Tommaso Landolfi
(Pico, Italia, 1908 - Ronciglione, Italia, 1979)


Un tratado de psiquiatría (1953)
(“Un trattato di psichiatria”)
La bière du pécheur
(Florencia: Vallecchi, 1953, 223 págs.)



      Aquella vez que volví del Fuerte establecí una estrecha relación con un personaje ni vivo ni muerto, ni de carne ni de hueso, aunque pesado y parlanchín; es decir, con el libro del señor Kraepelin. Era fatal que un enfermo de mi especie cayese en algún tratado de psiquiatría y resulta que yo poseía éste, viejo y óptimo, del profesor muniqués, al que sólo se le podría reprochar una anticuada terminología. Pero he dicho que poseía. Muy pronto el libro, o más bien él, me poseyó a mí y me tuvo a su merced, resultado igualmente fatal. El gran ascendente que alcanzó se debía en primer lugar a su aguda inteligencia y a sus hábitos de observación, los cuales hacían que entre sus páginas, o brazos, yo encontrara invariablemente todo cuanto se adaptaba a mi caso, incluso en sus mínimos detalles. Entendámonos, con eso no quiero decir que me ofreciera remedios o emplastos de ningún tipo; al contrario, sus pronósticos siempre eran infaustos y, llegados a la cuestión del “tratamiento”, se limitaba a advertir con más o menos palabras que no había ninguno. En cambio, digo que me sentía, y era, seguido y sorprendido por él hasta en mis menos significantes actitudes exteriores o interiores. Sin embargo, hay que decir que, como suele, me prestaba muchos de los síntomas a su disposición. Tampoco es necesario decir que mis sentimientos hacia él eran dobles y contradictorios.
       Resumiendo: ¿Sucedía que una noche yo paseaba seis horas seguidas por la sala imaginando insistentemente que ganaba no sé qué pavorosa suma en el juego y que compraba a cualquier precio el feudo de Campello y que levantaba castillos en tal y tal punto, castillos de tal y tal forma en los que etcétera, etcétera? Y él, prevenido, escupía: “Muchos (enfermos, se entiende) gustan de pintar con la mayor minuciosidad imaginarias condiciones de vida y aventuras y se complacen en el papel de grandes señores o de audaces héroes en una edad en la que, generalmente, tales tendencias muchachiles suelen haber desaparecido tiempo ha. Recuerdo el retoño degenerado de una antigua familia que a la edad de veintiún años fantaseaba creyéndose poseedor de inmensas riquezas, diseñaba planos de grandes castillos, hacía presupuestos para sus magníficas residencias que él, en su pensamiento, había establecido en los parajes más hermosos”. ¡La pérfida precisión de sus palabras! Una sola cosa no encajaba: que este retoño degenerado de una antigua familia tenía dos veces la edad del otro. Y más. ¿Seguía paseando por la misma sala y mi vista caía en una inocua silla y me entretenía algo considerando su modo de ser? Pues él, abierto al azar, como se hace con la Biblia: “A veces son objetos cualesquiera del ambiente en los que se detiene la mirada los que constituyen el punto de partida para las obligadas preguntas: ¿Por qué esta silla está así y no así? ¿Por qué se le llama precisamente silla? ¿Por qué tiene cuatro patas, ni una más ni una menos? ¿Por qué es oscura? ¿Por qué no es más alta? ¿Por qué no es más baja?”. ¿Entraba como un torbellino en la cocina y regañaba a la criada: ayer la carne de la cena era demasiada; recuerde que todo lo más puedo comer cien gramos, ni uno más?: “Otros pesan con la máxima exactitud sus comidas”. ¿Imaginaba que degollaba a mi padre que leía con el cuchillo de que se servía para cortar las páginas?: “La pregunta se le presenta así al enfermo: ¿qué ocurriría si tú matases con ese cuchillo a una persona, a tu hijo?”. Y así sucesivamente, pues tendría que referir demasiadas situaciones semejantes. En general, así es como se expresaba a propósito de mi pobre persona: “Algunos enfermos pueden mostrarse exteriormente tranquilos y manifiestan su desgraciado estado de ánimo y sus tormentos sólo a sus parientes más directos o al médico. Por excitaciones exteriores tal vez sean alegres, extraordinariamente amables e incluso audaces, para volver más tarde con una cierta satisfacción, en cuanto se les deja consigo mismos, a reflexionar sobre la miseria de su vida. Cada deber se les presenta como una montaña: la vida, la actividad (¿pero cuál?) son un peso que llevan por costumbre, con obligada resignación, sin verse compensados por la alegría de existir, de actuar. Los enfermos no tienen ninguna confianza en sus propias fuerzas; siempre se desesperan en cualquier trabajo y son