mirada tropezó con
la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la
alegría, la sorpresa, la admiración. En aquel instante fue cuando
Tadrio le sonrió. Le sonrió expresiva, confiada y acogedoramente, con
labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de
Narciso al inclinarse sobre el agua; aquella sonrisa profunda,
encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al
reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente contraída por el
beso imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente
atormentada, transformada y transformadora.
Aquella sonrisa fue recibida como un
obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente, que se vio
obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín, y buscar
apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del
parque. Allí fue donde se le escaparon amonestaciones, singularmente
indignadas y tiernas al mismo tiempo: « ¡No debes sonreír así! ¡No
se debe sonreír así a nadie! » Se arrojó en un banco, y fuera de
sí, aspiró el aroma nocturno de las plantas.
Durante la cuarta semana en Venecia,
Aschenbach hizo algunas observaciones desagradables relacionadas con el
mundo exterior. Primeramente le pareció notar que, a medida que
avanzaba la estación, la concurrencia parecía más bien disminuir que
aumentar en el hotel. Advirtió especialmente que el alemán iba
escaseando, hasta el punto de que llegó un momento en que en la mesa y
en la playa su oído percibía sólo sonidos extraños. Un día, en la
peluquería adonde iba a menudo, atrapó una frase que le dejó
preocupado. El peluquero habló de una familia alemana que se había
ido, tras corta permanencia, y añadió, en tono ligero e insinuante:
«Usted se quedará, caballero; usted no tiene miedo al mal.»
Aschenbach le miró replicando: «¿Qué quiere usted decir con eso?»
El hablador enmudeció fingiendo distracción y pasó por alto la
pregunta. Luego, cuando Aschenbach insistió más decididamente,
declaró que no sabía nada, y, evidentemente desconcertado, procuró
desviar la conversación.
Eso sucedía hacia el mediodía.
Después, de comer, Aschenbach se fue por mar a Venecia, a pesar de la
calma y del calor, acosado por la manía de perseguir a los hermanos
polacos, a quienes había visto tomar el camino del embarcadero con su
institutriz. No encontró a su ídolo en San Marcos. Pero, estando
sentado a una de las. mesitas instaladas en la parte sombreada de la
playa, ante su taza de té, advirtió de pronto en el aire un aroma
peculiar. Le pareció que aquel aroma venía envolviéndolo todos los
días, sin él haberse dado cuenta; un olor dulzón, oficial, que hacía
pensar en plagas y pestes y en una sospechosa limpieza. Lo examinó y
reconoció poniéndose pensativo; y, terminando su colación, abandonó
la plaza por el lado frontal del templo. Al penetrar en las calles
estrechas, el olor se hizo aún más agudo. En las esquinas se veían
pegados bandos de alarma, en los cuales se advertía a la población que
debía privarse de ostras y mariscos, así como del agua de canales, a
consecuencia de ciertos desarreglos gástricos que el calor hacía muy
frecuentes. El carácter de tales admoniciones era patente. En los
puentes y plazas había silenciosos grupos de gente del pueblo mientras
el forastero se paraba junto a ellos inquisitivo y caviloso.
Al pasar junto a una tienda donde se
vendían collares de coral y alhajas de amatistas falsas, Aschenbach
pidió explicaciones al dueño, que se encontraba de pie en la puerta,
acerca del fatal olor. El hombre le miró seriamente y adoptó
inmediatamente un tono de forzada alegría. « ¡Es simplemente una
medida de previsión! », respondió accionando con viveza. «Una
disposición de la Policía, que debemos aplaudir. El calor aprieta; el
siroco no es bueno para la salud. En una palabra, ya comprende usted...,
una medida acaso exagerada.» Aschenbach dio las gracias y siguió.
También en el vapor que le llevó a Lido la última vez percibió el
olor del desinfectante.
—Ya de regreso en el hotel, se
dirigió en seguida a la mesita de los periódicos, que había en el
vestíbulo, y les pasó revista. En los extranjeros no encontró nada.
Los diarios, locales contenían rumores, aducían cifras poco claras,
reproducían negativas oficiales y dudaban de su exactitud. Así se
explicaba, pues, la desaparición del elemento alemán y austríaco. Los
súbditos de las demás naciones no sabían nada, sin duda; no
sospechaban nada; aún no habían podido intranquilizarse. «¡Hay que
callar!», pensó Aschenbach, excitado, volviendo a dejar los
periódicos sobre la mesa. « ¡Hay que guardar silencio! » Y al mismo
tiempo, su corazón se sintió satisfecho de la posible aventura en que
el mundo exterior iba a entrar. Pero la pasión, como el delito, no se
encuentra a sus anchas en medio del orden y el bienestar cotidiano; todo
aflojamiento de los resortes de la disciplina, toda confusión y
trastorno le son propicios, porque le dan la esperanza de obtener
ventajas de ellos. Así, Aschenbach sentía una satisfacción oscura
ante los fingimientos de las autoridades de Venecia, ante el secreto
inconfesable de la ciudad, que se fundía con el suyo propio y que tanto
le importaba no se divulgase. Y eso, porque lo único que le preocupaba
era que Tadrio pudiera marcharse. No sin espanto había comprendido ya
que no sabría cómo vivir si tal hecho aconteciera.
Los domingos, los polacos nunca iban
a la playa; adivinó que iban a oír misa en San Marcos; fue allá él
también, y entrando desde la plaza ardiente en la penumbra dorada del
templo, halló al muchacho oyendo misa arrodillado en un reclinatorio.
Se quedó en pie, atrás, sobre el mosaico, en medio de las gentes
humildes arrodilladas que murmuraban plegarias y se santiguaban. La
pompa armoniosa del templo oriental posaba espléndida sobre sus
sentidos. Ante el altar se movía, rezaba y cantaba el sacerdote;
flotaba el incienso, envolviendo en su niebla las débiles luces, y al
olor del humo del sacrificio, parecía mezclarse subrepticiamente otro
olor, el de la ciudad enferma. Entre el incienso y el brillo de las
luces, Aschenbach veía al muchacho, que lo miraba.
