Virginia Woolf
(1882-1941)


Al faro (1927)
(To the Lighthouse)


1. La ventana

1

       —Si el tiempo es bueno, por supuesto que iremos —dijo la señora Ramsay—. Pero tendréis que levantaros con la aurora —añadió.
      Fue muy grande la alegría que aquellas palabras causaron en su hijo menor, como si ya hubiera quedado decidido que la expedición era cosa segura y que la maravilla que anhelaba desde hacía tanto tiempo —años y años, se diría— se hallaba, después del breve paréntesis de la oscuridad de una noche y de una jornada de navegación, al alcance de la mano. Dado que a los seis años pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimiento de otro, y están obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegrías y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son más que niños, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, dotó, mientras su madre hablaba, de una felicidad supraterrena a la imagen de un refrigerador. Era un aparato aureolado de alegría. La carretilla, la segadora de césped, el ruido de los álamos, la palidez de las hojas antes de la lluvia, los graznidos de los grajos, el raspar de las escobas, el frufrú de los vestidos: cada una de aquellas sensaciones tenía en su mente un colorido tan nítido que constituían ya un código privado, un lenguaje secreto, aunque él, con su frente alta y sus despiadados ojos azules, impecablemente cándidos y puros, fruncido ligeramente el ceño ante el espectáculo de la fragilidad humana, pareciera la imagen de la severidad más inflexible y absoluta, por lo que su madre, al verlo guiar sin vacilación las tijeras en torno al refrigerador, se lo imaginó todo de rojo y armiño, administrando justicia o dirigiendo una importante y delicada operación financiera durante alguna crisis de los asuntos públicos.
      —Pero no va a hacer buen tiempo —dijo su padre, deteniéndose delante de la ventana de la sala de estar.
      Si hubiera tenido a mano un hacha, un atizador para el fuego o cualquier otra arma capaz de agujerear el pecho de su padre y de matarlo, allí mismo y en aquel instante, James la hubiera empuñado con gusto. Tales eran los abismos de emoción que el señor Ramsay provocaba en el pecho de sus hijos con su simple presencia: inmóvil, como en aquel momento, tan enjuto como una navaja, tan afilado como una hoja, sonriendo sarcástico, no sólo por el placer de desilusionar a su hijo y arrojar ridículo sobre su esposa, que era diez mil veces mejor que él desde cualquier punto de vista (en opinión de lames), sino también por el secreto orgullo que le producía la exactitud de sus propios juicios. Lo que decía era verdad. Siempre era verdad. Era incapaz de decir algo que no fuese verdad; nunca modificaba los hechos; nunca renunciaba a una palabra desagradable en servicio de la conveniencia o del placer de ningún mortal, y menos aún de sus propios hijos, que, carne de su carne y sangre de su sangre, tenían que estar al tanto desde la infancia de que la vida es difícil; de que en materia de hechos no hay compromiso posible; y de que el paso a la tierra legendaria en donde nuestras esperanzas más gloriosas se desvanecen y nuestros frágiles barquichuelos naufragan en la oscuridad (aquí el señor Ramsay se erguía y contemplaba el horizonte entornando sus ojillos azules), requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.
      —Pero quizá haga buen tiempo…, espero que haga buen tiempo —dijo la señora Ramsay, impaciente, retorciendo un poco la media de color marrón rojizo que estaba tejiendo. Si las terminaba aquella noche, si, pese a todo llegaban a ir al faro, se las daría al farero para su hijito, enfermo de tuberculosis ósea; y acompañaría el regalo con un montón de revistas antiguas y algo de tabaco; a decir verdad, les llevaría cualquier cosa inútil que encontrase a mano y no hiciera más que ocupar espacio, con el fin de que aquellas pobres gentes que tenían que estar muertas de aburrimiento, sin otra ocupación durante todo el día que sacar brillo a la lámpara, despabilar la mecha y rastrillar su ridículo jardín, se distrajeran un poco. Porque, ¿a quién podía gustarle permanecer encerrado, durante todo un mes, y posiblemente más en época de tempestades, en una isla rocosa del tamaño de una pista de tenis?, preguntaba la señora Ramsay; a lo que había que añadir la ausencia de correspondencia y de periódicos y el no ver a nadie; y si se era casado, vivir separado de la esposa, no saber cómo estaban los hijos, si habían enfermado, o si se habían caído y se habían roto una pierna o un brazo; ver las mismas olas monótonas rompiendo semana tras semana, y luego la llegada de alguna terrible tempestad, las ventanas cubiertas de espuma, los pájaros chocando contra la lámpara, todo el edificio estremecido, y no atreverse siquiera a sacar fuera la nariz por temor a terminar en el fondo del mar. ¿Qué tal os parecería?, preguntaba la señora Ramsay, dirigiéndose de modo especial a sus hijas. De manera que, añadía, cambiando por completo de tono, había que llevarles cualquier consuelo que se tuviera al alcance de la mano.
      —Directamente del oeste —dijo el señor Tansley, el ateo, abriendo mucho los dedos huesudos para que el viento soplara entre ellos, porque acompañaba al señor Ramsay en su paseo vespertino a lo largo de la terraza. Que el viento procediera del oeste significaba que soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el faro. Sí, decía cosas desagradables, reconoció la señora Ramsay; era una crueldad desilusionar todavía más a James; pero, al mismo tiempo, no les dejaría que se rieran de él. «El ateo», lo llamaban; «el ateíto». Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper y Roger hacían lo mismo; incluso el viejo Badger, al que ya no le quedaba ni un solo diente, lo había mordido, por ser (en palabras de Nancy) el enésimo joven que los había perseguido hasta las islas Hébridas, cuando era mucho más agradable la soledad.
      —Tonterías —dijo la señora Ramsay con gran seriedad. Dejando a un lado la tendencia a exagerar que habían heredado de ella y prescindiendo de que no les faltaba razón cuando insinuaban que invitaba a demasiada gente, por lo que a algunos tenían que buscarles alojamiento en el pueblo, no soportaba que se tratara descortésmente a sus invitados, a los jóvenes en particular, que eran tan pobres como ratas, «excepcionalmente capacitados», decía su marido (además de grandes admiradores suyos), y que venían a pasar con ellos las vacaciones. De hecho todo el sexo masculino estaba bajo su protección; por razones que era incapaz de explicar, por su caballerosidad y su valor y porque negociaban tratados y gobernaban la India y controlaban las finanzas; y en último extremo por una actitud hacia ella que cualquier mujer, inevitablemente, consideraría agradable; por un algo confiado, infantil y reverente que una mujer mayor podía aceptar de un joven sin pérdidas de dignidad; y desventurada la muchacha (¡rogaba al Cielo que entre su número no se contara ninguna de sus hijas!) que no sintiera, hasta la médula de los huesos, la importancia de aquella actitud y todo lo que implicaba.
      La señora Ramsay se volvió hacia Nancy con expresión severa. No los había perseguido, dijo. Lo habían invitado.
      Tenían que encontrar algún modo de escapar a todo aquello. Tenía que haber alguna manera más sencilla, menos laboriosa, suspiró. Cuando se miraba al espejo y veía los cabellos grises y las mejillas hundidas a los cincuenta años, se le ocurría que quizás podría haber sido más eficaz con su marido, en la administración del dinero, al ocuparse de los libros del señor Ramsay. Pero, en cuanto a ella, nunca lamentaría, ni por un momento, las decisiones tomadas, ni rehuiría las dificultades ni se desentendería de sus obligaciones. En aquel instante su aspecto resultaba impresionante y tan sólo en perfecto silencio, la cabeza todavía inclinada sobre el plato, les fue posible a sus hijas —Prue, Nancy, Rose—, después de que les hubiera hablado con tanta severidad sobre Charles Tansley, volver a juguetear con las ideas heterodoxas que habían cultivado en una vida diferente de la de su madre; en París, quizá; una vida menos controlada; sin estar siempre pendientes de algún hombre; porque en la mente de todas existía una muda voluntad de desafío ante cuestiones como la deferencia y la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio Británico, los anillos y los adornos de encaje, aunque también había en ello algo de la esencia de la belleza, que despertaba en sus corazones juveniles la admiración de los valores masculinos y hacía que, mientras se sentaban a la mesa bajo la mirada de su madre, rindieran homenaje a su extraña severidad, a su extremada cortesía, como la de una reina que alza del barro el pie del mendigo y procede a lavarlo, y ello incluso cuando las reprendía con tanta severidad por su manera de hablar sobre el miserable ateo que los había perseguido hasta la isla de Skye o, hablando con más propiedad, al que se había invitado a pasar una temporada con ellos.
      —No se podrá desembarcar mañana en el faro —dijo Charles Tansley, uniendo las manos ruidosamente mientras seguía junto a la ventana con el señor Ramsay. Ya había hablado más de lo necesario, sin duda alguna. La señora de la casa quería que se marcharan y prosiguieran su conversación y los dejaran solos a ella y a James. Contempló a su invitado. Era un ejemplar absolutamente impresentable de la raza humana, decían los niños, todo él bultos y oquedades. Jugaba rematadamente mal al críquet, era fisgón y arrastraba los pies al andar. Y un estúpido, a pesar de sus sarcasmos, decía Andrew. Sabían perfectamente lo que más le gustaba: estar siempre paseando —arriba y abajo, abajo y arriba— con el señor Ramsay, explicando quién había ganado esto, quién aquello, quién se hallaba excepcionalmente dotado para el verso latino, quién «aunque brillante, está en mi opinión, totalmente equivocado», quién, sin duda, «es el tipo más capaz de Balliol», si bien, por el momento, ocultase su luz en Bristol o en Bedford, pero del que, indefectiblemente, se volvería a hablar cuando se publicara el resumen de su tesis (sobre alguna rama de la matemática o de la filosofía), resumen del que el señor Tansley tenía en su poder, en galeradas, las primeras páginas, en el caso de que el señor Ramsay quisiera verlas. Tales eran las cosas de las que hablaba con su anfitrión.
      A veces la señora Ramsay no podía evitar la risa. Días antes ella había dicho algo sobre «olas altas como montañas». Sí, respondió Charles Tansley, el mar estaba un poco encrespado. «¿No se ha calado usted hasta los huesos?», le preguntó. «Algo húmedo, pero no calado», dijo el señor Tansley, pellizcándose la manga y palpándose los calcetines.
      Pero no era eso lo que les molestaba, decían sus hijos. No se trataba de su cara ni de sus modales. Era él: su punto de vista. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía muy buena noche y que por qué no se sentaban en la terraza, su queja sobre Charles Tansley era que sólo se sentía satisfecho cuando daba por completo la vuelta al tema, consiguiendo de algún modo brillar él y denigrarlos a ellos, y haciendo de paso que se sintieran incómodos por su manera avinagrada de dejarlo todo despellejado y exangüe. Y añadían que iba a los museos y a las exposiciones y les preguntaba si les gustaba su corbata. Y bien sabía Dios, decía Rose, que no era ese el caso.
      En cuanto terminó la comida, los ocho hijos e hijas de los señores Ramsay, sigilosos como ciervos, salieron del comedor en busca de sus dormitorios, único refugio posible en una casa donde no había ningún otro sitio para discutir de todo y de nada: la corbata de Tansley, la aprobación de la ley de la reforma, las aves marinas y las mariposas, la gente; y todo ello mientras la luz del sol inundaba los cuartos del ático —separados entre sí por tabiques muy delgados, de manera que se oía con nitidez cualquier ruido, incluidos los sollozos de la doncella suiza, que lloraba porque su padre se estaba muriendo de cáncer en un valle del cantón de los Grisones— e iluminaba bates de críquet, pantalones de franela, sombreros de paja, tinteros, botes de pintura, escarabajos y cráneos de pájaros, al mismo tiempo que hacía brotar de las largas tiras onduladas de algas colgadas de la pared un olor a sal y a maleza que también despedían las toallas, rasposas por la arena adherida durante el baño.
      Querellas, divisiones, diferencias de opinión y prejuicios incorporados al entramado mismo del ser: ¡cuánto lamentaba la señora Ramsay que empezaran tan pronto! Sus hijos tenían una actitud muy crítica. Decían muchas tonterías. Salió del comedor con James de la mano, puesto que el benjamín no quería ir con los demás. A ella le parecía absolutamente sin sentido inventar diferencias cuando la gente, el Cielo era testigo, ya resultaba bastante distinta por naturaleza. Basta, y sobra, con las verdaderas diferencias, pensó, deteniéndose junto a la ventana de la sala de estar. Meditaba en aquel momento sobre ricos y pobres, clase alta y clase baja; era cierto que las personas de noble cuna recibían de ella, casi a regañadientes, cierta medida de respeto, porque ¿acaso no corría por sus venas la sangre de una casa italiana muy distinguida, aunque ligeramente apócrifa, cuyas hijas, desperdigadas por diferentes salones ingleses en el siglo XIX, habían ceceado de manera encantadora y habían dado pruebas de su temperamento con gran ímpetu, por lo que todo el ingenio y el porte y el carácter de la señora Ramsay procedía de ellas y no de la lentitud de Inglaterra ni de la frialdad de Escocia? Pero meditaba sobre todo acerca del otro problema, el de los ricos y los pobres, el de las cosas que veía con sus propios ojos todas las semanas, a diario, allí y en Londres, cuando visitaba a esta viuda, o a aquella ama de casa combativa con una bolsa al brazo y en la mano una libreta y un lápiz que utilizaba para anotar, en columnas cuidadosamente trazadas para ese fin, ingresos y gastos, empleo y paro, con la esperanza de dejar de ser una simple mujer, cuya caridad era en parte freno a su indignación y en parte alivio de su curiosidad, para convertirse en investigadora y poner en claro el problema social, tarea que, debido a su escasa formación, admiraba grandemente.
      Inmóvil junto a la ventana, con James de la mano, a la señora Ramsay le parecía que se trataba de cuestiones sin solución. El joven del que sus hijos se reían la había seguido hasta el cuarto de estar; se había detenido junto a la mesa y jugueteaba con algo, torpemente, sintiéndose fuera de lugar, estado de ánimo que ella adivinaba sin necesidad de volverse para mirarlo. Se habían ido todos: sus hijos, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, su marido; todos. Con un suspiro se volvió y dijo:
      —¿Le aburriría mucho acompañarme, señor Tansley?
      Tenía que hacer un recado sin interés y escribir una o dos cartas; quizá tardara diez minutos; se pondría el sombrero. Y, con la cesta y la sombrilla, reapareció diez minutos más tarde, dando la sensación de estar preparada, de haberse equipado para una breve excursión, que, sin embargo, tuvo que interrumpir por un instante, cuando pasaron junto a la pista de tenis, para preguntar al señor Carmichael —que estaba tomando el sol con sus amarillos ojos de gato entreabiertos, de manera que, al igual que los de un gato, parecían reflejar la agitación de las ramas o el movimiento de las nubes, pero sin dar el menor indicio de actividad mental o de emoción de ningún tipo— si quería alguna cosa.
      Porque, dijo la señora Ramsay riendo, se disponían a hacer la gran expedición. Iban al pueblo. «¿Sellos, papel de cartas, tabaco?», le sugirió, deteniéndose a su lado. Pero no, el señor Carmichael no quería nada. Juntó las manos sobre su espacioso vientre, guiñó los ojos como si le hubiera gustado responder amablemente a aquellas atenciones (la señora Ramsay se mostraba encantadora aunque un poco nerviosa), pero no pudo hacerlo, hundido como se hallaba en la somnolencia gris verdosa que los abrazaba a todos —sin necesidad de palabras— en un vasto y benévolo letargo de buena voluntad: a toda la casa, a todo el mundo, a todas las personas que lo habitaban, porque, durante el almuerzo, había vertido en su copa unas gotas de algo, lo que explicaba, según la teoría de los chicos, la llamativa raya de color amarillo canario en unos bigotes y una barba que eran habitualmente de tonalidad lechosa. No quería nada, murmuró.
      Debería haber llegado a ser un gran filósofo, dijo la señora Ramsay durante el descenso por la carretera hacia el pueblo de pescadores, pero había hecho un matrimonio desgraciado. Mientras caminaba con la sombrilla muy derecha, poniendo de manifiesto con toda su actitud, sin que se supiera bien de qué forma, un estar a la espera, como si fuera a encontrarse con alguien al doblar la esquina, procedió a contar la historia del señor Carmichael; una aventura amorosa en Oxford, un matrimonio precipitado, la pobreza, el viaje a la India, algunas traducciones de poesía «muy hermosas, según creo», su disposición para enseñar persa o indostaní a los chicos, pero ¿para qué servía eso en realidad? Y luego, allí lo tenía, tumbado, como había visto, sobre el césped.
      A Tansley le halagó; después del desaire que se le había hecho, le aplacó que la señora Ramsay le contara aquello y se sintió revivir. Insinuando, además, como hacía ella, la grandeza del intelecto varonil incluso en su decadencia, la sujeción de las esposas (aunque ella no culpase a la muchacha y el matrimonio hubiera sido razonablemente feliz, en opinión suya) al trabajo de sus maridos, la anfitriona logró que se sintiera más satisfecho consigo mismo de lo que lo había estado hasta aquel momento, y le hubiera gustado, en el caso de tomar un taxi, pagar él la carrera. En cuanto a la bolsita, ¿no le permitiría que se la llevara? No, no, dijo la señora Ramsay, siempre la llevaba ella. Y así era, en efecto. Charles Tansley lo comprendió. Captaba muchas cosas y, en particular, algo que le estimulaba y le preocupaba, aunque por razones que no era capaz de explicar. Le gustaría que su anfitriona lo viera, con toga y muceta, participando en alguna procesión académica. Un puesto de profesor, una cátedra…, se sintió capaz de cualquier cosa y se vio…, pero ¿qué era lo que miraba la señora Ramsay? Un hombre pegando un cartel. La enorme hoja restallante se iba alisando, y cada nuevo brochazo revelaba nuevas piernas, aros, caballos, unos rojos y azules resplandecientes que ningún pliegue venía a perturbar, hasta que medio muro quedó cubierto con el anuncio de un circo; cien jinetes, veinte focas amaestradas, leones, tigres… Acercándose mucho, porque era corta de vista, la señora Ramsay leyó que… «visitaría aquella población». Era sumamente peligroso para un manco, exclamó, trabajar en lo alto de una escalera de aquel modo: una cosechadora le había cortado el brazo hacía dos años.
      —¡Tenemos que ir todos! —exclamó caminando de nuevo, como si aquella profusión de jinetes y caballos la hubieran llenado de un júbilo infantil, haciéndole olvidar su compasión.
      —Tenemos que ir —dijo él, repitiendo las palabras de la señora Ramsay, pero con una falta tal de naturalidad que a su interlocutora le resultó penosa. «Tenemos que ir al circo». No. No era capaz de decirlo bien. No era capaz de sentirlo. Pero ¿por qué no?, se preguntó. ¿Qué era lo que le pasaba? En aquel momento le caía muy bien. ¿Era que nunca lo habían llevado al circo, preguntó, de niño? Nunca, respondió, como si ella le hubiera hecho la pregunta que estaba deseando contestar; como si durante todos aquellos días hubiera estado anhelando contar cómo él y sus hermanos nunca habían ido al circo de pequeños. Eran una familia muy numerosa, nueve hermanos y hermanas, y su padre trabajaba para vivir. «Mi padre es boticario, señora Ramsay». Charles se había pagado los estudios desde los trece años. Muchas veces había pasado el invierno sin abrigo. En la universidad nunca pudo «corresponder a la hospitalidad de otros» (esas fueron sus ceremoniosas palabras). Tenía que hacer que las cosas le durasen el doble que a lo demás; fumaba picadura, el tabaco más barato, el mismo que fuman en los muelles los viejos marineros retirados. Trabajaba con ahínco, siete horas diarias; su tema actual era la influencia de algo sobre alguien… Seguían caminando, y la señora Ramsay no captaba del todo el significado de sus palabras, que le llegaban aisladas…, tesis…, ayudante…, adjunto…, profesor. No era capaz de seguir la fea jerga académica, que, al parecer, brotaba de la boca de Tansley sin esfuerzo alguno, pero se dijo que ahora entendía por qué la idea de ir al circo lo había descentrado por completo, pobrecillo, y por qué había sacado a relucir al instante todo aquello sobre su padre y su madre y sus hermanos y sus hermanas; se ocuparía de que sus hijos no volvieran a reírse de él; se lo explicaría a Prue. Lo que le hubiera gustado, supuso, sería contar a sus amigos cómo había ido a ver una obra de Ibsen en compañía de los Ramsay. Era un pedante de tomo y lomo y la persona más aburrida del mundo. A pesar de que ya habían llegado al pueblo y estaban en la calle principal, con carros que rechinaban sobre los adoquines, aún seguía hablando sobre academias populares, enseñanza, obreros, ayudar a los de su clase y conferencias, hasta que la señora Ramsay llegó a la conclusión de que su acompañante había recuperado por completo la confianza en sí mismo, se había repuesto de la conmoción del circo, y estaba a punto (de nuevo le caía francamente bien) de decirle…, pero allí, con las casas desapareciendo por ambos lados, se encontraron en el muelle, toda la bahía se extendió ante ellos y la señora Ramsay no pudo por menos de exclamar: «¡Qué hermosura!». Porque tenía delante la gran bandeja de agua azul; el faro blanco, distante, austero, en el centro; y a la derecha, hasta donde llegaba la vista, desapareciendo y perdiéndose, en suaves pliegues bajos, las dunas, cubiertas de ondeantes hierbas silvestres, que siempre parecían alejarse hacia algún país lunar, desconocido de los hombres.
      Aquel era el panorama, dijo, deteniéndose, mientras los ojos se le volvían más grises, algo que gustaba mucho a su marido.
      Hizo una pequeña pausa. Pero ahora, añadió, habían llegado los artistas. De hecho, a muy pocos pasos, se encontraba uno de ellos, con jipijapa y botas amarillas, de rostro redondo y colorado, serio, meticuloso y absorto, que, pese a los diez niñitos que le observaban atentamente, examinaba el paisaje con aire de honda satisfacción y luego, una vez que había mirado, mojaba el pincel hundiendo la punta en algún suave montículo verde o rosa. Desde que el señor Paunceforte había estado allí, tres años antes, todos los cuadros eran así, explicó la señora Ramsay, verdes y grises, con embarcaciones a vela de color amarillo limón en el mar y en la playa mujeres de color rosa.
      Pero los amigos de su abuela, dijo, mirando discretamente mientras pasaban, se esforzaban muchísimo; primero mezclaban sus propios colores, después los trituraban y finalmente los cubrían con paños húmedos para evitar que se secaran.
      El señor Tansley supuso que su acompañante quería que viera las insuficiencias del cuadro de aquel hombre, ¿era así como se decía? ¿Que los colores no eran sólidos? ¿Era aquello lo que se tenía que decir? Bajo la influencia de la extraordinaria emoción que había ido creciendo durante todo el paseo, de la emoción que había empezado en el jardín, cuando quiso llevarle la bolsa, y que había aumentado en el pueblo cuando le contó su vida y milagros, estaba llegando a tener una visión ligeramente deformada de sí mismo y de todo lo que había conocido. Era sumamente extraño.
      Se quedó a esperarla en la sala de la casita a donde la señora Ramsay lo había conducido, mientras ella subía un momento al piso alto para ver a una enferma. Oyó arriba sus pasos rápidos y luego su voz, alegre primero, reposada después; contempló los tapetes, los tarros para el té, los fanales; esperó con creciente impaciencia; anticipó con vivo placer el paseo de vuelta, decidido esta vez a llevar la bolsa de su anfitriona; luego la oyó salir, cerrando una puerta; y estaba diciéndole a alguien que tenían que mantener las ventanas abiertas y las puertas cerradas y que acudieran a su casa para pedir cualquier cosa que necesitaran (debía de tratarse de una niña), cuando se presentó ante sus ojos de repente, se detuvo sin hablar unos momentos (como si hubiera estado representando un papel en el piso de arriba y ahora se permitiera ser un poco ella misma), y aún se inmovilizó más delante de un cuadro de la reina Victoria con la cinta azul de la orden de la Jarretera; entonces, de pronto, se dio cuenta de lo que le estaba pasando, lo entendió con toda claridad: la señora Ramsay era la criatura más hermosa que había visto nunca.
      Con estrellas en los ojos y velos en los cabellos, adornada con ciclamen y violetas silvestres…, ¿qué tonterías estaba pensando? Tenía por lo menos cincuenta años y ocho hijos. Atravesando campos florecidos y llevándose al pecho capullos tronchados y corderos caídos; con estrellas en los ojos y el viento en los cabellos… Le cogió la bolsa.
      —Adiós, Elsie —dijo la señora Ramsay antes de empezar a caminar calle arriba, manteniendo el parasol muy recto y avanzando como si esperase encontrar a alguien a la vuelta de la esquina, mientras que, por primera vez en su vida, Charles Tansley sintió un orgullo fuera de lo común; un hombre que trabajaba en un canal de drenaje se detuvo para mirarla; bajó los brazos y la miró; Charles Tansley sintió un orgullo extraordinario; sintió el viento y el ciclamen y las violetas porque, por primera vez en su vida, caminaba junto a una mujer hermosa y le llevaba la bolsa.


2

       —No se puede ir al faro, James —dijo, parado junto a la ventana, hablando torpemente, pero procurando, por deferencia hacia la señora Ramsay, suavizar la voz para darle al menos cierta apariencia de cordialidad.
      Odioso hombrecillo, pensó la señora Ramsay, ¿por qué insiste en decir eso?


3

       —Cuando amanezca seguro que lucirá el sol y cantarán los pájaros —dijo, compasiva, alisando el cabello del niño, porque era consciente de que su marido, con el enojoso recordatorio de que no haría bueno, había matado la alegría del muchacho. Lo de ir al Faro era algo en lo que el niño había puesto mucha ilusión, y por si fuera poca la burla de su marido, lo de que no haría bueno, ahora venía este hombrecillo detestable a refregárselo de nuevo.
      —Quizá sí que haga bueno —dijo, alisándole el cabello.
      Lo único que podía hacer era admirar el refrigerador, y pasar las hojas del catálogo del economato para buscar algún rastrillo o alguna máquina de cortar el césped, con muchos dientes y mangos; algo que exigiese una gran atención para recortarlo. Todos estos jóvenes eran parodias de su mando, pensó: si él decía que iba a llover, ellos afirmaban a continuación que habría un huracán.
      Pero no, al pasar la hoja, algo interrumpió la búsqueda de la ilustración del rastrillo o de la máquina de cortar el césped. Aquel huraño rumor, interrumpido de forma irregular por los resoplidos de las pipas al llevarlas a la boca, y al quitarlas de la boca, que no había dejado de asegurarle que los hombres pasaban el tiempo charlando alegremente, aunque la verdad es que no se distinguían las palabras (estaba sentada junto a la ventana); este rumor, que se había prolongado durante una media hora, y que había ocupado su lugar plácidamente entre el surtido de ruidos —ruidos a los que no podía sustraerse: tales como el chocar de las pelotas en los palos de críquet, o los ladridos ocasionales, «¡árbitro!, ¡árbitro!», de los niños—, había cesado; de forma que el monótono romper de las olas en la playa, que en general sonaba como una marcha militar que meciera sus pensamientos, y que parecía repetir de forma consoladora una y otra vez, cuando estaba sentada con los niños, aquella vieja canción de cuna, murmurada en esta ocasión por la naturaleza: «Soy quien te guarda, soy quien te cuida»; pero otras veces, repentina e inesperadamente, en especial cuando su mente se elevaba por encima de la tarea que tuviera entre manos, no tenía un sentido tan grato, sino que era como un siniestro redoble de tambores que señalara sin piedad la caducidad de la vida, e hiciera pensar en la destrucción de la isla, a la que tragaba el mar, y que la avisara de esta forma, cuando el día se le había escurrido de las manos en medio de un sinfin de tareas, de que todo era efimero como un arco iris; este ruido, pues, desfigurado y oculto bajo otros sonidos, de repente atronaba en el interior de su cabeza, y le hacía levantar la mirada víctima de un acceso de terror.
      La conversación había cesado, eso lo explicaba todo. Pasando, en un segundo, de la tensión que la había agarrotado, al otro extremo, como para indemnizarla por el gasto superfluo de emoción, se sintió tranquila, divertida, e incluso un algo maliciosa, pues pensó que habían plantado al pobre Charles Tansley. Poco le importaba. Si su marido necesitaba sacrificios (los necesitaba), le ofrecía con regocijo a Charles Tansley, por haber fastidiado a su niño.
      Poco después, con la cabeza erguida, se quedaba atendiendo, como si esperara algún ruido familiar, algún sonido mecánico y regular; después, al oír algo rítmico, algo entre habla y canción, algo que procedía del jardín, mientras su marido seguía paseando de un lado a otro de la terraza, algo intermedio entre el croar y la canción, se persuadió de que todo estaba en orden, y al bajar la mirada al libro que reposaba en sus rodillas halló algo que, si ponía mucho cuidado en ello, podría recortar James: una ilustración de una navaja con seis hojas.
      De repente se oyó un grito, como de un sonámbulo, como de entresueño:

             Bajo una tempestad de metralla y obuses[*]

       Lo oyó como si lo hubieran gritado junto a su oído, y se volvió como si temiera que alguien estuviera oyéndolo. Sólo estaba Lily Briscoe, no pasaba nada. Pero ver a la muchacha al otro lado del jardín, pintando, le hizo pensar en algo: recordó que tenía que mantener la cabeza en la misma posición para el retrato de Lily. ¡El retrato de Lily! Mrs. Ramsay se sonrió. Con esos ojillos rasgados, con tantas arrugas, no se casaría nunca; no había que tomarse muy en serio lo de su pintura; pero era una muchachita independiente, y por ese motivo le gustaba a Mrs. Ramsay, así que, al recordar la promesa, inclinó la cabeza.


4

       A decir verdad, casi le derriba el caballete al acercarse gritando: «Pero seguimos cabalgando, valientes», aunque, misericordiosamente, hizo un quiebro, y se alejó galopando para morir de forma gloriosa, pensó ella, en los altos de Balaclava. No conocía ejemplo alguno de alguien a la vez tan ridículo y preocupante. Pero mientras sólo hiciera eso, gesticular, gritar, estaba tranquila; seguro que no se detendría a mirar el cuadro. Eso precisamente es lo único que Lily Briscoe no habría soportado. Incluso cuando consideraba el volumen, la línea, el color, a Mrs. Ramsay sentada en la ventana con James, mantenía una antena dirigida al entorno, no fuera a ser que se acercara alguien, y de repente hubiera alguien mirando el cuadro. Ahora, con los sentidos alerta, por decirlo de algún modo, mirando, esmerándose, hasta que conseguía que los colores de la pared y de la más lejana clemátide ardieran en sus ojos, advirtió que alguien había salido de la casa, y se acercaba a ella; pero supo, de alguna forma, por el modo de pisar, que era William Bankes, de manera que, aunque el pincel acusó un temblor, dejó el lienzo como estaba, no lo inclinó contra el césped, como habría hecho si hubiera sido Mr. Tansley, Paul Rayley, Minta Doyle, o prácticamente cualquier otro. William Bankes se detuvo ante ella.
      Se alojaban en el pueblo, de forma que, yendo y viniendo, despidiéndose ante la puerta, hablando de sopas, de los niños, de esto y aquello, se habían convertido en aliados; así, cuando se detuvo junto a ella, con aquel aire de juez (tenía edad como para poder ser su padre, dedicado a la botánica, viudo, olía a jabón, muy exacto y limpio), ella sencillamente no hizo nada. Lo único que hacía era quedarse junto a ella. Buenos zapatos calza, observó él. No son de los que aprietan los dedos de los pies. Como se alojaban en la misma casa, él había observado también que era una mujer muy ordenada; se levantaba antes de que los demás desayunaran, y salía, creía él que sola, a pintar. Era pobre, suponía; carecía de los rasgos o el encanto de Miss Doyle, ciertamente, pero estaba llena de sensatez, lo que a los ojos de él la hacía muy superior a aquella joven dama. Por ejemplo, ahora, cuando Mrs. Ramsay caía sobre ellos, gritando, gesticulando, Miss Briscoe, al menos eso creía él, era capaz de comprender.

             Error, trágico error.[1]

       Mr. Ramsey los miraba enfadado. Era una mirada colérica, pero no los veía. Eso los hizo sentirse vagamente incómodos. Habían visto juntos algo que se supone que no deberían haber visto. Habían invadido la intimidad de alguien. Y eso obligó a Mr. Bankes a decir casi a continuación que estaba cogiendo frío, y le propuso que fueran a dar un paseo, pero Lily pensó que se trataba de una excusa para irse, para alejarse donde no se oyera a nadie. Sí, aceptó. Pero le costó separar la mirada del cuadro.
      La clemátide era de color violeta intenso, la pared era sorprendentemente blanca. Creía que era poco honrado no reflejar fielmente el violeta intenso y el blanco sorprendente, puesto que así los veía; aunque la moda era, desde la visita de Mr. Paunceforte, ver todo con matices pálidos, elegantes, semitransparentes. Y además del color estaba lo de la forma. Veía ella todo con tanta claridad, con tanta seguridad, cuando dirigía la mirada a la escena; pero todo cambiaba cuando cogía el pincel. Era en ese momento fugaz que se interponía entre la visión y el lienzo cuando la asaltaban los demonios, que, a menudo, la dejaban a punto de echarse a llorar, y convertían ese trayecto entre concepción y trabajo en algo tan horrible como un pasillo oscuro para un niño. Le sucedía con frecuencia: luchaba en inferioridad de condiciones para mantener el valor; tenía que decirse: «Lo veo así, lo veo así», para atesorar algún resto de la visión en el corazón, una visión que un millar de fuerzas se esforzaba en arrancarle. Así, de aquella forma desabrida y destemplada, cuando comenzaba a pintar, se apoderaban de ella estas fuerzas, y se le venían otras cosas a la mente: su propia incompetencia, su insignificancia, lo de cuidar a su padre en su casa cerca de Brompton Road; y tenía que hacer un gran esfuerzo para dominarse y para no arrojarse a los pies de Mrs. Ramsay (gracias a Dios que hasta el momento había sabido resistirse a estos impulsos) y decirle, ¿qué se le podría decir?: «¿Estoy enamorada de usted?» No, no era verdad. ¿«Estoy enamorada de todo esto», señalando con la mano el seto, la casa, los niños? Era absurdo, era imposible. No podía decirse lo que una quería decir. Dejó los pinceles con mucho cuidado en la caja, bien ordenados, y dijo a William Bankes:
      —De repente hace frío. Parece como si el sol calentara menos —dijo, mientras examinaba los alrededores (porque todavía lucía el sol): la hierba que era todavía de un color verde oscuro, mate; el follaje de la casa en el que lucían estrellas de las flores de la pasión de color púrpura; los grajos que dejaban caer indiferentes graznidos desde el alto azul. Pero algo se movía, algo destellaba, algo movía un ala de plata en el aire. Después de todo, estaban en septiembre, a mediados de septiembre, y eran más de las seis de la tarde. Echaron a caminar por el jardín en la dirección de costumbre, cruzaron el campo de tenis, dejaron atrás la hierba de la pampa, llegaron a la abertura en el espeso seto, flanqueada por dos liliáceas como barras al rojo vivo que brillaran intensamente entre las que las aguas azules de la bahía parecían más azules que nunca.
      Iban al mismo lugar casi todas las tardes, como si los moviera alguna necesidad. Era como si el agua se llevara flotando los pensamientos que se hubieran estancado en la tierra seca, y les pusiera velas, y otorgara a los cuerpos alguna suerte de alivio físico. En primer lugar, el rítmico latido del color inundaba la bahía de azul, y el corazón se ensanchaba con ello, y el cuerpo se echaba a nadar; sólo que al instante siguiente se arrepentía, se detenía y se volvía rígido ante el erizado color negro de las rugosas olas. Luego, tras el peñasco negro, casi todas las tardes se levantaba un chorro irregular, y sólo había que quedarse esperando para sentir la alegría de su presencia: un surtidor de agua blanca; y además, durante la espera, se quedaba uno mirando la llegada de las olas sobre la pálida playa semicircular, una tras otra, que dejaban tras de sí una delicada película de madreperla.
      Se sonreían, allí en pie. Compartían cierta hilaridad, provocada por el movimiento de las olas; después era el nítido curso de un velero lo que provocaba la hilaridad: describía su trayecto una curva en la bahía, se detenía, se estremecía, amaba las velas; después, como si obedecieran una intuición propia para completar el cuadro, tras ese movimiento elegante, miraban a las lejanas dunas, y, en lugar de alegría, descendía sobre ellos cierta tristeza... porque las cosas estaban ya en parte completas, y en parte porque los paisajes lejanos parecen sobrevivir a los observadores un millón de años (pensaba Lily), y parecían estar ya en comunión con un cielo que contemplase la tierra en perfecto reposo.
      Mientras miraba hacia las lejanas dunas, William Bankes pensaba en Ramsay: pensó en una carretera en Westmorland, pensó en Ramsay dando zancadas solo, en algún camino, rodeado de esa soledad que parecía serle natural. Pero de repente hubo una interrupción, recordaba William Bankes (un hecho real), una gallina, que extendía las alas para proteger a los polluelos, ante lo cual Ramsay se paró, señaló con el bastón, y dijo: «Bonito..., bonito.» Una rara luz de su corazón, eso es lo que había pensado Bankes, algo que demostraba su sencillez, su comprensión hacia lo humilde; pero le parecía como si su amistad hubiese terminado allí, en aquel camino. Después, Ramsay se había casado. Y todavía más tarde, con unas cosas y otras, la amistad se había quedado sin sustancia. De quién había sido la culpa, no sabría decirlo; sólo que, tras cierto tiempo, la repetición había ocupado el lugar de la novedad. Se reunían para repetir. Pero en este mudo coloquio que sostuvo con las dunas mantuvo que, por su parte, su afecto hacia Ramsay de ninguna manera había disminuido; pero allí, como el cuerpo de un joven que hubiera reposado en la turba durante un siglo, con los labios de color rojo vivo, estaba su amistad, con su intensidad y su realidad preservadas más allá de la bahía, entre las dunas.
      Le preocupaba esta amistad, y quizá estaba preocupado también porque quería descargar su conciencia de esa imputación que se le había hecho de que era un ser apagado y consumido —porque Ramsay vivía entre un perpetuo bullicio de chiquillos, mientras que Bankes no sólo no tenía hijos, sino que además era viudo—, y quería que Lily Briscoe no desdeñase a Ramsay (a su manera, un gran hombre), y que comprendiese cómo estaban las cosas entre ellos dos. Su amistad había comenzado hacía muchos años, pero se había esfumado en un camino de Westmorland, cuando la gallina extendió las alas sobre los polluelos; después Ramsay se había casado, y sus caminos se habían apartado; había habido, ciertamente, sin culpa de ninguno de los dos, una tendencia a la repetición en sus encuentros.
      Sí. Así había sido. Terminó. Volvió la espalda al paisaje. Al volverse, para regresar por el mismo camino, cuesta arriba, Mr. Bankes advirtió cosas que no le habrían llamado la atención si las dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los labios rojos, preservado entre la turba..., por ejemplo: Cam, la más joven, hija de Ramsay. Cogía flores de mastuerzo marítimo junto a la orilla. Era libre y valiente. Y no quería darle «una flor al señor», aunque se lo había pedido la niñera. ¡No, no y no!, ¡no quería! Cerraba el puño. Daba patadas en el suelo. Mr. Bankes se sintió viejo y triste, acaso eso le había hecho sentirse equivocado respecto a su amistad. Seguro que era un individuo apagado y consumido.
      Los Ramsay no eran ricos, y no era poca maravilla que pudieran arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Alimentar a ocho hijos con los recursos de la filosofía! Aquí había otro, éste era Jasper, pasaba por allí, iba a disparar a los pájaros, dijo, indiferente; le dio la mano a Lily, se la estrechó como si fuera una manivela; esto movió a Mr. Bankes a decir, con amargura, que era ella la preferida. Y había que considerar lo de la educación (cierto: Mrs. Ramsay quizá tuviera algo que decir), por no hablar de cuántos zapatos y calcetines exigían estos «muchachotes»; todos eran de buena estatura, desgarbados, despreocupados. En cuanto a lo de saber quién era cada uno, y quién era mayor o más joven que los demás, eso sí que no sabría decirlo. En privado los llamaba como a los reyes y reinas de Inglaterra: Cam, La Malvada, James, El Despiadado; Andrew, El Justiciero; Prue, La Bella —porque Prue era hermosa, pensó, no podía evitarlo—; Andrew tenía talento. Mientras caminaba por el camino, y Lily Briscoe decía sí y no, y se mostraba de acuerdo con los comentarios (porque ella estaba enamorada de todos, estaba enamorada de este mundo), y él juzgaba el asunto de Ramsay, se apiadaba de él, lo envidiaba, como si lo hubiera visto desprenderse de todas aquellas glorias de aislamiento y austeridad que lo habían coronado en la juventud, y se hubiera cargado irrevocablemente de nerviosos cuidados y de cloqueantes costumbres hogareñas. Algo le daban, William Bankes lo reconocía; habría sido agradable que Cam le hubiera puesto una flor en el abrigo, o que se le hubiera acercado a mirar por encima del hombro una estampa de la erupción del Vesuvio, como hacía con su padre; pero también, los amigos de toda la vida no podían evitar pensarlo, lo habían destruido un poco. ¿Qué es lo que pensaría ahora un desconocido? ¿Qué pensaba esta Lily Briscoe? ¿Quién no se daba cuenta de que empezaba a tener manías, excentricidades, rarezas?, ¿quizá, incluso, flaquezas? Era sorprendente que un hombre de su inteligencia se rebajase de esa forma —quizá ésta era una forma muy grosera de decirlo—, que dependiera tanto de las alabanzas de los demás. —¡Ah —dijo Lily—, pero piense en su obra!
      Siempre que ella pensaba en su «obra» la veía ante sí, con toda claridad, representada por una enorme mesa de cocina.
      Andrew tenía la culpa. Una vez le había preguntado ella que de qué trataban los libros de su padre. «El sujeto, el objeto y la naturaleza de la realidad», había respondido Andrew. Y ella exclamó ¡Caramba!, pero no tenía ni la menor noción de lo que eso quería decir. «Piense en una mesa de cocina —le había dicho—, cuando usted no está presente.»
      De forma que, cuando pensaba en la obra de Mr. Ramsay, lo que veía era una mesa de cocina muy refregada. La veía ahora sobre una horquilla del peral, porque acababan de llegar donde los árboles frutales. Con un intenso dolor de concentración, pensó no en la rugosa corteza argentina del árbol, ni en las hojas en forma de pez, sino en una mesa de cocina fantasmal, un tablero de esos relucientemente limpios y refregados, ásperos y con nudos, cuya virtud parecían haber hecho pública los muchos años de vigor invertidos en su limpieza, que estaba allí en medio, con las cuatro patas al aire. Era natural que si alguien se pasaba toda la vida viendo las cosas en su esencia más geométrica, esto de reducir los adorables crepúsculos, las nubes con forma de flamencos y el azul y la plata, a una mesa de blanco pino con sus cuatro patas (esto es lo que convertía en algo aparte a las más refinadas mentes), era lo más natural que no se le pudiera juzgar como a los demás.
      A Mr. Bankes le gustaba la orden que le había dado: «Piense en su obra.» Vaya si había pensado en ella. Eran incontables las veces que se había dicho: «Ramsay es de los que escriben lo más importante antes de los cuarenta.» Su aportación más importante a la filosofía consistía en un librito que había escrito a los veinticinco años; lo que había hecho después había sido más o menos amplificación, repetición. Pero el número de hombres que escriben algo relevante sobre cualquier materia es muy reducido, dijo él, deteniéndose junto al peral, bien peinado, minuciosamente exacto, exquisitamente ponderado. De repente, como si el movimiento de su mano lo hubiera liberado, la carga de impresiones que en ella se habían acumulado acerca de él se deslizó, y se derramó en un verdadero alud en el que afloró todo lo que ella pensaba. Ésa era una sensación. A continuación se elevó entre vapores la esencia del ser de él. Otra sensación. Se quedó inmóvil a causa de la intensidad de la emoción; era su severidad, su bondad. Respeto cada uno de sus átomos (dialogaba con él en silencio): usted no es vano, usted es completamente impersonal, usted es más refinado que Mr. Ramsay, usted es el ser humano más refinado que conozco; usted no tiene esposa ni hijos (aunque sin interés sexual, deseaba ella llevar alegría a esa soledad); usted vive para la ciencia (involuntariamente, aparecieron ante los ojos de ella montones de trozos de patatas); el elogio sería un insulto para usted; ¡hombre generoso, de corazón puro, heroico! Pero al momento recordó que se había traído un ayuda de cámara hasta este remoto lugar; no le gustaba que los perros se subieran a los sillones; durante horas, sabía dar la lata (hasta que Mr. Ramsay daba un portazo) con discursos sobre la sal que debían llevar las verduras, o sobre lo malas que eran las cocineras inglesas.
      ¿Qué pensar?, ¿cómo juzgar a las personas?, ¿qué pensar de ellas?, ¿cómo se sumaba esto y aquello para llegar al resultado de si una persona te gustaba o no? Y en cuanto a esas palabras, después de todo, ¿qué sentido podía atribuírseles? En pie, inmóvil, junto al peral, se derramaban sobre ella las impresiones de esos dos hombres; y seguir sus propios pensamientos era como seguir una voz que hablara tan aprisa que el lapicero no pudiera seguir la palabra; pero la voz era la de ella, y decía, sin que nadie se lo apuntara, cosas evidentes, contradictorias y eternas; de forma que las grietas y rugosidades del árbol quedaban irrevocablemente definidas para toda la eternidad. Usted posee grandeza, pero Mr. Ramsay no. Él es ruin, egoísta, vano, egotista; lo han mimado; es un tirano; va a matar a Mrs. Ramsay; pero posee (se dirigía ahora a Mr. Bankes) lo que usted no tiene: una impertinente falta de tacto social, no se entretiene con bagatelas, ama a los perros y a sus hijos. Tiene ocho. Usted no tiene ninguno. ¿Pues no bajó el otro día con dos chaquetas para que Mrs. Ramsay le cortara el pelo con forma de tazón? Todo esto bailaba de un lado a otro, como una nube de mosquitos, todos separados, pero todos admirablemente controlados por una invisible red elástica: bailaban de un lado a otro en la mente de Lily, en torno a las ramas del peral, donde todavía colgaba la representación de la refregada mesa de pino, el símbolo de su intenso respeto por la mente de Mr. Ramsay; esto duró hasta el punto en que el pensamiento, que se revolvía cada vez más y más aprisa, estalló a causa de su propia intensidad; se oyó un disparo, y apareció, huyendo de los perdigones, una tumultuosa banda de asustados y efusivos estorninos.
      «¡Jasper!», exclamó Mr. Bankes. Se volvieron hacia donde volaban los estorninos, sobre la terraza. Siguiendo a los rápidos estorninos, que se dispersaban en el cielo, se introdujeron por la abertura del seto, y se dieron de bruces con Mr. Ramsay, quien con trágica resonancia exclamó: «¡Alguien había cometido un error!»
      Aquellos ojos, velados por la emoción, con desafiante intensidad trágica, buscaron los suyos durante un segundo, y temblaron al borde del reconocimiento, pero entonces comenzó a llevarse la mano hacia la cara como para desviar, para rechazar, en la agonía de una mezquina vergüenza, la mirada de ellos, como si les suplicara que evitaran por un momento lo que él sabía que era inevitable, como si quisiera forzarlos a aceptar ese resentimiento infantil que le causaban las interrupciones, que incluso en el momento del descubrimiento no iba a ceder, sino que iba agarrarse a algo que era propio de esta deliciosa emoción, esta impura rapsodia que le avergonzaba, y entonces dio media vuelta ante ellos, como si diera un portazo para refugiarse en su intimidad; y Lily Briscoe y Mr. Bankes miraron algo inquietos hacia el cielo, y advirtieron que la bandada de pájaros que Jasper había alborotado con la carabina ya se había posado en las copas de los olmos.


5

       —E incluso aunque mañana no haga buen tiempo —dijo la señora Ramsay, levantando los ojos para mirar a William Bankes y a Lily Briscoe cuando pasaban—, lo hará algún otro día. Y ahora —añadió, pensando que el encanto de Lily eran sus ojos achinados en aquella blanca carita suya un poco contraída, pero que se necesitaba un hombre inteligente para advertirlo—, ponte de pie y déjame que te mida la pierna —porque quizá fuesen al faro después de todo, y tenía que ver si la media no necesitaba uno o dos centímetros más de largo.
      Con una sonrisa en los labios, porque en aquel mismo instante se le acababa de ocurrir una idea admirable —William y Lily deberían casarse—, alzó la media de color de brezo, con su entrecruzamiento de agujas de acero en la parte superior y procedió a medirla contra la pierna de James.
      —Estate quieto, cariño —le dijo, porque, debido a los celos, nada deseoso de servir de horma para el hijo pequeño del farero, James se movía aposta; y si no se estaba quieto, ¿cómo iba ella a ver si era demasiado larga o demasiado corta?, preguntó.

       Alzó los ojos —¿qué diablillo se había apoderado de su benjamín, de su bienamado?— y vio la habitación, vio las sillas, que le parecieron lamentables. Como Andrew había dicho días antes, sus entrañas estaban diseminadas por el suelo; pero ¿qué sentido tenía, se preguntó, comprar sillas buenas para que se estropearan allí durante el invierno, cuando la casa, con sólo una anciana para ocuparse de ella, chorreaba humedad? Daba lo mismo; el alquiler era exactamente dos peniques y medio y a sus hijos les encantaba aquel sitio; en cuanto a su marido, le hacía mucho bien estar a tres mil o, si tenía que ser más precisa, a trescientos kilómetros de su biblioteca, sus clases y sus discípulos; y había sitio para invitados. Esteras, camas turcas, absurdos fantasmas de sillas y mesas cuya vida de servicio en Londres había terminado ya, aún hacían juego allí; y una fotografía o dos, y libros. Los libros, pensó, se multiplicaban solos. Nunca tenía tiempo para leerlos. Incluso, desgraciadamente, los libros recibidos como regalo y dedicados por la mano misma del poeta: «Para aquella cuyos deseos son órdenes»… «La Helena más feliz de nuestros días»…, era vergonzoso confesarlo, pero nunca los había leído. Y Croom sobre la Mente y Bates sobre las Costumbres salvajes de Polinesia («Cariño, estate quieto», dijo); tampoco podía enviarlos al faro. Llegaría el momento, supuso, en que la casa tuviera un aspecto tan lastimoso que habría que hacer algo. Si se les pudiese convencer para que se limpiaran los pies y no trajeran la playa a casa, ya sería algo. Tenía que aceptar los cangrejos si Andrew quería realmente hacerles la disección, o, si Jasper creía que era posible hacer sopa con algas, no se lo podía impedir; o los objetos de Rose: conchas, juncos, piedras; porque sus hijos tenían mucho talento, pero cada uno de manera distinta. Y el resultado era, lanzó un suspiro, recorriendo con los ojos toda la habitación, desde el suelo hasta el techo, mientras sostenía la media sobre la pierna de James, que las cosas tenían peor aspecto cada verano. La estera perdía color; el papel de las paredes se despegaba. Ya no se sabía si eran rosas lo que representaba. De todos modos, si todas las puertas de una casa se dejan constantemente abiertas, y no hay un solo cerrajero en toda Escocia capaz de arreglar un pestillo, las cosas tienen que echarse a perder. ¿De qué servía cubrir el marco de un cuadro con un chal verde de Cachemira? Al cabo de dos semanas tendría color de sopa de guisantes. Aunque era cierto que las puertas le molestaban mucho: todas se dejaban abiertas. Escuchó. Habían dejado abierta la puerta de la sala de estar y lo mismo sucedía con la del vestíbulo; el ruido hacía pensar que las puertas del dormitorio también estaban abiertas y lo estaba, sin duda, la ventana del descansillo de la escalera, porque esa la había abierto ella. Algo tan sencillo como que las ventanas debían estar abiertas y las puertas cerradas, ¿cómo era posible que ninguno lo recordara? Cuando iba de noche a las habitaciones de las criadas, las encontraba herméticamente cerradas y convertidas en hornos, con la excepción de Marie, la muchacha suiza, que prescindiría del baño antes que del aire fresco, aunque también había explicado que, en su país «las montañas eran muy hermosas». Su padre se moría, la señora Ramsay estaba enterada. Marie iba a quedarse huérfana. En el momento de reñirla y de explicarle su trabajo (cómo hacer una cama, cómo abrir una ventana, cerrando y extendiendo las manos a la manera de una francesa), todo se había plegado en silencio a su alrededor mientras la muchacha hablaba, a la manera en que, después de un vuelo al sol, las alas de un ave se pliegan calmosamente y el azul de su plumaje cambia del acero brillante al suave morado. La señora Ramsay se había quedado callada porque no había nada que decir. Se trataba de un cáncer de garganta. Al recordar su inmovilidad y cómo la muchacha había dicho: «En mi país las montañas son muy hermosas», sabiendo que no había esperanza, ninguna en absoluto, tuvo un espasmo de irritación y, hablando con brusquedad, le dijo a James:
      —Estate quieto. No seas pesado —de manera que su hijo supo al instante que su severidad no era fingida, por lo que extendió bien la pierna y su madre la midió.
      La media era demasiado corta; un centímetro por lo menos, incluso contando con que el pequeño de Sorley no estuviese tan crecido como James.
      —Es demasiado corta —dijo—, todavía me falta mucho.
      Nadie tuvo nunca un aspecto más triste. Amarga y negra, a mitad de camino, en la oscuridad, en el pozo que llevaba desde la luz del sol hasta las profundidades, quizá se formó una lágrima; se derramó una lágrima; las aguas se agitaron en esta y en aquella dirección, la recibieron y se inmovilizaron. Nadie tuvo nunca un aspecto más triste.
      Pero ¿se trataba sólo de apariencia?, decía la gente. ¿Qué había detrás de su belleza, de su esplendor? ¿Acaso otro, un novio anterior, sobre el que circulaban rumores, se había saltado la tapa de los sesos, preguntaban, había muerto una semana antes de la boda? ¿O no había nada en realidad, nada excepto una belleza incomparable, detrás de la cual la señora Ramsay vivía, sin que nada fuese capaz de perturbarla? Porque, si bien podría haber dicho, sin darle importancia, en algún momento de intimidad, cuando se contaban en su presencia historias de grandes pasiones, de amores fracasados, de ambiciones frustradas, que también ella los había conocido o los había sentido o pasado por ellos, nunca decía nada. Siempre guardaba silencio. Lo cierto era que sabía todo aquello; lo sabía sin haberlo aprendido. Su sencillez llegaba hasta el fondo de las cosas que las personas brillantes desvirtuaban. La sinceridad de su espíritu hacía que cayera a plomo como una piedra, que se posara con la exactitud de un pájaro; le daba, de manera natural, aquella impetuosa aprehensión de la verdad por el espíritu; aprehensión que deleita, consuela y sostiene, equivocadamente quizá.
      «La Naturaleza no dispone de mucha arcilla», dijo en una ocasión el señor Bankes, al oír su voz por teléfono, y muy conmovido por la idea de que la señora Ramsay le estaba dando información acerca de un tren, «como la que utilizó para moldearla a usted». Se la imaginaba al otro extremo del hilo, griega, de ojos azules y nariz recta. ¡Qué incongruente parecía telefonear a una mujer así! Las Gracias reunidas parecían haber juntado las manos en prados de asfódelos para componer aquel rostro. Sí, tomaría el tren de las diez treinta en Euston.
      «Se da tan poca cuenta de su belleza como una niñita», dijo el señor Bankes, colgando el teléfono y atravesando la habitación para ver qué progresos habían hecho los obreros que construían un hotel detrás de la casa. Y pensó en la señora Ramsay mientras contemplaba las agitación entre los muros inacabados. Porque siempre, pensó, había algún elemento incongruente que incorporar a la armonía de su rostro. Se podía encasquetar un sombrero de cazador o correr por el césped en chanclos para evitar que un niño se hiciera daño. De manera que si era simplemente su belleza en lo que se pensaba, había que recordar la realidad palpitante, la realidad viva (mientras los contemplaba, los obreros subían ladrillos por un estrecho tablón) e incorporarla a la imagen total; o si se pensaba en ella simplemente como mujer, había que atribuirle una personalidad original que se manifestaba mediante caprichos; o suponer algún deseo latente de despojarse de aquella realeza formal como si su belleza, y todo lo que los hombres decían de la belleza, le aburriera, y sólo quisiera ser como otras personas, insignificante. No estaba seguro. No lo sabía. Tenía que volver a su trabajo.
      Mientras tejía la media de color marrón rojizo, con la cabeza absurdamente contorneada por el marco dorado, el chal verde que había arrojado sobre el borde del marco y la obra maestra autentificada de Miguel Ángel, la señora Ramsay dulcificó lo que había habido de brusquedad con sus modales un momento antes, alzó la cabeza y besó a su chiquitín en la frente.
      —Vamos a buscar otro dibujo para recortar —dijo.


