Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)


Milán no existe (1975)
(“Milano non esiste”)
A caso
(Milán: Rizzoli, 1975, 198 págs.)



      Milán estaba a oscuras a causa del oscurecimiento (bélico). Yo lo estaba por ningún motivo particular, porque siempre lo estuve y, tal vez, no podría no estarlo: no se necesitan guerras para oscurecer mi alma. En efecto, en el tren me decía: Mi-la-no, qué bella y suave palabra. Pero, ¿responderá de verdad a algo? ¿Existirá de verdad la gloriosa ciudad de Milán o no será, en cambio, más que humo? ¿Y qué significa esta maciza estación, que parecería aludir a intercambios, a concretos propósitos, a vida acogida, es más, convencida? Y, en todo caso, ¿qué hago yo aquí? Y sobre todo, ¿a título de qué, en virtud de qué pretexto o razón no estoy solo? Esta que está a mi lado, ¿quién es? ¿La conozco? Mirándola bien, no me lo parece: nunca me gustaron las mujeres rubias, mortecinas, de ojos azules. Y encima ella parece aceptar la realidad, toda la realidad por mínima que sea y se presente como se presente (hasta tal punto una mujer semejante me es ajena e incomprensible). Se diría que para ella no tienen vuelta de hoja esta inmensa bóveda de hierro, estas luces sofocadas y borrachas, estos fantasmagóricos ferroviarios, estos viajeros catarrosos a la espera de no se sabe qué partida hacia no se sabe dónde… ¡Qué estúpida! Se diría que para ella todo es verdad. Pero bueno, ¿qué quiere, qué espera, y no hablo sólo de mí?
       De momento esperaba un mozo, que, naturalmente, no aparecía, mientras que ella no había renunciado a arrastrar en aquel breve viaje una pesada maleta. Arrastrar, o sea, imponerla a mis débiles brazos. Alcanzamos la salida, un taxi.
       —Llévenos a un hotel.
       —¿A cuál?
       —Elíjalo usted.
       Hotel siniestro por anónimo y pulcro; naturalmente, carísimo, sin duda de primera categoría.
       —Son dos habitaciones que se comunican por el cuarto de baño.
       —Muy bien. Perfecto. (¿…Y por qué diablos se comunican? ¿Quién se lo había pedido a este portero insinuante y sandio? Sólo me faltaba esto, la obligación de… ¿de qué, en el fondo?)
       Era una mujer sociable y en seguida se puso a buscar a algunos amigos; localizó tres por teléfono. Declaró:
       —Ahora vamos a cenar y luego a casa de V. También estarán allí F. y G.
       Los amigos, hombres (o al menos escritores), no poco notables más tarde y ya entonces, querían hablar de literatura. Literatura en una acepción barroca: ¿qué postura adoptar ante la nueva realidad política y social que se iba configurando? Pero pronto los induje a más serios intereses: el póquer.
       Perdí, por supuesto, y seguí perdiendo. Acabé con todos mis haberes personales y empecé, siempre perdiendo, a jugar bajo palabra, esperando que la Compañera, aunque pésima jugadora, en el peor de los casos habría puesto a salvo el dinero para el hotel y el viaje de regreso; no me defraudó.
       —Tranquilo, ya nos pagarás cuando puedas —me dijo al final aquella buena gente. Mientras tanto, se había hecho tarde; debíamos irnos y dejar a cada uno de ellos con sus preocupaciones (tal vez tan mezquinas como las mías).
       —Mira, en estas pocas páginas he intentado expresar el estado… el estado de inquietud que… ¿Quieres leerlas?
       —Pues claro. Dámelas. Ya te escribiré mi opinión.
       La niebla había caído sobre los bastiones. La alameda que ahora recorríamos debía (si era una verdadera alameda) ser arbolada, o eso podía deducirse de aquella gualdrapa de oscuridad. En vano nuestra vista intentaba imaginarse astros piloto o nuestro oído sonidos. Todo callaba, todo estaba sumido en una tiniebla como originaria pero singularmente densa, que se hendía con el pecho.
       —¿Será por aquí? ¿Estás seguro?
       —Yo no estoy seguro de nada. Sigamos adelante.
       —¿Y si…?
       —¿Si nos perdemos? Pues paciencia; siempre uno se pierde y se pierde.
       —No seas payaso.
       —Bueno, si es necesario preguntaremos a alguien.
       —Muy bien. ¿A quién?
       Y en esa tiniebla sin límites, de repente, brilló una luz.
       No es que brillase en nuestra ayuda: nos agredió, nos cegó. Y nosotros, como aquel antiguo, “parpadeamos deslumbrados”. Luego, poco a poco, empezamos a ver tras aquella linterna eléctrica dos jetas, reconocibles a la primera, como jetas de esbirros o matones fascistas.
       —¿Adónde van?
       —A casa.
       —¿Ah, sí? ¡Vaya, vaya! ¿A estas horas?
       —Bueno, se nos hizo tarde.
       —¿Dónde?
       —En casa de unos amigos.
       —¿Conque amigos, eh? ¿Qué amigos? —insistió el tipo, como el que quiere sorprender al reo.
       —Amigos literarios.
       —¡Oh, oh! ¡Literatos! —repitió, como si la palabra le pareciera ridícula, en todo caso improbable y con toda seguridad provocadora.
       —Pues sí. Nosotros también lo somos.
       —¡No! ¿En serio? ¡Literatos! —volvió a repetir, esta vez con evidente desprecio, mientras yo pensaba que su gran maravilla y sus pesados sarcasmos no estaban del todo injustificados—. ¿Y qué hacían en casa de sus amigos?
       —Pues hemos hablado de literatura —tal vez era demasiado para él, pero era, más o menos, la verdad. Borboteó como una olla hirviendo.
       —No se haga usted el gracioso. Venga, los documentos —siguió en tono brusco.
       Se los enseñamos; los revisó con exagerada atención. No obstante, debió comprobar que la Compañera figuraba o era definida como “editor” (precisamente en aquellos días se deleitaba en asuntos editoriales) y que, por ventura, resultaba ser la esposa de un excelentísimo señor, lo cual hizo que el tipo volviera en parte sobre sus pasos, pero quiso darse una última satisfacción:
       —¿Y cómo es que están ustedes juntos aquí?
       —Porque somos amigos, simples amigos.
       —¿Otra vez con ésas?… ¡Amigos! —cantó, procurando dar a su entonación toda la ironía y la malicia de que era capaz.
       —Bueno. Pueden marcharse.
       Y apagó la linterna volviendo a arrojarnos a la más negra oscuridad. Y entre paréntesis, puede observarse lo cortos que son los esbirros en general. Podríamos haber sido “elementos peligrosos” y nuestro inquisidor ni siquiera se había enterado de dónde nos alojábamos.
       A duras penas encontramos el hotel y subimos a la doble habitación. Y ella con las manos en el regazo:
       —Eres un inconsciente. Imagínate que el dinero para este hotel y para el tren no lo hubiera guardado yo.
       —Pero lo has guardado.
       —Ya, ya, muy cómodo el señor. Salvo que ahora tenemos que irnos en seguida y, en cambio, yo debía… debía establecer unos contactos.
       Nada menos que “establecer unos contactos”. ¡Qué expresión tan ridícula! Por lo demás, las acusaciones, recíprocas, no acabaron aquí.
       Además, pregunto: ¿Hay nada más tétrico que esos pequeños patios sin esperanza de sol, también llamados galerías, a los que dan algunas habitaciones de hotel? Es cierto que de tal oscuridad yo, en ese momento, casi no veía el fondo pero en compensación recibía su triste aliento (de cocina, de lavandería). Y las cortinas almidonadas de la ventana estaban recubiertas, mejor dicho engominadas, de otro polvo. Además, ahora, se planteaba otro problema: ¿Cómo, diríamos, utilizar un cuarto de baño si antes la compañera que la suerte nos ha dado no yace sorda a todo ruido, es decir, si no está profundamente dormida? Resumiendo: tuve que esperar aguzando el oído a que la respiración de la habitación contigua se hiciera más regular y ronca, en clara señal de adormecimiento. Y cuando me puse a leer para dormirme a mi vez, no fue ni siquiera un periódico sino un desplegable turístico tomado al paso en la portería. Por último, también me venció el sueño, si bien inquieto y pronto interrumpido.