Cuando, poco después, la multitud
salía por las amplias puertas a la plaza resplandeciente, llena de
palomas, Aschenbach se quedó en el pórtico, escondido, al acecho.
Desde allí vio que los polacos salían de la iglesia, que las muchachas
se despedían ceremoniosamente de su madre, y que ésta se dirigía a
casa por la Piazzeta; esperó que el muchacho, las monjiles hermanas y
la institutriz tomaran la derecha, pasando por la puerta de la torre del
reloj, y, penetrando en la Mercería, dejó que le tomasen alguna
delantera; luego los siguió disimuladamente en su paseo por Venecia.
Tenía que pararse cuando se detenían; tenía que guarecerse en un
portal o en un patio cuando ellos daban de pronto la vuelta, para
dejarlos pasar. Los perdía, los buscaba, cansado y acalorado, por
puentes y sucios callejones, y soportaba minutos de angustia mortal
cuando, de pronto, aparecían en algún pasaje estrecho donde no había
modo de apartarse. Sin embargo, no puede decirse que sufriese.
Una vez Tadrio y los suyos tomaron
una góndola, deseosos de pasear, y Aschenbach, que mientras subían a
ella se había mantenido oculto detrás de la columna de una fuente,
hizo lo propio cuando había arrancado ya su góndola. Hablaba ansioso y
con voz sofocada para pedir al marinero, ofreciéndole una buena
propina, que siguiese incesantemente, a cierta distancia, aquella
góndola que doblaba la esquina, y se avergonzaba cuando el hombre, con
picaresca conformidad, le aseguraba que le servía a conciencia.
La embarcación se deslizaba, pues,
rápidamente, balanceándose en el agua. Mientras Aschenbach permanecía
recostado en los blandos almohadones negros, siguiendo empujado por su
apasionado sentimiento a la otra embarcación negra, con su pico
afilado. A veces la perdía de vista, y entonces se sentía poseído de
inquietud y dolor. Pero su conductor, que debía de estar habituado a
tales menesteres, acertaba siempre por medio de astutas maniobras,
rodeos y requiebros.
El aire se mostraba en calma, y el
sol quemaba a través de las nubes tenues, coloreadas, que lo
envolvían. El agua golpeaba sordamente sobre la madera y la piedra de
los canales. Los gritos del gondolero, avisos y saludos a medias, eran
respondidos desde lejos, en el silencio del laberinto, por medio de
extrañas señales entre ellos convenidas.
En los muros altos de los pequeños
jardines colgaban masas de flores blancas y purpúreas. Olía a
almendras. Las escaleras de mármol de una iglesia descendían hasta
mojarse en el agua; un mendigo, de pie en uno de los peldaños,
presentaba su sombrero exponiendo su miseria, y mostraba el blanco de
los ojos como si estuviera ciego; un vendedor de antigüedades, ante su
tenducho, invitaba a los que pasaban, con gestos humildes, a entrar, con
la esperanza de poder engañarlos. Así era Venecia, la bella insinuante
y sospechosa; ciudad encantada de un lado, y trampa para los extranjeros
de otro, en cuyo aire pestilente brilló un día, como pompa y molicie,
el arte, y que a los músicos prestaba sones que adormecían y
enervaban. El aventurero creía que sus ojos recogían todo aquel
esplendor, que sus oídos estaban envueltos en aquellas melodías;
recordaba también que la ciudad estaba enferma y que se trataba de
ocultar tal circunstancia por codicia. Así avanzaba con ansia
desenfrenada hacia la góndola que marchaba ante él.
No faltaban momentos en que se
detenía y reflexionaba confusamente. « ¡Por qué caminos me
extravío! », pensaba entonces con espanto. ¡Por qué caminos! Como
todo hombre a quien sus méritos innatos, han infundido algún interés
aristocrático por su ascendencia, se había habituado a recordar en
todos los actos de su vida la historia de sus antepasados, a asegurarse
en espíritu su consentimiento, su aquiescencia, su aprecio. También
por entonces, enredado en una aventura así, perdido en tan exóticos
extravíos del sentimiento, recordaba la severidad y la varonil apostura
de sus ascendientes y sonreía melancólico. ¿Qué dirían? Pero, qué
dirían al juzgar toda su vida, una vida tan diferente a la de ellos,
hasta haber caído en la degeneración; al juzgar una vida dedicada al
arte, de la cual él mismo, en sus. años juveniles, se había burlado,
influido por el espíritu burgués de sus antepasados, y que había sido
tan semejante a la de ellos en el fondo! También él había hecho su
servicio de guerra, también él había sido soldado y guerrero como
muchos de ellos, pues el arte era una guerra, un esfuerzo agotador, para
el cual los hombres de hoy ya no tienen resistencia. Una valla de
contención y dominio de sí mismo, una vida recia, constante y sobria,
que él había elaborado en sus obras como la forma sensible del
heroísmo moderno. Podía llamarse varonil a esa vida, podía
calificarla de valiente, y hasta le parecía que el Eros que se había
adueñado de él, era también en cierta forma adecuado y favorable a
una vida como la suya. ¿No había gozado de alto prestigio en los
pueblos más valientes? ¿No se decía que había brillado por su valor
en las ciudades? Numerosos héroes guerreros de la Antigüedad habían
llevado su yugo, pues no había humillación alguna en obedecer los
caprichos del dios del amor, y acciones que si se hubiesen hecho por
otros medios hubieran sido censuradas como obra de cobardía —arrodillarse,
jurar, suplicar tenazmente, someterse como esclavos— no sólo no
redundaban en desdoro del amante, sino que por ellas merecían grandes
alabanzas.
Así pensaba en la confusión de su
espíritu; de este modo trataba de justificarse, de mantener su
dignidad. Pero, al mismo tiempo, su atención permanecía siempre fija,
avizorando lo que ocurría en el interior de Venecia, en aquella
aventura del mundo exterior, que armonizaba oscuramente con la de su
corazón y que alimentaban su pasión con vagas y anormales esperanzas.
