Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)


Sombras (1954)
(“Ombre”)
Ombre
(Florencia: Vallecchi, 1954, 232 págs.)



      Ahora que vuelven a estar de moda las memorias de ladrones, no veo por qué yo no debería contar un curioso episodio de mi larga y, a Dios gracias, afortunada carrera. La verdad es que tal episodio tuvo poco que ver con dicha carrera, tan magro fue el botín que obtuve en aquella ocasión, pero, o me engaño, o su interés no es menor por tratarse de algo distinto. Pero vamos al grano.
       En aquel tiempo feliz era joven. Es decir, era feliz porque era joven y sólo por esta razón. En realidad, no todos los días tenía algo que echar en la olla al fuego. Aún no había iniciado aquella actividad constante y, en cierto sentido, protegida por las leyes, que posteriormente me aseguró el bienestar e incluso la prosperidad, ni tampoco había encontrado aún a la compañera de mi vida, que tanto supo ayudarme. Así pues, vagaba sin meta en busca de oportunidades y, sobre todo, de ideas. Y en ésas, una noche de verano en que el hambre se dejaba sentir de modo particular (y esa situación me hacía estar dispuesto a todo), pasando por un camino vecinal, me hallé ante una gran y antigua mansión a bastantes kilómetros de distancia de la población más próxima, población que era una aldea de nuestra provincia más remota. Y, no tanto porque esperase o divisase nada, sino más bien por simple curiosidad, dejé ir mi mirada más allá de una cancela que daba acceso al parque. Lo que vi me puso, en un primer momento, los pelos de punta.
       De una puerta lateral del edificio había salido algo que, a no llamarlo un fantasma, pasara uno por loco. Algo, digo, que reproducía punto por punto la imagen de esos entes tan apreciada por la fantasía popular, y que, bamboleándose, se dirigía, ante mis ojos aterrorizados, hacia las densas sombras del parque. En vano intentaba yo aguzar la vista sobre aquella forma blanca. La noche era sin luna y nublada y la mansión (con sus alrededores) estaba completamente oscura hasta el punto de que se habría dicho que estaba deshabitada.
       No digo que pensara exactamente que me hallaba en presencia de un auténtico fantasma, pero bien se puede creer que aquella visión, sin contar con mi hambre, llegase a acobardarme. Pero, por suerte, al cabo de un momento una nueva y menos terrorífica aparición le dio al caso un aspecto más confortable. Era, por así decir, una sombra humana, la cual, salida de la misma puerta, alcanzó al fantasma y se entretuvo con él en un breve coloquio en voz baja. Luego volvió a entrar, mientras aquél seguía hacia el parque. Aún no había llegado a él cuando un fragoroso disparo detrás de la mansión me sobresaltó. Como si no bastase, al disparo le siguió un grito agudo (masculino) y luego un confuso griterío. Pero bueno, ¿qué demonios estaba pasando en aquella solitaria mansión? Más de una explicación me pasó por la cabeza, pero de momento no pude dar con la correcta, que, además, no se hizo esperar.
       Me había parado en la sombra de un árbol desde donde podía seguir cómodamente el desarrollo de los acontecimientos. Así, muy pronto vi un tropel de personas, o de sombras, atravesar el parque hacia el fondo y entonces, para darme razón del enigma, me alcanzó clara una voz de mujer, bastante histérica, dominada no se sabe si por el llanto o por la risa. Decía:
       —No, no, es inútil. ¡Es inútil! En cambio… Debes demostrar que no tienes miedo y entonces hasta se dejan mandar, ¿sabes? Ven, ven. Vamos todos.
       Pasaron tal vez dos minutos y oí una temblorosa voz, ésta masculina, que clamaba:
       —En nombre de Dios te ordeno… (lo demás no se entendió).
       Así pues, la explicación era fácil y alegre. Aquellos señores sólo estaban gastando una broma a algún amigo suyo un poco simplón. Debían haberle hecho creer que la mansión estaba habitada por fantasmas y seguían divirtiéndose a su costa. Como confirmación, en ese momento vi una pareja de fantasmas que, corriendo y entre risas ahogadas, volvían a entrar por otra puertecilla lateral.
       Y ahora, si quiero ser breve, diré en seguida que aquel descubrimiento fue suficiente para cambiar mi interés general y de mera curiosidad, en personal y razonado. En efecto. ¿Qué mejor ocasión que ésta habría podido encontrar para ejercer mi actividad y, en consecuencia, matar mi hambre? Introducirse en la casa debía ser la cosa más fácil del mundo, vista la gran confusión que allí reinaba, que las puertas estaban abiertas, que todo estaba a oscuras y que los dueños tenían la cabeza llena de grillos. Lograría saltar sin ser visto la cancela que tenía ante mí; de eso no tenía la menor duda. Si pudiera apoderarme de una sábana, entonces sí que estaría de verdad a cubierto.
