Tobias Wolff
(Birmingham, Alabama, 1945 –)
La noche en cuestión (1996)
(“The Night in Question”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (22 de abril de 1996, Vol. 72, Issue 9, pág. 76);
The Night in Question
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1996, 240 págs.)
Frances se ha acercado a casa de su hermano para consolarlo de su último desengaño amoroso, pero Frank se ha comido la mitad de la tarta de cerezas que le ha traído sin mencionar apenas a la mujer. El sermón que había oído aquella tarde le había dejado en un estado de completa exaltación. El pastor Violet se había superado a sí mismo, dijo Frank. Había sido con mucho su mejor sermón; había subido el listón hasta una marca difícil de superar. Frank quería repetírselo a Frances, de la misma manera que representaba para ella escenas de películas cuando eran niños.
—Me tengo que ir enseguida, Frank.
—No es muy largo —dijo Frank—. Cinco minutos. Diez como máximo.
Hacía tres años, Frank se había estrellado con el coche de Frances contra la mediana de la autopista y había estado al borde de la muerte; luego volvió a estar a punto de morir de un ataque epiléptico cuando se sometió al tratamiento de desintoxicación. Ahora se empeñaba en echarle un sermón. Frances suponía que tenía que estar agradecida. Le dijo que le concedía diez minutos.
Era una noche bochornosa, pero Frank llevaba manga larga, como siempre, para ocultar los extraños tatuajes con los que se despertó una mañana cuando estuvo destinado en Manila. Era una camisa blanca, almidonada y cuidadosamente planchada. Todavía tenía la corbata que había llevado a la iglesia firmemente anudada bajo su prominente nuez. El reducido tamaño de la habitación le hacía parecer aún más alto en su ir y venir delante del sofá, concentrándose antes de hablar. Pisaba suavemente con la pierna izquierda, cuya rodilla había quedado lesionada en el accidente; y cada vez que ponía en el suelo el pie derecho, la vajilla tintineaba en el aparador.
—Venga, pues ahí va —dijo—. Tendré que poner algo de mi cosecha aquí y allá, pero lo recuerdo casi entero —y siguió andando, lentamente, con decisión, las manos en la espalda, la cabeza inclinada en un ángulo que sugería profunda meditación—. Queridos amigos —empezó—, probablemente habéis leído en el periódico no hace mucho una noticia acerca de un hombre de nuestro Estado, un padre como muchos de los que estáis aquí hoy…, pero un padre enfrentado a una terrible elección. Su nombre es Mike Bolling. Nuestro Mike es ferroviario, guardagujas para más señas, y lleva trabajando en los ferrocarriles desde que salió de la escuela, lo mismo que su padre y su abuelo antes que él. Él y su mujer, Janice, se casaron hace diez años. Esperaban haber tenido una gran familia, pero el Señor sólo les dio un hijo, un hijo muy especial. Eso fue hace nueve años. Le pusieron de nombre Benny, por el padre de Janice, quien murió cuando ella era aún una niña, dejándole el recuerdo de su inmensa sonrisa y sus sonoras carcajadas. Janice esperaba que algo del espíritu de su padre hubiera contagiado su nombre. Y resultó que tuvo todo su espíritu y un poco más.
»Benny. Salió apretando el acelerador y nunca cambió de marcha. A Mike le gustaba decir que a Benny se le podía enganchar todo un tren, tal era su energía. Buen estudiante y deportista por naturaleza, pero, sobre todo, un mecánico nato. Uno de esos chicos a los que les das un reloj y antes de que te des la vuelta ya lo han desarmado. En segundo grado ya sabía volver a montarlo, por no hablar de la aspiradora, la televisión y el motor de la segadora.
No sonaba a Frank todo aquello. Frank tenía una forma de hablar muy llana, ni muy formal ni muy popular, tan parca y a veces tan desabrida que sus bromas sonaban a amenaza o a insulto. Frances era casi la única que las entendía. Este nuevo tono le estaba atacando los nervios. Algo terrible iba a suceder en aquella historia, algo que Frances lamentaría haber escuchado. Lo sabía. Pero no lo detuvo. Frank era su hermano pequeño y ella no le negaba nada.