Para saber algo nuevo y seguro acerca del estado y de los progresos del
mal, revisaba, en los cafés de la ciudad, los periódicos locales, que
habían desaparecido desde hacía varios días de la mesa del hall del
hotel. En ellos alternaban afirmaciones y rectificaciones. Por un lado
se decía que el número de defunciones ascendía a veinte, a cuarenta,
a ciento, incluso a más; pero por otro lado, si no se negaba en redondo
la existencia de la peste, se la limitaba a casos aislados. Y,
diseminadas aquí y allá, aparecían advertencias amonestadoras,
protestas contra el peligro, ruegos de las autoridades. No había manera
de adquirir una certidumbre. Sin embargo, el solitario creía tener
cierto derecho para compartir el secreto, encontrando una satisfacción
extraña en dirigir preguntas a quienes estaban enterados y obligando a
mentir descaradamente a quienes debían guardar el secreto. Un día,
durante el desayuno, interrogó al encargado, al hombrecillo aquel que
andaba suavemente con su levita de corte francés, saludando y vigilando
el servicio y que se había parado ante Aschenbach para decirle algunas
frases afables.
—¿Por qué —preguntó el
huésped en tono .desenfadado—, por qué desinfectan Venecia desde
hace algún tiempo?
—Se trata —respondió el
empleado— de una medida de la policía encaminada a prevenir
debidamente todas las alteraciones de la salud pública que podría
originar este tiempo bochornoso.
—Me parece acertada la conducta de
la Policía —asintió Aschenbach.
Después de haber hecho algunas
observaciones meteorológicas pertinentes al caso, el encargado se
despidió.
Aquel mismo día, después de cenar,
aparecieron en el jardín del hotel unos músicos callejeros de la misma
ciudad. Eran dos hombres y dos mujeres, y se habían situado alrededor
del poste de hierro de uno de los focos, con los rostros iluminados por
la luz blanca, vueltos hacia la gran terraza donde los huéspedes del
hotel tomaban café y refrescos y escuchaban las manifestaciones de este
arte popular. El personal del hotel —botones, camareros y empleados—
escuchaba también a las puertas del vestíbulo. La familia rusa,
siempre anhelante de diversión, había hecho que bajasen unas sillas de
mimbre al jardín, para estar más cerca de los ejecutantes, y se había
sentado en semicírculo. Detrás de los caballeros estaba en pie la
vieja esclava, con una manteleta que le cubría la cabeza, en forma de
turbante.
Los instrumentos que manejaban los
músicos mendigos eran una mandolina, una guitarra, un acordeón y un
violín. Alternaban números instrumentales con números de canto; en
estos últimos la muchacha más joven, con una voz chillona y
estridente, cantaba dúos amorosos, sentimentales, con el tenor de voz
dulzona, de falsete. Pero el director, que ejecutaba el verdadero
número de fuerza, era indudablemente el otro personaje, el que tocaba
la guitarra y cantaba al mismo tiempo. Era una especie de barítono bufo
que apenas tenía voz, pero que poseía una mímica altamente expresiva
y una extraordinaria fuerza cómica. A veces, se apartaba del grupo, con
su guitarra bajo el brazo, avanzaba accionando hacia la terraza, donde
sus ocurrencias más o menos picarescas producían sonora hilaridad. Los
rusos se mostraban notablemente admirados de semejante vivacidad
meridional; sus aplausos y gritos de aprobación estimulaban al actor
para que se produjera cada vez con más osadía y seguridad. Aschenbach,
sentado ante la balaustrada, se humedecía de cuando en cuando los
labios con un refresco de soda y granadina que brillaba, con color
rubí, a través del vaso. Sus nervios acogían ansiosos los lánguidos
tonos, las melodías sentimentales y vulgares, pues la pasión paraliza
el sentido crítico y recibe con delicia todo aquello que en un estado
de serenidad se soportaría con disgusto. Sus facciones, excitadas por
las farsas del histrión, se habían contraído en una sonrisa fija y ya
dolorosa. Estaba indolentemente sentado, prestando una máxima atención
a la figura de Tadrio, quien se encontraba apoyado sobre el antepecho de
piedra, a unos pasos de él.
Llevaba puesto el traje blanco con
el que a veces se vestía para bajar a la cena, con su gracia infalible,
con los pies cruzados, mirando a los músicos con una expresión que no
era casi sonrisa, sino lejana curiosidad, atención cortés puramente. A
veces se erguía y, ensanchando el pecho con un gracioso movimiento de
ambos brazos, se bajaba la blanca blusa por debajo del cinturón de
cuero. Otras veces, Aschenbach le notaba una expresión de triunfo, un
estremecimiento de cierto espanto, vacilante y tímido; o también,
apresurado y súbito, como si se tratase de una sorpresa, volvía a
veces la cabeza y miraba por encima del hombro izquierdo hacia el sitio
de Aschenbach. En el fondo de la terraza estaban sentadas las mujeres
que atendían a Tadrio. Algunas veces, en la playa, en el vestíbulo del
hotel y en la plaza de San Marcos, había creído notar que llamaban a
Tadrio cuando le veían próximo a él, que trataban de mantenerlo a
distancia, hecho que encerraba una ofensa monstruosa que torturaba su
orgullo de una manera desconocida.
Entretanto, el guitarrista había
empezado a cantar un solo y se acompañaba él mismo. Se trataba de una
canción callejera muy popular por entonces en toda Italia; en su
estribillo entraban todas, las voces y todos los instrumentos del
conjunto. El actor recitaba con gran fuerza plástica y dramática.