6

       Pero ¿qué había sucedido?
      Error, trágico error.
      Saliendo bruscamente de su ensoñación, la señora Ramsay encontró el sentido de unas palabras en apariencia ininteligibles que le daban vueltas por la cabeza desde hacía mucho tiempo. «Error, trágico error». Al reconocer con sus ojos de miope al señor Ramsay que, en aquel momento, se dirigía hacia ella, lo fue siguiendo con atención; cuando estuvo más cerca descubrió (el tintineo de las palabras cesó finalmente) que algo había sucedido, que alguien había cometido un error. Pero por mucho que se esforzaba no se le ocurría qué podía haber pasado.
      El señor Ramsay temblaba y se estremecía. Toda su vanidad, toda la satisfacción que experimentaba, espectador de su propio esplendor, cuando cabalgaba cruel como un trueno, feroz como un halcón, a la cabeza de sus hombres, por el valle de la muerte, se había hecho añicos, había quedado destruida. Bajo una tempestad de metralla y obuses, audaces cabalgamos y seguros, atravesando el valle de la Muerte, entre el fragor de las descargas…, hasta darse de bruces con Lily Briscoe y William Bankes. El señor Ramsay temblaba y se estremecía.
      Ni por lo más remoto se hubiera atrevido su mujer a dirigirle la palabra, al darse cuenta, gracias a signos familiares, como el apartar los ojos y cierto peculiar replegarse de toda su persona, con lo que daba la impresión de envolverse en sí mismo, que estaba necesitado de aislamiento para recobrar el equilibrio, porque se sentía ofendido y angustiado. La señora Ramsay acarició la cabeza de James, desahogando en su hijito los sentimientos que le inspiraba su marido y, al verlo pintar de amarillo la camisa blanca de vestir de un caballero en el catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, pensó en lo mucho que se alegraría si James se convirtiera en un gran artista; y ¿por qué no? Tenía una frente espléndida. Luego al levantar la vista cuando su marido cruzaba de nuevo por delante de ella, comprobó con alivio que un velo ocultaba el desastre; triunfaba la vida familiar; la costumbre salmodiaba su ritmo tranquilizador, de manera que, al detenerse ante la ventana, cuando de nuevo le correspondió pasar por delante, e inclinarse, burlón y caprichoso, para hacerle cosquillas a James en la pantorrilla desnuda con una ramita, la señora Ramsay le reprochó que hubiera despedido a «aquel pobre muchacho», Charles Tansley. Tansley se había marchado para trabajar en su tesis, respondió su marido.
      —James tendrá que escribir la suya cualquier día de estos —añadió irónico, agitando la ramita.
      Sintiendo un odio profundo hacia su padre, James apartó el instrumento que, de manera característica suya, y en la que se mezclaban severidad y humor, el señor Ramsay utilizaba para hacer cosquillas a su hijo pequeño.
      Intentaba acabar aquellas medias que tan pesadas se le hacían para llevárselas al día siguiente al pequeño de Sorley, dijo la señora Ramsay.
      No había la menor posibilidad de que pudieran ir al faro, replicó, muy enojado, el señor Ramsay.
      ¿Cómo lo sabía?, le preguntó su mujer. El viento cambiaba con frecuencia.
      La extraordinaria irracionalidad de aquella observación, la insensatez de la mente femenina le enfureció. Había cabalgado por el valle de la muerte, había sido destrozado y había temblado; y ahora su esposa prescindía por completo de los hechos, hacía que sus hijos concibieran esperanzas totalmente injustificadas, decía mentiras, pura y simplemente. Golpeó con el pie el escalón de piedra. «¡Condenada mujer!», dijo. Pero ¿qué había dicho ella? Simplemente, que quizá mañana hiciera bueno. Y quizá lo hiciera.
      No con el barómetro bajando y viento del oeste.
      Buscar la verdad con aquella sorprendente falta de consideración por los sentimientos de otras personas, desgarrar los delicados velos de la civilización de manera tan caprichosa y brutal le pareció a la señora Ramsay un ultraje tan horrible al decoro más elemental que, sin replicar, aturdida y cegada, inclinó la cabeza como para permitir que la violencia del granizo la golpeara y el chaparrón de agua sucia la salpicara sin que saliera de sus labios el menor reproche. No había nada que decir.
      El señor Ramsay no se apartó de su lado. Después de algún tiempo se ofreció, muy humildemente, para acercarse al servicio costanero y preguntar cuáles eran las previsiones meteorológicas, si era eso lo que quería.
      La señora Ramsay no reverenciaba a nadie como a su marido.
      Estaba totalmente dispuesta a aceptar su palabra, dijo. Sólo que en ese caso no necesitaría preparar los sándwiches, nada más. Todos acudían a ella, lógicamente, puesto que era mujer; venían a lo largo del día con esto y lo de más allá; uno quería una cosa, otro, otra; a menudo le parecía no ser más que una esponja empapada al máximo en emociones humanas. Luego su marido decía: condenada mujer. Decía: lloverá. Decía: no lloverá; y, al instante, un paraíso de seguridad se abría ante ella. No había nadie por quien sintiera mayor reverencia. Estaba convencida de que no era digna de atarle los cordones de los zapatos.
      Avergonzado ya de su mal humor y de la gesticulación y movimiento de los brazos cuando se lanzaba a la carga al frente de sus tropas, el señor Ramsay, tímidamente, deslizó una vez más su ramita por la pierna desnuda de su hijo y luego, como si contara con el permiso de su mujer, con un movimiento que a ella le recordó extrañamente al gran león marino del zoo cuando se tiraba de espaldas después de tragarse los peces y chapoteaba a continuación con tanta fuerza que el agua del estanque se balanceaba de un lado para otro, se zambulló en el aire del atardecer que, adelgazado ya, se estaba apoderando de la sustancia de hojas y setos, pero que, quizá a modo de compensación, devolvía a las rosas y a los claveles el brillo que no habían tenido durante el día.
      —Error, trágico error —dijo de nuevo, reanudando, a grandes zancadas, sus paseos por la terraza.
      Pero ¡de qué manera tan sorprendente había cambiado su tono de voz! Era como el cuco que «cuando junio llega, ronco se queda»; se diría que estaba ensayando, que buscaba, indeciso, una nueva frase para un estado de ánimo diferente, aunque, como sólo disponía de aquella, la utilizaba, pese a estar desvencijada. Pero sonó ridícula —«Error, trágico error»—, dicha así, casi como pregunta, sin convencimiento, melodiosamente. La señora Ramsay no pudo por menos de sonreír y, muy pronto, como era inevitable, yendo y viniendo por la terraza, el señor Ramsay siguió canturreándola hasta prescindir de ella y callarse.
      Estaba otra vez a salvo, devuelto a su intimidad. Se detuvo para encender la pipa, lanzó una ojeada a su mujer y a su hijo en el hueco de la ventana y, como alguien que levanta los ojos del libro mientras viaja en un tren expreso y ve una granja, un árbol o un caserío como si se tratara de una ilustración, de la confirmación de algo leído en la página impresa a la que después regresa, enriquecido y satisfecho, de la misma manera, sin distinguir en realidad ni a su hijo ni a su mujer, le enriqueció y le satisfizo verlos, dando el espaldarazo a sus esfuerzos por llegar a una rigurosa comprensión del problema al que destinaba en aquel momento las energías de su espléndida mente.
      La suya era, efectivamente, una inteligencia espléndida. Porque si el pensamiento es como el teclado de un piano, dividido en un determinado número de notas, o está ordenado como el alfabeto en veintiocho letras consecutivas, la inteligencia del señor Ramsay no encontraba dificultad alguna para recorrer aquellas letras, una a una, con firmeza y precisión, hasta alcanzar, por ejemplo, la letra Q, cosa que hizo en aquel momento. Son muy pocas las personas que, en toda Inglaterra, llegan alguna vez a Q. Una vez allí, al detenerse un instante junto al jarrón de piedra donde estaban los geranios, vio, pero ahora muy a lo lejos, como niños que recogieran conchas, divinamente inocentes y ocupados con pequeñeces y, de algún modo, enteramente indefensos contra un destino adverso que él sí percibía, a su mujer y a su hijo, juntos, en la ventana. Necesitaban su protección y él se la daba. Pero ¿después de Q? ¿Qué viene a continuación? Después de Q hay otras letras, la última de las cuales apenas es visible a los ojos de los mortales, aunque brilla, tenuemente roja, en la distancia. La Z sólo es alcanzada una vez por un hombre en cada generación. De todos modos, si él llegara a R, ya sería algo. Allí, al menos, estaba Q. Se afincó en Q con todas sus fuerzas. Estaba seguro de Q. Podía demostrarla. Si Q, entonces, es Q, R… Llegado a aquel punto vació la pipa con dos o tres golpes resonantes sobre el asa del jarrón de piedra, que representaba un cuerno de carnero, y después prosiguió su tarea. «En ese caso R…». Hizo un llamamiento a todas sus fuerzas y tensó todas las fibras de su ser.
      Las cualidades que hubieran salvado a la tripulación de un buque abandonada en un mar embravecido sin otros recursos que seis galletas y una botella de agua —aguante y justicia, previsión, abnegación y habilidad— acudieron en su ayuda. R es, en ese caso…, ¿qué es R?
      Al moverse, el postigo de una ventana, semejante al párpado de cuero de un lagarto, perturbó la concentración de su mirada interior, oscureciendo la letra R. En aquel relámpago de oscuridad oyó a personas diciendo que era un fracasado, que R estaba por encima de sus posibilidades. Nunca alcanzaría R. Pero había que volver sobre R una vez más. R…
      El lagarto parpadeó de nuevo. Al señor Ramsay se le hincharon las venas de la frente. En el jarrón de piedra la presencia del geranio alcanzó un relieve sorprendente y, perfectamente visible entre sus hojas, pudo ver, sin quererlo, aquella antigua, aquella evidente distinción entre dos clases de hombres; por una parte, los que avanzan sin descanso gracias a su fuerza sobrehumana y que, con paso lento y perseverancia, repiten en orden todo el alfabeto, veintiocho letras en total, desde la primera a la última; por otra, los mejor dotados, los inspirados que, milagrosamente, reúnen todas las letras en un relámpago: la manera de los genios. Él no era un genio; nunca había pretendido serlo; pero tenía, o podría haber tenido, la capacidad para repetir cada una de las letras del alfabeto desde la A a la Z en el orden adecuado. Por el momento estaba detenido en Q. Adelante, por lo tanto, adelante hasta R.
      Sentimientos que no hubieran deshonrado a un jefe que, después de que la nieve haya empezado a caer y la cumbre de la montaña esté cubierta por la niebla, sabe que ha de tumbarse y morir antes de que llegue la mañana, se apoderaron de él, le robaron el color de los ojos, dándole, en los dos breves minutos de su recorrido por la terraza, el aspecto descolorido de la ancianidad marchita. Pero no moriría tumbado; encontraría algún risco y allí, los ojos fijos en la tormenta, tratando hasta el fin de atravesar la oscuridad, moriría de pie. No llegaría nunca a R.
      Se inmovilizó por completo junto al jarrón de piedra, del que se desbordaban los geranios. ¿Después de todo, cuántos nombres entre mil millones, se preguntó, llegan a Z? Sin duda el abanderado de una melancólica esperanza puede preguntárselo y responder, sin traicionar por ello a la expedición que lo sigue, «Uno, quizás». Uno en una generación. ¿Se le puede culpar por no ser ese uno, con tal de que se haya esforzado honestamente, de que haya dado todo lo que estaba en su poder, hasta no quedarle nada por ofrecer? ¿Y cuánto dura su fama? Incluso a un héroe moribundo le está permitido pensar, antes de extinguirse, en lo que dirán de él las generaciones futuras. Quizá su fama dure dos mil años. ¿Y qué son dos mil años? (preguntó el señor Ramsay irónicamente, contemplando el seto). ¿Qué, efectivamente, si se divisa desde la cima de una montaña el gran desierto de las edades? La piedra misma a la que se da una patada durará más que Shakespeare. Su propia lucecita brillaría, modestamente, durante uno o dos años, para luego fundirse con una luz mayor y después con otra más grande. (Contempló la oscuridad, el laberinto de los tallos de hierba). ¿Quién podrá reprochar al jefe de la expedición sin esperanza que, después de ascender lo suficiente para ver el desierto de los años y la destrucción de las estrellas, pero antes de que la muerte prive a sus miembros de toda capacidad de movimiento, alce, con cierta deliberación, los dedos entumecidos hasta la frente y saque el pecho, de manera que cuando llegue la expedición de rescate lo encuentre muerto en su puesto, imagen perfecta del soldado que ha cumplido con su deber? El señor Ramsay sacó el pecho y permaneció muy erguido junto al jarrón de piedra.
      ¿Quién podrá reprocharle que, inmóvil por unos momentos, piense en la fama, en expediciones de rescate, en hitos alzados sobre sus huesos por seguidores agradecidos? Finalmente, ¿quién reprochará al jefe de la expedición condenada al fracaso, que, después de haberse arriesgado al máximo y de haber gastado hasta la última onza de energía y de haberse dormido sin que le preocupe apenas volver a despertar, advierta ahora, por cierto cosquilleo en los dedos de los pies, que aún vive y que, en conjunto, no tiene objeciones contra la vida, sino que necesita comprensión y whisky y alguien a quien contar de inmediato la historia de sus sufrimientos? ¿Quién se lo reprochará? ¿Quién no se alegrará en secreto de que el héroe se despoje de su armadura, se detenga junto a la ventana y mire en dirección a su esposa y su hijo, quienes, muy distantes en un primer momento, se acercarán de manera gradual, hasta que labios y libro y cabeza aparezcan con claridad ante sus ojos, si bien todavía seductores y extraños debido a la intensidad de su aislamiento y al desierto de las edades y la destrucción de las estrellas y, finalmente, guardándose la pipa en el bolsillo e inclinando la magnífica cabeza ante ella…, quién le reprochará que rinda homenaje a la belleza del mundo?


7

       Pero su hijo lo odiaba. Lo odiaba por acercarse a ellos, por detenerse y mirarlos desde arriba; lo odiaba por interrumpirlos; lo odiaba por la exaltación y sublimidad de sus gestos, por la magnificencia de su cabeza, por su severidad y egoísmo (porque allí estaba, ordenándoles que lo atendieran); pero, sobre todo, odiaba el eco de las emociones de su padre que, vibrando a su alrededor, perturbaban la perfecta sencillez y equilibrio de las relaciones con su madre. Esperaba, mirando con fijeza la página que tenía delante, obligarlo a seguir su paseo; esperaba, señalando una palabra con el dedo, recuperar la atención de su madre, que, lo sabía muy bien y le exasperaba, vacilaba en el momento mismo en que su padre se detenía. Pero no. Nada lograría que el señor Ramsay siguiera su camino. Allí estaba, pidiendo afecto.
      La señora Ramsay, que había adoptado hasta entonces una postura descansada, con un brazo alrededor de James, tensó el cuerpo y, volviéndose a medias, pareció erguirse con esfuerzo y, al mismo tiempo, lanzar al aire una lluvia vertical de energía, una columna de espuma, creando, simultáneamente, una impresión de animación y viveza, como si todas sus energías se estuvieran transformando en fuerza capaz de quemarse e iluminar (aunque seguía sentada tranquilamente, recogiendo una vez más su media), por lo que sobre aquella deliciosa fecundidad, sobre aquella fuente y manantial de vida, se abalanzó la fatal esterilidad del macho, como un espolón de bronce, desnudo y yermo. Quería compasión. Era un fracasado, dijo. La señora Ramsay esgrimió sus agujas. El señor Ramsay repitió, sin apartar por un instante los ojos del rostro de su esposa, que era un fracasado. Ella le devolvió las palabras en un soplo. «Charles Tansley…», dijo. Pero él necesitaba más que aquello. Quería compasión, tener, en primer lugar, la seguridad de su genio y, después, que se le introdujera en el círculo de la vida, que se le calentara y tranquilizara, que se le devolvieran los sentidos, recobrar la fecundidad y que todas las habitaciones de la casa se llenaran de vida: la sala de estar y, detrás de la sala de estar, la cocina; encima de la cocina, los dormitorios; y, más allá, las habitaciones de los niños; había que amueblarlos, había que llenarlos de vida.
      Charles Tansley lo consideraba el metafísico más importante de la época, dijo su mujer. Pero él necesitaba más que aquello. Tenía que conseguir compasión. Lograr la seguridad de que también él ocupaba el corazón de la vida; de que se le necesitaba; no sólo allí, sino en todo el mundo. Entrecruzando las agujas, segura de sí, erguida, la señora Ramsay creó la sala de estar y la cocina, las hizo resplandecer y le rogó que se instalara a sus anchas, que entrara y que saliera, que se divirtiera. Rio e hizo punto. Inmóvil entre sus rodillas, completamente rígido, James sintió llamear toda la energía de su madre para ser bebida y calmar así la sed del espolón de bronce, la árida cimitarra del varón, que golpeaba sin piedad, una y otra vez, reclamando compasión.
      Era un fracasado, repitió el señor Ramsay. Bien, en ese caso, que mirase, que sintiera. Entrecruzando las agujas, volviendo la vista a su alrededor, más allá de la ventana, por la habitación, al mismo James, su esposa le aseguró, sin sombra de dudas, con su risa, su aplomo, su competencia (como una enfermera que, al atravesar con una luz una habitación a oscuras, consigue tranquilizar a un niño quejumbroso), que todo aquello era real; que la casa estaba llena y en el jardín soplaba el viento. Si creía en ella sin reservas, nada le heriría; por hondo que se enterrase o por alto que escalase, ella no le faltaría ni un segundo. De manera que, haciendo gala de su capacidad para rodear y proteger, apenas le quedaba fragmento alguno que le permitiera el conocimiento propio: todo se prodigaba y gastaba de aquella manera; y James, inmóvil y rígido entre sus rodillas, sintió que su madre se transformaba en un árbol frutal de flores rosadas con hojas y brotes danzarines sobre los que el espolón de bronce, la cimitarra sin vida de su padre, el egoísta, se abalanzaba y golpeaba, pidiendo compasión.
      Saciado con sus palabras, semejante a un niño que se duerme satisfecho, el señor Ramsay dijo, por fin, mirando a su esposa con gratitud humilde, restablecido, renovado, que se daría una vuelta; iría a ver cómo los chicos jugaban al críquet. Acto seguido desapareció.
      La señora Ramsay pareció plegarse inmediatamente, un pétalo cerrándose sobre otro, y todo el edificio, exhausto, cayó sobre sí mismo, de manera que sólo tuvo fuerza suficiente para mover el dedo, en delicado abandono a la fatiga, sobre la página del cuento de los hermanos Grimm, mientras latía por todo su ser, como el impulso de un muelle que al desplegarse al máximo se inmoviliza dulcemente, el éxtasis de la creación satisfecha.
      Cada latido de aquel pulso parecía, mientras él se alejaba, englobarlos a ella y a su marido, dándoles a ambos el consuelo que dos notas distintas, una alta, otra baja, tocadas al unísono, parecen darse mutuamente. Aunque, al morir la resonancia y regresar al cuento de hadas, la señora Ramsay no sólo se sintió corporalmente exhausta (después, no en el momento mismo, siempre se sentía así), sino que además se añadió a su fatiga corporal una sensación levemente desagradable de otro origen. No supo con exactitud, mientras leía en voz alta «La mujer del pescador», de dónde procedía; ni tampoco se permitió convertir en palabras su insatisfacción cuando se dio cuenta, al pasar de página, detenerse y oír el fragor sordo y ominoso de una ola al romperse, de cuál era su causa: lo poquísimo que le gustaba sentirse mejor que su marido; y, más aún, lo mucho que le desagradaba no estar completamente segura, cuando hablaba con él, de la verdad de lo que le decía. El hecho de que lo reclamaran universidades y personas particulares, la gran importancia de sus conferencias y libros…, todo aquello no lo dudaba ni por un momento; en cambio, le llenaba de zozobra su relación, y el que su marido viniera a ella de aquella manera, abiertamente, de forma que cualquiera pudiera verlo; porque entonces la gente decía que dependía de ella, cuando tenían que saber que, de los dos, él era infinitamente más importante; y despreciable lo que ella daba al mundo, en comparación con lo que daba él. Pero, además, también había otra cosa: no ser capaz de decirle la verdad, asustarse, por ejemplo, en lo referente al tejado del invernadero y lo que costaría repararlo, cincuenta libras, quizá; y luego, acerca de sus libros, temer que pudiera adivinar lo que ella sospechaba en cierto modo, que su último libro no era realmente el mejor (había llegado a aquella conclusión gracias a William Bankes); y luego ocultarle pequeñeces de todos los días, y los niños viéndolo, y la carga que les suponía; todo aquello disminuía la alegría total, la alegría perfecta de dos notas que resuenan juntas y hacía que el sonido muriera en su oído con una deprimente insipidez.
      Una sombra cayó sobre la hoja; la señora Ramsay levantó la vista. Era Augustus Carmichael que pasaba con lentitud, precisamente ahora, en el momento mismo en que resultaba doloroso que le recordaran lo inadecuado de las relaciones humanas, cómo hasta la más perfecta tenía defectos y no soportaba el examen al que ella, por el amor a su marido y su necesidad de saber la verdad, la sometía; en el momento en que le resultaba tan doloroso sentirse culpable de indignidad e impedida para realizar las funciones que le correspondían a causa de aquellas mentiras, de aquellas exageraciones…; fue en aquel momento, mientras se atormentaba de manera tan innoble después de su exaltación, cuando el señor Carmichael cruzó lentamente, con sus zapatillas amarillas, y algún demonio interior le exigió a la señora Ramsay que lo llamara:
      —¿Va usted a entrar, señor Carmichael?


8

       El señor Carmichael no respondió. Se sabía que tomaba opio. Los chicos decían que era ese el motivo de que tuviera la barba manchada de amarillo. A la señora Ramsay le resultaba evidente que aquel pobre hombre era muy desgraciado y que venía a su casa en verano para escapar a su vida cotidiana; sin embargo, todos los años sentía lo mismo: el señor Carmichael no se fiaba de ella. Le decía: «Voy al pueblo. ¿Quiere que le traiga sellos, papel, tabaco?». Y notaba que ponía mala cara. No se fiaba de ella. Y la responsable era su mujer. Recordaba perfectamente el comportamiento de su esposa, que la había hecho adoptar a ella (a la señora Ramsay) una actitud dura e inflexible de rechazo en la horrible habitación de St. John’s Wood, cuando vio con sus propios ojos cómo aquella odiosa mujer lo ponía de patitas en la calle. Iba descuidado, la chaqueta llena de manchas y se movía con la pesadez de un anciano que ya no tiene nada que hacer en el mundo; y ella le obligó a salir de la habitación. Le dijo, de aquella manera suya tan odiosa: «Ahora la señora Ramsay y yo queremos hablar un poquito a solas», y la señora Ramsay vio, como si los tuviera delante de los ojos, los innumerables sufrimientos de su vida. ¿Tema dinero suficiente para comprar tabaco? ¿Estaba obligado a pedírselo a su mujer? ¿Media corona? ¿Dieciocho peniques? No podía pensar sin alterarse en las pequeñas indignidades a que lo sometía. Y ahora siempre (el porqué no lograba adivinarlo, excepto que probablemente tenía que ver de algún modo con aquella mujer) la evitaba. Nunca le contaba nada. Pero ¿qué más podía haber hecho ella? Le habían dejado una habitación soleada. Los chicos se portaban bien con él. La señora Ramsay no había dado nunca la menor señal de que no deseara tenerlo allí. De hecho se esforzaba muy especialmente por mostrarse amable. ¿Quiere usted sellos, quiere usted tabaco? Aquí tiene un libro que quizá le guste, y otras cosas parecidas. Y después de todo…, después de todo (aquí, de manera insensible, se irguió, presentándosele, como le sucedía muy pocas veces, el sentimiento de su propia belleza)…, después de todo, en general no le resultaba difícil hacerse agradable a otras personas; George Manning, por ejemplo; el señor Wallace; pese a ser famosos, venían a verla una velada, con toda calma, para hablar a solas junto al fuego. Llevaba consigo a todas partes, le era imposible no saberlo, la antorcha de su belleza; la llevaba bien derecha en cualquier habitación en la que entraba y, después de todo, por mucho que tratara de esconderla y rehuyera la monotonía de soportar lo que aquello le imponía, su belleza saltaba a la vista. La habían admirado. Había sido amada. Había entrado en habitaciones donde se encontraban personas que lloraban algún difunto. Habían corrido lágrimas en su presencia. Hombres, y también mujeres, olvidados de la complejidad del mundo, se habían permitido con ella el alivio de la simplicidad. La ofendía que el señor Carmichael la rehuyera. Se sentía herida. Y además su actitud no era clara, no era tajante. Aquello era lo que más le importaba, produciéndose como se producía a continuación del descontento que le había hecho sentir su marido; lo que más la afectaba ahora, cuando el señor Carmichael pasaba cerca, caminando lentamente, con un libro bajo el brazo y calzado con zapatillas amarillas, y se limitaba, ante sus preguntas, a asentir con la cabeza, era que sospechaba de ella; y la posibilidad de que todo aquel deseo suyo de dar, de ayudar, fuese vanidad. ¿No era su propia satisfacción el motivo de que deseara tan instintivamente ayudar, dar, de manera que la gente dijese de ella: «¡Oh, señora Ramsay! Querida señora Ramsay… ¡La señora Ramsay, por supuesto!», y la necesitaran y mandaran a buscarla y la admirasen? En el fondo no era otra cosa lo que quería y, por consiguiente, cuando el señor Carmichael la evitaba, como hacía en aquel momento, dirigiéndose hacia algún rincón donde se dedicaba interminablemente a los acrósticos, no sólo se sentía desairada, sino que tomaba conciencia de la mezquindad de alguna parte de su ser y también de las relaciones humanas, qué imperfectas son, qué despreciables, qué egoístas, en el mejor de los casos. Ahora que descuidaba a veces su arreglo personal, que el desgaste de la vida la había agotado y que no era ya, casi con toda seguridad (las mejillas hundidas, el cabello blanco), un objeto que llenara de alegría los ojos que la contemplaban, lo mejor que podía hacer era consagrarse a «La mujer del pescador» y aplacar de aquel modo el manojo de nervios que era James (sin duda alguna el más susceptible de sus hijos).
      —El hombre sintió un peso en el corazón —leyó en voz alta— y no quiso ir. Se dijo: «No es justo». Y, sin embargo, fue. Y cuando salió al mar el agua era casi de color morado y azul oscuro, y gris y espesa, y mucho menos verde y amarilla, aunque siempre inmóvil. Se quedó allí y dijo…
      La señora Ramsay habría deseado que su marido no eligiera aquel momento para detenerse. ¿Por qué no había ido, según su promesa, a ver cómo los chicos jugaban al críquet? Pero el señor Ramsay no dijo nada; se limitó a mirar, a asentir con la cabeza, a aprobar y a seguir adelante. Mientras veía de nuevo el seto que, una y otra vez, había redondeado alguna pausa en la conversación, había llenado de significado alguna conclusión, mientras veía a su mujer y a su hijo, así como los jarrones de piedra con los rojos geranios trepadores que tantas veces habían servido de marco a sus procesos mentales y que llevaban, escritos entre las hojas, como si fueran fragmentos de papel en los que se garrapatean veloces notas de lectura…, el señor Ramsay se dejó llevar, viendo todo aquello, hacia las especulaciones sugeridas por un artículo en The Times sobre el número de norteamericanos que visitan cada año la casa de Shakespeare. Si Shakespeare no hubiera existido, se preguntó, ¿sería hoy muy diferente el mundo? El progreso de la civilización, ¿depende de los grandes hombres? La suerte de un ser humano corriente, ¿es ahora mejor que en tiempos de los faraones? Aunque, se preguntó, la suerte de un ser humano corriente, ¿es el criterio adecuado para juzgar una civilización? Posiblemente no. Posiblemente el bien supremo requiera la existencia de una clase de esclavos. El ascensorista del metro es una necesidad eterna. La idea le pareció muy desagradable y agitó la cabeza. Para evitarla encontraría alguna manera de rechazar la supremacía de las artes. Defendería que el mundo existe para el ser humano corriente; que las artes no pasan de ser una decoración colocada sobre la cumbre de la vida, pero sin darle expresión. Tampoco Shakespeare es necesario para la vida. Sin saber con exactitud por qué quería desacreditar a Shakespeare y rescatar al hombre que permanece eternamente junto a la puerta del ascensor, arrancó una hoja del seto. Todo aquello habría que presentárselo ordenadamente a los jóvenes de Cardiff al cabo de un mes, pensó; allí, en su terraza, él se limitaba a buscar y recoger (tiró la hoja que había arrancado tan malhumoradamente), como un jinete que se inclina desde su cabalgadura para coger un ramillete de rosas, o se llena los bolsillos de nueces y avellanas mientras deambula sin prisas por las sendas y los campos de una región que conoce desde niño. Todo le era familiar: el giro, la escalerita para atravesar una cerca, el atajo que atravesaba el prado. Eran horas las que pasaba así, con su pipa, cualquier tarde, pensando mientras subía y bajaba, mientras recorría los viejos senderos y prados familiares, que llevaban ya para siempre incorporadas, aquí y allá, la historia de una campaña bélica o la vida de un hombre de Estado, junto con poemas y anécdotas, y también figuras: la de este pensador, la de aquel militar; todo vigoroso y nítido; pero, a la larga, el sendero, el campo, el prado, el nogal cargado de frutos y el seto florecido lo conducían hasta aquel último giro del camino donde siempre se apeaba de su montura, ataba el caballo a un árbol, y proseguía el paseo a pie. Llegaba al límite de la extensión del césped y contemplaba desde allí la bahía que quedaba debajo.
      Era su destino peculiar, tanto si lo deseaba como si no, llegar así a una punta de tierra que el mar, lentamente, está devorando, y quedarse allí, solo, como una melancólica ave marina. Tenía la capacidad, el don, de prescindir bruscamente de todo lo superfluo, de encogerse y disminuir hasta parecer más despojado y más ligero incluso corporalmente, sin perder por ello capacidad mental, y de ese modo mantenerse en su pequeño reborde, frente a la oscuridad de la ignorancia humana, frente al hecho de que no sabemos nada y de que el mar va devorando el suelo en el que nos apoyamos; tal era su capacidad y su don. Pero después de haber prescindido, al desmontar, de todo gesto y afectación, de todos los trofeos de rosas y frutos secos, y de haberse encogido hasta el punto de que no sólo había olvidado la fama, sino hasta su mismo nombre, mantenía, incluso en aquella desolación, una vigilancia que no perdonaba ningún fantasma ni se deleitaba con visión alguna, y era de esa guisa como inspiraba en William Bankes (de manera intermitente) y en Charles Tansley (obsequiosamente) y también ahora en su esposa, cuando levantó la vista y vio a su marido en el límite del césped, una profunda reverencia, al igual que compasión, y también gratitud, como una estaca clavada en el lecho de un canal, y sobre la que se posan las gaviotas y golpean las olas, inspira en los alegres pasajeros de una barca un sentimiento de gratitud por haberse impuesto el deber de señalar, solitaria, entre las olas, el canal.
      —Pero el padre de ocho hijos no tiene elección… —el murmullo a media voz quedó interrumpido y el señor Ramsay se volvió, suspiró, alzó los ojos, buscó la figura de su esposa que leía historias de James y a continuación llenó la pipa. Se apartó del espectáculo de la ignorancia y del destino humanos y del mar devorando la tierra que nos sostiene, lo que, si hubiera sido capaz de contemplarlo con fijeza, quizá le habría conducido a algo, y encontró consuelo en pequeñeces tan insignificantes, comparadas con el augusto tema que tenía delante en aquel momento, que se dispuso a pasar por alto aquel consuelo, a desaprobarlo, como si el hecho de ser sorprendido sintiéndose feliz en un mundo de sufrimientos fuese, para un hombre honrado, el más despreciable de los delitos. Era cierto; se sentía feliz la mayor parte del tiempo; tenía a su mujer; tenía a sus hijos; había prometido, para dentro de seis semanas, decir «algunas tonterías» a los jóvenes de Cardiff sobre Locke, Hume, Berkeley y las causas de la revolución francesa. Pero aquello y el placer que le proporcionaba, y su satisfacción por las frases que se le ocurrían, el entusiasmo de la juventud, la belleza de su mujer, los homenajes que le llegaban desde Swansea, Cardiff, Exeter, Southampton, Kidderminster, Oxford, Cambridge…, había que despreciarlo todo y ocultarlo bajo la frase «decir algunas tonterías», porque, en efecto, no había hecho lo que podría haber hecho. Era un disfraz; era el refugio de un hombre a quien asustaba reconocer los propios sentimientos, que no podía decir: Esto es lo que me gusta, esto es lo que soy; y por lo que resultaba bastante lastimoso y desagradable a William Bankes y a Lily Briscoe, que se preguntaban cuál era la necesidad de aquellos ocultamientos; por qué estaba necesitado de continuas alabanzas; por qué un hombre tan valeroso en las ideas tenía que ser tan pusilánime en la vida; curiosamente, *** NO HAY *** venerable y risible resultaba al mismo tiempo.
      Enseñar y predicar, sospechaba Lily, mientras recogía sus cosas, estaba por encima de las posibilidades humanas. Aquellos a quienes se exalta terminan de algún modo por darse el batacazo. La señora Ramsay entregaba con demasiadas facilidad lo que su marido le pedía. Además, el cambio debe de ser demasiado desconcertante, dijo Lily. Sale de estar con sus libros y se encuentra con todos nosotros, jugando y diciendo tonterías. Imagínese qué cambio, en comparación con las cosas sobre las que piensa, dijo.
      Se acercaba a ellos. Se detuvo de pronto y se quedó contemplando el mar en silencio. Muy poco después había vuelto a girar en redondo.


9

       Sí, dijo el señor Bankes, observándolo mientras se alejaba. Era una verdadera lástima. (Lily había dicho algo acerca de lo mucho que le asustaban sus repentinos cambios de humor). Sí, dijo el señor Bankes, era una verdadera lástima que Ramsay no se comportara del todo como el resto de las personas. (Lily Briscoe le gustaba y podía analizar a Ramsay en su presencia con toda libertad). No era otra la razón, dijo, de que los jóvenes no leyeran a Carlyle. Un viejo desabrido y refunfuñón que se enfada si las gachas están frías, ¿por qué tendría que sermonearnos? Aquello era, en opinión del señor Bankes, lo que los jóvenes decían. Y eso era una verdadera pena si se estaba convencido, como le sucedía a él, de que Carlyle era uno de los grandes maestros de la humanidad. A Lily le avergonzaba decir que no había leído a Carlyle desde su época de colegiala, pero, en su opinión, aún se apreciaba más al señor Ramsay por el hecho de que imaginara que un simple dolor suyo en el dedo meñique era el fin del mundo. A ella, desde luego, no le importaba. Porque ¿a quién podía engañar el señor Ramsay? Pedía, de la manera más directa, ser adulado y admirado, y sus pequeños trucos no engañaban a nadie. Lo que a ella no le gustaba, dijo, mientras lo iba siguiendo con la vista, era su estrechez, su ceguera.
      —¿Un tantillo hipócrita? —sugirió el señor Bankes, contemplando también la espalda del señor Ramsay, porque ¿no estaba él pensando en su amistad y en Cam negándose a darle una flor, en todos aquellos chicos y chicas y en su propia casa, llena de comodidades, pero demasiado tranquila desde la muerte de su mujer? Era cierto que tenía su trabajo…, pero, de todos modos, más bien le apetecía que Lily estuviera de acuerdo en que Ramsay era, como él había dicho, «un tantillo hipócrita».
      Lily Briscoe continuó recogiendo los pinceles, levantando y bajando la cabeza. Si alzaba la vista, allí estaba (el señor Ramsay) dirigiéndose hacia ellos, despreocupado, olvidado del mundo exterior, remoto. ¿Un tantillo hipócrita?, repitió. No, no; el más sincero de todos los hombres, el más auténtico (ya estaba allí), el mejor; pero, pensó, mientras bajaba los ojos, está pendiente únicamente de sí mismo, es un tirano, es injusto; y siguió mirando al suelo, intencionadamente, porque era la única manera de conservar la cabeza en su sitio estando con los Ramsay. Tan pronto como levantaba los ojos y los veía, se sentía inundada por lo que ella denominaba «estar enamorada». Los Ramsay pasaban a formar parte del universo irreal pero emocionante y cautivador en que se convierte el mundo visto a través de los ojos del amor. El cielo les era consustancial; los pájaros cantaban a través suyo. Y, lo más emocionante, incluso, en su opinión, mientras veía al señor Ramsay acercarse y retroceder y a la señora Ramsay sentada con James junto a la ventana y las nubes en movimiento y a los árboles inclinándose, era cómo la vida, aunque estuviera hecha de pequeños incidentes aislados que se vivían uno a uno, acababa por rizarse y unirse en una ola que nos arrastra y nos tira, arrojándonos violentamente sobre la playa.
      El señor Bankes esperaba su respuesta. Y Lily se disponía a decir algo que supusiera una crítica de la señora Ramsay —cómo también ella resultaba sobrecogedora, a su manera, despótica, o algún otro adjetivo con un sentido similar—, cuando el señor Bankes, al quedarse extasiado, lo hizo totalmente innecesario. Porque no se le podía dar otro nombre a lo que le sucedió, si se tenía en cuenta su edad, superados ya los sesenta, así como su limpieza, su objetividad y la pureza del manto científico que parecía envolverlo. En su caso, mirar como Lily le vio mirar a la señora Ramsay era éxtasis, equivalente, le pareció, a los amores de docenas de jóvenes (y quizá la señora Ramsay nunca había despertado el amor de docenas de jóvenes). Sin duda era amor destilado y filtrado, pensó Lily, fingiendo mover el lienzo; amor que no trataba de apoderarse de su objeto; pero, como el amor que los matemáticos sienten por sus símbolos, o los poetas por sus frases, estaba destinado a extenderse por el mundo y convertirse en parte del patrimonio de la humanidad. Así debía ser, en efecto. Sin duda el mundo debería compartirlo en el caso de que el señor Bankes pudiera explicar por qué aquella mujer le gustaba tanto; por qué verla leyendo un cuento de hadas a su hijo pequeño tenía sobre él precisamente el mismo efecto que la solución de un problema científico, de manera que descansaba en la contemplación y sentía, como le sucedía cuando había demostrado algo definitivo sobre el sistema digestivo de las plantas, que la barbarie quedaba domesticada y el reino del caos sometido.
      Un éxtasis como aquel —porque ¿qué otro nombre se le podía dar?— hizo que Lily Briscoe se olvidara por completo de lo que había estado a punto de decir. No era nada importante, algo sobre la señora Ramsay que palidecía al lado de aquel «éxtasis», de aquella mirada silenciosa por la que sintió una intensa gratitud, porque nada la consolaba tanto, ni suavizaba tanto su perplejidad ante la vida, ni reducía de manera tan milagrosa el peso de sus cargas como aquella fuerza sublime, aquel don celestial y, mientras duraba, se atrevería tan poco a perturbarlo como a interrumpir un rayo de sol que iluminara el suelo.
      Que las personas amaran de aquel modo, que el señor Bankes sintiera aquello por la señora Ramsay (lo miró, absorto en su contemplación) era estimulante, era exaltante. Lily limpió los pinceles, uno tras otro, con un trapo viejo, como lo haría una criada, a propósito, refugiándose en aquella reverencia que abarcaba a todo el género femenino, sintiéndose personalmente alabada. Que mirase todo lo que quisiera; ella aprovecharía para contemplar un instante su propio cuadro.
      Era para echarse a llorar. ¡Malo, muy malo, malísimo! Podría haberlo hecho de manera diferente, por supuesto; podría haber adelgazado y difuminado los colores; haber idealizado las formas; así lo habría visto Paunceforte. Pero lo cierto era que ella no lo veía así. Lily sentía arder el color sobre un marco de acero; la luz del ala de una mariposa sobre los arcos de una catedral. De todo aquello sólo quedaban en el lienzo algunas marcas garrapateadas al azar. Y nadie lo vería; nunca se colgaría en ningún sitio, y se acordó del señor Tansley, susurrándole al oído «Las mujeres no saben ni pintar, ni escribir…».
      Recordó de pronto lo que había estado a punto de decir sobre la señora Ramsay. Ignoraba cómo lo habría formulado, pero hubiese sido algo crítico. La otra noche le había molestado una manifestación suya de arbitrariedad. Siguiendo la dirección de la mirada del señor Bankes, Lily decidió que ninguna mujer podía reverenciar a otra de la manera en que él lo hacía; tan sólo refugiarse bajo la sombra que el señor Bankes extendía sobre ambas. Siguiendo la dirección de su mirada, añadió su rayo, distinto, pensando que la señora Ramsay era, sin duda alguna, la más encantadora de las personas (inclinada sobre su libro); la mejor, quizá; pero, al mismo tiempo, diferente, también, de la forma perfecta que se ofrecía a la vista. Pero ¿por qué diferente y diferente en qué?, se preguntó, raspando de su paleta todos los montoncitos de azul y verde que ahora le parecían manchas sin vida, aunque jurándose que los llenaría de inspiración, que los obligaría a moverse, a deslizarse, a obedecer sus órdenes al día siguiente. ¿De qué manera era diferente la señora Ramsay? ¿Cuál era la fuerza espiritual, la realidad esencial por la que, si alguien se encontraba un guante en el rincón de un sofá, sabría, por su dedo retorcido, que era incontestablemente suyo? La señora Ramsay era como un pájaro por la rapidez y como una flecha por lo recto de su trayectoria. Era caprichosa; era imperiosa (por supuesto, se dijo Lily, estoy pensando en sus relaciones con mujeres, y yo soy una persona mucho más joven e insignificante, de Brompton Road). Abría las ventanas de los dormitorios. Cerraba las puertas. (Lily se esforzó por reconstruir en su interior la melodía de la señora Ramsay). Aparecía tarde, por la noche, dando unos golpecitos en la puerta, envuelta en un viejo abrigo de piel (porque el marco de su belleza era siempre así, apresurado pero eficaz) y representaba de nuevo lo que quiera que fuese: Charles Tansley perdiendo el paraguas, el señor Carmichael resollando y sorbiéndose la nariz, el señor Bankes diciendo «las sales vegetales se han perdido». A todo aquello le daba forma muy hábilmente, incluso lo deformaba maliciosamente; luego, llegándose a la ventana, con el pretexto de que tenía que marcharse —estaba amaneciendo, veía alzarse el sol—, medio vuelta de espaldas, con tono más íntimo, pero siempre sin dejar de reír, insistía en que Lily tenía que casarse, al igual que Minta y que todas ellas, puesto que el mundo entero, fueran los que fuesen los laureles que llegaran a atribuirle (aunque a la señora Ramsay no le interesaba en lo más mínimo su pintura) o los triunfos que consiguiera (probablemente la señora Ramsay había tenido los suyos), y al llegar aquí se entristecía, se le nublaba el rostro y volvía a sentarse para decir que había una verdad indiscutible: una mujer que no se casa (le cogía la mano con suavidad durante un instante), una mujer que no se casa ha perdido lo mejor de la vida. La casa parecía llena de niños dormidos y de la señora Ramsay escuchando; de luces veladas y respiraciones tranquilas.
      Pero, decía Lily, estaba su padre, su hogar, e incluso, si se hubiera atrevido a mencionarlo, su pintura. Aunque todo aquello parecía tan poquita cosa, tan virginal, comparado con lo otro. Sin embargo, a medida que la noche transcurría, y luces blancas se abrían paso entre las cortinas e incluso, de cuando en cuando, algún pájaro gorjeaba en el jardín, haciendo acopio del valor de la desesperación, solicitaba que se la eximiera de aquella ley universal; lo suplicaba; le gustaba estar sola; le gustaba ser ella; no estaba hecha para el matrimonio; por lo que tenía que vérselas con una seria mirada de unos ojos de una hondura incomparable y enfrentarse con la tranquila certeza de la señora Ramsay (aquí su anfitriona se infantilizaba nuevamente) de que su querida Lily, de que su pequeña Brisk, era una tonta de capirote. Luego, lo recordaba perfectamente, reclinó la cabeza sobre su regazo y estuvo riendo y riendo, de manera casi histérica, ante la idea de la señora Ramsay presidiendo, con calma inmutable, sobre destinos que era totalmente incapaz de comprender. Allí estaba, sencilla, seria. Lily había recuperado su idea de ella: el dedo retorcido del guante. Pero ¿en qué santuario había penetrado? Lily Briscoe levantó finalmente los ojos y allí estaba la señora Ramsay, totalmente ignorante de lo que había provocado su risa, todavía presidiendo, pero desaparecido ya cualquier rastro de obstinación y, en su lugar, algo tan claro como el espacio que las nubes terminan por descubrir: el trocito de cielo que duerme junto a la luna.
      ¿Era prudencia? ¿Era sabiduría? ¿Era, una vez más, la apariencia engañosa de la belleza, de manera que todas las percepciones propias, a mitad de camino hacia la verdad, se enredaban en una malla dorada? ¿O encerraba en su interior algún secreto que, Lily estaba convencida, las personas tienen que tener si se quiere que la vida siga su curso? No todo el mundo podía ser tan embarullado, vivir tan al día como ella. Pero si sabían algo, ¿estaban en condiciones de contar lo que sabían? Sentada en el suelo, abrazada a las rodillas de la señora Ramsay, se apretaba lo más posible contra ella y sonreía al pensar que su anfitriona nunca sabría el motivo de aquella presión, y se imaginaba cómo, en las celdas de la mente y del corazón de la mujer en contacto físico con ella, se hallaban, como los tesoros de las tumbas de los reyes, tablillas con inscripciones sagradas que, si uno fuera capaz de deletrear, se lo enseñarían todo, pero que nunca se ofrecerían abiertamente, nunca se harían públicas. ¿Qué arte había allí, accesible tan sólo al amor o a la astucia, gracias al cuál se conseguía el acceso a aquellas celdas secretas? ¿Qué procedimiento para, gracias a una fusión inextricable, pasar a formar parte del objeto adorado, a la manera de las aguas que se confunden dentro de un recipiente? ¿Podía lograrlo el cuerpo, o la mente, realizando mezclas sutiles en los intrincados pasadizos del cerebro, o del corazón? ¿Acaso el amor, como la gente lo llamaba, podía hacer un solo ser de ella y de la señora Ramsay? Porque no era conocimiento, sino unión lo que ella deseaba, no inscripciones en tablillas, nada que pudiera escribirse en idioma alguno conocido de los hombres, sino la intimidad misma, que es conocimiento, tal como ella la había sentido al apoyar la cabeza sobre la rodilla de la señora Ramsay.
      No sucedió nada, nada en absoluto, cuando apoyó la cabeza en la rodilla de la señora Ramsay. Y, sin embargo, ella sabía que en el corazón de su anfitriona se acumulaban conocimientos y sabiduría. ¿Cómo, siendo así, se preguntó, se podía llegar a saber algo de la gente, cuando resulta que todas las personas están herméticamente cerradas? Tan sólo a la manera de una abeja que, atraída por un algo de dulzura o de intensidad en el aire, imperceptible al tacto o al gusto, rondase la colmena con forma de cúpula, corriese, sola, la extensión del aire sobre los países del mundo y luego empezara a frecuentar las colmenas con sus murmullos y su agitación; las colmenas que eran las personas. La señora Ramsay se puso en pie. Lily hizo lo mismo. La señora Ramsay salió. Durante días quedaron suspendidos alrededor de su anfitriona —como se siente después de un sueño algún cambio sutil en la persona con la que se ha soñado— sonidos y murmullos y, al sentarse en el sillón de mimbre junto a la ventana del cuarto de estar, quedaba revestida, a ojos de Lily, de una forma augusta; la forma de una cúpula.
      Aquella mirada fue directamente, junto con la mirada del señor Bankes, hasta la señora Ramsay, que leía, sentada en el hueco de la ventana, con James a su lado. Pero ahora, aunque Lily miraba aún, el señor Bankes, que había terminado, se puso los lentes y dio un paso atrás. Había alzado la mano y entornado ligeramente los ojos, de un azul muy claro, cuando Lily, despertándose, vio lo que se disponía a hacer, y se encogió como un perro que ve una mano levantada para golpearlo. Hubiera retirado bruscamente el cuadro del caballete, pero se dijo, hay que permitirlo. Se dio ánimos para soportar la terrible prueba de que alguien contemplara su trabajo. Hay que permitirlo, se dijo, hay que permitirlo. Y si el cuadro tenía que ser objeto de escrutinio, el señor Bankes resultaba menos sobrecogedor que otras personas. Porque pensar en que otros ojos vieran los residuos de sus treinta y tres años, el sedimento del vivir cotidiano, mezclados con algo más secreto y más íntimo que todo lo que ella había dicho o había mostrado en el transcurso de aquellos días, le producía un sufrimiento intolerable. Y era, al mismo tiempo, extraordinariamente emocionante.
      Nadie hubiera podido comportarse con más calma y seguridad. El señor Bankes sacó el cortaplumas del bolsillo y dio unos golpecitos en el lienzo con el mango de hueso. ¿Qué quería indicar Lily situando aquella forma triangular morada, «precisamente ahí»?, preguntó.
      Era la señora Ramsay leyéndole a James, respondió ella. No se le escapaba su objeción: el hecho de que nadie pudiera reconocer unas formas humanas. Pero no se había propuesto conseguir un parecido, dijo ella. ¿Por qué entonces, incorporar al cuadro aquellas dos personas?, preguntó el señor Bankes. ¿Por qué, efectivamente? Tan sólo porque en un rincón había mucha luz y en el otro Lily sentía que necesitaba oscuridad. Sencillo, obvio, vulgar, a todas luces, pero el señor Bankes se mostró interesado. En ese caso, madre e hijo —objetos de veneración universal y, además, en este caso, la madre famosa por su belleza— podían quedar reducidos, reflexionó, a una sombra morada sin cometer por ello un pecado de irreverencia.
      Pero el cuadro no los representaba, dijo Lily. O, al menos, no en aquel sentido. Había otros sentidos, además, que permitían reverenciarlos. Mediante una sombra aquí y una luz allí, por ejemplo. Su homenaje adoptaba aquella forma, si es que, como ella suponía vagamente, un cuadro tenía que ser un homenaje. Una madre y su hijo pueden quedar, sin irreverencia, reducidos a una sombra. Una luz aquí exigía una sombra allí. El señor Bankes meditó. Estaba interesado. Lo aceptó científicamente con total buena fe. La verdad era que todos sus prejuicios estaban del otro lado, explicó. El cuadro de mayores dimensiones que colgaba en un salón, cuadro elogiado por pintores y valorado a un precio superior al que había pagado por él, representaba a unos cerezos en flor en las orillas del Kennet. Había pasado su luna de miel en las orillas del Kennet, explicó. Lily debía ir a su casa y ver aquel cuadro, dijo. Pero ahora…, se volvió, con los lentes alzados para realizar el examen científico del lienzo que tenía delante. Si se trataba de una cuestión de relaciones de volúmenes, de luces y sombras, lo que, a fuer de sincero, nunca había considerado antes, le gustaría que se le explicara: ¿qué era lo que Lily se proponía con aquello? E indicó la escena representada en el cuadro. Lily miró. No podía mostrarle lo que se proponía con aquello, porque ni siquiera ella misma era capaz de verlo sin un pincel en la mano. Adoptó una vez más su habitual postura pictórica con la mirada perdida y el gesto distraído, subordinando todas sus impresiones femeninas a algo mucho más general; con lo que la escena, bajo la fuerza de aquella visión que tuvo con toda claridad en una ocasión y que ahora se esforzaba por recuperar a tientas entre setos y casas y madres e hijos, se convirtió de nuevo en su cuadro. El problema, recordó, era cómo conectar este volumen de la derecha con aquel otro de la izquierda. Podía lograrlo atravesando el espacio con la línea de la rama de esta manera; o romper el vacío del primer término por medio de un objeto (James quizá) de esa otra. Pero el peligro estribaba en que al hacerlo se quebraba la unidad del todo. Se detuvo; no quería aburrir al señor Bankes; con gesto alegre retiró el lienzo del caballete.
      Pero ya lo habían visto; el cuadro le había sido arrebatado. Aquel hombre había compartido con ella algo muy íntimo. Y, dándole las gracias por ello al señor Ramsay y también a la señora Ramsay, así como a la hora y al lugar, concediendo al mundo un poder que no había sospechado, la posibilidad de alejarse por aquella larga galería no en la soledad, sino del brazo con alguien —el sentimiento más extraño del mundo y el más jubiloso—, Lily apretó el cierre de su caja de pinturas con más energía de la necesaria, y el chasquido pareció rodear en un círculo y para siempre la caja de pinturas, el césped, al señor Bankes y a Cam, aquella absurda delincuente, que pasó por allí a toda velocidad.


10

       Porque Cam pasó a dos centímetros del caballete; no estaba dispuesta a detenerse ni por el señor Bankes ni por Lily Briscoe, pese a que el primero, que hubiera querido tener una hija, extendió la mano; tampoco se detuvo al ver a su padre, con quien estuvo igualmente a punto de tropezar; ni respondió a la llamada de su madre, quien, cuando pasó velozmente por delante de ella, le gritó: «¡Cam! ¡Te necesito un momento!». La niña desapareció como un pájaro, un proyectil, una flecha, ¿quién sabría decir impulsada por qué deseo, disparada por quién, dirigida hacia dónde? ¿Qué sucede?, se preguntó la señora Ramsay, siguiéndola con los ojos. Podía ser una visión: una concha, una carretilla, un reino de hadas al otro lado del seto; o podía ser el esplendor de la velocidad; nadie lo sabía. Pero cuando la señora Ramsay exclamó «¡Cam!» por segunda vez, el proyectil se detuvo a mitad de carrera para dirigirse hacia su madre con paso cansino, no sin antes arrancar una hoja de la primera planta que tuvo a mano.
      Con qué estaría soñando, se preguntó la señora Ramsay, al verla enfrascada, inmóvil delante de ella, en alguna idea suya, por lo que tuvo que repetirle dos veces el mensaje: preguntar a Mildred si Andrew, la señorita Doyle y el señor Rayley habían vuelto ya. Se diría que las palabras caían en un pozo, donde, aunque el agua fuese trasparente, tenía un efecto tan extraordinariamente distorsionante que, incluso mientras descendían, se las veía retorcerse para crear Dios sabe qué dibujo en el suelo de la mente infantil. ¿Qué recado transmitiría Cam a la cocinera?, se preguntó la señora Ramsay. Y de hecho sólo después de esperar pacientemente y de informarse de que en la cocina había una anciana de mejillas muy coloradas, que tomaba sopa en un cuenco, la señora Ramsay logró poner en marcha el instinto de lorito de su hija, que le había permitido recoger las palabras de Mildred con notable precisión, capacitándola para repetirlas, si se esperaba lo suficiente, en un monótono sonsonete. Cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, Cam salmodió: «No, no han vuelto, y le he dicho a Ellen que retire las cosas del té».
      De manera que Minta Doyle y Paul Rayley no habían vuelto aún. Lo que sólo podía querer decir una cosa, pensó la señora Ramsay. Tiene que aceptarlo o darle calabazas. Salir a pasear después del almuerzo, aunque Andrew los acompañara, ¿qué podía querer decir, excepto que Minta había decidido, acertadamente, pensó la señora Ramsay (y le tenía mucho, muchísimo cariño a Minta), dar el sí a aquel excelente muchacho? Quizá Paul no fuese brillante, aunque, a decir verdad, pensó la señora Ramsay, dándose cuenta de que James le tiraba de la ropa para que siguiera leyéndole «La mujer del pescador», en lo más hondo del corazón prefería infinitamente los bobos a los hombres inteligentes que escribían tesis, Charles Tansley, por ejemplo. De todas formas, tenía que haber sucedido ya, de un modo o de otro, para entonces.
      Pero leyó: «A la mañana siguiente la esposa se despertó antes, cuando apenas empezaba a clarear y, desde la cama, vio el hermoso país que se extendía ante ella. Su marido estaba aún desperezándose…».
      Aunque, ¿cómo iba Minta a decir, después del tiempo transcurrido, que no lo quería? No podía hacerlo si aceptaba pasar las tardes enteras con él andando por el campo (porque Andrew se iría tras sus cangrejos), aunque era posible que Nancy estuviera con ellos. Trató de recobrar la imagen de los dos en la puerta del vestíbulo después del almuerzo. Allí se habían detenido, mirando al cielo, dubitativos acerca del tiempo, y ella había dicho, pensando en parte en disimular su timidez y en parte en animarlos a marcharse (porque sus preferencias se inclinaban del lado de Paul):
      —No hay ni una nube en muchos kilómetros a la redonda —a raíz de lo cual no se le escapó que el insignificante Charles Tansley, que los había seguido, dejaba escapar una risita disimulada. Pero lo había dicho con toda intención. Aunque al examinarlos mentalmente, y pasar del uno al otro, no lograba averiguar si Nancy estaba o no estaba con ellos.
      Siguió leyendo: «“Ah, esposa —dijo el hombre—, ¿por qué tendríamos que ser reyes? Yo no quiero ser rey”. “Bueno —dijo la esposa—, si tú no quieres ser rey, lo seré yo; ve a ver a la Platija, porque yo seré rey”».
      —Entra o sal, Cam —dijo la señora Ramsay, sabiendo que a Cam le atraía únicamente la palabra platija y que al cabo de un momento se impacientaría y se pelearía con James como de costumbre. Cam salió disparada. La señora Ramsay siguió leyendo, aliviada, porque James y ella tenían gustos comunes y estaban bien juntos.
      «Y cuando llegó al mar, lo encontró de un color gris muy oscuro, y el agua surgía de lo más hondo y olía a podrido. Entonces se acercó a la orilla y dijo:

             Ven, te ruego, acude a mí,
             platija del fondo del mar,
             que mi esposa, la buena Ilsabil,
             sólo quiere hacer su voluntad.


       “Bien, ¿y qué es lo que pide entonces?”, dijo la Platija». Pero ¿dónde estaban ahora?, se preguntó la señora Ramsay, leyendo y pensando, haciendo ambas cosas al mismo tiempo sin el menor problema; porque «La mujer del pescador» era como el violín que acompaña dulcemente un aire, pero que, de cuando en cuando, se mezcla inesperadamente con la melodía. ¿Y cuándo iban a decírselo a ella? Si no sucedía nada tendría que hablar seriamente con Minta. No podía vagabundear por toda la zona, incluso aunque Nancy estuviera con ellos (intentó de nuevo, sin éxito, verlos con la imaginación cuando se alejaban por el camino, y contarlos). Era responsable ante los padres de Minta: el Búho y el Atizador. Mientras leía le cruzaron por la cabeza los apodos que ella misma les había puesto. El Búho y el Atizador…, sí, se enfadarían bastante si oyeran —y, sin duda, acabaría por llegar a sus oídos— que Minta, durante su estancia con los Ramsay, había sido vista, etcétera, etcétera, etcétera. «Él llevaba una peluca en la Cámara de los Comunes y ella le fue de gran ayuda en lo alto de las escaleras», repitió, sacándose al matrimonio del fondo de la mente con una frase que, al regresar de alguna fiesta, había compuesto para divertir a su marido. Señor, señor, se dijo, ¿cómo se las habían apañado para producir aquella hija tan inconveniente? ¿Minta, un marimacho con un agujero en la media? ¿Cómo podía sobrevivir en aquella casa en la que la doncella estaba siempre empuñando el recogedor para hacer desaparecer la arena que había tirado el loro y donde la conversación quedaba casi enteramente reducida a las hazañas —interesantes, quizá, pero sin duda limitadas— de aquel ave? Como era lógico, se la había invitado a almorzar, a tomar el té, a cenar y, finalmente, a pasar una temporada con ellos en Finlay, lo que había provocado ciertas fricciones con el Búho, la madre, y más visitas, conversaciones y arena; al final de todo ello la señora Ramsay había dicho suficientes mentiras sobre loros para llenar toda una vida (eso era lo que le había asegurado a su marido aquella noche, al regresar de la fiesta). Sin embargo, Minta había venido con ellos… Sí, había venido, pensó la señora Ramsay, sospechando la presencia de alguna espina en la maraña de aquella historia; al desenredar los hilos descubrió que se trataba de lo siguiente: en una ocasión cierta señora la había acusado de «robarle el afecto de su hija»; algo de lo que dijera la señora Doyle hizo que recordase aquella acusación. Voluntad de dominio, deseos de interferencia, ansias de que las personas hicieran lo que ella quería; esa era la acusación, sumamente injusta según ella. ¿Podía dejar de ser como era? Nadie se atrevería a acusarla de esforzarse por impresionar a nadie. Se avergonzaba con frecuencia de cómo iba vestida. Y no era ni dominante ni tiránica. Estaban mucho más cerca de la verdad si se referían a los hospitales, el saneamiento y la leche. A la señora Ramsay le apasionaba aquel tipo de cosas, y le habría gustado, si hubiera estado a su alcance, coger a la gente por el cogote y obligarla a ver. Ni un solo hospital en toda la isla. Era una vergüenza. La leche, que en Londres, además, le llevaban a uno a casa, allí tenía un color decididamente marrón a causa de la suciedad. Cosas así no deberían estar permitidas. Le hubiera gustado poner en marcha una lechería modelo y un hospital. Pero ¿cómo? ¿Con todos aquellos hijos? Quizá tuviera tiempo cuando fuesen mayores, cuando todos estudiaran internos.

       Aunque en realidad no tenía el menor deseo de que James se hiciera mayor, que tuviera ni siquiera un día más, y lo mismo le sucedía con Cam. Le hubiera gustado conservarlos a los dos para siempre tal como eran, demonios de perversidad, ángeles de dicha, sin dejarles nunca crecer para convertirse en monstruos de largas piernas. Nada compensaba de aquella pérdida. Al leerle a James en aquel preciso momento «había gran número de soldados con timbales y trompetas» y ver cómo se le oscurecían los ojos, pensó: ¿por qué tiene que crecer y perderlo todo? Era el mejor dotado, el más sensible de sus hijos. Aunque, en realidad, todos prometían muchísimo. Prue, un ángel para los demás y, a veces, ya, especialmente de noche, capaz de cortarle a cualquiera la respiración con su belleza. Andrew: su mismo padre reconocía que estaba excepcionalmente dotado para las matemáticas. Y Nancy y Roger, criaturas salvajes todavía, correteando de la mañana a la noche por los alrededores. La boca de Rose era demasiado grande, pero tenía unas manos maravillosamente hábiles. Si representaban escenas jugando a los acertijos, Rose hacía los trajes y todo lo necesario; lo que más le gustaba era adornar la mesa, colocar las flores o disponer cualquier otra cosa. A la señora Ramsay no le gustaba que Jasper tuviera la manía de disparar contra los pájaros, pero no era más que una etapa; todos pasaban por distintas etapas. ¿Por qué, se preguntó, apretando la barbilla contra la cabeza de James, tienen que crecer tan deprisa? ¿Por qué han de ir al colegio? Le hubiera gustado tener siempre un bebé en casa. Nunca era tan feliz como con uno en brazos. Que la gente dijese luego, si les apetecía, que era tiránica, dominante, autoritaria; a ella le daba igual. Y, besando el cabello de su hijo, pensó: nunca volverá a ser tan feliz, pero se detuvo bruscamente, recordando lo mucho que su marido se enfadaba cuando le oía decir aquello. Sin embargo, era verdad. Eran más felices ahora. Un juego de té de diez peniques hacía feliz a Cam durante días. Les oía dar zapatazos y gritar entusiasmados en el piso de arriba tan pronto como se despertaban. Recorrían el pasillo a toda prisa, se abría la puerta de golpe y allí estaban, frescos como rosas, abriendo mucho los ojos, completamente despiertos, como si aquel entrar en el comedor después del desayuno, algo que hacían todos los días de su vida, fuese para ellos un verdadero acontecimiento; y así sucesivamente, una cosa tras otra, a todo lo largo del día, hasta que subía a darles las buenas noches y los encontraba atrapados en sus literas como pájaros entre cerezas y frambuesas, todavía inventando historias acerca de alguna menudencia: algo que habían oído, algo que habían encontrado en el jardín. Todos tenían sus pequeños tesoros… De manera que bajaba y le decía a su marido: ¿Por qué tienen que crecer y perderlo todo? Nunca volverán a ser tan felices. Y el señor Ramsay se enfadaba. ¿A qué viene adoptar una postura tan sombría ante la vida?, decía. No es razonable. Porque resultaba extraño, pero estaba convencida: su marido, pese a toda su melancolía y desesperación, era, en conjunto, más feliz y más optimista que ella. Se hallaba menos expuesto a las preocupaciones cotidianas; quizá se tratara de eso. Siempre contaba con su trabajo como refugio. Aunque tampoco era cierto que ella fuese «pesimista», que era de lo que la acusaba su marido. Al pensar en la vida aparecía ante sus ojos una estrecha franja de tiempo, sus cincuenta años. Allí estaba, delante de ella, la vida. La vida: se puso a pensar, pero el pensamiento quedó sin conclusión. Contempló la vida, porque tenía una clara sensación de su presencia, de una cosa real, privada, que no compartía ni con sus hijos ni con su marido. Entre la vida y ella se producía algo semejante a una transacción: ella estaba de un lado y la vida de otro, y ella siempre procuraba sacar lo mejor de la vida, como la vida lo sacaba de ella; y en ocasiones parlamentaban (cuando ella se quedaba sola); se producían, lo recordaba, grandes escenas de reconciliación; pero, durante la mayor parte del tiempo, extrañamente, tenía que admitir que aquella cosa a la que llamaba vida le parecía terrible, hostil, dispuesta a saltarle a uno encima si se le daba la menor oportunidad. Estaban los problemas eternos: el sufrimiento, la muerte, los pobres. Incluso en la isla siempre había alguna mujer muriendo de cáncer. Y, sin embargo, les había dicho a todos sus hijos: «Tendréis que pasar por ello». Se lo había dicho incansablemente a ocho personas (y la factura por el invernadero serían cincuenta libras). Por esa razón, sabiendo lo que les esperaba —amor y ambición y ser desdichados y estar solos en sitios horribles—, no podía dejar de preguntarse muchas veces: ¿Por qué tienen que crecer y perderlo todo? Y a continuación se decía, amenazando a la vida con su espada, tonterías. Serán muy felices. Y he aquí, reflexionó, que, pese a encontrarle de nuevo un gusto bastante siniestro a la vida, estaba a punto de hacer que Minta se casara con Paul Rayley; porque, fueran los que fuesen sus sentimientos personales sobre su propia situación, y pese a haberse enfrentado con pruebas que no tenían por qué presentársele a todo el mundo (pruebas que no se detallaba ni a sí misma), se sentía empujada, de forma precipitada, se daba cuenta, casi como si también para ella fuese un medio de evasión, a creer que la gente debía casarse y tener hijos.
      Se preguntó si estaba equivocada en aquel punto, y repasó su conducta durante la última o las dos últimas semanas: ¿acaso había presionado a Minta, que sólo tenía veinticuatro años, para que se decidiera? Se sentía incómoda. ¿No era cierto que se había reído de todo aquello? Pero ¿no estaba quizá olvidándose de su gran influencia sobre las personas? El matrimonio requería…, todo tipo de cualidades (la factura del invernadero serían cincuenta libras); una —no hacía falta nombrarla— que era esencial; la que ella compartía con su marido. ¿La tenían Minta y Paul?
      «Se puso los pantalones y salió corriendo como un loco», leyó. «Pero fuera se había desatado una gran tormenta y el viento era tan fuerte que apenas lograba mantenerse en pie; vio árboles arrancados, casas volcadas, el temblor de las montañas, rocas arrastradas hasta el mar, un cielo tan negro como la pez, truenos y relámpagos y unas olas tan altas como torres de iglesia o como montañas, y todas cubiertas de espuma blanca en lo más alto».
      La señora Ramsay pasó la página; sólo quedaban unas cuantas líneas para el final, de manera que terminaría el cuento, aunque ya hubiera pasado la hora de acostarse. Se estaba haciendo tarde: se lo indicó la luz del jardín; y la palidez de las flores y un algo gris en las hojas se unieron para despertar en ella un sentimiento de ansiedad. Al principio no se le ocurrió cuál podía ser la causa. Luego lo recordó: Paul, Minta y Andrew no habían regresado aún. Repasó mentalmente el grupito en la terraza, delante de la puerta, contemplando el cielo. Andrew tenía la red y el cesto. Eso significaba que se disponía a pescar cangrejos y otras cosas por el estilo. También quería decir que treparía por alguna roca y se separaría de los demás. O, al volver en fila india por uno de los estrechos senderos sobre el acantilado, cualquiera de ellos podría dar un paso en falso, rodar por la pendiente y estrellarse. Se estaba haciendo muy de noche.
      Pero no permitió que su voz se alterase en lo más mínimo mientras terminaba el cuento y, después de cerrar el libro, sus ojos fijos en los de James, pronunció las últimas palabras como si acabara de inventarlas: «Y allí siguen viviendo hasta el día de hoy».
      —Y ese es el final —dijo; y vio cómo, a medida que el interés por el cuento desaparecía de los ojos de su hijo, algo distinto ocupaba su lugar, una especie de pálido asombro, como el reflejo de una luz, algo que le hacía mirar con fijeza y maravillarse. La señora Ramsay volvió la vista hacia el otro lado de la bahía y allí, efectivamente, llegando con regularidad a través de las olas, primero dos destellos rápidos y a continuación otro más largo, estaba la luz del faro. Lo habían encendido ya.
      Al cabo de un momento James le preguntaría «¿Vamos a ir al faro?». Y ella tendría que decirle «No; mañana, no; tu padre dice que no». Afortunadamente, Mildred vino a buscarlos y la agitación que siguió bastó para distraerlos. Pero el niño siguió mirando por encima del hombro mientras Mildred se lo llevaba, y la señora Ramsay tuvo la seguridad de que pensaba: mañana no iremos al faro; y el convencimiento de que lo recordaría toda la vida.


11

       No, pensó, mientras reunía algunas de las imágenes que James había recortado —una nevera, una segadora, un caballero en traje de noche—, los niños no olvidan nunca. Por eso era tan importante todo lo que se decía y se hacía, y un alivio tan grande que se fueran a la cama. Porque ahora ya no necesitaba pensar en nadie. Podía ser ella misma y estar sola. Y eso era lo que, con frecuencia ya, sentía que necesitaba: tiempo para pensar; en realidad, ni siquiera para pensar: más bien para estar callada, para estar sola. Todo el existir y el hacer, y lo que había en ello de expansivo, de brillante, de ruidoso, se evaporaba; y había que limitarse, con un sentimiento de solemnidad, a ser uno mismo, un núcleo de oscuridad con forma de cuña, algo invisible a los demás. Siguió tejiendo y erguida en la silla, porque era así como sentía que era ella; y aquel yo, libre de cualquier vínculo, podía emprender las más extrañas aventuras. Cuando la vida se sumergía por un momento, el abanico de la experiencia parecía carecer de límites. Y la señora Ramsay suponía que todo el mundo tenía siempre aquella sensación de recursos ilimitados; todos, uno tras otro, ella misma, Lily, Augustus Carmichael, tenían que comprender que nuestra apariencia, las cosas por las que se nos conoce, son simples chiquilladas. Por debajo, todo está oscuro, todo se extiende, todo es insondablemente profundo; pero de cuando en cuando salimos a la superficie y por eso se nos conoce. A la señora Ramsay su horizonte le parecía no tener límites. Estaban todos los lugares que no había visto; las llanuras de la India; también se veía apartando la gruesa cortina de cuero de una iglesia romana. El núcleo de oscuridad podía ir a cualquier sitio, porque nadie lo veía. Nadie podía detenerlo, pensó, exultante. Allí estaba la libertad, allí estaba la paz, allí estaba —bien más precioso que ningún otro— la posibilidad de recogerse, de descansar sobre una plataforma de estabilidad. De acuerdo con su experiencia, nunca se encontraba descanso en tanto que uno mismo (aquí realizó una maniobra muy hábil con las agujas), pero sí como cuña de oscuridad. Al perder la personalidad se perdía la preocupación, la prisa, la agitación; y siempre le subía hasta los labios alguna exclamación para expresar su triunfo sobre la vida cuando las cosas confluían en aquella paz, aquel descanso, aquella eternidad; y, haciendo una pausa, volvió la vista para encontrarse con el destello del faro, el destello largo, el último de los tres, que era su destello; porque, siempre, al contemplar las cosas con aquel estado de ánimo a aquella hora del día, resultaba inevitable sentirse especialmente atraída por una de ellas; y aquella cosa, aquel destello largo, era su destello. Con frecuencia se descubría mirando, inmóvil, con la labor entre las manos, hasta convertirse en la cosa que miraba, aquella luz, por ejemplo. Y unida a ella se presentaba alguna frasecita o cosa parecida que yacía en el fondo de su mente, como aquel «Los niños no olvidan, los niños no olvidan», que repetía y a la que empezaba a añadir otras cosas: «Terminará, terminará», decía. «Vendrá, vendrá», para añadir de repente: «Estamos en las manos del Señor».
      Pero aquella frase hizo que se enojara de inmediato consigo misma. ¿Quién la había dicho? Ella no; se había visto forzada a decir algo que no quería decir. Miró por encima de la labor, se tropezó con el tercer destello y le pareció que era como si sus ojos se tropezaran con sus ojos, que aquel rayo de luz buscaba en su mente y en su corazón, purificando, hasta privarla de existencia, aquella mentira, cualquier mentira. Se alababa a sí misma al alabar aquella luz, sin vanidad, porque ella era severa, penetrante, bella como aquella luz. Resultaba curioso, pensó, cómo, cuando alguien estaba solo, se apoyaba en las cosas, en las cosas inanimadas; árboles, ríos, flores; sentía que daban expresión a su propio ser, que se convertían en él, que lo conocían; que, en cierta manera, eran él, y sentía de ese modo la misma ternura irracional por las cosas (contempló el largo destello luminoso) que por uno mismo. Desde el suelo de la mente, desde el lago del propio ser se alzaba, surgía, se levantaba —y la señora Ramsay miró y siguió mirando, inmóviles las agujas—, una niebla, una novia para reunirse con su enamorado.
      ¿Qué era lo que le había llevado a decir «Estamos en las manos del Señor»?, se preguntó. La insinceridad deslizándose entre las verdades la preocupó y la irritó. Reanudó su labor de punto. ¿Cómo podía ningún Señor haber creado un mundo como aquel?, se preguntó. Con la cabeza había sabido desde siempre que no existen razón, orden ni justicia, tan sólo sufrimiento, muerte, pobreza. No había traición lo bastante vil para que el mundo no la cometiera; lo sabía perfectamente. No existía felicidad duradera; también lo sabía. Siguió tejiendo, serena y firme, apretando ligeramente los labios y, sin darse cuenta, debido a un hábito de austeridad, ordenó de tal manera los rasgos de su rostro que, cuando su marido pasó por delante de la ventana, aunque reía entre dientes con la idea de que Hume, el filósofo, enormemente gordo, se hubiera hundido en una ciénaga, no pudo por menos de advertir la severidad presente en el centro de su belleza. Aquello le entristeció y su lejanía le apenó, sintiendo, mientras pasaba por delante, que no estaba en condiciones de protegerla, de manera que, cuando llegó junto al seto, le había invadido la tristeza. No podía hacer nada por ayudarla. Tenía que limitarse a verla. La verdad, en toda su crudeza, era que él le hacía la vida más difícil, porque era irritable, picajoso y había perdido la calma con motivo de la excursión al faro. Contempló el seto, estudiando su complejidad, su oscuridad.
      La señora Ramsay estaba convencida de que siempre se prescindía de la soledad a regañadientes, echando mano de alguna insignificancia, de un sonido, de un objeto visto. Aguzó el oído, pero todo estaba inmóvil; el críquet había terminado; los chicos se estaban bañando; sólo quedaba el ruido del mar. Dejó de hacer punto y alzó la mano para calcular la longitud de la media de color marrón rojizo. Vio una vez más la luz del faro. Con cierta ironía en la interrogación de su mirada, ya que, por poco que una persona se despierte, siempre descubre un cambio en su relación con las cosas, la señora Ramsay consideró aquella luz tranquila, implacable y sin remordimientos, que era tan parecida a ella y, al mismo tiempo, tan distinta; que la tenía a su servicio (se despertaba por la noche y la veía, inclinada sobre la cama, acariciando el suelo), aunque, pese a todo, pensó, contemplándola fascinada, hipnotizada, como si estuviera acariciando con sus dedos de plata alguna vasija sellada en el interior de su cerebro cuya ruptura la inundaría de gozo, ella había conocido la felicidad, felicidad exquisita, felicidad intensa; consideró la luz que plateaba con intensidad creciente las ásperas olas a medida que la luz de la tarde se esfumaba y el azul desaparecía del mar, ondulado ya en olas de color limón intenso que se curvaban e hinchaban y rompían sobre la playa, y el éxtasis le estalló en los ojos y olas de puro deleite se precipitaron por el suelo de su mente, y pensó: ¡Ya basta! ¡Ya basta!
      Al darse la vuelta, el señor Ramsay la vio. ¡Ah! Era encantadora; más encantadora ahora que nunca, pensó. Pero no podía hablar con ella. No podía interrumpirla. Quería hablarle con urgencia ahora que estaba sola, después de la marcha de James. Pero decidió que no; no la interrumpiría. Su hermosura, su tristeza la distanciaban de él. No la molestaría, por lo que pasó por delante sin decirle nada, aunque le dolía su aspecto tan remoto, y no podía llegar hasta ella, no podía hacer nada por ayudarla. Y hubiera vuelto a pasar por delante en completo silencio si, en aquel preciso momento, la señora Ramsay no le hubiera dado, por propia iniciativa, lo que sabía que él no le pediría nunca, de manera que lo llamó, retiró el chal verde que adornaba el cuadro y se dirigió hacia él. Porque sabía que su marido deseaba protegerla.


12

       La señora Ramsay dobló el chal verde para ponérselo sobre los hombros y cogió del brazo a su marido. Era tan guapo, dijo, empezando inmediatamente a hablar de Kennedy, el jardinero, que no se sentía capaz de despedirlo. Había una escalera apoyada en la pared del invernadero, y bultitos de masilla pegados aquí y allá, porque estaban empezando a reparar el techo. Sí; pero mientras seguía paseando con su marido sintió que había localizado un motivo concreto de preocupación. Aunque tenía ya en la punta de la lengua la frase «Costará cincuenta libras», siempre le faltaba valor en cuestiones de dinero, y, en lugar de pronunciarla, habló de Jasper disparando contra los pájaros, y su marido le respondió, tranquilizándola al instante, que era normal en un muchacho de su edad y que confiaba en que hallara pronto mejores maneras de divertirse. ¡El señor Ramsay era una persona tan razonable, tan justa! De manera que dijo: «Sí, todos los niños pasan por etapas», y empezó a pensar en las dabas del macizo más grande, sin saber lo que harían con las flores al año siguiente y preguntándole al mismo tiempo a su marido si había oído el apodo que los chicos le habían puesto a Charles Tansley. Le llamaban el ateo, el ateíto. «No es un ejemplar muy refinado», dijo el señor Ramsay. «Desde luego que no», respondió la señora Ramsay.
      Daba por sentado, dijo la señora Ramsay, que no había ningún inconveniente en dejarle que se las arreglara por su cuenta, meditando al mismo tiempo sobre si serviría de algo enviar bulbos; ¿los plantarían? «Sí, claro, tiene que escribir la tesis», dijo el señor Ramsay. Estaba perfectamente informada sobre aquel punto, explicó la señora Ramsay. Charles Tansley no hablaba de otra cosa. El tema era la influencia de alguien sobre algo. «A decir verdad, es todo lo que tiene a su favor», dijo el señor Ramsay. «Habrá que pedirle al cielo que no se enamore de Prue», dijo la señora Ramsay. La desheredaría si se casara con él, dijo el señor Ramsay. No miraba las flores, que su mujer estaba examinando, sino a un punto a unos treinta centímetros por encima. Tansley era inofensivo, añadió, y estaba a punto de añadir que, en cualquier caso, era el único joven de Inglaterra que admiraba su… pero se contuvo. No la molestaría de nuevo con sus libros. Aquellas flores no tenían mal aspecto, dijo el señor Ramsay, bajando la vista y advirtiendo la presencia de algo rojo y de algo marrón. Sí, pero esas las había colocado ella con sus propias manos, dijo la señora Ramsay. El problema era el siguiente: ¿qué pasaría si enviaba bulbos? ¿Los plantaría Kennedy? El problema era su pereza incurable, añadió, prosiguiendo el paseo. Si ella se pasaba todo el día encima de él con una pala en la mano, a veces conseguía que trabajara un poco. Siguieron adelante, hacia los tritomas de color escarlata. «Estás enseñando a tus hijas a exagerar», dijo el señor Ramsay con tono reprobador. Su tía Camilla era mucho peor que ella, hizo notar la señora Ramsay. «No me consta que nadie haya considerado nunca a tu tía Camilla un modelo de virtud», dijo el señor Ramsay. «Era la mujer más hermosa que he conocido», dijo la señora Ramsay. «Eso hay que decirlo de otra persona», respondió el señor Ramsay. Prue iba a ser mucho más guapa que ella, dijo la señora Ramsay. Su marido respondió que no veía la menor señal de que fuese a ser así. «En ese caso, fíjate en ella esta noche», dijo la señora Ramsay. Se detuvieron un momento. Al señor Ramsay le gustaría convencer a Andrew para que trabajara con más ahínco. De lo contrario perdería toda posibilidad de una beca. «¡Ah, las becas!», exclamó ella. Al señor Ramsay le pareció una tontería que dijera aquello cuando se hablaba de una cosa tan seria como una beca. Se sentiría muy orgulloso de Andrew si consiguiera una beca, dijo. Ella respondió que no estaría menos orgullosa de él si no la consiguiera. Siempre discrepaban en aquel punto, pero no importaba. A la señora Ramsay le gustaba que su marido creyera en las becas, y a él que su mujer se enorgulleciera de Andrew, hiciera lo que hiciese. De repente la señora Ramsay se acordó de los estrechos senderos que seguían el borde del acantilado.
      ¿No era ya tarde?, preguntó. Los jóvenes no habían regresado aún. El señor Ramsay consultó distraídamente el reloj. Pero sólo acababan de dar las siete. Lo mantuvo abierto unos momentos, mientras decidía si le contaba a su mujer lo que había sentido en la terraza. Para empezar, no era razonable preocuparse de aquel modo. Andrew sabía cuidarse. A continuación quería decirle que, cuando, poco antes, paseaba por la terraza…, al llegar aquí se sintió incómodo, como si estuviera forzando aquella soledad, aquella reserva, aquella lejanía suya… Pero ella le insistió. Qué era lo que quería decirle, preguntó, pensando que se trataría de la excursión al faro y de que sentía haber dicho «condenada mujer». Pero no. No le gustaba que tuviera un aspecto tan triste, dijo. Era sólo que se le iba el santo al cielo, protestó ella, sonrojándose un poco. Los dos se sintieron incómodos, indecisos sobre si seguir adelante o regresar. La señora Ramsay dijo que le había estado leyendo cuentos de hadas a James. No; no podían compartir aquella emoción; no podían decir aquello.
      Habían llegado al hueco entre los dos grupos de tritomas de color escarlata, y desde allí se divisaba otra vez el faro, pero la señora Ramsay no estaba dispuesta a mirarlo. Si hubiera sabido que su marido la vigilaba, no hubiera seguido allí sentada, pensando. Le molestaba cualquier cosa que le recordara que el señor Ramsay la había visto quieta, pensando. De manera que miró por encima del hombro, hacia el pueblo. Las luces se ondulaban y corrían como si fueran gotas de plata líquida luchando contra el viento. Toda la pobreza, todo el sufrimiento se habían convertido en aquello, pensó. Las luces del pueblo y del puerto y de los barcos eran semejantes a una red fantasmal que flotase allí para señalar algo hundido. Bueno, se dijo el señor Ramsay, si no podía compartir los pensamientos de su mujer, se marcharía para consagrarse a los suyos. Quería seguir pensando, quería contarse la historia de cómo Hume se había hundido en una ciénaga; quería reírse. Pero, en primer lugar, era absurdo, preocuparse por Andrew. Cuando él tenía la edad de Andrew soba pasear por el campo durante todo el día, sin llevar otra cosa que una galleta en el bolsillo, y nadie se preocupaba por él, ni pensaba que se hubiera caído por un precipicio. Alzó la voz para anunciar que, si no cambiaba el tiempo, se marcharía a la mañana siguiente para caminar durante todo el día. Ya había tenido más que suficiente de Bankes y de Carmichael. Le vendría bien un poco de soledad. Sí, dijo ella. A él le molestó que su mujer no protestara. La señora Ramsay sabía que no lo haría. Era demasiado viejo para caminar todo el día con sólo una galleta en el bolsillo. Se preocupaba por los chicos, pero no por él. Años atrás, antes de casarse, pensó el señor Ramsay, mirando hacia el otro lado de la bahía, mientras estaban parados entre los grupos de tritomas, caminaba durante todo el día y se alimentaba de pan y queso en una taberna. También trabajaba diez horas seguidas; una anciana asomaba la cabeza por su habitación de cuando en cuando y se ocupaba del fuego. Era la zona que más le gustaba, allí a lo lejos, aquellas colinas de arena que se perdían en la oscuridad. Se podía andar todo un día sin encontrarse con nadie. Apenas había casas y ni un solo pueblo en muchos kilómetros. Se podía pensar en las cosas en completa soledad. Había playitas que nadie había pisado desde el principio del tiempo. Las focas se erguían y te miraban. A veces le parecía que, en una casita, allí lejos, solo…, se interrumpió con un suspiro. No tenía derecho. Se recordó que era padre de ocho hijos y que sólo un desalmado y un canalla querría cambiar nada. Andrew sería mejor que él. Prue sería una belleza, decía su madre. Contendrían un poco el flujo del tiempo. En conjunto sus ocho hijos no eran un trabajo despreciable. Ponían de manifiesto que él no condenaba por completo al pobre e insignificante universo, pese a que, en una tarde como aquella, pensó, contemplando la tierra que se empequeñecía al alejarse, la islita en la que se encontraban resultaba patéticamente pequeña, devorada a medias por el mar.
      —¡Bien poca cosa, a decir verdad! —murmuró con un suspiro.
      Su mujer le oyó. Siempre decía cosas sumamente melancólicas, pero la señora Ramsay se había fijado en que nada más decirlas parecía más alegre que de ordinario. Para él todas aquellas frases no eran más que un juego, pensó, porque, si ella hubiera dicho la mitad de lo que él decía, ya se habría volado la tapa de los sesos.
      Aquella manía de hacer frases le molestaba, y le dijo, con la mayor naturalidad, que la tarde era maravillosa. A continuación procedió a preguntarle que de qué se quejaba, riéndose en parte de él y en parte protestando, porque adivinaba su pensamiento: que habría escrito mejores libros si no se hubiera casado.
      No se quejaba, dijo él. Ella sabía que no se quejaba. Sabía que no tenía motivo alguno para quejarse. Y le cogió la mano y se la llevó a los labios y se la besó con una intensidad tal que a la señora Ramsay se le llenaron los ojos de lágrimas y él le soltó la mano enseguida.
      Dieron la espalda al paisaje de la bahía y, cogidos del brazo, empezaron a subir por el sendero donde crecían unas plantas semejantes a lanzas, de color plata y verde. El brazo de su marido, delgado y resistente, era casi como el de un joven, aunque ya había cumplido los sesenta, pensó la señora Ramsay, encantada de comprobar su fuerza y de que siguiera tan indomable y optimista, pero sorprendida de que estando convencido, como sin duda lo estaba, de la existencia de tantos horrores, aquel convencimiento, en lugar de deprimirlo, sirviera para darle ánimos. ¿No era extraño?, se preguntó. En ocasiones le parecía que su marido estaba hecho de manera distinta a otras personas; que había nacido ciego, sordo y mudo ante las cosas ordinarias de la vida, pero con vista de águila para las extraordinarias. Su inteligencia le sorprendía con frecuencia. Pero ¿se fijaba en las flores? No. ¿Se fijaba en el paisaje? No. ¿Reparaba alguna vez en la belleza de su propia hija, o se daba cuenta de si era pudding o asado lo que tenía en el plato? Se sentaba con ellos a la mesa como una persona en un sueño. Y la costumbre de hablar solo o de recitar poesías se estaba convirtiendo, mucho se temía, en una segunda naturaleza; porque a veces resultaba embarazoso:

       Oh, tú, la mejor y la más radiante, ¡ven conmigo![2]

      La pobre señorita Giddings, cuando oyó que le gritaba aquello, se llevó un susto de muerte. Pero luego, además de ponerse al instante de parte de su marido contra todas las estúpidas Giddings del mundo, luego, pensó la señora Ramsay, al tiempo que señalaba a su esposo con una leve presión en el brazo que subía la pendiente demasiado deprisa para ella, y que tenía que detenerse un momento para ver si las toperas eran recientes, luego, pensó, agachándose para mirar, una mente excepcional como la suya debía de ser diferente de las demás desde cualquier punto de vista. Todos los grandes hombres que había conocido, pensó, llegando a la conclusión de que había entrado un conejo, eran así, y el simple hecho de oírlo, el simple hecho de verlo, era excelente para los jóvenes (aunque ella fuera casi incapaz de soportar la atmósfera cargada y deprimente de las aulas). Pero, si no los cazaban, ¿cómo conseguir que no hubiera demasiados conejos?, se preguntó. Podía ser un conejo, o quizá un topo. En cualquier caso, algún animalillo estaba acabando con sus prímulas. Y, al levantar los ojos, vio por encima de los árboles, todavía jóvenes, el primer destello de la estrella más brillante del cielo, y quiso que su marido también la contemplara, porque a ella le producía un placer muy intenso verla. Pero renunció enseguida. El señor Ramsay nunca miraba las cosas. Si ahora lo hiciera, sería únicamente para decir, «Pobre mundo», con uno de sus suspiros.
      En aquel momento, para complacerla, el señor Ramsay dijo «Espléndidas» y fingió admirar las flores. Pero ella sabía perfectamente que le eran indiferentes o incluso que ni siquiera reparaba en su existencia. Sólo pretendía agradarle… Ah, pero ¿no será Lily Briscoe quien paseaba con William Bankes? A pesar de su miopía, se esforzó por ver mejor la espalda de la pareja que se alejaba. Sí, no había duda, era ella. ¿Y no era señal de que acabarían casándose? ¡Sí, claro que sí! ¡Qué idea tan estupenda! ¡Tenían que casarse!


13

       Había estado en Ámsterdam, le decía el señor Bankes a Lily Briscoe mientras paseaban por el césped. Había visto los cuadros de Rembrandt. Había estado en Madrid. Desgraciadamente, era viernes santo y encontró cerrado el Museo del Prado. Había estado en Roma. ¿Conocía Roma la señorita Briscoe? Debería… Sería una experiencia maravillosa…, la Capilla Sixtina, Miguel Ángel…, y Padua, con los frescos de Giotto. Su esposa no estaba casi nunca bien de salud, de manera que habían viajado muy poco.
      Lily conocía Bruselas y había estado en París, pero sólo en una visita relámpago para ver a una tía enferma. También conocía Dresde; eran muchísimos los cuadros que no había visto; sin embargo, a veces se hacía la reflexión de que quizá fuese mejor no verlos: sólo servían para que uno se sintiera desesperanzadamente descontento con su propio trabajo. El señor Bankes opinó que quizá se podía llevar demasiado lejos aquel punto de vista. No todos podemos ser Tiziano, ni tampoco Darwin, dijo; al mismo tiempo, dudaba de que Darwin y Tiziano hubieran existido de no ser por personas modestas como ellos. A Lily le hubiera gustado hacerle un cumplido; usted no es modesto, señor Bankes, hubiera querido decir. Pero a él no le gustaban los cumplidos (a la mayoría de los hombres, sí, pensó Lily) y se avergonzó un poco de su arranque y guardó silencio, mientras él hacía notar que quizá lo que estaba diciendo no se aplicase a la pintura. De todos modos, dijo Lily, rechazando su pequeña insinceridad, nunca dejaría de pintar, porque la pintura le interesaba. Sí, dijo el señor Bankes, estaba seguro de que sería así y, cuando llegaron al sitio donde se acababa el césped, le preguntó si le resultaba difícil encontrar temas en Londres, pero, al dar la vuelta, vieron a los Ramsay. De manera que eso es el matrimonio, pensó Lily, un hombre y una mujer contemplando a una muchachita que lanza una pelota. Eso fue lo que la señora Ramsay trató de decirme la otra noche, pensó. Porque la dueña de la casa llevaba un chal verde y los dos estaban muy juntos viendo cómo Prue y Jasper lanzaban y recogían una pelota. Y, de repente, el significado que, sin razón alguna, quizá cuando salen del metro o llaman al timbre, desciende sobre las personas, haciéndolas simbólicas, representativas, descendió sobre ellos, haciéndolos, inmóviles en el crepúsculo, mirando, el símbolo del matrimonio, marido y mujer. Luego, al cabo de un instante, el contorno simbólico que iba más allá de las figuras reales se disipó, y el marido y la esposa volvieron a ser, cuando se reunieron con ellos, el señor y la señora Ramsay, viendo cómo sus hijos lanzaban y recogían una pelota. Pero aún por un momento, aunque la señora Ramsay los obsequió con su sonrisa habitual (ah, se le ha ocurrido que nos vamos a casar, pensó Lily) y dijo: «Esta noche he triunfado», con lo que hacía referencia al hecho de que, por una vez, el señor Bankes hubiera condescendido a cenar con ellos en lugar de escapar a su alojamiento, donde su criado le preparaba bien las verduras; por un momento, todavía, se tuvo la impresión de cosas que habían volado por los aires, de espacio, de irresponsabilidad, mientras la pelota subía muy alto y la seguían hasta perderla y venían la única estrella y las ramas cubiertas de follaje. A la luz del crepúsculo todos parecían nítidamente recortados y etéreos y separados por grandes distancias. Luego corriendo hacia atrás como una flecha sobre el vasto espacio (porque se tenía la impresión de que la solidez había desaparecido por completo), Prue se precipitó de lleno contra ellos y recogió la pelota brillantemente y a gran altura con la mano izquierda, y su madre dijo: «¿No han regresado todavía?», momento en que se rompió el hechizo. El señor Ramsay se sintió ya en libertad para reírse en voz alta de Hume, que se había hundido en una ciénaga y una anciana lo rescató a condición de que rezara el padrenuestro, con lo que, riendo entre dientes, se dirigió hacia su estudio. La señora Ramsay, devolviendo a Prue a la alianza de la vida familiar, de la que había escapado jugando a la pelota, preguntó:
      —¿Se fue Nancy con ellos?


14

      (Nancy, efectivamente, se había ido con ellos, ya que Minia Doyle se lo pidió, con mucha súplica, tendiéndole la mano cuando Nancy se escapaba, después del almuerzo, camino de su cuarto en el ático, para librarse del horror de la vida familiar. Le pareció que debía ir, aunque no quería. No deseaba en absoluto que la mezclaran en todo aquello. Porque mientras avanzaban por la carretera hacia el acantilado, Minta insistía en cogerle de la mano. Luego se la soltaba. Después volvía a cogérsela. ¿Qué era lo que quería?, se preguntó Nancy. Había algo, por supuesto, que la gente quería, porque, cuando Minta le cogió la mano y la retuvo, Nancy, a regañadientes, vio extenderse el mundo entero bajo ella, como si fuera Constantinopla visto a través de la niebla y, en ese caso, por pocos deseos que se tenga de mirar, se acaba preguntando inevitablemente: «¿Es eso Santa Sofía?». «¿Es eso el Cuerno de Oro?». De manera que Nancy preguntó cuando Minta le cogió la mano: «¿Qué es lo que quiere? ¿Es eso?». ¿Y qué era eso? Aquí y allá salían de la niebla (mientras Nancy miraba hacia abajo, a la vida extendida debajo de ella) un pináculo, una cúpula; cosas destacadas, aunque sin nombre. Pero cuando Minta le soltó la mano, como hizo mientras corrían colina abajo, todo aquello, la cúpula, el pináculo, lo que fuera que sobresalía, volvió a hundirse en la niebla y desapareció.
      Minta, observó Andrew, era bastante andariega. Llevaba ropa más adecuada que la mayoría de las mujeres y se ponía faldas muy cortas y pololos negros. Sea metía en los arroyos sin pensárselo y los atravesaba como podía. A Andrew le gustaba su impetuosidad, pero comprendía que no era razonable: probablemente se mataría de alguna manera estúpida el día menos pensado. Parecía no tenerle miedo a nada, con la excepción de los toros. Le bastaba ver a un toro en un campo para levantar los brazos y echar a correr gritando, que es lo mejor que se puede hacer para enfurecer a un toro, por supuesto. Pero, por lo menos, no le importaba admitirlo: eso había que reconocérselo. Sabía que era terriblemente cobarde con los toros, según su propia confesión. Pensaba que debía haber sufrido una cogida en el cochecito cuando no era más que un bebé. Parecía no importarle ni lo que decía ni lo que hacía. Ahora, de pronto, se sentó en el borde del acantilado y empezó a cantar una canción sobre

             Malditos tus ojos, malditos tus ojos.

      Todos tenían que incorporarse al llegar el estribillo y cantar juntos a gritos:

       Malditos tus ojos, malditos tus ojos,

pero sería una trágica equivocación dejar que subiera la marea y que inundase los mejores cazaderos antes de que ellos llegaran a la playa.
      —Trágica —reconoció Paul, poniéndose en pie de un salto; luego, mientras se deslizaban por la pendiente, se dedicó a citar la guía sobre «aquellas islas, justamente celebradas por su belleza paisajística y su arbolado, así como por la abundancia y diversidad de sus curiosidades marinas». Pero, en conjunto, decidió Andrew, mientras iba eligiendo el camino para bajar, aquellos gritos y maldiciones a los ojos, las palmaditas en la espalda, los apelativos confianzudos y todo lo demás resultaba inaceptable, completamente inaceptable. Eso era lo peor de salir a caminar con mujeres. Una vez en la playa se separaron: Andrew se dirigió a las rocas conocidas como la Nariz del Papa, para lo que procedió a quitarse los zapatos y a meter dentro los calcetines, dispuesto a dejar que la pareja se ocupara de sus propios asuntos; Nancy fue vadeando hasta sus propias rocas y se dedicó a buscar en sus propias charcas, dejando igualmente que la pareja se ocupara de sus asuntos. Agachándose mucho, tocó las tersas anémonas marinas, tan elásticas como si fueran de caucho, pegadas como pellas de gelatina a la pared de la roca. Con la imaginación transformó la charca en el mar, convirtió a los pececillos en tiburones y ballenas y situó vastas nubes sobre aquel mundo diminuto interceptando con la mano los rayos del sol, con lo que hundió en la oscuridad y en la desolación, como podría hacerlo Dios mismo, a millones de criaturas tan ignorantes como inocentes, para luego retirar la mano de repente y permitir que el sol derramara de nuevo su luz. Sobre la pálida arena del fondo de su océano, con las líneas entrecruzadas dejadas por la marea, avanzaba, alzando mucho las patas, con armadura y a rayas, un fantástico leviatán (Nancy seguía agigantando la charca) que se deslizó por entre las enormes fisuras de la ladera de la montaña. Y luego, al permitir que su mirada se deslizase imperceptiblemente por encima de la charca y descansara sobre la línea ondulante de mar y cielo, sobre los troncos de los árboles que el humo de los barcos a vapor hacía ondular en el horizonte, quedó hipnotizada por aquella enorme fuerza que lo barría todo de manera tan salvaje y que luego inevitablemente, se retiraba; y las sensaciones simultáneas de inmensidad y de vecina pequeñez (la charca se había reducido de tamaño) que florecían en su interior, le hicieron sentir que estaba atada de pies y manos y que era incapaz de moverse, debido a la intensidad de los sentimientos que, para siempre, reducían su cuerpo, su vida, y las vidas de todos los habitantes del mundo, a la nada. Acurrucada y meditando sobre la charca, escuchó el ruido de las olas.
      Hasta que al gritar Andrew que ya subía la marea, se lanzó al agua todavía poco profunda para volver chapoteando hasta la orilla; luego corrió playa arriba y su propio ímpetu y el deseo de moverse con rapidez la llevaron hasta detrás de una roca y allí, ¡oh, cielos!, estaban Paul y Minta, abrazados, besándose probablemente. Se sintió ultrajada, furiosa. Andrew y ella se pusieron medias y zapatos en completo silencio, sin hacer el menor comentario sobre la escena sorprendida. De hecho se mostraron bastante bruscos el uno con el otro. Podía haberle llamado cuando vio el camarón o la quisquilla o lo que quiera que fuese, protestó Andrew. Sin embargo, pensaron los dos, la culpa no es nuestra. No habían querido que sucediera aquella cosa tan molesta. De todos modos, a Andrew le fastidiaba que Nancy fuese mujer y a Nancy que Andrew fuese hombre, y los dos se ataron los zapatos muy concienzudamente, apretando bastante los nudos.
      Minta sólo se dio cuenta, entre grandes exclamaciones, de que había perdido el broche de su abuela —el broche de su abuela, el único adorno que poseía—, un sauce llorón (tenían que recordarlo) con perlas engastadas, después de que hubieran llegado a lo alto del acantilado. Tenían que haberlo visto, dijo, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, el broche con el que su abuela estuvo sujetándose la cofia hasta el último día de su vida. Y ahora lo había perdido. ¡Hubiera preferido perder cualquier otra cosa! Tenía que volver y buscarlo. Volvieron todos. Hurgaron y buscaron y miraron con la mayor atención. Iban con la cabeza muy baja y hablaban de manera breve y brusca. Paul Rayley buscó como un loco alrededor de la roca donde habían estado sentados. Y cuando le dijo a Andrew que hiciera una «búsqueda exhaustiva entre este punto y aquel», el vástago de los Ramsay pensó que toda aquella confusión por un broche no tenía en realidad ningún sentido. La marea estaba subiendo rápidamente. Al cabo de un minuto el mar habría cubierto el sitio donde se habían sentado. No había ni la más remota posibilidad de encontrarlo en aquel momento. «¡Nos quedaremos aislados!», gritó Minta, repentinamente aterrada. ¡Como si hubiera el menor peligro de una cosa así! Era otra vez la historia de los toros; no controlaba sus emociones, pensó Andrew. Era lo que les pasaba a las mujeres. El pobre Paul tuvo que tranquilizarla. Los hombres (Andrew y Paul adoptaron de inmediato una actitud varonil, diferente de la habitual) deliberaron brevemente y decidieron dejar clavado el bastón de Rayley donde se habían sentado, para volver al día siguiente con marea baja. No se podía hacer nada más en aquel momento. Si el broche estaba allí, allí seguiría por la mañana, le aseguraron a su propietaria, pero Minta siguió sollozando durante todo el trayecto hasta lo alto del acantilado. Era el broche de su abuela; preferiría haber perdido cualquier otra cosa. Nancy tuvo la impresión, sin embargo, aunque quizá fuese cierto que sentía la pérdida del broche, que no lloraba únicamente por aquello. Lloraba por alguna otra cosa. Le pareció que quizá podían sentarse todos y llorar. Pero ignoraba el motivo.
      Durante el regreso Paul y Minta caminaron juntos delante, y él la consoló, explicándole la fama que tenía por su habilidad para hallar cosas perdidas. En una ocasión, cuando era muy pequeño, había encontrado un reloj de oro. Se levantaría con el alba y estaba seguro de que volvería con el broche. Aunque se le ocurrió enseguida que estaría solo en la playa y casi a oscuras y que, posiblemente, resultaría bastante peligroso, insistió en decirle a Minta que lo encontraría, pero ella no quiso ni oír hablar de que fuera a levantarse con el alba; el broche estaba perdido; lo sabía; había tenido un presentimiento al ponérselo. Pero él decidió, sin decírselo, escaparse de la casa al amanecer, cuando todos durmieran, y, si no conseguía encontrarlo, se iría a Edimburgo y compraría otro, igual, pero más bonito. Demostraría de lo que era capaz. En la cima de la colina, al ver debajo las luces del pueblo, las luces que surgían repentinamente, una a una, le parecieron como las cosas que iban a sucederle: matrimonio, hijos, casa; y de nuevo pensó, cuando salieron a la carretera, sombreada por arbustos muy altos, cómo se retirarían juntos a la soledad, y caminarían incansablemente, él guiándola y ella siempre a su lado, muy cerca (como en aquel momento). Al llegar al cruce de caminos pensó en la terrible experiencia por la que había pasado y en la necesidad de contársela a alguien: a la señora Ramsay, desde luego, porque le dejaba sin aliento pensar en lo que había osado hacer. El peor momento de su vida había sido, sin duda, el instante en que le pidió a Minta que se casara con él. Iría directamente a ver a la señora Ramsay, porque, en cierta manera, tenía la impresión de que era la persona que le había impulsado a hacerlo. La señora Ramsay le había convencido de que podía hacer cualquier cosa. Ninguna otra persona le tomaba en serio. Pero ella le había convencido de que podría hacer lo que quisiera. Y durante todo el día había sentido sus ojos fijos en él, siguiéndolo por todas partes (aunque sin pronunciar una sola palabra), como si le estuviera diciendo: «Sí, puedes hacerlo. Creo en ti. Lo espero de ti». La señora Ramsay le había hecho sentir todo aquello y, en cuanto llegaran (buscó con la mirada las luces de la casa por encima de la bahía), iría a verla y le diría: «Lo he hecho, señora Ramsay, gracias a usted». Al llegar al camino que llevaba hasta la casa vio luces moviéndose a través de las ventanas del piso alto, lo que significaba que habían vuelto con muchísimo retraso. Todo el mundo se preparaba ya para la cena. La casa entera estaba iluminada y, después de la oscuridad, tanta luz le deslumbró y, mientras recorría el camino, se fue repitiendo, infantilmente, «Luces, luces, luces»; y aún siguió haciéndolo, como aturdido, «Luces, luces, luces», al entrar en la casa, mirando fijamente a su alrededor con gesto envarado. Pero, cielo santo, se dijo, llevándose la mano a la corbata, tengo que evitar hacer el ridículo).


