Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)


El paseo (1962)
(“La passeggiata”)
In società
(Florencia: Vallecchi, 1962, 249 págs.)



      Mi mujer estaba chafallando soletas, el garzón cazumbraba, la suzarra preparaba el jarope… Soy un vilordo, incluso estoy un poco zaborro, pero una calma tal, mal rota por aquel rutar o por los raros anejires del jardinero con el exárico ese día me hacía el efecto de un epítema o de una bizma. Es mejor salir, pensé arrupaldándome, y dar un paseo hasta la espelunca.
       La verdad es que ya no estamos habituados a los espectáculos naturales y por ello todos somos algo maxmordones y sin sindéresis. ¿Es que vale la pena ser hombres de hijuelas si luego no sólo no vamos a ver los acirates y ni siquiera podemos permitirnos el lujo de un paseo?
       Basta. Salí pues y me topé con uno de mis campesinos que quiso acompañarme un trecho. ¡Un auténtico fifiriche! Les aseguro que hoy en día ya no se encuentran aquellos chamagosos ni aquellas chafallonas ni aquellas bucéfalas de otros tiempos; y no valen carantamaulas para hacerlos hablar; por desgracia también han perdido su bella y pura lengua de antaño. Llevaba dos limetas.
       —¿Adónde las llevas?
       —A los huebreros de allí abajo, ¿lo ve?, donde está el forcaz. Les llevo unas espoladas de lágrima.
       —¿Y la papelina o la liara?
       —A nosotros no nos hace falta.
       Menos mal que no habéis olvidado del todo vuestra sencillez, pensé. Pero quería desembastanarme; por fin se fue a sus asuntos y pude quedarme solo y seguí caminando a la recacha.
       ¿Qué puedo decirles? Cuando me hallé entre mis pequeños amigos sin palabra, el fenazo, el telefio, la sueldacostilla y toda aquella algaba se me ensanchó el corazón. Seguí mi camino y aparecieron las ayugas, los mirabeles, los agálocos, las acafresnas, los azufaifos, aunque a decir verdad, algo tocados de cornezuelo o de oidío. Y zigenas montanas y argínidos (esfinges de lechetrezna o de chopo), y las pequeñas autalas iban de un lugar a otro; y junto a mí, o por encima de mí, tominejas y chingolos, cristofués y alcaudones, y todo el aire era un apito, un jijear… Y luego el pueblo menor; los cecidios, los ditiscos, las mismas típulas… ¿Quién sería capaz de nombrarlos a todos?
       En la espelunca el agua estaba estancada desde hacía infinidad de tiempo: arabescos de fuco, difuminada transparencia de lamas, y ajomates y navículas. Al acercarme, tres bisbitas huyeron y relampagueó una totovía. Pero el destino no quería que ni siquiera allí me dejasen tranquilo. Oí susurrar el follaje a espaldas mías y me volví. Era el tirón del copelador que avispedaba.
       —¿Eres tú?… Bueno. ¿Y qué tal va por la fuslina?
       —Pues regular. Ahora el amo se dedica más a la mohatra.
       ¡Lo que faltaba! Yo no soy un fileno, pero dejémoslo…
       —Sí —continuó—; ya es bastante si hacemos torchos; nos faltan hasta las escofinas.
       —Pues muy bien por tu amo.
       —Bueno, ya se sabe, cuando se enteca…
       —¿Y ahora qué haces aquí?
       —Estoy por los albures. Hace años que lo venimos haciendo.
       —¿Ah, sí? ¿Y cómo?
       —Con miñosas y ástacos —respondió presto.
       No era un escomendrijo ni tampoco un regojo, todo hay que decirlo. Pero lo dejé allí y seguí adelante por la fronde. Sabía que desde cierto paraje se disfrutaba de una hermosa vista.
       Y allí estaba el gran padre y hasta se veían brillar las gavinas cuando tomaban el sol. Y había un queche venido de lejos con todas sus bonetas en el nabo… ¡Cuántos pensamientos y cuántas fantasías se apoderaron de mí entonces! ¿Se seguía usando el anadón propiciatorio? ¡Oh, tiempos de antaño!: “Cía”, y a buscar orobias, boquines, nacres y nafas. Y algunos morían en tierra extranjera pero el natrón devolvía intactos sus despojos a su pueblo natal, ¿o acaso había perdido su virtud?…
       Se había hecho tarde: sobre la áfaca y sobre el ballico se posaba la cojugada, sobre la atropa el átropo, sobre el amaranto el amaranto, y el brillo del sol ya no era más que una alizarina; olía a llaullau, se oía un lejano trisar. Y así, paso a paso, regresé.
       —Ahora, mientras hiendo los sisimbrios y hasta que llegue a mi casa, dime, ¡oh, amigo lector! ¿Acaso es que soy yo un poco bazagón? Tú no respondes y con ello asientes, y no te falta razón. Pero no daría ni un tarín por quien no supiera llenarse los ojos y el alma como yo hice ese día o por quien, sabiéndolo, quisiera guardarse todas las cosas para él solo.
       Pero ya regresé; mi mujer estaba chafallando soletas, el garzón cazumbraba, la suzarra preparaba, si no el mismo, otro jarope.



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