Tim O’Brien
(Austin, Minnesota, 1946 –)
En el Río Rainy
(“On the Rainy River”)
The Things They Carried
(Boston: Houghton Mifflin/Seymour Lawrence, 1990, 233 págs.)
Ésta es una historia que no he contado nunca antes. A nadie. Ni a mis padres, ni a mi hermano, ni a mi hermana, ni siquiera a mi esposa. Hacerlo, pensé siempre, sólo significaría incomodidad para todos nosotros, una brusca necesidad de estar en otra parte, que es la respuesta natural a una confesión. Incluso ahora, lo reconozco, pensar en ella me hace sentirme violento. Durante más de veinte años he tenido que vivir con ella, sintiendo la vergüenza, tratando de desecharla, y con este acto de rememoración, asentando los hechos sobre el papel, espero aliviar al menos parte de la presión sobre mis sueños. Aun así, es una historia difícil de contar. Supongo que a todos nosotros nos gusta creer que ante una emergencia moral nos comportaremos como los héroes de nuestra juventud, que seremos valerosos y decididos, sin pensar en las pérdidas personales o en el descrédito. Y ciertamente ésa era mi convicción, por aquel entonces, en el verano de 1968. Tim O'Brien: héroe secreto. El Llanero Solitario. Si en algún momento las circunstancias lo requerían —si el mal era lo bastante malo, si el bien era lo bastante bueno—, yo, sencillamente, recurriría a una reserva secreta de coraje que se había ido acumulando en mí a lo largo de los años. El coraje, parecía pensar, nos llega en cantidades limitadas, como una herencia, y si somos frugales y lo acumulamos, y dejamos que gane intereses, aumentamos decididamente nuestro capital moral como preparativo para el día en que hay que saldar las cuentas. Era una teoría consoladora. Pasaba por alto todos los pequeños y molestos actos cotidianos en que hay que mostrar coraje; ofrecía esperanza y gracia al cobarde habitual; justificaba el pasado a la vez que amortizaba el futuro.
En junio de 1968, un mes después de graduarme en el Macalester College, me llamaron a filas para combatir en una guerra que odiaba. Tenía veintiún años. Era joven, sí, y políticamente ingenuo, pero aun así la intervención norteamericana en Vietnam me parecía equivocada. Lo único cierto era que se derramaba sangre por motivos inciertos. No veía unidad de propósito, ni consenso acerca de cuestiones de filosofía o historia o ley. Los propios hechos estaban envueltos en incertidumbre: ¿era una guerra civil? ¿Una guerra de liberación nacional, o una simple agresión? ¿Quién la había empezado, y cuándo, y por qué? ¿Qué le ocurrió realmente al navío americano Maddox en aquella noche oscura en el golfo de Tonquín? ¿Ho Chi Minh era un títere comunista, o un salvador nacionalista, o las dos cosas, o ninguna de las dos? ¿Qué pasaba con los acuerdos de Ginebra? ¿Y con la SEATO [ Organización del Tratado del Sudeste de Asia (Southeast Asia Treaty Organization)] y la guerra fría? ¿Y con la teoría del dominó? Norteamérica estaba dividida acerca de éstos y mil otros temas, y el debate había desbordado la sala de sesiones del Senado de los Estados Unidos para invadir las calles, y hombres inteligentes y sesudos no podían ponerse de acuerdo ni siquiera acerca de los asuntos más fundamentales de la política. La única certeza en aquel verano era la confusión moral. Yo pensaba entonces, y sigo pensándolo, que no se hace una guerra sin saber por qué. El conocimiento, desde luego, siempre es imperfecto, pero me parecía que cuando una nación va a la guerra debe tener una confianza razonable en la justicia y el imperativo moral de su causa. No se pueden arreglar bajo cuerda los errores. Una vez que muere gente, no se puede hacer que dejen de estar muertos.
En todo caso, tales eran mis convicciones, y en la universidad había mostrado una modesta oposición a la guerra. No era radical ni impulsivo, y todo se redujo a participar en la campaña de propaganda puerta a puerta para promocionar a Gene McCarthy y redactar unos cuantos editoriales, aburridos y poco inspirados, para el periódico estudiantil. Curiosamente, sin embargo, era una actividad casi por completo intelectual. Yo le comunicaba un poco de energía, por supuesto, pero era la energía que acompañaba a cualquier empresa abstracta. No sentía peligro personal; no tenía la sensación de que una crisis pendiera sobre mi vida. Estúpidamente, con una especie de cómodo distanciamiento cuya profundidad aún no puedo medir, suponía que los problemas de matar y morir no me afectaban de un modo especial.
El aviso para que me incorporara a filas llegó el 17 de junio de 1968. Era una tarde húmeda, lo recuerdo bien, nublada y muy tranquila y acababa de llegar de un partido de golf. Mis padres estaban cenando en la cocina. Recuerdo haber abierto la carta, captado las primeras líneas, sentido que la sangre formaba una especie de velo detrás de mis ojos. Recuerdo que un zumbido resonaba en mi cabeza. No era consecuencia de mis pensamientos, sino más bien un aullido silencioso. Un millón de cosas simultáneas: yo valía demasiado para aquella guerra. Era demasiado inteligente, demasiado compasivo, demasiado todo. No podía ser. Estaba por encima de ella. Tenía la vida encarrilada: Phi Beta Kappa [hermandad de estudiantes en la que sólo pueden ingresar los que se distinguen por su alto rendimiento en los estudios] y summa cum laude y presidente del cuerpo estudiantil y una beca completa para estudiar en Harvard. Un error, tal vez: un tropiezo de la burocracia. Yo no era soldado. Odiaba a los boy scouts. Odiaba ir de camping. Odiaba la suciedad y las tiendas y los mosquitos. Ver sangre me mareaba, y no podía tolerar la autoridad, y no distinguía un rifle de una honda. ¡Yo era un liberal, por el amor de Dios! Si necesitaban cuerpos frescos, ¿por qué no llamaban a filas a algún halcón beligerante de esos que quieren volver a la edad de piedra? ¿O a algún patriotero idiota con sombrero de copa y el distintivo de BOMBARDEEN HANOI? ¿O a alguna de las guapas hijas de Lyndon B. Johnson? ¿O a toda la familia del general Westmoreland: sobrinos y sobrinas e incluso su nieto de pocos meses? Tendría que haber una ley, pensé. Si apoyas una guerra, si piensas que vale el precio que hay que pagar, de acuerdo, pero tienes que poner tu propia vida en juego. Tienes que partir al frente e integrarte en una unidad de infantería y ayudar a derramar sangre. Y tienes que llevar a tu esposa, o a tus hijos, o a tu amante. Una ley, pensaba.
Recuerdo la rabia en el estómago. Luego se redujo a un leve rescoldo de autocompasión, después a un estado de obnubilación. Durante la cena mi padre me preguntó sobre mis planes
—Nada —dije—. Esperar.
Pasé el verano de 1968 trabajando en un matadero frigorífico de la Armour, en mi ciudad natal de Worthington, Minnesota. El matadero estaba especializado en productos porcinos, y me pasaba ocho horas al día de pie junto a una cadena de montaje —o más bien de despiece— de cuatrocientos metros de largo, quitando cuajarones de sangre de los cuellos de cerdos muertos. Creo que el nombre de mi empleo era «descuajador». Después de ser sacrificados, los cerdos eran decapitados, abiertos en canal, eviscerados y colgados por los cuartos traseros de una cinta transportadora elevada. Entonces entraba en juego la gravedad. Para cuando una res llegaba a mi lugar de la cadena, los fluidos casi habían caído por completo, salvo densos cuajarones de sangre en el cuello y la cavidad superior del pecho. Para quitarlos empleaba una especie de pistola de agua. La máquina era pesada, tal vez cuarenta kilos, y estaba colgada del techo mediante un grueso cable de goma. Tenía cierta tendencia a rebotar en una especie de movimiento elástico hacia arriba y hacia abajo, y el truco era maniobrar la pistola con todo tu cuerpo, no alzarla con los brazos, sólo dejar que el cable de goma hiciera el trabajo por ti. En un extremo había un gatillo; en el otro estaba el cañón, que terminaba en una pequeña boquilla y un cepillo giratorio de acero. Cuando una res pasaba, te inclinabas hacia adelante, y pasabas la pistola con movimiento de vaivén sobre los cuajarones y apretabas el gatillo, todo en un movimiento, y el cepillo giraba y el agua salía con fuerza y olas un rápido sonido como de agua al salpicar cuando los cuajarones se disolvían en una fina neblina rojiza. No era un trabajo agradable. Era necesario usar gafas y un delantal de goma, pero aun así era como estar de pie ocho horas diarias bajo una lluvia de sangre tibia. Por la noche volvía a casa oliendo a cerdo. No podía quitarme el olor con el baño. Incluso después de un baño caliente, frotando fuerte, el hedor seguía allí: como a tocino viejo o salchichas, un denso hedor grasiento a cerdo que impregnaba mi piel y mi cabello. Entre otras cosas, recuerdo que me resultó difícil salir con chicas aquel verano. Me sentía aislado; pasaba mucho tiempo solo. Y además no podía olvidar aquel aviso llamándome a filas que llevaba en la cartera.
Por las noches a veces le pedía prestado el coche a mi padre y conducía sin meta alguna por el pueblo, sintiendo pena por mí mismo, pensando en la guerra y en el matadero y en cómo mi vida parecía estar desmoronándose hacia la hecatombe. Me sentía paralizado. Las opciones parecían ir reduciéndose a mi alrededor, como si me hubieran lanzado por un enorme túnel negro y el mundo entero apretara con fuerza para estrecharlo. No había una salida feliz. El gobierno prácticamente había eliminado las prórrogas por estudios; las listas de espera de la guardia nacional y de los reservistas eran largas hasta lo imposible; yo tenía buena salud; carecía de antecedentes para acogerme a la objeción de conciencia: ningún motivo religioso, ningún historial como pacifista. Por otra parte, no podía pretender que me oponía a la guerra por una cuestión general de principios. Creía que había ocasiones en que estaba justificado que una nación empleara la fuerza para lograr sus fines, para detener a un Hitler o algún mal semejante, y me decía que en tales circunstancias habría marchado de buena gana al frente. El problema, sin embargo, era que la caja de reclutamiento no te permitía elegir tu guerra.
Más allá de todo esto, o en su mismo centro, estaba el hecho crudo del terror. Yo no quería morir. ¡Ni pensarlo! Y sobre todo no quería morir entonces, allí, en una guerra que consideraba equivocada. Mientras conducía por la calle Mayor, frente al juzgado y el almacén de Ben Franklin, a veces sentía que el miedo se extendía dentro de mí como la mala hierba. Me imaginaba muerto. Me imaginaba haciendo cosas que no podía hacer: cargando contra una posición enemiga, apuntando a otro ser humano.
En algún momento de mediados de julio empecé a pensar seriamente en Canadá. La frontera estaba a unos cientos de kilómetros al norte, un viaje de ocho horas. Tanto mi conciencia como mi instinto me decían que huyera hasta allí, que arrancara y corriera como un loco y no me detuviera. Al principio la idea parecía puramente abstracta, veía la palabra Canadá impresa en mi mente; pero después de un tiempo podía ver formas e imágenes en particular, los detalles lamentables de mi propio futuro: un cuarto de hotel en Winnipeg, una vieja maleta maltratada, los ojos de mi padre cuando tratara de explicarle el asunto por teléfono. Casi podía oír su voz, y la de mi madre. Lárgate, pensaba. Después pensaba: imposible. Y un segundo más tarde volvía a pensar: lárgate.
Era una especie de esquizofrenia. Un desgarramiento moral. No podía decidirme. Temía la guerra, sí, pero también temía el exilio. Temía caminar alejándome de mi propia vida, de los amigos y la familia, de toda mi historia, de todo lo que me importaba. Temía perder el respeto de mis padres. Temía a la ley. Temía el ridículo y la censura. Mi pueblo natal era un rinconcito conservador de la pradera, un sitio donde la tradición importaba, y donde era fácil imaginar a la gente sentada alrededor de una mesa en el viejo Café Gobbler de la calle Mayor, con las tazas de café ante ellos, y la conversación centrándose poco a poco en el chico más joven de los O'Brien, en cómo el maldito mariquita se había fugado a Canadá. Por la noche, cuando no podía dormir, a veces entablaba discusiones feroces con aquellas personas, les gritaba, les decía cuánto detestaba la ciega falta de pensamiento que los caracterizaba, su aceptación automática de todo, su patriotismo descerebrado, su orgullosa ignorancia, sus lugares comunes tipo tómalo o déjalo, cómo me enviaban a una guerra que no comprendían y no querían comprender. Los hacía responsables. ¡Por Dios, sí, los hacía! A todos los hacía responsables personal e individualmente: a los muchachos del Club Kiwanis con sus camisas de poliéster, a los comerciantes y a los granjeros, a los piadosos feligreses de la iglesia, a las amas de casa parlanchinas, a la Asociación de Padres y Maestros y al Club de Leones y a los Veteranos de las Guerras en el Extranjero y a la elegante gente acomodada del club de campo. No distinguían a Bao Dai de la cara de la luna. No sabían nada de historia. No entendían ni lo más elemental sobre la tiranía de Diem, o sobre la naturaleza del nacionalismo vietnamita, o sobre la prolongada colonización de los franceses —todo aquello era demasiado complejo, exigía ciertas lecturas—: pero no importaba, era una guerra para detener a los comunistas, lisa y llanamente, que era como a ellos les gustaban las cosas, y eras un cobarde traicionero si tenías tus propias ideas acerca de matar o morir por motivos lisos y llanos.
Me sentía amargado, por supuesto. Pero era mucho más que eso. Las emociones iban de la afrenta al terror, a la confusión, a la pena, a la culpa y después de nuevo a la afrenta. Me sentía enfermo por dentro. Realmente enfermo.
He contado la mayor parte de esto antes, o al menos lo he insinuado, pero lo que nunca he contado es la verdad completa. Cómo cedí. Cómo, mientras estaba trabajando una mañana en la cadena de los cerdos, sentí que algo se me quebraba en el pecho. No sé qué fue. Nunca lo sabré. Pero era real, eso lo sé, era una ruptura física: una sensación de que algo se resquebrajaba, rezumaba y goteaba. Recuerdo que dejé caer la pistola de agua. Con rapidez, casi sin pensarlo, me quité el delantal, salí del matadero y volví a casa en coche. Era media mañana, recuerdo, y la casa estaba vacía. Dentro de mi pecho seguía aquella sensación de goteo, de filtración, de que algo muy cálido y precioso se volcaba hacia fuera; estaba cubierto de sangre y olía a cerdo, y durante largo rato me concentré sólo en controlarme. Recuerdo que me di una ducha caliente. Recuerdo que hice una maleta y la llevé a la cocina, y que permanecí de pie, inmóvil, unos minutos, mirando con cuidado los objetos familiares que me rodeaban. La vieja tostadora cromada, el teléfono, la formica rosada y blanca de los muebles de la cocina. La habitación estaba inundada de brillante luz solar. Todo resplandecía. Mi casa, pensé. Mi vida. No estoy seguro de cuánto me quedé parado allí, pero más tarde garabateé una breve nota para mis padres.
No recuerdo con exactitud qué decía. Algo vago. Me voy, llamaré, besos, Tim.
Conduje hacia el norte.
Ahora es un borrón, como lo fue entonces, y todo lo que recuerdo es una impresión de alta velocidad y el tacto del volante en las manos. Cabalgaba sobre la adrenalina. Un sentimiento de vértigo, en cierto sentido, aunque de un modo borroso percibía la imposibilidad de todo aquello: era como perderse por un laberinto sin salida, no había escapatoria, no podía llegar a una conclusión feliz y, sin embargo, lo intentaba de todos modos, porque era todo lo que podía pensar en hacer. Era un puro vuelo, rápido e insensato. No tenía plan. Sólo llegar a la frontera a gran velocidad y atravesarla sin detenerme y seguir corriendo. Cerca del crepúsculo pasé por Bemidji, después giré al noreste hacia International Falls. Pasé la noche en el coche tras una gasolinera cerrada a menos de un kilómetro de la frontera. Por la mañana, después de cargar combustible, enfilé derecho al oeste a lo largo del río Rainy, que separa Minnesota de Canadá, y que para mí separaba una vida de otra. La tierra era, en general, agreste. Aquí y allá pasaba junto a un motel o un tenderete donde vendían cebos y anzuelos, pero por lo demás el paisaje se desplegaba en grandes extensiones de pinos y abedules y zumaques. Aunque estábamos en agosto, el aire ya olía a octubre, a temporada de fútbol, a montones de hojas rojo-amarillas; era un aire nítido y vivificante. Recuerdo un enorme cielo azul. A mi derecha estaba el río Rainy, ancho como un lago en algunos puntos, y más allá del río estaba Canadá.
Durante un rato me limité a conducir sin rumbo fijo; después, al final de la mañana, empecé a buscar un sitio donde pasar inadvertido uno o dos días. Estaba agotado y tremendamente asustado, y a eso del mediodía me metí en un antiguo albergue para pescadores llamado Posada Tip Top. En realidad, no era una posada, sólo ocho o nueve pequeñas cabañas amarillas apiñadas sobre una península que sobresalía en dirección norte en el curso del río Rainy. El lugar estaba muy descuidado. Había un peligroso muelle de madera, un viejo tanque para pescados de cebo, un endeble cobertizo de cartón embreado para botes en la orilla. El edificio principal, que se alzaba un poco más arriba entre un grupo de pinos, parecía muy inclinado, como si cojeara, y tenía el techo apuntando hacia Canadá. En pocas palabras, pensé en dar la vuelta y marcharme, pero después salí del coche y caminé hasta el porche.
El hombre que abrió la puerta aquel día es el héroe de mi vida. ¿Cómo puedo decir esto sin sonar empalagoso? Pues nada hay más cierto: el hombre me salvó. Me ofreció exactamente lo que yo necesitaba, sin preguntas, sin la menor palabra. Me hizo entrar. Estaba allí en el momento crítico: una presencia silenciosa, vigilante. Seis días más tarde, cuando aquello terminó, fui incapaz de encontrar el modo adecuado de agradecérselo, y nunca lo he hecho, de modo que, en todo caso, esta historia representa un pequeño gesto de gratitud con veinte años de retraso.
Incluso dos décadas después puedo cerrar los ojos y regresar a aquel porche de la Posada Tip Top. Puedo ver al anciano mirándome. Elroy Berdahl: ochenta y un años, chupado y casi calvo. Vestía camisa de franela y pantalones de trabajo marrones. En una mano, lo recuerdo, llevaba una manzana verde, y un pequeño cuchillo en la otra. Sus ojos tenían el color gris azulado de una hoja de navaja, el mismo brillo pulido, y cuando los alzó para escudriñarme sentí una extraña sensación, casi dolorosa, una sensación de corte, como si su mirada me estuviera partiendo en dos. Aquello se debió en parte, sin duda, a mi propio sentimiento de culpa, pero incluso así estoy seguro de que me echó un vistazo y llegó directamente al meollo del asunto: un muchacho con problemas. Cuando le pedí un cuarto, Elroy chasqueó levemente la lengua. Asintió, me condujo hasta una de las cabañas, y dejó caer una llave en mi mano. Recuerdo que le sonreí. También recuerdo que deseé no haberlo hecho. El anciano sacudió la cabeza como para decirme que no valía la pena.
—Cena a las cinco y media —dijo—. ¿Comes pescado?
—Cualquier cosa —dije.
Elroy gruñó y dijo:
—Me lo imaginaba.
Pasamos seis días juntos en la Posada Tip Top. Los dos solos. La temporada turística había terminado, no había botes en el río y aquella región salvaje parecía sumirse poco a poco en una gran quietud permanente. Aquellos seis días Elroy Berdahl y yo comimos casi siempre juntos. Por las mañanas a veces dábamos largas caminatas por los bosques, y por la noche jugábamos al scrabble o escuchábamos discos o nos quedábamos sentados leyendo frente al gran hogar de piedra. A veces yo sentía la incomodidad de ser un intruso, pero Elroy me aceptó en su serena rutina sin alharacas ni ceremonias. Dio por sentada mi presencia del mismo modo que habría dado refugio a un gato perdido —sin desperdiciar suspiros ni piedad—, y nunca se habló del asunto. Todo lo contrario. Lo que recuerdo más que cualquier otra cosa es el silencio tozudo, casi feroz, de aquel hombre. En todo el tiempo que pasamos juntos, en todas aquellas horas, nunca hizo las preguntas obvias: ¿Qué hacía yo allí? ¿Por qué iba solo? ¿Por qué estaba tan preocupado? Si Elroy sentía alguna curiosidad por cualquiera de esas cosas, tuvo el cuidado de no expresarlo con palabras.
Aun así, mi impresión es que lo sabía. Al menos lo básico. Después de todo, estábamos en 1968, los jóvenes quemaban los avisos de incorporación a filas y Canadá estaba apenas a un trecho en bote. Elroy Berdahl no era tonto. Recuerdo que tenía el dormitorio sembrado de libros y periódicos. Me fulminaba cuando jugábamos al scrabble, concentrándose apenas, y en las ocasiones en que necesitaba hablar tenía un modo especial de comprimir grandes pensamientos en pequeños y crípticos conjuntos de palabras. Una tarde, justo a la hora del crepúsculo, señaló un búho que volaba en círculos sobre el bosque iluminado de violeta, hacia el oeste.
—Eh, O'Brien —dijo—. Ahí está la salvación.
El hombre era agudo: no se perdía nada. ¡Aquellos ojos como navajas! De vez en cuando me sorprendía mirando hacia el río, hacia la orilla lejana, y casi podía oír los engranajes moviéndose en su cabeza. Tal vez me equivoque, pero lo dudo.
Algo era seguro: sabía que yo tenía graves problemas. Y sabía que yo no podía hablar del asunto. Bastaría la palabra equivocada —o incluso la palabra correcta— para que me marchara. Estaba tenso y nervioso. Sentía la piel demasiado tirante. Una noche, después de cenar, vomité y regresé a la cabaña y me tendí unos instantes, y después volví a vomitar. Otra vez, en medio de la tarde, empecé a sudar y no pude parar. Me pasaba días enteros sintiéndome mareado de pena. No podía dormir; no podía tenderme y quedarme quieto. Por la noche me revolvía en la cama, medio despierto, medio soñando, imaginando cómo me escurriría hasta la playa y empujaría en silencio uno de los botes de Elroy río adentro y empezaría a remar hacia Canadá. Había momentos en que creía haber pasado el límite psíquico. Me invadía una terrible confusión, sólo sabía que me caía, y me pasaba la noche acostado viendo extrañas imágenes girar en mi cabeza. Perseguido por la patrulla de fronteras —helicópteros y reflectores y perros ladrando—, corría tropezando por los bosques, caía sobre manos y rodillas, oía que gritaban mi nombre, la ley me acorralaba por todas partes: la caja de reclutamiento de mi pueblo natal y el FBI y la Real Policía Montada del Canadá. Todo parecía demencial, imposible. Tenía veintiún años de edad, era un chico corriente con todos los sueños y ambiciones corrientes; todo lo que quería era vivir la vida para la que había nacido, una vida como tantas otras: me encantaban el béisbol y las hamburguesas y los refrescos de cereza... y ahora estaba a punto de exiliarme, de dejar mi país para siempre: parecía imposible, demasiado terrible y triste.
No estoy seguro de cómo me las arreglé aquellos seis días. No puedo recordar la mayor parte de lo ocurrido. Dos o tres tardes, para pasar el tiempo, ayudé a Elroy a preparar las instalaciones para el invierno, barriendo las cabañas y resguardando los botes, pequeñas tareas que me permitían mover el cuerpo. Los días eran frescos y brillantes. Las noches, muy oscuras. Una mañana el anciano me enseñó a partir y apilar leña, y durante varias horas nos limitamos a trabajar en silencio detrás de la casa. Recuerdo que hubo un momento en que Elroy bajó el mazo y me miró largo rato, con los labios apretados como dispuesto a hacerme una pregunta difícil, pero después sacudió la cabeza y siguió trabajando. El dominio de sí mismo de aquel hombre era asombroso. Nunca se entrometía. Nunca me colocó en una posición que exigiera mentiras o negativas. Hasta cierto punto, supongo, su reserva era típica de esa zona de Minnesota, donde la intimidad es sagrada, y aun cuando yo hubiera tenido alguna deformidad horrible —cuatro brazos y tres cabezas, por ejemplo— estoy seguro de que el anciano habría hablado de todo salvo de esos brazos y cabezas adicionales. La simple cortesía influía en su actitud, pero creo que además comprendía que las palabras eran insuficientes. El problema había ido más allá de lo discutible. Durante aquel largo verano yo había repasado una y otra vez los distintos argumentos, todos los pros y los contras, y ya había dejado de ser una cuestión que pudiera decidirse mediante un acto de pura razón. El intelecto había chocado contra la emoción. La conciencia me decía que huyera, pero cierta fuerza irracional y poderosa se resistía, como un peso que me empujaba hacia la guerra. Lo que se reducía, estúpidamente, a una sensación de vergüenza. Una ardiente, estúpida vergüenza. No quería que la gente pensara mal de mí. Ni mis padres, ni mi hermano, ni mi hermana, ni siquiera la gente del Café Gobbler. Me sentía avergonzado de estar en la Posada Tip Top. Me sentía avergonzado de mi conciencia, avergonzado de estar haciendo lo correcto.
Elroy debió de haber comprendido algo de esto. No los detalles, desde luego, sino el simple hecho de que estaba atrapado en un dilema.
Aunque nunca me preguntó nada, hubo una ocasión en que estuvo a punto de hacerme hablar del asunto. Caía la noche y acabábamos de cenar, y durante los postres y el café le pregunté qué le debía, a cuánto ascendía hasta entonces. El hombre entrecerró los ojos y los clavó en el mantel durante largo rato.
—Bueno —dijo—, el precio básico es de cincuenta dólares por noche. Sin contar las comidas. Fueron cuatro noches, ¿no?
Asentí. Tenía trescientos dólares en la cartera.
Elroy mantuvo los ojos fijos en el mantel.
—Ahora bien, ése es el precio de temporada. Supongo que, para ser justo, tendría que rebajártelo un poco. —Se echó hacia atrás en la silla—. ¿Qué cantidad piensas que sería razonable?
—No sé —dije—. ¿Cuarenta?
—Cuarenta está bien. Cuarenta por noche. Después agregamos la comida... ¿digamos otros cien? ¿Doscientos sesenta en total?
—Supongo.
Alzó las cejas.
—¿Es demasiado?
—No, es justo. Me parece perfecto. Mañana, sin embargo... Creo que será mejor que me vaya mañana.
Elroy se encogió de hombros y empezó a levantar la mesa. Durante cierto tiempo hizo sonar los platos, silbando para sí como si el tema estuviera resuelto. De repente, dio una palmada.
—¿Sabes qué olvidamos? —dijo—. Olvidamos tu salario. Los trabajitos que hiciste. Lo que tenemos que hacer es calcular cuánto vale tu tiempo. En tu último empleo, ¿cuánto ganabas por hora?
—No lo suficiente —dije.
—¿Era malo?
—Sí. Bastante malo.
Con lentitud, sin pretender endilgarle un largo sermón, le conté mis experiencias en el matadero de cerdos. Comenzó como un recitado directo de los hechos, pero antes de que pudiera detenerme estaba hablando de los cuajarones de sangre y la pistola de agua y de cómo el olor se me había metido en la piel y de cómo a veces despertaba con aquel hedor grasiento a cerdo en la garganta.
Cuando terminé, Elroy asintió con la cabeza.
—Bueno, para ser honestos —dijo—, cuando apareciste por aquí me pregunté por eso. El aroma, quiero decir. Olías como si te enloquecieran las chuletas de cerdo. —El anciano casi sonrió. Dio un bufido y después se sentó con un lápiz y un papel—. ¿Cuánto te pagaban en ese trabajo tan desagradable? ¿Diez dólares por hora? ¿Quince?
—Menos.
Elroy sacudió la cabeza.
—Digamos quince. Aquí empleaste unas veinticinco horas, más o menos. O sea trescientos setenta y cinco dólares, en total, de salario. Les restamos los doscientos sesenta por la comida y el alojamiento. Te debo ciento quince.
Sacó cuatro billetes de cincuenta dólares del bolsillo de la camisa y los dejó sobre la mesa.
—Estamos en paz —dijo.
—No.
—Tómalos. Hazte cortar el pelo.
El dinero quedó sobre la mesa el resto de la noche. Seguía allí cuando regresé a la cabaña. Por la mañana, sin embargo, encontré un sobre clavado a la puerta. Dentro estaban los cuatro de cincuenta y una nota con tres palabras: FONDO DE EMERGENCIA .
Aquel hombre se había dado cuenta de todo.
Cuando retrocedo estos veinte años, a veces me pregunto si los hechos de aquel verano no ocurrieron en alguna otra dimensión, un sitio donde tu vida existe antes de que la hayas vivido, y adonde va más tarde. Nada de aquello me pareció real. Durante los días que pasé en la Posada Tip Top tuve la sensación de que me había escurrido fuera de mi propia piel, de que estaba suspendido a unos metros de distancia mientras algún pobre yo-yo con mi nombre y mi cara trataba de abrirse camino hacia un futuro que no comprendía y no deseaba. Incluso ahora puedo verme como era entonces. Es como contemplar una vieja película casera: soy joven y bronceado y musculoso. Tengo pelo: mucho. No fumo ni bebo. Llevo vaqueros azules desteñidos y un jersey blanco de cuello alto. Puedo verme sentado en el muelle de Elroy Berdahl una tarde, a la hora del crepúsculo, y estoy terminando una carta a mis padres en la que les explico lo que voy a hacer y por qué, y la pena que siento por no haber tenido nunca el coraje de hablar con ellos del asunto. Les pido que no se enojen. Trato de explicar parte de mis sentimientos, pero no hay palabras suficientes, así que sólo digo que es algo que hay que hacer. Al final de la carta hablo sobre las vacaciones que solíamos tomarnos en esta región norteña, en un sitio llamado Whitefish Lake, y en cómo el paisaje del lugar donde estoy me recuerda esos buenos tiempos. Les cuento que estoy muy bien. Les digo que volveré a escribir desde Winnipeg o Montreal o dondequiera que termine mi huida.
El último día, el sexto día, Elroy me llevó a pescar al río Rainy. La tarde era soleada y fría. Una fuerte brisa llegaba del norte, y recuerdo cómo el pequeño bote de tres metros y pico se balanceaba con fuerza cuando nos apartamos del muelle. La corriente era rápida. Recuerdo que nos rodeaba la vastedad del mundo, una naturaleza agreste y despoblada, sólo los árboles y el cielo y el agua desplegándose hacia ninguna parte. El aire tenía el aroma vivificante de octubre.
Durante diez o quince minutos Elroy mantuvo el rumbo corriente arriba por el río picado y gris plateado, después giró recto hacia el norte y puso el motor a fondo. Sentí que la proa se alzaba debajo de mí. Recuerdo el viento en los oídos, el sonido del viejo fueraborda Evinrude. Durante un rato no presté atención a nada, sólo sentí las gotitas frías contra la cara, pero después se me ocurrió que en algún momento debíamos de haber pasado a aguas canadienses, a través de una línea de puntos entre dos mundos distintos, y recuerdo un brusco tirón en el pecho cuando alcé los ojos y vi cómo la orilla opuesta se acercaba cada vez más. No soñaba despierto. Era algo tangible y real. Mientras nos dirigíamos a tierra, Elroy apagó el motor y dejó que el bote se balanceara ligeramente a unos veinte metros de la orilla. No me miró ni habló. Inclinándose, abrió la caja de aparejos y se concentró en un flotador y una sotileza, tarareando para sí, con los ojos bajos.
Se me ocurrió de pronto que Elroy tenía que haberlo planeado. Nunca estaré seguro, desde luego, pero creo que deseaba hacer que me enfrentara con la realidad, guiarme a través del río y llevarme a una situación límite y mantener una especie de vigilia mientras yo elegía una vida para mí.
Recuerdo que clavé los ojos en el anciano, después en mis manos, después en el Canadá. La orilla estaba cubierta de arbustos y densos bosques. Podía ver pequeñas frambuesas rojas en los arbustos. Vi cómo una ardilla subía a uno de los abedules, y un cuervo grande me miró desde un canto rodado junto al río. Tan cerca estaba —veinte metros—, que podía ver la delicada nervadura de las hojas, la textura del suelo, las agujas parduscas bajo los pinos, la configuración de la geología y la historia humana. Veinte metros. Podría haberlo hecho. Podría haber saltado y empezar a nadar por mi vida. Dentro de mí, en el pecho, sentí una presión terrible, desgarradora. Incluso ahora, mientras escribo, puedo sentirla. Y quiero que ustedes también la sientan: el viento que llega desde el río, las olas, el silencio, la frontera boscosa. Están en la proa de un bote sobre el río Rainy. Tienen veintiún años, están asustados, y sienten una dura presión que les desgarra el pecho.
¿Qué harían?
¿Saltarían? ¿Sentirían piedad por ustedes mismos? ¿Pensarían en la familia y la infancia y los sueños y todo lo que están dejando atrás? ¿Les dolería? ¿Sería como morirse? ¿Llorarían, como hice yo?
Traté de tragármelo. Traté de sonreír, aunque estaba llorando.
Ahora, tal vez, puedan comprender por qué nunca conté esta historia antes. No es sólo por el embarazo de las lágrimas. Eso influyó sin duda, pero lo que me embaraza mucho más, y siempre lo hará, es la parálisis que invadió mi corazón. Un congelamiento moral: no podía decidir, no podía actuar, no podía comportarme con algo que se pareciera al menos a una modesta dignidad humana.
Todo lo que podía hacer era llorar. Serenamente, sin quejidos, sólo mi pecho se agitaba con bruscos movimientos.
En la popa del bote, Elroy Berdahl fingía no advertirlo. Sostenía una caña de pescar en las manos, con la cabeza inclinada para ocultar los ojos. Seguía tarareando una melodía blanda, monótona. Me parecía que de todas partes, de los árboles y el agua y el cielo, se desprendía una gran tristeza que abarcaba al mundo entero y me estrujaba, una pena demoledora, una pena como nunca había sentido antes. Y comprendí que la causa de aquella tristeza era que Canadá se había convertido en una lastimosa fantasía. Tonta y desesperanzada. Ya no era una posibilidad. Justo entonces, con la orilla tan cerca, comprendí que no haría lo que tenía que hacer. No me alejaría nadando de mi pueblo natal y mi país y mi vida. No sería valiente. La vieja imagen de mí mismo como héroe, como hombre de conciencia y coraje, no era más que una débil alucinación. Mientras me balanceaba en el río Rainy, con los ojos vueltos hacia la costa de Minnesota, sentí que una repentina oleada de vulnerabilidad me invadía, una sensación de ahogo, como si hubiera caído por la borda y estuviera siendo arrebatado por las olas plateadas. Trozos de mi propia historia pasaron como relámpagos. Vi a un chico de siete años con sombrero de vaquero y máscara de Llanero Solitario y un par de revólveres en la cintura; vi a un jugador de doce años de la liga juvenil de béisbol concentrándose para recibir una pelota; vi a un chico de dieciséis años acicalado para su primer baile en el instituto, espléndido con su esmoquin blanco y su pajarita negra, el cabello corto y liso, y los zapatos recién lustrados. Toda mi vida pareció volcarse en el río, girando y apartándose de mí, todo lo que había sido o había deseado ser. No podía respirar; no podía seguir a flote; no sabía en qué dirección nadar. Era una alucinación, supongo, pero tan real como cualquier vivencia que hubiera tenido. Vi a mis padres llamándome desde la orilla opuesta. Vi a mi hermano y a mi hermana, a toda la gente del pueblo, al alcalde y la Cámara de Comercio en pleno y a todos mis antiguos maestros y novias y compañeros de instituto. Era como un extraño acontecimiento deportivo: todos gritaban desde las orillas, desterrándome: un gran rugido de estadio. Perritos calientes y palomitas de maíz, olores de estadio, calor de estadio. Un grupo de animadoras daban volteretas a lo largo de las orillas del río Rainy; tenían megáfonos y pompones y suaves muslos bronceados. La multitud oscilaba a izquierda y derecha. Una banda desfilaba interpretando marchas militares. Todas mis tías y tíos estaban allí, y Abraham Lincoln, y san Jorge, y una muchacha de nueve años llamada Linda que había muerto de un tumor cerebral cuando estábamos en tercero de básica, y varios miembros del Senado de los Estados Unidos, y un poeta ciego garabateando notas, y Lyndon B. Johnson, y Huck Finn, y Abbie Hoffman, y todos los soldados muertos salidos de la tumba, y los muchos miles que iban a morir más tarde —aldeanos con quemaduras terribles, niños sin brazos ni piernas—, sí, y el Estado Mayor Conjunto estaba allí, y un par de Papas y un teniente llamado Jimmy Cross, y el último superviviente de la Guerra de Secesión, y Jane Fonda vestida de Barbarelia, y un anciano tendido con los brazos y las piernas abiertas junto a una pocilga, y mi abuelo, y Gary Cooper, y una mujer de rostro bondadoso que llevaba un paraguas y un ejemplar de la República de Platón, y un millón de ciudadanos enfurecidos agitando banderas de todas las formas y colores —los unos con sombreros de copa, los otros con el cabello sujeto con cintas— que daban vivas y cantaban y me instaban a elegir una costa o la otra. Vi rostros de mi lejano pasado y de mi lejano futuro. Mi esposa estaba allí. Mi hija nonata me saludaba, y mis dos hijos saltaban una y otra vez, y un sargento instructor llamado Blyton me miraba con gesto desdeñoso y me señalaba con un dedo admonitorio y sacudía la cabeza. Había un coro vestido con brillantes túnicas púrpura. Había un taxista del Bronx. Había un joven esbelto al que yo mataría un día con una granada de mano junto a un sendero de arcilla roja en las afueras de la aldea de My Khe.
El pequeño bote de aluminio se mecía con suavidad debajo de mí. Había el viento y el cielo.
Traté de hacer un esfuerzo y saltar por la borda.
Así el costado del bote y me incliné hacia adelante y pensé: Ahora.
Lo intenté, de veras. Pero me fue imposible.
Había tantos ojos puestos en mí —el pueblo, el universo entero—, que no pude resistir la vergüenza. Era como si hubiera un público contemplando mi vida, aquel remolino de caras a lo largo del río, y en la cabeza podía oír a la gente gritándome. ¡Traidor!, aullaban. ¡Desertor! ¡Gallina! Sentí que enrojecía. No podía tolerarlo. No podía soportar la burla, o el deshonor, o las invectivas patrióticas. Ni siquiera en mi imaginación, con la orilla apenas a veinte metros de distancia, pude comportarme con valentía. No tenía nada que ver con la moral. Vergüenza, eso era todo.
Y en ese mismo momento me rendí.
Iría a la guerra —mataría y tal vez moriría— porque me avergonzaba no hacerlo.
Eso era lo triste. Así que me senté en la proa del bote y lloré.
Ahora lo hacía con fuerza. Un llanto duro, fuerte.
Elroy Berdahl permaneció inmóvil. Siguió pescando. Movía el sedal con la punta de los dedos, con paciencia, mirando con ojos entrecerrados el flotador rojo y blanco sobre el río Rainy. Tenía los ojos inexpresivos, impasibles. No habló. Estaba sencillamente allí, como el río y el sol de fines de verano. Y sin embargo su presencia, su muda vigilancia, hacía que todo aquello pareciera real. Él era el verdadero público. Era un testigo, como Dios, o como los dioses, que nos contemplan en el más absoluto silencio mientras vivimos nuestras vidas, mientras tomamos nuestras decisiones o dejamos de tomarlas.
—No pican —dijo.
Poco después el anciano enrolló el sedal e hizo girar el bote de regreso a Minnesota.
No recuerdo haberme despedido. Aquella última noche cenamos juntos y me fui a la cama temprano, y por la mañana Elroy me preparó el desayuno. Cuando le dije que me iba, el viejo asintió como si ya lo supiera. Bajó los ojos hacia la mesa y sonrió.
En algún momento de la mañana, más tarde, es posible que nos estrecháramos la mano —no lo recuerdo, eso es todo—, pero lo que sí sé es que cuando terminé de hacer el equipaje, el anciano había desaparecido. A eso del mediodía, cuando llevé la maleta al coche, vi que su vieja camioneta negra no estaba estacionada frente a la casa—. Entré y esperé un rato, pero tenía la absoluta certeza de que no regresaría. En cierto sentido, pensé, era lo adecuado. Lavé la vajilla del desayuno, dejé sus doscientos dólares sobre el mármol de la cocina, me metí en el coche y conduje hacia el sur, de vuelta a casa.
El día estaba nublado. Atravesé pueblos con nombres familiares, bosques de pinos y la pradera, y llegué a Vietnam, donde fui soldado, y después regresé a casa. Sobreviví, pero no es un final feliz. Fui un cobarde. Fui a la guerra.
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