       Otros tiros retumbaron hacia el insondable fondo del parque a los que respondió uno desde la casa. Ése parecía ser el momento favorable. Y en breve, echado sin más un vistazo al camino desierto, me agarré a la reja de un ventanal que se abría en el muro a poca distancia de la cancela. De allí a lo alto del muro el paso no era largo y me encontré en el tejado, seguramente, de un invernadero de limoneros desde donde no me fue difícil descolgarme en el parque. Y de nuevo me paré a reflexionar. En primer lugar, estaba la cuestión de los tiros, que me preocupaba un poco. Aún no sabía bien a quién o a qué le disparaba aquella gente, pero el hecho es que disparaban y que había que ser prudente. En segundo lugar, bien estaba todo lo que anteriormente había observado, pero si me introducía sin más en una casa siempre me arriesgaba a toparme con alguien que habría podido reconocerme o, mejor dicho, no reconocerme en absoluto. Además, ¿cómo procurarme una sábana o algo parecido antes de entrar en la casa? Pero, como van a oír, a quien sabe mirar y mantiene la cabeza en su sitio nunca le faltan oportunidades.
       Procedía cautelosamente por el parque al reparo de las añosas plantas para rodear la casa y conocer algo mejor aquellos parajes, cuyos detalles, aunque vagamente, mis ojos, acostumbrados a la profunda oscuridad, ya distinguían. A mi alrededor oía continuos murmullos y pisadas tan próximos que me obligaron a refugiarme a toda prisa detrás del saliente de una torre o pabellón que se alzaba allí cerca. Desde aquel punto podía ver la lívida fachada posterior de la mansión y también podía ver de soslayo un fantasma inmóvil al reparo de un matorral, casi al pie de la misma fachada. Pero, de improviso, en una de las ventanas apareció una sombra clara blandiendo algo que parecía una escopeta, alcanzada en seguida, con un estallido de voz, por otra que parecía querer detenerla.
       —¡Déjame, déjame! —gritó airadamente la primera, y de su rama partió un tiro en dirección, como se vio por la llamarada, del fantasma. Por lo demás, no siguió nada de lo que habría podido esperarme: ni gritos del herido ni ninguna otra reacción. La forma blanca siguió donde estaba sin siquiera tambalearse. Evidentemente, como más tarde se me confirmó, el fantasma, al verse en el punto de mira, se dio a una precipitada fuga a través y más allá del matorral, abandonando su sudario. Bueno, héteme aquí, habiendo empleado la necesaria circunspección, en posesión de la tan deseada sábana, todo lo agujereada que se quiera, pues había recibido una buena perdigonada, pero perfectamente adecuada para mis fines. Y héteme aquí dispuesto a entrar, si bien furtivamente, en la casa y en la vida de aquellos hombres, donde por un cierto tiempo hice el papel del ratón, es decir, de ese animal de silenciosos y misteriosos pasos que, sin ser visto, escucha todas nuestras conversaciones, vigila todos nuestros actos, incluso los más íntimos, y de cuya existencia, a no ser por sus correrías, nadie sospecharía.

       Me dirigí a una puerta cualquiera y entré. Pero, una vez llegado aquí, y como a fin de cuentas no soy hombre de pluma, renuncio a describir pormenorizadamente las fases y las circunstancias de mi exploración y, sacrificando todo posible efecto, me limito a referir sus resultados.
       Resumiendo, espiando allá, escuchando acullá y, cuando era el caso, lanzándome personalmente a la descubierta, muy pronto fui capaz de reconstruir perfectamente la situación así como, más o menos, de orientarme en la casa y en sus aledaños. Por lo que se refiere a las personas, al cabo de una hora, ya había aprendido a reconocerlas a todas, salvo a algunos fantasmas que iban siempre con la cabeza tapada, y las distinguía mejor de lo que pueda pensarse, ya que, aparte del total acostumbramiento de mi vista, no hay que olvidar que todas las puertas y ventanas estaban abiertas de par en par para recoger la escasa claridad exterior. Finalmente, debo advertir, y tal vez no sería necesario, que si bien yo había entrado allí evidentemente con el único fin de robar, también me entretuve allí más de lo necesario a causa de una especie de invencible curiosidad.
