Tobias Wolff
(Birmingham, Alabama, 1945 –)

A la espera de órdenes (2005)
(“Awaiting Orders”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker
(25 de julio de 2005, Vol. 81, Issue 21, págs. 82-87);
Our Story Begins: New and Selected Stories
(Nueva York: Vintage Books/Random House Inc., 2008, 384 págs.);
(también: Nueva York: Alfred A. Knopf, 379 págs.)


      El sargento Morse estaba de guardia aquella noche en la oficina de la compañía cuando llamó una mujer; preguntaba por Billy Hart. Él le contó que al soldado especialista Hart lo habían mandado a Irak una semana antes. La mujer dijo:
       —¿Billy Hart? ¿Está seguro? Nunca dijo nada sobre que lo mandarían fuera.
       —Estoy seguro.
       —Bien. Dios santo. Eso sí que es nuevo.
       —¿Y quién es usted? Si no le importa que se lo pregunte.
       —Soy su hermana.
       —Puedo darle su e-mail. No cuelgue, se lo conseguiré.
       —Está bien. Pero hay gente esperando para hablar. Gente que no tiene nada mejor que hacer que acogotar a los demás.
       —No llevará más de un minuto.
       —Da igual. Se ha ido, ¿no?
       —Vuelva a llamar cuando quiera. A lo mejor la puedo ayudar.
       —Ja —dijo ella, y colgó.
       El sargento Morse volvió a ocuparse de los papeles, pero la llamada le había inquietado. Se levantó y fue a la máquina del agua fría, se sirvió un vaso y se quedó junto a la puerta. La noche era amenazadoramente cálida y silenciosa: ya eran más de las once, el cuartel estaba en silencio, sólo unas pocas ventanas brillaban en la bruma. Una gruesa mariposa gris tamborileaba contra la puerta de tela metálica.
       Morse no conocía bien a Billy Hart, pero se había fijado en él. Hart era de los montes cercanos a Asheville y le gustaba jugar a hacerse el cateto porque eso le protegía. Siempre estaba haciendo chanchullos, vagueando en alguna parte cuando había trabajo que hacer, aunque siempre dispuesto a desplumar a los novatos al póquer o a cobrarles por llevarlos a la ciudad en su Mustang descapotable. Se decía que traficaba con droga, pero no le habían cogido. Pensaba que todos los demás eran idiotas; podía verse que pensaba eso en aquella sonrisita tensa. Algún día tendría un tropiezo, pero por ahora le iba bien. Para los tipos como Billy Hart, allí había muchas oportunidades.
       Un soldado con buena facha, sin embargo. Con algo de indio en aquellos pómulos altos, los ojos negros hundidos; guapo, de verdad, y con aquellos gestos lentos como de gato, frío, distante, casi desdeñoso en la languidez y ligereza de sus movimientos. Morse había notado que le atraía a pesar de sí mismo; era consciente de que Hart supondría problemas, por lo que siempre estaba tenso en presencia suya, luchando contra la obstinada tendencia de su mirada a dirigirse hacia la cara de Hart, hacia aquella expresión de que sabía algo secreto que le asomaba a los labios. Hart resultaba accesible, Morse lo notaba con seguridad, y estaba abierto a cualquier cosa que le ofreciera interés y ventajas. Con todo, Morse había mantenido las distancias. No hacía avances, y no podía correr el riesgo de un enredo estúpido; en cualquier caso, ahora no.
       Había pasado veinte de sus treinta y nueve años en el ejército. No era de los que aseguraban que lo amaban, pero pertenecía a él como a una tribu, ligado a los que le rodeaban por los lazos de una obligación irrenunciable, y el amor a fin de cuentas no venía al caso. Era soldado, ya no se podía imaginar de paisano; la informalidad de esa vida, las interminables elecciones insignificantes que había que tomar.