Delgado de cuerpo, flaco y escuálido también de rostro, se había
colocado a alguna distancia de los suyos, con el gastado sombrero de
fieltro sobre la nuca, dejando al descubierto un mechón de cabellos
rojos. Su actitud era de cinismo y bravata. Acompañándose con su
guitarra, iba arrojando a la terraza, en un expresivo recitado
melódico, sus chistes, mientras su esfuerzo hacía que se le hinchasen
las venas de la frente. No parecía ser de casta veneciana, sino más
bien del tipo de los cómicos napolitanos, rufián y comediante a
medias, brutal y cínico, peligroso y divertido. La canción, de letra
estúpida, adquiría en su boca, gracias a sus muecas, a sus gestos, a
su manera de guiñar el ojo expresivamente, al movimiento de su lengua
en las comisuras de la boca, un sentido equívoco, vagamente indecoroso.
De aquel cuello deportivo, que llevaba para completar su traje
corriente, surgía, gruesa y puntiaguda, su nuez. Su cara, pálida, de
nariz achatada, en cuyos rasgos era difícil descifrar su edad,
aparecía surcada de arrugas, de huellas de vicios, y excesos.
Armonizaban de un modo muy extraño las contracciones de su movida boca
y las dos arrugas tersas, dominadoras, casi brutales, que se le
ahondaban entre sus cejas. Pero lo que realmente hacía que la atención
del solitario se concentrase en él, consistía en que la equívoca
figura parecía comportar también una atmósfera equívoca. Cada vez
que, al comenzar de nuevo el estribillo, emprendía el cantante una
grotesca marcha en derredor, y llegaba a pasar muy cerca de Aschenbach,
emanaba de él una oleada de aquel olor sospechoso que envolvía a la
ciudad.
Cuando terminó el canto, procedió
a hacer su colecta. Comenzó por los rusos, que le dieron sus monedas
con agrado, y luego subió la escalinata. Todo el cinismo que había
mostrado al recitar, se trocaba ya en humildad. Haciendo profundas
reverencias, iba deslizándose por entre las mesas con una sonrisa de
picaresca sumisión que ponía al desnudo sus fuertes dientes, mientras
las dos arrugas se ahondaban amenazadoras entre sus cejas. Las gentes
contemplaban su aspecto exótico y pintoresco con curiosidad y cierto
matiz de repugnancia; arrojaban en el sombrero que les presentaba las
monedas con la punta de los dedos, cuidando muy bien de no tocarlo. La
anulación de la distancia material entre el comediante y la correcta
concurrencia, a pesar del placer que les había causado, les producía
cierta perplejidad. Él advertía el malestar y trataba de disculparse
empequeñeciéndose al máximo. Llegó donde estaba Aschenbach y con él
el olor que no parecía preocupar a la concurrencia.
—¡Oiga! —dijo el solitario a
media voz y casi maquinalmente—. ¿Por qué desinfectan Venecia?
El cómico respondió, con voz un
poco ronca:
—Por la Policía. Está indicado
por el calor y el siroco. Ya ve usted cómo oprime el siroco... No es
bueno para la salud.
Hablaba aparentando asombro de que
pudiera alguien preguntar semejante cosa, y con la mano indicaba
gráficamente cómo oprimía el siroco.
—¿De manera que no hay ninguna
epidemia en Venecia? —preguntó Aschenbach con voz casi imperceptible,
hablando entre dientes. Los musculosos rasgos del histrión se
contrajeron expresando un asombro que tenía mucho de cómico.
—¿Una epidemia? ¿Qué epidemia
va a haber? ¿Es epidemia el siroco? ¿Acaso es una epidemia nuestra
Policía? ¡Usted bromea! ¡Una epidemia! ¡No diga usted eso! Sólo se
trata de una medida de previsión policial. ¿Entiende usted? Una
disposición en vista del tiempo bochornoso.
Y acabó en una serie de gestos.
—Está bien —dijo Aschenbach
rápidamente y en voz baja, depositando en el sombrero una moneda
desproporcionada para el caso.
Luego hizo al hombre señas de que
podía irse. Pero, antes de llegar a la escalera, se arrojaron sobre él
dos empleados, y con sus rostros muy cerca del suyo lo sometieron en voz
baja a un interrogatorio. Él se encogía de hombros, hacía
afirmaciones, juraba que había sido discreto, se reía.
Cuando lo dejaron ir, tras una corta
deliberación con los suyos, cantó bajo el foco del jardín una
canción de gracias y despedida.
Era una canción que el solitario no
recordaba haber oído nunca; una canción popular de dialecto
incomprensible, que terminaba en un jocundo estribillo que coreaba a
pulmón lleno toda la comparsa. En el estribillo no había palabras, y
los instrumentos callaban; no quedaba más que una risa rítmicamente
ordenada no se sabe cómo, pero que parecía espontánea, a la que el
solista, con su gran talento cómico, infundía especialmente una
vivacidad extremada. Una vez restablecida la debida distancia, el
personaje había recobrado su cinismo, y las carcajadas rítmicas, que
lanzaba desvergonzadamente a la terraza, sonaban a burla. Ya al final de
la parte articulada, parecía luchar con un incontenible deseo de reír.
Su voz se entrecortaba, vacilaba, oprimía la boca con la mano, movía
violentamente los hombros, y en el momento de recomenzar el estribillo,
su risa irrumpía, saltaba, estallaba con ímpetu irresistible, con tal
verdad, que se hacía contagiosa, comunicándose al auditorio de modo
que toda la terraza se veía envuelta en un regocijo sin motivo, que
sólo se alimentaba de sí mismo. Pero tal hecho, a su vez duplicaba la
jocundidad del cantante. Doblaba las rodillas, se golpeaba los muslos,
se palpaba las caderas, parecía estar a punto de desmayarse; ya no
reía; gritaba, aullaba. Señalaba con el dedo hacia arriba, como
indicando que nada había tan cómico como la riente sociedad en la
terraza y, al final, todos reían a carcajadas, los botones y los
criados, asomados a las puertas.
Aschenbach no permanecía ya
indolentemente en su silla; se había erguido, como en ademán de
defensa o de fuga. Pero las risas y el olor de hospital que hasta él
llegaba se complicaban creándole una atmósfera de pesadilla que
implacablemente envolvía su cabeza y sus sentidos. En medio de la
agitación y abandono generales, se atrevió a mirar a Tadrio, y notó
que, respondiendo a su mirada, el muchacho conservaba igualmente su
seriedad, como si su conducta y la expresión de su fisonomía siguiesen
a las de Aschenbach, y como si toda aquella animación que le rodeaba
nada pudiese sobre él, puesto que el solitario permanecía indiferente.
