Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)


Estaciones muertas (1978)
(“Stazioni morte”)
Del meno. Cinquanta elzeviri
(Milano: Rizzoli, 1978, 221 págs.)



      A lo largo de las grandes líneas de metro se hallan las llamadas estaciones muertas; es decir, estaciones en las que por necesidad del servicio o quién sabe por qué motivo, ningún tren se detiene. En las entrañas de la ciudad, pareciendo haber perdido un instante antes su agitación, su bullicio y sus luces, relampaguean como oscuros torbellinos a los ojos del pasajero, el cual puede, incluso y meramente, sospechar que son evocadas desde lo hondo de una pesadilla personal.
       Por supuesto, hay pasajeros y pasajeros. Está el que se dice encogiéndose de hombros: “Vista o no vista, viva o muerta, la estación que acabamos de pasar es algo que no me importa nada”. Y el que querría ver más claro en ello y se abandona a la fantasía, a la melancolía, a la sugestión… Bueno, de este tipo era el pasajero o personaje sumariamente presentado aquí.
       Hacía tiempo que sentía el singular deseo de poner pie en uno de los citados lugares y sólo esperaba la ocasión. Y la ocasión llegó, como llegan todas las ocasiones. Repentino frenazo del tren, carreras a un lado y a otro de revisores y gente varia en uniforme, palabras agitadas, inquietud de los pasajeros que, por lo demás (y por ser de un pueblo tradicionalmente flemático), se limitaban a ajustarse el cuello de la camisa. Pero en este punto del incidente, el fulano, o mengano, comprobó que el tren se había detenido justo a la salida de un túnel y que tal túnel, ni hecho aposta, llevaba a una de esas estaciones inutilizadas. Inmediatamente tomó una decisión: saltándose las prohibiciones, salió y recorrió, casi aplastado entre la pared del túnel y los vagones, un breve trayecto y se halló en aquel amplio antro. Mientras tanto, el tren reanudó su marcha y él se quedó solo.
       Bueno, mientras él trata de orientarse, nosotros podríamos preguntarnos qué o qué particular sentimiento lo había impulsado allí. Pero tal vez no valga la pena… ¿Deseo (vano) de aventuras, amor al misterio? Tal vez, o tal vez más sencillamente, una sombría disposición del ánimo que le apremiase a verse reflejado en un paisaje fraterno.

       La portezuela automática que daba paso al largo pasillo subterráneo estaba arrancada, lo que facilitaba el paso entre dos tablones cruzados colocados en su lugar. Así pues: largo, larguísimo pasillo alicatado (así dicen las amas de casa al referirse a los azulejos de los cuartos de baño o de las cocinas), que se beneficiaba de alguna dudosa luz exterior; y allí al fondo, una esbelta figurita femenina que se acerca no menos dudosamente.
       ¿Quién? ¿Y qué hace en este lugar cerrado? Bastaba con esperar medio minuto avanzando a su vez.
       Muchacha con flequillo, pecas (o “arena”) en la nariz, brazos desnudos, falda demasiado corta para aquel tiempo. Él la miró, ella lo miró a su vez y, por así decir, por el mismo motivo. Y él se armó de valor.
       —Buenos días.
       —Hum… Buenos días.
       —¿Por qué “hum”? —insistió el experto joven, por lo demás sin esperanzas de ser entendido.
       —Porque —respondió, en cambio, prontamente la muchacha—, porque mis días no son y nunca serán buenos.
       —¡Oh, oh! Así que su novio… —y calló sintiéndose ridículo.
       —No tengo novio.
       —¿Es posible? ¿De verdad? —respondió él cada vez más tontamente.
       —No, y no tengo nada ni en este mundo ni en ninguna parte.
       —Ésas son palabras mayores. Dígame, ¿adónde iba usted?
       —A la estación.
       —Pero si está muerta.
       —Precisamente por eso —dijo en tono seguro—. Allí nadie intentará detenerme.
       —¿Cómo? ¿Qué quiere hacer?
       —Tirarme a la vía al paso de un tren.
       —¿Cómo? ¿Por qué razón?
       —Más bien dígame usted las razones por las que no debo hacerlo.
       —¡Ah! Es usted una persona lógica. Bueno, nunca hay una razón para matarse.
       —Sí, sí, déjeme en paz. Permítame, tengo hambre.
       —¿Hambre? ¿Hambre de verdad? En ese caso estoy dispuesto…
       —Claro, ¿y luego —le miró a la cara—, también está dispuesto a casarse conmigo?
       —Pues…
       —“Pues…”, es natural, hasta ahí llega su generosidad.
       —Oiga, olvide todo esto y, mientras tanto, vamos a comer. Luego veremos.
       —Si cree que con esto…
       Una vez al aire libre, se dirigieron a un restaurante popular: mixed grill, chocolate trifle…
       —No se ponga nerviosa, está pisando el sombrero del señor de al lado (puesto, como allí es costumbre, en el suelo)… Adelante, oigamos su lamentable historia.

