Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)


La mujer de Gogol (1954)
(“La moglie di Gogol”)
Ombre
(Florencia: Vallecchi, 1954, 232 págs.)



      Fragores de guerra en torno

      …Llegado así a enfrentarme con la compleja cuestión de la mujer de Nikolai Vasilievich, me asalta una duda. ¿Tendré yo derecho a revelar cuanto a todos es ignoto, cuanto mi propio inolvidable amigo tuvo oculto a todos (y tenía sus buenas razones para ello), cuanto —repito— servirá sin duda para alimentar las más malévolas y torpes interpretaciones, sin siquiera contar con que, tal vez, ofenda los ánimos de tantos sórdidos y frailunos hipócritas y, por qué no, a algún alma realmente cándida, si es que aún quedan? ¿El derecho, por último, de revelar algo ante lo cual mi propio juicio se retrae, cuando no se inclina del lado de una más o menos confesada reprobación? Pero, en suma, precisos deberes me obligan como biógrafo. Al juzgar que cualquier noticia acerca de hombre tan excelso pueda resultar preciosa para nosotros y para las futuras generaciones, no querré yo confiar a un lábil juicio, es decir, ocultar, lo que sólo al final de los tiempos podría, acaso, ser correctamente juzgado. Pues, ¿cómo nos atrevemos a condenar? ¿Acaso nos es dado saber no sólo a qué íntima necesidad, sino también a qué superior y general utilidad responden los actos de tan excelsos hombres, actos que, tal vez, nos parecen viles? Claro que no, porque de esas privilegiadas naturalezas nosotros, en el fondo, nada comprendemos. “Es cierto —dijo un gran hombre—. Yo también hago pipí, pero por otras razones.”
       Pero diré, sin más, lo que me resulta de modo incontrovertible, lo que sé con toda certeza y puedo de todos modos probar acerca de la controvertida cuestión —que, a partir de ahora, me atrevo a esperar que no lo siga siendo, y que dejaré de resumir previamente porque ya es superfluo, dado el estado actual de la cuestión en los estudios gogolianos.
       La mujer de Nikolai Vasilievich —en dos palabras— no era una mujer ni un ser humano cualquiera, ni siquiera un ser viviente cualquiera, animal o planta (como alguno, por otra parte, insinuó); era, simplemente, un fantoche. Sí, un fantoche. Y ello puede explicar bien la perplejidad o, peor, la indignación de algunos biógrafos, también ellos amigos personales del Nuestro. Los cuales se lamentan no sólo de no haberla visto nunca aunque visitaran bastante asiduamente la casa de su gran marido, sino también de no haber jamás “ni siquiera oído su voz”. De lo cual infieren no sé qué oscuras, ignominiosas e incluso nefandas complicaciones. Pero no, señores, todo es siempre más simple de lo que se cree. Ustedes nunca oyeron su voz sencillamente porque ella no podía hablar. O, más exactamente, no podía hacerlo más que en determinadas condiciones, como veremos, y en todos los casos, menos en uno sólo, a solas con Nikolai Vasilievich. Pero dejémonos de inútiles y fáciles confutaciones, y vayamos a una descripción en lo posible exacta y completa del ser u objeto en cuestión.
       Así pues, la así llamada mujer de Gogol se presentaba como un vulgar fantoche de gruesa goma, desnudo en todas las estaciones y del color de la carne, o como se suele decir, color piel. Pero como las pieles femeninas no son todas del mismo color, precisaré que, en general, se trataba de una piel bastante clara y bruñida, como la de algunas morenas. Él, o ella, era, en efecto —está de más decirlo—, de sexo femenino. Pero conviene decir en seguida que también era grandemente mudable en sus atributos, pero sin llegar, como es obvio, a cambiar de sexo. Pero algunas veces, sí podía mostrarse flaca, casi sin pecho, de caderas estrechas, más semejante a un efebo que a una mujer. Otras se mostraba lozana en demasía, o por decirlo todo, gorda. Además, frecuentemente cambiaba el color de sus cabellos y de los otros pelos de su cuerpo, hicieran juego o no. Y también podía aparecer modificada en otros mínimos detalles, como la posición de los lunares, la viveza de las mucosas, etcétera, y hasta, en cierta medida, en el mismo color de su piel. De modo que, por último, podría uno preguntarse qué es lo que en realidad era y si, en verdad, se debería hablar de ella como de un personaje único. Pero, ya lo veremos, no es prudente insistir en este punto.