       Morse sabía que pertenecía a ese lugar, y sin embargo se arriesgaba a provocar un escándalo y a que lo licenciaran por mantener relaciones peligrosas. Justo antes de su destino en Irak había sido el camarero cubano, que resultó estar casado y ser un mentiroso compulsivo —mentiroso por deporte— y al final, cuando Morse rompió con él, un chantajista. Morse no dejó que lo chantajease. Escribió el nombre y número de teléfono del oficial a cuyas órdenes estaba.
       —Toma —dijo—, venga, llámale.
       Y aunque no creyó que el hombre fuera a llamar de verdad, pasó las semanas siguientes encogido por dentro por si llegaba a recibir un golpe. Luego lo mandaron a Irak y pronto volvió a vivir, listo para la siguiente emoción.
       Ésta tomó la forma un joven teniente al que destinaron a la unidad de Morse la misma semana en que llegó. Pasaron el cursillo de orientación juntos, y Morse estaba seguro de que el teniente sentía atracción por él, aunque parecía indeciso con respecto a su propia disposición, hasta cuando se rindió a ella, lo que hizo con una prisa sólo incrementada por la casi imposibilidad de encontrar tiempo y espacio íntimos. En realidad acababa de descubrir lo que era, y en el proceso de descubrirlo tuvo accesos de asco de sí mismo tan despiadados y oscuros que Morse tuvo miedo de que se hiciera daño o volviera su rabia hacia el exterior, puede que contra el propio Morse, o los llevara a los dos a la ruina por confesárselo berreando a un coronel paternal en algún bar de oficiales.
       La cosa no llegó a tanto. El teniente había adoptado a un gato sarnoso con una sola oreja mientras estaban de patrulla; el gato le arañó el tobillo y el arañazo se infectó, y en lugar de ponerse en tratamiento se hizo el loco y trató de aguantarlo y, joder, casi se queda sin pie. Lo mandaron a casa con muletas a los cinco meses de haberlo destinado. Para entonces Morse estaba tan harto que no sintió la menor pena; sólo alivio.
       No tenía motivos para sentir alivio. No mucho después de volver a Estados Unidos, le llamaron al cuartel general del regimiento para una entrevista con dos hombres pulcros, amistosos, vestidos de paisano que aseguraron ser ayudantes del congresista del distrito del teniente. Dijeron que existía una cuestión delicada por la que habían recurrido al congresista que requería un examen detallado del destino en Irak del teniente; su comportamiento en acción, sus relaciones con los demás oficiales y con la tropa que estaba a su mando. Sus preguntas surgían durante la conversación, casi con desgana, pero insistían una y otra vez sobre sus propias relaciones con el teniente. Morse no soltó prenda, aunque se esforzó por parecer sincero, sin recelos. Imaginó que aquellos hombres eran agentes de estupefacientes del ejército, aunque dijeran otra cosa. Dejaron pasar varias semanas antes de reclamarle para otro interrogatorio, que cancelaron sin aviso; Morse apareció, pero ellos no. Todavía estaba esperando la próxima citación.
       Muchas veces había deseado que sus deseos se cumplieran mejor, pero supuso que eso era lo normal; en realidad era un hombre de suerte cuyos deseos se cumplían lo suficiente. Con todo tenía esperanzas. Durante los últimos meses había mantenido relaciones con un sargento mayor de la división de Inteligencia; un hombre tranquilo, culto, cinco años mayor que él. Aunque Morse no conseguía considerarse «pareja» de nadie, poco a poco fue abandonando su habitación en el cuartel de estado mayor para pasar noches y fines de semana en la casa de Dixon de fuera del puesto. La vivienda estaba atestada de armas antiguas, máscaras y juegos de ajedrez que Dixon había coleccionado durante sus destinos en varias partes del mundo, y al principio Morse había sentido una especie de sobrecogimiento nervioso, como si estuviera en un museo, pero ya se le había pasado. Ahora le gustaba tener aquellas cosas alrededor. Allí estaba en casa.