Aquella docilidad infantil tenía algo tan poderoso, tan conmovedor, que
Aschenbach tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para no esconder la
cara entre las manos. También le había parecido que Tadrio se erguía,
a veces, a causa de alguna opresión del pecho, que se resolvía en un
suspiro. «Es enfermizo; probablemente, no llegará a viejo», pensaba
con aquella frialdad que, en ocasiones, hace que la embriaguez y la
exaltación se emancipen de un modo singular. Su corazón se llenaba
entonces de pura compasión y de un sentimiento de satisfacción
malsana.
Mientras tanto, los venecianos
habían terminado y desfilaban. La concurrencia los despedía con
aplausos. El director no quiso marcharse sin adornar la salida con
algunas gracias. Comenzó a hacer reverencias y a tirar besos con las
manos en forma que excitaba la hilaridad de los espectadores, lo cual
hacía que él acentuase más y más lo grotesco de sus movimientos y
gesticulaciones. Cuando sus compañeros estaban ya fuera, hizo como si,
al salir retrocediendo, tropezara en el poste de uno de los focos. Al
lastimarse así, corrió hacia la puerta, haciendo contorsiones de
dolor. Una vez en la puerta, arrojó su máscara de bufón, se irguió
elásticamente, sacó cínicamente la lengua a la concurrencia y se
sumió en la oscuridad.
Las gentes fueron dispersándose
poco a poco. Tadrio había desaparecido de la balaustrada, pero el
solitario se quedó aún largo rato, provocando la irritación de los
camareros, sentado a su mesa, ante lo que le quedaba de refresco de
granadina. La noche avanzaba, fluía el tiempo. En casa de sus padres,
hacía muchos años, había un reloj de arena... De pronto vio ante sus
ojos, como con gran claridad, el frágil aparato. La arena roja y fina
corría incesantemente por el pico de cristal, corría, monótona y
silenciosamente, eternamente...
Al día siguiente, por la tarde,
hizo un nuevo esfuerzo para investigar los acontecimientos del mundo
exterior, y esta vez con todo el éxito posible. En la plaza de San
Marcos entró en una agencia inglesa de viajes, y después de cambiar
alguna moneda, dirigió al empleado que le había servido, adoptando un
aspecto de forastero, desconfiado, la pregunta fatal. El empleado era un
inglés auténtico, correctamente vestido, joven aún, con el cabello
partido por la mitad, y emanaba de él esa firme lealtad que resulta tan
exótica, tan maravillosa en el Mediodía, donde abunda la expresión
ambigua. Comenzó con la eterna canción: «No hay ningún motivo de
alarma, señor. Una medida sin importancia seria. Disposiciones de esa
naturaleza se toman a menudo para prevenir los posibles daños del calor
y del siroco...»
Pero, al levantar los ojos, se
encontró con la mirada del forastero, una mirada cansada y un tanto
triste, que con una ligera expresión de desprecio se posaba en él. El
inglés enrojeció: «Ésta es, al menos —siguió a media voz y con
cierta vivacidad—, la explicación oficial, con la que aquí todos se
conforman. Sin embargo, creo que hay algo más detrás de esto.» Luego,
en su lenguaje honrado y preciso, contó lo que realmente ocurría.
Hacía ya varios años que el
cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más acentuada a
extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y
llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de
una fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de
bambú acecha el tigre, la peste se había asentado de un modo
permanente, causando estragos inauditos en todo el Indostán; después,
había corrido por el Oriente, hasta la China, y por Occidente hasta
Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las caravanas, había llevado
sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y mientras Europa
temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la tierra,
la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo
tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida
faz en Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y
estallaba con toda su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la
península había quedado inmune. Pero, a mediados de mayo, habían
descubierto en Venecia, en un mismo día, los terribles síntomas del
mal en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y de
una verdulera. Éstos casos se mantuvieron en secreto. Pero poco
después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más en
diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que
había ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al
volver, mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a
la Prensa alemana las primeras noticias de la peste. Las autoridades de
Venecia respondían que nunca había sido más favorable el estado
sanitario de la ciudad, y tomaban las medidas más necesarias para
combatir el mal. Pero podían estar infectados los alimentos; las
legumbres, la carne, la leche.
La peste, negada y escondida,
seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el
prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales,
favorecía extraordinariamente su propagación.
Hasta se hubiera dicho que la peste
había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y fecundidad de
sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados,
ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con
extraordinaria violencia, presentándose casi siempre en la más
terrible de sus formas: la seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar
las grandes cantidades de agua que salían de los vasos sanguíneos. A
las pocas horas, el enfermo moría ahogado por su propia sangre,
convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de espantosas
convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en
quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero,
se le producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o
rara vez, despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando
silenciosamente las barracas aisladas del hospital civil. En los dos
hospicios empezaba a faltar sitio, y había un movimiento inmediato
hacia San Michele, la isla del cementerio. Sin embargo, el temor a los
perjuicios que sufriría la ciudad, las consideraciones a la Exposición
de cuadros que acababa de inaugurarse, a los jardines públicos y a las.
grandes pérdidas que el pánico podía producir en hoteles, comercios y
en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la ciudad que el
amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales. Las
autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y
negación. El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona
honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo remplazado
inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible.
El pueblo sabía todo esto, y la
corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad reinante y el
estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la inminencia
de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las
gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido
animados, de tal manera, que podía observarse un desorden y una
criminalidad crecientes. Por las noches circulaban, contra la costumbre,
muchos borrachos; se decía que a altas horas nocturnas las calles no
ofrecían seguridad; se habían presentado casos de atracos y hasta
graves delitos de sangre. En dos. ocasiones se había comprobado que
personas aparentemente fallecidas a consecuencia de la peste, habían
sido, en realidad, víctimas del veneno de sus deudos, mientras la
lujuria profesional tomaba formas desvergonzadas y degeneradas, que
allí no se habían visto, y que sólo podían encontrarse en el sur del
país o en Oriente.
