Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)
El eclipse (1968)
(“L’eclisse”)
Un paniere di chiocciole
(Florencia: Vallecchi, 1968, 296 págs.)
Giovanna era una muchacha de complicada ascendencia e incluso algo sofisticada, pero sustancialmente tonta. Pero no: ¡ojalá se pudiera liquidar así, tan rápidamente, a un ser humano! Lo que le pasaba a Giovanna es que pasaba por accesos o períodos (no por ello periódicos, sino, al contrario, imprevisibles) o, eso es, ofuscamientos de la inteligencia. Está por ver si de verdad denunciaban su propio fondo o si, en cambio, no eran simples accidentes o, en todo caso, incidentes. Hay que decir que la cuestión no apasionaba a sus amigos: pequeña, delgada, pálida, de un rubio mortecino, feúcha, aunque no desagradable, sólo Enrico se percataba de ella de un modo más preciso.
El cual Enrico, un día en que el sol inundaba los paseos a lo largo del Arno, aunque hacía frío a causa del viento, encontró a un amigo suyo, un crítico de arte alemán, hombre fornido como un toro y casi calvo que parecía no entender nada (empezando por la lengua italiana) y, como quien no quiere la cosa, lo entendía todo, al menos literalmente. Pasearon, hablaron, pero luego no sabían qué hacer. Para Enrico, y tal vez para su compañero, la tarde se presentaba vacía e inquietante. Y en ese momento de algún sitio salió la citada Giovanna. Aprovechándose de la simpatía que le había mostrado en algunas ocasiones, Enrico la invitó a unirse a ellos. Pero con ello no se había adelantado mucho. Por fin salió la noticia de que aquel día se produciría un eclipse parcial de sol y uno de los dos hombres tuvo la idea de ir a verlo a la casa del crítico, en la colina. La muchacha no puso objeciones y allá fueron.
El estudio era una amplia y confortable estancia con grandes cristaleras a través de las cuales se descubría el Cupolone; el té era de los más delicados. Pero al cabo del rato todo fue como antes; nadie decía nada mientras esperaba el eclipse. Enrico miraba a Giovanna dudosamente: bueno, ¿la quería, aunque fuera a su modo, sentía al menos curiosidad por ella? Sí y no, un poco. Le miraba, sobre todo, la cabeza. En efecto, la muchacha tenía una cosa singular, que era su cabellera, o sea, las trenzas doblemente recogidas en rodetes, y se decía que sus cabellos sueltos llegarían hasta el suelo.
—Díganos, Giovanna, ¿es verdad que sus cabellos…?
—Sí —respondió modestamente—, hasta el suelo.
—¿Es posible? ¿Nos los dejaría ver?
—¿Por qué no?
—Pues adelante.
Sin añadir nada más, la muchacha empezó a deshacerse las trenzas. Pero Enrico, cuyo esteticismo ya estaba cosquilleado por la antigua y rara imagen de una muchacha de melena hasta el suelo, no se conformó con esto.
—Oiga —dijo—, y perdone si mi deseo pudiera molestarla. El espectáculo sería verdaderamente inusitado si usted… —no sabía cómo expresarse, ignorando si la otra se hallaba en una fase de inteligencia o en una de torpeza. Pero ella debió comprender al vuelo pues lo miró como extraviada; no obstante, preguntó:
—Si yo, ¿qué?
—Bueno —dijo Enrico todo confuso—. Resumiendo, sería necesario que usted se quitara todo. No puedo concebir un vestido de nuestra época bajo un río, bajo una cascada de cabellos de oro. —La verdad es que no eran de oro, pero importaba poco… Sí, así la imagen quedaba completa: una muchacha desnuda toda ella encerrada celosamente en sus cabellos (y hasta podía darse el caso de que él mentalmente los llamase áureos).
La muchacha lo miró fijamente, con una extraña expresión en la que Enrico creyó descubrir algo más que una ocasional simpatía, mientras el gordo crítico, regocijado y entusiasta de aquella fantasía, venía en su ayuda con grititos y frasecitas como:
—Claro, digamos que no hay nada de malo.
Giovanna apartó los ojos de Enrico, le echó al otro una mirada condescendiente y, por último, dijo sencillamente:
—Está bien.
Se levantó y se le indicó una habitación en la que desapareció. A fin de cuentas, Enrico decidió que ella estaba en uno de sus momentos más inspirados.
Volvió a aparecer al cabo de unos instantes. Los cabellos, finísimos, copiosos más allá de toda posible previsión, casi multiplicados por la libertad, culebreando, de verdad tocaban el suelo y la revestían toda, casta y ferozmente, derrotando las imaginaciones lúbricas que los dos hombres, por ventura, hubieran alimentado. De maravilla, pero ahora, consumado el primitivo deseo, agotados los cumplidos y dándolos por descontado, ¿qué más se podía hacer o decir?
—Miren —dijo el crítico—, ya empieza.
Empezaba el eclipse. El sol, tal como se veía a través de los trozos de cristal ahumados con cerillas, ya estaba mordido por la sombra, y la luz de la habitación, sin disminuir claramente, se iba haciendo preciosa y plateándose; poco a poco se volvía como más frágil, perdía estabilidad y seguridad, perdía confianza. Lo que provocaba un novísimo deslumbramiento, no de los sentidos sino de la imaginación, una especie de difusa perplejidad, como si un mundo distinto apremiase desde más allá o desde más abajo de una demasiado frágil trama de superviviente alegría diurna.