       Sin embargo, Dixon iba a ser destinado al otro lado del mundo en breve, y el propio Morse recibiría órdenes pronto; entonces, lo sabía, todo se complicaría. Tendrían que plantearse ciertas consideraciones sobre cada uno de ellos y sobre sí mismos. Tendrían que decidir cuánto iban a prometer. Adónde los llevaría aquello, Morse no lo sabía. Pero todo esto aún tenía que llegar.

       La hermana de Billy Hart volvió a llamar una medianoche, justo cuando Morse estaba cambiando su puesto en el despacho de la compañía con otro sargento. Cuando descolgó y oyó la voz, señaló la puerta y el otro hombre sonrió y salió fuera.
       —Entonces, ¿quiere la dirección? —preguntó Morse.
       —Eso supongo. Para lo que me va a servir.
       Morse ya le había echado una ojeada. Se la leyó.
       —Gracias —dijo ella—. Yo no tengo ordenador, pero Sal sí.
       —¿Sal?
       —¡Sally Cronin! Mi prima.
       —Podría ir usted a un cibercafé.
       —Bueno, supongo que sí —dijo ella con escepticismo—. Oiga… ¿no dijo usted que a lo mejor podría ayudarme?
       —No lo sé con exactitud —dijo Morse.
       —Lo dijo, sin embargo.
       —Sí, y usted se rió.
       —Eso no fue una risa de verdad.
       —Ah, no fue una risa.
       —Más bien algo así como… no sé.
       Morse esperó.
       —Lo siento —dijo ella—. Mire, no le estoy pidiendo ayuda, ¿vale? Pero ¿por qué lo dijo? Sólo por curiosidad.
       —Por nada. No pensé en ello.
       —¿Es usted amigo de Billy?
       —Me cae bien.
       —Bien, eso fue agradable. ¿Sabe? Una cosa agradable de oír.

       Una vez Morse terminó el servicio fue en coche a la cafetería desde la que había llamado ella. Según acordaron, estaría esperándole junto a la caja registradora, y cuando él cruzó la puerta vestido de faena vio que la mujer le miraba con intensidad y cierta prevención. Se enderezó; una mujer alta, casi tanto como el propio Morse, con lacio pelo castaño y una cara larga con aspecto de cansada, muchas pecas debajo de los ojos. Tenía los ojos oscuros, pero por lo demás no se parecía nada a Hart, y Morse se sintió desconcertado por la súbita decepción y su impulso de largarse.
       La mujer dio un paso hacia él, con la cabeza ladeada, como si tratara de adivinar si era él. Llevaba una blusa roja sin mangas y se abrazaba los pecosos brazos para defenderse del frío del aire acondicionado.
       —Bien, ¿debería llamarle sargento? —preguntó.
       —Randall.
       —Sargento Randall.
       —Sólo Randall.
       —Sólo Randall —repitió ella, y le tendió la mano. La tenía seca y áspera—. Julianne. Vamos al rincón.
       Le condujo a una mesa junto a la gran ventana que daba al aparcamiento. Un niño con la cara gorda, puede que de unos siete u ocho años, ya estaba sentado dibujando en la parte de atrás de un mantel individual entre los restos casi solidificados de huevos, pan de molde y salchichas. Mientras sujetaba el lápiz de colores como un pincho, levantó la cabeza cuando Morse se sentó en el banco frente al suyo. Tenía las mismas cejas que la mujer, muy marcadas, y clavó la vista en Morse sin pestañear; luego se mordió el labio inferior y volvió a su tarea.
       —Di hola, Charlie.
       El chico siguió dibujando. Por fin dijo:
       —Qué pasa.
       —No quiere decir «hola». Ahora dice «qué pasa». No sé de dónde lo habrá sacado.
       —No importa. ¿Qué pasa contigo, Charlie?
       —Pareces una rana —dijo el chico. Dejó el lápiz y agarró otro de la abarrotada mesa.
       —¡Charlie! —exclamó ella—. Sé educado —añadió más calmada, haciendo un gesto a la camarera que servía café en la mesa de al lado.