       La razón de estos cambios estaba —según mis lectores ya habrán comprendido— nada más que en la voluntad de Nikolai Vasilievich, el cual la hinchaba más o menos, le cambiaba la peluca y otros vellos, la ungía con sus ungüentos y la retocaba de varias maneras a fin de obtener más o menos el tipo de mujer que le venía bien en ese día o en ese momento. Es más, a veces se divertía, siguiendo en ello la natural inclinación de su fantasía, en sacar de ella formas grotescas y monstruosas, porque está claro que, más allá de un cierto límite de capacidad, ella se deformaba y, así, también parecía deforme si se quedaba más acá de un determinado volumen. Pero Gogol se cansaba pronto de tales experimentos, a los que juzgaba “en el fondo poco respetuosos” para con su mujer, a la que a su manera (manera imperscrutable para nosotros) quería. La quería: ¿Pero a cuál precisamente de estas encarnaciones? —nos preguntaremos. ¡Ay! Ya he dicho que la continuación de la presente narración acaso nos dé una respuesta, sea la que fuere. ¡Ay! ¿Cómo he podido afirmar hace un momento que la voluntad de Nikolai Vasilievich gobernaba a aquella mujer? En cierto sentido, sí, es verdad, pero también lo es que ella pronto se convirtió, además de en su esclava, en su tirana. Y aquí se abre el abismo, la sima del tártaro, si lo prefieren. Pero procedamos con orden.
       También dije que Gogol obtenía con sus manipulaciones más o menos el tipo de mujer que en cada momento le convenía. Añado aquí que cuando, por un extraordinario azar, la forma obtenida encarnaba cumplidamente la deseada, Nikolai Vasilievich se enamoraba de ella “de modo exclusivo” (como él decía en su lengua), y ello servía para mantener estable durante un cierto tiempo —es decir, hasta que sobrevenía el desamor— su apariencia. De tales violentas pasiones —o chaladuras, como por desgracia se dice hoy—, sin embargo, no conté más de tres o cuatro en toda la vida, por así decir, conyugal del gran escritor. Añadiré en seguida, para abreviar, que Gogol también le había dado, unos años después de lo que se puede llamar su matrimonio, un nombre a su mujer. El nombre era “Caracas”, que es, si no me equivoco, la capital de Venezuela. Los motivos que determinaron tal elección nunca pude saberlos: ¡extravagancias de otras mentes!
       Si nos referimos a su forma media, Caracas era eso que se llama una mujer hermosa, bien formada y proporcionada en todas sus partes. Como ya se ha dicho, tenía en su justo lugar todos los más menudos atributos de su sexo. Particularmente dignos de mención eran sus órganos genitales (si es que este adjetivo puede tener sentido en este caso), que Gogol me permitió observar durante una memorable velada a la que me referiré más adelante. Eran el resultado de unos ingeniosos pliegues de la goma. Nada había quedado olvidado y varios ingenios, además de la presión del aire interior, hacían fácil su uso.
       Caracas también tenía un esqueleto, si bien rudimentario, hecho tal vez de varillas de ballena. Especialmente esmerada había sido sólo la ejecución de la caja torácica, de los huesos de la pelvis y de los del cráneo. Los dos primeros sistemas quedaban, como es justo, más o menos visibles conformes al espesor, por así decir, del panículo adiposo que los cubría. Es una verdadera lástima —se me conceda añadir de pasada— que Gogol nunca quisiera revelarme el nombre del autor de obra tan bella. En su negativa ponía una obstinación que no me resulta nada clara.