La deducción que de todas estas
cosas sacó el inglés, fue decisiva.
—Haría usted bien en marcharse,
mejor hoy que mañana. Pues antes de muy pocos días nos habrán
acordonado.
—Muchísimas gracias —respondió
Aschenbach, y salió.
La plaza yacía bajo el bochorno de
un día nublado. Los forasteros, seguramente ignorantes de los hechos,
estaban sentados en las terrazas de los cafés, o andaban por delante de
la iglesia, toda cubierta de palomas, mirando cómo los. pájaros,
batiendo sus alas y empujándose unos a otros, se precipitaban sobre los
granos de maíz que se les mostraba en la palma de la mano. El solitario
paseaba de aquí para allá en el magnífico patio, en una excitación
febril, gozoso de poseer ya la verdad, con un sabor de repugnancia en la
lengua y un fantástico estremecimiento en el corazón. Pensaba en
algún acto depurador y honrado. Por la noche, después de cenar, podía
acercarse a la señora ataviada de costosas perlas y hablarle de un modo
que él literalmente imaginaba: «Permítame usted, señora, que un
extranjero la sirva con un consejo, una advertencia que la codicia
niega. Váyase usted inmediatamente con Tadrio y con sus hijas; Venecia
está apestada.» Luego podría pasar la mano, en señal de despedida,
sobre la cabeza del instrumento de una deidad maligna, apartarse y huir
de aquel pantano.
Pero, al propio tiempo, sentía que
no quería en realidad dar en serio un paso semejante. Eso le traería
la calma, le volvería a sí mismo; pero el que está fuera de sí, nada
aborrece tanto como volver a su propio ser. Recordaba un edificio
blanco, adornado con inscripciones orientales, en cuyo misterio se
habían perdido los ojos de su espíritu. Recordaba luego aquella figura
viajera que había evocado en él, hombre maduro, sentimientos juveniles
de nostalgia por lo lejano y lo exótico, y la idea del retorno al
hogar, a la calma, la sobriedad, el esfuerzo y la maestría le
repugnaban de tal modo, que su rostro se contraía en un dolor físico:
«¡Es preciso callar! », murmuró con energía; y luego: «
¡Callaré! » La conciencia de su complicidad le embriagaba como
embriagan a un cerebro enfermo unas cuantas gotas de vino. El cuadro de
la ciudad enferma y desmoralizada, que se presentaba a su imaginación,
encendía en él esperanzas confusas que traspasaban los linderos de la
razón y eran de una infinita dulzura. ¿Qué valía la apacible dicha
con que había soñado comparada con la esperanza? ¿Qué valían el
arte y la virtud ante la presencia del caos? Siguió en silencio, y se
fue.
Aquella noche tuvo un sueño
terrible, si puede llamarse sueño a un acontecimiento psi—cofísico,
ocurrido, es cierto, en pleno sueño y en completa independencia, pero
que se había desarrollado propiamente en su alma; los acontecimientos
que pasaban ante él, y que venían de fuera, quebrantaban su
resistencia, una resistencia profunda y espiritual; violentamente
aseladores penetraban en su alma, para dejar arrasada su existencia y
toda la cultura de su vida.
Se inició con miedo. Miedo y placer
y una curiosidad estremecida por lo que iba a venir. Reinaba la noche, y
los sentidos de Aschenbach estaban en acecho, pues desde lejos se
acercaba un confuso estrépito formado por mil ruidos entremezclados, y
dominados por la dulzura de los sonidos de una flauta profundamente
excitante, que producía una sensación de enervamiento y despertaba en
las entrañas un incontenible ardor. Se oía también un grito
estridente que acababa en una u prolongada. De pronto, al solitario se
le ocurrió una palabra oscura, pero que designaba lo que venía. ¡El
dios desconocido! Súbitamente el lugar se iluminó con un fuego
humeante, y apareció un paisaje de montaña análogo al de su quinta de
verano. Y en la luz vacilante y temblorosa, desde la cumbre poblada de
árboles, descendía en furioso torbellino el torrente de hombres y
animales, gritando ferozmente. La ladera del monte se inundaba de
cuerpos y de llamas, y ardía un tumulto ensordecedor y una danza
frenética. Mujeres que caminaban con trajes de pieles alargadas, con
las cabezas echadas hacia atrás, tocaban panderetas, blandían
antorchas encendidas o puñales desnudos, se ceñían serpientes a la
cintura...
Unos hombres con cuernos en la
frente, con pieles al hombro, alzaban brazos y piernas, hacían sonar
bandejas de metal y golpeaban furiosamente sobre tambores, mientras unos
niños desnudos, con varas floridas, pinchaban a machos cabríos, a
cuyos cuernos se agarraban, dejando que los arrastrasen en sus saltos
entre gritos estridentes.
Y la turba, enloquecida, lanzaba un
grito de suaves sonidos que terminaba en una u prolongada, un grito
dulce y estridente al mismo tiempo. Sonaba prolongado y retorciéndose
en el aire como si brotara de un cuerno, y un coro de múltiples voces
lo repetía; el grito incitaba a bailar y a echar al aire piernas y
brazos, a no callar nunca. Mas todo ello resultaba penetrado y dominado
por el sonido profundo y sugestivo de la flauta. ¿No lo llevaba
también a él, que trataba de resistir la tentación, a la fiesta y al
júbilo enloquecido del sacrificio extremo? Eran grandes su repugnancia
y su temor, era sincera su voluntad de amparar hasta el último extremo
lo suyo contra lo extraño, contra el enemigo del espíritu digno y
sereno. Pero el estrépito, el griterío ululante, multiplicado por los
ecos sonoros de la montaña, aumentaba sin cesar, lo dominaba todo,
trocándose en una locura arrebatadora.
