Vladimir Nabokov
(San Petersburg, Rusia, 1899 - Montreux, Suiza, 1977)
Primer amor (1948)
(“First Love”)
Originalmente publicado, como “Colette”, en The New Yorker
(31 de julio de 1948, pág. 19);
se incluye, como el capítulo 7, en la “autobiografía” Speak, Memory
(Londres: Victor Gollancz Ltd., 1951);
Trece relatos (Nabokov’s Dozen)
(Nueva York: Doubleday & Company, 1958)
1.
En los primeros años de este siglo, una agencia de viajes de la avenida Nevski exhibía en su escaparate un modelo a escala de un coche cama internacional de color caoba. En su delicada verosimilitud superaba con creces la hojalata pintada de mis trenes eléctricos. Lamentablemente, no estaba a la venta. Se veía incluso la tapicería azul del interior, la piel repujada que orlaba las paredes del compartimento, los paneles de madera pulida con sus correspondientes espejos, las lámparas de lectura en forma de tulipa, además de muchos otros exasperantes detalles. Las ventanas espaciosas se alternaban con otras más estrechas, sencillas o geminadas y algunas de estas últimas eran de cristal esmerilado. En algunos compartimentos habían hecho las camas.
El entonces grandioso y elegante Nord Express (nunca fue el mismo después de la I Guerra Mundial), conformado únicamente por coches internacionales como aquél y con un solo trayecto bisemanal, unía San Petersburgo con París. Directamente con París, habría dicho, si los viajeros no se hubieran visto obligados a cambiar a otro tren de características similares en la frontera germano-rusa (Verzhbolovo-Eydtkuhnen), donde las sesenta pulgadas y media del ancho de vía de los perezosos ferrocarriles rusos daban lugar a las cincuenta y seis y media pulgadas de rigor en Europa y donde el carbón sucedía a los troncos de abedul.
Cuando penetro en los recovecos más alejados de mi mente logro recuperar, creo, al menos cinco de aquellos viajes a París, que continuaban luego hasta la Riviera o hasta Biarritz, último destino del periplo. En 1909, el año que ahora he decidido recordar, mis dos hermanas pequeñas se habían quedado en casa al cuidado de tías y niñeras. Mi padre, con guantes y gorra de viaje, leía un libro en el compartimento que compartía con nuestro preceptor. Los servicios separaban su habitáculo del que ocupábamos mi hermano y yo. Mi madre y su doncella viajaban en uno contiguo al nuestro. Y el elemento impar de nuestro grupo, el ayuda de cámara de mi padre, Osip (a quien, una década más tarde, fusilaron los pedantes bolcheviques por haberse apropiado de nuestras bicicletas en lugar de entregarlas a la nación), compartía habitación con un extraño.
En abril de aquel año, Peary había alcanzado el Polo Norte. En mayo, Chaliapin había cantado en París. En junio, el Departamento del Ejército de Estados Unidos, preocupado por los rumores de la existencia de nuevos y mejores zepelines, había comunicado a los periodistas sus planes para establecer una fuerza aérea. En julio, Blériot había volado desde Calais a Dover (no sin haberse visto obligado, al perder el rumbo, a algún que otro rizo imprevisto en su vuelo). Eran ya los últimos días de agosto. Los abetos y marismas de la Rusia noroccidental se sucedían vertiginosos para ceder al día siguiente el paso a los yermos alemanes de pinos y brezo.
En una mesa plegable mi madre y yo jugábamos a las cartas, a un juego llamado durachki. Aunque todavía era pleno día, la ventanilla del tren reflejaba en su cristal nuestros naipes, un vaso y también, aunque en plano diferente, los herrajes de una maleta. A través de campos y bosques, y también en súbitos barrancos, así como en las casitas rurales que parecían huir a nuestro paso, aquellos jugadores desencarnados se empeñaban en su juego ininterrumpido de cartas.
«Ne budet-li, ti ved' ustal?» («¿No te aburres, no te cansas?»), preguntaba mi madre antes de perderse en sus pensamientos mientras barajaba las cartas. La puerta del compartimento estaba abierta y yo veía la ventana del pasillo, donde los cables, seis delgados cables negros, se esforzaban por mantenerse erguidos, por ascender al cielo a pesar de los golpes de relámpago que les propinaban, uno tras otro, los postes de telégrafo; y también observaba su derrota sistemática cada vez que aquellos seis cables, en una arremetida triunfal de júbilo patético, parecían alcanzar la cima de la ventana, cuando un golpe especialmente malintencionado los devolvía a su posición original, obligándoles a comenzar su ascensión.
Cuando, en viajes como aquél, el tren cambiaba de ritmo y adoptaba un tempo majestuoso con el que tan sólo rozaba las fachadas de las casas y los anuncios de las tiendas, a nuestro paso por alguna gran ciudad alemana, yo solía sentir una excitación de doble filo, distinta a la que sentía en las estaciones de término. Veía cómo una ciudad, con sus tranvías de juguete, sus tilos y sus paredes de ladrillo, entraba en el compartimento, cómo se familiarizaba con los espejos y cómo rebosaba por los cristales de las ventanas del pasillo. Este contacto informal entre el tren y la ciudad era tan sólo uno de los componentes de la emoción. El otro era ponerme en el lugar de algún pasajero que, pensaba yo, se emocionara como yo me emocionaba al ver cómo aquellos largos y románticos vagones color castaño, con aquellas cortinas en los vestíbulos, negras como las alas de un murciélago y aquellas letras metálicas, que adquirían reflejos cobrizos con el sol poniente, negociaban pausadamente el puente de hierro que cruzaba la vía pública para luego dar la vuelta, con todas las ventanas súbitamente arreboladas, a la última manzana de la ciudad.
Aquellas amalgamas ópticas tenían también sus inconvenientes. El coche-restaurante y sus ventanillas panorámicas, con su paisaje de castas botellas de agua mineral, servilletas dobladas, y barras de falso chocolate (cuyo envoltorio, Cailler, Kohler, y demás, no encerraba sino madera), se percibía, en principio, como un puerto fresco al que finalmente se había conseguido llegar tras superar los obstáculos de azules pasillos vertiginosos, pero a medida que la comida progresaba hasta el inevitable último plato, empezabas a ver cómo el vagón, con sus tambaleantes camareros y toda su parafernalia, se veía envainado sin remedio en el paisaje mientras que el paisaje, a su vez, se veía sometido a un complejo sistema motor, por el que la luna diurna se empeñaba en seguir el ritmo de tu plato, los prados lejanos se abrían en forma de abanico, los árboles cercanos se alzaban con alas invisibles hacia los raíles, mientras que un raíl paralelo a la marcha se suicidaba de repente por anastomosis, y un ribazo de hierba se elevaba cada vez más junto a nosotros hasta conseguir que el pequeño testigo de este enfrentamiento de distintas velocidades se viera obligado a vomitar su porción de omelette aux confitures de fraises.
Pero había que esperar a la noche para que la Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens cumpliera con la magia de su nombre. Desde mi cama, bajo la litera de mi hermano (¿estaba dormido? ¿Estaba en verdad allí arriba?), en la semioscuridad de nuestro compartimento, yo observaba los objetos, y también las distintas partes de los objetos, y las sombras, y las secciones de sombras que se desplazaban cautas sin llegar a ningún lado. La carpintería crujía y crepitaba suavemente. Junto a la puerta que daba al cuarto de baño, se balanceaba rítmicamente una prenda de ropa colgada de una percha, y más arriba, la borla de la lamparilla de noche, bivalva y azul. Era difícil relacionar aquellas mis observaciones vacilantes, aquel sigilo encapotado, con la impetuosa velocidad de la noche que, sabía yo, se precipitaba vertiginosa en el exterior, como un rayo, veteada de chispas, ilegible.
Yo sólo conseguía dormirme cuando me identificaba con el maquinista del tren. Una sensación de placentero bienestar invadía mis venas tras haber dispuesto con orden aquel universo —los despreocupados pasajeros en sus habitáculos disfrutando del viaje que yo les concedía, mientras fumaban, intercambiaban sonrisas cómplices, asentían, dormitaban; los camareros, cocineros y empleados del tren (a los que tenía que colocar en algún sitio) corriéndose una juerga en el coche cama; y yo, con gafas y todo tiznado, sacando la cabeza de la cabina del maquinista para escrutar los raíles que progresivamente se estrechaban, o el punto esmeralda o escarlata en la distancia negra. Y luego, cuando ya me había dormido, veía en mis sueños un espectáculo totalmente diferente, una canica de cristal rodando bajo un piano de cola o una máquina de juguete caída de lado y con las ruedas en movimiento.
Los cambios en la velocidad del tren interrumpían a veces el curso de mis sueños. Unas luces lentas cruzaban ante mis ojos con ritmo majestuoso. Al pasar, cada una de ellas investigaba la misma grieta, y luego una brújula luminosa medía las sombras que dejaba. Finalmente, el tren se paraba con un suspiro de gigante mecánico. Algo (las gafas de mi hermano, como comprobaría al día siguiente) caía al suelo. Y yo entonces sentía una intensa emoción cuando sacaba un pie sigiloso de la cama, desbaratando el orden de las sábanas, para desatar con cuidado el cierre de la persiana, que sólo se elevaba hasta la mitad de la ventanilla, porque le impedía el paso el borde de la litera superior.
Como lunas que circularan en torno a Júpiter, unas pálidas polillas nocturnas revoloteaban en torno a una lámpara. Las páginas desmembradas de un periódico se agitaban en un banco. En algún lugar del tren se oían unas voces apagadas, alguien se aliviaba tosiendo. No había nada especialmente interesante en el espacio de andén que tenía ante mí, y sin embargo no lo podía arrancar de mi vista hasta que él mismo decidiera ponerse en movimiento.
A la mañana siguiente, los campos húmedos con sauces deformes a lo largo del radio de un canal o las hileras de álamos en la distancia, atravesados por una banda horizontal de neblina lechosa, te confirmaban que el tren surcaba las tierras de Bélgica. Llegaba a París a las cuatro de la tarde y, aunque sólo nos quedáramos una noche, siempre encontraba tiempo para comprar algo, por ejemplo, una pequeña Tour Eiffel de bronce con pátina de plata, antes de que a mediodía del día siguiente abordáramos el Sud Express que, de camino a Madrid, nos dejaba hacia las diez de la noche en la estación de La Négresse de Biarritz, a unas millas de la frontera española.
2.
En aquellos días Biarritz mantenía todavía su carácter. Unas polvorientas matas de zarzamora y terrains à vendre llenos de maleza bordeaban la carretera que llevaba hasta nuestra villa. Todavía habían de pasar treinta y seis años para que el general de brigada Samuel McCroskey ocupara la suite real del hotel du Palais, que se yergue en el solar de un antiguo palacio, donde, en la década de 1860, se dice que aquel médium extraordinariamente ágil, Daniel Home, fue sorprendido acariciando con el pie desnudo (imitando probablemente la mano de un fantasma) el rostro amable y confiado de la emperatriz Eugenia. En el paseo junto al Casino, una florista madura, de cejas de carbón y sonrisa pintada, deslizó con destreza el grueso cáliz de un clavel en el ojal de la solapa de un paseante que al volver levemente la cabeza para contemplar la tímida inserción de la flor sobre su pecho, mostró una expresión de agrado.
Al fondo de la playa, en la línea más alejada de la orilla, una serie de tumbonas y taburetes aguantaban a los padres de unos niños con sombreros de paja que jugaban en la arena junto al agua. Yo estaba arrodillado, entretenido con un peine que me había encontrado en la arena y al que trataba de prender fuego con una lupa. Los hombres lucían unos pantalones blancos que hoy en día consideraríamos excesivamente cortos, como si hubieran encogido en sucesivos lavados; las señoras llevaban, aquella temporada concreta, abrigos ligeros con solapas de seda, sombreros de gran copa y anchas alas, velos blancos profusamente bordados, blusas con volantes encañonados en la pechera, con más volantes en la muñeca y otros tantos en las sombrillas. La brisa sazonaba los labios con sal marina. Y una mariposa dorada en tonos naranjas se precipitó veloz sobre la palpitante playa.
Los vendedores ambulantes incrementaban ruido y movimiento pregonando sus cacahuetes, caramelos dulces de violeta, helado de pistacho con sus bolitas de cachú de un maravilloso color verde y unas grandes piezas convexas de una especie de barquillo, seco y como arenoso que sacaban de unos barriles rojos. Con una precisión que no han logrado borrar imágenes posteriores, veo todavía al barquillero andando pesadamente por la arena profunda y blanda, transportando el pesado barril con hombros encorvados. Cuando le llamaban, se descolgaba del hombro la cincha con la que lo sujetaba, lo dejaba caer de un golpe en la arena donde se quedaba inclinado como la torre de Pisa y luego se limpiaba el sudor con la manga y procedía a manipular una especie de esfera con números que constituía la tapa del tonel. La flecha giraba, raspaba y zumbaba. La suerte determinaba el tamaño del barquillo que podía comprarse con una moneda. Cuanto más grande fuera la pieza, más lástima le daba.