       Nikolai Vasilievich hinchaba a su mujer con una bomba de su invención, bastante parecida a esas que se sujetan con los dos pies y que hoy vemos usar en todos los talleres mecánicos, a través del esfínter anal, donde estaba situada una pequeña válvula a presión, o como se llame en lenguaje técnico, comparable a la válvula mitral del corazón, de modo que, una vez hinchado, el cuerpo todavía podía tomar aire, pero no soltarlo. Para deshincharlo era necesario desenroscar un taponcito colocado en la boca, en el fondo de la garganta. ¡Y, sin embargo…! Pero no nos precipitemos.
       Y con esto me parece haber agotado la descripción de los detalles más notables de aquel ser. Pero aún tengo que recordar la estupenda fila de dientecitos que ornaba su boca y sus ojos oscuros que, salvo su constante inmovilidad, simulaban la vida a la perfección. Dios mío, simular no es la palabra, pero bien es cierto que nada de lo que se dijera de Caracas estaría bien dicho. También se podía modificar el color de sus ojos con un procedimiento especial muy largo y aburrido, pero era algo que Gogol hacía raras veces. Finalmente, debería hablar de su voz, que sólo una vez me fue dado escuchar. Pero no puedo hacerlo sin entrar en lo vivo de las relaciones entre los dos cónyuges, y aquí ya no me será posible seguir un orden cualquiera ni responder a cada cosa con igual y absoluta certeza. En conciencia no me será posible. Hasta tal punto es, por sí mismo y en mi mente, confuso lo que voy a narrar. Repasemos al buen tuntún algunos recuerdos.
       La primera —digo— y última vez que oí hablar a Caracas fue en una cierta velada rigurosamente íntima, pasada en la habitación donde la mujer —perdóneseme el verbo— vivía. Habitación cerrada para todos, decorada más o menos a lo oriental, sin ventanas y situada en el lugar más impenetrable de la casa. No ignoraba que ella hablase, pero Gogol nunca había querido aclararme las circunstancias especiales en que lo hacía. Allí dentro estábamos, por supuesto, sólo nosotros dos, o tres. Nikolai Vasilievich y yo bebíamos vodka y discutíamos sobre la novela de Butkov. Recuerdo que, saliéndose algo del tema, él iba defendiendo la necesidad de radicales reformas de la ley de sucesión. Casi la habíamos olvidado, cuando dijo de sopetón con una voz extremadamente ronca y sumisa, como Venus en el Toro:
       —Quiero hacer caca.
       Pegué un salto creyendo haber oído mal y la miré. Estaba sentada sobre un montón de cojines contra la pared y aquel día era una tierna beldad rubia metidita en carnes. Me pareció que su rostro había adquirido una expresión entre maligna y astuta, entre pueril y burlona. En cuanto a Gogol, enrojeció violentamente y saltó sobre ella metiéndole dos dedos en la boca. En seguida empezó a adelgazar y, podría decirse así, a ponerse pálida; volvió a recuperar aquel aire atónito y extraviado que le era propio hasta reducirse al final a no más que una piel floja montada en un somero batidor de huesos. Es más, como tenía (por intuibles razones de comodidad de uso) la espina dorsal extraordinariamente flexible, se dobló casi en dos y se quedó mirándonos desde aquella abyección suya durante el resto de la velada desde el suelo al que había caído.
       —Lo hace por jugar o por malicia —gruñó Gogol a modo de comentario—, porque no sufre de semejantes necesidades.
       Generalmente, en presencia de otros, es decir mía, se jactaba de tratarla con desdén.
       Seguimos bebiendo y charlando, pero Nikolai Vasilievich parecía profundamente turbado y como ausente. De repente, se interrumpió y me tomó las manos estallando en lágrimas.
       —¿Y ahora? —exclamó—. ¡Tú sabes que la amaba, Foma Paskalovich!