Despertó de la pesadilla enervado,
deshecho y sin fuerza ya para resistir al espíritu tentador. Ya no
temía las miradas indagadoras de las gentes. Por lo demás, todos
huían, se iban; había numerosas casetas vacías; en las mesas del
comedor quedaban muchos sitios libres y era raro encontrarse con un
forastero en la ciudad. Sin embargo, la dama ataviada de ricas perlas
permanecía con los suyos, a pesar de que la verdad parecía haberse
impuesto ya, y de que el pánico cundía, sin que lograsen contenerlos
todos los esfuerzos de los interesados. Fuese porque los rumores que
circulaban no llegaban hasta ella, o por ser demasiado orgullosa para
ceder a tales rumores, lo cierto es que ni ella ni Tadrio ni los suyos
se iban. Aschenbach, en su obsesión, imaginaba a veces que la huida y
la muerte podrían hacer desaparecer toda la vida en derredor y dejarlo
a él dueño de la isla; cuando, por las mañanas, a la orilla del mar,
su mirada trágica, perdida, descansaba obsesionada; cuando, a la caída
de la tarde, le seguía infamemente por callejuelas donde la muerte
repugnante escogía en secreto a sus víctimas, todo lo monstruoso le
parecía posible y toda moralidad le parecía abolida.
Hundido en un sillón de la
peluquería, consideraba tristemente su cara en el espejo.
—Canas —murmuraba con gesto
amargo.
—Algunas —respondía el
peluquero—. Eso proviene de un pequeño descuido, de una indiferencia
por lo exterior, que en personas notables es comprensible, pero que no
puede alabarse, tanto más cuanto que tales personas deberían estar
libres de prejuicios en lo relativo a las diferencias, entre lo natural
y lo artificial. Si la severidad moral con que ciertas personas miran
las artes cosméticas fuese lógica y se extendiese hasta sus dientes,
producirían repugnancia. En último término, sólo tenemos la edad que
aparenta nuestro espíritu y nuestro corazón y a veces el pelo gris es
menos verdad que la corrección, tan censurada sin embargo. En el caso
de usted, señor mío, uno tiene derecho al color natural de su pelo.
¿Me permite usted que le devuelva, sencillamente, lo que es suyo?
—¿Y cómo lo haría? —respondió
Aschenbach.
El interpelado, sin más
preámbulos, lavó entonces el pelo del huésped con dos clases de agua,
una clara y otra oscura, y lo dejó negro como en su juventud. Lo peino,
luego dio un paso atrás y se quedó contemplando su obra.
—Ahora sólo me falta refrescar un
poco la piel de la cara.
Y como si no pudiera terminar nunca,
como si nada le pareciera suficiente, con una actividad cada vez más
agitada, pasó de una tarea a otra. Aschenbach, cómodamente
arrellanado, incapaz de resistencia, excitado más bien y lleno de
esperanza ante lo que le acontecía, veía en el espejo que sus cejas se
enarcaban más pronunciadas y más uniformes, que sus ojos se le
alargaban aumentando su brillo en virtud de unos ligeros toques de
pintura en el párpado inferior; veía que hacia abajo, allí donde la
piel había tomado un tinte sombrío de cuero, aparecía un carmín
delicado; sus pálidos labios se coloreaban como fresas, mientras los
surcos de las mejillas y la boca, las arrugas de los ojos, desaparecían
bajo la crema. Su corazón palpitaba estremecido, viendo aparecer ante
sus ojos aquella renovada juventud. El peluquero se dio al fin por
satisfecho, y, como es costumbre entre esa gente, dio las gracias a su
parroquiano con humilde cortesía. «¿Ve usted qué fácil ha
resultado? —dijo dando los últimos toques al tocado de Aschenbach—.
Ahora puede el señor enamorarse sin reparo.» Aschenbach salió ebrio
de felicidad, confuso y temeroso. Su corbata era de color encarnado, y
su ancho sombrero llevaba una cinta de profusos colores.
Soplaba viento cálido, de tormenta.
Llovía rara vez y en escasa cantidad, pero el aire era húmedo, pesado
y lleno de olores putrefactos. El viento silbaba, azotaba, rugía.
Aschenbach, febril, bajo su pintura, llegaba a creer que andaban por el
espacio espíritus maléficos del viento, aves de mal agüero que
venían del mar, que revolvían en su comida y la llenaban de
excrementos. Porque con el bochorno se le había ido el apetito, y
tenía la impresión de que los alimentos estaban envenenados con
sustancias contagiosas.
Una tarde, Aschenbach se había
hundido en el laberinto de callejuelas de la ciudad enferma. Su estado
febril le hacía caminar desorientado. Las callejas, los canales,
fuentes y plazuelas del laberinto se parecían demasiado unas a otras.
Por eso procuraba no despistarse y se veía obligado a esconderse de un
modo lamentable, oprimiéndose contra un muro, buscando protección tras
algún transeúnte que le precedía, perdida ya la conciencia del
cansancio y agotamiento en que habían sumido a su espíritu y su cuerpo
su excitación sentimental y la perpetua ansiedad en que vivía.
Tadrio iba detrás de los suyos; en
sitios estrechos solía dejar paso a la institutriz y a sus hermanas, y
caminando solo, volvía de cuando en cuando la cabeza para asegurarse
con una mirada de sus singulares, ojos de ensueño de que Aschenbach los
seguía. Veíalo y no lo denunciaba. Los polacos habían atravesado un
puente ligeramente combado; la altura del arco los escondía a los ojos
de su perseguidor, de tal manera que cuando éste llegó arriba, ellos
habían desaparecido. Los buscó vanamente en tres direcciones, caminó
adelante y a ambos lados del muelle angosto y sucio. El cansancio y el
desfallecimiento lo obligaron a suspender sus pesquisas.