       Así pues, resumamos. La casa, como ya he dicho, era una grande y antigua mansión, con sus habitaciones dispuestas de un modo, por lo menos, complicado, con pasillos y corredores, con habitaciones ciegas o una dentro de otra y estancias dotadas de numerosos accesos no siempre evidentes, con cambios de nivel en el mismo piso, con amplios sótanos y ornadas con profusión de cortinajes, visillos y tapicerías varias. Dicho en pocas palabras, una vieja casa señorial de provincia y el teatro más adecuado para la burla que en ella se estaba jugando. Dueños de la casa eran un conde, el cual iba casi siempre seguido de su factor o administrador u hombre de confianza, y su hermana. Había, además, un amigo de la familia y tal vez pariente, al que se debía la idea de la burla, otro amigo y pariente, una amiga o pariente lejana de la hermana y, naturalmente, el propio burlado, un barón bajito, rubito y membrudo. En total cinco hombres y dos mujeres, sin contar, claro, los fantasmas machos y hembras, cuyo número, por obvios motivos, no puedo precisar, reclutados entre la servidumbre de la mansión y demás dependientes, como los caseros y el granjero con su familia (porque la mansión debía contar con una granja). El mismo factor podía, en caso de necesidad, transformarse en fantasma. Él y los señores, incluidas las mujeres, iban armados hasta los dientes con armas de caza y pistolas nuevas y antiguas y todos disparaban a tontas y a locas sin venir a cuento contra los árboles, las ventanas abiertas y contra los fantasmas no vulnerables, de los que hablaré más adelante. Disparaban por gusto, por ostentación, para aturdir cada vez más al barón, el cual también iba armado y también disparaba, y sin tomar en consideración los distintos tipos de fantasmas. Pero sus cartuchos estaban hábilmente “castrados” (es decir, privados, en nuestro caso, de plomo) antes de serle entregados y, en líneas generales, se intentaba dirigir su atención y su fuego sobre objetos que pudieran recibirlo sin daño. Eso no quita que tales intervenciones (como en el caso anteriormente referido, cuando conquisté mi sudario) pudieran resultar tardías y entonces había que tener los ojos bien abiertos. Por lo demás, toda la burla, considerado el conjunto de las circunstancias, no carecía de graves peligros para las personas, pero, tal vez por eso, parecía más excitante: era una burla de señores. La casa estaba a oscuras por la sencilla razón de que los fantasmas no se muestran a la luz. Se objetará que al barón le habría bastado con dejarla encendida o volverla a encender para tenerlos controlados, pero eso era, probablemente, lo que él no quería. Dicho de otra manera; la atracción del horror debía ser en él —como sucede— más fuerte que el simple miedo. Tal vez se viera obligado a pedir él mismo, como un reto, la supresión de la luz y ahora, espíritu formalista y petulante tal como parecía, si bien fascinado, se interesaba casi científicamente en las modalidades de aquellas apariciones; o, quizá, aún se hacía ilusiones de descubrir el engaño; ilusión, en todo caso, de las más vanas, ya que el engaño era tan burdo que había que estar como él, completamente ido, para no descubrirlo. Y, por último, yo había encontrado las cosas ya hechas y no debo entrometerme explicando cómo o por qué fueron hechas. De todas maneras, sólo añadiré que el fusible principal había sido retirado.
       Voceando, riendo (pero aparte), disparando y agitándose de mil modos y los fantasmas apareciendo, desapareciendo y deslizándose, todas estas personas corrían libre y caprichosamente de una estancia a otra, arriba y abajo, dentro y fuera, en un incesante ir y venir. La casa entera, desde los sótanos al desván, y el parque, era el campo de sus proezas y no había estancia ni pabellón cuyo acceso estuviera prohibido. Por lo que a mí respecta, el único modo que tenía para sostener mi posición era hacer también de fantasma más o menos activo, y así, a ratos, seguía a mis compañeros y, a ratos, me apartaba para mis operaciones y, o bien pasaba completamente inadvertido o, lo que es lo mismo, se advertía mi presencia pero se consideraba de lo más natural. A veces alguien me dirigía la palabra, pero las circunstancias me permitían responder sólo por señas o no responder en absoluto.
       Empecé por visitar la cocina, donde sin dificultad encontré algo que poner entre mis dientes. Inmediatamente después, ya que también mis bolsillos estaban famélicos, me atareé en alimentarlos. Pero aquellos grandes señores, Dios los proteja, debían tener, junto con otras muchas inclinaciones aristocráticas, el gusto por la calderilla, y entre todos tenían en la casa una suma tan exigua que me avergüenza decir cuál era (bien es verdad que algo más encontré en casa del factor). Me dediqué entonces a las alhajas y no tuve mayor suerte. Si de verdad tenían objetos de valor, seguro que los llevaban encima o, siguiendo una deplorable costumbre, los tenían sepultados en el banco sin utilidad para nadie. En los tocadores de las damas encontré un par de pendientes, dos o tres broches, una pulsera y alguna otra alhajilla de menor cuantía, y eso fue casi todo. Resultado general: un mes de vida o dos, todo lo más. Paciencia: nuestro oficio sería demasiado fácil si siempre se encontrara lo que se busca a la primera. No, nuestro oficio también necesitaba además de prudencia, de asiduidad, de laboriosa tenacidad, de fortaleza y de no sé cuántas otras virtudes más o menos cardinales.

       —En nombre de Dios (nuestro salvador, sugirió una mujer)… Ah… sí. En nombre de Dios nuestro salvador, te ordeno que te muestres tal como eres. Y ahora, vuélvete a la derecha. Y ahora a la izquierda. Y ahora te ordeno que vuelvas a desaparecer en el infierno (¡Que no! debes decir: en la sima infernal)… en la sima infernal de donde saliste…
       Aquí estaba de nuevo el barón, el cual, ante el muro del parque y rodeado de toda la comparsa, daba órdenes a un pingajo o tosco fantoche que alguien movía con una pértiga desde el otro lado del muro.
       —¿Has visto qué bien lo he dicho?
       —Sí, pero… ahí va otro. Ahí va, ahí va, por allí…
       Pero éste no respondió a los exorcismos, tal vez porque había sido colocado allí por el manipulador, y el barón le soltó todo el cargador de su pistolón.
       —Ya. ¿Y qué es lo que pretendes hacer?