       En efecto, conviene tener en cuenta que cada forma de Caracas era, salvo por un milagro, irrepetible. En suma, cada vez era una creación y habría sido vano el intento de reencontrar las particulares proporciones, la particular plenitud y así sucesivamente de una Caracas deshinchada. Así pues, aquella rubia metidita en carnes ya estaba perdida sin esperanza para Gogol. Y éste fue verdaderamente el fin mísero de uno de esos pocos amores de Nikolai Vasilievich a los que me refería anteriormente. Se negó a darme explicaciones, rechazó tristemente mis consuelos y esa noche nos separamos pronto. Pero su mismo desahogo sirvió para abrirme a partir de entonces su corazón. Cesaron muchas de sus reticencias y pronto casi no tuvo secretos para mí. Lo cual, entre paréntesis, es motivo de infinito orgullo para mí.
       Durante los primeros tiempos de su vida en común parecía que las cosas iban bien para la “pareja”. Nikolai Vasilievich entonces parecía contento con Caracas y dormía con ella regularmente en la misma cama, cosa que, por otra parte, siguió haciendo hasta el final, afirmando con tímida sonrisa que no había compañera más tranquila y menos importuna que ella, de lo que, sin embargo, pronto tuve razones para dudar, a juzgar, sobre todo, por el estado en que a veces lo encontraba cuando se despertaba. Pero al cabo de unos años sus relaciones se embrollaron extrañamente.
       Esto —adviértase de una vez por todas— no es más que un esquemático intento de explicación. Bueno, pues parece que la mujer empezó por entonces a manifestar veleidades de independencia o, por así decir, de autonomía. Nikolai Vasilievich tenía la extraña impresión de que ella iba adquiriendo una propia, si bien indescifrable, personalidad distinta de la suya y de que se le iba, por así decir, de las manos. Es verdad que una cierta continuidad acabó por establecerse entre sus distintas y múltiples apariencias; entre todas aquellas morenas, aquellas rubias, aquellas castañas, aquellas pelirrojas, aquellas mujeres gordas o flacas, adustas, níveas o ambarinas había, a pesar de todo, algo en común. Al principio del presente capítulo puse en duda la legitimidad de considerar a Caracas como un personaje único; pero, en realidad, yo mismo, cada vez que la veía, no conseguía liberarme de la impresión, por inaudito que pueda parecer, de que en el fondo se trataba de la misma mujer. Y, tal vez, precisamente por eso, Gogol sintió la necesidad de darle un nombre.
       Otra cuestión era intentar establecer en qué consistía propiamente la cualidad común a todas aquellas formas. Puede ser que fuera, ni más ni menos, el soplo creador mismo de Nikolai Vasilievich. Pero, en realidad, habría sido demasiado singular que él se hubiera sentido tan escindido de sí mismo y tan adverso a sí mismo. Pues, para decirlo todo de una vez, Caracas, quienquiera que fuese de hecho, era siempre una presencia inquietante y —conviene ser claros— hostil. Sin embargo, en conclusión, ni Gogol ni yo conseguimos nunca formular una hipótesis vagamente plausible sobre su naturaleza; digo formularla en términos racionales y accesibles a cualquiera. De todos modos, no puedo callarme un extraordinario caso que se produjo por entonces.
       Caracas enfermó de un mal vergonzoso o, por lo menos, enfermó Gogol, el cual, sin embargo, nunca tuvo contactos con otras mujeres. Cómo pudo ocurrir aquello o de dónde proviniese la sucia enfermedad es algo que ni siquiera intento averiguar y sólo sé que aquello ocurrió. Y que mi infeliz y gran amigo me decía a veces:
       —Ya ves, Foma Paskalovich, cuál era el meollo de Caracas: ¡Ella es el espíritu de la sífilis! —mientras otras veces se acusaba absurdamente a sí mismo (él siempre fue proclive a la autoacusación).
       Este caso fue, además de todo, una auténtica catástrofe por lo que se refiere a las relaciones, ya tan oscuras, entre los cónyuges y a los contradictorios sentimientos de Nikolai Vasilievich, el cual, además, se veía sometido a curas continuadas y dolorosas (las de la época), ya que la situación se había agravado por el hecho de que la enfermedad no parecía, obviamente, curable en la mujer. Añado, además, que Gogol se hizo ilusiones durante un cierto tiempo, hinchando y deshinchando a su mujer y atribuyéndole los más variados aspectos, de lograr una mujer inmune al contagio, pero tuvo que desistir sin obtener ningún resultado.