La ceremonia del baño tenía lugar en otra parte de la playa. Unos bañistas profesionales, vascos fornidos con trajes de baño negros, contribuían a que las damas y los niños gozaran del terror de las olas. Aquellos baigneurs te colocaban de espaldas a la ola que estaba a punto de romper y te tomaban de la mano en el momento justo en el que aquella masa ascendente y giratoria de espuma y agua caía violentamente sobre ti desde atrás, tirándote al suelo de un fuerte golpe. Tras una serie de revolcones, el baigneur, reluciente como una foca, conducía al niño o a la dama, jadeantes, tiritando, respirando mocos, hacia tierra, hasta la arena llana, donde una inolvidable señora con unos pelillos grises en el mentón se apresuraba a escoger un albornoz de entre los varios que colgaban de un tendedero. En la seguridad de la cabina, otro sirviente te ayudaba a quitarte el traje de baño mojado y lleno de arena, que se desplomaba con un plof en el suelo y se enredaba en los pies. Luego, todavía tiritando, tratabas de sacar los pies de aquel barullo de tela azul con rayas difusas sin conseguir más que pisotearlo una y otra vez. La cabina olía a pino. El empleado, un jorobado con arrugas radiantes, traía una palangana de agua hirviendo, en la que metías los pies. De aquel hombre aprendí, y lo he conservado toda mi vida en una célula de cristal de mi memoria, que «mariposa» en vasco se dice miresicoletea, o al menos eso es lo que yo creí entender (entre las siete palabras que he encontrado en los diccionarios la que más se le acerca es la de micheletea).
3.
En la zona más oscura y húmeda de la plage, esa parte donde, con marea baja, se encuentra la mejor arena para hacer castillos, me encontré cavando, un día, al lado de una niña francesa llamada Colette.
Iba a cumplir diez años en noviembre. Yo había cumplido diez en abril. Me fijé, nos fijamos, en el trozo de concha mellada de un mejillón que acababa de pisar con la planta desnuda de un pie estrecho y de largos dedos. No, yo no era inglés. Sus ojos verduscos parecían inundados de las pecas sobrantes que se derramaban profusas por su rostro anguloso. Llevaba lo que ahora llamaríamos un atuendo deportivo, consistente en un jersey azul con las mangas rernangadas y pantalones cortos azules de punto. Al verla, yo la había confundido con un chico, pero luego me extrañó la pulsera que llevaba en su muñeca delgada y los tirabuzones castaños que sobresalían de su gorra de marinero.
Hablaba a pequeños trompicones como de pájaro, con una especie de rápidos gorjeos interrumpidos, en los que se mezclaban un inglés aprendido, de institutriz y su francés parisino. Dos años antes, en la misma plage, me había hecho amigo de la maravillosa hija de un médico serbio; pero cuando conocí a Colette, me di cuenta inmediatamente de que esta vez iba en serio. ¡Colette me parecía mucho más extraña que cualquiera de mis otras compañeras de juegos de Biarritz! No sé cómo adquirí la convicción de que era menos feliz que yo, menos amada. Una magulladura en su suave y delicado brazo dio lugar a terribles conjeturas. «Me pellizca tan fuerte como mamá», dijo, hablando de un cangrejo. Desarrollé varios planes para salvarla de sus padres, que eran «des bourgeois de Paris» como oí que alguien le decía a mi madre encogiéndose de hombros con cierto desprecio. Interpreté aquel desdén a mi manera, porque sabía que aquella gente había venido desde París en su limusina azul y amarillo (una aventura de moda en aquellos días) aunque habían enviado modestamente a Colette, con su perro y su institutriz, en un tren de día y en segunda. El perro era una hembra de fox-terrier con un collar de campanillas y un trasero de lo más movido. Era tan exuberante que sacaba agua a lametazos del cubo de juegos de Colette. Recuerdo la vela, el atardecer y el faro pintados en aquel cubo, pero no recuerdo el nombre del perro, y eso me preocupa.
Durante los dos meses que duró nuestra estancia en Biarritz, mi pasión por Colette casi supera mi pasión por las mariposas. Como mis padres no tenían demasiado interés en conocer a los suyos, sólo la veía en la playa; pero pensaba en ella constantemente. Si notaba que había estado leyendo, sentía un espasmo de impotente angustia que hacía brotar lágrimas de mis ojos. Yo no podía destruir los mosquitos que habían dejado sus marcas en su frágil cuello, pero sí que podía pegarme con un chico pelirrojo que había sido desconsiderado con ella: me pegué y le gané. Solía regalarme cálidos puñados de caramelos. Un día, cuando estábamos inclinados sobre una estrella de mar y los rizos de Colette me cosquilleaban en el oído, se volvió de repente hacia mí y me dio un beso en la mejilla. Mi emoción fue tan grande que lo único que se me ocurrió decir fue: «¡No seas tonta!».
Yo tenía una moneda de oro con la que pensé que podíamos fugarnos. ¿Adónde quería llevarla? ¿A España? ¿A América? ¿A las montañas más arriba de Pau? «Là-bas, là-bas, dans la montagne», que le había oído a Carmen cantar en la ópera. Una noche extraña, me quedé tumbado, sin poder dormir, oyendo el recurrente zumbido del mar y planeando nuestra fuga. Parecía que el mar se alzaba en la noche, buscando a tientas su destino para luego desplomarse pesadamente sobre sí mismo.
De nuestra huida real, tengo poco que contar. Mi memoria tan sólo vislumbra una escena fugaz en la que ella obediente se está poniendo unas alpargatas de lona con suela de cáñamo a sotavento de una de las casetas que aletea, mientras que yo meto doblada una red cazamariposas en una bolsa de papel marrón. El recuerdo siguiente es que iniciamos la primera etapa de nuestra escapatoria metiéndonos en un cine oscuro como boca de lobo junto al Casino (lo cual desde luego nos estaba absolutamente prohibido). Allí nos sentamos, cogidos de la mano por encima del perro que, de tanto en tanto, cascabeleaba suavemente en el regazo de Colette, mientras en la pantalla nos mostraban una agitada, aunque apasionante corrida de toros pasada por agua en San Sebastián. Mi último recuerdo fugaz es el de mi persona conducida por mi preceptor a lo largo del paseo. Sus largas (piernas se desplazan con una especie de inquietante energía y bajó la tensa piel de su firme mandíbula veo cómo trabajan sus músculos. Mi hermano, de nueve años, con sus gafas, que va de la otra mano del preceptor, no hace más que adelantar el paso para escrutarme con temerosa curiosidad como un búho pequeño.
Entre los triviales souvenirs que adquirí en Biarritz antes de marcharme, mi preferido no era el pequeño toro de piedra negra ni tampoco la resonante concha de mar sino algo que ahora me parece simbólico, un portaplumas de espuma de mar con una diminuta mirilla de cristal como adorno. Si te lo ponías junto al ojo, cerrando el otro, y conseguías que no te molestara el brillo de tus propias pestañas, contemplabas una maravillosa vista panorámica de la bahía y del horizonte de rocas que terminaba en el faro.
Y ahora sucede algo delicioso. El proceso de recreación de aquel portaplumas y el microcosmos entrevisto por su mirilla estimula mi memoria a que haga un último esfuerzo. Trato de acordarme una vez más del nombre del perro de Colette, y, claro, entre aquellas playas remotas, sobre las arenas brillantes del pasado, donde cada pisada se va llenando despacio con el agua del atardecer, su nombre se me va acercando, ruidoso y vibrante, ya llega, ya llega, ¡Floss, Floss, Floss!
Colette ya estaba en París cuando llegamos nosotros para pasar un día antes de continuar nuestro viaje a casa; y allí en un parque con gamos, bajo un frío cielo azul, la vi (lo habían acordado nuestros mentores, creo) por última vez. Llevaba un aro y su palo correspondiente para jugar con él, y todo en torno suyo era extremadamente correero y elegante, de un modo otoñal, parisino, tenue-de-ville-pour-fillettes. Le quitó a su institutriz un regalo de despedida que deslizó en la mano de mi hermano, una caja de almendras garrapiñadas que, sabía yo, me estaban destinadas única y exclusivamente a mí; y tras ese gesto, al momento siguiente, desapareció de nuestro lado, jugando con su aro que lanzaba destellos bajo sol y sombras, dando vueltas y más vueltas alrededor de una fuente cegada por hojas secas junto a la que yo la observaba. Las hojas se mezclan en mi recuerdo con la piel de sus zapatos y de sus guantes, y algún detalle de su atuendo, me acuerdo ahora (quizá la cinta de su gorra escocesa, o el dibujo de sus medias) me recordó entonces el arco iris en espiral de una canica de cristal. Todavía creo sostener aquella hebra iridiscente, sin saber exactamente dónde acomodarla, mientras ella corre con su aro cada vez más rápida en torno a mí hasta que se desvanece entre las estrechas sombras del sendero de grava formadas por los arcos de hierro entrelazados que marcaban sus bordes.
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