Cuando Frank era un bebé que aún no andaba, Frank Sénior, su padre, había emprendido la tarea de enseñarle a su hijo el significado de la palabra «no». A la hora de comer balanceaba su reloj de pulsera ante los ojos de Frank y luego en el momento en que éste echaba la mano para agarrarlo, decía «¡no!» y lo ponía fuera de su alcance. Si Frank persistía, Frank Sénior le daba un cachete en la mano hasta que el niño aullaba de rabia y de deseo. Esto sucedía todos los días. Frank no se aprendía la lección, y en cuanto le ofrecían el reloj se apresuraba a agarrarlo. Frances seguía el ejemplo de su madre y se callaba. Tenía ocho años, y aunque temía la atención de su padre, también la echaba en falta y resentía la obstinación de Frank y la perturbación que causaba. ¿Por qué no aprendía? Entonces, un día, su padre le dio una bofetada a Frank. Fue la víspera de Año Nuevo. Frances todavía recuerda los ridículos sombreritos con borlas que llevaban todos ellos cuando su padre abofeteó a su hermano, todavía casi un bebé. En el vacío temporal que se produjo después de la bofetada sólo se oyó el aire que llenaba precipitadamente los pulmones de Frank mientras éste, con el rostro encarnado y revolviéndose en el asiento, reunía fuerzas para gritar. Frank Sénior bajó la cabeza. Frances vio su desconcierto y su temor a lo que vendría después. Miró a su madre, que tenía los ojos cerrados. Años más tarde, Frances intentaba imaginar un momento en el que sus vidas podrían haber dado un giro, aunque sólo fuera de un grado, en el que sus vidas podrían haber girado y tomado una dirección diferente, y siempre volvía a este instante en el que su padre se dio cuenta del mal que acababa de hacer y esperó, temblando, que le recriminaran. ¿Qué habría sucedido si su madre se hubiera levantado de un salto y se hubiera enfrentado a él diciéndole que parara de una vez y para siempre, o si sencillamente lo hubiera mirado, confirmándole su vergüenza? Pero sus ojos estaban cerrados y permanecieron cerrados hasta que Frank los abrió con el barreno de su desesperación y Frank Sénior salió de la habitación. Como bien sabía Frances, incluso entonces, su madre no podía permitirse ver aquello a lo que no tenía las fuerzas para oponerse. Su corazón estaba enfermo. Tres años después fue a coger una botella de amoníaco, dijo «ay», se sentó en el suelo y falleció.
Frances sí que se enfrentó a su padre. Desafiando sus órdenes, le llevaba comida a Frank cuando éste estaba confinado en su habitación, se alzaba en su defensa y le animaba a defenderse. Frank Sénior había decidido que su hijo necesitaba que lo domaran, pero él no se dejaba domar. Hacía todo lo que su padre le decía que no hiciera, y Frances le incitaba a ello y le consolaba cuando era descubierto. Llegó un momento en que su padre dejó de explicar las razones de su descontento. Su silencio cayó sobre ellos con mayor dureza, como lo hizo también su mano. Una noche Frances agarró el cinturón con el que su padre corría tras de Frank, y cuando la echó a un lado de un empujón, Frank se lanzó de cabeza contra su estómago. Frances le atacó por la espalda y los tres fueron chocándose y dando tumbos por la habitación. Cuando todo había acabado, Frances se encontró tirada en el suelo, con un labio partido y un zumbido en los oídos, riéndose como una loca. Frank estaba llorando. Ésa fue la primera vez.
Frank Sénior le tenía prohibido prácticamente todo a su hijo. Frances no le prohibía absolutamente nada. Frank se daba cuenta de la reticencia de ésta contra su padre y aprendió a aprovecharla, sobre todo en los meses que precedieron a su accidente. Le había invadido su casa, le había causado problemas en el trabajo y casi había arruinado su matrimonio. Su marido nunca le había perdonado lo que para él era la complicidad de Frances en aquella pesadilla. Pero a su marido nunca le habían lanzado de un puñetazo a la otra punta de la habitación, ni se habían liado a patadas con él, ni le habían golpeado la cabeza contra una puerta. Nadie le había hablado como su padre le había hablado a Frank. No sabía lo que era sentirse desvalido y solo. Nadie debería estar solo en este mundo. Todos deberíamos tener a alguien que confiara en nosotros pasara lo que pasara, siempre.