       Clásica historia para dormirse de pie: su familia no la comprendía, le llevaba la contraria en sus historietas de amor o que ella sólo quería vivir su vida. Por lo tanto, había dejado a su familia y así sucesivamente (en un cockney por suerte no muy cerrado). Luego:
       —¿Vio usted, allí, bajo tierra, en los cruces de los interminables pasillos, unas cajas de cristal semejantes a las de los museos? Contienen animalitos hallados muertos a lo largo de la línea, muertos por el tren y, por lo que yo sé, desconocidos… Bueno, a mí me parece que soy uno de esos animalitos: el tren corre por su cuenta, te atropella y tú te quedas allí seco o seca sin siquiera haber tenido ni ocasión ni tiempo de unirte a su carrera. ¿Comprende?
       Pero, mientras la muchacha hablaba tan volublemente, de improviso a él mismo le pareció que el mundo se vestía de ceniza; antigua hipérbole que a veces toma su fuerza de una imagen concreta y casi visual… Efectivamente, ¿qué hacía él en aquella ciudad extranjera o qué sentido podrían tener metro, restaurante popular, muchacha delirante con todo lo que posiblemente viniera a continuación? ¿Qué significaba en su propia vida? ¿Qué luz o esperanza podían venirle de aquellas trilladas apariencias, como, en general, de su ansioso y tedioso peregrinar? ¿Qué señal?
       Ella seguía acusando a la suerte, y él, si bien consciente de que las acusaciones eran desproporcionadas al daño (y, en todo caso, iguales al esputo del borracho contra el cielo), se sentía presa del tedio universal, de la voluntad de muerte que siempre nos acecha desde la oscuridad. Así que, al final, la relación, extrañamente, se había invertido.
       —A fin de cuentas —decía la muchacha, más tranquila a causa de la comida y del vino—, la vida es la vida y, en el fondo…
       —¡Cuidado! —exclamó él—. ¿Cómo que la vida es la vida? Sería demasiado fácil.
       —Entonces, ¿qué me aconseja? ¿De veras debo matarme?
       —Claro, es decir…
       —En mi lugar, ¿usted se mataría?
       —En el suyo no sé; en el mío.
       —¡Diablos!
       —No, hágame caso —se acaloró el joven cayendo sin recato en la más descontada simpleza—, hágame caso. Nosotros, nosotros dos y la humanidad toda, ¿para qué o para qué fin vivimos?
       —Ya —murmuró la muchacha tratando de adoptar un aire pensativo y bebiéndose otro vaso de vino.
       —En consecuencia, vamos.
       —¿Adónde?
       —A la estación muerta. Moriremos juntos.
       —¡Eh! —graznó ella—. Cálmese… ¿Y si, por el contrario, precisamente en este instante la vida nos ofreciera…?
       —Pero por amor de Dios, ¿qué podría ofrecernos la vida?
       —Sin duda, cuando estamos solos sufriendo todo se cierra a nuestro alrededor. Pero cuando nos es dado compartir nuestras angustias con un… con un alma… (no tuvo el valor de decir: gemela)… De nuestro sufrimiento unido podemos hacer una fuerza —concluyó apresuradamente y como recitando algún texto suyo de color rosa.
       —Fuerza —completó él con gélida sonrisa— que siempre será un doble sufrimiento. No obstante, reconozco que…
       Reconocía, el incauto, sin saber que basta con la mínima admisión para estar perdido, perdido en un mundo dudoso, contradictorio y, sobre todo, incomprensible.
       Los dos se casaron y todavía hoy son esposos felices… “Felices”, así es como hemos convenido en decir: en realidad, en ese punto comenzó lo oscuro, a veces lo ignominioso, lo ignoto.
       Lo cierto es que a él no se le ha vuelto a antojar el ir a dar vueltas por las estaciones muertas. En efecto, no ve la necesidad de ello: su vida, su propia vida, es una estación muerta, en la que ningún tren se detiene nunca.



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