       —Da lo mismo —dijo Morse. Imaginó que pasaría aquello. No porque él pareciera una rana (aunque era plenamente consciente de su enorme boca), sino porque le había seguido la corriente al chico. ¡«Qué pasa contigo»!
       —¿Qué hace esa mujer? —dijo Julianne, cuando la camarera paseó cansinamente la mirada por el local. Entonces atrajo su atención, y la mujer se acercó muy despacio a la mesa y le rellenó la taza.
       —¿Estás haciendo un dibujo? —preguntó la camarera—. ¿Qué es? —el niño la ignoró—. Pues tiene usted ahí a un pequeño artista —le dijo a Morse, y luego se alejó pensando en otra cosa.
       Julianne se echó mucho azúcar en el café.
       —¿Charlie es hijo suyo?
       Ella se giró y miró interrogante al niño.
       —No.
       —Tú no eres mi madre —murmuró el niño.
       —¿No acabo de decirlo? —ella acarició la redonda mejilla del niño con el dorso de la mano—. Haz ese dibujo, metomentodo. ¿Niños? —preguntó a Morse.
       —Todavía no —observó que el niño trazaba rayajos en el mantelito, agarrando el lápiz como si realizara un trabajo duro.
       —No se ha perdido usted nada.
       —Bueno, creo que probablemente sí.
       —Nada salvo malas contestaciones y complicaciones —dijo ella—. Charlie es de Billy. De Billy y Dina.
       Morse nunca lo habría supuesto al mirar al niño.
       —No sabía que Hart tuviera un hijo —dijo, y esperó que ella no hubiera apreciado la nota de queja, para él demasiado evidente y extraña.
       —Tampoco él, por cómo se porta. Él y Dina, los dos.
       Dina, explicó, estaba fuera haciendo una segunda cura de rehabilitación en Raleigh. Julianne y Belle (la madre de Julianne, dedujo Morse) habían estado cuidando de Charlie, pero no les iba bien, y después de la última riña Belle se había largado a Florida con un novio, dejando a Julianne empantanada. Conducía un autobús escolar durante el curso y en los veranos trabajaba de cocinera en un campamento para chicas, pero con Charlie a su cargo y sin dinero para que cuidaran del niño había renunciado al trabajo en el campamento. De modo que había venido hasta aquí en coche para tratar de obtener ayuda de Billy; la suficiente para ir tirando hasta que empezasen las clases o Belle decidiera volver y hacer lo que le correspondía, algo muy poco probable.
       Morse hizo un gesto con la cabeza hacia el chico. No le gustaba que oyera todo aquello, si es que algo conseguía romper aquella concentración, pero Julianne continuó como si no le hubiera visto. Tenía una voz grave, casi masculina, con un tono nasal como el que puede hacer una hoja de sierra. Carecía de aquella perezosa musicalidad característica de Hart, y su aspecto se correspondía más con el propio de las hondonadas y granjas de su tierra natal. Hablaba de la gente de allí como si Morse también debiera conocerla, como si ella no tuviera una idea de cómo funcionaba el mundo exterior al suyo.
       Al principio Morse supuso que ella quería cargarle con el mochuelo, pero no lo hizo. No entendía qué quería de él, ni por qué, sin venir a cuento, se había ofrecido a ir allí aquella noche.
       —De modo que se ha ido —dijo Julianne—. Está usted seguro.
       —Me temo que sí.
       —Bien. Pues ya sé la suerte que tengo. No podría ser peor —se reclinó y cerró los ojos.
       —¿Por qué no llamó antes?
       —¿Qué? ¿Que él supiera que yo venía? Usted no conoce a nuestro Billy.