       El buen hombre huyó hacia la casa agarrándose la cara entre las manos.
       —Escucha, ven aquí. Ahora hablo en serio —tartamudeaba un momento más tarde agarrando por las solapas y luego abrazando estrechamente al primer amigo, al autor de la idea, digamos—. Júrame… júrame por tu honor de caballero que todo esto no es un engaño, que no me estáis gastando una broma, que…
       —Lo juro —fue la alta y solemne respuesta de aquél, que del honor de un caballero debía tener un concepto más bien somero, o bien había aprendido de los jesuitas a hacer los cuernos detrás de la espalda, a levantar del suelo el pie derecho y no sé qué otras cosas. El barón casi estalló en lágrimas.
       Fue entonces cuando la actitud de Lorenzo (el segundo amigo) y de Marta (la hermana del conde) llamó mi atención. En efecto, mientras tenía lugar tan dramático coloquio, ellos dos, sin darle la menor importancia, se miraban fija e intensamente, o eso parecía. O mejor, era el hombre el que, vuelto a medias hacia la mujer, la miraba fijamente mientras ella se miraba con aire abstraído la punta de los zapatos. El uno podría tener unos cuarenta años y era alto y bien formado. La otra, posiblemente dos o tres años más, como se traslucía sobre todo por algún gesto cansado, ya que por lo demás había que considerar que, alta, ondulante y de cutis deslumbrante y casi fosfórico, se había conservado tan fresca como una jovencita. Pero en ésas volvió a aparecer ruidosamente el conde con su fiel factor, que seguro que se habían alejado para hacer más preparativos, truncando sus ensoñaciones y mis observaciones.
       Otros majestuosos fantasmas, llenos o vacíos, estaban, o se movían lentamente, por todas, repito, las estancias de la casa. Sin embargo los segundos, los vacíos, debían moverse continuamente para evitar que el barón, animado ya por la audacia de la desesperación, no se encontrase, en su osadía, con una sábana en las manos. Volveré a hablar de estos fantasmas, algunos de los cuales estaban realmente muy “logrados”, según la curiosa impresión que me provocaban a mí mismo así como —y tengo todos los motivos para suponerlo— al conde y a sus compañeros. Hablando sin tapujos, allí en la oscuridad a veces nos daban miedo a nosotros mismos. Y, además, he olvidado hacer mención de todos los accesorios de la puesta en escena, como arrastrar de cadenas, gruñidos, lamentos, chasquear de sudarios, que, no hay duda, eran sonidos lúgubres y espantosos. Añádanse en algunos momentos los desgarradores gritos del barón y júzguese, si tales eran nuestros sentimientos, cuáles serían los suyos.
       Y así, en estos juegos, el tiempo pasaba. La hora era ya muy avanzada.

       —¿Entonces vendrás? ¿Vendrás?
       En las palabras de Lorenzo había un apremio casi espasmódico. Él y Marta, al venir a la estancia en que yo me hallaba y que creían vacía, me habían obligado a refugiarme detrás de una cortina. Dios mío, por supuesto detrás de la cortina había una puerta abierta de par en par, como todas. Pude irme tranquilamente a ocuparme de mis asuntos pero, en cambio, me quedé allí.
       —¿Vendrás?
       —No. No puedo… No puedo.
       —¿Pero por qué? ¿Quieres decirme, puedes decirme de una vez por qué?
       —Porque no. De verdad, Lorenzo, no puedo. Yo… no salgo nunca.
       —No es verdad. Sales muchas veces, en coche y también a pie. Vas a ver a tus tías y haces mil cosas en el pueblo. Sería tan fácil para ti… Ven a mi casa sólo media hora. Te juro que no te entretendré más de media hora. En mi casa no hay nadie, ya lo sabes. Yo estoy solo como un perro. ¿Entonces, vendrás?
       —No, no. Y, además, si mi hermano…
       —¡Tu hermano! Siempre hablas de él. Pero a tu edad tú puedes hacer lo que te plazca. Además, tu hermano no es ningún tonto y puede comprender muy bien que tú…
       —No lo conoces.
       —¡Y dale! ¿Pero qué puede importar eso? Bueno, pues no es necesario que tu hermano lo sepa. Posiblemente tú no quieras porque piensas que yo… No, no es eso lo que quiero, Marta. Yo sólo querría hablar contigo tranquilamente, con calma, sin miedos… O tal vez… Pero resulta que soy yo el que habla, como siempre. Explícame, dame a entender algo, di algo.
       —Pero si no tengo nada que decir. Tú lo sabes todo; ya te lo he dicho todo.
       —¿Qué me has dicho? No haces más que repetir que no puedes venir a mi casa, que no puedes hacer ninguna otra cosa. Si por lo menos dijeras que no quieres.
       —Eso es, sí. No quiero.
       —Eso es falso. Falso ante Dios. Es una mentira, una blasfemia. Escúchame, ¿no puedes por una vez abandonarte… abandonarte a tus sentimientos, deshacer esta oscura maraña que llevas dentro de ti, este nudo de serpientes, de cosas frías que te hielan el corazón y hallar una voz, palabras, palabras que decir a otro ser, aunque sea a un tonto como yo…?