Los tres se miraban con una cierta turbación. La sombra seguía mordiendo el disco solar que, al final, apareció como una de esas galletas redondas mordisqueadas y abandonadas por los niños en el suelo, en forma de rechoncha media luna. El vago presagio se había hecho inminente amenaza. Ahora la luz realmente se había atenuado, apenas un poco, pero una insinuante y sutil figura de tinieblas en forma de sospecha, de angustia, ofuscaba las mentes. Pero de repente sobrevino una fase, más bien un instante, de incertidumbre o de equilibrio, un escalofriante instante que marcaba el final del fenómeno celeste. Rechazado el alevoso ataque, pronto el sol volvería a refulgir en todo su dorado esplendor.
No obstante, bajo la presión de aquellos imprecisos sentimientos o por natural evolución (o, acaso, involución), en ese mismo momento Giovanna se echó a llorar. Silenciosamente, es verdad. Las lágrimas corrían por sus mejillas como si su fuente fuera inagotable, mientras sus ojos miraban infinitamente desolados y toda ella estaba allí, infeliz y como agrisada, a despecho de su lujuriosa melena, que parecía un irrisorio atributo, una riqueza sin virtud contra la desdicha.
La primera reacción de Enrico fue de irritación y sólo la segunda de perplejidad. ¡Demonios! ¿Qué quería o por qué razón lloraba? ¿Estaba, tal vez, turbada por su velada desnudez y porque el menguado sol, haciendo más viva su sensación de estar desnuda, la hacía aún más indefensa? ¿O no era más bien que se daba cuenta con retraso del ultraje, de un presunto ultraje recibido? Y, sin duda, se sentía humillada por sus inconvenientes pretensiones y por su propia aquiescencia: a fin de cuentas, un sentimiento bajo… ¿O bien sentía ofendido, en la propia aceptación de aquéllas, un sentimiento más profundo, digamos su amor por él (si él no se había engañado y si era amor)? Pero, lo que más importaba, ¿cuál era el papel de él, Enrico, en todo aquello? O sea, ¿cuál debía ser su papel? ¿Qué dirección dar a sus dudosos afectos? Pues bien, el hecho mismo de que se hiciera la pregunta decidía, porque si… entonces todo su ser se sentiría atraído por la muchacha, él la rodearía con su protección, habría sentido la necesidad de darle asilo en sí como en un seguro refugio, etcétera. Necesidad que no sentía en absoluto. ¿Y entonces? ¿Había que dejarla llorar a placer sin intervenir de ninguna manera y, mucho menos, calificarse ni permitirle que se calificara a sí misma? Su llanto era molesto, claro, pero no lo bastante como para aclarar, para depurar una demasiado confusa y turbia condición del ánimo; después de todo, no era más que molesto. Y, sin embargo, ¿de dónde surgía el casi irreconocible remordimiento de Enrico?
En cambio, el gordo crítico parecía saber bien cuál era la causa de la turbación de la muchacha o, tal vez, ni siquiera se planteaba la cuestión; a su naturaleza tutelar le bastaba con que ella estuviera turbada. Por lo tanto, se preocupaba de consolarla, llamándola “chiquitina”, aprovechando la ocasión para tutearla, ciñéndole paternalmente los hombros con el brazo y no dejando de lanzar al otro alguna mirada preocupada o vagamente acusadora. Por último, la empujó a la habitación de al lado para que se vistiera. Como siempre, el menor responsable era el que más se preocupaba. Mientras tanto, el sol iba recuperando su redondez y su pleno vigor, si bien se encaminaba ya al ocaso, y ya casi había triunfado de las oscuras fuerzas cuando Giovanna salió de la habitación vestida y con el pelo recogido.
Todo volvía a su orden y ahora, de repente, parecía gratuita aquella reunión con sus vacilantes complicaciones. El crítico se quedó donde estaba, los otros dos descendieron hacia la ciudad.
—Mire, Giovanna, lo que quiero saber no es tanto… lo que más o menos sé, sino qué tiene que ver el eclipse con todo esto.
—¿Con qué?
—Con lo que sé.
—¿Usted cree que soy tonta, no? —preguntó a modo de respuesta.
—No —replicó Enrico conciliador—, me consta que a veces no lo es.
—Bueno, pero en este caso seguro que lo soy. Ignoro qué tiene que ver el eclipse. En serio, lo ignoro. Pero mire, mientras el sol está allí, entero, uno puede pensar que es como una inmensa gema engastada en el esmalte de nuestro cielo, una gema nada más, no exactamente un cuerpo celeste. Pero cuando está amenazado, como hoy…
—¿Cómo amenazado? Sólo era la luna invisible que se interponía…
—Ya, ya, la luna… Decía que cuando está amenazado, entonces, de repente tenemos la sensación de un pasar, de un revolverse, de un amontonarse de astros en el que nos parece que nuestras esperanzas, nuestros sentimientos no tienen cabida o del que, mejor aún, no obtienen ningún consuelo. Quiero decir que esos acontecimientos celestes con sus desveladas perspectivas son indiferentes a todo lo que hay en nosotros, incluso desdeñosos. No toman en ninguna consideración nuestros más secretos deseos, nuestras más queridas ilusiones. Es una cosa atroz.
—¿Qué ilusiones, en particular?
—¡Ah, Enrico, qué voz tan fría! ¿Quiere que le cuente las mías, mis ilusiones?, ¿es necesario?
—No, no diga nada.
Lo miraba con ojos de perro apaleado en los que se reflejaba una absurda, una estúpida ansiedad; ojos brillantes, prontos al guiño. Tuvo miedo de que volviera a echarse a llorar, ¡no, por amor de Dios! Que al menos guardase silencio.
¿Y él? Bueno, ¿la quería, aunque fuera a su modo, sentía al menos curiosidad por ella? Sí y no, un poco.
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