       Primeras horas de la mañana:
       —Vamos, levántate, tenemos que irnos. No te bañes, apenas tienes veinte minutos de tiempo. Llamaré un taxi.
       —Espera, por lo menos el café.
       —¿Qué café? Ya lo tomaremos en la estación, si es que llegamos. ¿O quieres que perdamos el tren, que yo pierda… todo?
       ¡Oh, no! No lo quería, ni mucho menos “todo”.
       Amanecer aún brumoso. ¿Qué era aquello, un rascacielos? En efecto, parecía alzarse hacia alturas sólo imaginadas en las que incluso pasaba una promesa de claridad, de serenidad… Pero no; por imponentes que fueran aquellas moles ya no me dejaba engañar.
       Lástima que tú, nueva Lidia, no pudieses enseñar el “carnet” al “seco taconazo de la guardia”. La verdad es que lo demás habría encajado, en particular las luces “bostezadoras”… “Entonces le dije, “¿Por quién me toma usted?” ¿Y él, y él? Nada: “la tomo por una bella mujer”. ¿Yo? Bueno, no es un insulto. ¡Ah, querida! Vas muy de prisa. Lo que él quería era… era. ¿Qué? Hum… Lo que pasa es que si les hacemos caso a todos…” (Primeras conversaciones de compartimento en el tren. Y qué aseadas y gentiles, flequillo y chal, las dos trabajadoras charlatanas. Pero ni siquiera esto servía. Además, quiero y debo concluir.)
       Desde aquel lejano tiempo, nunca volví a estar en la llamada o sedicente Milán. Y, por ejemplo, cuando oigo: “¿Dónde baja usted?” “En Voghera. ¿Y usted?” “Yo voy a Milán”, me río para mis adentros.
       Milán, es evidente, no existe.



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