       Pero abreviaré la narración para no aburrir a mis lectores porque, además, mis conclusiones cada vez son más confusas y menos seguras. Y apresuraré el trágico desenlace, a propósito del cual, entiéndase bien, de nuevo me proclamo seguro de lo que afirmo. En efecto, fui testigo ocular del mismo. ¡Y ojalá no lo hubiera sido!
       Pasaron los años y el disgusto de Nikolai Vasilievich por su mujer era cada vez mayor aunque su amor no diera señales de disminuir. En los últimos tiempos la aversión y el apego a ella se daban tan fiera batalla en su ánimo que él quedaba maltrecho y hasta quebrantado. Sus ojos inquietos, que tantas y tan distintas expresiones sabían asumir y tan dulcemente, a veces, hablar al corazón, conservaban ya casi siempre una luz febril, como si estuviera bajo los efectos de una droga. Las más raras manías se apoderaron de él acompañadas de los más siniestros terrores. Cada vez más frecuentemente me hablaba de Caracas, a la que acusaba de cosas impensables y sorprendentes. Y en eso yo no podía seguirlo, dado mi trato poco continuado con su mujer y mi poca o ninguna intimidad con ella y dada, sobre todo, mi sensibilidad extremadamente limitada en comparación con la suya. Me limitaré, pues, a referir tal cual algunas de sus acusaciones sin dejar entrever ninguna de mis personales impresiones.
       —¿Lo entiendes o no, Foma Paskalovich? —solía decirme, por ejemplo, Nikolai Vasilievich—. ¿Entiendes o no que ella está envejeciendo? —y me tomaba las manos, como solía hacer, entre conmociones indecibles. También acusaba a Caracas de abandonarse a sus placeres solitarios, a pesar de su expresa prohibición. Al final, incluso llegó a acusarla de traición. Pero sus argumentos al respecto llegaron a ser tan oscuros que no quiero seguir hablando de ello.
       Lo que parece ser cierto es que en los últimos tiempos Caracas, vieja o no, se había convertido en una criatura ácida o, franciscanamente, irritable, hipócrita y llena de manías religiosas. No excluyo que pueda haber influido en la actitud moral de Gogol en el último período de su vida, actitud de todos conocida. Sea como sea, la tragedia estalló de improviso una noche en que Nikolai Vasilievich celebraba conmigo sus bodas de plata, noche que fue, por desgracia, una de las últimas que pasamos juntos. Qué fue lo que la provocó, cuando él ya parecía resignado a tolerarle todo a su consorte, no me es posible ni me corresponde a mí decirlo. Ignoro qué nuevo acontecimiento se produjo en esos días y me atengo a los hechos. Que mis lectores se formen por sí mismos su propia opinión.
       Esa noche Nikolai Vasilievich estaba especialmente agitado. Su disgusto por Caracas parecía haber alcanzado una violencia sin precedentes. La famosa “quema de las vanidades”, es decir, la quema de sus valiosos manuscritos, ya había sido cumplida por él, no me atrevo a decir que por instigación de su mujer. De modo que su estado de ánimo estaba también, por otras razones, muy castigado. En cuanto a sus condiciones físicas, cada vez eran más penosas y reforzaban mi impresión de que estaba drogado. Sin embargo, empezó a hablar de modo bastante normal de Belinski, que le estaba dando muchos disgustos con sus ataques y sus críticas a la Correspondencia. Pero, de repente, se interrumpió exclamando mientras las lágrimas acudían a sus ojos:
       —¡No, no! Es demasiado, es demasiado… ¡Ya no es posible! —y otras frases oscuras e incongruentes de las que no daba ninguna explicación. Además, parecía hablar consigo mismo. Juntaba las manos, movía la cabeza, se levantaba bruscamente para volver a sentarse después de haber dado cuatro o cinco pasos torpes. Cuando Caracas apareció, o mejor nos trasladamos, ya muy entrada la noche, a su habitación oriental, él ya no se controló y empezó a comportarse como (si me es lícita tal comparación), como un viejo chocho presa de sus manías. Por ejemplo, me daba con el codo haciéndome guiños y diciendo insensatamente:
       —¡Ahí está, ahí está, Foma Paskalovich…! —mientras ella parecía considerarlo con despectiva atención. Pero más allá de semejantes “manierismos” se sentía en él un sincero horror, que había alcanzado, supongo, los límites de lo tolerable. En efecto…
       Al cabo de un cierto tiempo, Nikolai Vasilievich pareció recuperar fuerzas. Estalló en llanto, pero en un llanto, yo diría, más viril. De nuevo se retorcía las manos, agarraba las mías, paseaba, murmuraba:
       —¡No, basta, no es posible…! ¿Yo una cosa así…? ¿A mí una cosa así? ¿Cómo es posible soportar esto, soportar esto? —y cosas por el estilo. Luego, inesperadamente, se lanzó sobre la a su tiempo recordada bomba para arrojarse como un torbellino sobre Caracas. Le introdujo la cánula en el ano y empezó a hinchar… Mientras tanto, lloraba y gritaba como un obseso—. ¡Cuánto la amo, Dios mío, cuánto la amo! ¡Pobre y querida mía…! Pero tiene que estallar. ¡Mísera Caracas, criatura infeliz de Dios! Debes morir —y siguió hablando de esta guisa alternando sus imprecaciones.
       Caracas se hinchaba. Nikolai Vasilievich sudaba, lloraba y seguía bombeando aire. Yo quería detenerle pero no tuve, no sé por qué, el valor de hacerlo. Ella empezó a deformarse y pronto fue una apariencia monstruosa, pero hasta entonces no daba señales de alarma, ya que estaba acostumbrada a aquellas bromas. Pero cuando empezó a sentirse llena de modo intolerable o, acaso, comprendió las intenciones de Nikolai Vasilievich, asumió —diría yo— una expresión entre estúpida y temerosa, incluso suplicante, sin perder, no obstante, su aire desdeñoso. Tenía miedo, casi suplicaba, pero aún no creía, no podía creer, en su próxima suerte ni en tanta audacia en su marido. Por lo demás, éste no podía verla porque estaba detrás de ella. Yo la miraba como fascinado y no movía un dedo. Finalmente, la excesiva presión interior forzó los frágiles huesos inferiores del cráneo, imprimiendo en su rostro una mueca indescriptible. Su barriga, sus muslos, su pecho, todo cuanto podía ver de su trasero, habían alcanzado proporciones inimaginables. De improviso, eructó y emitió un largo gemido silbante, fenómenos que, si se quiere, se pueden explicar por la anteriormente citada presión del aire, que se abría impetuosamente paso a través de la válvula de la garganta. Por último, los ojos se revolvieron y amenazaban con salírsele de las órbitas. Con las costillas ampliamente abiertas y no unidas por el esternón, ya se parecía en todo a una serpiente pitón digiriendo un asno —qué digo— un buey o un elefante. Sus órganos genitales, aquellos órganos rosados y aterciopelados tan amados por Nikolai Vasilievich, sobresalían horrendamente. Llegado a este punto, la consideré muerta. Pero Nikolai Vasilievich, sudando y llorando, murmuraba “querida, santa, buena”, y seguía bombeando.
       De repente, estalló, por así decir, toda de una vez. O sea, que no fue una zona de su piel la que cedió, sino toda la superficie de la misma a la vez. Y se esparció por el aire. Los trozos cayeron más o menos lentamente según su tamaño, que, en cualquier caso, era mínimo. Recuerdo claramente un trozo de mejilla con una parte de la boca colgando de la esquina de la repisa de la chimenea; y más allá un jirón de un pecho con su punta. Nikolai Vasilievich se miraba como ido. Luego se recuperó, y presa de nueva furia, se dedicó a recoger con todo cuidado aquellos pobres pingajos que habían sido la bruñida piel de Caracas y toda ella.
       —¡Adiós, Caracas! —me pareció oírle susurrar—, adiós, me dabas demasiada pena… —inmediatamente después añadió con toda claridad—: ¡Al fuego, al fuego! ¡Al fuego con ella también! —y se persignó, con la izquierda, claro.