Su cabeza ardía, su cuerpo estaba
cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban las piernas, le
atormentaba una sed insaciable, y se puso a buscar un refrigerio
momentáneo. En una frutería compró fresas maduras del todo, y fue
comiéndolas mientras caminaba. Un lugar atractivo y pintoresco se
presentó de pronto ante sus ojos; se dio cuenta de que había estado
allí unas semanas antes, el día que concibió su fracasado propósito
de viaje. En medio de la plazoleta había un pozo. Allí se sentó, en
las escalerillas de piedra. Lugar de silencio, donde crecía la hierba
entre las junturas del pavimento. Entre las casas viejas, de alturas
irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con pretensiones de
palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los cuales
moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una
botica. Ráfagas de aire cálido traían olor a desinfectantes.
Allí se encontraba sentado el
maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que en una forma
clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se
alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo
alzarse sobre tan elevado pedestal, y, superando su saber y su ironía,
gozó de la confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria
oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para
formar a los niños en las escuelas. Sus párpados se habían cerrado.
Sólo de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una
mirada, para ocultarse en seguida, y sus labios yertos, brillantes a
fuerza de cosméticos, modulaban en palabras la extraña lógica del
ensueño que su cerebro casi adormecido producía.
Porque la belleza, Fedón, nótalo
bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso
es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el
espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez
sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que
lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono
la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino
de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque
has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la
belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si
podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos
parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la
pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y
tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los
poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que
necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente
concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro
estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura
farsa; altamente ridícula, la confianza que el ^pueblo nos otorga.
Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y
a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien
aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e
incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y
adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese
abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento
libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y
disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro
posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos,
pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan
sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva
disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma,
Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu
noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame
su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo
llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no
podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos
extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando
ya hayas dejado de verme, vete también tú.
Algunos días después, Gustavo von
Aschenbach, que se sentía mal, salió del hotel por la mañana más
tarde de lo acostumbrado. Tenía que luchar con vértigos, sólo a
medias corporales, acompañados de cierto terror violento, de cierto
sentimiento de encontrarse sin salida y sin esperanza, y que no sabía
claramente si se referían al mundo exterior o a su propia existencia.
En el vestíbulo vio una gran cantidad de equipaje dispuesto para el
transporte. Preguntó a un portero quiénes eran los viajeros y le
respondieron que era la familia polaca por quien él se interesaba. Oyó
la noticia, sin que los desfallecidos rasgos de su rostro se
contrajesen, con aquella ligera inclinación de cabeza con que uno se
entera distraídamente de algo que no le interesa, y preguntó:
«¿Cuándo?» Le respondieron: «Después de comer.» Dio las gracias y
se fue hacia el mar.
La playa presentaba un aspecto
desagradable. Sobre la ancha y plana superficie de agua que separaba la
playa del primer banco de arena, se rizaban estremecidas y tenues olas
que corrían de delante hacia atrás. Otoño y decadencia parecían
abrumar al balneario días antes animado por tanta profusión de
colores, y en aquel instante ya casi abandonado, tanto que ni siquiera
la arena estaba limpia. Un aparato fotográfico, cuyo dueño no
apareció por ningún sitio, descansaba junto al mar sobre su trípode,
y el paño negro que habían echado sobre él flotaba al viento.
Tadrio, junto con los tres o cuatro
compañeros de juego que le habían quedado, corría a la derecha de su
caseta; luego se puso a descansar en su silla de tijera, a mitad de
camino entre el mar y la hilera de casetas, con una manta sobre las
piernas. Aschenbach lo contemplaba por última vez. El juego, que no
estaba ya vigilado, pues las mujeres debían de andar ocupadas con el
equipaje, era más violento que de costumbre. Aquel chico robusto, con
traje de marinero y cabello negro y liso a fuerza de pomada, a quien
llamaban Saschu, excitado y cegado por un puñado de arena que le
habían tirado a la cara, se dirigió hacia Tadrio y comenzó una lucha
que pronto terminó con la caída del polaco, que era el más débil.
Después, como si en el instante de la despedida ese sentimiento de
humillación que suele poseer el inferior se trocase en cruel brutalidad
y quisiera tomar venganza de una larga esclavitud, el vencedor no dejó
libre al vencido, sino que, apoyando sobre la espalda de éste sus
rodillas, le oprimió la cara tan largo rato contra la arena, que
Tadrio, a quien la caída había dejado ya casi sin aliento, parecía a
punto de ahogarse. Sus intentos de desembarazarse de su opresor eran
contracciones, que cesaban a ratos y sólo sobrevenían como una
convulsión. Espantado, Aschenbach se disponía a intervenir en el
instante en que el brutal Saschu soltó a su víctima. Tadrio, muy
pálido, se incorporó a medias, y apoyándose en un brazo estuvo unos
minutos inmóvil, el cabello en desorden y los ojos húmedos. Luego se
levantó para alejarse lentamente. Sus compañeros lo llamaron
alegremente al principio, luego temerosos y suplicantes. El moreno, que
sin duda sintió en seguida el remordimiento de su falta, le alcanzó y
quiso reconciliarse con él. Pero aquél lo rechazó con un movimiento
de hombros. Tadrio se dirigió en diagonal hacia el mar. Iba descalzo y
vestía su traje listado con una cinta roja.
Deteniéndose al borde del agua, con
la cabeza baja, empezó a dibujar en la arena húmeda con la punta del
pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le llegaba
ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamente, y dejó el banco
de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la
anchura del mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y
angosta lengua de tierra, hacia la izquierda. Separado de la tierra por
el agua, separado de los compañeros por un movimiento de altanería, su
figura se deslizaba aislada y solitaria, con el cabello flotante, allá
por el mar, a través del viento, hacia la neblina infinita. Otra vez se
detuvo para contemplar el mar. De pronto, como si lo impulsara un
recuerdo, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la orilla por
encima del hombro. El contemplador estaba allí, sentado en el mismo
sitio donde por primera vez la mirada de aquellos ojos de ensueño se
había cruzado con la suya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de la
silla, seguía ansiosamente los movimientos del caminante. En un
instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de
bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras
su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un
adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el
pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba.
Pasaron unos minutos antes de que
acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le
llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente
estremecido, recibió la noticia de su muerte.
1911
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