       Entonces Julianne pareció quedar en trance, y Morse pronto la siguió, adormecido por el tintineo de la vajilla y las voces de los de alrededor, el lápiz de colores rascando suavemente. No supo cuánto estuvo sentado en ese plan. Lo despertó el repiqueteo de gotas de lluvia contra la ventana, unas cuantas gotas gruesas que dejaban líneas grasientas al deslizarse cristal abajo. Dejó de llover. Luego volvió a hacerlo con fuerza, chisporroteando sobre el asfalto y haciendo brillar los coches del aparcamiento; algo agradable de ver después del largo día húmedo.
       —Llueve —dijo Morse.
       Julianne no se molestó en mirar. De no haber asentido con la cabeza, podría haber estado dormida.
       Morse reconoció a dos hombres de su compañía en una mesa al otro lado del local. Los miró hasta que le lanzaron una ojeada, entonces saludó con la cabeza y ellos le devolvieron el saludo. Cien por cien seguro; confirmado al ver al sargento Morse con una mujer y un niño. Una familia. Le molestaba pensar algo tan vulgar y duro, y lamentó lo que le llevó a pensar en ello. Con todo, ¿cómo los iban a ver si no, a los tres, en una cafetería a aquella hora? Y no sólo era que pareciesen una familia. No, había un ambiente familiar en el propio silencio de la mesa: Julianne con los ojos cerrados, el niño ocupado con su dibujo, el propio Morse con pinta de marido y padre.
       —Está cansada —dijo.
       La ternura de su propia voz le sorprendió, y los ojos de Julianne parpadearon al abrirse como si también ella estuviera sorprendida. Le miró con gratitud; y a Morse se le ocurrió que aquella noche le había vuelto a llamar por el motivo que le dio: porque había hablado con ella amablemente.
       —Estoy cansada —dijo ella—. Así es como estoy.
       —Mire, Julianne. ¿Qué necesita para mantenerse a flote?
       —Nada. Olvide todo eso… Sólo me estaba desahogando.
       —No me refiero a un acto de caridad, ¿vale? Sólo un préstamo, eso es todo.
       —Me las arreglaré.
       —No hay nadie haciendo cola para que le preste nada —dijo él, y era verdad. El padre y el hermano mayor de Morse, al fin se daba cuenta, mantenían frías relaciones con él desde hacía años. Estuvo cerca de su madre, pero ella murió justo después de que él regresara de Irak. En su nuevo testamento Morse nombraba única heredera a la residencia donde su madre pasó sus últimas semanas. Nombrar a Dixon parecía demasiado precipitado y estaría lleno de significado, así que podría atraer una atención nada deseada; y en cualquier caso, Dixon había hecho unas inversiones acertadas y estaba bien cubierto.
       —No puedo aceptarlo, así de fácil —dijo Julianne—. Pero es realmente encantador.
       —Mi padre es soldado —dijo el niño, con la cabeza todavía inclinada sobre el mantelito.
       —Ya lo sé —dijo Morse—. Y buen soldado. Deberías estar orgulloso.
       Julianne le sonrió, sonrió de verdad, por primera vez aquella noche. Había estado apartando la vista, siempre con una expresión tensa en la boca; cuando sonreía parecía otra persona. Morse vio que no carecía de encanto, y que estar cómoda con él lo había hecho aflorar. Se sentía avergonzado. Tuvo la sensación de que era un hipócrita, pero se libró de ella inmediatamente, incluso con indignación.
       —No puedo obligarla —dijo—. Haga lo que quiera.
       La sonrisa desapareció.
       —Lo haré —dijo ella, en el mismo tono que había utilizado él; más duro de lo que pretendía—. Pero de todos modos se lo agradezco. Charlie —se dirigió al niño—, es hora de irse. Recoge todo eso.
       —No he terminado.
       —Lo terminarás mañana.
       Morse esperó mientras ella enrollaba el mantel de papel y ayudaba al niño a que recogiera sus lápices de colores. Se fijó en la cuenta sujeta debajo del salero y la agarró.
       —Yo me ocuparé de eso —dijo ella, estirando la mano de un modo que no admitía negativa.
       Morse se quedó de pie, incómodo, mientras Julianne pagaba en la caja, luego salió con ella y el niño. Se quedaron parados debajo de la marquesina, mirando la tormenta que azotaba el aparcamiento. Destellos de lluvia caían oblicuamente entre el resplandor de las luces de arriba. Los árboles cercanos se sacudían con violencia, y el viento producía ondulaciones brillantes en el asfalto. Julianne apartó un mechón de pelo de la frente del chico.
       —Yo estoy preparada. ¿Y tú?
       —No.
       —Bueno, pues no va a dejar de llover por Charles Drew Hart —bostezó con ganas y se sacudió la cabeza—. Encantada de haber hablado con usted —le dijo a Morse.
       —¿Dónde se van a alojar?
       —En la furgoneta.
       —¿Una furgoneta? ¿Van a dormir en una camioneta de ésas?
       —No puedo conducir como está ahora —y en la mirada que le lanzó, expectante y burlona, Morse vio que ella sabía que le ofrecería la habitación de un motel, y que ella ya estaba disfrutando con la satisfacción de rechazarla. Pero eso no impidió que él lo intentara.

       —Orgullo de campesinos —comentó Dixon por la mañana cuando Morse le contó la historia—. Deberías haberla invitado a que se quedara aquí. La gente así, la que vive en el monte, acepta la hospitalidad aunque no acepte dinero. Son como los árabes. La hospitalidad tiene algo de sagrado. Uno no se niega a ofrecerla, y no se niega a aceptarla.
       —No se me ocurrió —dijo Morse, aunque la verdad es que había tenido la misma intuición cuando estaba de pie delante del restaurante con los otros dos, la cartera en la mano. Hasta cuando trató de decirle a Julianne que aceptara el dinero para una habitación, invocando la furia de la tormenta y la necesidad de resguardar al niño en un sitio seguro y seco, tuvo la sensación de que si se hubiera limitado a invitarla a ir a su casa, ella habría dicho que sí. Y entonces, ¿qué? Despertar y molestar a Dixon para que llevara toallas limpias a la habitación de invitados, preparara café, bromeara con el niño; y mirara a Morse de aquel modo suyo. Su significado a Julianne le resultaría claro. ¿Y de qué le serviría saberlo? A causa de la sorpresa y el desagrado, incluso de la sensación de que habían traicionado sus sentimientos, ella podría echar a perder lo suyo.
       Morse había pensado en eso pero de verdad no tenía miedo. Y Julianne le caía bien, y no pensaba que obrara con malicia. A lo que tenía miedo, lo que no podía permitir, era que ella viese cómo le miraba Dixon, y que luego ellos vieran que él no podía responder a la mirada que había recibido. Entre ellos esas cosas estaban desequilibradas, y él mismo no era nada cariñoso.
       Así que aunque le ofreciera refugio a Julianne, se sentiría falso, melifluo, como si estuviese tratando de comprarla. Y lo injusto que era sentir culpabilidad mientras le ofrecía un dinero que era rechazado le demostraba demasiadas cosas. Por fin le dijo que se fuera a dormir a la maldita camioneta si era eso lo que quería.
       —Yo no quiero dormir en la camioneta —dijo el niño.
       —Verás lo que pasa como no lo hagas —dijo Julianne—. Y ahora vamos… ¿Preparado o no?
       —No intente volver en coche a su casa —aconsejó Morse.
       Ella puso la mano en el hombro del chico y tiró de él hacia el aparcamiento.
       —Está demasiado cansada —le gritó Morse, pero si ella respondió no pudo oírlo por el repiqueteo de la lluvia en la marquesina metálica. Atravesaron el asfalto. El viento venía en rachas, haciendo la lluvia tan fuerte que Morse tuvo que dar un salto atrás. Julianne recibía la lluvia en plena cara y nunca volvió la cabeza. Tampoco el niño, Charlie. Ella le cuidaría, estuviera preparado o no, mientras andaban bajo la lluvia como si no estuviera lloviendo.



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