15

       —Sí —dijo Prue, con su tono reflexivo característico, en respuesta a la pregunta de su madre—; creo que Nancy se fue con ellos.

16

       En ese caso estaba claro que Nancy se había ido con ellos, supuso la señora Ramsay, preguntándose —mientras dejaba un cepillo, cogía un peine y respondía «Adelante» a unos golpecitos en la puerta (Jasper y Rose entraron en su cuarto)— si el hecho de que Nancy estuviera con los otros tres impediría que se produjera un accidente; tal vez sí, se le ocurrió de manera poco racional, aunque, bien pensado, no era probable una catástrofe de tales dimensiones. No era posible que se hubieran ahogado todos. Y de nuevo se sintió sola en presencia de su vieja antagonista, la vida.
      Jasper y Rose le explicaron que Mildred quería saber si tenía que retrasar la cena.
      —Ni aunque la invitada de honor fuese la reina de Inglaterra —dijo la señora Ramsay categóricamente.
      —Tampoco si se tratara de la emperatriz de México —añadió, riéndose de Jasper, que compartía su vicio, la exageración.
      Y, si a Rose no le importaba, mientras Jasper llevaba el recado, podía elegir, dijo, las joyas que se iba a poner. Cuando son quince los comensales para la cena, no es posible retrasar las cosas eternamente. Ya empezaba a sentirse enojada con los excursionistas por llegar tan tarde; era una falta de consideración, y le irritaba, además de la zozobra que le causaban, que hubieran elegido para llegar con retraso la noche en la que quería que la cena resultase particularmente agradable, ya que William Bankes había accedido por fin a compartirla con ellos y disfrutarían, por añadidura, de la obra maestra de Mildred: boeuf en daube. Era fundamental que las cosas se sirvieran en el preciso momento en que estaban listas. La carne de vaca, la hoja de laurel y el vino: todo tenía que estar en su punto. Era impensable hacer esperar a un plato como aquel. Pero habían elegido aquella, entre todas las noches, para regresar tarde, por lo que habría que devolver las cosas a la cocina a fin de mantenerlas calientes; y el boeuf en daube se echaría a perder.
      Jasper ofreció a su madre un collar de ópalos; Rose otro de oro. ¿Cuál de los dos entonaba mejor con el vestido negro? ¿Cuál, efectivamente?, preguntó la señora Ramsay con aire distraído, mirándose cuello y hombros en el espejo (pero evitando la cara). Y luego, mientras sus hijos rebuscaban entre las joyas, volvió los ojos hacia la ventana para contemplar un espectáculo que siempre le divertía: los grajos en el proceso de decidir en qué árbol se instalaban para pasar la noche. Una y otra vez parecían cambiar de idea y volver a remontar el vuelo porque el grajo viejo, el padre grajo, el anciano José, como ella lo llamaba, era un ave muy picajosa y de mal carácter. Un sujeto nada respetable, al que le faltaban la mitad de las plumas en las alas. Le recordaba a un desastrado anciano con sombrero de copa al que había visto tocando la trompeta delante de una taberna.
      —¡Mirad! —exclamó, riendo. Estaban peleándose. José y María se estaban peleando. Todos levantaron el vuelo, en cualquier caso, barriendo el aire con sus alas negras y tallándolo en delicadas formas de cimitarra. El movimiento de las alas, al abrirse una y otra vez —nunca era capaz de describirlo con la precisión necesaria para quedar satisfecha—, le producía un deleite extraordinario. Fíjate en eso, le dijo a Rose, con la esperanza de que lo viera con mayor claridad que ella, porque, con frecuencia, los hijos dan un empujoncito a las propias percepciones.
      Pero ¿qué iba a ponerse? Habían abierto todas las bandejas del joyero. El collar de oro, italiano, o el de ópalos que el tío James le había traído de la India; ¿o debería ponerse las amatistas?
      —Elegid, hijos míos, elegid —dijo la señora Ramsay, con la esperanza de que se dieran prisa.
      Pero les permitió que procedieran con calma: de manera especial a Rose, que cogía una cosa y luego otra y las colocaba sobre el vestido negro, porque, estaba convencida, aquel modesto ritual de la elección de las joyas, que se repetía todas las noches, era lo que más le gustaba a su hija. Por alguna secreta razón personal, Rose concedía gran importancia a aquella elección. Cuál podía ser la razón, se preguntó la señora Ramsay, inmovilizándose por completo para permitirle que le abrochara el collar elegido, adivinando, gracias a sus recuerdos, algún sentimiento muy hondo, enterrado, sin traducción en palabras, hacia la propia madre, característico de la edad de Rose. Y que provocaba tristeza, como sucede con todos los sentimientos de los que se es objeto, pensó la señora Ramsay. ¡Era tan insuficiente lo que se podía ofrecer en correspondencia! Porque el sentimiento de Rose no guardaba proporción alguna con lo que ella, su madre, era en realidad. Rose crecería y, debido a aquellos sentimientos tan hondos, sufriría, supuso la señora Ramsay. Inmediatamente dijo que ya estaba lista para bajar al comedor; Jasper, por ser el caballero, debería darle el brazo, y Rose, puesto que era la dama, llevarle el pañuelo (procedió a entregárselo) y ¿qué más? Ah, sí, quizá hiciese frío: un chal. Elígeme un chal, dijo, porque aquello agradaría a Rose, que estaba destinada a sufrir tanto. «Vaya», dijo, deteniéndose ante la ventana del descansillo, «ahí están de nuevo». José se había posado en la copa de otro árbol. «¿Tú crees», le dijo a Jasper, «que les gusta que les rompan las alas?». ¿Por qué se empeñaba en disparar contra los pobres María y José? Jasper se agitó inquieto en la escalera, sintiéndose reprendido, aunque no demasiado, porque su madre no entendía el placer de disparar contra los pájaros, que no sentían nada, además; ella, por ser su madre, vivía en otra región del mundo, aunque, a decir verdad, a él le gustaban bastante sus historias sobre María y José, con las que conseguía hacerle reír. Pero ¿cómo sabía que aquellos grajos eran María y José? ¿Creía que los pájaros volvían todas las noches a los mismos árboles?, le preguntó. Pero entonces, de repente, como todas las personas mayores, su madre dejó de prestarle atención. Estaba escuchando un estrépito en el vestíbulo.
      —¡Han vuelto! —exclamó la señora Ramsay, e inmediatamente se indignó con ellos en lugar de sentirse aliviada. Después se preguntó: ¿habría sucedido? Bajaría y se lo contarían…, pero no. No podían contarle nada, con tantos espectadores alrededor. Tenía que bajar, empezar la cena y esperar. Y, como una reina que, al comprobar que sus súbditos se han reunido en una gran sala, los contempla desde lo alto, desciende para reunirse con ellos, les agradece en silencio su homenaje y acepta su devoción y que se inclinen a su paso (Paul no movió un solo músculo y se limitó a mirar al frente al pasar ella), la señora Ramsay bajó la escalera, cruzó el vestíbulo e hizo una levísima inclinación de cabeza, como para aceptar lo que no podían expresar con palabras: el homenaje a su belleza.
      Pero se detuvo de pronto. Olía a quemado. ¿Era posible que hubieran dejado cocer en exceso el boeuf en daube?, se preguntó. Y estaba rogando al cielo que no fuese así, cuando el gran estruendo metálico del gong anunció solemnemente, con autoridad, que todas aquellas personas que estaban repartidas por la casa, en áticos, en dormitorios, en sus pequeños refugios personales, leyendo, escribiendo, dándose el toque final en el pelo o abrochándose el vestido, debían dejar todo aquello, y cualquier otro instrumento que estuvieran manejando, en la repisa del lavabo o en el tocador, y abandonar la novela en la mesilla o interrumpir la redacción del diario para reunirse en el comedor y disponerse a cenar.


17

       Pero ¿qué he hecho con mi vida?, pensó la señora Ramsay al ocupar su sitio a la cabecera de la mesa y contemplar los círculos blancos que creaban los platos colocados en ella.
      —William, siéntate a mi lado —dijo—. Lily —con voz cansada—, ponte ahí.
      Paul Rayley y Minta Doyle tenían lo que tenían; ella, tan sólo una mesa infinitamente larga y platos y cuchillos. Y, en el otro extremo, su marido, acurrucado y con el ceño fruncido. ¿Por qué? La señora Ramsay no lo sabía. Pero no le importaba. No entendía que hubiera sido alguna vez objeto de sus emociones ni que hubiese sentido por él el más mínimo afecto. Tuvo la sensación de estar más allá de todo, de haber pasado por todo, de quedar fuera de todo, mientras servía la sopa, como si hubiera un remolino —allí mismo— y se pudiera estar en él o fuera de él y ella estuviese fuera. Todo ha llegado a su fin, pensó, mientras, uno tras otro, iban apareciendo: Charles Tansley («Siéntese aquí, por favor», le dijo), o Augustus Carmichael, y ocupaban sus sitios. Y, mientras tanto, esperaba, pasivamente, a que alguien le contestara, a que sucediera algo. Pero esa no es una de las cosas, pensó, sirviendo la sopa, que se dicen.
      Al alzar las cejas a causa de la discrepancia (entre lo que estaba pasando y lo que estaba haciendo, servir la sopa), se sintió, cada vez con más intensidad, fuera de aquel remolino; o como si, al bajar una persiana, y quedar las cosas privadas de color, las viese como eran en realidad. El comedor (miró en torno suyo) tenía un aspecto lamentable. No había ni asomo de belleza en ningún sitio. Se abstuvo de examinar al señor Tansley. No se había logrado la menor integración. Todos seguían aislados. Y el esfuerzo total para unirlos, para dar fluidez a la cena y crear un ambiente compartido dependía de ella. Advirtió una vez más, con carácter de simple comprobación desprovista de hostilidad, la ineficacia de los varones, porque si ella no lo hacía, nadie lo haría, de manera que, dándose un golpecito como se le da a un reloj que se ha parado, el viejo pulso familiar recobró su ritmo, como el reloj que echa a andar: un, dos, tres, un, dos, tres. Y así sucesivamente, repitió, escuchando el pulso todavía débil y resguardándolo y animándolo como se puede proteger del viento con un periódico una llamita vacilante. Y ahora sigamos adelante, concluyó, dirigiéndose a William Bankes por medio de una inclinación silenciosa: ¡pobre hombre, sin esposa ni hijos, que cenaba a solas en su alojamiento, con la excepción de aquella noche! Apiadada de él, puesto que la vida tenía ya la fuerza suficiente para arrastrarla consigo, inició toda aquella tarea, como un marinero que ve, no sin cansancio, cómo, aunque el viento hincha las velas, apenas tiene deseos de volver a navegar y se le ocurre que, si el barco se hubiera hundido, se habría limitado a dar vueltas y más vueltas hasta encontrar reposo en el fondo del mar.
      —¿Ha recogido sus cartas? Les he dicho que se las dejaran en el vestíbulo —le explicó a William Bankes.
      Lily Briscoe la vio adentrarse en la extraña tierra de nadie donde era imposible seguir a la gente, incluso cuando su proceder provoca tales escalofríos en aquellos que los observan que siempre tratan de seguirlos al menos con los ojos, como se sigue a un barco que se aleja hasta que sus velas se hunden por detrás del horizonte.
      Qué vieja parece, qué gastada está, pensó Lily, y qué distante. Luego, cuando la señora Ramsay se volvió hacia William Bankes, sonriendo, fue como si el barco hubiera virado y el sol hubiera iluminado de nuevo sus velas, y Lily pensó, ligeramente divertida por el alivio que sentía, ¿a qué viene compadecerse de él? Porque fue esa la impresión que dio al decirle que sus cartas estaban en el vestíbulo. Pobre William Bankes, parecía estar diciendo, como si su propio cansancio proviniera en parte de su compasión por la gente, y la vida que rebullía en ella, su decisión de vivir de nuevo, tuviera como impulso la compasión. Y no era cierto, pensó Lily; era uno de sus errores de apreciación que parecían instintivos y que surgían de alguna necesidad propia y no de la realidad objetiva. No hay ninguna razón para compadecerlo. Tiene su trabajo, se dijo Lily. Y recordó, de repente, como si hubiera encontrado un tesoro, que también ella tenía el suyo. En un relámpago de luz vio su cuadro y pensó: Sí, pondré el árbol más en el centro y así evitaré ese espacio tan incómodo. Será eso lo que haga. Había dado con lo que la tenía tan desconcertada. Cogió el salero y lo colocó de nuevo sobre una flor bordada en el mantel, como recordatorio para no olvidarse de cambiar el árbol de sitio.
      —Es curioso que, si bien casi nunca se recibe por correo nada que merezca la pena, siempre se desea tener cartas —dijo el señor Bankes.
      De qué estupideces hablan, pensó Charles Tansley, colocando la cuchara exactamente en el centro del plato, que ya había rebañado a la perfección, como si, pensó Lily (lo tenía enfrente, de espaldas a la ventana, tapando precisamente el centro del paisaje), estuviera decidido a asegurarse de que comía lo suficiente. Todo lo suyo tenía aquella seca firmeza, aquella escueta fealdad. Seguía siendo cierto, sin embargo, que era casi imposible sentir aversión hacia alguien si se le miraba despacio. Le gustaban sus ojos, azules, hundidos en las órbitas, aterradores.
      —¿Escribe usted muchas cartas, señor Tansley? —preguntó la señora Ramsay, compadeciéndolo también, supuso Lily; porque aquel era sin duda uno de los rasgos de la señora Ramsay: compadecer siempre a los hombres como si les faltara algo, aunque nunca a las mujeres, como si poseyeran algo. Charles Tansley explicó, lo más brevemente que pudo, que escribía a su madre; aparte de eso, no creía que pasara de una carta al mes.
      Porque no estaba dispuesto a decir las necedades que la gente quería que dijera. No iba a permitir que aquellas tontas mujeres se mostrasen condescendientes. Había estado leyendo en su cuarto y después había bajado al comedor y todo le parecía tonto, frívolo e insustancial. ¿Por qué se vestían para cenar? Él había bajado con su ropa habitual. No tenía ropa de vestir. «Nunca se recibe por correo una que merezca la pena», era un ejemplo perfecto de las cosas que decían todo el tiempo. Y lograban que los hombres las dijeran también. Aunque, a decir verdad, tenía toda la razón, pensó. Aquellas gentes nunca recibían nada que mereciera la pena desde que empezaba el año hasta que acababa. No hacían más que hablar y hablar y comer y comer. La culpa la tenían las mujeres. Las mujeres, con todo su «encanto», con toda su estupidez, hacían imposible la civilización.
      —No se podrá ir mañana al faro, señora Ramsay —dijo, a modo de afirmación personal. Le gustaba la señora Ramsay; la admiraba; aún se acordaba del hombre subido en el canalón mirándola; pero juzgó necesario hacer un acto de afirmación personal.
      Realmente, pensó Lily Briscoe, Charles Tansley era, a pesar de sus ojos, el ser humano más desangelado que había conocido nunca. En ese caso, ¿qué más le daba lo que dijera? Las mujeres no saben ni escribir ni pintar… ¿qué importancia tenía, viniendo de él, puesto que estaba claro que no se lo creía, sino que, por alguna razón, le resultaba útil decirlo y por eso lo decía? ¿Por qué, ante aquella humillación, todo su ser se inclinaba, como el trigo bajo el viento, sólo se recuperaba después de un notable y penoso esfuerzo? Tenía que hacerlo una vez más. Aquí está la flor bordada en el mantel; ahí está mi cuadro; tengo que colocar el árbol en el centro; eso es lo que importa, nada más. ¿Por qué no se aferraba a aquello?, se preguntó, sin enfadarse ni discutir, y, si quería vengarse un poco, ¿por qué no se reía de él?
      —Por favor, señor Tansley —dijo—, tenga la bondad de llevarme al faro. Me encantaría.
      Mentía, estaba claro. Por alguna razón decía lo que no sentía para molestarlo. Se reía de él. Llevaba puestos los viejos pantalones de franela. No tenía otros. Se sintió muy tosco y distinto y muy solo. Sabía que Lily Briscoe trataba de burlarse de él por alguna razón; no quería ir al faro con él; lo despreciaba; lo mismo sucedía con Rose Ramsay y con todos los demás. Pero no iba a permitir que las mujeres lo pusieran en ridículo, de manera que volvió la cabeza con toda intención, miró por la ventana y dijo, con brusquedad muy poco cortés, que el mar estaría demasiado revuelto al día siguiente y que, sin duda, la señorita Briscoe devolvería lo que comiera.
      A Charles Tansley le molestó que Lily le hubiera forzado a hablar de aquella manera, con la señora Ramsay por testigo. ¡Ojalá pudiera estar a solas en su cuarto, trabajando, pensó, rodeado de sus libros! Así era como se sentía a sus anchas. Nunca había tenido deuda alguna; no le costaba ni un céntimo a su padre desde los quince años; ayudaba en casa con sus ahorros y estaba dando una educación a su hermana. De todos modos, le hubiera gustado saber cómo contestar adecuadamente a la señorita Briscoe; preferiría no haber hablado de aquella manera tan brusca. «Devolverá lo que coma». Le gustaría decirle algo a la señora Ramsay, algo que demostrara que no era un pedante sin alma. Eso era lo que todos pensaban de él. Se volvió hacia ella. Pero la señora Ramsay dialogaba con William Bankes sobre personas de las que nunca había oído hablar.
      —Sí, lléveselo —dijo la anfitriona, interrumpiendo la conversación para hablar con la doncella—. Debe de hacer quince años…, no, veinte, desde la última vez que la vi —retomó el hilo como si no pudiera perder un momento, porque estaba absorta en lo que decían. ¡De manera que el señor Bankes había tenido noticias suyas precisamente aquella tarde! ¿Carne vivía aún en Marlow y seguía todo igual? ¡Lo recordaba como si fuera ayer! El paseo por el río y el frío intenso. Pero cuando los Manning planeaban algo, nada les hacía cambiar de idea. ¡Nunca se olvidaría de Herbert en la orilla, matando una avispa con una cucharilla de té! Y todo aquello continuaba aún, pensó, ensimismada, deslizándose como un fantasma entre las sillas y las mesas de aquel salón en las orillas del Támesis donde, veinte años atrás, había pasado tanto, tantísimo frío; aunque ahora caminaba entre ellas como un fantasma; y le fascinaba como si, pese a que ella había cambiado, aquel día particular, que ahora resultaba tan tranquilo y tan hermoso, hubiera seguido allí durante todos aquellos años. ¿Le había escrito Carrie en persona?, preguntó.
      —Sí. Dice que están construyendo una sala de billar —respondió el señor Bankes. ¡No, no! ¡Qué cosa tan absurda! ¡Construir una sala de billar! Le parecía imposible.
      El señor Bankes no veía que fuese tan extraño. Ahora disfrutaban de una situación muy acomodada. ¿Debería saludar a Carrie de su parte?
      La señora Ramsay se sobresaltó un poco, y terminó por decir «No», al descubrir que no conocía a aquella Carrie que construía una sala de billar. Pero, repitió, divirtiendo con ello al señor Bankes, qué extraño que aún siguieran viviendo allí. Porque era extraordinario que hubieran seguido vivos aunque apenas había pensado en ellos. ¡Cuántas cosas le habían sucedido durante aquellos años! Sin embargo, quizá tampoco Carrie Manning se hubiera acordado de ella. La idea le resultó extraña y desagradable.
      —Las personas se distancian enseguida —dijo el señor Bankes, sintiendo, sin embargo, cierta satisfacción al pensar que, después de todo, conocía a los Manning y también a los Ramsay. Él no se había distanciado, pensó, dejando la cuchara y limpiándose minuciosamente la boca. Pero quizá, pensó, se apartaba un tanto de la norma en aquel asunto; nunca se dejaba vencer por la costumbre. Conservaba amigos en todos los círculos… La señora Ramsay tuvo que interrumpir la conversación en aquel punto para decirle algo a la doncella sobre mantener caliente la comida. Por eso prefería cenar solo. Todas aquellas interrupciones le irritaban. Bien, pensó, manteniendo una actitud de exquisita cortesía y limitándose a extender sobre el mantel los dedos de la mano izquierda, para examinarlos como, en un intervalo de ocio, examina un mecánico un instrumento bellamente pulimentado y listo para el uso, tales son los sacrificios que exigen los amigos. La señora Ramsay se habría sentido herida si hubiese rechazado su invitación. Pero no merecía la pena. Mientras se miraba la mano pensó que si hubiera cenado solo, casi habría terminado ya y hubiera podido seguir trabajando. Sí, pensó, era una terrible pérdida de tiempo. Los hijos de los Ramsay aún seguían llegando. «Me gustaría que uno de vosotros subiera en un periquete al cuarto de Roger», estaba diciendo la señora Ramsay. Qué trivial es todo ello, qué aburrido, pensó el señor Bankes, comparado con la otra cosa: el trabajo. Allí seguía, tamborileando sobre el mantel, cuando podía haber estado…, tuvo, en un relámpago, una visión de conjunto de su trabajo. ¡Qué pérdida de tiempo! Sin embargo, pensó, es una de mis amistades más antiguas. Se me considera devoto suyo. Pero en aquel momento la presencia de la señora Ramsay no significaba absolutamente nada para él; ni tampoco su belleza; ni el recuerdo de haberla visto sentada con su hijo pequeño junto a la ventana; nada, absolutamente nada. Sólo quería estar solo y volver a tener entre las manos aquel libro. Se sentía incómodo; se sentía reo de traición por estar junto a su anfitriona y no sentir nada. La verdad era que no disfrutaba con la vida de familia. Al sentirse dominado por aquel estado de ánimo, uno se preguntaba: ¿Para qué vivimos? ¿Para qué hacemos tantos esfuerzos a fin de que la raza humana siga adelante? ¿Es de verdad tan deseable? ¿Resultamos atractivos como especie? No demasiado, pensó, mirando a aquellos jóvenes bastante desaliñados. Cam, su favorita, se había acostado ya, supuso. Preguntas vanas, preguntas estúpidas, preguntas que no se hacían si se estaba ocupado. ¿La vida humana es esto? ¿O es otra cosa? Nunca se tenía tiempo para pensar en ello. Pero él se hacía aquellas preguntas porque la señora Ramsay estaba dando instrucciones a la servidumbre, y también porque había comprendido, al advertir cómo su anfitriona se sorprendía de que Carrie Manning siguiera existiendo, que las amistades, incluso las mejores, son una cosa muy frágil. Él, por su parte, estaba sentado junto a la señora Ramsay y no tenía absolutamente nada que decirle.
      —Lo siento —dijo su anfitriona, volviéndose de nuevo hacia él. El señor Bankes se sintió rígido y vacío, como un par de botas empapadas que, cuando se secan, quedan tan tiesas que casi es imposible meter los pies dentro. Sin embargo tenía que hacerlo. Tenía que forzarse a hablar. Si no se andaba con mucho cuidado, la anfitriona descubriría su traición; se daría cuenta de que le tenía sin cuidado, y eso no sería nada agradable, pensó. De manera que inclinó cortésmente la cabeza en su dirección.
      —¡Qué insoportable debe de resultarle cenar en esta casa de fieras! —dijo la señora Ramsay, utilizando, como solía hacerlo en momentos de confusión, sus recursos mundanos. De manera parecida, cuando surge un problema de idiomas en alguna reunión, el presidente, para lograr la unidad, propone que se hable en francés. Quizá sea mal francés; quizá el francés no disponga de palabras para expresar las ideas del orador; sin embargo, el hecho de hablar en francés impone cierto orden, cierta uniformidad. Replicándole en el mismo idioma, el señor Bankes dijo: «No, no, nada de eso», y el señor Tansley, que no conocía aquel idioma, ni siquiera cuando se hablaba con palabras tan breves como aquellas, sospechó al instante su insinceridad. Los Ramsay, pensó, decían, sin duda, tonterías; y celebró con júbilo aquella nueva demostración, redactando mentalmente una nota que cualquier día de aquellos leería en voz alta a uno o dos amigos. Allí, en el seno de un grupo donde sí se podía decir lo que se pensaba, describiría sarcásticamente «la estancia con los Ramsay» y las tonterías que decían. Merecía la pena ser una vez invitado suyo, diría, pero no repetir la experiencia. Las mujeres no podían ser más aburridas, diría. Ramsay, por supuesto, se lo había buscado casándose con una mujer hermosa y teniendo ocho hijos. Esa sería, poco más o menos, la forma que adoptara, pero ahora, en aquel momento, allí clavado, con un asiento vacío al lado, nada había tomado forma en absoluto. Todo eran restos y trozos. Se sentía extraordinariamente incómodo, incluso físicamente. Quería que alguien le diese una oportunidad de afirmarse. Lo necesitaba con tanta urgencia que no podía estarse quieto en la silla: miraba a una persona, luego a otra, trataba de intervenir en su conversación, abría la boca y volvía a cerrarla. Hablaban sobre la industria pesquera. ¿Por qué no se le pedía su opinión? ¿Qué sabían ellos sobre la industria pesquera?
      Lily Briscoe se daba cuenta de todo aquello. Sentada frente a él, ¿acaso no veía perfectamente, como en una radiografía, el esqueleto de la necesidad que aquel joven sentía de impresionar a los comensales, semejante a una sombra muy oscura en la niebla de su carne, aquella ligera niebla con que las convenciones habían recubierto su ardiente deseo de intervenir en la conversación? Pero, pensó, entornando mucho los ojos de aspecto oriental, y recordando cómo despreciaba a las mujeres («No saben ni pintar, ni escribir»), ¿por qué tendría que ayudarlo a satisfacer esa necesidad?
      Existe un código de comportamiento, conocido por Lily, cuyo artículo séptimo dice (probablemente) que en una ocasión así corresponde a la mujer, cualquiera que sea su ocupación, salir en ayuda del joven que tiene delante de manera que este pueda exhibir el esqueleto de su vanidad y satisfacer su urgente deseo de afirmación personal; de la misma manera, se hizo la reflexión con ecuanimidad de solterona, esos jóvenes están obligados a ayudarnos en el caso hipotético de un incendio en el metro. Si eso sucediera, pensó, esperaría sin duda que el señor Tansley me sacara de allí. Pero ¿qué pasaría, se preguntó, si ninguno de los dos cumpliera su parte en el trato? Así que siguió sin intervenir, sonriendo.
      —¿No estarás planeando ir al faro, verdad, Lily? —preguntó la señora Ramsay—. Acuérdate del pobre señor Langley; había dado la vuelta al mundo una docena de veces, pero me contó que nunca había sufrido tanto como cuando mi marido lo llevó allí. ¿Es usted buen marinero, señor Tansley?
      El señor Tansley alzó un martillo y lo balanceó en el aire; pero al darse cuenta, mientras descendía, de que no podría aplastar aquella mariposa con semejante instrumento, se limitó a afirmar que no se había mareado nunca. Si bien en aquella frase estaba encerrado, en forma compacta, como pólvora, el hecho de que su abuelo era pescador y su padre boticario, el de que él se había abierto camino exclusivamente con su esfuerzo personal y estaba orgulloso de ello y el de que era Charles Tansley, algo de lo que allí nadie parecía darse cuenta, pero que tendrían ocasión de comprobar el día menos pensado. Frunció el entrecejo pensando en el futuro. Casi le daban pena aquellas personas tan cultivadas y apacibles que más pronto o más tarde saltarían por los aires, como balas de algodón o barriles de manzanas, cuando estallase la pólvora que él llevaba dentro.
      —¿Me llevará con usted, señor Tansley? —preguntó Lily al instante, amablemente, ya que, por supuesto, si la señora Ramsay le decía, como de hecho lo estaba haciendo, «Me ahogo, querida, en mares de fuego. A no ser que apliques algún bálsamo a la angustia de este momento y digas algo agradable a ese joven que tienes ahí delante, la vida se estrellará contra los arrecifes; de hecho ya oigo los chirridos y el retumbar de las olas en este instante. Tengo los nervios tan tensos como cuerdas de violín. Un golpe más y saltarán…». Cuando la señora Ramsay decía todo aquello, como se lo estaba diciendo su mirada, Lily Briscoe, por supuesto, renunciaba por enésima vez a su experimento (qué sucede si una no es amable con el joven que tiene delante) y volvía a mostrarse conciliadora.
      Charles Tansley hizo una apreciación correcta del cambio de humor de Lily diciendo que su actitud era ya amistosa —y, libre de la preocupación de defender su yo, le contó que solían tirarlo al agua de pequeño, que su padre lo sacaba del mar con un bichero y que fue así como aprendió a nadar—. Uno de sus tíos era farero en algún promontorio de la costa de Escocia, dijo. Había estado allí con él durante una tempestad. Esto último lo dijo en voz muy alta durante una pausa en la conversación general. Tuvieron que escucharle cuando dijo que había estado con su tío en un faro durante una tempestad. Ah, pensó Lily Briscoe, cuando la conversación tomó aquel rumbo favorable y sintió la gratitud de la señora Ramsay (que ahora era libre de hablar un momento por su cuenta), ah, pensó, ¡si supiera lo que me ha costado! No había sido sincera. Había utilizado su estratagema habitual: mostrarse amable. Nunca conocería a Charles Tansley. Y él nunca la conocería. Las relaciones humanas eran así, pensó, y ninguna peor (de no haber sido por el señor Bankes) que las relaciones, extraordinariamente insinceras, inevitablemente, entre hombres y mujeres. Después reparó en el salero, ya que ella misma lo había colocado a modo de recordatorio; a la mañana siguiente movería el árbol más hacia el centro del cuadro y, sintiéndose muy animada ante la idea de pintar al día siguiente, rio en voz alta de lo que el señor Tansley estaba contando. Que hablara toda la noche si era eso lo que quería.
      —¿Cuánto tiempo seguido trabaja un farero? —preguntó. Tansley se lo dijo. Estaba asombrosamente bien informado. Y puesto que, movido por el agradecimiento, aquel joven veía a Lily con simpatía y empezaba a pasarlo bien, era el momento, pensó la señora Ramsay, de que regresara a aquel mundo de ensueño, a aquel lugar, irreal pero fascinante, que era el salón de los Manning en Marlow veinte años atrás; un lugar que se podía recorrer sin prisa ni ansiedad, porque allí no había ningún futuro que pudiera preocuparle. Sabía lo que les había sucedido a los Manning y lo que le había sucedido a ella. Era como leer de nuevo un buen libro, porque ya sabía el final de la historia: todo había sucedido veinte años antes, y la vida, que se derramaba en cascadas incluso desde aquella mesa de comedor, sólo Dios sabía hacia dónde, allí estaba contenida, y permanecía en reposo, como un lago dentro de sus orillas. William aseguraba que habían construido una sala de billar…, ¿sería posible? ¿Estaría dispuesto a seguir hablando de los Manning? Ella quería que lo hiciera. Pero no; por alguna razón ya no estaba de humor. Lo intentó. Pero no obtuvo respuesta. No podía forzarlo. Se sintió decepcionada.
      —Los chicos son un desastre —dijo, suspirando. El señor Bankes respondió algo acerca de la puntualidad, virtud secundaria que sólo se adquiere más adelante en la vida.
      —Si es que se adquiere —dijo la señora Ramsay únicamente para llenar un hueco, mientras pensaba que William se estaba convirtiendo en toda una solterona. Dándose cuenta de su traición, dándose cuenta de que su anfitriona quería hablar sobre algo más íntimo, pero que él no estaba de humor para ello en aquel momento, el señor Bankes sintió, mientras esperaba, que se le venía encima el lado desagradable de la vida. Quizá los otros estuvieran hablando de algo interesante. ¿Qué decían?
      Que aquel año la pesca iba mal y que los trabajadores del sector estaban emigrando. Hablaban de sueldos y de paro. El joven huésped de los Ramsay insultaba al gobierno. William Bankes, pensando en que era un alivio dar con algo como aquello cuando la vida privada resultaba desagradable, le oyó mencionar «uno de los actos más escandalosos del gobierno actual». Lily escuchaba; la señora Ramsay también; todos escuchaban. Pero, aburrida ya, Lily sintió que faltaba algo; el señor Bankes también sintió que faltaba algo. Ciñéndose el chal, la señora Ramsay sintió que faltaba algo. Todos ellos, adelantando el cuerpo para escuchar, pensaban: «Quiera Dios que no se trasluzca lo que tengo en la cabeza», porque cada uno de ellos pensaba: «A los demás les afecta. Se consideran insultados y les indigna lo que el gobierno está haciendo con los pescadores. Pero yo no siento nada». Aunque quizás, pensó el señor Bankes, mientras miraba al señor Tansley, aquí tenemos al hombre. Siempre se está esperando al hombre. Siempre existe la posibilidad. En cualquier momento puede surgir el líder, el genio, en política como en cualquier otra cosa. Probablemente se mostrará extraordinariamente desagradable con nosotros, los vejestorios, pensó el señor Bankes, haciendo todo lo que estaba en su mano por ser indulgente, ya que sabía, por cierta curiosa sensación corporal, como de nervios erizados en la espalda, que tenía celos, en parte por sí mismo y en parte, más probablemente, por su trabajo, por su punto de vista, por su ciencia; y que, por consiguiente, su actitud no era completamente imparcial ni del todo justa, porque el señor Tansley daba la impresión de estar diciendo: habéis malgastado vuestra vida. Estáis todos equivocados. Pobres vejestorios, estáis irremediablemente anticuados. Aquel joven parecía bastante engreído y sus modales eran pésimos. Pero el señor Bankes se forzó a reconocer que tenía valor, que no carecía de habilidad y que estaba muy bien informado. Probablemente, pensó, mientras Tansley despotricaba contra el gobierno, debe de haber una buena parte de verdad en lo que dice.
      —Ahora explíqueme… —dijo. De manera que discutieron sobre política, y Lily contempló la flor bordada en el mantel; y la señora Ramsay, dejando el debate por completo en manos de los dos hombres, se preguntó por qué le aburría tanto aquella conversación, y deseó, mirando a su marido, sentado al otro extremo de la mesa, que dijera algo. Bastaría una palabra, pensó. Porque si decía alguna cosa cambiaría todo. Su marido llegaba al meollo de las cosas. Le preocupaban los pescadores y sus jornales. No dormía pensando en ellos. Todo cambiaba por completo cuando él hablaba, ya que entonces no había que rogar al cielo que el interlocutor no advirtiera la propia falta de interés, porque el interés resurgía. Luego, al darse cuenta de que estaba esperando a que hablara debido a la gran admiración que le inspiraba, sintió como si alguien hubiera alabado en su presencia a su marido y su matrimonio, y se llenó de satisfacción sin advertir que era ella misma quien había hecho el elogio. Miró al señor Ramsay esperando encontrar todo aquello reflejado en su rostro; debería de tener un aspecto magnífico, pero… ¡ni muchísimo menos! Estaba torciendo la cara, hacía muecas, fruncía el ceño y tenía el rostro encendido por la indignación. ¿Cuál podía ser el motivo?, se preguntó. ¿Qué podía estar pasando? Tan sólo que el bueno de Augustus Carmichael había pedido un segundo plato de sopa: eso era todo. Era impensable, era intolerable (su marido se lo indicaba desde el otro extremo de la mesa) que Augustus se tomara otro plato de sopa. No soportaba que nadie siguiera comiendo cuando él ya había terminado. La señora Ramsay vio que la indignación le ascendía como una jauría de sabuesos hasta los ojos y la frente y presintió que al cabo de un momento se produciría una violenta explosión y que entonces…, pero, afortunadamente, vio que su marido se dominaba y que apretaba con fuerza el freno sobre la rueda y cómo el conjunto de su cuerpo parecía despedir chispas pero no palabras. Siguió haciendo muecas. No había dicho nada, quería que su mujer reparase en ello. ¡Que le concediera el mérito que tenía! Pero ¿por qué, después de todo, no iba a poder pedir un segundo plato de sopa el pobre Augustus? Se había limitado a tocar a Ellen en el brazo y a decirle:
      —Ellen, por favor, un poco más de sopa —y el señor Ramsay había empezado a poner caras.
      ¿Y por qué no?, se preguntó la señora Ramsay. Sin duda podían dejar a Augustus que se sirviera sopa una segunda vez si le apetecía. Le repugnaba la gente que se hartaba de comer, le transmitió el señor Ramsay con un fruncimiento de cejas. Le molestaba todo lo que se alargaba horas y horas, como aquello. Pero había logrado controlarse, el señor Ramsay quería que su mujer lo advirtiera, aunque el espectáculo era asqueante. Pero por qué manifestarlo con tanta claridad, preguntó la señora Ramsay (se miraban desde los extremos de la mesa, mandándose de un lado a otro todas aquellas preguntas y respuestas, los dos reconociendo con exactitud los sentimientos del otro). Todo el mundo lo veía, pensó la señora Ramsay. Estaba Rose, sin ir más lejos, mirando fijamente a su padre; estaba Roger; los dos empezarían a retorcerse de risa en menos de un segundo, estaba segura, de manera que dijo de inmediato (ya era el momento de hacerlo, de todas formas):
      —Encended las velas —con lo que los dos se pusieron en pie de un salto y empezaron a rebuscar en el aparador.
      ¿Por qué su marido no era nunca capaz de disimular sus sentimientos?, se preguntó la señora Ramsay; y también se preguntó si Augustus Carmichael se habría dado cuenta. Tal vez sí; tal vez no. No podía por menos de admirar la compostura con que seguía allí, tomándose la sopa. Si quería sopa, la pedía. Le daba lo mismo que la gente se riera de él o se enfadase. No sentía afecto por ella, estaba convencida; pero en parte por esa misma razón lo respetaba; y al verlo tomándose la sopa, voluminoso y tranquilo, a la luz del crepúsculo, monumental y contemplativo, se preguntó qué sentía entonces, y por qué estaba siempre contento y parecía tan digno; pensó también en el mucho afecto que tenía a Andrew, y cómo lo llamaba a su cuarto y le «enseñaba cosas», según explicaba Andrew. Luego se pasaba todo el día tumbado en el césped, reflexionando probablemente sobre su poesía, hasta que conseguía que uno se acordara de un gato vigilando pájaros, y luego juntaba las zarpas cuando había encontrado la palabra, y su marido decía, «El bueno de Augustus es un verdadero poeta», lo que era una gran alabanza, tratándose del señor Ramsay.
      Ahora había ya ocho velas sobre la mesa y, después de las primeras vacilaciones, las llamas se irguieron, haciendo visible la totalidad de la larga mesa y, en el centro, una bandeja de fruta amarilla y morada. Cómo lo habría conseguido Rose, se preguntó la señora Ramsay, porque la distribución de las uvas y de las peras, de la concha marina erizada de cuernos y delicadamente rosa en su interior, de los plátanos, le hicieron pensar en un trofeo sacado del fondo del mar, en el banquete de Neptuno, en el racimo que cuelga, rodeado de hojas de parra, sobre el hombro de Baco (en algún cuadro), entre las pieles de leopardo y el resplandor rojo y dorado de las antorchas… Aquella fuente, al adquirir repentina corporeidad bajo la luz, dio la impresión de poseer gran tamaño e ilimitada profundidad; era como un mundo ante el que existía la posibilidad de coger un bastón e iniciar la ascensión por sus colinas, pensó la señora Ramsay, descendiendo luego hasta sus valles y, para deleite suyo (porque les daba un momentáneo interés común) advirtió que también Augustus se regalaba la vista con la bandeja de fruta, se sumergía en ella, cortaba aquí una flor, allí una espiga, y regresaba, después del banquete, a su colmena. Era la manera de mirar de Augustus, diferente de la suya. Pero el hecho de mirar lo mismo les unía.
      Ya estaban encendidas todas las velas y la luz acercaba los rostros situados a ambos lados de la mesa, creando, como no había sido posible durante el crepúsculo, un grupo unido; y es que ahora los cristales dejaban fuera la noche, porque lejos de dar una visión exacta del mundo exterior, lo ondulaban de una manera tan extraña que el interior del comedor parecía el reino del orden y de la tierra firme, mientras que del otro lado sólo existía un reflejo en el que las cosas temblaban y desaparecían como en un mundo acuático.
      De inmediato se produjo un cambio en todos ellos, como si aquella transformación fuese real, y todos supieran que, juntos, formaban un grupo en una oquedad, en una isla; que tenían que hacer causa común contra aquella inestabilidad exterior. La señora Ramsay, que había estado inquieta, esperando a que Paul y Minta hicieran su aparición, e incapaz de participar con calma en lo que sucedía a su alrededor, sintió que su desasosiego se convertía en esperanza. Porque tenían que llegar ya, y Lily Briscoe, al tratar de analizar la causa de aquella repentina alegría, la comparó con el momento en la pista de tenis cuando la solidez desaparece repentinamente y se extienden entre los jugadores los mismos espacios inconmensurables; y ahora se conseguía el mismo efecto con la abundancia de velas en el comedor escasamente amueblado, las ventanas sin cortinas y el resplandor, como de máscaras, de los rostros vistos a la luz de las velas. Se les había quitado un peso de encima a todos, pensó que podía suceder cualquier cosa. Tienen que presentarse ahora, se dijo la señora Ramsay, mirando hacia la puerta y, en aquel instante, llegaron juntos Minta Doyle, Paul Rayley y una doncella que traía una gran bandeja. Se habían retrasado muchísimo; llegaban terriblemente tarde, dijo Minta, mientras los dos encontraban acomodo en extremos opuestos de la mesa.
      —He perdido mi broche…, el broche de mi abuela —dijo Minta con entonación compungida y un atisbo de humedad en sus grandes ojos castaños, alzándolos y bajándolos mientras se sentaba junto al señor Ramsay, que avivó su caballerosidad hasta el punto de bromear con ella.
      ¿Cómo podía ser tan pava, le preguntó, para gatear por las rocas cargada de joyas?
      Se daba por supuesto que a Minta la aterraba el señor Ramsay, por tratarse de un hombre tan sumamente inteligente y, la primera noche, cuando se sentó a su lado, y él le habló sobre George Eliot, se asustó de verdad, porque se había dejado en el tren el tercer volumen de Middlemarch y nunca llegó a saber lo que sucedía al final; pero a partir de entonces se llevaban estupendamente y ella se fingía aún más ignorante de lo que era en realidad, porque al señor Ramsay le gustaba decirle que era tonta. Y aquella noche dejó de tener miedo tan pronto como se rio de ella. Supo, además, al entrar en el comedor, que se había producido el milagro, que iba envuelta en la neblina dorada. Unas veces le sucedía y otras no. Nunca sabía por qué aparecía ni por qué se disipaba, ni tampoco si la acompañaba hasta entrar en una habitación; pero después lo sabía al instante por la manera en que la miraban algunos hombres. Sí, aquella noche iba envuelta en ella y la neblina era muy intensa; lo supo por la manera que tuvo el señor Ramsay de decirle que no fuese tan tonta. Minta se sentó a su lado, sonriendo.
      Debe de hacer sucedido, pensó la señora Ramsay; se han prometido. Y, por un momento, sintió lo que nunca esperaba volver a sentir: celos. Porque él, su marido, captó también el resplandor de Minta; al señor Ramsay le gustaban aquellas muchachas de color dorado rojizo, con un algo flameante, algo un poco insensato y atolondrado, que no llevaban el pelo tirante y que no eran, como decía de la pobre Lily Briscoe, «muy poquita cosa». Tenían ciertas cualidades que a ella le faltaban, cierto brillo, cierta suntuosidad, que atraía a su marido, que le divertía, que le llevaba a convertir en preferidas suyas a muchachas como Minta, por lo que les permitía que le cortaran el pelo, que le trenzaran cadenas para el reloj o que le interrumpieran durante su trabajo, llamándolo (ella las oía) con un «Vamos, señor Ramsay, ahora nos toca a nosotros ganarle», con lo que conseguían que saliera a jugar al tenis.
      Pero no tenía celos, por supuesto; tan sólo, en ocasiones, cuando se forzaba a mirarse en el espejo, se sentía un poco molesta porque quizá tenía la culpa de haber envejecido. (La factura por la reparación del invernadero y todo lo demás). Les agradecía que se rieran de él («¿Cuántas pipas ha fumado hoy, señor Ramsay?» y otras cosas por el estilo) hasta lograr que pareciera un hombre joven; un hombre de gran atractivo para las mujeres, que no estaba ni abrumado ni oprimido por la importancia de su tarea ni por las desgracias del mundo ni por su fama ni por sus fracasos, sino de nuevo como ella lo había conocido, demacrado pero caballeroso; ayudándola, lo recordaba muy bien, a saltar a tierra desde un bote; con modales encantadores, como ahora (lo miró, y parecía asombrosamente joven, bromeando con Minta). A ella —«Ponlo ahí», dijo, ayudando a la chica suiza a colocar con mucho cuidado delante de ella la enorme olla marrón donde se encontraba el boeuf en daube—, por su parte, le gustaban los tontitos. Paul se tenía que sentar a su lado. Le había guardado el sitio. A veces, realmente, estaba convencida de que le gustaban más los tontos, que tenían la virtud de no importunarla con sus tesis. ¡Cuánto se perdían, después de todo, aquellos hombres tan inteligentes! Qué secos se quedaban, al fin y a la postre. Había algo muy agradable en Paul, pensó mientras su huésped se sentaba. Sus modales le resultaban encantadores, al igual que su nariz afilada y sus brillantes ojos azules. ¡Era tan atento! ¿Le diría —ahora que todo el mundo hablaba de nuevo— lo que había sucedido?
      —Volvimos atrás para buscar el broche de Minta —dijo Paul, sentándose a su lado. Bastaba con aquella utilización de la primera persona del plural. La señora Ramsay captó por el esfuerzo, por la elevación de la voz para superar una palabra difícil, que era la primera vez que la usaba. Hicimos esto, hicimos lo de más allá. Lo dirían el resto de su vida, pensó, y un exquisito aroma a olivas, aceite y salsa salió de la gran olla marrón cuando Marthe, con un gesto levemente teatral, alzó la tapa. La cocinera se había pasado tres días confeccionando aquel plato. Y ella tendría que esmerarse, pensó la señora Ramsay, zambulléndose en aquella tierna masa, y elegir una tajada especialmente jugosa para William Bankes. Examinó el interior de la olla, con sus paredes resplandecientes y la confusión de suculentas carnes doradas, hojas de laurel y vino, y pensó. Esto nos va a servir para celebrar el acontecimiento —con una curiosa sensación que surgía en ella, a la vez extraña y tierna, de celebrar una fiesta, como si dos emociones se disputaran su corazón, una de ellas muy honda—, porque, ¿acaso había algo más serio que el amor del hombre por la mujer, acaso había algo más imponente, más impresionante, puesto que portaba en sus entrañas las semillas de la muerte? Pero también había que bailar, bromistas, con aquellos amantes, con aquellas personas que entraban, los ojos brillantes, en un mundo de ilusiones, y adornarlos con guirnaldas.
      —Es todo un éxito —afirmó el señor Bankes, dejando, por un momento, de utilizar el cuchillo. Había estado comiendo con gran atención. El guiso era sabroso y estaba tierno. Perfectamente cocinado. ¿Cómo se conseguía semejante perfección en un lugar tan apartado?, le preguntó a la señora Ramsay. Era una mujer maravillosa. Había reconquistado todo su amor y toda su reverencia, y ella se dio cuenta.
      —Es una receta francesa de mi abuela —dijo la señora Ramsay, con tono de profunda satisfacción. Por supuesto que era francesa. Lo que se acepta como cocina en Inglaterra es una abominación (los demás estuvieron de acuerdo). Consiste en meter coles en agua. En asar la carne hasta que parece cuero. En prescindir de la deliciosa piel de las hortalizas. «Que contiene», dijo el señor Bankes, «toda la virtud de las verduras». Y lo mucho que se desperdicia, dijo la señora Ramsay. En Francia podía vivir una familia con lo que tira una cocinera inglesa. Estimulada por el convencimiento de haber recuperado el afecto de William, de que todo volvía a estar en orden, de que su ansiedad se había esfumado y de que ahora podía a la vez triunfar y burlarse, empezó a reír y a gesticular hasta que Lily pensó: Qué infantil, qué absurda resultaba, luciendo de nuevo toda su belleza como una flor que acabara de abrirse, hablando sobre la piel de las hortalizas. Había algo tremendo en ella. Era irresistible. Al final siempre se salía con la suya, pensó Lily. Acababa de provocar aquel nuevo acontecimiento: Paul y Minta, era fácil de imaginar, se habían prometido. Y el señor Bankes cenaba con ellos. Los hechizaba a todos con sus deseos, tan simples y tan directos, y Lily contrastó aquella abundancia con su propia pobreza de espíritu y supuso que era en parte su fe en aquella realidad extraña y terrible (porque el rostro de la señora Ramsay estaba totalmente iluminado y, sin parecer joven, resultaba radiante) lo que hacía que Paul Rayley, su centro de interés, temblara y pareciera, sin embargo, ausente, absorto, silencioso. La señora Ramsay, Lily estaba segura, exaltaba aquella realidad, le rendía culto mientras hablaba de la piel de las hortalizas; extendía las manos sobre ella para ilusionarlos y para protegerla, aunque, por otro lado, pese a haberla provocado, se reía de algún modo, mientras llevaba a sus víctimas hacia el altar del sacrificio. Finalmente, también Lily lo sintió: la emoción, el estremecimiento del amor. ¡Qué insignificante se sentía al lado de Paul! Él, resplandeciente, ardiente; ella, distante, satírica; él, ligado a la aventura; ella, amarrada a la orilla; él, lanzado sobre las olas y despreocupado del peligro; ella, solitaria, excluida…, por lo que, dispuesta a implorar una participación en la catástrofe, si se llegaba hasta la catástrofe, dijo tímidamente:
      —¿Cuándo ha perdido Minta el broche?
      Paul la obsequió con la más exquisita de las sonrisas, velada por el recuerdo, teñida por los sueños. Luego movió la cabeza.
      —En la playa —dijo—. Voy a encontrarlo. Mañana me levantaré pronto.
      Como se trataba de que Minta permaneciera ignorante de sus intenciones, bajó la voz y volvió los ojos hacia donde está sentada, riendo, junto al señor Ramsay.
      Lily quiso proclamar con energía su deseo de ayudarle, imaginándose cómo al amanecer, en la playa, sería ella una de las personas que se precipitaran sobre el broche, oculto a medias por alguna roca, para, de aquel modo, quedar también incluida entre marinos y aventureros. Pero ¿cuál fue la respuesta a su ofrecimiento? Porque Lily dijo con una emoción que raras veces dejaba traslucir, «Déjeme ir con usted», y él se echó a reír. Quería decir sí o no; quizá las dos cosas. Pero el significado carecía de importancia; lo importante era el extraño modo de reírse, como si hubiera dicho: «Tírese desde el acantilado si lo desea, porque a mí me tiene sin cuidado». Depositó sobre su mejilla el fuego del amor, su horror, su crueldad, su falta de escrúpulos. A ella la abrasó y Lily, al contemplar a Minta, mostrándose encantadora con el señor Ramsay al otro extremo de la mesa, se estremeció, viéndola expuesta a aquellos colmillos, y dio gracias a Dios, porque, en cualquier caso, se dijo, tropezándose con el salero que había colocado sobre el bordado del mantel, ella no necesitaba casarse, no estaba obligada a sufrir aquella degradación. Estaba a salvo de aquella pérdida de la propia identidad. Colocaría el árbol bastante más hacia el centro.
      Tal era la complejidad de las cosas. Porque lo que le sucedía, de manera especial cuando pasaba una temporada con los Ramsay, era que se le hacía sentir con violencia dos cosas opuestas al mismo tiempo; una era lo que ustedes sienten; la otra lo que siento yo; luego las dos peleaban en su interior, como en aquel momento. Es tan hermoso, tan estimulante, este amor, que tiemblo al inclinarme sobre él, por lo que me ofrezco, saliéndome por completo de mis costumbres, a buscar un broche en una playa; también es, al mismo tiempo, la más bárbara y la más estúpida de las pasiones humanas, capaz de transformar a un agradable joven con un perfil de camafeo (el de Paul era exquisito) en un matón que empuña una barra de hierro (contoneándose, insolente) como un barriobajero londinense. Sin embargo, se dijo, desde la aurora del tiempo se cantan odas al amor y se acumulan guirnaldas y rosas; y si se pregunta a la gente, nueve de cada diez personas responderán que no quieren otra cosa; mientras que las mujeres, a juzgar por su propia experiencia, pensarían todo el tiempo: «No es esto lo que queremos; no hay nada más tedioso, pueril e inhumano que el amor, sin embargo también es hermoso y necesario». ¿En qué quedamos entonces?, preguntó esperando en cierto modo que otros prosiguieran la discusión, como si en un debate como aquel, cada uno lanzara su dardo que, inevitablemente, se quedaba corto, por lo que se contaba con que los demás siguieran adelante. De manera que escuchó de nuevo lo que se estaba diciendo, por si acaso arrojaban alguna luz sobre la cuestión del amor.
      —Además —dijo el señor Bankes—, está ese líquido al que los ingleses llaman café.
      —¡Ah, el café! —dijo la señora Ramsay. Pero el problema era más bien conseguir (estaba sumamente animada, Lily lo vio con claridad, y hablaba con gran energía) mantequilla auténtica y leche pura. Con palabras llenas de calor y elocuencia describió los pecados del sistema lechero inglés y del estado en que la leche llegaba a la puerta del consumidor, y se disponía a probar sus acusaciones, porque había estudiado a fondo el asunto, cuando por toda la mesa, empezando con Andrew en el centro, como un fuego que salta de rama en rama de aliaga, sus hijos se echaron a reír, seguidos de inmediato por su esposo; se estaban riendo de ella, de manera que, rodeada por el fuego, se vio obligada a arriar su estandarte, desmontar sus baterías y a desquitarse únicamente por el procedimiento de señalar al señor Bankes, como ejemplo de los sufrimientos que aguardan a quien ataca los prejuicios de la opinión pública británica, las bromas y burlas de la mesa.
      Deliberadamente, sin embargo, porque estaba convencida de que Lily, que le había echado una mano con el señor Tansley, se había quedado al margen, la excluyó del resto. «Lily, en cualquier caso, está de acuerdo conmigo», dijo, y así la recuperó, un poco agitada, un poco sorprendida. (Porque pensaba sobre el amor). La señora Ramsay tenía el convencimiento de que los dos se habían quedado al margen, Lily y Charles Tansley. Ambos sufrían las consecuencias del brillo de los otros dos. Él, era evidente, se sentía completamente postergado; ninguna mujer lo miraría teniendo a Paul Rayley en la habitación. ¡Pobrecillo! De todos modos, contaba con su tesis, la influencia de alguien sobre algo: podía cuidarse solo. Con Lily era distinto. Se apagaba ante el brillo de Minta; resultaba más insignificante que nunca, con su vestidito gris, su carita contraída y sus ojitos chinos. En ella todo era diminuto. Y sin embargo, pensó la señora Ramsay, comparándola con Minta, mientras reclamaba su apoyo (porque Lily confirmaría que no hablaba de sus lecherías más de lo que su marido hablaba de sus botas… El señor Ramsay se pasaba las horas muertas hablando de sus botas), de las dos sería Lily quien tuviera mejor aspecto a los cuarenta. Había en Lily una veta de algo; una llamada de algo; algo exclusivamente suyo que encantaba a la señora Ramsay, si bien, mucho se temía, no atraía del mismo modo a los hombres. Evidentemente no, a no ser que se tratara de un hombre mayor, como William Bankes. Aunque él se interesaba…, bueno, la señora Ramsay pensaba a veces que quizá, desde la muerte de su esposa, se interesaba por ella. No estaba «enamorado», por supuesto; era uno de esos afectos sin clasificar que tanto abundan. Tonterías, pensó, William debe casarse con Lily. Tienen muchísimas cosas en común. A Lily le encantan las flores. Los dos son fríos y distantes y más bien autosuficientes. Tenía que arreglar las cosas para que dieran juntos un largo paseo.
      Tontamente los había colocado mal en la mesa. Aunque eso podía remediarse mañana. Si el tiempo era bueno saldrían de excursión. Todo parecía posible. Todo parecía perfecto. En aquel preciso momento (aunque no podía durar, pensó, disociándose del instante mientras los demás hablaban sobre botas), en aquel preciso momento había logrado la seguridad; era como un halcón suspendido en el cielo; como una bandera desplegada en un fluido de alegría que llenaba por completo y dulcemente todas las fibras de su cuerpo, y no ruidosamente, sino más bien de manera solemne, porque brotaba, pensó, contemplándolos a todos, mientras comían, de su marido, de sus hijos y de sus amigos; todo lo cual, al surgir en aquella honda quietud (se disponía a servir a William Bankes una tajada muy pequeña y examinaba las profundidades de la olla de barro) parecía detenerse allí, sin razón especial, como si se tratara de humo, como un vapor que subía hacia lo alto, manteniéndolos a salvo. No era necesario decir nada; no se podía decir nada. Allí estaba, rodeándolos a todos. Participaba, le pareció, mientras servía con esmero al señor Bankes una tajada especialmente jugosa, de la eternidad, como ya le había parecido que sucedía con algo completamente diferente en otro momento, aquella misma tarde; hay una coherencia en las cosas, una estabilidad; quería decir que había algo inmune al cambio, algo que brillaba (contempló la ventana con su ondulación de luces reflejadas), frente a lo transitorio, lo pasajero, lo espectral, como un rubí; de manera que de nuevo aquella noche tenía el sentimiento de paz, de descanso, que ya había experimentado anteriormente durante el día. Con momentos así, pensó, se construye la realidad que permanece para siempre. Esto permanecerá.
      —Sí —le aseguró a William Bankes—, hay de sobra para todo el mundo.
      —Andrew —dijo (el boeuf en daube era todo un éxito)—, baja un poco más el plato, o lo tiraré todo. —Allí, le pareció, dejando la cuchara, se hallaba el espacio inmóvil que rodea el corazón de las cosas, el espacio donde era posible moverse o descansar; ahora podía esperar, escuchando (les había servido a todos); podía, acto seguido, como un halcón que abandona de repente las alturas, descender ágilmente e instalarse en la risa, descansando sin reservas en lo que, al otro extremo de la mesa, su marido estaba diciendo sobre la raíz cuadrada de mil doscientos cincuenta y tres, que resultaba ser el número de su abono ferroviario.
      ¿Qué significaba todo aquello? Seguía sin tener ni la menor idea. ¿Una raíz cuadrada? ¿Qué era eso? Sus hijos estaban al tanto. Descansó en ellos; en raíces cúbicas y cuadradas; de eso hablaban en aquel momento; de Voltaire y de madame de Staël, de la personalidad de Napoleón; del sistema francés de tenencia de la tierra; de Lord Rosebery, de las memorias de Creevey: la señora Ramsay se apoyó, para que la sostuviera, en aquella admirable construcción creada por la inteligencia masculina, capaz de subir y de bajar, de cruzar en una y otra dirección, fabricando vigas de hierro que abarcaban todo el edificio oscilante, que sostenían el mundo, de manera que ella estaba en condiciones de abandonarse por completo, incluso de cerrar los ojos, o de abrirlos por un momento, al igual que un niño, con la cabeza recostada en la almohada, hace guiños a las innumerables capas que crean las hojas de un árbol. Luego se despertó. El edificio seguía en proceso de construcción. William Bankes elogiaba las novelas de Walter Scott.
      Leía una cada seis meses, dijo. ¿Y por qué Charles Tansley se indignaba tanto? Se lanzó de cabeza (todo, pensó la señora Ramsay, porque Prue no estaba dispuesta a ser amable con él) y arremetió contra las novelas de Scott, de las que no sabía nada, nada absolutamente, la señora Ramsay estaba convencida. Lo estuvo observando, más que escuchando lo que decía, y pudo ver lo que le sucedía fijándose en su actitud: necesitaba hacerse valer, y nada cambiaría hasta que obtuviese una cátedra o se casara y no estuviese ya obligado a recurrir continuamente a la primera persona del singular. Porque en eso consistían sus críticas al pobre Sir Walter, ¿o se trataba quizá de Jane Austen? Siempre el yo por delante. Pensaba en sí mismo y en la impresión que causaba, algo que la señora Ramsay detectaba por su tono de voz, la energía de sus palabras y su desasosiego. El éxito le haría mucho bien. En cualquier caso, la conversación estaba otra vez en marcha. Ya no necesitaba escuchar. Sabía que no duraría, pero de momento sus ojos alcanzaban tal penetración que parecían recorrer la mesa descubriendo a cada una de aquellas personas, así como sus pensamientos y sentimientos sin el menor esfuerzo, como una luz que se deslizara bajo el agua, de manera que sus ondulaciones y los juncos que la poblaban y los pececillos en equilibrio y la silenciosa trucha repentina, quedasen todos iluminados, suspendidos, temblorosos. Así los veía; así los oía; pero cualquier cosa que decían compartía también aquella cualidad, como si sus palabras fueran el movimiento de una trucha cuando, al mismo tiempo, se ve la ondulación y el canto rodado, algo a la derecha, algo a la izquierda, y el conjunto permanece unido, porque, mientras en la vida activa estaría pescando y separando una cosa de otra, estaría diciendo que le gustaban las novelas de Scott o que no las había leído, estaría empujándose hacia adelante, en aquel momento no decía nada. Se limitaba a estar suspendida.
      —Sí, pero ¿cuánto tiempo cree usted que durará? —preguntó alguien. Era como si llevara por delante unas antenas en vibración continua que, al interceptar determinadas frases, la obligaban a prestarles atención. Aquella era una de esas. La señora Ramsay captó de inmediato el peligro que representaba para su marido. Una pregunta como aquella podía provocar, casi con certeza, alguna afirmación que le recordase su propio fracaso. Cuánto tiempo se le seguiría leyendo, pensaría de inmediato. William Bankes (que estaba completamente a salvo de semejante vanidad) se echó a reír y dijo que no daba importancia a los cambios de la moda. ¿Quién podía decir qué era lo que iba a durar…, tanto en literatura como en cualquier otro campo?
      —Disfrutemos con aquello que nos hace disfrutar —dijo. A la señora Ramsay su integridad le pareció absolutamente admirable. Nunca parecía pensar, ni por un momento, en ¿cómo me afecta a mí eso? Si, en cambio, se tenía el otro temperamento, el que requiere alabanzas, estímulos, uno empezaba lógicamente (sabía que a su marido le estaba pasando) a sentirse incómodo, a querer que alguien dijera «No, señor Ramsay, su obra durará», o algo parecido. Su marido manifestó enseguida y sin lugar a dudas su incomodidad diciendo, con tono irritado, que, de todos modos, Scott (¿o se trataba de Shakespeare?) le duraría toda la vida. Lo dijo irritado. Todo el mundo, pensó la señora Ramsay, se sintió de inmediato un poco incómodo, sin saber el motivo. Luego Minta Doyle, cuyo instinto era excelente, dijo, faroleando y de manera absurda, que no creía que nadie disfrutase de verdad leyendo a Shakespeare. El señor Ramsay respondió ceñudamente (aunque ya estaba pensando en otra cosa) que a muy pocas personas les gustaba tanto como decían que les gustaba. Pero, añadió, algunas de sus obras, sin embargo, tenían un mérito considerable, y la señora Ramsay se dio cuenta de que, por el momento, al menos, todo volvía a estar en orden; su marido se reiría de Minta y ella, sabedora de la gran ansiedad que lo embargaba, se ocuparía, a su manera, de que se le cuidara y, de un modo u otro, le dedicaría alguna alabanza. Pero le gustaría que no fuese necesario: quizás era culpa suya que fuese necesario. De todos modos, ya era libre para atender a lo que Paul Rayley estaba tratando de decir sobre los libros que uno lee en la adolescencia. Esos libros duraban, decía. Había leído algo de Tolstói en el colegio. Siempre recordaría uno de sus libros, aunque había olvidado el título. Los nombres rusos eran imposibles, dijo la señora Ramsay. «Vronski», dijo Paul. Lo recordaba porque siempre le había parecido un nombre estupendo para el malo de una historia. «Vronski», repitió la señora Ramsay; «Ah, Ana Karenina», pero aquello no les llevó demasiado lejos; los libros no eran su especialidad. No, Charles Tansley les pondría a los dos de inmediato en el buen camino en materia de libros, pero, desgraciadamente, todo estaba tan mezclado con ¿estoy diciendo lo debido?, ¿estoy causando una buena impresión?, que, al final, se sabía más sobre él que sobre Tolstói, mientras que lo que Paul decía era sobre el tema de conversación, no sobre sí mismo. Como todas las personas estúpidas, tenía cierto grado de modestia, cierta consideración por los sentimientos de los demás que, de cuando en cuando por lo menos, la señora Ramsay encontraba atractiva. Ahora no pensaba ni en sí mismo ni en Tolstói, sino en si ella tenía frío, si notaba una corriente, si quería una pera.
      No, respondió ella, no quería una pera. De hecho había estado montando guardia celosamente ante la bandeja con la fruta (sin percatarse de ello), con la esperanza de que nadie se atreviera a tocarla. Su mirada había estado recorriendo las curvas y sombras de la fruta, los lustrosos morados de las uvas, la erizada cordillera de la concha marina, comparando un amarillo con un morado, una forma curva con otra redonda, sin saber por qué lo hacía ni por qué, cada vez que lo hacía, se sentía más serena; hasta que alguien, ¡una verdadera lástima!, se apoderó de una pera y estropeó el conjunto. Compadecida, miró a Rose. Miró a Rose que estaba sentada entre Jasper y Prue. ¡Qué extraño que su propia hija fuese la autora!
      Qué extraño ver allí sentados, en fila, a sus hijos, Jasper, Rose, Prue, Andrew, casi silenciosos, pero transmitiéndose entre ellos algún chiste, adivinó, por el temblor de sus labios. Era algo completamente aparte de todo lo demás, algo que estaban atesorando para reír después en su cuarto. Confió en que no se tratara de su marido. No, creía que no. Qué era, se preguntó, más bien con tristeza, porque sospechó que se reirían cuando ella no estuviera presente. Existía todo aquel acaparamiento detrás de aquellos rostros más bien quietos, impasibles, semejantes a máscaras, porque nunca se incorporaban con facilidad a la conversación; eran como vigilantes, como inspectores, un poco por encima o separados de las personas mayores. Pero aquella noche, cuando miró a Prue, vio que, en su caso, no era del todo cierto. Acababa de empezar, se movía, comenzaba a descender. Un mínimo de luz le iluminaba el rostro, como si el resplandor de Minta, sentada enfrente, cierta emoción, cierta esperanza de felicidad se reflejara en ella, como si el sol del amor entre hombres y mujeres se alzara sobre el borde del mantel y, sin saber lo que era, Prue se inclinara en su dirección, dándole la bienvenida. Prue miraba todo el tiempo a Minta, con timidez pero también con curiosidad, de manera que la señora Ramsay miró sucesivamente a las dos y dijo, hablando mentalmente con Prue, «Cualquier día de estos serás tan feliz como lo es ella ahora. Serás mucho más feliz, añadió, porque eres hija mía»; quería decir que una hija suya tenía que ser más feliz que las hijas de otras personas. Pero la cena había terminado. Ya era hora de levantarse de la mesa. Sólo estaban jugando con los restos que tenían en el plato. Esperaría hasta que hubieran terminado de reírse con la historia que contaba su marido. Estaba bromeando con Minta acerca de una apuesta. Después se pondría en pie.
      Le caía bien Charles Tansley, pensó de repente; le gustaba su risa. Le parecía bien que estuviera tan enfadado con Paul y con Minta. Le gustaba su torpeza. Había mucho de positivo en aquel joven, después de todo. En cuanto a Lily, pensó, dejando la servilleta junto al plato, siempre se divierte por su cuenta. No había que preocuparse por Lily. Esperó. Sujetó la servilleta con el borde del plato. Bien, ¿habían terminado ya? No. Una historia desembocaba en otra. Aquella noche su marido estaba de muy buen humor y el deseo, suponía, de congraciarse con el bueno de Augustus después del enfado a causa de la sopa, le había llevado a hacerle participar en la conversación: estaban contando historias de alguien que ambos habían conocido en la universidad. Contempló la ventana, en la que la llama de las velas brillaba con más intensidad ahora que sólo había noche detrás de los cristales y, al pensar en la oscuridad exterior, las voces le llegaban de una manera muy extraña, como si fueran voces de un coro catedralicio, porque no distinguía las palabras. Las carcajadas repentinas y luego una sola voz (la de Minta), le recordaron las palabras en latín que hombres y muchachos pronunciaban en una catedral católica. Esperó. Su marido hablaba. Estaba repitiendo algo, y se dio cuenta de que era poesía por el ritmo y el tono exaltado y melancólico de su voz:

             Ven a caminar por la senda,
             Luriana, Lurilee.

             Han florecido ya las rosas
             y zumba la abeja en el jardín.
[3]

       Las palabras (la señora Ramsay estaba mirando a la ventana) sonaban como si estuvieran allí fuera, flotando como flores sobre el agua, separadas de todos ellos, como si en lugar de ser pronunciadas por alguien hubieran llegado a existir por sí solas.

             Cómo de árboles frondosos
             se pueblan las vidas ya vividas
             y las vidas por venir.


       Ignoraba lo que las palabras querían decir, pero, como si fueran música, parecían pronunciadas por su propia voz, aunque fuera de ella, expresando con naturalidad y sencillez lo que había tenido en la cabeza toda la velada mientras decía otras cosas. Sabía, sin mirar alrededor, que todos los comensales escuchaban la voz que decía:

             Me pregunto si a ti te lo parece,
             Luriana, Lurilee


con el mismo alivio y el mismo deleite que ella, como si se tratara, por fin, de la manifestación más lógica, como si fuese su propia voz la que hablara.
      Pero las palabras cesaron. La señora Ramsay miró a su alrededor e hizo un esfuerzo para ponerse en pie. Augustus Carmichael ya se había levantado y, sosteniendo la servilleta de manera que parecía una larga túnica blanca, se inmovilizó para salmodiar:

             Cuánto tiempo desde que salimos
             a contemplar los reyes a caballo,
             de palma sus hojas y de cedro sus ramos.

             Luriana, Lurilee,


y, al pasar junto a él, Augustus se volvió ligeramente mientras repetía las últimas palabras:

             Luriana, Lurilee,

y le hizo una pequeña reverencia como para rendirle homenaje. Sin saber por qué, la señora Ramsay tuvo la seguridad de que su actitud se había hecho más afectuosa y, con un sentimiento de alivio y gratitud le devolvió la inclinación de cabeza y salió del comedor mientras Augustus mantenía abierta la puerta.
      Ahora era necesario que todo diera un paso más. Todavía en el umbral, se detuvo un momento más en una escena que se desvanecía mientras ella la contemplaba, y que a continuación, cuando avanzó para coger a Minta del brazo, cambió, adquirió una forma diferente: ya se había convertido, lo sabía muy bien, dedicándole una última mirada por encima del hombro, en el pasado.


18

       Lo de costumbre, pensó Lily. Siempre había algo que era necesario hacer en aquel momento preciso, algo que la señora Ramsay había decidido, por razones particulares suyas, hacer de inmediato, incluso cuando, como en aquel caso, todo el mundo estaba a su alrededor bromeando, incapaces de decidir si había que ir al salón de fumar, o a la sala de estar o a las habitaciones del ático. Entonces, en medio de aquel barullo, se vio cómo la señora Ramsay le decía a Minta, a la que llevaba del brazo, con aire de quien recuerda algo, «Sí, ahora es el momento», y cómo, acto seguido, desaparecía con aire misterioso. Nada más marcharse ella se produjo una especie de desintegración; los restantes comensales vacilaron y se alejaron en distintas direcciones: el señor Bankes cogió del brazo a Charles Tansley y se dirigió a la terraza para terminar la discusión, iniciada durante la cena, sobre política, cambiando con ello el equilibrio de la velada, haciendo que el peso cayera en otra dirección, como si, pensó Lily, al verlos marcharse y oír una palabra o dos sobre la política del partido laborista, se hubieran ido al puente del barco para orientarse; el cambio de poesía a política le produjo esa impresión; de manera que el señor Bankes y Charles Tansley se alejaron, mientras los demás se quedaban mirando cómo la señora Ramsay subía sola las escaleras a la luz de la lámpara. ¿Adónde iba tan deprisa?, se preguntó Lily.
      Aunque, en realidad, no era que corriese ni que se apresurara; de hecho subió la escalera con cierta lentitud. Se sentía más bien inclinada a detenerse un momento después de toda aquella charla y concentrarse en una sola cosa, en algo verdaderamente importante, separarlo, aislarlo, limpiarlo de todas las emociones y posibles añadiduras para después colocárselo delante y presentarlo ante el tribunal, donde, reunidos en cónclave, se hallaban los jueces que ella había nombrado para decidir sobre aquellas cuestiones. ¿Es bueno, malo, justo o injusto? ¿Hacia dónde nos dirigimos?, etcétera. De aquella manera recuperaba el equilibrio después de la sacudida producida por el acontecimiento y, de manera inconsciente e incongruente, utilizaba las ramas de los olmos como ayuda para estabilizar su posición. Su mundo estaba cambiando, pero los árboles permanecían inmóviles. El suceso le había dado una sensación de movimiento. Todo debía estar en orden. Tenía que arreglar esto y aquello otro, pensó, aprobando de manera maquinal la dignidad de los árboles inmóviles y enseguida, de nuevo, la extraordinaria elevación (como la proa de una nave cuando remonta una ola) de las ramas de los olmos levantadas por el viento. Porque la noche estaba ventosa (se detuvo un momento para mirar al exterior). Hacía viento, de manera que de cuando en cuando las hojas descubrían una estrella y las estrellas mismas, temblorosas, parecían lanzar sus luces y esforzarse por introducir sus destellos entre los bordes de las hojas. Sí; estaba hecho y conseguido; y, como todas las cosas terminadas, adquiría solemnidad. Ahora, al pensar en ello, libre de chácharas y de emoción, parecía haber existido siempre, aunque sólo ahora apareciera a la luz y, por el hecho de mostrarse, dotara de estabilidad a todas las cosas. Una y otra vez, pensó, por mucho que vivan, volverán a esta noche, a esta luna, a este viento, a esta casa; y también a ella. Le complacía pensar, al tocarla en el punto más susceptible al halago, cómo, por muchos años que vivieran, siempre estaría presente en su corazón; y también esto y eso y aquello, pensó, mientras subía las escaleras, riéndose, aunque afectuosamente, del sofá del descansillo (de su madre), de la mecedora (de su padre) y del mapa de las islas Hébridas. Todo aquello reviviría en las vidas de Paul y Minta; «los Rayley», dijo, ensayando el apellido de la nueva familia; y, con la mano en la puerta del cuarto de los niños, sintió la comunidad de sentimientos con el prójimo, gracias a la cual le pareció que las paredes divisorias se habían adelgazado tanto que prácticamente (el sentimiento era de alivio y de felicidad) todo era una única corriente y que sillas, mesas, mapas eran suyos y también de ellos, no importaba de quién, y que Paul y Minta la mantendrían viva cuando hubiese muerto.
      Giró la manecilla, con firmeza, para que no chirriara, y entró en el cuarto, apretando ligeramente los labios, como para recordarse que no debía hablar en voz alta. Pero nada más entrar vio, con desagrado, que aquella precaución era innecesaria. Los niños no dormían. Era muy irritante. Mildred debía tener más cuidado. James estaba despierto, Cam seguía sentada en la cama, muy erguida, y Mildred, por su parte, estaba levantada y descalza; eran casi las once y aún seguían hablando. ¿Qué era lo que pasaba? Se trataba otra vez de aquel horroroso cráneo. Le había dicho a Mildred que lo sacara del cuarto, pero Mildred, como de costumbre, se había olvidado de hacerlo, y allí estaban Cam y James, despiertos, peleándose, cuando tendrían que llevar horas dormidos. ¿Cómo se le había ocurrido a Edward enviarles aquel horrible cráneo? Y ella había sido lo bastante estúpida para permitir que lo colgaran de la pared. Estaba muy bien clavado, dijo Mildred; Cam no conseguía dormirse teniéndolo en el cuarto, y James empezaba a gritar si lo tocaba.
      Pero ahora era necesario que Cam se durmiera (tenía unos cuernos muy grandes, dijo Cam), debía dormirse y soñar con hermosos palacios, dijo la señora Ramsay, sentándose en la cama a su lado. Veía los cuernos, dijo Cam, por todo el cuarto. Era cierto. Dondequiera que colocaran la luz (y James no se dormía sin una luz), siempre había sombras en algún sitio.
      —Tienes que pensar que no es más que un pobre cerdo —le dijo la señora Ramsay a su hija pequeña—, un simpático cerdo negro como los de la granja —pero a Cam le parecía una cosa horrorosa, que extendía sus cuernos hacia ella por todo el cuarto.
      —En ese caso —dijo la señora Ramsay—, vamos a taparla —y todos la vieron dirigirse hacia la cómoda, abrir muy deprisa los cajoncitos uno tras otro y, al no encontrar nada adecuado, quitarse muy decidida el chal y envolver varias veces con él el cráneo; luego volvió junto a Cam, apoyó la cabeza casi por completo en la almohada junto a la de su hija y afirmó que quedaba muy bonito, que a las hadas les encantaría; que tenía aspecto de nido; semejante a una de las hermosas montañas que ella había visto en el extranjero, con valles y flores y campanas que repicaban y pájaros que cantaban y cabritas y antílopes… Veía el eco de sus palabras en la cabeza de Cam mientras hablaba rítmicamente, y a Cam que repetía con ella que el cráneo, cubierto por el chal, era semejante a una montaña, al nido de un pájaro, a un jardín, y que había antílopes, y sus ojos se abrían y se cerraban, y la señora Ramsay siguió diciendo de manera más monótona y más rítmica y más disparatada cómo tenían que cerrar los ojos y dormirse y soñar con montañas y valles y estrellas fugaces y loros y antílopes y jardines, y todo muy bonito, dijo, levantando la cabeza muy despacio y hablando de manera cada vez más maquinal, hasta incorporarse por completo y comprobar que Cam se había dormido.
      Ahora, susurró, acercándose a su cama, también James tiene que dormirse, porque, como podía ver, dijo, el cráneo del cerdo aún estaba allí; no lo habían tocado; habían hecho lo que él quería; no le habían hecho ningún daño. James se aseguró de que el cráneo estaba aún bajo el chal. Pero quería preguntarle algo más. ¿Iban a ir al faro al día siguiente?
      No; mañana, no, respondió ella, pero muy pronto, le prometió; el próximo día que hiciera bueno. James se portó muy bien. Se tumbó en la cama y la señora Ramsay lo tapó. Pero no lo olvidaría nunca, estaba convencida, y se indignó con Charles Tansley, con su marido e incluso con ella misma, por haberle dado esperanzas. Luego, al buscar el chal con la mano y recordar que había envuelto con él el cráneo del cerdo, se levantó y bajó la ventana de guillotina unos centímetros más, escuchó el ruido del viento, aspiró una bocanada del aire fresco e indiferente de la noche, se despidió de Mildred con un murmullo y salió del cuarto dejando que el resbalón se alargara muy despacio en la cerradura.
      Quiera Dios que no tire los libros al suelo encima de sus cabezas, pensó, acordándose aún de lo irritante que resultaba Charles Tansley. Porque ninguno dormía bien: eran niños nerviosos, y puesto que decía cosas como aquella sobre el faro, le parecía posible que se le cayera de la mesa una pila de libros, precisamente cuando sus hijos iban a dormirse, al empujarlos torpemente con el codo. Porque imaginaba que habría vuelto a su habitación en el ático para trabajar. ¡Parecía tan desconsolado, sin embargo! Aunque ella se sentiría aliviada cuando se fuera; pero se esforzaría por que se le tratara mejor al día siguiente; y no se podía negar que era admirable con su marido; aunque sus modales dejaban bastante que desear; sin embargo le gustaba su manera de reír; pensando en eso mientras bajaba la escalera, se dio cuenta de que ahora se veía la luna por la ventana de la escalera —la luna amarilla de la recolección— y se volvió, y entonces la vieron, inmóvil en la escalera por encima de ellos.
      «Esa es mi madre», se dijo Prue. Sí; Minta debería mirarla; Paul Rayley debería mirarla. La auténtica, pensó, como si no hubiera otra persona como ella en el mundo; tan sólo su madre. Y, después de haber sido, un momento antes, completamente adulta, hablando con los demás, volvió a convertirse en niña, y en juego lo que habían estado haciendo; su madre, ¿lo aprobaría o lo condenaría?, se preguntó. Y al pensar en la buena suerte de Minta, Paul y Lily al poder verla, y comprender la inmensa fortuna que era para ella tenerla por madre, y cómo nunca crecería ni se marcharía de casa, dijo, como una niña, «Hemos pensado en bajar a la playa a ver las olas».
      Sin motivo alguno, la señora Ramsay se convirtió al instante en una chica de veinte años, llena de alegría. De repente se le puso el cuerpo de juerga. Tenían que ir, por supuesto; claro que tenían que ir, exclamó, riendo; luego, bajando a toda prisa los tres o cuatro escalones últimos, empezó a girar pasando de uno a otro, riendo, ciñéndole la capa a Minta y diciendo cómo le gustaría poder ir también ella; ¿volverían muy tarde y tenía alguno de ellos un reloj?
      —Sí, Paul tiene uno —dijo Minta. Paul sacó un hermoso reloj de oro de una bolsita de gamuza para enseñárselo. Y mientras lo tenía en la palma de la mano, delante de ella, se le ocurrió: «Lo sabe todo. No hace falta que le diga nada». Al enseñarle el reloj, le estaba diciendo: «Lo he hecho, señora Ramsay. A usted se lo debo todo». Y al ver el reloj de oro sobre su mano, la señora Ramsay pensó: «¡Qué extraordinariamente afortunada es Minta! ¡Se va a casar con un hombre que tiene un reloj de oro en una bolsita de gamuza!».
      ¡Cómo me gustaría poder ir con vosotros! exclamó. Pero se lo impedía algo tan fuerte que ni siquiera se le ocurrió preguntarse qué era. Por supuesto era imposible que fuese con ellos. Pero le hubiera gustado hacerlo, de no ser por la otra cosa, y divertida por aquella idea tan absurda (qué suerte casarse con un hombre con una bolsita de gamuza para el reloj) se dirigió con una sonrisa en los labios a la otra habitación, donde su marido estaba leyendo un libro.


19

       Al entrar en el cuarto se dijo que, por supuesto, había ido allí en busca de algo que necesitaba. En primer lugar quería sentarse en la silla que estaba bajo una lámpara determinada. Pero quería algo más, aunque no sabía qué, no recordaba qué era lo que quería. Miró a su marido (cogió la media y se puso a hacer punto) y vio que no deseaba que se le interrumpiera: eso estaba claro. Leía algo que le afectaba grandemente. Sonreía a medias, lo que le permitió saber que estaba controlando la emoción que sentía. Pasaba las páginas con rapidez. Vivía lo que leía: quizá imaginaba ser el protagonista. La señora Ramsay se preguntó qué libro sería aquel. Ah; mientras ajustaba la pantalla de la lámpara para que la luz iluminara su labor de punto, pudo ver que se trataba de una obra de Sir Walter[4]. Porque Charles Tansley había estado diciendo (alzó la vista como si esperase oír el golpe de los libros sobre el techo) que la gente ya no leía a Scott. Eso había hecho que su marido pensara «Lo mismo dirán de mí» y que fuese a buscar uno de aquellos libros. Y si llegaba a la conclusión de que «era verdad» lo que decía Charles Tansley, aceptaría su juicio sobre Scott. (La señora Ramsay le veía sopesar, considerar, comparar esto con aquello mientras leía). Pero no sobre su propia obra. Siempre estaba inquieto acerca de sí mismo. A la señora Ramsay le preocupaba aquello. Siempre le angustiarían sus libros: ¿se leerán, son buenos, por qué no son mejores, qué piensa de mí la gente? Como no le gustaba aquella imagen de su marido, y preguntándose si durante la cena los comensales habían adivinado la causa de su repentina irritación cuando se habló de la fama y de lo que duraba el interés por los libros, y también si los chicos se reían de eso, interrumpió bruscamente su labor y aparecieron, en torno a sus labios y en su frente, todas las delicadas líneas dibujadas con instrumentos de acero y ella misma se inmovilizó como un árbol que ha estado agitándose y temblando y que ahora, cuando se calma la brisa, se instala, hoja a hoja, en la quietud.
      Carecía de importancia, pensó. Un gran hombre, un gran libro, la fama… ¿quién podía decirlo? Ella no sabía nada de todo aquello. Sí importaba, en cambio, su manera de hacer las cosas, su sinceridad: durante la cena, por ejemplo, había pensado de manera completamente instintiva: «¡Ojalá hable!». Confiaba totalmente en su marido. Y prescindiendo de todo aquello, de la misma manera que, al bucear, se deja atrás primero un alga, luego una paja y después una burbuja de aire, sintió de nuevo, al sumergirse más, lo que había sentido en el vestíbulo cuando los demás hablaban, «Hay algo que quiero, algo que he venido a buscar», y siguió hundiéndose más y más sin saber exactamente qué era, con los ojos cerrados. Y esperó un poco, haciendo punto, interrogándose y, lentamente, las palabras recitadas durante la cena, «han florecido ya las rosas y zumba la abeja en el jardín», empezaron a oscilar de un lado a otro de su mente de manera rítmica y, mientras oscilaban, otras palabras, como lucecitas matizadas, roja, azul, amarilla, se encendieron en la oscuridad de su mente, y parecieron abandonar su refugio en lo más alto para cruzar volando de un sitio a otro, o para lanzar gritos y despertar ecos; de manera que se volvió y buscó un libro sobre la mesa que tenía al lado.

             Cómo de árboles frondosos
             se pueblan las vidas ya vividas
             y las vidas por venir


murmuró, clavando las agujas en la media. Luego abrió el libro y empezó a leer aquí y allí al azar y, al hacerlo, sintió que estaba trepando de espaldas, abriéndose paso hacia lo alto bajo pétalos que se curvaban sobre ella, de manera que sólo sabía que uno era blanco y el otro rojo. Al principio ignoraba por completo lo que significaban las palabras.

             ¡Guiad hasta aquí vuestra alada arboladura,
             navegantes todos derrotados!
[5]

leyó y pasó la página, balanceándose ella misma, zigzagueando en una y otra dirección, yendo de una línea a otra como de una rama a otra, de una flor roja y blanca a otra, hasta que un ruido ligero la sacó de su ensimismamiento: su marido palmeándose el muslo. Sus ojos se encontraron por un momento; pero no deseaban hablar. No tenían nada que decirse, pero algo, sin embargo, pareció pasar de él a ella. Era la vida, la fuerza del relato, su extraordinario humor, lo que le hacía palmearse el muslo. No me interrumpas, parecía estarle conminando, no digas nada; limítate a seguir ahí sentada. Y continuó leyendo. Le temblaban los labios. Lo que estaba leyendo lo alimentaba, lo fortificaba. Había olvidado por completo todos los roces y codazos de la velada y cómo le aburría hasta lo indecible estarse quieto sin hacer nada mientras otras personas comían y bebían interminablemente, y el haber estado tan irritable con su mujer y tan susceptible y preocupado cuando hicieron caso omiso de sus libros, exactamente como si no existieran. Pero ahora, pensó el señor Ramsay, le tenía sin cuidado quién llegara hasta Z (si el pensamiento funcionaba como un alfabeto, de la A a la Z). Alguien llegaría; si no era él, sería otro. La fuerza y la cordura de aquel hombre, su amor por las cosas sencillas y directas, los pescadores, el pobre viejo trastornado de la choza de Mucklebackit, le hacían sentirse tan vigoroso, le infundían un sentimiento tal de liberación que se sintió transportado y victorioso y no pudo contener las lágrimas. Alzando un poco el libro para esconder el rostro, las dejó correr libremente, movió la cabeza de un lado a otro y se olvidó por completo de sí mismo (pero no de hacer una o dos reflexiones sobre moralidad y novela francesa y novela inglesa y cómo Scott tenía las manos atadas sin que por ello su visión de las cosas fuese menos cierta) y olvidó completamente sus problemas y fracasos gracias al relato de Steenie ahogándose, al dolor de Mucklebackit (aquello era el mejor Scott) y al sorprendente placer y sensación de vigor personal que le produjo.
      Bien, pensó mientras terminaba el capítulo, que vengan y lo mejoren. Tenía la impresión de haber estado discutiendo con alguien y de haberlo vencido. Nadie podía mejorarlo, dijeran lo que dijesen; y su situación personal se hizo más segura. Los amantes eran una tontería, pensó, revisando mentalmente la obra en su conjunto. Eso es una tontería y lo otro es de primera clase, pensó, poniendo una cosa al lado de la otra. Pero tenía que volver a leerlo. No recordaba la estructura total. Debía suspender el juicio. Así que volvió a la otra idea: si a los jóvenes no les interesa esto, era lógico que tampoco se interesaran por él. No había que lamentarse, pensó el señor Ramsay, tratando de reprimir el deseo de quejarse a su mujer porque los jóvenes no lo admiraban. Estaba decidido; no volvería a molestarla. La contempló leyendo. Tenía un aspecto muy tranquilo. Le agradaba pensar que todos los demás se habían marchado y que estaban los dos solos. La vida no consiste por entero en acostarse con una mujer, pensó, volviendo a Scott y a Balzac, a la novela inglesa y a la novela francesa.
      La señora Ramsay alzó la cabeza y, semejante a una persona traspuesta, dio la impresión de decirle que si quería que se despertara, lo haría, de verdad que lo haría, pero, de lo contrario, ¿le estaba permitido seguir durmiendo un poquito más, sólo un poquito más? Se dedicaba a trepar por todas aquellas ramas, en una dirección y otra, tocando primero una flor y luego otra.

             Ni alabé de la rosa el rojo ardiente[6],

leyó, y al leer sintió que ascendía a lo más alto, a la cumbre. ¡Qué satisfactorio! ¡Qué descansado! Todas las pequeñeces del día quedaban atrapadas en aquel imán; sintió que tenía la cabeza barrida, limpia. Y entonces allí estaba, de pronto, plenamente formado en sus manos, hermoso y razonable, claro y completo, la esencia extraída de la vida y manifestada en su plenitud: el soneto.
      Pero se estaba dando cuenta de que su marido la miraba. Le sonreía, burlonamente, como si le tomara el pelo amablemente por dormirse en pleno día, pero, al mismo tiempo, pensaba: Sigue leyendo. Ahora ya no pareces triste, pensó el señor Ramsay. Y se preguntó qué estaría leyendo, y exageró la ignorancia y la ingenuidad de su mujer, porque le gustaba creer que no era ni inteligente ni culta. Se preguntó si entendería lo que estaba leyendo. Probablemente no, pensó. Era asombrosamente hermosa. Y le parecía, si fuese posible, que su belleza iba en aumento.

             Aún era invierno para mí: tú ausente,
             jugué con ellas como con tu sombra,


terminó ella.
      —¿Sí? —dijo, reproduciendo, como en sueños, la sonrisa de su marido y, levantando los ojos de la página,

             jugué con ellas como con tu sombra,

murmuró, dejando el libro sobre la mesa.
      ¿Qué había sucedido, se preguntó, cogiendo la labor de punto, desde la última vez que había estado a solas con su marido? Se acordaba del momento de vestirse y de que había visto la luna; Andrew alzando demasiado el plato durante la cena; cómo le había deprimido una afirmación de William; los grajos en los árboles; el sofá en el descansillo; sus hijos pequeños todavía despiertos; Charles Tansley despertándolos al caérsele los libros…, no, no; eso se lo había inventado ella; y Paul con una bolsita de gamuza para el reloj. ¿De qué debería hablarle?
      —Se han prometido —dijo, reanudando su labor—, Paul y Minta.
      —Eso he supuesto —respondió él. No había mucho más que decir sobre aquel asunto. La mente de la señora Ramsay seguía subiendo y bajando con la poesía; su marido seguía sintiéndose lleno de vigor, enormemente sincero después de haber leído el relato del funeral de Steenie. De manera que guardaron silencio. Luego ella se dio cuenta de que quería que su marido dijera algo.
      Cualquier cosa, cualquier cosa, pensó, mientras seguía haciendo punto. Cualquier cosa servirá.
      —Qué agradable debe de ser casarse con un hombre que tiene una bolsita de gamuza para guardar el reloj —dijo, porque era el tipo de broma que les gustaba compartir.
      El señor Ramsay lanzó un bufido. Sentía ante aquel compromiso matrimonial lo mismo que sentía ante cualquier otro compromiso; la chica era demasiado buena para el muchacho. Lentamente, a la señora Ramsay se le ocurrió preguntarse, ¿por qué queremos que la gente se case? ¿Cuál era el valor, el significado de las cosas? (Todo lo que dijeran ahora sería verdad). Haz el favor de decir algo, pensó, deseosa tan sólo de oír su voz. Porque la sombra, la cosa que los abrazaba, estaba empezando, le pareció, a cerrarse de nuevo en torno a ella. Di cualquier cosa, suplicó, mirándolo, como si le pidiera ayuda.
      Él guardaba silencio, moviendo de un lado a otro la brújula que le colgaba de la cadena del reloj, pensando aún en las novelas de Scott y en las de Balzac. Pero a través de las paredes crepusculares de su intimidad, porque se estaban acercando, de manera involuntaria, situándose uno al lado del otro, muy juntos, la señora Ramsay sentía la mente de su marido como una mano levantada que ensombrecía la suya; y ahora que sus pensamientos tomaban un giro que a él no le gustaba —hacia el «pesimismo», lo llamaba él—, empezó a ponerse nervioso, aunque no dijo nada, llevándose la mano a la frente, retorciendo un mechón de pelo y soltándolo enseguida.
      —No acabarás esa media hoy —dijo, señalándole la labor. Aquello era lo que quería: la aspereza de su voz riñéndola. Si dice que está mal ser pesimista, probablemente tiene razón, pensó; el matrimonio resultará bien.
      —No —dijo ella, alisando la media sobre su rodilla—; no la voy a terminar.
      ¿Y luego, qué? Porque notó que todavía la estaba mirando, pero de una manera distinta. Su marido quería algo: quería lo que siempre le resultaba tan difícil darle; quería que le dijera que lo quería. Y aquello, no; no lo podía hacer. A él hablar le resultaba mucho más fácil que a ella. Era capaz de decir cosas; a ella le resultaba imposible. De manera que, lógicamente, siempre era él quien decía las cosas y, luego, por alguna razón, de repente, le disgustaba haberlo hecho y se lo reprochaba. Le decía que era una mujer sin corazón; nunca le había dicho que lo quería. Pero no era eso, no era eso en absoluto. Era tan sólo que nunca podía decir lo que sentía. ¿No se le había pegado una miga a la chaqueta? ¿Había algo que pudiera hacer por él? Poniéndose en pie se acercó a la ventana con la media de color marrón rojizo en las manos, en parte para apartarse de él y en parte porque ahora no le importaba, mientras él la observaba, contemplar el faro. Se había dado cuenta de que su marido volvía la cabeza al girar ella; la estaba observando. Sabía que estaba pensando, «Estás más hermosa que nunca». Y ella se sentía muy hermosa. ¿No me dirás sólo por una vez que me quieres? Era eso lo que pensaba, porque estaba excitado, tanto por la historia de Minta como por su libro, así como por el hecho de que se acababa el día y a causa de su pelea con motivo de la expedición al faro. Pero no podía hacerlo; no podía decirlo. Luego, sabiendo que la estaba observando, en lugar de decir nada se volvió, con la media en la mano, y lo miró. Y al mirarlo empezó a sonreír, porque, si bien no había dicho nada, su marido sabía, claro que lo sabía, que lo quería. No podía negarlo. Y, sonriendo, miró de nuevo por la ventana y dijo (pensando para sus adentros, «Nada en el mundo puede compararse con esta felicidad»):
      —Sí, tenías razón. Mañana lloverá —no lo había dicho, pero él lo sabía. Y lo miró sonriendo. Porque había triunfado de nuevo.


2. Pasa el tiempo

1

       —Bien; tendremos que esperar acontecimientos —dijo el señor Bankes, entrando desde la terraza.
      —Es tan de noche que apenas se ve nada —dijo Andrew, llegando desde la playa.
      —No se sabe dónde empieza el mar y dónde acaba la tierra —dijo Prue.
      —¿Dejamos esa luz encendida? —preguntó Lily mientras se quitaban los abrigos dentro de casa.
      —No hace falta —respondió Prue— si ya ha entrado todo el mundo. ¡Andrew! —exclamó—. Apaga la luz del vestíbulo.
      Una a una se apagaron todas las lámparas, aunque el señor Carmichael, que gustaba de leer un rato a Virgilio en la cama, mantuvo su vela encendida bastante más tiempo que los demás.


2

       De manera que con todas las luces apagadas, la luna desaparecida y una lluvia ligera tamborileando en el tejado, empezó a abatirse sobre la casa un diluvio de oscuridad. Se diría que nada podría sobrevivir a la inundación, a la profusión de negrura que se insinuaba por ojos de cerraduras y grietas, que daba la vuelta alrededor de las persianas, que entraba en los dormitorios, que devoraba primero una palangana con su jarra, luego un cuenco con dalias rojas y amarillas y más allá los bordes agudos y la masa sólida de una cómoda. No sólo se confundían los muebles; tampoco quedaba apenas ningún resto de cuerpo o alma que permitiera decir «Eso es él» o «Eso es ella». A veces se alzaba una mano como para agarrar algo o para apartarlo, o alguien gemía o reía en voz alta, como si compartiera un chiste con la nada.
      Nada se movía ni en el salón, ni en el comedor, ni en la escalera. Tan sólo a través de goznes oxidados y de revestimientos de madera, hinchados por la humedad del mar, ciertos aires, separados de la masa central del viento (no hay que olvidar que la casa estaba desvencijada), se deslizaron por los rincones, aventurándose en el interior. Casi era posible imaginárselos, al penetrar en el salón, curiosos, asombrados, preguntándose, al jugar con un jirón colgante de empapelado, ¿resistiría mucho más tiempo, cuándo caería? Luego, rozando suavemente las paredes, seguir adelante, meditabundos, como preguntando a las rosas rojas y amarillas del empapelado si se desvanecerían, e interrogando (con calma, porque tenían mucho tiempo a su disposición) a los fragmentos de cartas en la papelera, a las flores, a los libros, abiertos todos para ellos, deseosos de saber si eran aliados o enemigos y cuánto tiempo resistirían.
      Luego, al dirigirlos, con su pálida huella sobre escalones y esteras, alguna luz fortuita, procedente de una estrella insomne, o de un navío errante, o incluso del mismo faro, los airecillos subieron las escaleras y se asomaron por las puertas de los dormitorios. Pero aquí, sin duda, tuvieron que detenerse. Aunque todo lo demás muriera y desapareciese, lo que allí yacía era permanente. Allí se les podía decir a aquellas luces que se deslizaban, a aquellos aires que avanzaban a tientas, que respiraban y se inclinaban sobre la cama misma, que no estaba en su mano ni tocar ni destruir. Con lo cual, cansados y tan espectrales como si tuvieran dedos ligerísimos y la suave perseverancia de las plumas, contemplaron una sola vez los ojos cerrados y los dedos apenas entrecruzados, y luego, recogiendo los pliegues de su vestido con aire fatigado, se marcharon. Y así, curiosos, rozándolo todo, llegaron a la ventana de la escalera, a los dormitorios de los criados, a los baúles y cajas del desván; y al descender blanquearon las manzanas colocadas sobre la mesa del comedor, hurgaron entre los pétalos de las rosas, movieron el óleo colocado sobre el caballete, barrieron la estera y arrastraron un poco de arena por el suelo. A la larga, perdido el ímpetu, cesaron todos, se congregaron y suspiraron al unísono; todos juntos dejaron escapar una ráfaga quejumbrosa a la que respondió una puerta de la cocina abriéndose desmedidamente, aunque sin dejar que entrase nada, y cerrándose luego de un portazo.
      [Al llegar aquí, el señor Carmichael, que leía a Virgilio, apagó la vela. Era más de medianoche.]


3

       Pero ¿qué es una noche, después de todo? Un período muy breve, sobre todo cuando la oscuridad se difumina tan pronto, y enseguida canta un pájaro, cacarea un gallo, o en el fondo de una ola se aviva un verde casi imperceptible, semejante al de una hoja que nace. A una noche, sin embargo, le sigue otra noche. El invierno almacena toda una baraja y reparte las cartas equitativa, uniformemente, con dedos infatigables. Las noches se alargan y se oscurecen. Algunas sostienen en lo alto nítidos planetas, láminas de claridad. Los árboles otoñales, asolados como están, conocen el brillo que enciende a veces los estandartes hechos jirones en la penumbra fresca de los panteones catedralicios, donde letras doradas y páginas de mármol describen la muerte en combate y cómo los huesos se blanquean y arden muy lejos, en las arenas de la India. Los árboles otoñales relucen bajo el amarillo claro de luna, bajo las lunas de la recolección, la luz que dulcifica la energía del trabajo y alisa los rastrojos y hace que la ola se vista de azul para lamer la orilla.
      Era como si, conmovida por la penitencia humana y por todos sus esfuerzos, la bondad divina hubiera descorrido la cortina para presentar tras ella, únicas, inconfundibles, la liebre erguida, la ola al romperse, la embarcación balanceante, realidades todas que, si las mereciéramos, serían nuestras para siempre. Pero, desgraciadamente, la bondad divina, tirando de la cuerda, cierra la cortina; la divinidad no está contenta; cubre sus tesoros con una lluvia de granizo, con lo que los destroza y los confunde hasta que parece imposible que puedan nunca recuperar su calma ni que podamos recomponer un todo perfecto ni leer en los fragmentos desperdigados las claras palabras de la verdad. Porque nuestra penitencia sólo merece una visión momentánea; nuestros esfuerzos tan sólo una tregua.
      Las noches están llenas de viento y destrucción; los árboles se agachan y se inclinan y sus hojas vuelan atropelladamente hasta que cubren el césped, se amontonan en las cunetas, atascan los canalones y se desparraman por los senderos húmedos. También el mar se agita y se rompe y, en el caso de que algún durmiente, con la esperanza de encontrar en la playa respuesta para sus dudas, o un compañero para su soledad, aparte la ropa de la cama y descienda solo para pasear por la arena, ninguna imagen con apariencia de servicio ni de divina presteza acudirá de inmediato para poner orden en la noche ni para hacer que el mundo refleje los puntos cardinales del alma. La mano se acorta en su mano; la voz le ruge al oído. Casi se diría que en medio de semejante confusión, es inútil hacerle a la noche esas preguntas sobre causas y motivos, sobre el cómo y el porqué que tientan al durmiente a abandonar su lecho en busca de respuesta.
      [El señor Ramsay, al tropezar en su corredor una mañana oscura, abrió los brazos, pero, como la señora Ramsay había muerto de manera bastante repentina la noche anterior, los brazos abiertos siguieron vacíos.]


4

       De manera que con la casa vacía, las puertas cerradas con llave y los colchones recogidos, aquellos aires vagabundos, avanzadilla de grandes ejércitos, entraron tumultuosamente, se restregaron contra las tablas desnudas, mordisquearon y soplaron, sin encontrar ni en el dormitorio ni en el salón nada que les ofreciera verdadera resistencia: tan sólo cortinajes que se agitaban, maderas que crujían, las patas desnudas de las mesas, una batería de cocina ennegrecida y una vajilla deslustrada y desportillada. Únicamente lo que las personas se habían quitado y habían dejado tras sí —un par de zapatos, una gorra para cazar, algunas faldas y chaquetas descoloridas en los roperos— conservaba la forma humana e indicaba con su vacío que en otro tiempo todo aquello había estado ocupado y animado; que en otro tiempo hubo manos que abrocharon corchetes y botones; que el espejo albergó un rostro y un mundo hueco en el que giraba una figura, una mano lanzaba destellos, la puerta se abría y entraban niños que corrían y tropezaban, para luego volver a marcharse. Ahora, día tras día, la luz hacía girar, como una flor reflejada en el agua, su clara imagen en la pared opuesta. Tan sólo las sombras de los árboles, agitadas por el viento, hacían reverencias sobre la pared, oscureciendo, por un instante, el estanque en el que la luz se reflejaba; o los pájaros, al volar, hacían que una suave mancha palpitara lentamente sobre el suelo del dormitorio.
      Así reinaban la belleza y la quietud, y su unión creaba la forma misma de la belleza, una forma de la que la vida había desaparecido; solitaria como un estanque al anochecer, muy lejano, divisado desde la ventanilla de un tren, pero que, en su palidez nocturna, desaparece tan deprisa que esa mirada apenas le arrebata su soledad. Belleza y quietud enlazaban las manos en el dormitorio y, entre las jarras amortajadas y las sillas recubiertas por sus fundas, ni siquiera la curiosidad del viento, ni el suave hocico de los fríos y húmedos aires marinos, rozando, olfateando, repitiendo una y otra vez sus preguntas «¿Os desvaneceréis? ¿Pereceréis?», perturbaban apenas la paz, la indiferencia, la sensación de perfecta integridad, como si la pregunta que hacían no necesitara respuesta: perseveraremos.
      Nada, al parecer, podía quebrar aquella imagen, corromper aquella inocencia, ni perturbar el manto ondeante de silencio que, semana tras semana, en la habitación vacía, incorporaba a su entramado los gritos de los pájaros, las sirenas de los barcos, los murmullos y zumbidos de los campos, el ladrido de un perro, el grito de un hombre, envolviéndolos con sus pliegues en torno a la casa en silencio. Sólo en una ocasión saltó una tabla en el descansillo; y una vez, en mitad de la noche, con un rugido, con un desgarramiento, al igual que, después de siglos de reposo, una roca se separa de la montaña y se precipita hacia el valle, un pliegue del chal se soltó y empezó a balancearse. Luego la paz se instaló de nuevo y la sombra vaciló; la luz se inclinó en adoración ante su propia imagen en la pared del dormitorio, hasta que la señora McNab, rasgando el velo del silencio con manos que habían permanecido en la tina de la ropa, triturándolo con las botas que habían aplastado los guijarros, llegó tal como se le había indicado, para abrir todas las ventanas y limpiar el polvo en los dormitorios.


5

       La señora McNab estuvo cantando mientras daba bandazos (porque se balanceaba como un barco en alta mar) y miraba furtivamente (porque sus ojos nunca se posaban directamente sobre nada; todo lo veía de soslayo, para desviar el desprecio y la indignación del mundo: era una mujer estúpida y lo sabía), al tiempo que se agarraba a la barandilla de la escalera para izarse hasta el piso alto y recorrer luego una habitación tras otra. Al frotar la superficie del espejo largo y examinar de soslayo el reflejo de su figura balanceante, salió de sus labios un sonido, algo que quizá fuese alegre veinte años antes en los escenarios, algo que se tarareó y sirvió como música de baile, pero que ahora, procedente de aquella asistenta desdentada, carecía por completo de sentido, era como la voz misma de la estupidez, del capricho, de la persistencia, aplastada pero siempre renacida, de manera que mientras daba bandazos, quitando el polvo, limpiando, parecía decir que la vida no era más que una prolongada tristeza, un dolor inacabable, un levantarse por la mañana para volver a acostarse por la noche y un sacar las cosas para volver a guardarlas; que el mundo que conocía desde hacía ya casi setenta años no tenía nada de fácil ni de cómodo. El cansancio la agobiaba. ¿Cuánto, preguntaba, mientras le crujían los huesos y gemía de rodillas bajo la cama, quitando el polvo al entarimado, durará todavía? Pero se puso en pie cojeando, se incorporó, y de nuevo con su mirada de soslayo, que se deslizaba y evitaba incluso el reflejo de su propio rostro y sus muchos pesares, se detuvo con la boca abierta delante del espejo, con una sonrisa perdida, y reanudó el sempiterno deambular y cojear, sacudiendo las esteras, limpiando la porcelana, mirando furtivamente en el espejo, como si, después de todo, también ella tuviera sus consuelos, como si, efectivamente, su cantinela estuviera indisolublemente ligada a alguna esperanza incorregible. Tenían que haber existido para ella visiones de felicidad junto a la tina de la colada, tal vez relacionadas con sus hijos (aunque dos habían nacido fuera del matrimonio y otro la había abandonado), o en la taberna, mientras bebía; o al revolver trozos de telas en los cajones de la cómoda. Tenía que haber habido alguna grieta en la oscuridad, algún canal en las profundidades de la noche por el que se filtraba luz suficiente para torcer, esbozando una sonrisa, el rostro ante el espejo y que le permitiera, al regresar de nuevo a su tarea, canturrear la antigua tonada de un espectáculo de variedades. Mientras tanto los místicos, los visionarios, paseaban por la playa, agitaban la superficie de un charco, contemplaban una piedra y se preguntaban «¿Qué soy yo? ¿Qué es esto?» y, de repente, se les concedía una respuesta (aunque no podían decir cuál era), por lo que se sentían abrigados durante la helada y consolados en el desierto. Pero la señora McNab seguía bebiendo y chismorreando como siempre.

6

       La primavera, sin una hoja que agitar, desnuda y resplandeciente como una virgen orgullosa de su castidad, altiva en su pureza, se extendió por los campos con los ojos muy abiertos, vigilante y por completo indiferente a lo que hacían o pensaban los espectadores.
      [Prue Ramsay, del brazo de su padre, contrajo matrimonio aquel mes de mayo. Nada hubiera podido ser más adecuado, dijo la gente. Y añadieron: ¡qué hermosa estaba!]
      Al acercarse el verano, al alargarse los días, se ofrecieron a los vigilantes, a los esperanzados, cuando paseaban por la playa, cuando agitaban la superficie de los charcos, las imágenes más extrañas: de carne convertida en átomos empujados por el viento, de estrellas que lanzaban destellos en su corazón, de acantilado, mar, nube y cielo reunidos a propósito para ensamblar en el exterior los trozos desperdigados de la visión interior. En aquellos espejos —las mentes de los hombres—, en aquellos charcos de agua inquieta, en los que eternamente se reflejaban las nubes cambiantes, en los que se formaban sombras y persistían los sueños, incapaces de resistir el extraño convencimiento —que gaviota, flor, árbol, hombre y mujer y la tierra misma parecían respaldar (aunque para desdecirse al instante si se les preguntaba)— de que el bien triunfa, la felicidad prevalece, el orden gobierna; o de resistir el poderoso estímulo que empuja a ir de aquí para allá en busca de algún bien absoluto, de una intensidad cristalina, sin relación con los placeres conocidos ni con las virtudes familiares, algo ajeno a los procesos de la vida doméstica, único, duro, resplandeciente, como un diamante en la arena, que dé seguridad a quien lo posea. Por añadidura, la primavera, dulce y complaciente, con sus abejas zumbadoras y sus mosquitos bailarines, se envolvió en su manto, cerró los ojos, apartó la cabeza y, entre sombras pasajeras y breves chaparrones, dio la impresión de haber hecho suyos los sufrimientos de la humanidad.
      [Prue Ramsay murió aquel verano de una enfermedad relacionada con el parto, lo que era sin duda una tragedia, comentó la gente. Nadie se merecía más la felicidad, dijeron.]
      Luego, con los calores del verano, el viento mandó de nuevo sus espías a recorrer la casa. Las moscas tejían una red en las habitaciones soleadas; las malas hierbas que habían crecido de noche cerca de las ventanas, golpeaban rítmicamente los cristales. Al llegar la noche, el resplandor del faro, que se había posado con tanta autoridad sobre la alfombra en la oscuridad del invierno, descubriendo el dibujo, llegaba ahora con una mezcla de suave luz primaveral y claro de luna, se deslizaba dulcemente con un movimiento de caricia, se demoraba a hurtadillas, lo contemplaba todo largamente y regresaba después con la misma ternura. Pero durante la calma misma de aquella caricia de amante, mientras el prolongado haz de luz se adormecía sobre la cama, la roca se partió en dos; se aflojó otro pliegue del chal, que cayó y se balanceó. Durante las breves noches y los largos días del verano, cuando las habitaciones vacías parecían murmurar con los ecos de los campos y el zumbido de las moscas, el pliegue deshecho ondeó suavemente, sin propósito alguno; el sol, por su parte, llenaba hasta tal punto las habitaciones de barras y líneas y neblina amarilla que la señora McNab, al irrumpir en ellas y dar bandazos de aquí para allá mientras limpiaba el polvo y barría, se asemejaba a un pez tropical que navegase en aguas alanceadas por el sol.
      Aunque, a pesar de tanta somnolencia y tanto sueño, se presentaron, al avanzar el verano, ruidos ominosos, semejantes a rítmicos martillazos amortiguados sobre fieltro, que, con sus múltiples sacudidas aflojaron aún más el chal y agrietaron las tazas de té. De vez en cuando algún objeto de cristal tintineaba en el aparador, como si los vasos vibraran al lanzar un grito desgarrador una voz de gigante. Luego volvió el silencio; y después, noche tras noche, y a veces, a mediodía, cuando las rosas brillaban y la luz dibujaba claramente su silueta en la pared, se tenía la impresión de que, en medio de aquel silencio, aquella indiferencia, aquella integridad, se oía el ruido sordo de algo que caía.
      [Un obús hizo explosión. En Francia veinte o treinta jóvenes saltaron por los aires, entre ellos Andrew Ramsay; su muerte, gracias a Dios, fue instantánea.]
      En aquella estación, quienes habían bajado a pasear por la playa y a preguntar al mar y al cielo qué mensaje tenían que anunciar o qué visión revelar, advirtieron sin duda, entre los signos habituales de la generosidad divina —el atardecer sobre el mar, la palidez de la aurora, la aparición de la luna en el horizonte, los barcos de pesca recortados sobre la luna y los niños bombardeándose con puñados de hierba—, una nota desafinada en medio de aquella alegría, de aquella serenidad. Se produjo, por ejemplo, la silenciosa aparición de un barco de color ceniciento que llegaba y volvía a marcharse; hubo una mancha violácea sobre la suave superficie del mar, como si algo hubiera hervido y sangrado, invisible, bajo sus aguas. Aquella intrusión en una escena pensada para despertar las reflexiones más sublimes y desembocar en las conclusiones más cómodas, detuvo a los paseantes. Era difícil prescindir de ella amablemente, suprimir su significado en el paisaje; continuar maravillándose, mientras se paseaba junto al mar, de cómo la belleza exterior reflejaba la interior.
      ¿Realizaba la naturaleza lo que el ser humano proponía? ¿Terminaba lo que él empezaba? Con la misma satisfacción veía su dolor, perdonaba su maldad y aceptaba su tortura. Aquel sueño, por tanto, de compartir, de completar, de encontrar una respuesta en la soledad de la playa, ¿era algo más que una imagen en un espejo y el espejo mismo algo más que la superficie vidriosa que se forma durante el reposo, cuando las facultades más nobles duermen debajo? Irritados, desesperados pero poco dispuestos a marcharse (porque la belleza ofrece sus atractivos, tiene sus consuelos), pasear por la playa se hizo imposible; la contemplación, insoportable; se había roto el espejo.
      [Aquella primavera el señor Carmichael publicó un volumen de poemas que alcanzó un éxito inesperado. La guerra, decía la gente, había estimulado su interés por la poesía.]


7

       Noche tras noche, en verano y en invierno, la agitación de las tempestades y la quietud del buen tiempo reinaron sin interferencia. Al detenerse a escuchar (si hubiese habido alguien para hacerlo) desde las habitaciones altas de la casa vacía, sólo se hubieran oído las sacudidas y los derrumbamientos de un caos gigantesco iluminado por los relámpagos, mientras vientos y olas se divertían como si fueran monstruos amorfos cuya frente no se deja atravesar por la luz de la razón, encaramándose unos encima de otros, atacando y zambulléndose en la oscuridad o con luz (porque la noche y el día, los meses y los años se confundían en una masa informe) en juegos sin sentido, hasta que se tenía la impresión de que el universo entero se peleaba consigo mismo en brutal confusión, en un estallido de apetitos incoherentes.
      Durante la primavera, los jarrones de piedra del jardín, decorados al azar por plantas cuyas semillas había traído el viento, estuvieron más alegres que nunca. Llegaron las violetas y los narcisos. Pero la quietud y el esplendor de los días resultaba tan extraña como la confusión y el tumulto de las noches, debido a los árboles inmóviles, y también a las flores, que miraban hacia adelante y hacia lo alto, pero sin ver nada, carentes de ojos, infinitamente terribles.


8

       Convencida de que no tenía importancia, porque la familia no iba a venir, porque quizá no volviera nunca, decían algunos, y probablemente vendieran la casa hacia finales del verano, la señora McNab se agachó y cortó un ramo de flores para llevárselo a casa. Lo dejó sobre la mesa mientras limpiaba el polvo. Le gustaban las flores. Era una lástima dejar que se marchitaran. En el caso de que la casa se vendiera (se puso en jarras delante del espejo), haría falta que alguien se ocupara de ella, desde luego. Llevaba muchos años sin que nadie la habitara. Los libros y las demás cosas se habían enmohecido, porque, debido a la guerra y a lo difícil que era encontrar a alguien que echara una mano, la casa no se había limpiado como ella hubiera querido. Y ahora una sola persona no estaba en condiciones de ponerla a punto. Ella era demasiado mayor. Le dolían las piernas. A todos aquellos libros había que ponerlos al sol sobre la hierba; en el vestíbulo se habían caído trozos de escayola; el canalón estaba atascado encima de la ventana del estudio y había entrado agua en la casa, dejando la alfombra prácticamente inservible. Deberían venir sus ocupantes; deberían haber mandado a alguien para que viese cómo estaban las cosas. Porque quedaba ropa en los armarios; habían dejado ropa en todos los dormitorios. ¿Qué hacer con ella? Las cosas de la señora Ramsay se habían apolillado. ¡Pobre señora! No las necesitaría ya. Se había muerto, decían; años atrás, en Londres. Estaba el viejo sobretodo gris que se ponía para trabajar en el jardín. (La señora McNab lo tocó). Aún la veía, mientras ella (la señora McNab) venía por el camino con la colada, inclinada sobre las flores (el jardín presentaba un aspecto lamentable, con malas hierbas por todas partes y conejos que salían corriendo de los macizos); aún la veía, acompañada por uno de sus hijos, con el sobretodo gris. Había botas y zapatos; y, sobre el tocador, un cepillo con su peine correspondiente, exactamente como si pensara volver mañana mismo. (Al final se había muerto muy de repente, decían). Y en una ocasión ya se disponían a venir, pero tuvieron que retrasarlo, por causa de la guerra y de lo difícil que era viajar en aquellos días; no habían venido ni una sola vez en todos aquellos años; se limitaban a mandarle dinero; pero no escribían nunca, ni venían, y esperaban encontrarlo todo como lo habían dejado, ¡Dios del cielo! Vaya, hasta los cajones del tocador estaban llenos de cosas (abrió uno), pañuelos, trozos de cintas. Sí, aún veía a la señora Ramsay mientras ella llegaba por el camino con la colada.
      «Buenas tardes, señora McNab», le decía.
      Era muy amable con ella. Todas las chicas le tenían cariño. Pero, ¡Dios mío, cuánto habían cambiado las cosas desde entonces! (cerró el cajón); muchas familias habían perdido a alguien. La señora Ramsay había muerto; al señorito Andrew lo habían matado; y la señorita Prue también había muerto, decían, al dar a luz a su primer hijo; pero todo el mundo había perdido a alguien en aquellos años. Los precios habían subido de la manera más escandalosa, y no parecía que fuesen a bajar. Se acordaba muy bien de ella con el sobretodo gris.
      «Buenas tardes, señora McNab», le decía, y como pensaba con razón que, después de acarrear aquel cesto tan pesado desde el pueblo, sin duda lo necesitaba, mandaba a la cocinera que le guardase un plato de sopa. Aún la veía, inclinada sobre las flores (y débil y vacilante, como un rayo amarillo o el círculo al extremo del catalejo, una dama con un sobretodo gris, inclinándose sobre las flores, vagó por la pared del dormitorio, pasó sobre el tocador y cruzó por el lavabo, mientras la señora McNab, cojeando de aquí para allá, limpiaba el polvo y arreglaba el cuarto).
      Pero ¿cómo se llamaba la cocinera? ¿Mildred? ¿Marian?… algo parecido. Lo había olvidado; era cierto que se le olvidaban las cosas. De genio vivo, como todas las pelirrojas. Se habían reído mucho juntas. Siempre la recibían con agrado en la cocina. Y desde luego les hacía reír. Se vivía mejor entonces.
      La señora McNab suspiró; demasiado trabajo para una sola mujer. Movió la cabeza. Aquello había sido el cuarto de los niños. Vaya, todo estaba húmedo y se caía el yeso. ¿Para qué querrían colgar allí el cráneo de un animal? También estaba mohoso. Había ratas en los cuartos del ático. Goteras. Pero nunca mandaban a nadie; no aparecían nunca. Algunas de las cerraduras se habían estropeado y las puertas daban golpes. No le gustaría quedarse sola allí al anochecer. Era demasiado para una sola mujer, desde luego que sí. Le crujieron los huesos y dejó escapar un gemido. Dio un portazo al salir, giró la llave en la cerradura y dejó la casa sola.


9

       La casa estaba vacía, abandonada. Vacía como una concha en un montón de arena, llena de granos de sal al abandonarla la vida. La noche interminable parecía haberse instalado definitivamente; los airecillos sin importancia, mordisqueando, y los alientos húmedos y fríos, con sus dedos pegajosos, parecían haber triunfado. La olla se había oxidado y la estera se había podrido. Los sapos se habían abierto camino hasta el interior de la casa. El chal se balanceaba lánguidamente. Entre los azulejos de la despensa había crecido un cardo. Las golondrinas anidaban en la sala de estar; el suelo estaba cubierto de paja; el yeso se caía a paletadas; algunas vigas habían quedado al descubierto; las ratas habían escondido cosas detrás de los revestimientos de madera para roerlas. Mariposas de brillantes colores salían de los capullos y cumplían su ciclo vital tamborileando contra el cristal de la ventana. Aparecían amapolas entre las dalias; el césped estaba tan crecido que ondeaba al viento; alcachofas gigantes sobresalían entre las rosas; un clavel florecía entre las coles, mientras que los suaves golpecitos de un tallo de hierba en la ventana se habían convertido, en las noches invernales, en el redoble de verdaderos árboles y zarzas espinosas que, en verano, teñían de verde toda la habitación.
      ¿Qué fuerza podía ya detener la fertilidad, la insensibilidad de la naturaleza? El ensueño de la señora McNab acerca de una dama, de un niño y de un plato de sopa se había desvanecido después de parpadear sobre la pared como una mancha de sol. La señora McNab había cerrado la puerta con llave y se había ido. Una mujer sola no daba abasto, decía. No venían nunca, ni tampoco escribían. Había cosas pudriéndose en los cajones; era una lástima dejarlas así, decía. La casa se estaba viniendo abajo. Tan sólo la luz del faro entraba un momento en las habitaciones, lanzaba su repentina mirada sobre cama y pared en la oscuridad del invierno, contemplaba con ecuanimidad cardo y golondrina, rata y paja. Nada se les oponía; nada les decía que no. Que sople el viento, que la amapola se reproduzca y que el clavel se empareje con la col. Que la golondrina anide en la sala de estar, el cardo separe los azulejos y la mariposa tome el sol sobre las zarzas descoloridas de los sillones. Que el cristal y la porcelana rotos yazcan sobre el césped y se mezclen con la hierba y las bayas silvestres.
      Porque había llegado ese momento, ese instante de vacilación, en que la aurora tiembla y la noche hace una pausa, en el que si cae una pluma la balanza se desequilibra. Una pluma y la casa, hundiéndose, cayéndose, hubiera ido a sepultarse en los abismos de la oscuridad. En la habitación en ruinas los excursionistas habrían encendido fuego para calentar sus teteras; los amantes se habrían tumbado, en busca de refugio, sobre las tablas del suelo; el pastor habría colocado su comida sobre los ladrillos y el vagabundo, envuelto en su abrigo, habría dormido allí para protegerse del frío. Luego se hubiera caído el tejado; el rosal silvestre y la cicuta hubieran ocultado sendero, escalón y ventana; toda la vegetación hubiera crecido, de manera desigual pero lujuriante, sobre el montículo de las ruinas, hasta que algún intruso, al desviarse del camino, sólo hubiera podido saber por un tritoma escarlata entre las ortigas, o por un fragmento de porcelana entre la cicuta, que allí vivió alguien en otro tiempo; que allí hubo una casa.
      Si la pluma hubiese caído, si se hubiera desequilibrado la balanza, la casa entera se habría hundido en el abismo, para reposar sobre las arenas del olvido. Pero había otra fuerza que trabajaba, aunque no fuera demasiado consciente de sí misma; una fuerza que miraba de soslayo y daba bandazos y que no sentía la necesidad de ritos majestuosos ni cantos solemnes para poner manos a la obra. La señora McNab gemía; a la señora Bast le crujían las articulaciones. Eran viejas, estaban poco ágiles, les dolían las piernas. Pero finalmente llegaron con sus escobas y sus cubos y se pusieron a trabajar. De repente, ¿querría ocuparse la señora McNab de que la casa estuviese lista?, le escribió una de las señoritas: ¿querría ocuparse de que se hiciera esto y aquello otro?; todo muy deprisa. Quizá vinieran a pasar el verano; habían aguardado hasta el último momento; esperaban encontrar las cosas como las habían dejado. Lenta y penosamente, con escoba y cubo, restregando y fregando, la señora McNab y la señora Bast detuvieron la corrupción y la podredumbre; rescataron del pozo del tiempo, que rápidamente lo engullía todo, primero la taza de un retrete y luego un armario; cierta mañana recuperaron del olvido todas las novelas de Walter Scott y un juego de té; por la tarde devolvieron al sol y al aire una pantalla de latón y un juego de utensilios de acero para la chimenea. George, el hijo de la señora Bast, cazó las ratas y cortó la hierba. Hicieron venir a los albañiles. Con acompañamiento de goznes y cerrojos chirriantes y de los golpes y portazos de la carpintería hinchada por la humedad, parecía producirse un parto laborioso a medida que las mujeres, agachándose, levantándose, gimiendo, cantando, sacudían y golpeaban, primero en el piso alto, luego en el sótano. ¡Ah, decían, cuánto trabajo!
      A veces tomaban el té en el dormitorio principal o en el estudio; interrumpían el trabajo a mediodía con tiznones en la cara y con las viejas manos acalambradas de tanto empuñar la escoba. Derrumbadas sobre las sillas contemplaban unas veces el espléndido triunfo sobre grifos y baño, otras el más arduo y limitado sobre largas hileras de libros, negros antaño como ala de cuervo, cubiertos ahora de manchas blancas y progenitores de pálidos hongos y furtivas arañas. Una vez más, mientras se dejaba invadir por el calor del té, el catalejo se acoplaba a los ojos de la señora McNab y, dentro de un anillo de luz, volvía a ver, cuando ella llegaba con la colada, al anciano caballero, tan flaco como el mango de una escoba, moviendo la cabeza, hablando solo, se imaginaba, en el jardín. Nunca reparaba en su presencia. Algunos decían que había muerto; según otros había muerto la señora. ¿Quién tenía razón? La señora Bast tampoco estaba segura. El señorito Andrew sí había muerto. De ese estaba segura. Había leído su nombre en los periódicos.
      Luego estaba la cocinera, Mildred, Marian, algo parecido: una pelirroja, de genio vivo como todas las que tienen el cabello de ese color, pero amable si se sabía tratarla. Se habían reído mucho juntas. Siempre reservaba un plato de sopa para Maggie; un poquito de jamón, a veces; cualquier cosa que hubiera sobrado. Vivían bien en aquellos días. Teman todo lo que querían (locuaz, jovial, sintiendo el calorcito del té, la señora McNab devanaba la madeja de sus recuerdos, sentada en el sillón de mimbre, junto a la pantalla de la chimeneas en el cuarto de los niños). Siempre había mucho trabajo, la casa llena de gente, hasta veinte personas en ocasiones, y tenía que quedarse hasta después de medianoche para lavar la vajilla.
      La señora Bast (no conocía a los Ramsay; vivía en Glasgow por aquel entonces) se preguntó, dejando la taza, para qué habrían colgado allí el cráneo de un animal. Sin duda lo cazaron en el extranjero.
      Era muy posible, dijo la señora McNab, jugueteando con sus recuerdos, tenían amigos en países orientales; caballeros que pasaban temporadas con ellos, damas con traje de noche; en una ocasión los había visto desde la puerta del comedor, todos reunidos, cenando. Se atrevería a decir que había por lo menos veinte personas, con todas sus joyas, y le habían pedido que se quedara para ayudar con la vajilla, quizá hasta después de medianoche.
      Ah, dijo la señora Bast, iban a encontrarlo todo muy cambiado. Se inclinó para asomarse a la ventana y vio cómo su hijo George guadañaba la hierba. Quizá preguntaran qué había pasado con el jardín, porque era a Kennedy a quien dejaron el encargo, pero apenas había podido mover la pierna desde que se cayera del carro; luego era posible que no hubiera habido nadie durante todo un año o buena parte de él, y después Davie Macdonald; tal vez habían mandado simientes, pero ¿quién podía decir si se habían plantado? Lo iban a encontrar todo muy cambiado.
      Estuvo viendo cómo guadañaba su hijo. Era muy trabajador y hombre de pocas palabras. Aunque quizá ellas dos debieran seguir limpiando los armarios. Se levantaron con dificultad.
      Por fin, después de días de trabajo dentro de la casa y de cortar y cavar fuera, se sacudieron los trapos del polvo desde las ventanas, se echó la llave a todo y se cerró de un portazo la puerta principal; la tarea estaba terminada.
      Y luego, como si el limpiar y el frotar y el guadañar y el segar la hubiese ahogado, surgió de nuevo la melodía escuchada a medias, la música intermitente que el oído advierte pero no retiene; un ladrido, un balido; irregulares, espaciados, pero relacionados de algún modo; el zumbido de un insecto, el temblor de la hierba cortada, separadas de la tierra pero todavía suya; el choque de un escarabajo pelotero, el chirrido de una rueda, sonidos graves y agudos, pero misteriosamente relacionados; sonidos que el oído se esfuerza por reunir y que está siempre a punto de armonizar, pero que nunca llegan a escucharse del todo, ni se armonizan por completo, hasta que, finalmente, al caer la tarde, se esfuman uno tras otro, la armonía se quiebra y cae el silencio. Con el crepúsculo desaparece la nitidez y, como una niebla que se levanta, el silencio se alza y se extiende y se calma el viento; el mundo se relaja preparándose para el sueño, casi a oscuras allí, por la ausencia de una luz para iluminarlo, si se exceptúa el verdor difundido a través de las hojas o la palidez de las flores blancas junto a la ventana.
      [A Lily Briscoe le llevaron la maleta hasta la casa a última hora de una tarde de septiembre. El señor Carmichael llegó en el mismo tren.]


10

      Había vuelto la paz, sin duda alguna. El mar llevaba rítmicamente hasta la orilla mensajes de paz con sus murmullos. Nunca volvería a interrumpir el sueño de la tierra, la arrullaría para que descansara mejor y confirmaría los sueños santos y sabios de los durmientes… ¿Qué más decían los murmullos mientras Lily Briscoe apoyaba la cabeza en la almohada de la limpia habitación tranquila y escuchaba el ruido del mar? Por la ventana abierta llegaba la voz de la belleza del mundo, pero su murmullo era demasiado suave para oír exactamente lo que decía, aunque, ¿qué más daba si el sentido era evidente? La voz suplicaba a los durmientes (la casa estaba otra vez llena; se había invitado a la señora Beckwith y también al señor Carmichael) que bajaran a la playa o, por lo menos, que levantaran la persiana y mirasen fuera, porque verían descender la noche —en cuyos ojos podía mirarse un niño— con su manto de púrpura, su corona y su cetro recubierto de joyas. Y si vacilaban (Lily estaba cansada del viaje y se quedó dormida casi al instante, pero el señor Carmichael leyó un libro a la luz de la vela), si de todos modos decían que no, que su esplendor era pasajero, que el rocío tenía más poder y que preferían dormir, la voz, amablemente, sin quejarse ni discutir, seguía entonando su canción. Las olas se rompían suavemente (Lily las oía en sueños); la luz desaparecía con dulzura (parecía llegarle a través de los párpados). Todo tenía el mismo aspecto que años atrás, pensó el señor Carmichael, al cerrar el libro y quedarse dormido.
      De hecho la voz podía seguir diciendo, mientras las cortinas de oscuridad se corrían sobre la casa, sobre la señora Beckwith, sobre el señor Carmichael y sobre Lily Briscoe, de manera que descansaban con varios pliegues de negrura sobre los ojos, ¿por qué no aceptar esto, por qué no contentarse con ello, consentir y resignarse? El suspiro de todos los mares rompiendo rítmicamente en torno a las islas los sosegó; la noche los envolvió con su manto; nada interrumpió su sueño, hasta que, al iniciar los pájaros su canto y tejer el alba, en su blancura, sus frágiles voces con el chirrido de un carro y el ladrido de un perro en algún sitio, el sol alzó las cortinas, rasgó el velo de sus ojos y Lily Briscoe, al agitarse en el sueño, se agarró a las mantas como alguien a punto de despeñarse se agarra al césped en el borde de un acantilado. Abrió completamente los ojos. Allí estaba de nuevo, pensó, sentándose de repente en la cama. Despierta.


3. El faro

1

       ¿Qué significa, qué sentido tiene todo ello?, se preguntó Lily Briscoe, dudando sobre si, puesto que la habían dejado sola, le correspondía ir a la cocina a por otra taza de café o esperar a que se la trajeran. ¿Qué sentido tiene? Un estribillo que, sacado de algún libro, reflejaba de manera aproximada su estado de ánimo, porque, en aquella primera mañana con los Ramsay, no era capaz de resumir sus sentimientos: tan sólo lograr que la resonancia de una frase ocultara el vacío de su mente hasta que se disiparan aquellos vapores. ¿Qué era, en realidad, lo que sentía, al volver después de todos aquellos años, muerta la señora Ramsay? Nada, nada en absoluto; nada que fuese capaz de expresar.
      Había llegado tarde la noche anterior, cuando todo estaba a oscuras y resultaba misterioso. Ahora, despierta ya, ocupaba su sitio de siempre en la mesa del desayuno, pero estaba sola. Era muy temprano, además; aún no habían dado las ocho. Se preparaba una excursión: el señor Ramsay, Cam y James iban a ir al faro. Deberían haber salido ya, porque tenían que coger la marea o algo parecido. Pero Cam y James no estaban listos, Nancy se había olvidado de encargar los sándwiches y el señor Ramsay, enfadado, había abandonado el comedor dando un portazo.
      —¿De qué sirve que salgamos ahora? —vociferó.
      Nancy había desaparecido. El señor Ramsay, fuera de sí, paseaba arriba y abajo por la terraza. Se tenía la impresión de oír puertas que se cerraban de golpe y voces que se llamaban por toda la casa. De repente apareció Nancy que, después de recorrer con la vista toda la habitación, preguntó de una manera extraña, mitad aturdida, mitad desesperada, «¿Qué es lo que se manda al faro?», como si estuviera forzándose a hacer algo para lo que se consideraba del todo incapaz.
      ¿Qué es lo que se manda al faro? ¡Buena pregunta! En otro tiempo Lily hubiera sugerido, sensatamente, té, tabaco, periódicos. Pero aquella mañana todo parecía tan extraordinariamente raro que una pregunta como la de Nancy —¿Qué se manda al faro?— abría puertas en la propia mente que seguían girando sobre sus goznes y golpeando las paredes y hacía que uno se siguiera preguntando, con la boca abierta por el desconcierto, «¿Qué es lo que se manda? ¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Por qué estoy aquí, pensándolo bien?».
      A solas en la larga mesa (porque Nancy volvió a marcharse), entre las tazas todavía sin usar, Lily se sintió separada de los demás y tan sólo capacitada para seguir observando, preguntando y sorprendiéndose. La casa, el lugar, la mañana, todo le parecía ajeno. Sintió que carecía de lazos, de relaciones con aquel mundo; podía suceder cualquier cosa y, sucediera lo que sucediese, unos pasos fuera, una voz («¡No está en el armario sino en el descansillo!», gritó alguien), todo era una pregunta, como si el vínculo que de ordinario enlaza las cosas se hubiera cortado, y flotaran, aquí y allá, a la ventura. ¡Qué absurdo, qué caótico, qué irreal resultaba todo!, pensó, contemplando la taza vacía. La señora Ramsay fallecida; Andrew, muerto en la guerra; y también Prue: lo repitiera como lo repitiese, no despertaba en ella el menor sentimiento. Y luego nos reunimos todos en una casa como esta, una mañana como la de hoy, dijo, mirando por la ventana: el día era muy bueno y se respiraba tranquilidad.
      De repente el señor Ramsay levantó la cabeza al pasar y la miró fijamente, con aquella mirada suya desesperada y furiosa que era, al mismo tiempo, tan penetrante como si, durante un segundo, viese a alguien por primera vez y para siempre; Lily fingió beber de la taza vacía para escapar a su influjo: para huir de lo que le pedía, para apartar por un momento más aquella necesidad imperiosa. El señor Ramsay hizo un gesto negativo con la cabeza en su dirección y siguió andando («Perecimos», le oyó decir; «Completamente solos», le oyó decir[7]) y, como todo lo demás en aquella extraña mañana, las palabras se transformaron en símbolos, que se grabaron por todas la superficie de las paredes de color gris verdoso. Si pudiera unirlas, pensó, incorporarlas a una frase, descubriría la verdad de las cosas. El bueno del señor Carmichael entró silenciosamente, se sirvió café, cogió la taza y salió a la terraza para sentarse al sol. La extraordinaria irrealidad de todo resultaba aterradora, pero también emocionante. Ir al faro. ¿Qué es lo que se manda al faro? Perecimos. Completamente solos. La luz gris verdosa en la pared de enfrente. Los asientos vacíos. Eran algunos de los fragmentos, pero ¿cómo unirlos?, preguntó. Como si cualquier interrupción pudiera quebrar el frágil edificio que estaba construyendo sobre la mesa, Lily se volvió de espaldas a la ventana, para evitar que el señor Ramsay reclamara su atención. Tenía que escapar de algún modo, estar sola en algún sitio. Y de repente recordó. Cuando estuvo allí sentada diez años antes, en un momento de revelación se había quedado mirando un ramito o una hojita bordada en el mantel. Existía un problema con el primer término de un cuadro. La solución era mover el árbol hacia el centro, descubrió entonces. Nunca terminó aquel cuadro, pero le había seguido dando vueltas en la cabeza todos aquellos años. Trabajaría en él ahora. ¿Dónde estaban sus pinturas?, se preguntó. Sí, sus pinturas. Las había dejado en el vestíbulo la noche anterior. Empezaría de inmediato. Se levantó deprisa, antes de que el señor Ramsay se diera la vuelta.
      Buscó una silla. Con sus precisos movimientos de solterona colocó el caballete en el borde del césped, no demasiado cerca del señor Carmichael, pero lo bastante cerca para situarse bajo su protección. Sí: tuvo que ser precisamente allí donde se colocó diez años atrás. Divisaba la pared, el seto, el árbol. El problema era cómo relacionar de algún modo aquellos volúmenes. Lo había llevado en la cabeza todos aquellos años. Tuvo el convencimiento de que había encontrado la solución; ahora sabía ya lo que quería hacer.
      Pero con el señor Ramsay rondándola era incapaz de trabajar. Cada vez que se acercaba —iba y venía por la terraza—, con él se acercaba la ruina, se acercaba el caos. No podía pintar. Se agachaba, se volvía, cogía un trapo, apretaba un tubo. Pero todo lo que consiguió fue retrasar su derrota. El señor Ramsay le impedía trabajar. Porque si le daba la menor oportunidad, si la veía desocupada un momento, mirando un instante en su dirección, caería sobre ella, diciendo, como lo había hecho al llegar Lily: «Nos encuentra usted muy cambiados». La noche anterior se había puesto en pie para detenerse ante ella y decir aquella frase. Aunque los seis hijos a los que en otro tiempo se designaba con los apodos de algunos reyes y reinas de Inglaterra —el Rojo, la Bella, el Malvado, el Cruel— habían permanecido mudos y con la mirada perdida en el infinito, Lily sintió su indignación reprimida. La señora Beckwith, una amable anciana, dijo algo razonable. Pero aquella era una casa llena de pasiones inconexas: lo había sentido durante toda la velada. Y para coronar aquel caos el señor Ramsay se puso en pie, le estrechó la mano y dijo: «Nos encuentra usted muy cambiados», pero ninguno de ellos se había movido ni había hablado; siguieron allí sentados como si estuviesen obligados a dejárselo decir. Tan sólo James (sin duda alguna el Hosco) miró amenazadoramente la lámpara; Cam, por su parte, se lio un dedo con el pañuelo. Entonces el señor Ramsay les recordó que al día siguiente iban al faro. Cuando el reloj diera las siete y media tenían que estar en el vestíbulo, listos para salir. Luego, ya con la mano en el tirador de la puerta, se detuvo, volviéndose hacia ellos. ¿Acaso no querían ir? preguntó. Si se hubieran atrevido a decir No (el señor Ramsay tenía sus motivos para desearlo), se hubiera arrojado trágicamente de espaldas a las amargas aguas de la desesperación. Tal era su talento para los gestos grandilocuentes. Parecía un rey en exilio. James contestó que sí con gesto obstinado. La respuesta de Cam fue más indecisa y melancólica. Sí, sí, claro que sí, los dos estarían listos, dijeron. Y a Lily le pareció que aquello era la tragedia: no los paños mortuorios, ni el polvo ni la mortaja, sino los hijos forzados, sometidos en espíritu. James tenía unos dieciséis años. Cam, que quizá había cumplido ya los diecisiete, miró a su alrededor, buscando a algún ausente, la señora Ramsay, con toda probabilidad. Pero sólo estaba la bondadosa señora Beckwith, hojeando a la luz de la lámpara los apuntes que había tomado durante el día. Luego, cansada como estaba, con la mente todavía subiendo y bajando con el mar, mientras se apoderaban de ella el sabor y el olor que tienen los sitios después de una larga ausencia, con la luz de las velas oscilándole delante de los ojos, Lily había terminado por perderse y sumergirse. Era una noche maravillosa, tachonada de estrellas; las olas resonaban como si subieran por las escaleras; la luna los sorprendió, enorme, pálida, al pasar ante la ventana de la escalera. Lily se había dormido inmediatamente.
      Colocó con firmeza el lienzo todavía inmaculado sobre el caballete, a modo de barrera, con la esperanza de que, pese a su fragilidad, fuese lo bastante sólido para detener al señor Ramsay y sus desmesuradas exigencias. Hizo todo lo que pudo para concentrarse en el cuadro mientras le daba la espalda; aquella línea allí, aquel volumen allá. Pero le resultó imposible. Aunque se mantuviera a quince metros de distancia, aunque no hablara, aunque ni siquiera mirase, lo empapaba todo, triunfaba, se imponía. Lo cambiaba todo. Lily no veía el color, no veía las líneas; sólo era capaz de pensar, incluso con el señor Ramsay vuelto de espaldas: dentro de un momento caerá sobre mí, pidiéndome…, algo que ella no iba a ser capaz de darle. Desechó uno de los pinceles y empuñó otro. ¿Cuándo aparecerían los chicos? ¿Cuándo se pondrían en camino?, se preguntó con impaciencia. Aquel hombre, pensó, sintiendo crecer la indignación, nunca daba nada; se limitaba a tomar. Y ella, por su parte, se iba a ver obligada a dar. La señora Ramsay había dado. Había muerto dando, dando sin descanso…, y había dejado aquello. En realidad estaba enfadada con la señora Ramsay. Temblándole levemente el pincel que sostenía entre los dedos, contempló el seto, el escalón, la pared. Todo era obra de la señora Ramsay, que estaba muerta. Y allí quedaba Lily, a sus cuarenta y cuatro años, malgastando el tiempo, incapaz de hacer nada, inmóvil, fingiendo que pintaba, fingiendo la única cosa que no se podía fingir, y todo por culpa de la señora Ramsay, que estaba muerta y había dejado vacío el escalón donde solía sentarse. La señora Ramsay estaba muerta.
      Pero ¿por qué repetirlo una y otra vez? ¿Por qué tratar siempre de provocar una emoción que no sentía? Había algo blasfemo en ello. Todo estaba seco, marchito, gastado. No deberían haberla invitado; no debería haber venido. No se puede malgastar el tiempo a los cuarenta y cuatro años, pensó. Aborrecía hacer como que pintaba. Un pincel, la única cosa segura en un mundo de conflictos, de ruina, de caos, era algo con lo que no se debía jugar, ni siquiera a sabiendas; lo detestaba. Pero él la obligaba. No tocarás el lienzo, parecía decir, dirigiéndose hacia ella, hasta que me hayas dado lo que quiero. Allí estaba de nuevo, muy cerca de ella, ávido, angustiado. Bien, pensó Lily, presa de la desesperación, dejando caer la mano derecha a lo largo del cuerpo, será más sencillo acabar de una vez. Echando mano de los recuerdos podría, sin duda, imitar el rubor, el entusiasmo, la rendición incondicional que había visto en el rostro de tantas mujeres (en el de la señora Ramsay, por ejemplo) cuando en ocasiones como aquella se lanzaban —recordaba perfectamente la expresión de la señora Ramsay— a un éxtasis de compasión, de placer por la recompensa que recibían y que, aunque el motivo se le escapaba, sin duda les proporcionaba la felicidad suprema de que es capaz la naturaleza humana. Allí estaba; ya se había detenido a su lado. Le daría lo que pudiera.


2

       Parecía haberse encogido un poco, pensó el señor Ramsay. Diminuta, frágil, pero no desprovista de atractivo. A él le gustaba. En una ocasión se había hablado de su matrimonio con William Bankes, pero todo quedó en nada. Su mujer le tenía cariño. Él, además, se había mostrado un poco malhumorado durante el desayuno. Y luego, por otra parte…, pasaba por uno de aquellos momentos en que sentía una enorme necesidad, sin que supiera muy bien los motivos, de acercarse a cualquier mujer, y obligarla, no le importaba cómo, tal era su necesidad, a darle lo que quería: compasión.
      ¿Había alguien que se ocupara de ella?, le preguntó. ¿Tenía todo lo que necesitaba?
      —Sí, sí, gracias, no me falta de nada —dijo Lily Briscoe con nerviosismo. No; no sabía hacerlo. Tendría que haberse dejado llevar de inmediato por una ola de piedad: la presión que recibía era tremenda. Pero siguió clavada en el sitio. Hubo un silencio terrible. Los dos miraron al mar. ¿Por qué, pensó el señor Ramsay, tiene que mirar al mar estando yo aquí? Confiaba en que el mar estuviese lo bastante en calma para que pudieran desembarcar en el faro, dijo Lily. ¡El faro! ¡El faro! ¿A qué venía hablar del faro?, pensó, impaciente, el señor Ramsay. De inmediato, con la fuerza de un vendaval de los albores del mundo (porque, verdaderamente, no podía contenerse ya), brotó de él un gemido tal que cualquier otra mujer habría hecho algo, habría dicho algo: cualquiera menos yo, pensó Lily, burlándose de sí misma amargamente, que no soy una mujer, sino, probablemente, una solterona picajosa, malhumorada y reseca.
      El señor Ramsay suspiró con toda su alma y esperó. ¿Es que Lily no iba a decirle nada? ¿Es que no veía lo que quería de ella? A continuación explicó que tenía un motivo particular para ir al faro. Su esposa solía enviar regalos al farero. Había un pobre chico con tuberculosis ósea, el hijo del farero. Suspiró hondamente. Suspiró de manera significativa. Todo lo que Lily quería era que aquella enorme corriente de dolor, aquel hambre insaciable de compasión, aquella exigencia de que se rindiera a él sin condiciones —y, aun así, todavía le quedarían suficientes sufrimientos para mantenerla eternamente abastecida—, pudiera ser desviada (no dejaba de mirar hacia la casa, con la esperanza de una interrupción) antes de que la arrastrara con su caudal.
      —Excursiones como esta —dijo el señor Ramsay, removiendo la tierra con la punta de la bota— son muy penosas. —Lily siguió sin decir nada. (Es una mujer sin alma, es una piedra, se dijo)—. Son agotadoras —añadió, contemplando, con una expresión lánguida que a Lily le produjo náuseas (se daba cuenta de que estaba representando, de que aquel gran hombre se daba en espectáculo), sus hermosas manos. Era horrible, era indecoroso. ¿Es que no van a aparecer nunca?, se preguntó, incapaz de sostener aquel enorme peso de tristeza, de soportar aquellos pesados cortinajes de aflicción (el señor Ramsay había adoptado una pose de extrema decrepitud; incluso se tambaleó un poco mientras seguía allí) un momento más.
      Pero Lily seguía sin poder hablar; no divisaba en todo el horizonte objeto alguno que sirviera de tema de conversación; sólo sentía, con asombro, mientras el señor Ramsay seguía a su lado, cómo su mirada parecía caer lúgubremente sobre el césped soleado, destiñéndolo, y arrojar sobre la figura del señor Carmichael, rubicunda, somnolienta, enteramente satisfecha, que leía una novela francesa en una hamaca, un velo de crespón, como si la existencia de su amigo, al hacer alarde de su prosperidad en un mundo de sufrimientos, bastara para provocar las más negras ideas. Míralo, parecía decir el señor Ramsay, y mírame a mí; y, de hecho, durante todo aquel tiempo el deseo del señor Ramsay era: piensa en mí, piensa en mí. Ah, si fuera posible levantar la masa que representaba el señor Carmichael hasta colocarla a su lado, deseó Lily; habría bastado con colocar el caballete un metro más cerca; un hombre, cualquier hombre, habría sofocado aquella efusión, habría atajado aquellas lamentaciones. Provocaba aquel horror por su condición de mujer y debería saber, en tanto que mujer, cómo enfrentarse con él. Era un descrédito tremendo que, siendo una representante del sexo femenino, siguiera allí completamente muda. Había que decir…, ¿qué era lo que se decía? ¡Ah, señor Ramsay! ¡Mi querido señor Ramsay! Eso sería lo que aquella amable anciana que tomaba apuntes, la señora Beckwith, hubiera dicho instantánea y acertadamente. Pero no. Allí seguían, aislados del resto del mundo. La inmensa compasión que sentía por sí mismo, su ansia de que se le compadeciera brotaba y se extendía en charcos a los pies de Lily, y todo lo que ella hacía, miserable pecadora que era, consistía en recogerse un poco la falda en torno a los tobillos, no fuera a mojarse. Allí siguió, en completo silencio, empuñando el pincel.
      ¡Nunca se lo agradecería suficientemente al cielo! Empezaban a oírse ruidos dentro de la casa. James y Cam debían de estar a punto de aparecer. Pero el señor Ramsay, como si supiera que le quedaba muy poco tiempo, extremó sobre la figura solitaria de Lily la inmensa presión de su inconmensurable infortunio, de su edad, de su fragilidad, de su desolación, si bien, de pronto, al agitar, impaciente, la cabeza, por lo molesto que se sentía —porque, después de todo, ¿qué mujer se le podía resistir?—, se dio cuenta de que tenía desatados los cordones de las botas. Unas botas muy notables, pensó Lily, contemplándolas: se diría que estaban esculpidas; había en ellas algo de colosal; y, como todas las otras prendas del señor Ramsay, desde la corbata deshilachada hasta el chaleco abotonado sólo a medias, indiscutiblemente suyas. Lily se las imaginó regresando a su cuarto por decisión propia, expresando, en ausencia de su propietario, lo que el señor Ramsay tenía de conmovedor, así como su desabrimiento, su mal humor y su atractivo.
      —¡Qué botas tan bonitas! —exclamó Lily, sintiendo de inmediato vergüenza de sí misma. Alabarle las botas cuando quería solaz para su alma, cuando le había mostrado sus manos ensangrentadas, su maltrecho corazón, y le había pedido compasión, decirle en aquel momento, alegremente, «Ah, pero ¡qué botas tan bonitas lleva usted!», se merecía estaba segura, y alzó la vista esperando que así fuera, el aniquilamiento total, al provocar uno de los repentinos ataques de indignación del señor Ramsay.
      Pero su interlocutor procedió, en cambio, a sonreírle. Se despojó del paño mortuorio, de las colgaduras y de los achaques. Ah, sí, dijo, alzando un pie para que viera mejor, eran botas de primera clase. Sólo había una persona en Inglaterra capaz de hacer botas como aquellas. Las botas figuraban entre las principales calamidades de la humanidad, dijo. «Los fabricantes de botas», exclamó, «se empeñan en lisiar y torturar los pies de los seres humanos». Son, además, las personas más obstinadas y perversas. Él había tenido que consagrar buena parte de su juventud a la tarea de conseguir que le hicieran botas tal como las botas se tenían que hacer. Le gustaría que la señorita Briscoe advirtiera (alzó primero el pie derecho y luego el izquierdo) que no había visto nunca botas con aquella forma. Estaban hechas, además, con el mejor cuero del mundo. En su mayor parte, lo que pasaba por cuero no era más que papel marrón y cartón. Contempló satisfecho su propio pie, que aún seguía levantado. Habían conseguido llegar, le pareció a Lily, a una soleada isla donde habitaba la paz, reinaba la cordura y donde el sol brillaba eternamente, la isla bendita de las buenas botas. Sintió que su corazón se enternecía. «Ahora veamos si sabe usted hacer un nudo», dijo el señor Ramsay. El imperfecto método de Lily sólo mereció la conmiseración del gran hombre, que procedió a hacerle una demostración de su invento personal. Una vez que se hace la lazada como yo la hago, no se desata nunca. Tres veces le ató el zapato, para desatárselo otras tantas.
      ¿Por qué, en aquel momento completamente inadecuado, cuando el señor Ramsay estaba inclinado sobre su zapato, la dominó de tal modo el afecto que, al inclinarse también ella, se le arreboló la cara y, al pensar en su insensibilidad (lo había llamado actor), los ojos se le llenaron de lágrimas? Ocupado como estaba, su anfitrión le pareció una figura de infinito patetismo. El señor Ramsay ataba nudos y compraba botas. No se le podía ayudar en el viaje que había emprendido. Pero ahora, precisamente cuando Lily quería decir algo, cuando tal vez hubiera dicho algo, aparecieron en la terraza Cam y James. Llegaban, con retraso, los dos juntos, formando una pareja seria y melancólica.
      Pero ¿por qué tenían que aparecer así? Lily notó que se enfadaba con ellos; deberían mostrarse un poco más alegres; dar a su padre, ahora que iban a marcharse, lo que ella ya no iba a tener oportunidad de proporcionarle. Porque Lily sintió un repentino vacío, una frustración. El sentimiento había llegado demasiado tarde; lo tenía ya listo, pero el señor Ramsay había dejado de necesitarlo. Se había convertido en un hombre muy distinguido, de cierta edad, que no necesitaba de ella para nada. Lily se sintió desairada. El señor Ramsay se echó una mochila a la espalda y repartió los paquetes, porque había varios, mal atados, envueltos en papel de estraza. Mandó a Cam en busca de una capa. Tenía todo el aspecto de un líder que se prepara para una expedición. Luego, dando media vuelta, abrió la marcha con su firme paso militar, con sus maravillosas botas y los paquetes envueltos en papel de estraza, camino adelante, seguido por sus hijos. Se diría, pensó Lily, que el destino los había elegido para alguna difícil empresa, y que iban a ella obedientes, aún lo bastante jóvenes para seguir sin protestar las huellas de su padre, pero con excesiva palidez en los ojos, prueba, pensó Lily, de que habían sufrido en silencio más de lo que les correspondía por su edad. Enseguida dejaron atrás el límite del césped, y a Lily le pareció que presenciaba el avance de una comitiva, animada por un impulso común que la convertía, pese a sus titubeos y a su flojera, en un grupito muy unido y extrañamente conmovedor. Cortésmente, pero de manera muy distante, el señor Ramsay alzó una mano e hizo un gesto de despedida.
      Pero ¡qué rostro tan extraordinario!, pensó Lily, descubriendo al instante que la compasión, no solicitada en aquel momento, se esforzaba por encontrar un cauce. ¿Cómo había llegado a ser así? Pasándose las noches reflexionando, supuso…, sobre la realidad de las mesas de cocina, se dijo, recordando el símbolo que Andrew le había proporcionado para ayudarle a entender el tema de las meditaciones del señor Ramsay. (Se acordó de que a Andrew lo había matado un trozo de metralla). Aquella mesa de cocina era un objeto austero, arquetípico; riguroso en su desnudez y carente de ornamentos. Un algo que carecía de color, todo esquinas y ángulos, sin otra pretensión que la simplicidad. Pero el señor Ramsay no cesaba de mirarla, no se permitía nunca distracciones ni ilusiones, hasta que su rostro se había consumido y había adquirido un alto grado de ascetismo, participando de aquella belleza sin adornos que tanto la impresionaba. Luego, recordó (sin moverse todavía del sitio donde él la había dejado, empuñando el pincel), las preocupaciones habían modificado aquel rostro, privándolo en parte de su nobleza. Lily supuso que el señor Ramsay había tenido sus dudas sobre aquella mesa; dudas sobre si la mesa era una mesa de verdad; sobre si merecía la pena consagrarle el tiempo que le dedicaba; sobre si, después de todo, era capaz de encontrarla. Había tenido dudas, estaba segura; de lo contrario no hubiera pedido tanto a los demás. Sospechaba que, a veces, marido y mujer hablaban precisamente de eso a altas horas de la noche; y a la mañana siguiente la señora Ramsay parecía cansada, y Lily se enfurecía con él por alguna absurda insignificancia. Pero ahora el señor Ramsay no tenía a nadie con quien hablar de la mesa, ni de sus botas, ni de sus nudos; y era como un león buscando alguien a quién devorar, y había en su rostro un toque de desesperación, de exageración, que la llenaba de alarma y le hacía recogerse la falda. Y luego, pensó, se producía aquella repentina revivificación, aquella repentina recuperación de vitalidad y de interés en las cosas ordinarias, que también había concluido y que se había transformado (porque el señor Ramsay cambiaba constantemente, sin ocultar nada) en aquella otra fase final que era nueva para ella y que le había hecho, lo reconocía, avergonzarse de su irritabilidad, porque se tenía la impresión de que el señor Ramsay había prescindido de preocupaciones y ambiciones, de la esperanza de ser compadecido y del deseo de recibir alabanzas, para penetrar en una nueva región, por lo que, a la cabeza de su pequeña comitiva, caminaba absorto en mudo coloquio consigo mismo o con otra persona, movido por algo, semejante a la curiosidad, que lo arrastraba lejos, más allá del horizonte cotidiano del común de los mortales. ¡Qué rostro tan extraordinario! La puerta de la verja se cerró de golpe.


3

       De manera que ya se han ido, pensó Lily, suspirando con una mezcla de alivio y desaliento. La compasión que no había podido manifestar parecía volverse y golpearle en la cara, con la flexibilidad de una zarza. Se sintió extrañamente dividida, como si se viera, en parte, arrastrada hacia el exterior —la mañana, apacible, neblinosa, y el faro, que parecía encontrarse a una inmensa distancia— y como si, por el contrario, también se hubiera quedado, en parte, fijada al césped, obstinada, sólidamente. Tuvo la impresión de que el lienzo había venido flotando y se había colocado por decisión propia, virginal e intransigente, delante de ella. Parecía reprenderla con su mirada fría por toda aquella prisa y agitación, por toda aquella locura y derroche de emociones, y la devolvía implacablemente a sí misma, proporcionándole, en primer lugar, paz, mientras sus confusas emociones (el señor Ramsay se había marchado y, pese a la mucha compasión que le inspiraba, no le había dicho nada) abandonaban el campo; y, a continuación, el vacío. Contempló sin expresión el lienzo, que la miraba blanco e intransigente, y luego pasó del lienzo al jardín. Recordaba algo (entornó sus ojillos achinados y contrajo la cara) en las relaciones de aquellas líneas que atravesaban el espacio, que lo dividían, y en la masa del seto con su cavidad verde, hecha de azules y marrones, que se le había quedado en la cabeza, que le había hecho un nudo en la mente, por lo que, en momentos perdidos, de forma involuntaria, mientras recorría Brompton Road o se cepillaba el pelo, se descubría pintando el cuadro, recorriéndolo con la mirada y desatando el nudo de su imaginación. Pero existía una diferencia abismal entre hacer planes alegremente sin tener el lienzo delante y empuñar de verdad el pincel y dar la primera pincelada.
      El nerviosismo provocado por la presencia del señor Ramsay le había hecho equivocarse de pincel, y el caballete, clavado en el suelo con tanta agitación, no tenía la orientación adecuada. Una vez que hubo rectificado todo aquello y que, al hacerlo, dominó las cosas improcedentes e inoportunas que distraían su atención y que le hacían acordarse de quién era y de las relaciones que tenía con la gente, tomó posesión de su mano y alzó el pincel, que, por un momento, permaneció temblando en el aire, en un éxtasis doloroso pero estimulante. ¿Dónde tenía que empezar? Esa era la cuestión; ¿en qué punto daría la primera pincelada? Una línea trazada en el lienzo creaba innumerables riesgos, provocaba decisiones no por inevitables menos irrevocables. Todo lo que parecía simple en teoría, se convertía en complicado cuando se llevaba a la práctica; de la misma manera que las olas, aunque simétricamente distribuidas cuando se las ve desde lo alto del acantilado, están sin embargo separadas por profundos golfos y crestas espumeantes para el nadador que se debate entre ellas. Hay que correr el riesgo de todos modos; hay que dar la primera pincelada.
      Con una curiosa sensación, sintiéndose empujada y retenida al mismo tiempo, adelantó el pincel, con rapidez y decisión, hasta apoyarlo sobre la tela. Un temblor marrón dejó sobre el lienzo blanco una señal en movimiento. Luego repitió el gesto una segunda y tercera vez. Mediante pausas y temblores alcanzó un ritmo de danza, como si las interrupciones fuesen una parte del ritmo y las pinceladas otra, ambas relacionadas; de ese modo, por medio de pausas y de pinceladas ligeras, rápidas, Lily cubrió el lienzo de nerviosas líneas marrones en movimiento que, apenas trazadas, encerraban un espacio (cuya importancia sentía crecer a cada momento). En el hueco de una ola veía la siguiente, alzándose cada vez más alta por encima de la primera. Porque, ¿qué podía ser más formidable que aquel espacio? Allí estaba de nuevo, pensó, retrocediendo para mirarlo, apartada de las conversaciones intrascendentes, apartada de la vida, separada de la gente y en presencia de su antiguo y formidable enemigo personal: aquella otra cosa, aquella verdad, aquella realidad, que de repente se apoderaba de ella, que surgía desnuda por detrás de las apariencias y exigía su atención. Lily se sentía dispuesta y reacia a medias. ¿Por qué tenía siempre que quedarse sola y ser arrastrada? ¿Por qué no se la dejaba en paz, por qué no dedicarse a hablar con el señor Carmichael en el jardín? Se mirara como se mirase, se trataba de una relación agotadora. Otros objetos venerables se contentaban con la veneración; hombres, mujeres, Dios mismo, todos permitían que el fiel se postrara de rodillas; pero aquella realidad, aunque sólo se tratara de la forma de una pantalla blanca por encima de una mesa de mimbre, exigía un combate perpetuo, desafiaba a una confrontación de la que inevitablemente se salía derrotado. Antes de cambiar la fluidez de la vida por la concentración de la pintura, Lily pasaba siempre (no sabía si achacarlo a su manera de ser o si era consecuencia de su condición de mujer) por unos instantes de desnudez en los que parecía un alma non nata, un alma separada del cuerpo, que se debatiera en alguna cumbre ventosa, expuesta sin protección al azote de todas las dudas. ¿Por qué lo hacía entonces? Contempló el lienzo, levemente rayado por líneas en movimiento. Lo colgarían en los dormitorios de los criados. O lo enrollarían y acabaría debajo de un sofá. ¿Qué sentido tenía hacer aquello? Oyó una voz diciendo que no sabía pintar, diciendo que era incapaz de crear, como si estuviera atrapada en una de esas corrientes habituales que, al cabo de cierto tiempo, la experiencia forma en la mente, de manera que las palabras se repiten sin saber ya quién las dijo por vez primera.
      No saben ni pintar ni escribir, murmuró monótonamente, meditando, inquieta, cuál debería ser su plan de ataque. Porque los volúmenes se alzaban ante ella, sobresalían, sentía su presión en los ojos. Luego, como si ya hubiera segregado espontáneamente la sustancia necesaria para lubrificar sus facultades, empezó, insegura, a mojar el pincel entre los azules y los ámbares, moviéndolo de aquí para allá, aunque ahora resultaba más pesado y avanzaba más despacio, como si se acompasara con algún ritmo que Lily recibía al dictado (seguía contemplando el seto y el lienzo) de las cosas que veía, por lo que, si bien su mano se estremecía de vida, aquel ritmo era lo bastante fuerte para arrastrarla con él en su corriente. Y al mismo tiempo que perdía conciencia de las cosas exteriores, así como de su nombre, su personalidad y su aspecto, y de si el señor Carmichael estaba o no allí, su mente seguía arrojando a la superficie, desde lo más profundo, escenas, nombres, frases, recuerdos e ideas, como una fuente arroja líquido, sobre aquel resplandeciente espacio blanco, espantosamente difícil, mientras ella lo moldeaba con verdes y azules.
      Se acordó de que Charles Tansley solía decir que las mujeres no sabían ni pintar ni escribir. Viniendo por detrás, se había detenido a su lado, muy cerca, algo que Lily aborrecía, mientras pintaba precisamente allí, en aquel mismo sitio. «Picadura», dijo, «a cinco peniques la onza», haciendo alarde de su pobreza y de sus principios. (Pero la guerra había embotado el aguijón de su feminidad. ¡Pobres criaturas, pensaba, pobres diablos de ambos sexos, metidos en semejante lío!). Charles Tansley siempre llevaba un libro bajo el brazo: un libro morado. Charles Tansley «trabajaba». Recordó que se ponía a trabajar a pleno sol. Y a la hora de cenar se sentaba en el centro de la mesa del comedor, tapando la vista. Luego, pensó, estaba la escena de la playa. No era posible olvidarla. Fue una mañana ventosa. Habían bajado todos a la playa. La señora Ramsay escribía cartas junto a una roca. Escribía y escribía. «Oh», dijo, contemplando por fin algo que flotaba en el mar, «¿se trata de una nasa para langostas o de un bote volcado?». Era tan corta de vista que no lo distinguía, y entonces Charles Tansley desplegó al máximo la amabilidad de que era capaz y empezó a hacer cabrillas. Elegían cantos planos de color negro y los lanzaban rebotando sobre las olas. De cuando en cuando la señora Ramsay miraba por encima de los lentes y se reía de ellos. No recordaba de qué hablaban; tan sólo se acordaba de Charles y ella lanzando piedras y llevándose muy bien de repente y la señora Ramsay mirándolos. Lily se daba cuenta muy bien de aquel último ingrediente. La señora Ramsay, pensó, retrocediendo y entornando los ojos. (El dibujo tuvo que haber sido distinto con la señora Ramsay sentada en el escalón en compañía de James. Había sin duda una sombra). La señora Ramsay. Cuando pensaba en Charles y en ella haciendo cabrillas, la escena toda de la playa parecía depender en cierta manera de que la señora Ramsay estuviera sentada junto a la roca, con un bloc sobre la rodilla, escribiendo cartas. (Escribía innumerables cartas, y a veces el viento se las llevaba; Charles y ella salvaron algunas hojas de caer al mar). Pero ¡qué poder el del alma humana!, pensó. Aquella mujer, allí sentada, escribiendo junto a la roca, lo transformaba todo, simplificándolo; lograba que aquellos enfados, aquellas irritaciones se desprendieran como trapos viejos; la señora Ramsay reconciliaba esto y aquello y lo de más allá, y había logrado hacer algo con aquella estupidez y aquel mezquino rencor (Charles y ella peleándose y discutiendo sólo ponían de manifiesto su estupidez y su rencor); la escena de la playa, por ejemplo: aquel momento de amistad y de placer compartido sobrevivía intacto, después de todos aquellos años, de manera que Lily podía sumergirse en él para rehacer el recuerdo de Charles, descubriéndolo casi como una obra de arte, por añadidura.
      «Como una obra de arte», repitió, contemplando primero el lienzo, después los escalones de la sala de estar y otra vez el lienzo. Necesitaba descansar un momento. Y, mientras descansaba, al mirar distraídamente ambas cosas, la antigua pregunta que cruza por el cielo del alma perpetuamente, la pregunta amplia y general, con tendencia a hacerse más precisa en momentos como aquel, en los que Lily dejaba que sus facultades descansaran, se detenía sobre ella, hacía una pausa, se oscurecía sobre su cabeza. ¿Cuál es el significado de la vida? Eso era todo: una simple pregunta que tendía a hacerse más apremiante con el paso de los años. La gran revelación no se había producido. Quizá no se produjera nunca. Había, en cambio, iluminaciones, cerillas repentinamente encendidas en la oscuridad, pequeños milagros cotidianos; acababa de tropezarse con uno. Esto, aquello y lo de más allá; Charles Tansley, ella y la ola rompiéndose; la señora Ramsay reconciliándolos; la señora Ramsay diciendo «Aquí la vida permanece detenida»; la señora Ramsay haciendo de aquel momento algo permanente (como en otra esfera intentaba hacer la misma Lily); aquello tenía valor de revelación. En medio del caos había forma; el eterno discurrir y fluir (miró a las nubes que avanzaban y a las hojas que temblaban) se transformaba en estabilidad. Aquí la vida permanece detenida, dijo la señora Ramsay. «¡Señora Ramsay, señora Ramsay!», repitió Lily. Le debía aquella revelación. Todo era silencio. Al parecer, nadie se movía aún en la casa. La contempló, dormida bajo los primeros rayos de sol, con las ventanas verdes y azules por el reflejo de las hojas. Su vaga manera de pensar en la señora Ramsay parecía estar en consonancia con aquella casa tan tranquila, aquel humo, aquel aire transparente de primera hora de la mañana. Aunque vaga e irreal, la presencia de la señora Ramsay era, al mismo tiempo, sorprendentemente pura y estimulante. Lily deseó que nadie abriera la ventana ni saliera de la casa; deseó que la dejaran sola y pudiera seguir pensando y pintando. Volvió al lienzo, pero, empujada por la curiosidad, movida por la molestia de no haber podido manifestar su compasión, avanzó un paso o dos hasta el límite del césped para comprobar si, abajo, en la playa, era posible ver el grupito de excursionistas haciéndose a la mar. Entre los barquitos cercanos a la orilla, algunos con las velas recogidas y otros moviéndose con lentitud, porque el mar estaba en calma, había uno completamente aparte de los demás, que izaba la vela en aquel momento. Lily decidió que el señor Ramsay, junto con Cam y James, ocupaba aquel barquito tan lejano y silencioso. Ya habían terminado la maniobra; enseguida, después de un ligero desmadejamiento y vacilación, la vela se hinchó y Lily vio cómo la embarcación, envuelta en un profundo silencio, se abría camino, decidida, entre las demás, para salir a mar abierto.


4

       La vela gualdrapeaba sobre sus cabezas. El agua acariciaba suave y rítmicamente los costados del barquito, que dormitaba inmóvil al sol. De cuando en cuanto, al contacto con una leve brisa, la vela se ondulaba, pero volvía de inmediato a la quietud. El barquito permanecía inmóvil. El señor Ramsay ocupaba el centro del bote. Se va a impacientar dentro de un momento, pensó James, y lo mismo hizo Cam, mirando a su padre, que estaba entre los dos (James empuñaba el timón y Cam ocupaba la proa), con las piernas recogidas. No le gustaba esperar. Como era de prever, después de removerse inquieto unos segundos, el señor Ramsay se dirigió con brusquedad al chico de Macalister, que sacó los remos y empezó a remar. Pero su padre, los dos estaban seguros, sólo se daría por satisfecho cuando volaran. Seguiría buscando algún viento, removiéndose intranquilo, y diría cosas en voz baja que llegarían tanto a oídos de Macalister como a los de su hijo, logrando que ellos dos se sintieran terriblemente incómodos. Los había forzado a venir. Los había obligado a acompañarle. La irritación que sentían les hacía desear que nunca soplara el viento, que todo se le pusiera en contra, puesto que estaban allí en contra de su voluntad.
      Durante todo el descenso hasta la playa se habían ido quedando atrás, juntos, aunque el señor Ramsay les ordenaba sin hablar que apresurasen el paso. Llevaban la cabeza inclinada, aplastada por algún vendaval inexorable. Era imposible hablar con su padre. Tenían que ir; tenían que seguirlo. Tenían que caminar tras él acarreando paquetes envueltos en papel de estraza. Pero se comprometieron, en silencio, a apoyarse mutuamente y a cumplir el solemne pacto de resistir la tiranía hasta la muerte. De manera que cada uno se sentaba en un extremo del bote, en silencio. No decían nada, tan sólo, de cuando en cuando, miraban a su padre quien, con las piernas increíblemente retorcidas, fruncía el entrecejo, se removía inquieto, lanzaba interjecciones y murmuraba para sus adentros, mientras esperaba impaciente la aparición del viento. Y ellos deseaban que el mar siguiera en calma. Deseaban que se frustraran sus planes. Deseaban que la excursión fracasara por completo y que tuvieran que volver a la playa sin entregar los paquetes.
      Pero tan pronto como el chico de Macalister remó un poco mar adentro, la vela giró lentamente, el barquito resucitó, se aplastó contra el mar y salió disparado. Al instante, como si hubiera desaparecido una gran tensión, el señor Ramsay estiró las piernas, sacó la petaca, se la pasó a Macalister con un ligero gruñido y, pese a lo mucho que sufrían sus hijos, se sintió, a ellos no les cupo la menor duda, plenamente satisfecho. A partir de aquel momento navegarían durante horas, el señor Ramsay le haría una pregunta al viejo Macalister —probablemente sobre la gran tormenta del invierno anterior—, el viejo Macalister la contestaría, los dos fumarían en pipa, Macalister cogería un cabo de cuerda alquitranada para hacer o deshacer un nudo y su chico pescaría sin decir una sola palabra a nadie. James, por su parte, se vería forzado a no perder de vista la vela, porque si lo hacía la lona se plegaría y se arrugaría, con lo que la velocidad del barquito disminuiría, el señor Ramsay diría abruptamente «¡Cuidado, cuidado!» y el viejo Macalister se volvería muy despacio. De manera que no tardaron en oír cómo el señor Ramsay hacía su pregunta. «Llegó doblando el cabo», respondió el viejo Macalister, describiendo la gran tempestad de las Navidades, que obligó a diez buques a entrar en la bahía en busca de refugio; él había visto «uno aquí, otro ahí y otro más allá» (señaló lentamente por todo el perímetro de la bahía. El señor Ramsay siguió su explicación, girando la cabeza). Y tres hombres agarrados al mástil. Luego el barco se hundió. «Y terminamos por desatracar el bote salvavidas», prosiguió (pero, debido a lo indignados que estaban y al silencio que se había impuesto, los hijos del señor Ramsay, sentados en los extremos del barquito y unidos por su pacto de luchar contra la tiranía hasta la muerte, sólo se enteraban de una palabra aquí y otra allá). Finalmente desatracaron el bote salvavidas y salieron con él hasta más allá del cabo… Macalister contó la historia y, aunque sólo se enteraban de una palabra aquí y otra allá, estaban todo el tiempo pendientes de su padre: cómo se inclinaba hacia adelante, cómo hacía que su voz armonizara con la de Macalister; cómo, dando chupadas a la pipa, y examinando los sitios que Macalister señalaba, disfrutaba con la idea de la tempestad y de la noche oscura y de los pescadores luchando contra el mar. Al señor Ramsay le gustaba que los varones trabajaran y sudaran de noche en la playa ventosa, enfrentando músculos y cerebro a olas y viento; le gustaba que los hombres trabajaran así y que las mujeres cuidaran la casa y velaran a los niños que dormían mientras los hombres luchaban contra los elementos con riesgo de su vida. James lo adivinaba, al igual que Cam (miraban a su padre y luego se miraban entre ellos), simplemente por su manera de agitar la cabeza, por la atención con que escuchaba, por su tono de voz y hasta por una pizca de acento escocés que le daba apariencia de campesino mientras interrogaba a Macalister sobre los once barcos a los que la tempestad había obligado a refugiarse en la bahía. Tres se habían hundido.
      El señor Ramsay contemplaba entusiasmado los lugares que Macalister señalaba y Cam pensó, sintiéndose orgullosa de él sin saber muy bien por qué, que si su padre hubiera estado allí también habría echado al mar el bote salvavidas y hubiera llegado hasta el barco naufragado. Era muy valiente y muy amante de las aventuras, pensó Cam. Pero enseguida recordó que había suscrito un pacto con James: combatir la tiranía hasta la muerte. La injusticia cometida les abrumaba con su peso. Se les había ordenado ir, se les había forzado a ir. Su padre los había vencido una vez más con su tristeza y su autoridad, obligándolos a hacer lo que él quería: ir al faro en aquella espléndida mañana, a llevar unos paquetes, porque él así lo deseaba; participar en aquellos ritos que él realizaba con satisfacción en memoria de los muertos y que ellos aborrecían, de manera que iban como a rastras, y todas las posibilidades de pasarlo bien se frustraban.
      Sí, el viento soplaba con más fuerza. El barquito se inclinaba y el agua, cortada con mayor violencia, se alejaba formando cascadas verdes, burbujeando, en cataratas. Cam contempló la espuma, el mar con todos sus tesoros, y su velocidad la hipnotizó, con lo que el vínculo entre James y ella perdió algo de fuerza, se aflojó un poco. Qué deprisa se mueve, empezó a pensar Cam. ¿A dónde vamos? Y el movimiento la hipnotizó, mientras James, con la mirada fija en la vela y en el horizonte, llevaba el timón ceñudamente. Pero al mismo tiempo empezó a pensar que quizá escaparan; quizá consiguieran librarse de todo aquello. Podían desembarcar en algún sitio y reconquistar su libertad. Los dos hermanos, al mirarse un instante, tuvieron un sentimiento de libertad y de exaltación provocado por la velocidad y el cambio. Pero el viento produjo el mismo entusiasmo en su padre, que al volverse el viejo Macalister para lanzar un sedal por la borda, exclamó con voz potente, «Perecimos», y, enseguida, añadió, «completamente solos». A continuación, con su habitual espasmo de remordimiento o timidez, se puso en pie y agitó el brazo en dirección a la orilla.
      —¿Ves la casita? —dijo, señalándola, deseoso de que Cam mirase. Su hija se puso en pie a regañadientes y miró. Pero ¿cuál? Era incapaz de reconocer, allí, en la ladera de la colina, cuál era su casa. Todo resultaba remoto y apacible y extraño. La orilla parecía demasiado nítida, irreal, desde tan lejos. La pequeña distancia recorrida les había separado lo bastante para crear una perspectiva distinta, serena, de algo que se aleja y de lo que ya no formamos parte en absoluto. ¿Cuál era su casa? Cam no la veía.
      —Pero yo, bajo un mar más encrespado —murmuró el señor Ramsay, que sí había encontrado la casa y, al verla, también se había visto a sí mismo en ella; se había visto paseando por la terraza, solo. Paseaba arriba y abajo, entre los jarrones de piedra; y le pareció que ya era muy viejo y que caminaba encorvado. Sentado en el barquito, se inclinó, se encogió, representando de inmediato su papel: el personaje del viudo afligido, desconsolado, por lo que convocó de inmediato a su presencia una multitud de personas que lo compadecían; representó para sí mismo, sentado en el bote, un pequeño drama que exigía de él decrepitud, agotamiento y pesar (alzó las manos y comprobó su descarnamiento, confirmación de su ensueño), concediéndosele de inmediato y en abundancia la piedad femenina, por lo que se imaginó cómo las mujeres le sosegarían y se compadecerían de él y, al obtener en su imaginación un reflejo del placer exquisito que representa para él la conmiseración femenina, suspiró y dijo, dulce y lánguidamente:

             Pero yo, bajo un mar más encrespado,
             quedé en abismos sin medida sumergido
[8],

de manera que todos oyeron con claridad las melancólicas palabras. Cam estuvo a punto de saltar en el asiento. Se sintió escandalizada y ofendida. Su frustrado movimiento sacó al señor Ramsay de su ensueño; estremeciéndose, se interrumpió, exclamando: «¡Mirad, mirad!» con tanta vehemencia que también James volvió la cabeza para mirar a la isla por encima del hombro. Todos miraron. Miraron a la isla.

Pero Cam no veía nada. Estaba pensando en cómo todos los senderos y el césped, tan marcados por las vidas que allí se habían vivido y tan ligados a ellas, habían desaparecido: se habían borrado; eran el pasado; eran irreales, mientras que aquello sí era real; el barquito y la vela con su remiendo; Macalister con sus pendientes en las orejas; el ruido de las olas: todo aquello era real. Mientras lo pensaba, murmuraba también «Perecimos completamente solos», porque las palabras de su padre le volvían una y otra vez a la cabeza, pero el señor Ramsay, al advertir su mirada perdida, empezó a tomarle el pelo. ¿Sabía dónde estaban los puntos cardinales?, le preguntó. ¿Distinguía el norte del sur? ¿Creía de verdad que vivían allí lejos? Y señaló de nuevo, y le mostró dónde estaba su casa, junto a aquellos árboles. Quería que se esforzara por ser más precisa, dijo. «Vamos a ver, ¿dónde están el este y el oeste?», dijo, riéndose a medias y reprendiéndola a medias, porque el señor Ramsay no era capaz de entender que alguien, de no ser un imbécil total, ignorase la situación de los puntos cardinales. Pero su hija no la sabía. Al verla con aquella mirada imprecisa, bastante asustada ya, dirigiendo la vista hacia donde no había ninguna casa, el señor Ramsay se olvidó de sus ensueños, de cómo había paseado arriba y abajo entre los jarrones de piedra de la terraza, de cómo se extendían, buscándolo, los brazos femeninos. Las mujeres son siempre así, pensó; la vaguedad de su mente no tiene solución; nunca había sido capaz de entenderlo, pero era así. También le había pasado a ella, a su esposa. Las mujeres no eran capaces de mantener la cabeza clara. Pero él había cometido un error enfadándose con Cam; más aún, ¿no era cierto que, en el fondo, le gustaba aquella vaguedad de las mujeres? ¿No era parte de su extraordinario encanto? Voy a conseguir que me sonría, pensó. Parece asustada. No dice nada. Apretó los puños y decidió que debía contener la voz y el rostro y todos los gestos rápidos y muy expresivos que durante todos aquellos años había tenido a su disposición para lograr que la gente se compadeciera de él y le alabara. Conseguiría que Cam le sonriera. Se le ocurriría alguna cosa fácil y sencilla que decirle. Pero ¿qué? Absorto como estaba en su trabajo, había olvidado lo que se decía en casos como aquel. Estaba el perrito. Tenían un perrito. ¿Quién se ocupa hoy del perrito?, preguntó. Sí, pensó James sin sentir la menor compasión, al ver la cabeza de su hermana contra la vela, ahora se dará por vencida. Tendré que luchar solo contra el tirano. Sólo yo cumpliré el pacto. Cam nunca resistiría la tiranía hasta la muerte, pensó ceñudamente, contemplando su rostro, viéndola triste, malhumorada, vencida. Y, como a veces sucede cuando la sombra de una nube cae sobre la falda verde de una colina y desciende la melancolía y allí, entre todas las colinas que la rodean, se instalan la tristeza y el dolor y parece que las colinas mismas deberían meditar sobre el destino de la nublada, de la oscurecida, ya sea para compadecerla o para alegrarse maliciosamente por su desaliento, así Cam se sintió oscurecida en aquel momento, mientras seguía sentada entre aquellas personas tranquilas, decididas, y se preguntaba cómo responder a su padre acerca del perrito; cómo resistir su súplica: perdóname, quiéreme, mientras que James el legislador, con las tablas de la eterna sabiduría abiertas sobre la rodilla (su mano en el timón había adquirido para ella un significado simbólico), decía, «Resiste. Lucha contra él». Y lo decía con toda verdad y con toda justicia. Porque tenían que luchar contra la tiranía hasta la muerte, pensó. Cam reverenciaba la justicia por encima de todas las demás virtudes. Su hermano representaba la divinidad en lo que tiene de más austero; su padre, la súplica en lo que tiene de más patético. Y, ante quién ceder, se preguntó, sentada entre ellos, mirando hacia una orilla cuyos puntos cardinales desconocía, y pensando cómo ahora el césped y la terraza y la casa quedaban envueltos en la paz y la tranquilidad de la distancia.
      —Jasper —dijo con hosquedad. Jasper se ocuparía del perrito.
      ¿Y qué nombre le iba a poner?, insistió su padre. Él, de pequeño, había tenido un perro que se llamaba Frisk. Va a ceder, pensó James, al ver la expresión que apareció en el rostro de Cam, una expresión que recordaba bien. Todas miran hacia abajo, pensó; se refugian en la labor que están haciendo o en algo parecido. Luego, de repente, levantan la vista. Se producía un relámpago de azul, lo recordaba bien, y enseguida una mujer que estaba sentada a su lado, reía, se rendía, y él se enfadaba mucho. Tenía que haber sido su madre, pensó, sentada en una sillita baja, y su padre, de pie, por encima de ella. Empezó a buscar entre la serie infinita de impresiones que el tiempo había depositado, hoja sobre hoja, pliegue sobre pliegue, suave, incesantemente, en su cerebro; entre aromas y sonidos; entre voces, ásperas, cavernosas, dulces; entre luces cambiantes y frotar de escobas; y recordó, entre el ruido y el silencio del mar, cómo un hombre había caminado arriba y abajo hasta detenerse de golpe, muy erguido, encima de ellos. Mientras tanto se fijó en que Cam hundía los dedos en el agua, miraba hacia la orilla no decía nada. No, no cederá, pensó. Cam es diferente, pensó. Bien, si Cam no le contestaba, no la molestaría, decidió el señor Ramsay, buscando el libro que llevaba en el bolsillo. Pero sí que le contestaría; Cam deseaba, apasionadamente, remover el obstáculo que le inmovilizaba la lengua y decir: Ah, sí, Frisk. Lo llamaré Frisk. Quería incluso decir: «¿Era ese el perro que encontró el camino por el páramo sin ayuda de nadie?». Pero, por mucho que se esforzaba, no se le ocurría nada equivalente que pusiera de manifiesto su orgullo, fuese fiel al pacto e hiciera llegar a su padre, al mismo tiempo, sin que James lo sospechara, una prueba secreta del amor que sentía por él. Porque, pensó, mojándose la mano (y ahora el chico de Macalister había pescado una caballa que daba coletazos en el fondo del bote, con sangre en las agallas) y contemplando a James que, imparcial, mantenía la mirada fija en la vela o que, de cuando en cuando, escrutaba el horizonte durante unos segundos, tú no estás expuesto a ello, a esta presión y división de los sentimientos, a esta extraordinaria tentación. El señor Ramsay se buscaba en los bolsillos; al cabo de un instante ya habría encontrado el libro. Porque nadie atraía más a Cam; las manos de su padre le parecían hermosas, al igual que sus pies, y su voz, y sus palabras, y su prisa, y su carácter, y su excentricidad, y su pasión, y su capacidad para decir delante de todo el mundo Perecimos completamente solos, y su lejanía. (Había abierto el libro). Pero lo que seguía siendo intolerable, pensó, irguiéndose en el asiento, y viendo cómo el chico de Macalister sacaba el anzuelo de las agallas de otro pez, era aquella estúpida ceguera y tiranía suyas que había envenenado su infancia y provocado amargas tormentas, de manera que incluso ahora todavía se despertaba por la noche temblando de rabia y recordaba alguna orden suya; alguna insolencia. «Haz esto», «Haz aquello»; su imperio: su «Sométete a mí».
      De manera que no dijo nada, limitándose a mirar obstinada y tristemente la orilla, envuelta en su manto de paz; como si allí la gente se hubiera quedado dormida, pensó; o fuesen libres como el humo, libres de ir y venir como fantasmas. Allí no existe el sufrimiento, pensó.


5

       Sí, ese es su barco, decidió Lily Briscoe, detenida en el límite del césped. Era un bote con una vela de color marrón grisáceo, al que vio aplastarse contra el agua e iniciar velozmente su recorrido por la bahía. Ahí está el señor Ramsay, pensó, y los chicos siguen sin decir una sola palabra. Tampoco ella lograba llegar hasta él. La compasión que no había encontrado cauce le pesaba aún y hacía que le resultara difícil pintar.
      Siempre había tenido problemas con el señor Ramsay. Recordaba que nunca había sido capaz de alabarlo cuando estaba presente. Y eso limitaba su relación a una cosa neutra, sin el elemento sexual que hacía tan galante, casi alegre, su actitud con Minta, y que le llevaba a coger una flor y ofrecérsela o a prestarle sus libros. Pero ¿acaso creía que Minta los leía? Se limitaba a llevarlos de aquí para allá por el jardín, utilizando las hojas de los árboles como señal.
      «¿Se acuerda usted, señor Carmichael?», sintió deseos de preguntarle, al mirar al anciano. Pero el señor Carmichael se había tapado la frente con el sombrero; estaba dormido, o soñaba, o se había tumbado para cazar palabras, supuso Lily.
      «¿Se acuerda?», deseó preguntarle al pasar a su lado, pensando de nuevo en la señora Ramsay en la playa, mientras el barril danzaba sobre el agua y volaban las páginas de sus cartas. ¿Por qué, después de tantos años había sobrevivido aquello, como si estuviera subrayado, iluminado, visible hasta el último detalle, mientras que, durante kilómetros y kilómetros por delante y por detrás, no quedaba nada?
      «¿Es un bote? ¿Un corcho?», preguntó la señora Ramsay, y Lily repitió sus palabras al regresar —a regañadientes una vez más— junto al lienzo. A Dios gracias, el problema del espacio seguía existiendo, pensó, empuñando de nuevo el pincel. Saltaba a la vista. La masa total del cuadro descansaba sobre aquel peso. Su superficie tenía que ser hermosa y brillante, ligera y evanescente, con un color disolviéndose en otro, como los del ala de una mariposa; pero, por debajo, todo el edificio tenía que estar sujeto con pernos de acero. Tenía que ser algo que se rizara con el soplo de un suspiro y, al mismo tiempo, que no se pudiera desalojar con un tiro de caballos. Y Lily empezó a aplicar un rojo y un gris y fue modelando el camino hacia el vacío central. Al mismo tiempo, le parecía estar sentada en la playa, junto a la señora Ramsay.
      «¿Es un bote? ¿O un barril?», preguntó la señora Ramsay, poniéndose a buscar los lentes. Y, después de encontrarlos, siguió mirando el mar en silencio. Y Lily, pintando con aplicación, sintió como si se hubiera abierto una puerta, y uno entrara y se quedara contemplando en silencio un sitio que era como una catedral, muy oscuro y solemne. De un mundo muy remoto llegaban gritos. En el horizonte los barcos de vapor desaparecían bajo columnas de humo. Charles lanzaba piedras y conseguía que saltaran sobre el agua.
      La señora Ramsay no decía nada. Estaba feliz, pensó Lily, descansando en silencio, sin comunicar lo que sentía; descansando en la densa oscuridad de las relaciones humanas. ¿Quién sabe lo que somos, lo que sentimos? ¿Quién sabe, incluso en el momento de más intimidad, que lo que se obtiene es conocimiento? ¿Acaso no se estropeaban las cosas, podía haber preguntado la señora Ramsay (Lily tuvo la sensación de que aquel silencio suyo se había producido con mucha frecuencia), por el hecho de decirlas? ¿No nos expresamos mejor así? Aquel momento, al menos, parecía extraordinariamente fecundo. Lily hizo un agujero en la arena y luego lo tapó, enterrando en él de manera simbólica la perfección del momento. Era como una gota de plata con la que se mojaba, haciéndola luminosa, la oscuridad del pasado.
      Lily retrocedió a fin de tener una perspectiva total del cuadro. Era un extraño sendero el que había que recorrer con la pintura. Se llegaba cada vez más lejos, siempre adelante, hasta que, al final, se tenía la impresión de estar en un estrecho tablón, completamente a solas, sobre el mar. Y al mismo tiempo que hundía el pincel en la pintura azul, Lily se sumergió también en aquel momento del pasado. Recordó que, a continuación, la señora Ramsay se había puesto en pie. Ya era hora de volver a casa: la hora del almuerzo. Y todos regresaron juntos, Lily detrás con William Bankes y, delante de ellos, Minta con un tomate en la media. ¡Con qué insolencia parecía pavonearse ante sus ojos aquel redondelito de talón rosado! ¡Cómo lo deploró William Bankes, sin, por lo que ella recordaba, mencionarlo en absoluto! Para él aquello significaba la aniquilación de la feminidad, la suciedad y el desorden, los criados despidiéndose y las camas aún sin hacer a mediodía: todas las cosas que más aborrecía. William Bankes tenía una manera peculiar de estremecerse y de extender los dedos como para tapar un objeto desagradable, y eso fue lo que procedió a hacer en aquel momento, alzando la mano. Y Minta siguió delante y probablemente Paul se reunió con ella y se fueron juntos al jardín.
      Los Rayley, pensó Lily Briscoe, apretando el tubo de pintura verde. Reunió sus impresiones sobre los Rayley. Su vida se le presentó en una serie de escenas; la primera en una escalera al amanecer. Paul había llegado a casa y se había acostado pronto; Minta regresó tarde. Allí estaba, en mitad de la escalera, a eso de las tres de la madrugada, enguirnaldada y vestida con colores chillones. Paul salió en pijama con un atizador en la mano, por si tenía que vérselas con algún ladrón. Minta estaba comiéndose un sándwich, de pie a mitad de la escalera, junto a una ventana, a la luz cadavérica del amanecer, y la alfombra tenía un agujero. Pero ¿qué era lo que decían? Se preguntó Lily, como si contemplando la escena pudiera oírlos. Algo violento. Minia siguió comiéndose el sándwich, para molestarlo, mientras Paul hablaba, indignado, celoso, insultándola, sin levantar apenas la voz para no despertar a sus hijos, dos niñitos. Él estaba consumido, tenso; ella, vistosa e indiferente. Porque las cosas habían dejado de funcionar al cabo de un año, poco más o menos; el matrimonio había resultado bastante mal.
      Y a esto, pensó Lily, recogiendo la pintura verde con el pincel, a inventar escenas sobre las personas, ¡lo llamamos «conocer» a la gente, «pensar» en ellos, «tenerles cariño»! No era verdad ni una palabra; se lo había inventado todo, pero a través de aquello, de todos modos, era como los conocía. Siguió ahondando su camino en el cuadro, en dirección al pasado.
      En otra ocasión Paul dijo que «jugaba al ajedrez en los cafés», y Lily construyó toda una estructura imaginaria sobre aquella frase. Recordaba cómo, al decirlo él, se lo había imaginado llamando a la criada, que le decía «La señorita ha salido», y su decisión de no quedarse en casa. Lo vio, sentado en un rincón de un sitio muy lúgubre, donde el humo se pegaba a los asientos de felpa roja, y donde las camareras llegaban a conocer a los clientes, jugando al ajedrez con un hombrecillo del que sólo sabía que trabajaba en el comercio del té y que vivía en Surbiton. Luego Minta seguía sin volver a casa, y tenían aquella escena en las escaleras, cuando él salía con el atizador por si se trataba de ladrones (y también, sin duda, para asustar a su mujer) y hablaba con tanta amargura, diciéndole a Minta que había arruinado su vida. En cualquier caso, cuando fue a verlos a su casita cerca de Rickmansworth, la situación era muy tirante. Paul la llevó al jardín para que viera los conejos belgas que estaba criando, y Minta los siguió, cantando, y le echó el brazo al cuello para que no le contase nada a Lily.
      A Minta le aburrían los conejos, pensó Lily, pero nunca descubría su juego. Nunca decía nada parecido a aquello de jugar al ajedrez en los cafés. Se daba demasiada cuenta de las cosas, era demasiado precavida. Pero ahora la situación era distinta; había quedado atrás la etapa peligrosa. Lily estuvo algún tiempo con ellos el verano anterior y, cuando el coche se averió, Minta le fue pasando las herramientas a su marido. Paul reparaba el coche sentado en la carretera, y la manera en que ella le entregaba las herramientas —metódica, sencilla, amistosa— le hizo ver que todo se había arreglado. Ya no estaban «enamorados», no; Paul se entendía con otra mujer, una persona seria, con el pelo recogido en una trenza y un maletín en la mano (Minta la había descrito con gratitud, casi con admiración), que iba a reuniones y compartía las opiniones de Paul (que eran cada vez más tajantes) en materia de impuestos sobre bienes muebles e inmuebles. Lejos de deshacer el matrimonio, la relación de Paul con aquella mujer lo había recompuesto. Mientras él arreglaba el coche y ella le pasaba las herramientas se veía con toda claridad que eran excelentes amigos.
      De manera que aquella era la historia de los Rayley, sonrió Lily. Se imaginó contándosela a la señora Ramsay, llena de curiosidad por saber qué había sido de ellos. Lily se sentiría un tanto reivindicada mientras le contaba que aquel matrimonio no había sido precisamente un éxito.
      Pero los muertos, pensó Lily, al encontrar algún obstáculo en el dibujo que le obligó a hacer una pausa y meditar, retrocediendo uno o dos pasos. ¡Ah, los muertos!, murmuró; se los compadece, se los aparta, se los mira incluso con un poquito de desprecio. Están a nuestra merced. La señora Ramsay se ha desvanecido, ya no existe, pensó. Podemos hacer caso omiso de sus deseos, prescindir de sus ideas limitadas y pasadas de moda. Se aleja cada vez más de nosotros. Y a Lily, burlona, le pareció verla al fondo del corredor de los años, diciendo, entre todas sus posibles incongruencias: «¡Casaos, casaos!» (sentada, muy erguida, a primera hora de la mañana, cuando los pájaros empezaban a gorjear en el jardín). Y habría que decirle: Todo ha salido en contra de sus deseos. Ellos son felices así; también yo soy feliz de esta otra manera. La vida ha cambiado por completo. Con lo que todo su ser, incluso su belleza, se convirtió por un instante en algo polvoriento y anticuado. Durante un momento, Lily, allí de pie, con el sol calentándole la espaldas, resumiendo la vida de los Rayley, triunfó sobre la señora Ramsay, que nunca sabría que Paul frecuentaba los cafés y tenía una amante; ni cómo se sentaba en la carretera y Minia le pasaba las herramientas; ni tampoco cómo ella, que estaba allí pintando, no se había casado nunca, ni siquiera con William Bankes.
      La señora Ramsay lo había planeado. Tal vez, si hubiera vivido, habría impuesto sus deseos. Aquel verano el señor Bankes era ya «el más amable de los hombres». «El primero de los científicos de su época, dice mi marido». También era «el pobre William…, me entristece tanto, cuando voy a verlo, no encontrar nada agradable en su casa…, nadie que coloque las flores». De manera que los mandaba a pasear juntos, y a ella le dijo, con el tenue toque de ironía que hacía que la señora Ramsay se le escurriera a uno entre los dedos, que tenía una mente científica, que le gustaban las flores, que era una persona muy exacta. ¿Qué sentido tenía aquella manía suya de casar a la gente?, se preguntó Lily, alejándose del caballete y volviendo a acercarse.
      (De repente, tan de repente como una estrella se desliza por el cielo, le pareció que ardía en su mente una luz rojiza que cubría a Paul Rayley y que salía de él. Aquella luz se alzaba como un fuego que hubieran encendido los salvajes en alguna playa lejana para celebrar un acontecimiento. Lily oía el rugir y el crepitar de las llamas. Todo el mar, en muchos kilómetros a la redonda, se había vuelto rojo y oro. Con todo ello se mezcló algún aroma de vino que la emborrachó, porque sintió de nuevo el impetuoso deseo de arrojarse desde el acantilado y ahogarse buscando un broche de perlas en la playa. Y el rugir y el crepitar la repelían, despertando en ella miedo y repugnancia, como si, al mismo tiempo que veía su esplendor y su poder, viera también que se alimentaba del tesoro de la casa con glotonería, groseramente, y aquel espectáculo le resultase aborrecible. Aunque como espectáculo, por su magnificencia, sobrepasaba todo lo que ella conocía; y, a través de los años, seguía ardiendo como un fuego a la orilla del mar en una isla desierta, y bastaba con decir «enamorado» para que, al instante, como sucedía ahora, se alzara de nuevo el fuego de Paul. Luego la llama se hundió y Lily se dijo, riendo, «Los Rayley»; y se acordó de cómo Paul iba a los cafés a jugar al ajedrez).
      Aunque ella sólo se había salvado por los pelos, pensó. Había estado mirando el mantel y se le ocurrió de pronto que debía colocar el árbol en el centro y que no necesitaba casarse con nadie, y eso hizo que se sintiera enormemente feliz. Se dio cuenta de que ya era capaz de hacer frente a la señora Ramsay, lo que significaba reconocer su sorprendente poder sobre todo el mundo. Haz esto, decía la señora Ramsay, y el interpelado lo hacía. Incluso su sombra en la ventana, acompañada de James, destilaba autoridad. Recordó el escándalo de William Bankes porque, en su cuadro, había quitado importancia a la figura de la madre y el hijo. ¿Acaso no admiraba su belleza?, le había preguntado. Pero luego, lo recordaba bien, William la había escuchado, mirándola con sus ojos de niño sabio, cuando le explicó que no se trataba de irreverencia, sino de cómo allí la luz necesitaba una sombra y todo lo demás. Lily no intentaba menospreciar un tema que, estaban de acuerdo, Rafael había tratado divinamente. Su postura no tenía nada de cínica. Todo lo contrario. Gracias a su mente científica, William Bankes entendió lo que le decía: una prueba de imparcialidad intelectual que a ella le agradó y consoló enormemente. Se podía hablar seriamente de pintura con un hombre. De hecho, su amistad con William había sido uno de los placeres de su vida. Lo quería de verdad.
      Iban juntos a Hampton Court y él, como el perfecto caballero que era, siempre le dejaba tiempo de sobra para lavarse las manos mientras él paseaba junto al río. Aquello era típico de sus relaciones. Muchas cosas quedaban sin decir. Luego paseaban por los patios y admiraban, verano tras verano, las proporciones de los edificios y las flores, y él le contaba cosas sobre perspectiva, sobre arquitectura, mientras caminaban; de cuando en cuando él se detenía para contemplar un árbol, o la vista sobre el lago, o para admirar a un niño (su gran dolor era no haber tenido una hija) de una manera distante e insegura, normal en un hombre que se pasaba tanto tiempo en el laboratorio que, cuando salía de él, el mundo parecía deslumbrado, de manera que caminaba lentamente, alzaba la mano para protegerse los ojos y hasta para respirar hacía una pausa, con la cabeza echada hacia atrás. Luego le contaba que su ama de llaves se había marchado de vacaciones; que tenía que comprar una alfombra nueva para la escalera. Quizá Lily quisiera acompañarle a comprar la nueva alfombra para la escalera. Y, en una ocasión, algo le impulsó a hablar de los Ramsay y comentó cómo, la primera vez que la vio, la señora Ramsay llevaba un sombrero gris y no tenía más de diecinueve o veinte años. Era asombrosamente hermosa. Se detuvo, mirando a lo lejos por la avenida de Hampton Court, como si la estuviera viendo entre las fuentes.
      Lily examinó ahora el escalón a la entrada de la sala. Vio, a través de los ojos de William, la forma de una mujer, tranquila y en silencio, con la mirada baja, que reflexionaba y sopesaba (aquel día estaba vestida de gris, pensó Lily). Tenía inclinada la cabeza. Nunca levantaría los ojos. Sí, pensó Lily, mirando con gran atención, tengo que haberla visto en esa postura, pero no iba vestida de gris; no estaba tan quieta, ni era tan joven, ni estaba tan en calma. La figura aparecía ante ella sin dificultad. Asombrosamente hermosa, había dicho William. Pero la belleza no lo era todo. La belleza tenía un inconveniente: aparecía con demasiada facilidad, de manera demasiado definitiva. Detenía la vida, la congelaba. Se olvidaba la leve agitación, el sonrojo, la palidez, alguna deformación curiosa, alguna luz o sombra que hacía el rostro irreconocible por un instante, pero que añadía una cualidad que después se seguía viendo siempre. Era más sencillo igualarlo todo con la cobertura de la belleza. Pero ¿qué aspecto tenía, se preguntó Lily, cuando se calaba el gorro de cazador, o cruzaba el césped corriendo o regañaba a Kennedy, el jardinero? ¿Quién se lo podía decir? ¿Quién la ayudaría?
      Había vuelto a la superficie en contra de su voluntad y se encontró a medias fuera del cuadro, contemplando, un poco aturdida, como si se tratara de algo irreal, al señor Carmichael. Estaba tumbado en la hamaca con las manos unidas por encima del vientre y ni leía ni dormía, sino que tomaba el sol como una criatura que se atiborrase de vida. Su libro descansaba sobre el césped.
      Sintió deseos de ir directamente hasta él y decir «¡Señor Carmichael!». Entonces él la miraría con benevolencia, como siempre, con sus ojos verdes, imprecisos y neblinosos. Pero sólo se despierta a las personas si uno sabe qué es lo que se les quiere decir. Y ella no quería decir una cosa, quería decirlo todo. Las insignificantes palabras que rompían la idea y la desmembraban no decían nada. «Sobre la vida, sobre la muerte, sobre la señora Ramsay»; no, pensó, no se le puede decir nada a nadie. La prisa del momento hacía que se fallara el blanco. La agitación de las palabras las desviaba y golpeaban el objeto varios centímetros por debajo. Entonces uno renunciaba; la idea se hundía de nuevo y uno se hacía —como la mayor parte de las personas maduras— cauteloso, furtivo, con arrugas entre los ojos y una expresión de perpetuo recelo. Porque ¿cómo expresar con palabras aquellas emociones del cuerpo?, ¿cómo expresar aquel vacío? (Lily contemplaba los escalones delante de la sala, que parecían extraordinariamente vacíos). Era un sentimiento del cuerpo, no de la mente. La sensación física que acompañaba el aspecto vacío de los escalones le resultó de pronto sumamente desagradable. Querer y no tener provocaba en todo su cuerpo una dureza, un vacío, una tensión. Y luego, querer y no tener —querer y querer—, ¡cómo encogía aquello el corazón, una y otra vez! ¡Ah, señora Ramsay!, llamó Lily, silenciosamente, a aquella esencia sentada junto al barquito, a aquella abstracción en que uno la convertía, a aquella mujer vestida de gris, como para insultarla por haberse marchado y, después de haberse marchado, por regresar. ¡Le había parecido tan inofensivo pensar en ella! Fantasma, aire, nada, algo con lo que se juega sin problemas ni sobresaltos a cualquier hora del día o de la noche; eso era lo que había sido, pero luego, de pronto, la señora Ramsay había sacado la mano y le había estrujado el corazón. De repente, los escalones vacíos delante de la sala, los volantes de la silla en el interior, el perrillo dando traspiés en la terrazas, toda la ola de vida que murmuraba en el jardín, se convirtieron en curvas y arabescos que florecían en torno a un centro totalmente vacío.
      «¿Qué es lo que significa? ¿Cómo explica usted todo eso?», quería preguntar, volviéndose de nuevo hacia el señor Carmichael. Porque, en aquella temprana hora de la mañana, se tenía la impresión de que el mundo entero se había disuelto en un charco de pensamiento, en un hondo receptáculo de realidad, y casi era posible imaginar que si el señor Carmichael hubiera hablado, una lagrimita habría rasgado la superficie del charco. ¿Y luego? Algo surgiría. Quizá se alzara una mano, quizá brillara la hoja de una espada. Absurdo, por supuesto.
      Tuvo la curiosa sensación de que, pese a todo, el señor Carmichael oía las cosas que ella no era capaz de decir. Era un anciano inescrutable, con una mancha amarilla en la barba, con su poesía y sus rompecabezas, navegando serenamente a través de un mundo que satisfacía todas sus apetencias, hasta el punto, estaba convencida, de que le bastaba extender la mano desde su posición en el césped para pescar cualquier cosa que necesitara. Miró de nuevo el cuadro. Esa habría sido, probablemente, su respuesta: cómo «tú» y «yo» y «ella» pasan y se esfuman; nada permanece; todo cambia; aunque no las palabras, ni tampoco la pintura. Y, sin embargo, lo colgarán en el ático; enrollarán el lienzo y lo ocultarán debajo de un sofá; pero incluso en ese caso, incluso tratándose de un cuadro así, era verdad. Se podía afirmar, incluso de aquellos garabatos, no del cuadro propiamente tal, quizá, pero sí de lo que se proponía, que «permanecería para siempre», iba a decir, o, debido a que las palabras pronunciadas resultaban, incluso para ella misma, demasiado jactanciosas, a insinuarlo sin palabras; aunque, al mirar el cuadro, le sorprendió descubrir que no lo veía. Se le habían llenado los ojos de un líquido caliente (no pensó en las lágrimas al principio) que, sin perturbar la firmeza de sus labios, espesaba el aire y le rodaba por las mejillas. Tenía pleno control de todo su ser —¡claro que sí!— desde cualquier otro punto de vista. Si era ese el caso, ¿lloraba por la señora Ramsay sin sentirse en absoluto desgraciada? Se dirigió de nuevo al anciano señor Carmichael. ¿Qué era entonces lo que le sucedía? ¿Qué significaba? ¿Era posible que las cosas alzaran la mano y nos agarraran? ¿Podía la hoja de la espada cortar y podía el puño apoderarse de su objeto? ¿No se estaba nunca a salvo? ¿No era posible aprenderse de corrido los usos del mundo? ¿No había ni guía ni refugio, sino únicamente milagros, y siempre se saltaba desde lo más alto de una torre? ¿Podía ser que fuera aquello la vida, incluso para personas de edad avanzada? ¿La sorpresa, lo inesperado, lo desconocido? Por un instante pensó que si los dos se levantaban, allí, en aquel momento, en el césped, y exigían una explicación, si preguntaban por qué era tan breve, por qué tan inexplicable, y lo decían con violencia, como podrían hacerlo dos seres humanos plenamente formados, a los que no hay razón para ocultar nada, quizá, entonces, tal vez se presentara la belleza; tal vez se llenara el espacio; tal vez aquellos vanos arabescos adquirieran forma; si gritaban con la necesaria intensidad, tal vez regresara la señora Ramsay. «¡Señora Ramsay!», dijo en voz alta, «¡señora Ramsay!». Las lágrimas le corrían por las mejillas.


6

       [El chico de Macalister cogió uno de los peces y le cortó un trozo del costado para cebar el anzuelo. El cuerpo mutilado (aún estaba vivo) fue devuelto al mar).

7

       —¡Señora Ramsay! —gritó Lily—, ¡señora Ramsay! —pero no sucedió nada. Aumentó el dolor. ¡Que el sufrimiento pueda llevarnos a tales extremos de necedad!, pensó. En cualquier caso el señor Carmichael no la había oído. Seguía teniendo el mismo aspecto benévolo y tranquilo y, si se prefería verlo así, incluso sublime. Gracias a Dios, ¡nadie había oído su grito, aquel grito ignominioso, detente dolor, detente! Estaba claro que no había perdido del todo la cabeza. Nadie la había visto cruzar la estrecha tabla que la separaba de la aniquilación. Seguía siendo una minúscula solterona, de pie sobre el césped, con un pincel en la mano.
      Y luego lentamente, sintió disminuir el dolor que le causaba la privación y la amargura de la cólera. (Tener que recordar, precisamente cuando pensaba ya que nunca se afligiría por la señora Ramsay. ¿Acaso la había echado de menos entre las tazas de café durante el desayuno? Ni muchísimo menos). Advirtió además que, a consecuencia del dolor, quedaba, como antídoto, un alivio que era bálsamo en sí mismo y, también, pero de manera más misteriosa, la sensación de una presencia, la sensación de la señora Ramsay, libre por un momento del peso que el mundo había depositado sobre ella, presente, toda ligereza, a su lado, y que luego (porque se trataba de la señora Ramsay en toda su belleza) se colocaba sobre la frente una guirnalda de flores blancas, con la que se alejaba. Lily apretó de nuevo los tubos para conseguir más pintura. Se concentró en el problema del seto. Era extraño, la claridad con que la veía, atravesando, con su habitual rapidez, los campos, entre cuyos pliegues, violáceos y suaves, entre cuyas flores, jacintos o lirios, desaparecía. Era una mala pasada que le jugaba a Lily su ojo de pintora. Durante días, después de recibir la noticia de su muerte, la había visto así, poniéndose la guirnalda sobre la frente y marchándose a través de los campos sin hacer preguntas, acompañada de una sombra. La imagen, la frase, tenían un poder consolador. Dondequiera que estuviese, pintando, junto al mar, en el campo o en Londres, la visión se le presentaba y sus ojos, entornados, buscaban algo que sirviera de base a aquella visión. Miraba desde el vagón de ferrocarril o desde el ómnibus; tomaba una línea del hombro o de la mejilla; miraba a las ventanas al otro lado de la calle; al Piccadilly nocturno con su cordón de farolas. Todos habían sido parte de los campos de la muerte. Pero siempre había algo que se atravesaba —podía ser un rostro, una voz, un pillete, vendedor de periódicos, que gritaba Standard, News—, algo que la detenía bruscamente, que la despertaba, que exigía, y finalmente lograba, retener su atención, con lo que resultaba necesario rehacer la visión constantemente. Ahora, de nuevo, empujada por alguna instintiva necesidad de distancia y de azul, miró hacia la bahía que se extendía por debajo de ella, convirtiendo en altozanos las franjas azules de las olas y en campos pedregosos los espacios más morados. Una vez más se sintió sacudida, como de costumbre, por un algo incongruente. Una mancha marrón en mitad de la bahía. Una embarcación. Sí; tardó un segundo en darse cuenta. Pero ¿el bote de quién? El bote del señor Ramsay, se contestó. El señor Ramsay: el hombre que había pasado junto a ella, con el brazo levantado, distante, encabezando la comitiva, con sus hermosas botas, solicitando su compasión, compasión que ella le había negado. El barquito había atravesado ya la mitad de la bahía.
      La mañana era tan espléndida, si se exceptuaba una ráfaga de viento de tarde en tarde, que mar y cielo parecían un mismo edificio, como si las velas estuvieran clavadas en lo alto del cielo, o las nubes hubieran caído al mar. En alta mar, un vapor había lanzado al aire una gran voluta de humo que seguía allí, curvándose y enrollándose decorativamente, como si el aire fuese una delicada gasa que sujetara las cosas y las retuviera suavemente en su malla, balanceándolas dulcemente de aquí para allá. Y, como sucede a veces cuando hace muy buen tiempo, se diría que los acantilados reparaban en la presencia de los barcos y los barcos en la de los acantilados, como si intercambiaran mensajes secretos. Porque el faro, muy próximo a la orilla, parecía, a veces, aquella mañana, a causa de la neblina, enormemente lejano.
      «¿Dónde están ahora?», pensó Lily, mirando al mar. ¿Dónde estaba aquel anciano que había pasado a su lado en silencio, llevando bajo el brazo un paquete envuelto en papel de estraza? El bote se hallaba en medio de la bahía.


8

       Allí no sienten nada, pensó Cam, contemplando la orilla, que, subiendo y bajando, se alejaba cada vez más y se hacía más pacífica. Dejaba con la mano una estela en el mar, mientras su imaginación convertía en dibujos los verdes remolinos y líneas y, embotada y protegida, vagaba por aquel mundo de las aguas donde las perlas se unían formando ramilletes blancos, y donde, con la luz verde, la propia mente cambiaba por completo y el propio cuerpo brillaba, transparente a medias, envuelto en un manto verde.
      Luego la corriente en torno a su mano se hizo más lenta. Cesó el ímpetu del agua; el mundo se llenó de suaves crujidos y chirridos. Se oyó a las olas romper y golpear el costado del bote como si ya hubiera echado el ancla. Todo se acercó mucho. Porque la vela, que James no había perdido de vista un solo momento y que había llegado a convertirse en una persona a la que conocía, se aflojó por completo; se detuvieron, mientras la vela temblaba, esperando la brisa, bajo un sol ardiente, a kilómetros de la orilla y del faro. El mundo entero parecía haberse detenido. El faro se inmovilizó y lo mismo hizo la línea de la distante orilla. El sol calentó más y todo el mundo pareció acercarse mucho y sentir la presencia, casi olvidada, de los demás. El sedal de Macalister se hundió en el mar. Pero el señor Ramsay siguió leyendo con las piernas recogidas bajo el cuerpo.
      Leía un librito reluciente de cubierta moteada, semejante a la cascara de un huevo de chorlito. De cuando en cuando, mientras esperaban en medio de aquella horrible calma chicha, pasaba una página. Y a James le pareció que cada página pasada era un gesto característico, dirigido a él, ya fuera para imponer su autoridad, para darle una orden o con la intención de que la gente se compadeciera de él; y todo el tiempo, mientras su padre leía y, una tras otra, pasaba las páginas de aquel librito, James no cesaba de temer el momento en que alzase la vista y le hablara con brusquedad sobre una cosa u otra. ¿Por qué se habían detenido allí?, le preguntaría, o cualquier otra cosa muy poco razonable. Y si lo hace, pensó James, cogeré un cuchillo y le atravesaré el corazón.
      Nunca había prescindido de aquel antiguo símbolo que consistía en coger un cuchillo y clavárselo a su padre en el corazón. Sólo que ahora, al hacerse mayor, mientras lo miraba fijamente, lleno de rabia impotente, no era a él, al anciano que leía, a quien quería matar, sino a la cosa en que se transformaba, tal vez sin saberlo: aquella feroz y repentina arpía de alas negras, con las garras y el pico fríos y duros, que golpeaba una y otra vez (aún sentía su pico en las pantorrillas, donde le golpeaba cuando era niño) y que luego se marchaba, para dejar su sitio al anciano que, muy triste, leía un libro. Mataría a aquella criatura, le hundiría el puñal en el corazón. Se dedicara a lo que se dedicase en el futuro (y cualquier cosa estaba a su alcance, tuvo la seguridad, mientras contemplaba el faro y la orilla distante), tanto si trabajaba en un negocio como en un banco, tanto si se hacía abogado como si llegaba a director de alguna empresa, lucharía contra aquello —tiranía, despotismo, lo llamaba él— que obligaba a las personas a hacer lo que no querían hacer, privándolas de su derecho a expresarse; lo perseguiría y lo aplastaría. ¿Cómo podía ninguno de ellos responder No quiero, cuando él decía Ven al faro. Haz esto, Tráeme aquello? Las alas negras se desplegaban y el duro pico rasgaba la carne. Y, luego, un instante después, allí estaba otra vez, leyendo su libro; y al levantar la vista —nunca se sabía— podía mostrarse sumamente razonable. Tal vez hablara con los Macalister. Quizá insistiera en depositar un soberano en la mano helada de alguna anciana encontrada en la calle, pensó James; o quizá protestase a gritos contra las bromas de algunos pescadores; tal vez agitara los brazos en el aire, entusiasmado. O quizá permaneciera en la cabecera de la mesa sin decir una sola palabra durante toda la cena. Sí, pensó James, mientras las olas rompían contra el bote, detenido bajo el sol ardiente; había una extensión de nieve y rocas, muy aislada y austera, donde tenía la impresión, con mucha frecuencia últimamente, cuando su padre decía algo que sorprendía a los demás, de que sólo existían las huellas de dos personas: las suyas y las de su padre. Que sólo ellos dos se conocían. ¿Cuál era, por tanto, la razón de aquel terror, de aquel odio? Volviendo entre las muchas hojas que el pasado había plegado en él, escrutando el corazón del bosque donde luz y sombra se entrecruzan tanto que todas las formas se confunden y uno se equivoca, ya sea porque tiene el sol en los ojos, o porque entra en una zona oscura, James buscó una imagen para serenar y separar y rematar sus sentimientos dándoles una forma concreta. Supongamos que, de niño, ocupante indefenso de un cochecito, o sobre las rodillas de un adulto, hubiera visto cómo su vagón aplastaba, ignorante e inocente, el pie de alguien. Supongamos que hubiera visto antes el pie, en la hierba, rosado e intacto; luego la rueda; y el mismo pie, morado, aplastado. Pero la rueda era inocente. De manera que ahora, cuando su padre recorría el pasillo a grandes zancadas, despertándolos con el alba para ir al faro, pasaba sobre su pie, el pie de Cam, el pie de cualquiera. Uno se sentaba y lo veía.
      Pero ¿de quién era el pie en el que pensaba y en qué jardín había sucedido todo aquello? Porque siempre había un marco para escenas como aquella, con árboles, flores, una luz determinada, algunas figuras. Todo tendía a situarse en un jardín libre de aquella melancolía y de aquella tendencia a levantar los brazos al cielo; las personas hablaban en un tono de voz normal. Entraban y salían a todo lo largo del día. Había una anciana chismorreando en la cocina; la brisa levantaba los estores; todo colaba y todo crecía; y sobre todos aquellos platos y cuencos y aquellas flores altas que blandían sus rojos y sus amarillos, se corría, de noche, a modo de hoja de parra, un velo amarillo muy sutil. Por la noche las cosas se inmovilizaban y se oscurecían. Pero el velo, semejante a una hoja, era tan sutil que las luces lo levantaban, las voces lo rizaban; James veía, a través suyo, una forma humana que se agachaba, que escuchaba, que se acercaba para alejarse luego, oía el frufrú de un vestido, el tintineo de una cadena.
      Era en aquel mundo donde la rueda pasaba sobre un pie humano. Algo, recordó, se había detenido encima de él, había proyectado su sombra sobre él, se había negado a marcharse; algo se había esgrimido en el aire, algo estéril y afilado descendía incluso allí, como una espada, una cimitarra, atravesando hojas y flores incluso en aquel mundo feliz, haciéndolas marchitarse y caer.
      «Lloverá», recordó que había dicho su padre. «No podréis ir al faro».
      El faro era entonces una torre plateada, de aspecto brumoso, con un ojo amarillo que se abría de repente, pero con suavidad, al anochecer. Ahora…
      James contempló el faro. Veía las rocas enjalbegadas; la torre, desnuda y recta; veía igualmente que estaba pintada a franjas negras y blancas; veía las ventanas e, incluso, la colada extendida sobre las rocas para que se secara. ¿De manera que aquello era el faro?
      No; también el otro era el faro. Porque nada es sólo una cosa. El otro era también el faro. A veces apenas se alcanzaba a verlo desde el extremo opuesto de la bahía. Por la noche se miraba hacia lo alto y se veía el ojo que se abría y se cerraba y su luz parecía alcanzarlos en aquel jardín soleado y espacioso donde se sentaban.
      Pero se contuvo. Siempre que decía «ellos» o «una persona», y luego empezaba a oír un frufrú que venía, o un tintineo que se alejaba, se sentía extraordinariamente afectado por la presencia de quien quiera que estuviese en la habitación. Ahora se trataba de su padre. La tensión creció. Porque, al cabo de un momento, si no aparecía el viento, su padre cerraría el libro bruscamente y diría: «¿Qué ocurre ahora? ¿Por qué estamos aquí parados, eh?», al igual que, en otra ocasión anterior, desenvainó entre ellos su espada en la terraza y su madre se quedó completamente rígida; y, si hubiera tenido un hacha a mano, un cuchillo, o cualquier cosa con una punta afilada, se habría apoderado de lo que fuera y le hubiese atravesado el corazón. Su madre se quedó completamente rígida y luego, con el brazo relajado, de manera que James se dio cuenta de que ya no le escuchaba, se levantó como pudo, se marchó y lo dejó allí, impotente, ridículo, sentado en el suelo y con unas tijeras en la mano.
      No soplaba ni una brizna de viento. El agua parecía reír suavemente y hacer gárgaras en el fondo del bote, donde tres o cuatro caballas daban coletazos en un charco de agua que no era lo bastante hondo para cubrirlas. En cualquier momento el señor Ramsay (James apenas se atrevía a mirarlo) podía animarse, cerrar el libro y decir algo cortante; pero de momento leía, de manera que James, sigilosamente, como si se estuviera escabullendo escaleras abajo, descalzo, temeroso de despertar a un perro guardián con el crujido de una tabla, siguió pensando en cómo era ella y dónde había ido aquel día. La fue siguiendo de habitación en habitación, hasta que llegaron a un cuarto donde, iluminada por una luz azul, reflejo, al parecer, de muchos platos de porcelana, conversó con alguien; James escuchó lo que decía. Hablaba con una criada, y le dijo, sencillamente, lo primero que se le ocurrió. «Vamos a necesitar una bandeja muy grande esta noche. ¿Dónde está la azul?». Sólo ella decía la verdad; y él sólo se la podía decir a ella. Tal era, quizás, el origen de la permanente atracción que ejercía sobre él; era una persona a la que se podía decir lo primero que a uno se le pasaba por la cabeza. Pero durante todo el tiempo que estuvo pensando en ella notó que su padre seguía su pensamiento, que lo ensombrecía, logrando que se estremeciera y vacilara.
      Finalmente dejó de pensar; siguió sentado al sol con la mano en el timón, mirando el faro, incapaz de moverse, incapaz de quitarse de encima las partículas de dolor que, una tras otra, se acumulaban en su espíritu. Se diría que una cuerda lo retenía allí, una cuerda atada por su padre, de la que sólo podría escapar empuñando un cuchillo y hundiéndolo… Pero en aquel momento la vela giró lentamente, se tensó lentamente, el barquito pareció sacudirse, luego se puso en movimiento todavía medio dormido y por fin se despertó y echó a correr entre las olas. El alivio fue extraordinario. Todos parecieron alejarse de nuevo unos de otros y sentirse a gusto; los sedales se tensaron por encima de la borda. Pero el señor Ramsay no se inmutó. Se limitó a alzar misteriosamente la mano derecha y a dejarla caer sobre la rodilla como si estuviera dirigiendo alguna secreta sinfonía.


9

       [El mar sin una sola mancha, pensó Lily Briscoe, que seguía inmóvil, contemplando la bahía. El mar, extendido como seda sobre la bahía. La distancia poseía una fuerza extraordinaria; tuvo la impresión de que se los había tragado, de que se habían ido para siempre, de que se habían convertido en parte de la naturaleza de las cosas. ¡Era tan intensa la calma, tan grande la tranquilidad! El vapor mismo había desaparecido, pero la gran espiral de humo todavía flotaba en el aire, aunque inclinada como una bandeja en triste despedida.]

10

       De manera que la isla era así, pensó Cam, tocando una vez más las olas con la mano. No la había visto nunca desde el mar. Era así como descansaba sobre el mar, con un entrante en el centro y dos riscos muy abruptos, y el mar se estrechaba allí y luego se extendía sin límite a ambos lados, porque la isla era muy pequeña y recordaba por su forma a una hoja puesta de punta. De manera que cogimos un bote, pensó, comenzando a contarse una historia de aventuras al escapar de un naufragio. Pero con el mar deslizándosele entre los dedos y unos filamentos de algas desapareciendo por debajo, no deseaba concentrar sus energías en contarse una historia; lo que le apetecía era la sensación de aventura y de huida, porque estaba pensando, mientras el barquito navegaba, cómo la indignación de su padre sobre la ubicación de los puntos cardinales, la testarudez de James acerca del pacto y su propia angustia habían quedado atrás, habían desaparecido, se las había llevado el agua. ¿Qué venía a continuación? ¿Qué se disponían a hacer? De su mano, completamente helada, hundida en el mar, brotó un manantial de alegría ante el cambio, la huida, la aventura (alegría por estar viva, por estar allí). Y las gotas que se desprendían de aquel repentino e instintivo manantial de gozo caían sobre las formas oscuras y soñolientas de su mente; formas de un mundo todavía no captado pero que gritaba en la oscuridad, absorbiendo aquí y allá un destello de luz; Grecia, Roma, Constantinopla. Por pequeño que fuera, aquel mundo, que recordaba por su forma una hoja puesta de punta, penetrado por las aguas salpicadas de oro que lo rodeaban, ocupaba, supuso Cam, un lugar en el universo, aunque no fuera más que una islita. Pensó que los ancianos caballeros que frecuentaban el estudio se lo podrían haber dicho. A veces, para sorprenderlos, se perdía deliberadamente al regresar del jardín. Allí estaban (tal vez fueran el señor Carmichael o el señor Bankes, este último muy viejo, muy estirado), sentados uno frente a otro, en sillones muy bajos. Cuando Cam llegaba del jardín sostenían el The Times entre las manos, y sus páginas crujían cuando las agitaban, perplejos por algo que alguien había dicho acerca de Jesucristo; o porque las excavaciones en una calle de Londres habían permitido hallar un mamut; y ¿cómo era en realidad Napoleón Bonaparte? Luego recogían todo aquello con sus manos muy limpias (vestían de gris y olían a brezo) y reunían las migajas, pasaban las hojas del periódico, cruzaban las piernas y decían algo muy breve de cuando en cuando. Casi en trance, Cam sacaba un libro de la estantería y se quedaba allí, viendo escribir a su padre, con una letra muy uniforme, que llegaba muy ordenadamente de un lado a otro de la página, acompañándose con una tosecilla de cuando en cuando, o diciendo algo, también muy breve, al otro anciano caballero sentado frente a él. Y a ella se le ocurría, inmóvil con el libro abierto, la posibilidad de dejar que lo que uno pensaba se expandiera como una hoja en el agua; y si medraba entre los caballeros ancianos, el humo de los cigarrillos y los crujidos del The Times, quería decirse que se estaba en lo cierto. Y, al contemplar a su padre mientras escribía en el estudio, le pareció (sentada ahora en el bote) especialmente encantador y sabio; ni presumido ni tiránico. De hecho, cuando reparaba en la presencia de Cam en el estudio, leyendo un libro, le preguntaba, con toda la amabilidad del mundo, si necesitaba alguna cosa.
      Temiendo equivocarse, examinó a su padre, que leía el librito de cubierta reluciente y con unas motas que recordaban la cascara de los huevos de chorlito. No; estaba en lo cierto. Míralo ahora, quería decirle a James en voz alta. (Pero James tenía los ojos fijos en la vela). Es un bruto, pese a sus sarcasmos, diría James. Siempre hace que se acabe hablando de él y de sus libros, diría James. Es intolerablemente egoísta. Y, lo peor de todo, es un tirano. Pero ¡fíjate!, dijo ella, contemplándolo. Míralo ahora, leyendo su librito con las piernas recogidas bajo el cuerpo; el librito cuyas páginas amarillentas Cam conocía, aunque sin saber lo que estaba escrito en ellas. Era pequeño y muy densa la tipografía; en la solapa, con toda certeza, estaba escrito que había gastado quince francos en la comida; que el vino le había costado tanto; lo que le había dado al camarero; todo cuidadosamente sumado en la parte inferior. Ignoraba en cambio cuál pudiera ser el contenido de aquel libro cuyas esquinas se habían desgastado en el bolsillo de su padre. Ninguno de ellos sabía lo que pensaba. Pero estaba absorto en la lectura, de manera que cuando levantaba la vista, como hizo en aquel momento, no era para ver algo, sino para precisar mejor las ideas. Luego su mente retrocedía rápidamente para hundirse de nuevo en la lectura. Leía, pensó Cam, como si guiara algo, o tuviera que convencer a un numeroso rebaño de ovejas, o como si tuviera que trepar por un camino muy estrecho y empinado; y unas veces avanzaba deprisa y en línea recta, abriéndose camino entre los matorrales, y otras era como si una rama lo golpeara, como si una zarza lo cegara, pero él no se dejaba vencer por una cosa así; seguía adelante, pasando una página tras otra. Y ella siguió contándose una historia de salvamento con motivo de un naufragio, porque estaba segura mientras él siguiera allí; como se sentía segura cuando entraba a hurtadillas en el estudio al volver del jardín y cogía un libro del estante y el anciano caballero, inclinando de repente el periódico, hacía un comentario muy breve sobre la personalidad de Napoleón.
      Miró de nuevo la isla en medio del mar. Pero la forma de hoja había perdido nitidez. La isla era muy pequeña y estaba muy lejos. Ahora el mar era más importante que la orilla. Alrededor de ellos se alzaban y se hundían las olas; un leño descendía por la pendiente de una; sobre la cresta de otra se deslizaba una gaviota. Aquí, más o menos, pensó Cam, metiendo los dedos en el agua, se hundió un barco y, acto seguido, murmuró, como si soñara, medio dormida, perecimos, completamente solos.


11

       Es mucho, por tanto, lo que depende, pensó Lily Briscoe, contemplando el mar, que apenas tenía una mancha, con una suavidad tal que las velas y las nubes parecían engastadas en su azul, es mucho lo que depende, pensó, de la distancia: si las personas están cerca o lejos de nosotros. Porque sus sentimientos se modificaban a medida que, navegando, el señor Ramsay se alejaba más y más por la bahía. Sus sentimientos también parecían alargarse, distenderse; el señor Ramsay daba la impresión de hacerse más y más remoto. Se diría que aquel azul, aquella distancia, se los tragaban, a él y a sus hijos; allí, en cambio, muy cerca, sobre el césped, el señor Carmichael gruñó de repente. Lily se echó a reír. El señor Carmichael recogió el libro que descansaba sobre la hierba. Luego se acomodó de nuevo en la silla resoplando como un monstruo marino. Aquello era algo completamente distinto, porque el señor Carmichael estaba muy cerca. Y de nuevo la calma fue completa. Tienen que haberse levantado ya, supuso, mirando hacia la casa, aunque no se advertía ningún movimiento. Entonces recordó que siempre desaparecían inmediatamente después de cada comida, para dedicarse cada uno a sus ocupaciones. Todo estaba de acuerdo con aquel silencio, con aquel vacío y con la irrealidad de aquella hora tan temprana. Era una manera que tenían las cosas de comportarse a veces, pensó, deteniéndose unos instantes a contemplar las largas ventanas resplandecientes y el penacho de humo azul: se volvían irreales. Por eso, cuando se regresaba de un viaje, o después de una enfermedad, antes de que los hábitos volvieran a abrirse camino hacia la superficie, se sentía esa misma irrealidad, que resultaba tan desconcertante; se intuía la aparición de algo. La vida era más intensa en aquellos momentos. Uno se sentía más cómodo. Por fortuna no era preciso decir, animadamente, cruzando el césped para saludar a la anciana señora Beckwith, que saldría de la casa en busca de un rincón donde sentarse, «¡Muy buenos días, señora Beckwith! ¡Qué mañana tan espléndida! ¿Se atreverá usted a sentarse al sol? Jasper ha escondido las sillas. ¡Permítame que le encuentre una!», ni todas las demás nimiedades de costumbre. No era necesario decir nada. Bastaba con deslizarse, con sacudir las propias velas (había ya bastante movimiento en la bahía, varias embarcaciones iniciaban la navegación) entre las cosas, más allá de las cosas. La vida no estaba vacía, sino llena hasta rebosar. Lily tenía la sensación de estar sumergida hasta la altura de los labios en alguna sustancia, de moverse y de flotar y de hundirse en ella, sí, porque aquellas aguas eran insondablemente profundas. ¡Cuántas vidas se les habían arrojado! Las de los Ramsay; las de sus hijos, y además toda clase de seres abandonados y desamparados. Una lavandera con su cesto; un grajo; un tritoma escarlata; los morados y grises verdosos de las flores: algún sentimiento común que lo mantenía todo unido.
      Quizá había sido un sentimiento semejante de plenitud lo que, diez años antes, casi en el mismo sitio donde estaba hoy, le había hecho creer que estaba enamorada de aquel sitio. El amor tenía mil formas. Podía haber amantes cuyo don fuese escoger distintos elementos de las cosas y colocarlos juntos, para, de esa manera, darles una plenitud de la que carecían en vida, convertir alguna escena, o reunión de personas (lejanas ya y separadas) en una de esas realidades redondas y compactas en las que el pensamiento gusta detenerse y con las que juega el amor.
      Los ojos de Lily descansaron sobre el punto marrón que era el barquito de vela del señor Ramsay. Supuso que llegarían al faro a la hora del almuerzo. Pero el viento soplaba con más fuerza y, como el cielo había cambiado ligeramente, y también el mar, y las embarcaciones habían modificado sus posiciones, la vista, que un momento antes parecía milagrosamente perfecta, resultaba ya poco satisfactoria. El viento había desintegrado la espiral de humo; había algo desagradable en la distribución de los barcos.
      Se diría que aquella falta de proporción perturbaba la armonía mental de Lily, que sintió una oscura congoja, confirmada al volverse hacia el cuadro. Había perdido la mañana. Por la razón que fuera no había logrado el sutil punto de equilibrio, absolutamente necesario, entre dos fuerzas opuestas: el señor Ramsay y el cuadro. ¿Había quizá algún error en el dibujo? ¿Tal vez, se preguntó, la línea de la pared exigía una ruptura, o la masa de los árboles era demasiado densa? Sonrió irónicamente, porque ¿no había creído, al empezar el cuadro, que el problema estaba resuelto?
      ¿Cuál era entonces el problema? Tenía que apresar algo que se le escapaba. Que se le escapaba al pensar en la señora Ramsay; se le escapaba también ahora, cuando pensaba en su cuadro. Le llegaban frases. Le llegaban visiones. Cuadros hermosos. Frases hermosas. Pero lo que ella quería atrapar era el choque nervioso mismo, la cosa misma antes de empezar a transformarla. Atrápala y vuelve a empezar; atrápala y vuelve a empezar, dijo con desesperación, decidida, colocándose de nuevo frente al caballete. El aparato humano para pintar o para sentir era una máquina muy pobre, pensó, una máquina muy ineficaz que siempre se estropeaba en el momento más crítico; había que obligarla heroicamente a proseguir su tarea. Miró fijamente, frunciendo el entrecejo. Estaba el seto, sin duda alguna. Pero no se lograba nada impacientándose. Sólo se conseguía quedar deslumbrado a fuerza de mirar la línea de la pared, o de pensar…, que la señora Ramsay llevaba un sombrero gris. Era asombrosamente hermosa. Hay que dejar que venga, pensó, ya vendrá. Porque hay momentos en los que no era posible ni pensar ni sentir. Y si uno no era capaz ni de pensar, ni de sentir, ¿dónde se encontraba?
      Allí, en la hierba, en el suelo, pensó sentándose y examinando con el pincel un grupito de llantenes. Porque el césped estaba muy descuidado. Allí, sentada sobre el mundo, pensó, porque no lograba quitarse la sensación de que aquella mañana todo sucedía por primera vez, quizá por última vez, de la manera en que un viajero, incluso aunque esté medio dormido, sabe, al mirar por la ventanilla, que tiene que mirar en ese momento, porque de lo contrario nunca verá ya esa ciudad, o ese carro de mulas, o esa mujer que trabaja en el campo. El césped era el mundo; estaban allí juntos, en aquel lugar privilegiado, pensó, mirando al anciano señor Carmichael, que parecía (aunque no habían intercambiado una sola palabra en todo aquel tiempo) compartir sus pensamientos. Y quizá tampoco a él volviera a verlo nunca. Se estaba haciendo muy mayor. Además, recordó, sonriendo al ver la zapatilla que le colgaba del pie, se estaba haciendo famoso. La gente decía que sus poemas eran «bellísimos». Se empezaban a publicar cosas que había escrito cuarenta años antes. Existía ya un famoso poeta llamado Carmichael, sonrió, pensando en las muchas formas que puede adoptar una persona, la imagen de Carmichael que daban los periódicos, aunque allí siguiera siendo el mismo de siempre. Y tenía el mismo aspecto: el pelo más cano, quizá. Sí, tenía el mismo aspecto, pero alguien había dicho, recordó, que al enterarse de la muerte de Andrew Ramsay (muerto en el acto por un obús; habría sido un gran matemático) el señor Carmichael «dejó de interesarse por la vida». ¿Qué significaba aquello?, se preguntó. ¿Acaso había desfilado por Trafalgar Square con un garrote? ¿Pasaba una y otra vez, sin leerlas, las páginas de los libros, a solas en su habitación de St. John’s Wood? Lily no sabía lo que había hecho cuando se enteró de la muerte de Andrew, pero no por ello dejaba de sentir que algo le pasaba. Sólo se saludaban con un murmullo al cruzarse en la escalera; miraban al cielo y comentaban si el tiempo iba a ser bueno o malo. Pero también aquella era una manera de conocer a las personas, pensó: por medio de la silueta, sin descender a los detalles: sentarse en el jardín y contemplar cómo la ladera de una colina desciende, morada, hasta el brezo lejano. Lily conocía de aquella manera al señor Carmichael. Sabía que había experimentado algún cambio. No había leído nunca ninguno de sus versos. Creía saber, sin embargo, que su poesía era lenta y sonora. Madura y suave. Que trataba de desiertos y camellos; de palmeras y atardeceres. Que era extremadamente impersonal, que decía algo sobre la muerte, y muy poco sobre el amor. El señor Carmichael era un hombre reservado. Apenas necesitaba de los demás. ¿No se movía siempre con torpeza cuando pasaba por delante de la ventana del salón con un periódico bajo el brazo, tratando de evitar a la señora Ramsay, que, por alguna razón, no gozaba de sus simpatías? Precisamente por ese motivo la señora Ramsay se esforzaba siempre por detenerlo. El señor Carmichael la saludaba con una inclinación de cabeza. Se detenía a regañadientes y se inclinaba profundamente. La señora Ramsay, molesta porque evitaba su compañía, le preguntaba (Lily oía aún sus palabras) si necesitaba una chaqueta, una manta de viaje, un periódico. No, no necesitaba nada. (Inclinaba la cabeza). Había algo en la señora Ramsay que no le gustaba. Quizá fuese su autoritarismo, lo segura que estaba de sí, un algo prosaico que había en ella. El hecho de que no diera nunca el menor rodeo.
      (Un ruido atrajo su atención hacia la ventana de la sala: el chirrido de un gozne. La brisa jugueteaba con la ventana).
      Sin duda había personas a las que la señora Ramsay resultaba desagradable, pensó Lily. (Sí; se daba cuenta de que el escalón de la sala estaba vacío, pero eso no le afectaba en absoluto. No quería tener allí a la señora Ramsay en aquel momento). Personas que la consideraban demasiado segura de sí, demasiado drástica. Probablemente también su belleza resultaba ofensiva. ¡Qué monótona, diría la gente, y siempre igual! Preferían otro tipo: las morenas y vivarachas. Además era débil con su marido. Le dejaba que hiciera todas aquellas escenas. Y pecaba de reservada. Nadie sabía exactamente qué le había sucedido. Y (volviendo al señor Carmichael y a su antipatía) era imposible imaginarse a la señora Ramsay en el jardín, toda una mañana, pintando o leyendo tumbada. Resultaba impensable. Sin decir una palabra, con una cesta al brazo como único símbolo de su propósito, se marchaba al pueblo, a visitar a los pobres, a charlar con alguien en un minúsculo dormitorio mal ventilado. Fueron muchas las veces que Lily la vio desaparecer en silencio durante algún partido de críquet o de tenis, alguna tertulia, con la cesta al brazo, muy erguida. Y también advirtió su regreso. Pensaba, riendo a medias (la señora Ramsay era tan metódica con las tazas de té), conmovida a medias (su belleza cortaba la respiración), ojos que el dolor obliga a cerrar te han mirado. Has estado allí con ellos.
      Y luego la señora Ramsay se enfadaba porque alguien llegaba tarde, o porque la mantequilla estaba rancia o por un desconchado en la tetera. Y, todo el tiempo, mientras decía que la mantequilla estaba rancia, se pensaba en templos griegos y en cómo la belleza había estado con los pobres. La señora Ramsay nunca hablaba de sus visitas: se marchaba a su hora e iba directamente allí. Lo hacía de manera instintiva, con un instinto como el que lleva al sur a las golondrinas, como el que hace buscar el sol a las alcachofas, que la empujaba infaliblemente hacia la raza humana, haciéndola anidar en su corazón. Y aquel instinto, como todos los demás, resultaba un poco turbador para quienes no lo compartían: para el señor Carmichael, quizá, y, sin duda, para ella. Ambos aceptaban ciertas ideas sobre la ineficacia de la acción y la supremacía del pensamiento. Las salidas de la señora Ramsay eran un reproche, daban un giro inesperado al mundo, de manera que ellos sentían deseos de protestar, al ver cómo desaparecían sus prejuicios y al intentar retenerlos mientras se desvanecían. Charles Tansley conseguía el mismo resultado: era una de las razones de la antipatía que despertaba. Trastornaba las proporciones del propio mundo. Y qué había sido de él, se preguntó, moviendo perezosamente los llantenes con el pincel. Había conseguido un puesto en la universidad. Se había casado y vivía en Golders Creen.
      En una ocasión, durante la guerra, había ido a escucharlo a uno de los colleges. Denunciaba algo; condenaba a alguien. Predicaba el amor fraterno. Y a ella todo lo que se le ocurría era que cómo podía amar a sus hermanos alguien incapaz de distinguir un cuadro de otro; alguien que se colocaba detrás de ella fumando picadura («cinco peniques la onza, señorita Briscoe») y que se consideraba obligado a decirle que las mujeres no sabían ni escribir ni pintar, y no tanto porque realmente lo creyera como debido a que, por alguna extraña razón, deseaba que fuese así. Allí estaba, enteco, enrojecido y ronco, predicando el amor desde una tarima (había hormigas entre los llantenes a las que molestó con el pincel: hormigas rojas y enérgicas, que se parecían bastante a Charles Tansley). Lily lo había contemplado irónicamente desde su sitio en la sala medio vacía, vertiendo amor en aquel espacio frío y, de repente, allí estaba el viejo tonel, o lo que quiera que fuese, subiendo y bajando entre las olas y la señora Ramsay buscando el estuche de las gafas entre los guijarros. «¡Vaya! ¡Qué fastidio! Perdidas otra vez. No se moleste, señor Tansley. Pierdo miles todos los veranos», con lo cual Charles apretaba la barbilla contra el cuello de la camisa, como temeroso de tener que aprobar semejante exageración, aunque fuese capaz de soportarla por tratarse de ella, que le caía bien y que le sonreía de manera tan encantadora. Debía de haberle hecho confidencias durante alguna de aquellas largas excursiones en las que los participantes se separaban y regresaban en grupos muy pequeños. Charles se había hecho cargo de la educación de su hermana pequeña, le había dicho a Lily la señora Ramsay. Era un gesto magnífico. Su idea de él, Lily se daba cuenta perfectamente, mientras agitaba los llantenes con el pincel, era grotesca. La mitad de las ideas sobre los demás eran, a decir verdad, grotescas, y servían a los fines particulares de cada uno. A ella Charles Tansley le servía de chivo expiatorio. Se descubría flagelándole los flacos costillares cuando estaba de mal humor. Si quería tomárselo en serio tenía que echar mano a las máximas de la señora Ramsay, tenía que verlo a través de sus ojos.
      Levantó una montañita para que las hormigas tuvieran que trepar por ella, provocándoles un frenesí de indecisión mediante aquella interferencia en su cosmogonía. Algunas corrían en esta dirección, otras, en aquella.
      Se necesitaban cincuenta pares de ojos para ver, reflexionó. Cincuenta pares de ojos no bastaban para llegar a conocer a aquella mujer, pensó. Y entre ellos tenía que haber un par insensible a la belleza. Se necesitaba más que nada un sentido secreto, sutil como el aire, que se introdujera por el ojo de las cerraduras y la rodeara mientras ella tejía, hablaba o permanecía en silencio, a solas, sentada en el hueco de la ventana; un sentido que recogiera y atesorase, como el aire que retiene el humo de un vapor, sus pensamientos, ensueños, deseos. ¿Qué significaba para ella el seto, qué significaba el jardín, qué, las olas al romperse? (Lily alzó los ojos como se lo había visto hacer a la señora Ramsay; también oyó cómo una ola caía sobre la playa). Y, luego, lo que se agitaba y temblaba en su cabeza cuando, jugando al críquet, sus hijos exclamaban «¿Qué tal ha estado eso? ¿Qué te ha parecido?». Por un momento dejaba de hacer punto. Miraba con gran interés. Luego regresaba una vez más a sus ensueños hasta que, de repente, al detenerse bruscamente el señor Ramsay en su paseo y acercarse para mirarla desde lo alto, una curiosa sacudida la recorría de pies y cabeza, meciéndola contra su pecho en profunda agitación. Lily veía perfectamente al señor Ramsay, que extendía la mano y la hacía levantarse de la silla. Parecía, sin embargo, como si ya lo hubiera hecho antes; como si ya se hubiera inclinado otra vez de la misma manera y la hubiera ayudado a levantarse en alguna embarcación, que, detenida a pocos centímetros de la orilla de alguna isla, había exigido que los caballeros ayudaran a las damas a saltar a tierra. Era una escena a la antigua usanza, que exigía, casi inevitablemente, miriñaques y pantalones tubo con trabillas. Al dejarse ayudar por él, la señora Ramsay pensó (suponía Lily) que había llegado el momento. Sí, se casaría con él. Y descendió despacio, calmosamente, hasta la orilla. Probablemente no dijo más que una palabra, permitiendo que su mano descansara en la del señor Ramsay. Me casaré contigo, dijo tal vez, su mano sobre la de él; pero nada más. Una y otra vez habían compartido el mismo estremecimiento…, era evidente que había sido así, pensó Lily, facilitando el paso a sus hormigas. No inventaba; sólo estaba tratando de desplegar algo que, años atrás, le habían dado doblado; algo que había visto. Porque en la agitación de la vida cotidiana, con todos aquellos hijos, todos aquellos huéspedes, se tenía constantemente una sensación de repetición, de una cosa cayendo donde ya había caído otra y produciendo por ello un eco que resonaba en el aire y lo llenaba de vibraciones.
      Pero sería una equivocación, pensó, al recordar cómo se alejaban juntos, ella con su chal verde, él con la corbata flotando, cogidos del brazo, más allá del invernadero, simplificar su relación. No era la suya una felicidad monótona: ella con sus impulsos y su viveza; él con sus escalofríos y melancolías. Nada de eso. Muy de mañana se escuchaban portazos en el dormitorio. El señor Ramsay tiraba a veces los platos por la ventanas. Luego se extendía por toda la casa un ambiente de puertas que se cerraban de golpe y de persianas ondeantes, como si soplara un viento borrascoso y todo el mundo corriera de aquí para allá tratando, precipitadamente, de cerrar escotillas y de ponerlo todo en orden. Lily se había encontrado con Paul Rayley en las escaleras un día así. Habían reído y reído, como si fueran niños, porque el señor Ramsay, al encontrarse durante el desayuno una tijereta en la leche, lo había tirado todo a la terraza. «Una tijereta», murmuró Prue, consternada, «en la leche». Otras personas se encontraban ciempiés. Pero el señor Ramsay había alzado a su alrededor una barrera tal de santidad y ocupaba su lugar en el espacio con un porte tan majestuoso que, en su caso, una tijereta en la leche era una auténtica monstruosidad.
      Pero los platos que volaban por los aires y los portazos fatigaban a la señora Ramsay, la acobardaban un poco. Y se producían entre marido y mujer largos silencios tensos cuando, sumida en un estado de ánimo que irritaba a Lily, la señora Ramsay, mitad quejosa, mitad resentida, parecía incapaz de soportar con calma la tempestad, o reírse como ellos se reían, aunque quizá su cansancio ocultara otra cosa. El hecho era que permanecía silenciosa, absorta en sus pensamientos. Al cabo de un rato, el señor Ramsay, disimuladamente, se hacía el encontradizo: rondaba bajo la ventana donde su mujer escribía cartas o charlaba, aunque ella tenía buen cuidado de estar ocupada cuando él pasaba, y evitarlo, y fingir que no lo veía. Luego el señor Ramsay se ponía tan suave como un guante, afable, cortés, y trataba de ganársela de aquel modo. Pero ella seguía resistiéndose y sacaba a relucir, durante un breve intervalo, el orgullo y el aire de superioridad debidos a su belleza, pero de los que, por regla general, prescindía por completo; giraba la cabeza; miraba de cierta manera por encima del hombro, siempre con Minta, Paul o William Bankes a su lado. Finalmente, desde fuera del grupo, reproduciendo la figura misma del perro lobo hambriento (Lily se puso en pie, abandonando el césped, para contemplar los escalones, la ventana, donde lo había visto), el señor Ramsay pronunciaba su nombre, tan sólo una vez, exactamente como si se tratara de un lobo aullando en la nieve, pero ella seguía sin rendirse; entonces él lo repetía una segunda vez, y en esa ocasión algo en el tono de su voz la conmovía, y se dirigía hacia él, dejando bruscamente a los demás; y los dos se alejaban entre los perales, las coles y los macizos de frambuesos. Juntos resolvían sus diferencias. Pero ¿con qué actitudes y con qué palabras? Era tal la dignidad de aquella relación que, alejándose, Paul, Minta y la misma Lily ocultaban su curiosidad y su malestar y empezaban a recoger flores, a arrojar pelotas, a parlotear, hasta que llegaba la hora de la cena; y allí estaban los dos, él en un extremo de la mesa y ella en el otro, como de costumbre.
      «¿Por qué no se dedica alguno de vosotros a la botánica?… Con todas esas piernas y todos esos brazos, ¿por qué uno de vosotros…?». Hablaban como de costumbre, riendo, entre sus hijos. Todo era como de ordinario, con la única excepción de algún temblor, como de una espada en el aire, que iba y venía entre los dos como si el espectáculo habitual de sus hijos sentados delante de los platos de sopa hubiera adquirido para ellos una nueva frescura después de la hora pasada entre las peras y las coles. La señora Ramsay, pensó Lily, miraba de manera especial a Prue, sentada en el centro, entre sus hermanos y hermanas, tan pendiente siempre, daba la impresión, de que todo saliera bien, que apenas hablaba. ¡Qué culpable debía de haberse sentido Prue por aquella tijereta en la leche de su padre! ¡Cómo había palidecido cuando el señor Ramsay tiró el plato por la ventana! ¡Cómo se marchitaba durante aquellos largos silencios entre sus padres! De todos modos, ahora parecía que la señora Ramsay la estaba desagraviando, asegurándole que todo iba bien y prometiéndole que muy pronto podría disfrutar personalmente de aquella misma felicidad. Al final disfrutó de ella menos de un año.
      Había dejado que se le cayeran las flores de la cesta, pensó Lily, entornando los ojos y retrocediendo como para estudiar el cuadro —aunque no lo estaba tocando—, con todas sus facultades en trance, congeladas en la superficie, pero moviéndose por debajo con extraordinaria rapidez.
      Dejó que las flores se le cayeran de la cesta, las desparramó, las arrojó sobre la hierba y, a regañadientes y llena de dudas, pero sin protestar ni quejarse —¿acaso no practicaba a la perfección la virtud de la obediencia?—, también ella se fue. Campos abajo, a través de valles, blanca, cubierta de flores: así era como lo hubiera pintado. Las colinas eran austeras. Un paisaje rocoso, escarpado. Debajo, el fragor de las olas sobre las piedras. Los tres se habían ido juntos, con la señora Ramsay delante, caminando a buen paso, como si esperase encontrarse con alguien al volver la esquina.
      Lily advirtió un repentino blancor en la ventana que estaba mirando, provocado por un tejido ligero tras los cristales. Alguien había entrado por fin en la sala; alguien se había sentado en la silla. Pidió, por el amor del cielo, que se estuvieran quietos allí dentro y no salieran a trompicones para hablar con ella. Afortunadamente, quienquiera que fuese, aún seguía dentro y, por suerte, se había colocado de manera que arrojaba una curiosa sombra triangular sobre el escalón, lo que alteraba ligeramente la composición del cuadro. Interesante. Podía ser útil. Volvía la inspiración. Hay que seguir mirando sin perder por un segundo la intensidad de la emoción, decididos a no hastiarse, a no dejarse engañar. Hay que retener la escena en el torno —así—, y no permitir que nada venga a estropearla. Mientras mojaba el pincel con aplicación, Lily pensaba en que era necesario estar a la altura de las experiencias ordinarias, sentir, sencillamente, que una silla es una silla, que una mesa es una mesa y que, al mismo tiempo, son un milagro, un éxtasis. Quizá se pudiera resolver el problema después de todo. Ah. ¿Qué era aquello? Una ola de blancor había cubierto el cristal de la ventana. El aire debía de haber agitado algún volante en la habitación. El corazón le dio un vuelco en el pecho, sobrecogiéndola y torturándola.
      —¡Señora Ramsay, señora Ramsay! —exclamó, sintiendo volver el antiguo horror: desear y desear y no tener. ¿Aún era capaz de infligirlo? Y luego, tranquilamente, como si la hubiera dominado, también aquella emoción pasó a ser parte de la experiencia ordinaria, se situó al nivel de la silla y de la mesa. La señora Ramsay —como una manifestación más de su perfecta bondad con Lily— se sentó tranquilamente en la silla, moviendo las agujas en rítmico vaivén, tejiendo la media de color marrón rojizo y arrojando su sombra sobre el escalón. Allí estaba de nuevo.
      Y como si tuviera algo que necesitase compartir, aunque, por otra parte, tampoco pudiera abandonar el caballete, porque tenía la mente completamente llena con lo que estaba pensando, con lo que estaba viendo, Lily, el pincel en la mano, dejó atrás al señor Carmichael y llegó al límite del césped. ¿Dónde estaba el barquito? ¿Dónde estaba el señor Ramsay? Lo necesitaba.


12

       El señor Ramsay estaba concluyendo su lectura. Dispuesta a pasar velozmente la página, una mano se cernía sobre el libro. Con la cabeza descubierta y el viento revolviéndole el cabello, el señor Ramsay parecía muy viejo y extraordinariamente a merced de los elementos. Parecía, pensó James —que unas veces dirigía el bote hacia el faro y otras hacia el mar abierto—, una piedra muy gastada descansando sobre la arena, como si, de pronto, encarnara la idea que siempre había estado presente en la mente de los dos; como si diese forma a la soledad que era, para uno y otro, la verdad más profunda.
      Leía muy deprisa, como impaciente para acabar. De hecho estaban ya muy cerca del faro, que se alzaba ante ellos, solitario y erguido, deslumbrante de blancor y negrura, mientras las olas se quebraban en fragmentos blancos, como cristal estallado sobre las rocas. También se distinguían claramente las ventanas; una mancha blanca en una de ellas y una matita verde sobre la roca. Del interior del faro salió un hombre que, después de mirar en su dirección con un catalejo, volvió a desaparecer en el interior de la torre. De manera que el faro contemplado a través de la bahía durante todos aquellos años era una simple torre sobre una roca, pensó James, sintiéndose satisfecho, porque aquello confirmaba alguna oscura premonición sobre su propia forma de ser. Las viejas damas, pensó, acordándose del jardín en la casa encima de la playa, estarían arrastrando las sillas sobre el césped. La anciana señora Beckwith, por ejemplo, siempre estaba diciendo que todo era muy bonito y muy agradable y que deberían estar muy orgullosos y ser muy felices, pero, de hecho, pensó James, contemplando el faro erguido sobre su roca, las cosas eran así en realidad. Miró a su padre, leyendo con ansia, las piernas recogidas bajo el cuerpo. Los dos lo sabían. «Una galerna nos viene pisando los talones: acabaremos por hundirnos», empezó a decirse, casi en voz alta, exactamente como hacía su padre.
      Se diría que llevaban siglos sin hablar. Cam, cansada de contemplar el mar, veía cómo dejaban atrás trocitos flotantes de corcho negro. En el fondo del bote habían muerto los peces. Su padre seguía leyendo y James lo miraba y también ella lo miraba, y los dos prometieron de nuevo luchar contra la tiranía hasta la muerte, pero su padre seguía leyendo, ignorante por completo de lo que pensaban sus hijos. Era así como se escapaba, pensó Cam. Sí, con su amplia frente y su nariz majestuosa, sosteniendo con firmeza el librito de cubierta moteada, se escapaba. Se podía intentar atraparlo, pero, al igual que un pájaro, extendía las alas y flotaba hasta situarse donde ya no era posible alcanzarlo, en algún tocón abandonado. Contempló la inmensidad del mar. La isla se había empequeñecido tanto que ya casi había dejado de tener forma de hoja. Daba la sensación de ser la parte alta de una roca que alguna ola de grandes dimensiones terminaría por cubrir. Y, sin embargo, dentro de su fragilidad se encontraban todos aquellos senderos, terrazas, dormitorios; todas aquellas cosas innumerables. Pero, al igual que antes de hundirnos en el sueño la realidad se simplifica, de manera que, entre una multitud de detalles, sólo uno tiene capacidad para imponerse, del mismo modo, le pareció, mirando, soñolienta, hacia la isla, todos aquellos senderos y terrazas y dormitorios se desvanecían y desaparecían, y no quedaba más que un pálido incensario azul balanceándose rítmicamente en el interior de su mente. Era un jardín colgante; era un valle lleno de pájaros y de flores y de antílopes… Se estaba durmiendo.
      —Vamos —dijo el señor Ramsay, cerrando el libro de repente.
      ¿Ir? ¿Adónde? ¿A qué aventura extraordinaria? Cam despertó sobresaltada. ¿Desembarcar dónde, trepar a dónde? ¿A dónde los llevaba? Porque después de su inmenso silencio, las palabras de su padre los sobresaltaron. Pero era absurdo. Tenía hambre, dijo. Era hora de almorzar. Además, mirad, dijo. Ahí está el faro. «Casi hemos llegado».
      —Lo está haciendo muy bien —afirmó Macalister, elogiando a James—. Mantiene muy bien el rumbo.
      Su padre, en cambio, pensó James torvamente, nunca reconocía sus méritos.
      El señor Ramsay abrió el paquete y repartió los sándwiches. Ahora era feliz, compartiendo el pan y el queso con aquellos marineros. Le hubiera gustado vivir en una casita y haraganear por el puerto, lanzando escupitajos de cuando en cuando como los otros ancianos, pensó James, viéndolo dividir el queso en finas láminas amarillas con su cortaplumas.
      Magnífico, es así como tiene que ser, siguió diciéndose Cam mientras pelaba su huevo duro. Sentía lo mismo que en el estudio cuando los ancianos amigos de su padre leían The Times. Ya puedo pensar lo que me apetezca: no me caeré por un precipicio ni me ahogaré; porque ahí está él, pensó, que no me pierde de vista.
      Por otra parte navegaban tan deprisa junto a las rocas que resultaba muy emocionante; era como si hicieran dos cosas al mismo tiempo: almorzar al sol y, además, dirigirse, en medio de una gran tempestad, a un sitio seguro después de un naufragio. ¿Tendrían agua suficiente? ¿Se les acabarían las provisiones?, se preguntó, contándose una historia, pero sabiendo al mismo tiempo que la verdad era otra.
      Ellos desaparecerían muy pronto, le decía el señor Ramsay al viejo Macalister; pero sus hijos alcanzarían a ver algunas cosas bien extrañas. Macalister dijo que había cumplido los setenta y cinco en marzo; el señor Ramsay tenía setenta y uno. Macalister explicó que no había ido nunca al médico y que conservaba todos los dientes. Y así es como me gustaría que vivieran mis hijos: Cam tuvo la seguridad de que era eso lo que su padre estaba pensando, porque no le dejó que tirase un sándwich al mar y le dijo, como si estuviera pensando en los pescadores y en cómo viven, que lo guardara si no lo quería, pero que no lo desperdiciara. Lo dijo con una entonación tal de sabiduría, como si estuviera perfectamente informado de todo lo que sucedía en el mundo, que Cam guardó inmediatamente el sándwich, y entonces él le cedió una nuez de su trozo de bollo, de la misma manera que un noble caballero español, pensó Cam, podría haber ofrecido una flor a una dama a través de la reja (tan corteses fueron sus modales). Porque, si bien el señor Ramsay iba un tanto raído y era una persona sencilla que comía pan y queso, se trataba, de todos modos, del capitán de una gran expedición en la que, por lo que a ella se le alcanzaba, todos perecerían.
      —Ahí es donde se hundió —dijo de repente el chico de Macalister.
      —Tres hombres se ahogaron donde estamos ahora —explicó el anciano. Él mismo los había visto agarrados al mástil. James y Cam temieron, mientras el señor Ramsay examinaba aquel lugar, que explotara de pronto con:

             Pero yo, bajo un mar más encrespado,

y, si lo hacía, no podrían soportarlo; gritarían con todas sus fuerzas; no aguantarían otro estallido de la pasión que hervía en él; para sorpresa suya, sin embargo, se limitó a decir «Ah», como si hubiera pensado «¿A qué viene hacer tantas alharacas?». Como es lógico, había gente que se ahogaba en las tempestades, pero era un asunto que nada tenía de extraordinario y en el fondo del mar (los roció a todos con las migas que habían quedado en el envoltorio del sándwich) no había más que agua, si bien se mira. A continuación encendió la pipa, sacó el reloj y lo estuvo examinando atentamente, tal vez hizo algún cálculo matemático. Finalmente, exclamó, con tono triunfal:
      —¡Muy bien! —James había guiado el barquito como un verdadero marino.
      ¡Vaya!, pensó Cam, dirigiéndose en silencio a James. Por fin lo has conseguido. Porque sabía que aquello era lo que James había estado deseando, y también que ahora que ya lo tenía estaba tan satisfecho que no quería mirarlos ni a ella, ni a su padre, ni a nadie. Allí estaba, con la mano en el timón, completamente rígido, con aspecto más bien malhumorado y el ceño levemente fruncido. Se sentía tan feliz que no iba a permitir que nadie le arrebatara ni un ápice de felicidad. Su padre lo había elogiado. Los demás tenían que creer en su completa indiferencia. Pero ya lo has conseguido, pensó Cam.
      Habían cambiado de bordada y navegaban velozmente muy seguros, junto al arrecife, sobre largas olas basculantes que, rítmicas y alegres, se pasaban el bote de una a otra. A la izquierda se distinguía una hilera de rocas pardas a través de un agua que se adelgazaba y se volvía más verde, hasta llegar a una roca más alta, donde una ola se rompía continuamente y lanzaba hacia lo alto una columnita de gotas que luego caían en forma de lluvia. Se oía el golpe del agua y el repiqueteo de las gotas al caer y una especie de ruido ahogado y silbante de las olas que giraban y brincaban y golpeaban las rocas como si fueran criaturas salvajes que disfrutaran de una libertad total y se sacudieran y dieran volteretas y jugaran así eternamente.
      En el faro se distinguía ya a dos hombres que observaban sus movimientos y se preparaban para recibirlos.
      El señor Ramsay se abrochó la chaqueta y se remangó los pantalones. Cogió el paquete más grande, mal hecho, envuelto en papel de estraza, que Nancy había preparado, y se sentó, colocándoselo sobre las rodillas. Preparado ya para desembarcar, se volvió de espaldas a la dirección de la marcha para contemplar la isla. Quizá su mirada penetrante le permitiera ver claramente, a pesar de su pequeñez, la forma de hoja erguida sobre su extremo en una bandeja de oro. ¿Qué veía en realidad?, se preguntó Cam. Para ella todo resultaba muy borroso. ¿En qué estaría pensando?, se preguntó. ¿Qué era lo que buscaba, con tanta fijeza, con tanta intensidad, tan en silencio? Los dos lo contemplaron, con la cabeza descubierta y el paquete en las rodillas, mirando y mirando fijamente la frágil forma azul que parecía el vapor de algo que se hubiera quemado. ¿Qué es lo que quieres?, deseaban preguntarle ambos. Los dos querían decirle «Pídenos algo y te lo daremos». Pero no les pidió nada. Siguió mirando la isla y tal vez pensaba Perecimos completamente solos o, quizás, Lo he conseguido, Lo he encontrado, pero no dijo nada.
      Luego se puso el sombrero.
      —Recoged esos paquetes —dijo, señalando con la cabeza las cosas que Nancy había preparado para llevar al faro—. Los paquetes para los fareros —dijo. Se puso en pie y se situó en la proa, muy erguido y de aventajada estatura, exactamente, pensó James, como si estuviera diciendo «No hay Dios», mientras Cam, por su parte, pensó: Como si fuera a lanzarse al espacio; y los dos se pusieron en pie para seguirlo cuando saltó, con la ligereza de un joven, el paquete en la mano, sobre la roca.


13

       —Debe de haber llegado —dijo Lily Briscoe en voz alta, sintiéndose repentinamente exhausta. Porque el faro se había vuelto casi invisible, se había disuelto en una neblina azul, y el esfuerzo de mirarlo y el de imaginarse al señor Ramsay desembarcando allí, aunque parecían uno y el mismo esfuerzo, le habían exigido un máximo de tensión corporal y anímica. Sí; pero se sentía aliviada. Había terminado por dar al señor Ramsay lo que fuera que había querido darle cuando se separó de ella por la mañana.
      »Ha desembarcado —dijo en voz alta—. Se acabó. —Entonces, levantándose, resoplando ligeramente, el anciano señor Carmichael se colocó a su lado, con el aspecto de un viejo dios pagano, desgreñado, con algas en el pelo y el tridente (era sólo una novela francesa) en la mano. Se colocó a su lado en el límite del césped, agitando un poco todo su corpachón, y dijo, protegiéndose los ojos con la mano: «Habrán desembarcado ya», y Lily comprobó que no estaba equivocada. No había sido necesario que hablaran. Habían estado pensando las mismas cosas y él le había contestado sin que ella le preguntase nada. El señor Carmichael se quedó allí, abarcando con los brazos abiertos todas las debilidades y los sufrimientos de la humanidad; le pareció que estaba examinando con tolerancia, compasivamente, su destino último. Y ahora lo ha rematado con gran esplendor, pensó, cuando sus manos descendieron lentamente, como si le hubiera visto dejar caer, desde su gran altura, una guirnalda de violetas y asfódelos que, aleteando lentamente, terminaba por posarse en el suelo.
      Rápidamente, como si algo la hubiese llamado, se volvió hacia su lienzo. Allí estaba: su cuadro. Sí, con todos los verdes y azules, con las líneas que subían y que lo cruzaban, intentando lograr algo. Lo colgarían en el ático, pensó; se desharían de él. Pero ¿qué importancia tenía?, se preguntó, tomando de nuevo el pincel. Miró los escalones: estaban vacíos; miró su lienzo: resultaba borroso. Con repentina intensidad, como si lo viera con toda claridad por espacio de un segundo, trazó una línea en el centro. Estaba hecho, acabado. Sí, pensó, abandonando el pincel, presa de la fatiga, he tenido mi visión.


N. del T.:

[*] Este verso pertenece al poema narrativo “The Charge of the Light Brigade” (“La carga de la brigada ligera”), 1854, de Alfred (Lord) Tennyson acerca de la carga de la brigada ligera en la batalla de Balaclava durante la Guerra de Crimea.

[1] También de La carga…

[2] Se trata del primer verso del poema The Invitation de Percy B. Shelley (1792-1822).

[3] Estos versos y los que siguen pertenecen al poema Luriana Lurilee, de Charles Elton (1839-1900), poeta poco conocido, o acaso aficionado, relacionado con Lytton Sttachey por razones de matrimonio, lo que explica que Virginia Woolf lo conociera y citase.

[4] El señor Ramsay lee El anticuario (1816).

[5] Primer verso del poema Siren’s Song [Canto de sirena], de William Browne (ca. 1590-ca. 1645).

[6] Este verso y los que siguen son del Soneto XCVIII de William Shakespeare, traducción de José Méndez Herrera, Selecciones de poesía universal, Plaza & Janes, 1976.

[7] El señor Ramsay recita un verso del poema The Castaway [El náufrago] (1799), de William Cowper (1731-1800).

[8] Son los últimos versos de The Castaway, ya citado anteriormente.



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