       —No me atormentes, Lorenzo.
       —Escúchame, Marta. Yo te quiero, pero tú tal vez no me creas o no puedas creerme aunque algunas veces te esfuerces en hacerlo. Y tú a eso lo llamas duda, pero no es una simple duda. Es… no sé… un sentimiento más invencible, más tiránico, más… Es que eres gélida y soberbia como la cumbre nevada de una montaña, egoísta como… ¡No! ¡Qué te estoy diciendo! Tú eres todo eso y muchas cosas más, más dulces, más… Yo ya no puedo mirarte sin sentir la indomable necesidad de abrazarte, de… Eres engañosa pero desprendes calor… Tus largas manos, tus dientes, tus pestañas brillantes… Perdóname. No era eso lo que quería decir. Cuánto me haces hablar, y tú sigues muda… Yo te quiero pero tú también me quieres, lo sé y no puedo engañarme. Lo sé por tus ojos, por el temblor de tu voz, por todo. Y entonces…
       —Lorenzo, Lorenzo, no me hables así… Dentro de poco regresarás a la ciudad y dejarás de pensar en mí. ¿Cuándo partes? ¿Por qué no partes ahora mismo?
       —No, Marta, no lo haré. Tú me martirizas, me matas; tú agarras con una mano de hielo tu propio corazón para sofocar sus latidos… ¿Es eso lo que te da miedo? ¿Que me vaya y te olvide? ¿O lo esperas de verdad? Pero dime, habla, dame alguna explicación. ¿Temes que un día yo ya no te quiera mientras tú sigues queriéndome y tu orgullo sufre desde ahora por algo que no existe, que no podría existir? ¿O temes…? Pero yo quiero casarme contigo. Yo puedo casarme contigo mañana, Marta.
       —¡Oh, Lorenzo! Déjame tranquila. ¿Quieres que te lo pida de rodillas?
       —Ven aquí, Marta. Dame tu mano.
       —No. Óyeme. Si esperabas… si querías inspirarme estos sentimientos, si tenías la fuerza para hacerlo, ¿por qué no lo hiciste antes? Ya es tarde.
       —¡Tarde! ¿Pero qué dices? ¿Por qué es tarde?
       —Soy vieja.
       —¡Oh, Marta! Déjate de historias.
       —No, es así. Yo… Es difícil para mí decirlo, como todo. Hubo un tiempo en el que de verdad podía ser algo para un hombre, para un hombre como tú… Pero te digo que ya es tarde; es tarde para todo.
       —¡Conque es eso! ¿Serías tan poco generosa de no dar lo que puedes sólo porque antes podías dar más (admitamos que sea verdad), y de negarte al hombre que amas porque no puedes darte más (siempre admitiendo que sea verdad) en el pleno fulgor de tu belleza y de tu juventud? Eso no es posible.
       —Pero yo no te amo, Lorenzo. Tal vez habría podido amarte entonces, en otro tiempo. Ahora ya no puedo, y no debo.
       —Ya estás blasfemando otra vez. Crees, o dices, que no me amas porque no tienes ninguna intención de abandonarte a este amor, porque tu naturaleza se niega a abandonarse a quienquiera que sea. Pero debes intentar… Ya estás otra vez invocando un deber, unos deberes. ¿Deberes hacia quién o qué? ¿Deberes al precio de la propia sangre, de la propia vida? No los conozco. Yo sé que me amas aunque tú no lo sepas. ¿Quieres intentar por una vez, sólo por poco tiempo, por un instante apenas, ceder a otro dominio de ti misma? ¿Por qué no lo intentas, sólo como prueba? Si sólo pudieras imaginar qué sensación dulce se siente, qué sensación de seguridad y de paz, aunque el otro se equivoque en todo. Después de todo, no es eso lo que cuenta; de nada sirve hacer las cosas absolutamente bien; basta hacerlas así, de mutuo acuerdo; basta con no estar solos. Nosotros dos estamos solos y yo no quiero seguir estándolo ni quiero que tú lo estés. Solos con nuestra inútil inteligencia, con nuestras complicaciones, con nuestro aburrimiento, y, eso, con nuestros deberes. Pero si estuviéramos juntos todo sería distinto; todo tendría un sentido, incluso nuestro aburrimiento, y hasta nuestra inteligencia, que en este mundo, ya lo he dicho, es el don más inútil, podría servirnos para algo… Tú eres mi prima y te siento muy próxima, incluso por la carne. ¡Cuántas cosas en común nos ha dado el parentesco de sangre! Siempre me pareciste algo cálido y familiar, y tú, tan lejana a veces, eras algo mío. Cuando éramos muchachos…
       —¡Eh, vosotros! Venid por aquí. ¡Ahora sí que nos vamos a divertir!
       Era el conde, que atravesaba la estancia parloteando y riendo sofocadamente con el factor. Los dos apenas habían tenido tiempo de separarse la una del otro.
       El barón seguía con sus majaderías y queriendo poner en fuga a los fantasmas o hartarse de verlos.
       Continuaron algo más tarde en otra sala a la que, a propósito, les seguí. Por aquella virtud fosfórica a la que ya he aludido de su piel, podía distinguir claramente todos los gestos de ella. Y como esta vez estaba algo más desenvuelta, aquella voz rica y vibrante, trémula a ratos, parecía la voz misma de la provincia oscura y ardiente con sus pasiones invencibles y secretas, con sus orgullos, sus infinitas complicaciones, con sus trabas, sus dificultades de expresión, sus abandonos sin esperanza y sus virginidades indomables y celosas convertidas en prenda de superior dignidad, con la fuerza salvaje de sus convencionalismos que todo lo quema y a la que todo se puede sacrificar, con sus manidos deberes. La excitante provincia —digo—, donde no existen soluciones “prácticas y racionales” que tengan en cuenta los derechos del hombre o de la mujer, donde inhumana e innoblemente se muere por la negra honrilla y donde uno se puede perder por una palabra; donde todo importa y donde el propio lenguaje es un eco de tiempos menos vulgares.
       Los variados e incesantes ruidos de la casa eran como el fondo plano en el que resaltaba esta conversación.
       —¿Por qué quieres seguir desperdiciando tu vida, Marta?
       —Porque ya la desperdicié… entonces.
       —Está bien. Ahora hablo por ti, sin pensar en mí mismo. Veamos: ¿por qué la desperdiciaste entonces?
       —¡Porque! Yo… no lo sé. Porque soy una tonta, claro. Quizá tengas razón tú; por orgullo, porque creía o me figuraba que se me debía algo más, porque no había nadie que me tocase el corazón… Y así pasó el tiempo y ahora es demasiado tarde, ya te lo he dicho.
       —¿Pero cómo? ¿Tarde para qué? Tú no has desperdiciado tu vida; en estos años no has hecho otra cosa que acumularla dentro de ti y enriquecerla, hacerla fermentar. Ni siquiera una migaja se ha perdido. No has hecho más que conservarla para aquel que… Aunque yo no fuera ese aquél… Toda esa inmensa fuerza acumulada está lista para devolver la vida a una criatura languideciente. ¿No es ése el más noble fin? Además, ya no te quedan muchos años. Ya sé que nadie era digno de ti y que yo no lo soy ahora, pero… ¿Y querrías renunciar, así, a todo, incluso a los más pequeños, a los más bajos placeres? ¿Al placer, por ejemplo, que ni siquiera comprometería tu orgullo? ¿Quieres guardar celosamente custodiada esa virginidad tuya sin sentido? ¿Para quién? ¿Quieres renunciar a todo porque no puedes tenerlo todo?
       —A todo. Debe ser todo o nada. Tú dices que no tiene ningún sentido.
       —Si supiera dónde está el hombre para ti, aunque tuviese que sostener con él una lucha a muerte, querría traértelo aquí en mis brazos…
       Ella se pasó las manos por las sienes hundiendo los dedos entre sus cabellos, y dijo brusca, sombríamente:
       —Sí; ya está aquí, ahora, en este mismo momento. Eres tú, Lorenzo.
       —¡Marta! Oh, Marta, lo sabía, pero es la primera vez que lo dices. Repítelo. Ven, acércate, dame la mano. Repítelo.
       —Sí… y quizá por última vez. Sí, eres tú, ¿pero qué significa eso?
       —¿Cómo que qué significa? Lo significa todo, significa que todo es sencillo, que la felicidad que hasta ahora no hemos tenido…
       —Nada es sencillo. En cambio, todo es más difícil, tremendo, intolerable.
       —¡Qué palabras tan solemnes! Aleja de ti esos pensamientos, Marta; están fuera de lugar. Oye, mira, yo soy feliz ahora y tú también debes serlo, no puedes no serlo. Marta, prima, hermana y esposa y amante y… dame un beso.
       —Déjame, Lorenzo. ¿Qué haces? No, déjame, no quiero… No quiero.
       —Un beso sólo, leve, un beso de hermana.
       —No, déjame, por favor. No… No —concluyó casi con la voz anegada en llanto.
       Se estrechaba contra él, buscaba su boca con la suya, que retiraba al primer roce; luego le ponía una mano en la boca apretando el codo contra su pecho, luego se abandonaba un momento para, inmediatamente, recuperarse; atraía hacia sí su cabeza y la rechazaba casi al mismo tiempo, le acariciaba las sienes, se curvaba, intentaba huir de él y retenerlo. Jadeaba. Su voz, aún más queda, repetía:
       —Por favor, por favor.
       Al final se separó totalmente de él con un movimiento brusco pero en seguida volvió a estrecharse contra él y, abrazando su cara con sus manos y acercando a él la suya, dijo con voz inesperadamente dura, casi sibilante:
       —Bien. Escúchame, Lorenzo. Yo… —las palabras que iba a pronunciar parecían costarle un gran esfuerzo—. Yo te quiero, yo te amo más que a mí misma. Querías saberlo (ya lo sabías) y lo sabes. Esto querías de mí: que te lo dijera con mi voz y con estas palabras, y lo he hecho. Pero ahora… Te amo más que a mí misma pero no más que… Además, este algo que tengo aquí dentro es invencible, es imperioso y exige su víctima, sus víctimas. No, déjame, calla y escúchame bien. Te amo, pero nunca seré tuya o, si una vez debiera ceder a ti, si debiese tener la debilidad, la fuerza, llámalo como quieras, de ceder a ti, te mataría inmediatamente después, te lo juro. Entiéndeme bien, Lorenzo, amor mío: te mataría inmediatamente después. No sé decirte por qué será así, por qué no quiero que nadie pueda decir que fui suya, pero así es.

       —¡Psst! ¡Eh! Ven aquí un momento.
       —¿Qué pasa?
       —Pues pasa… Oye, yo seré un tonto pero… debo decirte algo.
       —¿Pero qué pasa?
       —¿Cuántos son los fantasmas?
       —Pues… no lo sé. ¿Por qué lo preguntas? ¡Oh! Tal vez tú también…
       —¿Lo comprendes ahora?
       —Creo que sí, pues te confieso que yo también… pero creía que todo eran fantasías mías.
       —Tal vez, seguro que todo son fantasías, pero…
       —Filippo sabe cuántos son. ¡Diablos! ¿Pero cómo es que se ha alejado? Pero cuidado, a él no hay que decirle… hay que decirle sólo que tememos que haya un extraño, no sé, que un malhechor se metió aquí dentro. Está claro que no se lo creerá, pero bueno… Y no les digas nada a las mujeres, por favor. ¡Ah, aquí está! Bueno, Filippo, nos tememos… hum… tenemos motivos para temer que alguien entró aquí y… ahora sería muy largo de explicar. ¿Sabe usted con seguridad cuántos son los fantasmas? Bueno, pues se trata de volverlos a contar y de identificarlos. ¿De acuerdo?
       —Bien, señor conde. Será un poco difícil en estas condiciones pero lo intentaré. Pero, a decir verdad, no sé si alguno de los de aquí no se fue al pueblo esta noche. Pero no será difícil enterarse por las mujeres. Bueno, allá voy.

       —Marta, tengo miedo.
       —¿De qué, tontina?
       —Bueno, ¿sabes? Desde hace un rato todo lo de aquí dentro me da una sensación de malestar. Y, además, sin quererlo sorprendí una conversación entre Stefano y Giovanni. Ellos también tienen miedo.
       —¿Pero qué dices?
       —Sí, sí. Se comprometieron a no decirnos nada a nosotras. A Filippo le dijeron que temen a algún malhechor, pero la verdad es que ellos también tienen miedo.
       —No sé de qué estás hablando.
       —Pues bien, ¿quieres saberlo? Yo también tuve la misma impresión. Resumiendo: a mí me parece que hay uno de más, me refiero a los fantasmas.
       —¡Vaya imaginación!
       —No, no, es la verdad. Los he contado bien. Quiero decir que no sabía cuántos eran exactamente y, por lo tanto, no podía contarlos, pero, aun así tengo la impresión, me parece… Es más, estoy segurísima. Por otra parte, ¿no podría haber entrado realmente alguien… alguien que quisiera hacernos daño, no sé, un asesino…? Reconoce que podría haberlo hecho.
       —¿Un asesino, dices? ¿Y para matar a quién? Ninguno de nosotros tiene enemigos. Todos son queridos y… amados.
       —Imagínate. Estaría en medio de nosotros y nosotros no sabríamos nada… Bueno… ¿Quieres que te diga una cosa? Me he divertido mucho con estas bromas pero… últimamente estas bromas no me gustan. No se puede bromear tanto con los fantasmas, nunca se sabe, estas cosas pueden atraerlos de verdad. Me gustaría que volvieran a encender la luz.

       Así, los burladores estaban a punto de transformarse en burlados, y siguiendo qué oscuras vías. Pero entre esos burladores estaba yo mismo, que, en cierto modo, burlaba a los burladores. Complicación divertida (al menos eso espero) para el lector, no para mí en ese momento. En fin, había que ir pensando en levantar el campo y más que de prisa. Sin embargo, la cosa no parecía muy fácil, ya que, no sólo el condenado de Filippo sino todos los que tenían miedo ya estaban reconociendo a los fantasmas y esperándolos al paso, circunstancia que hacía que no me llegase la camisa al cuerpo. De todos modos, no desesperaba de salir de aquel engorro. Si me mantenía calmo y me quitaba de encima a aquellos insensatos seguro que acabaría encontrando una puerta libre, y una vez fuera… Fue entonces cuando vino en mi ayuda un imprevisto y terrible azar.
       Era casi de día. A pesar de la sensación de malestar que había cundido entre sus ocupantes, los ruidos y la agitación de la casa seguían sin tregua. Continuaban los tiros y las monótonas invocaciones y los chillidos del barón; seguía el vasto movimiento de sombras. Y, de repente, desde un punto impreciso en las entrañas de la casa se alzó un grito. Ya había oído muchos gritos esa noche, pero éste tenía algo particular: era urgente, era, ¿cómo decirlo?, auténtico. Un grito de horror. Los demás también debieron percibir como tal su distinta cualidad porque alguno se adelantó cauteloso y otros corrieron. Luego, altas voces llegaron desde aquel lugar, llamadas y nuevos gritos de: ¡Luz! Y yo también, instintivamente, corrí hacía allí, olvidando lo peligroso de mi situación.
       No se encontraba el fusible. Por fin, la luz brilló, incluso cegadora después de tanta oscuridad, sorprendiéndome al descubierto y, además, en mi carrera también había perdido o abandonado la sábana. Por suerte, todos habían ya fluido por las escaleras que desde el gran vestíbulo llevaban hasta el sótano. Como es natural, no todas las luces estaban encendidas cuando quitaron el fusible, pero contra la lámpara del vestíbulo no había remedio posible. Pero si yo había acudido corriendo así es porque tenía mis motivos. Quiero decir que casi imaginaba, atrozmente sospechaba, lo que iba a encontrarme. Así, pues, tenía que ver. Y acabé encontrando mi puesto de observación detrás de la hoja de la pesada puerta que daba al sótano, que, por la fisura entre ella y el umbral, permitía una amplia vista de toda la escena, escena que se desarrollaba más abajo, ya que la escalera seguía en una corta rampa más allá de la puerta.
       Aquel sótano era uno de esos habituales sótanos abovedados: amplio, frío y cuidado aunque más desalentador. Pero una espesa telaraña envolvía la lámpara que colgaba del techo. Y allí, en aquel ambiente cruel y un poco alucinante, allí, a mis pies, yacía el cadáver de un hombre: de Lorenzo. ¿De quién si no? Estaba caído de bruces con la chaqueta vuelta sobre los hombros y los cabellos innaturalmente revueltos. Una mancha de sangre, fija, sin extenderse y no muy grande, estaba en medio de su espalda, un poco hacia la izquierda. Debía llevar muerto más de una hora, aunque no sé de qué lo deduje. Y, si no eran fantasías mías las quemaduras que me parecía ver en la tela de la camisa, debieron dispararle a quemarropa.
       En semicírculo a su alrededor y frente a mí se hallaban todos los personajes de esta historia con no sé qué de polvoriento y al mismo tiempo de yesoso en sus rostros consternados y perplejos, con los párpados encogidos contra la luz, como los de los animales nocturnos. También estaban todos los fantasmas, quién con el sudario echado hacia atrás, quién llevándolo en el brazo, quién habiéndolo tirado en alguna parte.
       En un primer momento callaron, luego se pusieron a hablar y a agitarse todos a la vez. Tampoco en esa ocasión el barón se desmintió a sí mismo. Parecía violentamente sacudido entre los dos polos del desdén por la burla sufrida y del espanto, además del pesar por lo que había sucedido, y si antes tenía la cabeza echa un lío, figurémonos ahora.
       —¿Pero quién habrá sido? —gritaba histéricamente—. ¿Quién fue? ¿Cómo ocurrió? ¡Ah, pobre amigo nuestro! ¡Os odiaré toda mi vida! Hay que hacer algo, hagamos algo. Fueron ellos, fue uno de ellos… —etcétera.
       La indomable Marta también estaba allí. Era la única que no daba muestras de agitación. Con una faz inmóvil, dura, de piedra, con una mirada sombría y firme, sin una lágrima, miraba el cuerpo rígido del hombre amado.
       Por fin, se acordaron de la policía. Policía. Hum…: entre otras cosas podían echarme encima, como mínimo, una acusación de homicidio. Era el momento de retirarse. Y, además, ya empezaban a ponerse en movimiento y de ninguna manera podía continuar allí. Y, encima, el alba llegaba por momentos.

       La policía. ¿Y qué iba a hacer la policía en un caso semejante? Sólo yo sabía lo que había ocurrido y nadie más podía ni siquiera imaginarlo. De todos modos, en vano hojeé los periódicos en los días siguientes. Tal vez callaron por consideración al conde y a los suyos. En general no hay peligro de que estos benditos periódicos den noticia de una desgracia ni de cualquier cosa a la que uno haya asistido personalmente, y en nuestro oficio un silencio tal a veces resulta molesto.
       Pero sea como sea, yo sabía, y ustedes dirán que podía, es más, que habría tenido el deber de denunciar el hecho. Pero, señores míos, si hubiera cumplido con esos deberes no me hallaría en la situación en que estoy. No, no meterse en asuntos ajenos siempre fue la sencilla regla de mi vida que me ha conducido a esta posición tranquila y… ejem… honrada. ¿A que por la presente historia no se diría que no suelo meterme en los asuntos ajenos? Pero, al menos, dejar las criaturas a su destino siempre me pareció la norma más honesta y más sabia.
       Es cierto que ustedes también lo saben ahora, pero ya pasó mucho tiempo y no creo que haya nada que temer de algún cívico impulso por parte de alguno de ustedes. Ya. Quién sabe cómo fue a acabar toda aquella gente. Algunos ya habrán muerto. Sólo de Marta supe, por casualidad, que es una vieja y aristocrática solterona y que se ocupa de sus propiedades. Todavía vive en aquella casa, pero sola.
       Y con esto basta. Más arriba me puse en plan poético. Ya es hora de volver al trabajo.



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