       Recogido que hubo aquellos marchitos guiñapos, incluso subiéndose encima de los muebles para no olvidar ni uno, los arrojó a las llamas de la chimenea donde comenzaron a arder lentamente y con un olor desagradable en demasía. En efecto, como todos los rusos, Nikolai Vasilievich tenía la pasión de arrojar cosas importantes al fuego.
       Con el rostro encendido y con una expresión indecible de desesperación y siniestro triunfo contemplaba la pira de aquellos míseros restos. Me había agarrado el brazo y lo apretaba de modo convulso. Pero aquellos fragmentos de despojos apenas habían comenzado a consumirse cuando pareció que volvía a recuperarse y a acordarse repentinamente de algo o que tomaba una gran decisión. De repente, salió corriendo de la habitación. A los pocos segundos lo oí hablar a través de la puerta con voz rota y chillona.
       —¡Foma Paskalovich —gritaba—, Foma Paskalovich, prométeme que no mirarás, golubcik, lo que voy a hacer!
       No sé bien lo que le respondí ni si intenté calmarlo de algún modo. Pero él insistía. Tuve que prometerle, como a un niño, que me volvería de cara a la pared y que esperaría su permiso para darme la vuelta. Entonces la puerta se abrió con estruendo y Nikolai Vasilievich entró precipitadamente en la habitación y corrió hacia la chimenea.
       Al llegar aquí debo confesar mi debilidad, por otra parte justificable, consideradas las extraordinarias circunstancias en que me hallaba. Yo me volví antes de que Nikolai Vasilievich me diera su permiso, fue más fuerte que yo. Me volví apenas a tiempo para ver que llevaba algo en brazos, algo que en seguida arrojó con todo lo demás al fuego, que ahora llameaba alto. Por otra parte, habiéndose apoderado irresistiblemente de mí el deseo de ver hasta el punto de vencer en mí cualquier otro sentimiento, me lancé hacia la chimenea. Pero Nikolai Vasilievich se puso delante de mí y me rechazó con el pecho, con una fuerza de la que no le creía capaz. Mientras tanto, el objeto ardía con una gran humareda. Cuando dio señales de que se calmaba sólo pude ver un montón de ceniza muda.
       La verdad es que si quería ver era, sobre todo, porque ya había entrevisto. Sólo había entrevisto; sin embargo, tal vez, no debería atreverme a seguir con mi relato ni introducir un dudoso elemento en esta verídica narración. Pero un testimonio no se completa si el testigo no refiere también lo que le es conocido sin absoluta certeza. Resumiendo, aquella cosa era un niño. No un niño de carne y hueso, claro, sino algo más bien como un fantoche o un muñeco de goma. Algo, en fin, que por su apariencia se diría que era el hijo de Caracas. ¿Es que yo también caí en delirio? No sabría decir hasta qué punto. Pero, en cualquier caso, eso es lo que vi, confusamente, pero con mis propios ojos. ¿Y a qué sentimiento he obedecido ahora cuando, al referir el regreso de Nikolai Vasilievich a la habitación, me callé que murmuraba para sí: “¡Él también, él también!”?
       Y con esto todo lo que conozco de la mujer de Gogol se agota. De lo que luego fue de él mismo hablaré en el próximo capítulo, el último de su vida. Además, interpretar sus sentimientos en la relación con su mujer, como en todas, es algo muy distinto y mucho más arduo. Y, sin embargo, eso ya se intentó en otro lugar y en otra parte del presente volumen, a la que remito al lector. Mientras tanto, espero haber arrojado suficiente luz en una controvertida cuestión y haber desvelado, si no el misterio de Gogol, al menos el de su mujer. Implícitamente he rebatido la insensata acusación de que él maltrataba e incluso pegaba a su compañera, así como otros absurdos. ¿Y qué otra intención puede tener, en el fondo, un humilde biógrafo, como lo soy yo, sino la de enaltecer la memoria del hombre excelso al que hizo objeto de su propio estudio?



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar