Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)


Diálogo de los máximos sistemas (1937)
(“Dialogo dei massimi sistemi”)
Dialogo dei massimi sistemi
(Florencia: Fratelli Parenti Editore, 1937, 170 págs.)



      Por la mañana, al levantarse de la cama, aunque uno se asombre de verse todavía con vida, no se asombra uno menos por el hecho de que todo sea exactamente como lo dejó la noche antes. Fue mientras miraba entre las cortinas de la ventana estúpidamente absorto, cuando el amigo Y. se anunció con una serie de golpes apresurados en la puerta de mi habitación.
       Lo conocía como hombre tímido y esquivo, entregado a extraños estudios realizados en soledad y en misterio, como ritos; por ello, me sorprendió comprobar que aquel día era presa de una gran agitación. Mientras me vestía y hablábamos de cosas indiferentes, pasó con extraordinaria rapidez por alternativas de profundo abatimiento y de alegría que me pareció ficticia y, resumiendo, no dejé de darme cuenta de que algo curioso o terrible debía haberle ocurrido. Cuando por fin estuve dispuesto a escucharlo, me contó un extraño cuento que, por comodidad, refiero en primera persona. Me advirtió que no debería interrumpirlo por extraño o inútil que me pareciese lo que iba a decir. Por lo demás, sería lo más breve posible. Asombrado y curioso, accedí.
       —Debes saber —comenzó entonces Y.— que hace años me dediqué a una paciente y minuciosa destilación de los elementos constitutivos de la obra de arte. Por ese camino llegué a la conclusión precisa e incontrovertible de que el tener a disposición medios expresivos ricos y variados es, para un artista, condición nada favorable. Por ejemplo, en mi opinión, es mucho más preferible escribir en una lengua imperfectamente conocida en vez de hacerlo en una que nos sea plenamente familiar. Aun no queriendo seguir la vía no deseada y tortuosa que seguí entonces para llegar a un descubrimiento tan simple, ésta me sigue pareciendo hoy apoyada en algunas evidentes razones. Evidentemente, quien no conozca las palabras apropiadas para indicar objetos o sentimientos, se ve obligado a sustituirlas por perífrasis y, digamos, por imágenes; lo que gana el arte con ello no hace falta que te lo diga. Así, evitadas las palabras técnicas y los lugares comunes, ¿qué más se opone al nacimiento de una obra de arte?
       Al llegar aquí, Y., probablemente satisfecho de su argumentación, se detuvo un momento contemplándome con los ojos entreabiertos, olvidando sus penas. Pero, al darse cuenta de mi aspecto, entre atontado e interrogativo, en seguida volvió a hablar, con un suspiro.
       —Habiendo llegado a la conclusión que te he dicho, me topé, debo decirlo así, con un monstruo de capitán inglés (pronto comprenderás por qué le llamo monstruo). ¡Oh, Señor! ¿Por qué no me preservaste de esta desdicha? ¡He perdido mi paz para siempre! Era, inútil es decirlo, un hombre de aspecto fláccido; comía en el mismo restaurante que yo y hacía gran alarde de sus innumerables aventuras ante un amplio círculo de secuaces que casi constantemente le rodeaban. Había estado no sé cuántos años en Oriente y sabía un gran número de lenguas orientales (eso, al menos, decía). Pero se jactaba de conocer especialmente el persa y, a menudo, soltaba tres o cuatro sonidos extraños en las narices de un camarero que se ponía a parpadear atontado; aquello quería decir que le trajera un cuartillo de vino o un filete a la plancha. Como podrás comprender, odiaba a ese hombre y, sin embargo, consiguió pegar la hebra conmigo, y un mal día se ofreció a enseñarme el persa. Ansioso por experimentar en mí mismo la validez de mi teoría, acabé por aceptar. Mi idea, ya la habrás captado, era aprender aquella lengua imperfectamente: lo bastante como para expresarme, pero no tanto como para llamar siempre a las cosas por su nombre. Nuestras lecciones procedían regularmente… pero, ¿por qué no resisto la tentación de contarte todos los tristes detalles de esta historia?… y yo hice rápidos progresos en la nueva lengua. Según el capitán, las lenguas se deben aprender con la práctica; por ello, en todo ese tiempo nunca vi un texto persa (por otra parte, me habría sido difícil procurarme uno). En compensación, durante nuestros paseos con mi maestro no hablábamos más que en esa lengua y cuando, cansados, nos sentábamos en algún café, inmediatamente los folios en blanco ante nosotros se cubrían de extraños y mudos signos. Así pasó más de un año. En los últimos tiempos el capitán no se cansaba de alabarme por la facilidad con la que aprovechaba sus enseñanzas. Un día me anunció que pronto se marcharía, creo que a Escocia, adonde, en efecto, se fue y donde espero que haya encontrado justo galardón a sus fechorías. Desde entonces no he vuelto a verle —el amigo Y. volvió a callarse, como dominando su emoción. La angustia del recuerdo se le reflejaba en el rostro en una mueca dolorosa. Al final, se sobrepuso a sí mismo y continuó:
       —Pero, mientras tanto, ya sabía lo bastante como para reanudar mi experimento. Y lo hice con todo el ardor posible. Me impuse no escribir más que en persa o, más bien, limité esta condición a los desahogos secretos de mi ánimo, ¡a mis poesías! Desde entonces hasta hace un mes no escribí ni una sola poesía en otra lengua que no fuera la persa. Afortunadamente, no soy un poeta muy fecundo y toda la producción de esa época se limita a tres breves composiciones que te enseñaré. En persa.
       Veía que aquella idea de haber escrito en persa le resultaba intolerable a Y., pero aún no conseguía explicarme la razón.
       —¡En persa! —repitió Y.—. Pero ha llegado el momento, pobre amigo, de explicarte qué lengua es la que el vil capitán había bautizado con el nombre de persa. Hace un mes repentinamente me vi presa del deseo de leer en su texto a un poeta persa que no conoces (al leer un poeta nunca se corre el peligro de aprender una lengua demasiado bien). Me preparé para la labor volviendo a repasar con atención los apuntes tomados del capitán y juzgué que podría arreglármelas bastante bien. Después de muchos esfuerzos, al fin conseguí el texto que deseaba. Recuerdo que me lo enviaron cuidadosamente envuelto en papel de seda. Tembloroso por este primer encuentro, me fui corriendo a casa, encendí mi pequeña estufa y un cigarrillo, ajusté la lámpara de modo que su luz diese de lleno en el precioso libro, me acomodé en el sillón y desenvolví el paquete… Supuse que había algún error: ¡los signos que tenía ante mi vista no tenían nada en común con los que había aprendido del capitán y que tan bien conocía! Abrevio mi narración. No había ningún error. Aquél era un libro persa. Entonces puse mis esperanzas en que el capitán, aun habiendo olvidado los caracteres, sin embargo me hubiera enseñado aquella lengua, no importa que fuera con una grafía imaginaria: esta esperanza también quedó frustrada. Puse el mundo patas arriba, hojeé gramáticas y crestomatías persas, busqué y encontré dos auténticos persas y al final, al final… —aquí un sollozo interrumpió la conversación del pobre Y.—, al final la terrible verdad se me reveló en todo su horror: ¡el capitán no me había enseñado el persa! Es inútil decirte que intenté averiguar ansiosamente si aquella lengua era, al menos, la yakuta o una lengua haina o la hotentote. Me puse en contacto con los más famosos lingüistas de Europa. Nada de nada: ¡una lengua semejante no existe y nunca existió! En mi desesperación incluso le escribí al innoble capitán (que me había dejado su dirección “para lo que necesitara de él”) y ésta es la respuesta que recibí ayer por la tarde. —Y. inclinó la cabeza abatido y me dio un folio manoseado en el que leí: “Querido Señor, he recibido la suya del… etc. Una lengua como ésa a la que usted se refiere nunca la he oído mencionar, a pesar de mi notable experiencia lingüística (—¡descarado! —comentó Y.). Las expresiones que me envía me son absolutamente desconocidas y me parecen, créame, un parto de su ardiente fantasía. En cuanto a los extraños signos transcritos por usted, se asemejan a caracteres hamáricos, por una parte, y a caracteres tibetanos, por otra. Pero tenga la seguridad de que no son ni los unos ni los otros. Acerca del episodio de nuestra simpática vida en común a… que alude, le responderé sinceramente. Es posible que al enseñarle el persa, no recordase bien, al cabo de tanto tiempo, alguna regla o alguna palabra, pero no veo en ello ningún motivo de alarma y no le faltará a usted el modo de rectificar lo que de inexacto pueda haberle eventualmente impartido (sic). Le ruego me dé noticias suyas… etc.”.
       —Ahora todo está claro —dijo Y. recuperándose—. No quiero suponer que el miserable quisiera simplemente burlarse de mí. Creo más bien que lo que me enseñó es lo que consideraba como auténtico persa, el suyo, por así decir, su persa personal. En resumen, un idioma tan deteriorado y desfigurado que ya no tiene nada que ver con la lengua inspiradora. También debo suponer que tal conocimiento no representaba en la gloriosa mente de ese desgraciado, no tan pequeña, una serie cualquiera de valores estables. El miserable, en el fluctuar de sus conocimientos y en la ilusión, acaso, de reconstruir un conocimiento perdido, se fue inventando el horrible idioma a medida que me lo enseñaba. Y, como a menudo sucede a estos tipos improvisadores, luego se olvidó por completo de su invento y se maravilla de ello de buena fe.
       Tal diagnóstico fue pronunciado con perfecta frialdad. Pero inmediatamente después:
       —¡Se olvidó por completo de él; ten presente esta circunstancia! ¿Querías la realidad? ¡Pues toma realidad! —gritó. Y a modo de conclusión, volviendo momentáneamente hacia mí su enfado—: lo más triste —profirió con quejumbrosa voz— es que esta condenada lengua, o la que no sé cómo llamar, es bellísima, bellísima… y yo la amo mucho.
       Sólo cuando lo vi más tranquilo creí oportuno hacer oír mi voz.
       —Veamos, Y. —comencé—, lo que te ocurre es ciertamente desagradable; pero, en el fondo, además del trabajo desperdiciado, ¿qué tiene de grave?
       —Así es como razonáis vosotros —respondió Y. con amargura—. ¿Entonces no has comprendido lo grave, lo terrible de la cuestión? ¿No comprendes cuál es la cuestión? ¿Y mis tres poesías? Tres poesías —añadió conmoviéndose— en las que había puesto lo mejor de mí. ¿Mis tres poesías qué poesías son? Escritas en una lengua inexistente es como si no estuvieran escritas en ninguna lengua. Dime. ¿Y mis tres poesías?
       De improviso comprendí de qué se trataba y me di cuenta fulminantemente de toda la gravedad de la situación. Incliné la cabeza a mi vez:
       —Es un problema estético espantosamente original —admití.
       —¿Has dicho problema estético? Problema estético… Entonces… —estalló violentamente Y.
       Aquéllos eran buenos tiempos. Por la noche nos reuníamos los coetáneos para leer a los grandes poetas y una poesía tenía inestimablemente más importancia para nosotros que la cuenta del dueño del restaurante, en continuo aumento y siempre al descubierto.
       Al día siguiente Y. y yo llamábamos a la puerta de una redacción de la ciudad donde debíamos ver a un gran crítico, uno de esos hombres para los que la estética no tiene secretos y en cuyos hombros reposa en paz la vida espiritual de toda una nación, ya que conocía mejor que nadie planteamientos y problemas. Hubo que remover cielo y tierra para conseguir una cita con un hombre así, pero Y. esperaba con ello recuperar su salud interior.
       El gran crítico salió a nuestro encuentro sonriendo amablemente. Aún era joven y constantemente tenía alrededor de los ojos vivos una arruga irónica. Al hablar jugueteaba, bien con un abrecartas de acero, bien con un libro encuadernado al que daba vueltas, de canto, en la mesa; a menudo olfateaba la cola de almendra en su recipiente bruñido y, más a menudo aún, con las largas y centelleantes tijeras de redacción trazaba grandes tajos en el aire y se atusaba el bigotito hacia abajo. Frecuentemente sonreía con contención, como a sí mismo, especialmente cuando juzgaba que su interlocutor creía haberle puesto en un apuro. Cuando se dirigía directamente a alguien su sonrisa era mundana y en todo hacía gala de una cortesía exagerada. Hablaba despacio, con gestos sobrios y palabras elegantes, debidamente entremezcladas con expresiones extranjeras.
       Habiendo oído de qué se trataba, pareció quedarse perplejo un instante; luego, sonrió para sí y mirando como distraído un punto por encima de nuestras cabezas dijo [Tengo que declarar que fue el gran crítico el que eligió, para hablarnos, la segunda persona del plural; nosotros lo seguimos dócilmente. Esta circunstancia confirió a nuestro coloquio, como todos habrán podido observar, un sabroso carácter fantástico.]:
       —Pero, señores, escribir en una lengua en vez de en otra es perfectamente indiferente (en ferente bajó los ojos y sonrió, mundano). No es necesario que una lengua esté muy difundida para que en ella puedan escribirse, digámoslo así, obras maestras. Esta vez, señor Y., se trata de una lengua hablada por sólo dos personas: eso es todo. N’empeche que vuestras poesías puedan ser, ejem, de primer orden.
       —Un momento —dijo Y.—, ¿no os he dicho que el capitán inglés olvidó por completo su improvisación de hace dos años? Además, os confesaré que, tal como estaba la cuestión, yo mismo quemé todos mis viejos apuntes, que habrían podido reconstruir la gramática y el código de la lengua. Por tanto, hay que considerar esa lengua como inexistente, incluso para las dos únicas personas que la hablaron durante unos meses.
       —No quería que creyerais —refutó el gran crítico— que los atributos de realidad de una lengua cualquiera no sean identificables al margen de la gramática, de la sintaxis y hasta del léxico. Considerad simplemente la vuestra como una lengua muerta, reconstruible sólo sobre la base de algunos documentos que han sobrevivido (es este caso, vuestras tres poesías) y el presunto problema quedará resuelto. Como sabéis —añadió conciliador—, de algunas lenguas no poseemos más que pocas inscripciones y, por tanto, un número de vocablos reducidísimo y, sin embargo, esas lenguas son algo muy real. Os diré más: incluso las lenguas que hay atestiguadas sólo por la existencia de indescifrables, digo in-des-ci-fra-bles, inscripciones, incluso esas lenguas tienen derecho a nuestro respeto estético —y, contento con su frase, se calló.
       —Pero, señor —intervine yo entonces—, sin contar estas últimas lenguas, a propósito de las cuales me parece no haber captado muy bien vuestro concepto, y siguiendo con las otras de que hablabais, quiero decir que esas lenguas son reales en cuanto están presupuestas por las inscripciones, por escasas que sean, pero, atención, presupuestas en su conjunto lexical, gramatical y sintáctico. En suma, las inscripciones conservan la huella de una estructura, de una organización que las sitúa en el tiempo y en el espacio, sin lo cual no se distinguiría lo más mínimo de un signo cualquiera en una piedra cualquiera, precisamente como las indescifrables. Quiero decir que las inscripciones arrojan luz sobre un pasado ignoto, pero del que sacan su propio sentido. Ese pasado no es más que un conjunto de normas y de convenciones que atribuyen un determinado sentido a una expresión determinada. Ahora bien, ¿qué pasado queréis que tengan las tres poesías de que estamos hablando y de qué pueden sacar su sentido? Detrás de ellas no hay más que el capricho de un momento, capricho de ninguna manera codificado, disipado irremediablemente, como surgió.
       El gran crítico me miraba de soslayo, pensando todavía en aquel “atención”, que le había molestado. En absoluto intimidado continué:
       —Una lengua reconstruida a partir de escasas inscripciones no adquiere consistencia hasta que se demuestre que en aquellas inscripciones esa lengua, y sólo ésa, era reconstruible. Pero en nuestro caso, en un conjunto tan exiguo de datos, se podrían construir o reconstruir no una sino cien lenguas. Tendríamos así el gracioso caso de una poesía que se puede considerar escrita indiferentemente en una lengua como en otras cien, por lo demás profundamente distintas entre sí y de la primera.
       Y aquí me callé, bastante satisfecho de mi sofisma. Pero el gran crítico:
       —Eso —respondió— sólo me parece un sofisma. En primer lugar, la filología procede precisamente por suposiciones en casos semejantes. Suposiciones, es cierto, que tienen todas las características de las certezas relativas pero, en todo caso, suposiciones: ni teóricamente una sola lengua es reconstruible a partir de algunas inscripciones. En segundo lugar, ¿qué os importa a vos que una poesía pueda resultar escrita en más de una lengua al mismo tiempo? Lo esencial es que está escrita en una, y poco interesa que esa una tenga algo en común con otra, o con otras cien, como decís vos, como para permitir intercambios como los que estáis imaginando. Por último, querría haceros observar, señor, desde un punto de vista, ejem, más elevado, que una obra de arte puede prescindir no sólo de las convenciones lingüísticas, sino de todas las convenciones y que ella misma es su única medida.
       —Pues no —grité yo, al ver que se me escapaba lo mejor de mi argumentación—, no intentéis iros de rositas. Ahora el sofisma amenaza con estar de vuestro lado. Y, además, dais por bueno que se trata de una obra de arte. Pero esto es precisamente lo que hay que ver: ¿dónde están y cuáles son los criterios de que os valdréis para vuestra valoración? Dejadme por un instante seguir mi anterior razonamiento. Cuando decía que una inscripción tiene tras de sí y deja entender un conjunto de normas, también quería decir que ciertos datos suyos puramente lingüísticos son potenciales y están avalados por un conocimiento que no es estrictamente lingüístico: quiero decir, por un conocimiento étnico. Según lo que sabemos de un determinado pueblo, también podremos considerar normal que una determinada expresión no sólo vale en una determinada posición, sino que vale lo mismo en todas las posiciones análogas. Por ejemplo, el simple hecho de saber que un pueblo se sirvió de una determinada lengua en sus relaciones internas y externas es suficiente garantía del valor constante de una palabra. ¡Tras una inscripción, señor, también está todo un pueblo! Detrás de una de estas poesías no hay más que el capricho, ya lo hemos visto. Y entonces, ¿quién nos garantiza que la misma expresión no cambiará una y otra vez radicalmente de significado? En las distintas composiciones o en la misma. Ni una sola palabra, observadlo, se halla repetida dos veces en las tres poesías. Teóricamente, señor, se puede suponer que cada una de las tres poesías desarrolla una determinada imagen (o concepto, como queráis llamarlo), y contemporáneamente, visto que ninguna de las palabras tiene un sentido bien definido, cien, mil, un millón de otras imágenes (o conceptos).
       —Permitidme, permitidme —gritó a su vez el gran crítico fuera de sí—, por eso mismo la cuestión está resuelta en seguida: las inscripciones, es decir, las poesías, pueden considerarse bilingües. El aquí presente señor Y. siempre puede comunicarnos qué quiso decir y traducirlas. Como veis, vuestra objeción no se tiene de pie. Y me miró triunfante, pero yo no bajé la guardia.
       —Olvidáis, señor, que una poesía no es sólo imagen (o concepto), sino que está constituida por una imagen (o por un concepto) y algo más. Al juzgar las poesías de mi amigo de acuerdo con la traducción que nos haga, os hallaréis en la posición del que juzga a un poeta extranjero a través de la traducción de sus obras. Convendréis en que ello no es honesto ni honorable. Además, en rigor, nuestro amigo no puede saber qué es lo que quiso decir —Y. me miró mal—, ya que él concibió directamente sus composiciones en la lengua de que estamos hablando. De ello se deduce que la suya no sería más que una versión comparable a la que podríamos hacer vos o yo, si fuera el caso, y por ello de naturaleza incompleta y falaz. También podría ser totalmente arbitraria y no tener nada en común con el texto y, en suma, ser una falsa interpretación. Finalmente, no necesito recordaros, señor, que, de modo más general, una obra de arte es, por necesidad, una realización relativa a determinadas convenciones y, como ellas, opinable. Un resultado no es, por su naturaleza, opinable más que de acuerdo con los medios empleados. Aparte de Dios, no existen resultados absolutos y el concepto mismo de resultado es un concepto relativo. Los resultados se mueven a lo largo de una escala ideal infinita, aun dentro del ámbito de un único valor moral. Pero no divaguemos. Pues bien, ahora, señor, ¿cuáles son los criterios que vais a adoptar para vuestra valoración?
       Se había hecho un silencio de tumba en el estudio del gran crítico. Éste, con la mirada perdida en el vacío, fingió no haber oído mi pregunta. Hizo como que se recuperaba y para ganar tiempo, le dijo a Y. con su más bella sonrisa.
       —Pero, mientras tanto, señor, ¿por qué no nos hacéis oír esas famosas poesías vuestras que están provocando “una guerra de ingenios tan graciosa”?
       —Sólo traje una conmigo —titubeó Y. Animado por un gesto del gran crítico, se sacó del bolsillo algunos folios cubiertos de extraños y menudos caracteres, hechos a base de cortes y de comas, y leyó con voz trémula:

Aga magéra difúra naturt gua mesciún
Sánit guggérnis soe-wáli trussán garigúr
Gùnga bandúra kuttávol jerís-ni gillára.
Lávi girréscen suttérer lunabinitúr Guesc ittanóben katír ma ernáuba gadún
Vára jesckílla sittáranar gund misagúr,
Táher chibíll garanóbeven líxta mahára
Gaj musasciár guen divrés kôes jenabinitúr
Sòe guadrapútmijen lòeb sierrakár masasciúsc
Sámm-jab dovár-jab miguélcia gassúta mihúsc
Sciú munu lússut junáscru gurúlka varúsc.

(según la transcripción que me facilitó Y.).
       En el gran silencio que siguió el gran crítico se atusaba los bigotes con la punta de las tijeras esperando, mientras Y. lo miraba expectante. Éste prorrumpió al fin:
       —¡Oíd estas u de los últimos versos, oíd estas rimas en usc! Y bien, ¿qué os parece?
       El pobrecillo había olvidado que era necesaria alguna explicación.
       —Pues sí, pues sí, pas mal, nada pas mal —dijo el gran crítico—. ¿Y queréis ser tan amable de traducirlas?
       Y., improvisando sobre el texto, tradujo:

Hasta la cara cansada lloraba felicidad
Mientras la mujer me contaba su vida
Y me afirmaba su afecto fraternal.
Y los pinos y los alerces del paseo graciosamente curvados
Sobre el fondo del crepúsculo rosa-cálido.
Y de un chaletito que enarbolaba la bandera nacional,
Parecían el rostro surcado de una mujer que no se había dado cuenta
De que tenía la nariz brillante. Y ese brillante serpenteo
Para mí durante mucho tiempo burlón y punzante,
Oí saltar y contorsionarse como un pececillo payaso
En el fondo de las tinieblas de mi alma.

      —¡Bravo! De verdad, muy bien —el gran crítico se deshacía en alabanzas—. Ahora entiendo el porqué de todas esas u de los últimos versos. ¡Bravo, bravo! Es algo lógico y, por suerte, en absoluto programático.
       Cumplidas estas formalidades, se dirigió a mí:
       —Como veis, vuestras sospechas eran infundadas y —sonrió— temerarias. ¿Habéis visto lo de prisa que ha traducido?
       —¡Qué va! —se lamentó Y.—. Esa traducción libre no refleja ni de lejos el original. Traducida, la poesía es irreconocible y lo pierde todo; así carece de todo sentido.
       —Como veis —dije yo a mi vez—, eso significa que el problema sigue sobre la mesa sin resolver. Hace poco, señor, me tomé la libertad de preguntaros qué criterios adoptaríais. Me permito confirmar mi pregunta.
       El gran crítico no tenía escapatoria y tuvo que aceptar proseguir la discusión, y lo hizo esquivando de nuevo las dificultades.
       —Verdaderamente —comenzó— yo, como justamente habéis dejado en claro, no soy competente para juzgar estas poesías, pero ni tan siquiera pienso en los criterios que debería adoptar. El único competente para juzgarlas en su propio autor, como el único que conoce, bien o mal, esa lengua.
       —Si no me equivoco —le interrumpí— ya había previsto esta respuesta. Ni siquiera el autor porque como ya os he dicho…
       Pero Y., que hasta ese momento había callado (pero más de una vez me había parecido que tenía el aire del que trama algo) prefirió tomárselo de otra manera:
       —¿Queréis decir que una obra de arte puede serlo aunque sólo haya una persona en el mundo competente para juzgarla, y precisamente su autor?
       —Exacto.
       —Eso significa que de ahora en adelante al escribir poesía se podrá partir del sonido en vez de la idea —Y. decía esas cosas y había que compadecerlo—. ¿Juntar palabras bellas y sonoras o sugestivas y oscuras y luego atribuirles un significado o sólo ver qué ha salido de todo ello?
       —Perdonad, no veo bien la relación…
       —Está claro. Nadie prohíbe disponer según un cierto ritmo los primeros sonidos que pasan por los oídos y atribuirles luego un sentido bellísimo. Haciéndolo así, se creará una nueva lengua, poco importa que sea incompleta y limitada a unas pocas frases (las de la composición), ya que siempre habrá quien la sepa: un mismo creador, y siempre habrá quien sea competente para juzgar la composición: su propio autor.
       —Veamos, no llevéis las cosas a sus últimas consecuencias. Estoy totalmente de acuerdo al menos con la primera parte de vuestro razonamiento, aunque no me haya parecido demasiado, si me permite, a propósito; pero con la segunda, vamos… no os emballez en una peligrosa Weltanschauung, no os enfrentéis a azarosos topices. Personalmente prefiero los (o las) commonplaces… —el gran crítico se había superado a sí mismo.
       Pero Y.:
       —No me interesa —respondió—, perdonadme, que mi razonamiento os parezca fuera de lugar. Ahora me apremia determinar otra cosa. Pero, vos lo habéis dicho, ¿estáis de acuerdo con la primera parte?
       —Claro —respondió el gran crítico—: sobre lo que ocurre en las más secretas reconditeces de un alma de artista no debemos posar nuestra mirada profana. Claro: un artista es libre de juntar sus palabras aun antes de atribuirles un sentido, libre incluso de esperar de esas palabras, o de una sola palabra, el significado y el sentido de su composición, con tal de que ésta sea… arte. Eso es lo que importa. Por otra parte, no querría olvidar que ese significado y ese sentido no son en absoluto indispensables. Una poesía, señores, también puede no tener ningún sentido. Repito: sólo debe ser una obra de arte.
       —Entonces —insistió Y.— una obra de arte también puede no tener sentido común; puede estar hecha sólo de sugestiones musicales y sugerir a cien mil lectores cien mil cosas diferentes. En suma. ¿Puede no tener ningún significado?
       —Las mil veces es así, señor.
       —¿Entonces por qué demonios no queréis reconocer que si esos sonidos se toman de una lengua inexistente lo que de ello resulte tiene derecho igualmente al nombre de obra de arte?
       El gran crítico miró furtivamente el reloj y, juzgando tal vez que la entrevista ya había durado bastante, pronunció:
       —Pues bien, si os empeñáis en ello, lo reconozco.
       —¡Vaya por Dios, esto sí que es hablar! —sonrió Y. Pero me parece que su sonrisa tenía algo de diabólico. En efecto, añadió en un imprevisto golpe de escena:
       —Pues bien, renuncio al significado de estas poesías y os las traeré pasadas a limpio y con su correspondiente transcripción para que las juzguéis prescindiendo de su significado.
       —Claro, claro… —balbuceó el gran crítico, pillado por sorpresa—, claro que sí, pero… ¿Pero por qué queréis renunciar a su significado? Pensad que si no lo hicieseis, os sería mucho más fácil la vía de la gloria ya que no deberíais dar cuentas de ello más que al único ser capaz de juzgaros, de apreciaros y de glorificaros, es decir, a vos mismo. Creedme, es mejor tener que vérselas con uno solo que con demasiados. Creedme… No temáis; en el caso de que llegaseis a creeros un gran poeta, como os lo deseo, vuestra gloria sería igualmente plena y completa y en nada inferior a la de Shakespeare. En ese caso seréis glorificado por todos aquellos que entiendan vuestra lengua poética, que, casualmente, serán uno solo; pero no importa: la gloria no es una cuestión de cantidad sino de calidad…
       El gran crítico bromeaba agudamente pero se veía que sudaba frío.
       —Bien, me rindo a vuestras razones —dijo, por fin, Y., y de nuevo le vi reírse para sí—. ¿Pero me garantizáis que en el primer punto estáis totalmente de acuerdo conmigo?
       —Sí, sí, totalmente, ¡qué demonios!
       El gran crítico miró su reloj, esta vez ostentosamente, se levantó y dijo:
       —Lamentablemente mis deberes oficiales me reclaman en otra parte. Para concluir con el problema que os trajo a mí, diré que a lo largo de nuestra entrevista, hemos llegado al acuerdo de que su mismo autor, el señor Y., es el único juez competente de las tres poesías en cuestión. Al cual señor Y. le deseo de todo corazón que goce en paz de su gloria indiscutida y no enturbiada por envidia o malevolencia.
       Había recuperado todo su aplomo a toro pasado. Al acompañarnos a la puerta, familiarmente nos daba palmaditas en los hombros.
       —¿Me permitís venir a veros alguna vez? —le preguntó Y.
       —Pues claro, cuando lo deseéis.
       Yo no me había quedado nada satisfecho y antes de salir intenté continuar:
       —Pero el arte…
       —El arte —interrumpió el gran crítico amablemente impaciente—; todos saben qué es el arte.

       La continuación de esta historia es demasiado triste para que la cuente con todo detalle. Al lector bástele con saber que después de aquella visita parece que el cerebro del amigo Y. empezó a perder algún tornillo. Ha pasado mucho tiempo pero él se obstina en llevar por las redacciones extrañas poesías sin pies ni cabeza, pretendiendo su publicación y cobrar por ellas. Todos le conocen ya y sin más ceremonias lo ponen en la puerta.
       Ya no ha vuelto a visitar al gran crítico desde el día en que ese personaje se vio obligado, para liberarse de su atosigamiento, a hacerle bajar rodando las escaleras, o poco menos.



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