—La noche en cuestión —dijo Frank—, el capataz de Mike lo llamó para pedirle que hiciera el turno de otro compañero en el puesto del puente levadizo en el que llevaba trabajando un tiempo. Era un lunes por la noche, una cruda noche de mediados de enero. Janice estaba en una reunión de la Asociación de Padres cuando le llamaron, de modo que no tenía más remedio que llevarse a Benny con él. Iba contra las normas, estrictamente hablando, pero necesitaba las horas extras y ya lo había hecho más de una vez. Nadie decía nada. Benny siempre se portaba bien y era una ocasión para que padre e hijo afianzaran su camaradería de hombres sin mujeres alrededor. Charlaban, bromeaban, asaban unas salchichas y luego Mike le preparaba a Benny una cama con un colchón de camping y un saco de dormir. Una aventura normal.
»Una cruda noche de invierno, como digo. Había una estufa en el puesto del puente, pero no estaba encendida. El tipo al que Mike había ido a relevar no se había quitado el anorak ni los guantes. Mike le tomó el pelo por friolero, pero tanto él como Benny no tardaron en volver a ponerse sus propios gorros y guantes. Mike preparó un cacao caliente y jugaron al rummy, o lo intentaron (no es fácil jugar a las cartas con guantes). Pero no estaban pensando en ganar o perder. Les bastaba con estar juntos, los dos, con el frío vendaval golpeando en las ventanas. Padre e hijo: ¿había algo mejor que aquello? Luego Mike tuvo que subir el puente para que pasaran un par de embarcaciones, y hubo ciertos momentos de tensión porque una de ellas se acercó demasiado a la orilla y le faltó poco para encallar. El capitán tuvo que dar marcha atrás, volver río abajo e intentarlo de nuevo. Todo el asunto se prolongó mucho más de lo debido, y para cuando había pasado el segundo barco, Mike se había retrasado con respecto al horario y tenía que apresurarse a bajar el puente para el expreso de Portland. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba Benny.
Frank se detuvo un momento junto a la ventana y miró afuera con la vista perdida en la lejanía. Parecía que estaba considerando si seguía o no. Pero luego se alejó de la ventana y volvió a empezar, y Frances comprendió que este momento de reflexión formaba también parte del sermón.
—Mike llama a Benny. No hay respuesta. Vuelve a llamarlo sin escatimar volumen en su voz. Hemos de comprender la posición en la que se encuentra Mike. Tiene el tiempo raspado para bajar el puente. No sabe dónde está Benny, pero se lo imagina. Exactamente donde no debe estar. Abajo, en el cuarto de máquinas.
»El cuarto de máquinas, la fábrica, como lo llaman Mike y el resto de los operarios. Cualquiera puede imaginarse el tipo de fuerza que se necesita para levantar y bajar un puente levadizo; además del motor propiamente dicho, son necesarios un sinfín de poleas y palancas, de manivelas, ruedas y ejes. Una maquinaria masiva. Por todas partes giran tornillos descomunales y engranajes cuyos dientes parecen armarios archivadores. Hay pasarelas y puentecillos para que los mecánicos se muevan entre ellos, pero no baja nadie que no sepa lo que hace. Tienes que saber lo que haces. Tienes que saber exactamente dónde pones los pies y tienes que mantener las manos escondidas y llevar la ropa adecuada. Y ni siquiera los que saben lo que hay que hacer bajan al cuarto de máquinas cuando el puente está en movimiento. Nunca. Sencillamente hay demasiadas cosas funcionando al mismo tiempo, demasiadas formas de engancharte y quedarte atrapado en los engranajes. Mike le ha dicho a Benny cientos de veces que no se acerque al cuarto de máquinas. Ésa es la regla de hierro cuando Benny viene al puesto. Pero Mike cometió el error de bajarle con él a echar un rápido vistazo un día que la maquinaria estaba en funcionamiento, y vio cómo se iluminaba la cara de Benny ante todo aquel acero, toda aquella maquinaria. Benny se moría de ganas de poner sus manos en aquellas ruedas y cojinetes, de ver cómo encajaban unas en otras. Mike se percató de que todo aquello tiraba del niño como un gran imán. Después de eso, nunca lo perdía de vista, hasta esta noche, que se había distraído. Y ahora Benny estaría allá abajo. Mike lo sabe con tanta certeza como que se llama Mike.
—No quiero oír esta historia —dijo Frances.
Frank no dio signos de haberla oído. Ella iba a decir algo más, pero puso cara de amargura y dejó que continuara.