presa fácil de la angustia y del desánimo; se sienten inútiles en el mundo, inservibles, nerviosos, enfermos. Temen el estallido de una grave enfermedad y, especialmente, una alteración psíquica (¡temen!), una enfermedad cerebral”. O bien, añadía, se abandonan a la más completa misantropía. O precisamente: “renuncian cada vez más a cualquier actividad seria y dejan, flojos y sin voluntad, que todo vaya de cualquier manera”. Finalmente, observando pertinentemente que entre estos enfermos pueden encontrarse algunos dotados de algún modo para las artes, apostillaba: “En la escuela a veces despiertan grandes esperanzas a causa de su talento, esperanzas que luego no se confirman por la superficialidad e inconstancia de estos sujetos. Son esos muchachos de los que se dice que podrían hacer mucho más si quisieran; sólo (se carcajeaba) que, desgraciadamente, no pueden querer”.
       Eso es lo que más me espantaba: para él no había ni la sombra de una duda de que yo era un enfermo y, por añadidura, incurable. Y durante mucho tiempo se negó a darme el más mínimo placer: en mi caso no había absolutamente nada que hacer. Pero, a la larga, cada vez más apremiantemente solicitado por mí, tuvo que confesar que “muy a menudo pequeñas dosis de alcohol pueden prevenir oportunamente que brote el ansia” y que en los “impulsos” (aparentes de la obligada locura, como el ya citado de matar a mi padre) “nunca se llega a la acción; todo lo más, puede ocurrir que los enfermos alguna vez no sean capaces de resistir a la tentación de blasfemar en ocasiones particularmente solemnes o de sustituir en la oración las palabras establecidas por frases sacrílegas u obscenas”. (Pues paciencia.)
       De ese modo mi obsesión se alivió algo. También en mi ayuda vino, por último, una frase que debo suponer que se le escapó al amigo y, la verdad, un poco ridícula, pues presenta contenidos kantianos, leopardianos y de ese estilo, y casi las personas físicas de esos grandes: “De ese modo a veces pueden brotar, en forma de varios arrebatos, numerosas preguntas, inútiles, irresolubles e incluso tontas, que el enfermo se esfuerza en vano por reprimir. El contenido de estas cuestiones toma, no raras veces, una dirección general, metafísica y que se refiere especialmente a la procedencia y al desarrollo de las cosas (preguntas sobre la creación) y forma con ellas una larga cadena. ¿Qué es Dios? ¿Cómo es El? ¿De dónde ha venido? Antes que nada, ¿hay un Dios? ¿Cómo surgieron el mundo y el hombre? Uno de mis enfermos sentía, especialmente cuando estaba fuera de casa, la necesidad de reflexionar sobre el infinito, pues todo le oprimía”. Dándose cuenta, la verdad, de que algo no funcionaba en su razonamiento, quiso concretar su pensamiento, pero al hacerlo en cierto modo agravó la situación: “Nosotros podemos recordar que el deseo de darse cuenta claramente de la esencia de las cosas es en sí mismo el último resorte de todo trabajo intelectual. Lo que le imprime en este caso su carácter psicológico es la imposibilidad de llegar a una conclusión cualquiera, siendo esa imposibilidad determinada no sólo por el contenido insensato de las preguntas mismas sino, sobre todo, por la sensación, duraderamente existente, de una ansiosa incertidumbre”. Hay que ver qué elegancia de lenguaje. Y para concluir, después de haberme descubierto la más grande variedad de síntomas, que iban desde los estados crepusculares hasta la misma ataxia, e incluso la agrafía, y, como guinda, mi gran semejanza con un demente representado en una lámina, por fin pude abandonar a mi amigo y enemigo, al que el polvo cubrió.
       A lo mejor estas cosas hacen reír. Pero un sano nunca podrá conocer esas horribles imágenes del mundo que, incluso sin ser del todo ideas delirantes o referirse a algún objeto en particular, son como desviaciones, del tamaño de una uña si se quiere, de la visión común o insensatas exaltaciones de ella, cuando en nuestra observación de los hechos u objetos más indiferentes hay algo que no encaja y nuestra conciencia de la realidad palidece y vacila, al henchirse los mismos de enigmas y de amenaza. Y, una vez más, no estoy hablando metafísicamente sino que intento transmitir sensaciones físicas.
       No tengo ganas de seguir hablando de esto: el examen sería, como siempre, encarnizado y, además, sólo el recordar estas inertes sensaciones hace que el corazón se me caiga a los pies. Además, no tengo tiempo. Es la hora de Ginebra.



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