—Para llegar al cuarto de máquinas, Mike tendría que ir por un pasadizo a la parte de atrás del puesto y allí tomar el ascensor o bajar por la escalerilla de emergencia. No tiene tiempo de hacer ninguna de las dos cosas. Sólo tiene tiempo para bajar el puente, y justo. Tiene que bajar este puente ahora mismo o el tren se irá al fondo del río con todos sus pasajeros dentro. Ésa es la posición en la que se encuentra; ésta es la elección que tiene que hacer. Su hijo, su Benjamín, o la gente que va en el tren.
»Pensemos ahora un minuto en la gente que va en el tren. Mike nunca los ha visto, pero ha vivido lo bastante para saber cómo son. Son como el resto de nosotros. Están los que respetan al Señor y aman a su prójimo y viven en la luz. Y están los otros. En este tren van hombres que mascullan sobre sibilinos documentos y arramblan hasta con la humilde porción de la viuda. En este tren va ese hombre cuyas fábricas matan y mutilan a los obreros. Hay ladrones en este tren y mentirosos e hipócritas. También va el hombre al que no le basta con su propia mujer, que no puede quedarse contento si no posee a toda cuanta mujer camina sobre la superficie de la tierra. Y el falso testigo se encuentra asimismo entre los pasajeros de este tren. Y el que se deja sobornar. Y la mujer que abandona esposo e hijos por su propio placer. Y el que vende sus productos a sabiendas de que están en mal estado y el cobarde y el usurero y el hombre que sólo vive para su droga, que haría cualquier cosa por esa falsa promesa, robar a quien le da trabajo, a sus amigos, a su familia, sí, incluso a su familia, aprovechándose de su compasión, tomando prestado lo que no piensa devolver, asaltando sus casas. Todos ellos van en el tren, despiertos y hambrientos como lobos; y también en este tren van los dormidos, los que duermen con los ojos abiertos, que pasan sonámbulos por la vida, sin hacer el mal, pero sin combatirlo tampoco, como soldados que se hacen los muertos para no unirse a la lucha en defensa de sus ciudades y de sus hogares, ni siquiera en defensa de sus esposas e hijos. ¿Cómo va a renunciar Mike a su hijo, a su Benjamín, que no es culpable de nada, por salvar a semejante gente?
»No puede hacerlo. Claro que no puede, al menos no por sí solo. Pero Mike no está solo. Sabe algo que sabemos todos nosotros, incluso cuando intentamos olvidarlo: nunca estamos solos, nunca. Estamos en presencia de nuestro Padre a la luz del día y en la oscuridad de la noche, incluso en esa oscuridad en la que huimos de Él, tapándonos la cara como niños asustados. Nunca nos dejará. No. Nunca nos dejará solos. Aunque cerremos todas las ventanas y atranquemos todas las puertas, Él entrará igualmente. Aunque vaciemos nuestros corazones y los convirtamos en piedra, igualmente hará Él de ellos su morada.
»No nos dejará solos. Está con todos vosotros y está conmigo. Está con Mike y también con el vendido por un puñado de dinero y con la mujer que necesita al marido de su mejor amiga y con el hombre que necesita emborracharse. Conoce sus necesidades mejor que ellos. Sabe que lo que ellos necesitan realmente es a Él, y aunque ellos huyan de su voz, Él nunca deja de decirles que está allí con ellos. Y en este momento, cuando Mike no tiene dónde esconderse y no le queda nada por decirse, oye y sabe que no está solo y sabe lo que debe hacer. Ya lo han hecho antes, incluso El que le está hablando ahora, el Padre de todos nosotros, Él también ofreció a su propio Hijo, a su amado Hijo, para que otros pudieran salvarse.
—¡No! —exclamó Frances.
Frank se paró y miró a Frances como si no se acordara de quién era.
—Ya basta —dijo ella—. Ésta es mi porción de santidad por este año.
—Pero si no ha acabado.
—Ya lo sé, lo veo acercarse. El tipo mató a su hijo, ¿no? Te diré que es una historia malísima, Frank. ¿Qué se supone que nos enseña una historia así?: ¿que debemos matar a nuestro propio hijo por salvar la vida de un desconocido?
—Todavía no ha acabado.
—Está bien. Pon que sea un tren lleno de pasajeros o diez trenes llenos de pasajeros. ¿He de hacerlo porque ese supuesto Padre de Todos lo hizo? ¿De eso se trata? ¿Cómo se le puede ocurrir a la gente semejante historia? Es espantosa.
—Es verdadera.
—¿Verdadera? Franky, por favor, que no eres tonto.
—El pastor Violet conoce a alguien que iba en ese tren.
—No lo dudo. A ver si acierto quién era —Frances cerró los ojos apretándolos con fuerza y luego los abrió de golpe—: ¡El drogadicto! Sí, y luego se rehabilitó y se fue trabajar a Brasil con los niños de la calle y mostró a todo el mundo que el sacrificio de Mike no había sido en vano. ¿Así es como continúa?
—No te estás enterando, Frances. No va por ahí. Déjame que acabe.
—No. Es una historia espantosa. La gente no actúa así. Desde luego yo no actuaría así.
—A ti no te lo han pedido. Él no nos pide que hagamos lo que no podemos.
—Me importa poco lo que pida Él o deje de pedir. ¿Y dónde demonios has aprendido a hablar así? Pareces otra persona.
—Tenía que cambiar. Tenía que cambiar mi forma de ver las cosas. Posiblemente suene un poco diferente también.
—Sí; pues sonabas mejor cuando te emborrachabas.
Pareció que Frank iba a decir algo, pero no lo hizo. Dio un paso atrás y se sentó en una horrenda tumbona de cuadros que había dejado el inquilino anterior. Estaba atascada en la posición de sentado.
—Ya puede venir el Todopoderoso y ponerme una pistola en la sien, nunca lo haría —dijo Frances—. Ni aunque pasaran un millón de años. Ni tú tampoco. Sé sincero conmigo, hermanito. ¿De verdad me harías picadillo? ¿De verdad apretarías el botón si fuera yo la que estaba atrapada en la sala de máquinas?
—No es una elección que yo tenga que tomar.
—Ya, ya lo sé. Pero imaginemos que tuvieras que tomarla.
—Pero no tengo que hacerlo. Él nunca nos pondría una pistola en la sien.
—¿De verdad? ¿Y qué me dices del infierno? ¿Cómo le llamas a eso? Pero ¡qué más da! A la porra el infierno. Me importa un comino el infierno. ¿Me harías picadillo o no?
—No te empeñes en probarme, Frances. No te corresponde ese papel.
—Yo estoy abajo, en la sala de máquinas, Frank. Estoy atrapada entre los engranajes, y un tren, con la Madre Teresa y quinientos pecadores dentro, está a punto de pasar: ¡pii, pii, pii! ¿A quién, Frank? ¿A quién sacrificarías?
A Frances le dieron ganas de reír. Rígido, aferrado a los brazos del asiento, la mirada sombría, Frank parecía a punto de despegar en medio de un huracán. Pero se calló lo que pensaba. Frank estaba meditando, y tenía que darle tiempo. Sabía cuál sería su respuesta —finalmente no había otra—, pero no podía decir es mi hermana y ya está. No. Tendría que darle un poco al tarro buscando una razón que sonara elevada, justa, para escogerla a ella. Y, tal vez, no la encontraría al principio, tal vez, se acobardaría y le vendría con una de esas respuestas típicas de la catequesis. Frances estaba preparada, estaba dispuesta a pelear; podía hacerlo entrar en razón. A Frances no le importaba pelearse, y menos todavía si era por su hermano. Por su hermano se había peleado con vecinos punks, con profesores malhumorados y entrenadores despreciativos, con tiburones prestamistas, caseros y gorilas de discoteca. Todavía era una niña con las rodillas costrosas cuando había empezado a competir con su padre, y llegado el caso también competiría con el Padre de Todos, ese bravucón incomprensible. Estaba dispuesta. Sería como en los viejos tiempos, los dos esperando en el piso de arriba, en su cuarto, mientras Frank Sénior se ponía hecho una furia abajo, mascullando, dando portazos, apestando la casa con el humo de sus puros. Lo recordaba todo, el temblor en las piernas, los acelerados latidos en el cuello conforme se hacía más intenso el olor del humo del tabaco. Todavía sentía en la boca el sabor de ese humo, todavía oía los pasos de su padre en las escaleras, el jadeo de Frank a su lado, pegándose a ella, susurrando su nombre, y su propia voz respondiéndole al tiempo que del miedo pasaba a la furia y a un gozo inexplicable: «No pasará nada, Franky, no te preocupes. Estoy aquí contigo».
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar