Virginia Woolf
(1882-1941)


Orlando (1928)
(Orlando: A Biography)


A V. Sackville-West

Prólogo

      Muchos amigos me han ayudado a escribir este libro. Algunos han muerto y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos, aunque nadie puede leer o escribir sin estar en perpetua deuda con Defoe, Sir Thomas Browne, Sterne, Sir Walter Scott, Lord Macaulay, Emily Brontë, De Quincey y Walter Pater para no mencionar sino a los primeros que se me ocurren. Otros, quizás igualmente ilustres, viven aún y el hecho mismo los hace menos formidables.
       Estoy agradecida especialmente a Mr. C. P. Sanger, cuya versación en la ley de inmuebles me ha permitido realizar este libro. La vasta y peculiar erudición de Mr. Sydney Turner me ha evitado, lo espero, algunos lamentables errores. He tenido la ventaja -sólo yo puedo apreciar su valor- del conocimiento del chino de Mr. Waley. Madame Lopokova (Mrs. J. M. Keynes) ha estado siempre lista a corregir mi ruso. A la imaginación e incomparable simpatía de Mr. Roger Dry debo cuanto sé del arte pictórico. Espero haber aprovechado en otro terreno la crítica singularmente penetrante, aunque severa, de mi sobrino Mr. Julian Bell. Las investigaciones infatigables de Miss M. K. Snowdon en los archivos de Harrogatey de Cheltenham no fueron menos arduas por haber resultado del todo inútiles. Otros amigos me auxiliaron en modos demasiado diversos para ser especificados aquí. Básteme nombrar a Mr. Angus Davidson; a Mrs. Cartwright; a Miss Janet Case, a Lord Berners (cuyo conocimiento de la música isabelina me ha resultado inapreciable); a Mr. Francis Birrell; a mi hermano, el Dr. Adrian Stephen; a Mr. F. L. Lucas; a Mr. y Mrs. Desmond Maccarthy; al más alentador de los críticos, mi cuñado, Mr. Clive Bell; a Mr. H. G. Rylands; a Lady Colefax; a Miss Nellie Boxall; a Mr. J. M. Keynes; a Mr. Hugh Walpole; a Miss Violet Dickinson; al Honorable Edward Sackville-West; a Mr. y Mrs. St. John Hutchinson; a Mr. Duncan Grant; a Mr. y Mrs. Stephen Tomlin; a Mr. y Lady Ottoline Morrell; a mi madre política Mrs. Sidney Woolf; a Mr. Osbert Sitwell; a Madame Jacques Raverat; al Coronel Cory Bell; a Miss Valerie Taylor; a Mr. J. T. Sheppard; a Mr. y Mrs. T. S. Eliot; a Miss Sands; a Miss Nan Hudson; a mi sobrino Mr. Quentin Bell (apreciado y antiguo colaborador en materia novelística); a Mr. Raymond Mortimer; a Lady Gerald Wellesley; a Mr. Lytton Strachey; a la Vizcondesa Cecil; a Miss Hope Mirrlees; a Mr. E. M. Forster; al Honorable Harold Nicolson; y a mi hermana, Vanessa Bell -pero la lista se alarga demasiado y ya es demasiado ilustre. Me trae recuerdos de lo más agradables, pero despertará en el lector una expectativa que el libro sólo puede frustar. Concluiré, pues, agradeciendo a los empleados del Museo Británico y del Archivo su habitual cortesía: a mi sobrina Miss Angelica Bell un favor que sólo ella pudo prestarme; y a mi marido, la invariable paciencia que ha puesto en ayudar mis pesquisas y la profunda erudición histórica a la que deben estas páginas la poca o mucha precisión que poseen. Finalmente agradecería, pero he perdido su dirección y su nombre, a un caballero norteamericano, que generosa y gratuitamente ha corregido la puntuación de mis anteriores publicaciones y que, lo espero, no escatimará su celo esta vez.


Uno

       Él —porque no cabía duda sobre su sexo, aunque la moda de la época contribuyera a disfrazarlo— estaba acometiendo la cabeza de un moro que pendía de las vigas. La cabeza era del color de una vieja pelota de football, y más o menos de la misma forma, salvo por las mejillas hundidas y una hebra o dos de pelo seco y ordinario, como el pelo de un coco. El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había cercenado de los hombros de un vasto infiel que de golpe surgió bajo la luna en los campos bárbaros de África; y ahora se hamacaba suave y perpetuamente en la brisa que soplaba incesante por las buhardillas de la gigantesca morada del caballero que la tronchó.
       Los padres de Orlando habían cabalgado por campos de asfódelos, y campos de piedra, y campos regados por extraños ríos, y habían cercenado de muchos hombros, muchas cabezas de muchos colores, y las habían traído para colgarlas de las vigas.
       Orlando haría lo mismo, se lo juraba. Pero como sólo tenía dieciséis años, y era demasiado joven para cabalgar por tierras de Francia o por tierras de África, solía escaparse de su madre y de los pavos reales en el jardín, y subir hasta su buhardilla para hender, y arremeter y cortar el aire con su acero.
       A veces cortaba la cuerda y la cabeza rebotaba en el suelo y tenía que colgarla de nuevo, atándola con cierta hidalguía casi fuera de su alcance, de suerte que su enemigo le hacía muecas triunfales a través de labios contraídos, negros. La cabeza oscilaba de un lado a otro, porque la casa en cuya cumbre vivía era tan vasta que el viento mismo parecía atrapado ahí, soplando por acá, soplando por allá, invierno y verano. La verde tapicería de Arrás con sus cazadores se agitaba perpetuamente. Sus abuelos habían sido nobles desde que empezaron a ser. Habían salido de las nieblas boreales con coronas en las cabezas. Las barras de oscuridad en el cuarto y los charcos amarillos que ajedrezaban el piso, ¿no eran acaso obra del sol que atravesaba el vitral de un vasto escudo de armas en la ventana? Orlando estaba ahora en el centro del cuerpo amarillo de un leopardo heráldico. Al poner la mano en el antepecho de la ventana para abrirla, aquélla se volvió inmediatamente roja, azul y amarilla como un ala de mariposa. Así, los que gustan de los símbolos y tienen habilidad para descifrarlos, podrían observar que aunque las hermosas piernas, el gallardo cuerpo y los hombros bien hechos estaban decorados todos ellos con diversos tintes de luz heráldica, la cara de Orlando, al abrir la ventana, sólo estaba alumbrada por el sol. Imposible encontrar cara más sombría y más cándida. ¡Dichosa la madre que pare, más dichoso aun el biógrafo que registra la vida de tal hombre! Ni ella tendrá que mortificarse, ni él que invocar el socorro de poetas o novelistas. Irá de gesta en gesta, de gloria en gloria, de cargo en cargo, siempre seguido de su escriba, hasta alcanzar aquel asiento que representa la cumbre de su deseo. Orlando, a primera vista, parecía predestinado a una carrera semejante. El rojo de sus mejillas era aterciopelado como un durazno; el vello sobre el labio era apenas un poco más tupido que el vello sobre las mejillas. Los labios eran cortos y ligeramente replegados sobre dientes de una exquisita blancura de almendra. Nada molestaba el vuelo breve y tenso de la sagitaria nariz; el cabello era oscuro, las orejas pequeñas y bien pegadas a la cabeza. Pero, ¡ay de mí!, estos catálogos de la hermosura juvenil no pueden acabar sin mencionar la frente y los ojos. ¡Ay de mí!, pocas personas nacen desprovistas de esos tres atributos, pues en cuanto miramos a Orlando parado en la ventana, debemos admitir que tenía ojos como violetas empapadas, tan grandes que el agua parecía haber desbordado de ellos ensanchándolos, y una frente como la curva de una cúpula de mármol apretada entre los dos medallones lisos que eran sus sienes. En cuanto echamos una ojeada a la frente y los ojos, nos extraviamos en metáforas. En cuanto echamos una ojeada a la frente y a los ojos, tenemos que admitir mil cosas desagradables de esas que procura eludir todo biógrafo competente. Lo inquietaban los espectáculos como el de su madre, una dama hermosísima de verde, que salía a dar de comer a los pavos reales con Twitchett, su doncella, a la zaga; lo exaltaban los espectáculos —los pájaros y los árboles; y lo hacían enamorarse de la muerte—, el cielo de la tarde, las cornejas que vuelven; y así subiendo la escalera espiral hasta su cerebro —que era espacioso— todos estos espectáculos y también los ruidos del jardín, el martillo que golpea, la madera hachada, empezó ese tumulto y confusión de las emociones y las pasiones que todo biógrafo competente aborrece. Pero prosigamos: Orlando lentamente encogió el cuello, se sentó a la mesa, y con el aire semiconsciente de quien está haciendo lo que hace todos los días de su vida a esa misma hora, sacó un cuaderno rotulado «Adalberto: una tragedia en cinco actos» y sumergió en la tinta una vieja y manchada pluma de ganso.
       Pronto cubrió de versos diez y más páginas. Era sin duda un escritor copioso, pero era abstracto. El Vicio, el Crimen, la Miseria eran los personajes de su drama; había Reyes y Reinas de territorios imposibles; horrendas conspiraciones los costernaban; sentimientos nobles los inundaban; no se decía una palabra como él mismo la hubiera dicho; pero todo estaba enunciado con una fluidez y una dulzura que, considerando su edad —estaba por cumplir los diecisiete— y el hecho de que el siglo dieciséis tenía aún muchos años que andar, era asaz notable. Sin embargo, al fin, hizo alto. Describía, como todos los poetas jóvenes siempre describen, la naturaleza, y para determinar un matiz preciso de verde, miró (y con eso mostró más audacia que muchos) la cosa misma, que era un arbusto de laurel bajo la ventana. Después, naturalmente, dejó de escribir. Una cosa es el verde en la naturaleza y otra en la literatura. La naturaleza y las letras parecen tenerse una natural antipatía; basta juntarlas para que se hagan pedazos. El matiz de verde que ahora veía Orlando estropeó su rima y rompió su metro. Además, la naturaleza tiene sus mañas. Basta mirar por la ventana abejas entre flores, un perro que bosteza, el sol que declina, basta pensar «cuántos soles veré declinar», etc., etc. (el pensamiento es harto conocido para que valga la pena escribirlo), y uno suelta la pluma, toma la capa, sale fuera de la pieza, y se agarra el pie en un arcón pintado. Porque Orlando era un poco torpe.
       Cuidó de no encontrarse con alguien. Por el camino venía Tuff, el jardinero. Se escondió tras un árbol hasta que pasó. Se escurrió por una puertita del muro del jardín. Orilló los establos, las perreras, las destilerías, las carpinterías, los lavaderos, los lugares donde fabrican velas de sebo, matan bueyes, funden herraduras, cosen chaquetas —porque la casa era todo un pueblo resonante de hombres que trabajaban en sus varios oficios—, y tomó, sin ser visto, el sendero de helechos que sube por el parque. Tal vez haya una relación consanguínea entre las cualidades; una arrastra a la otra y es lícito que el biógrafo haga notar que esta torpeza corre pareja con el amor de la soledad. Habiendo tropezado con un arcón, Orlando amaba naturalmente los sitios solitarios, las vastas perspectivas, y el sentirse por siempre y por siempre solo.
       Así, después de un largo silencio, acabó por murmurar: «Estoy solo», abriendo los labios por primera vez en este relato. Había caminado muy ligero, trepando entre helechos y matas espinosas, espantando ciervos y pájaros silvestres, hasta un lugar coronado por una sola encina. Estaba muy alto; tan alto que desde ahí se divisaban diecinueve condados ingleses; y en los días claros, treinta o quizá cuarenta, si el aire estaba muy despejado. A veces era posible ver el Canal de la Mancha, cada ola repitiendo la anterior. Se veían ríos y barcos de recreo que los navegaban; y galeones saliendo al mar; y flotas con penachos de humo de las que venía el ruido sordo de cañonazos; y ciudadelas en la costa; y castillos entre los prados; y aquí una atalaya, y allí una fortaleza; y otra vez alguna vasta mansión como la del padre de Orlando, agrupada como un pueblo en el valle circundado de murallas. Al este estaban las agujas de Londres y el humo de la ciudad; y tal vez, justo en la línea del cielo, cuando el viento soplaba del buen lado, la rocosa cumbre y los mellados filos de la misma Snowdon se destacaban montañosos entre las nubes. Por un instante, Orlando se quedó contando, mirando, reconociendo. Ésa era la casa de su padre, ésa la de su tío. Su tía era la dueña de esos tres grandes torreones entre los árboles. La maleza era de ellos y la selva; el faisán y el ciervo, el zorro, el hurón y la mariposa.
       Suspiró profundamente, y se arrojó —había una pasión en sus movimientos que justifica la palabra— en la tierra, al pie de la encina. Le gustaba, bajo toda esta fugacidad del verano, sentir el espinazo de la tierra bajo su cuerpo; porque eso le parecía la dura raíz de la encina; o siguiendo el vaivén de las imágenes, era el lomo de un gran caballo que montaba; o la cubierta de un barco dando tumbos —era, de veras, cualquier cosa, con tal que fuera dura, porque él sentía la necesidad de algo a que amarrar su corazón que le tironeaba el costado; el corazón que parecía henchido de fragantes y amorosas tormentas, a esta hora, todas las tardes, cuando salía. Lo sujetó a la encina y al descansar ahí, el tumulto a su alrededor se aquietó; las hojitas pendían, el ciervo se detuvo; las pálidas nubes de verano se demoraban; sus miembros pesaban en el suelo; y se quedó tan quieto que el ciervo se fue acercando y las cornejas giraron alrededor y las golondrinas bajaron en círculo y los alguaciles pasaron en un destello tornasolado, como si toda la fertilidad y amorosa actividad de una tarde de verano fuera una red tejida en torno de su cuerpo.
       A la hora o algo así —el sol declinaba rápidamente, las nubes blancas fueron rojas, las colinas violeta, los bosques púrpura, los valles negros— resonó una trompeta. Orlando se puso de pie de un salto. El sonido agudo venía del valle. Venía de un lugar oscuro allá abajo; un lugar compacto y dibujado; un laberinto; un pueblo, pero ceñido de muros; venía del corazón de su propia casa grande en el valle, que, antes oscura, perdía su tiniebla y se acribillaba de luces, en el mismo momento que él miraba y que la trompeta se duplicaba y reduplicaba con otros sones estridentes. Algunas eran lucecitas apresuradas, como llevadas por sirvientes apresurados, que atravesaban los corredores contestando órdenes; otras eran luces altas y brillantes como si ardieran en salones vacíos, listos para recibir invitados que aún no llegaban; y otras bajaban y oscilaban, subiendo y descendiendo como sostenidas por las manos de legiones de servidores, saludando, arrodillándose, levantándose, recibiendo, guardando, y escoltando con toda dignidad una gran princesa al descender de la carroza. En el patio, rodaban y circulaban coches, los caballos sacudían sus penachos. La Reina había llegado.
       Orlando no miró más. Se precipitó cuesta abajo. Entró por un portillo. Trepó la escalera de caracol. Llegó a su cuarto. Tiró las medias por un lado, el justillo por otro. Se empapó la cabeza. Se lavó las manos. Pulió sus uñas. Sin más ayuda que seis pulgadas de espejo y un par de viejas bujías, se metió en bombachas coloradas, cuello de encaje, chaleco de Pekín, y zapatos con escarapelas tan grandes como dalias dobles, en menos de diez minutos por el reloj del establo. Estaba pronto. Estaba sonrojado. Estaba agitado. Pero estaba en terrible retardo.
       Por atajos que conocía, se abrió camino a través del vasto sistema de cuartos y de escaleras al salón del banquete, distante cinco acres del otro lado de la casa. Pero a medio camino, en los departamentos del fondo, habitados por la servidumbre, se detuvo. La puerta del saloncito de Mrs. Stewkley estaba abierta —se había ido, sin duda, con todas sus llaves a atender a su señora. Pero ahí estaba sentado a la mesa de los sirvientes, con un cangilón a su lado y papel delante, un hombre algo grueso, algo raído, cuya gorguera estaba algo sucia, y cuyo traje era de lana parda. Tenía una pluma en la mano, pero no estaba escribiendo. Parecía revolver y hacer rodar algún pensamiento para darle ímpetu y forma. Sus ojos, redondos y empañados como una piedra verde de extraña configuración, estaban inmóviles. No vio a Orlando. Con toda su prisa, Orlando se paró. ¿Sería un poeta? ¿Estaría escribiendo versos? «Dígame —hubiera querido decir—, todas las cosas del mundo» —porque tenía las ideas más extravagantes, más locas, más absurdas sobre los poetas y la poesía— pero, ¿cómo hablar a un hombre que no le ve a uno, que está viendo sátiros y ogros, que está viendo tal vez el fondo del mar? Así Orlando se quedó mirando mientras el hombre daba vuelta la pluma en sus dedos, de un lado a otro, y miraba y pensaba; y luego, muy ligero, escribió sus líneas y miró para arriba. Con esto Orlando, lleno de timidez, se fue y llegó a la sala del banquete con el tiempo contado para caer de rodillas, inclinar confundido su cabeza, y ofrecer un aguamanil con agua de rosas a la gran Reina.
       Era tan tímido que no vio de ella sino la anillada mano en el agua, pero bastaba. Era una mano memorable; una mano delgada con largos dedos siempre arqueados como alrededor del orbe o del cetro; una mano nerviosa, perversa, enfermiza; una mano autoritaria también; una mano que no tenía más que elevarse para que una cabeza cayera; una mano, adivinó, articulada a un cuerpo viejo que olía como un armario donde se guardan pieles en alcanfor: cuerpo aun recamado de joyas y brocados, y que se mantenía bien erguido aunque con dolores de ciática; y que no flaqueaba aunque lo ceñían mil temores; y los ojos de la Reina eran de un amarillo pálido. Todo esto sintió mientras los grandes anillos centelleaban en el agua y algo le oprimió el pelo —lo que, quizá, fue motivo de que no viera nada más que pudiera interesar a un historiador. Y en realidad, su mente era un cúmulo tal de antagonismos —de la noche y las encendidas velas, del poeta raído y la gran Reina, de los campos silenciosos y el rumor de los servidores— que no pudo ver nada; o sólo una mano.
       Del mismo modo, la Reina pudo ver sólo una cabeza. Pero si de una mano se puede derivar todo un cuerpo, con todos los atributos de una gran Reina, su perversidad, su coraje, su fragilidad y su terror, una cabeza puede ser igualmente fértil, mirada de lo alto de un sillón de estado por una dama cuyos ojos estaban siempre, si podemos dar crédito a la figura de cera de la Abadía, bien abiertos. El largo cabello rizado, la oscura cabeza inclinada con tanta sumisión, con tanta inocencia, prometían un par de las más hermosas piernas que jamás sostuvieran a un joven noble; y ojos violetas; y un corazón de oro; y lealtad y viril encanto —todas las cualidades que la vieja adoraba más y más a medida que le fallaban. Porque iba envejeciendo, cansada y encorvada a destiempo. El estampido del cañón estaba siempre en sus oídos. Siempre veía la brillante gota de veneno y el largo estilete. Al sentarse a la mesa estaba escuchando; oía los cañones en el Canal; recelaba, ¿sería un rumor, una maldición, sería un santo y seña? La inocencia, la sencillez, le eran más queridas por ese fondo oscuro que las destacaba. Y, esa misma noche (según lo quiere la tradición), mientras Orlando dormía profundamente, ella hizo entrega formal, poniendo su firma y su sello en el pergamino, de la gran casa monástica que había sido del Arzobispo y luego del Rey, al padre de Orlando.
       Orlando durmió toda la noche sin saber nada. Sin saberlo, había sido besado por una reina. Y quizá, porque los corazones de las mujeres son intrincados, fueron su ignorancia y su sobresalto cuando lo tocaron sus labios, lo que mantuvo la memoria de su joven primo (porque eran de la misma sangre) fresca en su mente. Sea lo que fuere, no habían transcurrido dos años de esa quieta vida de campo, y Orlando no había escrito arriba de veinte tragedias y una decena de historias y una veintena de sonetos cuando llegó la orden de que compareciera ante la Reina en Whitehall.
       —Aquí —dijo ella, mirándolo avanzar por el largo corredor—, viene mi inocente. (Había en él una serenidad que se parecía a la inocencia, aunque, técnicamente, la palabra ya no fuera adecuada.)
       —Ven —le dijo—. Estaba sentada muy tiesa, junto al fuego. Y lo tuvo a un pie de distancia mirándolo de arriba abajo, ¿Estaba comparando sus especulaciones de la otra noche con la ahora visible realidad? ¿Encontraba justificadas sus conjeturas? Ojos, boca, nariz, pecho, caderas, manos —todo lo recorrió; sus labios se contrajeron visiblemente al mirarlo; pero cuando vio las piernas se rió abiertamente. Era la viva imagen de un caballero. ¿Y por dentro? Le clavó los amarillos ojos de halcón como para atravesarle el alma. El joven sostuvo esa mirada sonrojándose como correspondía.
       Fuerza, gracia, arrebato, locura, poesía, juventud —lo leyó como una página. En el acto se arrancó un anillo del dedo (la coyuntura estaba un poco hinchada) y, al ajustárselo, lo nombró su Tesorero y Mayordomo; después le colgó las cadenas de su cargo, y haciéndole doblar la rodilla, le ató en la parte más fina la enjoyada orden de la Jarretera. Después de eso nada le fue negado. Cuando ella salía en coche, él cabalgaba junto a la portezuela. Lo mandó a Escocia con una triste embajada a la desdichada Reina. Ya estaba por embarcarse a las guerras polacas cuando lo hizo llamar. ¿Cómo aguantar la idea de esa tierna carne desgarrada y de esa crespa cabeza en el polvo? Lo guardó con ella. En la eminencia de su triunfo, cuando los cañones tronaban en la Torre y el aire estaba tan espeso de pólvora que hacía estornudar y los hurras del pueblo retumbaban al pie de las ventanas, lo tumbó entre los almohadones en que sus damas la habían acomodado (estaba tan gastada y tan vieja) y le hizo hundir el rostro en ese sorprendente armazón —hacía un mes que no se había mudado el vestido— que olía exactamente, pensó él, invocando antiguos recuerdos, como uno de los viejos armarios de casa donde las pieles de su madre estaban guardadas. Se levantó medio sofocado con el abrazo.
       —Ésta —ella susurró— es mi victoria —mientras un cohete estallaba, tiñendo de escarlata sus mejillas.
       Porque la vieja estaba enamorada. Y la Reina, que sabía muy bien lo que era un hombre, aunque dicen que no del modo usual, ideó para él una espléndida y ambiciosa carrera. Le dieron tierras, le asignaron casas. Sería el hijo de su vejez, el sostén de su debilidad; el roble en que apoyaría su degradación. Graznó estas esperanzas y esas curiosas ternuras autoritarias (ahora estaban en Richmond) sentada tiesa en sus duros brocados junto al fuego, que por más alto y cargado que estuviera nunca la podía calentar.
       Mientras tanto, los largos meses de invierno se arrastraban. Cada árbol del Parque estaba revestido de escarcha. El río fluía soñoliento. Un día en que la nieve cubría el suelo y los artesonados cuartos oscuros estaban llenos de sombras y los ciervos bramaban en el Parque, ella vio en el espejo, que siempre tenía a su lado por temor a los espías, por la puerta, que siempre estaba abierta por temor a los asesinos, un muchacho —¿sería Orlando?— besando a una muchacha —¿quién demonio sería la desorejada? Agarró la espada de empuñadura de oro y golpeó con fuerza el espejo. El cristal se rompió; acudieron corriendo; la levantaron y la repusieron en el sillón; pero después se quedó resentida y se quejaba mucho, mientras sus días se acercaban al fin, de la falsedad de los hombres.
       Era tal vez culpa de Orlando; pero, con todo, ¿culparemos a Orlando? La época era la Época Isabelina, su moralidad no era la nuestra, ni sus poetas, ni su clima, ni siquiera sus legumbres. Todo era diferente. Hasta el tiempo, el calor y el frío del verano y del invierno, era, bien lo podemos creer, de otro temple. El amoroso día brillante estaba dividido de la noche tan absolutamente como la tierra del agua. Los ocasos eran más rojos y más intensos: el alba era más blanca y más auroral. De nuestras medias luces crepusculares y penumbras morosas nada sabían. La lluvia caía con vehemencia, o no llovía. Deslumbraba el sol o había oscuridad. Traduciendo esto a regiones espirituales como es su costumbre, los poetas cantaban bellamente la vejez de las rosas y la caída de los pétalos. El momento es breve, cantaban; el momento pasó; hay una larga noche única para que duerman todos. No era de ellos recurrir a los artificios del invernáculo para prolongar o preservar esas frescas rosas y claveles.
       Las marchitas complejidades y ambigüedades de nuestro tiempo más dudoso y gradual, les eran desconocidas. La violencia era todo. Se abría la flor y se marchitaba. Se levantaba el sol y se hundía. El enamorado amaba y se iba; los jóvenes traducían en la práctica las rimas de los poetas. Las muchachas eran rosas, y sus estaciones eran breves como las de las flores. Antes de la caída de la noche había que cortarlas; pues el día era breve y el día era todo. Si Orlando oyó las indicaciones del clima, de los poetas, del tiempo mismo, y cortó su flor en el antepecho de la ventana con el suelo nevado y la Reina vigilante en el corredor, no podemos culparlo. Era joven, era aniñado, hizo lo que la naturaleza le mandó hacer. En cuanto a la muchacha, ignoramos su nombre como lo ignoró la Reina Isabel. Pudo haber sido Doris, Cloris, Delia o Diana, porque él dedicaba versos a todas ellas; lo mismo pudo ser una azafata que una dama de la corte. Pues la afición de Orlando era amplia: no sólo le gustaban las flores de jardín: lo silvestre y las hierbas ejercían también su fascinación.
       Aquí, en verdad, revelamos rudamente, como lo puede un biógrafo, una curiosa característica suya, explicable tal vez por el hecho de que una de sus abuelas usaba delantal y acarreaba baldes de leche. En su delgada y fina sangre normanda había entremezcladas unas partículas de la tierra de Sussex o de Kent. Sostenía que la mezcla de tierra parda y de sangre azul era buena. Lo cierto es que siempre le agradó la compañía de gente baja, en particular la de hombres de letras cuyo ingenio tan a menudo les impide ascender, como si tuviera con ellos una simpatía de sangre. En esta época de su vida, en que su cabeza desbordaba de rimas y nunca se acostaba sin haber improvisado algún epigrama, la mejilla de la hija de un posadero le parecía más fresca, y el ingenio de la sobrina de un guardabosque más vivo que los de las damas de la Corte. De ahí que empezara de noche a frecuentar Wapping Old Stairs y las cervecerías, embozado en una capa gris para ocultar la estrella en el pecho y la jarretera en la rodilla. Ahí, con un jarro delante, entre los caminos enarenados y las canchas de bochas y toda la sencilla arquitectura de semejantes lugares, escuchaba cuentos de marineros sobre el rigor y los horrores y la crueldad en el Mar Caribe; cómo algunos habían perdido el dedo del pie, otro la nariz —pues el relato oral no era nunca tan redondeado o de color tan primoroso como el escrito. Particularmente le gustaba oírlos vociferar sus canciones de las Azores, mientras los papagayos que habían traído de esas regiones picoteaban los aros de las orejas, golpeaban con duros picos adquisitivos los rubíes de los dedos y juraban tan vilmente como sus dueños. Las mujeres eran apenas menos atrevidas en su discurso y menos libres en sus maneras que los pájaros. Se le sentaban en las rodillas, le echaban los brazos al cuello, y adivinando que algo fuera de lo común se escondía bajo su gruesa capa, estaban no menos ávidas que Orlando de apurar la aventura.
       No faltaban oportunidades. El río madrugaba y trasnochaba con barcazas, chalanas y embarcaciones de toda clase. Cada día zarpaba un hermoso barco rumbo a las Indias; de vez en cuando, venía dolorosamente a anclar uno negro y deshecho con hombres peludos y desconocidos a bordo. Nadie echaba de menos a un muchacho o una muchacha si se demoraban un poco a bordo después de la puesta del sol ni se azoraba si las habladurías referían que los habían visto dormir profundamente entre los fardos de oro en brazos uno de otro. Tal, en verdad, fue la aventura de Orlando, Sukey y el Conde de Cumberland. El día era caliente, sus amores habían sido activos; se quedaron dormidos entre los rubíes. En la alta noche el Conde, cuya fortuna estaba comprometida en las i mpresas españolas, vino solo a verificar el botín con una linterna. Proyectó la luz sobre un barril. Retrocedió con una maldición. Anudados encima del barril dormían dos espíritus. Supersticioso por naturaleza, cargada su conciencia de muchos crímenes, el Conde creyó que la pareja —estaban envueltos en un manto colorado y el pecho de Sukey era casi tan Illanco como las nieves eternas de los versos de Orlando— era una aparición amonestadora surgida de las tumbas de marineros ahogados. Se santiguó. Hizo un voto de arrepentimiento. La hilera de asilos que todavía se pueden ver en el Sheen Road es el fruto perdurable de aquel pánico. Doce viejas menesterosas de la parroquia toman té y agradecen esta noche a su Señoría el techo que las cubre; de modo que un amor clandestino en un barco cargado de tesoro... pero suprimiremos la moral.
       Sin embargo, Orlando se cansó pronto, no sólo de la incomodidad de esta vida, y de las escabrosas calles de la vecindad, sino también de las costumbres bárbaras de la gente. Pues cabe recordar que la pobreza y el delito carecían para los isabelinos de la atracción que tienen para nosotros. Los hombres de aquel tiempo nada sabían de nuestra actual vergüenza de haber aprendido algo en un libro: nada de nuestra creencia de que es una bendición ser hijo de un carnicero y una virtud no saber leer; ningún prejuicio de que la «vida» y la «realidad» están ligadas de algún modo a la brutalidad y a la ignorancia; ni siquiera, un sinónimo de esas dos palabras.
       Orlando no los frecuentó en busca de «vida» ni los abandonó en pos de la «realidad». Pero al cabo de escuchar muchas veces de qué manera Jakes perdió su nariz y Sukey su honor —y referían las historias admirablemente, debe admitirse— la repetición empezó a fatigarlo ligeramente, pues una nariz sólo puede cortarse de un modo y una virginidad perderse de otro —o así le pareció—, en tanto que las ciencias y las artes poseían una diversidad que le interesaba profundamente. Así, aunque conservándoles feliz recuerdo, dejó de frecuentar las cervecerías y las canchas de bochas, colgó la capa gris en el armario, dejó brillar la estrella en el pecho y la jarretera en la rodilla, y regresó a la Corte del Rey Jaime.
       Era joven, era rico, era hermoso. Nadie fue recibido con más aplauso.
       Es indudable que muchas damas estaban listas a concederle su favor. A lo menos tres nombres fueron apareados al suyo —Clorinda, Favila, Euphrosyna: así las llamó en sus sonetos.
       Procediendo con orden: Clorinda era una dama de suave modo; Orlando estuvo muy entusiasmado con ella durante seis meses y medio, pero tenía pestañas blancas y no podía soportar la vista de la sangre. Una liebre asada que sirvieron en la mesa de su padre la hizo desvanecer. Los curas la gobernaban y economizaban su ropa interior para socorrer a los pobres. Quiso alejar a Orlando de sus pecados, lo que lo disgustó de tal modo que éste retrocedió ante el casamiento, y no se lamentó demasiado cuando ella murió de viruela poco después.
       Favila, la siguiente, era muy distinta. Era hija de un hidalgo pobre de Somersetshire; y a pura insistencia y juego de ojos, había penetrado en la Corte, donde su buena equitación, sus finos tobillos y su gracia en el baile eran la admiración general. Una vez, sin embargo, tuvo la mala idea de azotar un perro faldero que había desgarrado una de sus medias de seda (y en justicia debemos declarar que Favila tenía muy pocas medias y ésas, en su mayoría, de lana) y de dejarlo medio muerto bajo la ventana de Orlando. Orlando, que tenía pasión por los animales, advirtió entonces que Favila tenía los dientes torcidos, y los dos delanteros hacia atrás; indicio inequívoco, según él, de un carácter cruel y perverso. Esa misma noche rompió para siempre el compromiso.
       La tercera, Euphrosyna, fue la más seria de sus pasiones. Era de los Desmond de Irlanda y por consiguiente su árbol genealógico era tan antiguo y tan arraigado como el del misino Orlando. Era rubia, fresca y algo flemática. Hablaba bien el italiano, y tenía dientes perfectos en el maxilar superior, aunque los inferiores eran algo descoloridos. No estaba nunca sin un perro en las faldas; le daba de comer pan blanco en su propio plato; cantaba con dulzura al clavicordio; y nunca estaba vestida antes del mediodía, por el gran cuidado que tomaba de su persona. En una palabra, hubiera sido la esposa perfecta para un noble como Orlando, y las cosas estaban tan adelantadas que los abogados de las dos partes ya habían redactado los contratos, las escrituras, las donaciones, los convenios, los traspasos de bienes y todo lo necesario para que una gran fortuna contrajera enlace con otra, cuando con la severidad y brusquedad que eran entonces propias del clima inglés, vino la Gran Helada.
       La Gran Helada fue, los historiadores lo dicen, la más severa que ha afligido estas islas. Los pájaros se helaban en el aire y se venían al suelo como una piedra. En Norwich una aldeana rozagante quiso cruzar la calle y, al azotarla el viento helado en la esquina, varios testigos presenciales vieron que se hizo polvo y fue aventada sobre los techos. La mortandad de rebaños y de ganados fue enorme. Se congelaban los cadáveres y no los podían arrancar de las sábanas. No era raro encontrar una piara entera de cerdos, helada en el camino. Los campos estaban llenos de pastores, labradores, yuntas de caballos y muchachos reducidos a espantapájaros paralizados en un acto preciso, uno con los dedos en la nariz, otro con la botella en los labios, un tercero con una piedra levantada para arrojarla a un cuervo que estaba como disecado en un cerco. Era tan extraordinario el rigor de la helada que a veces ocurría una especie de petrificación; y era general suponer que el notable aumento de rocas en determinados puntos de Derbyshire se debía, no a una erupción (porque no la hubo), sino a la solidificación de viandantes infortunados que habían sido convertidos literalmente en piedra. La Iglesia pudo prestar poca ayuda, y aunque algunos propietarios hicieron bendecir esas reliquias, la mayoría las habilitó para mojones, postes para rascarse las ovejas, o, cuando la forma de la piedra lo permitía, bebederos para las vacas, empleo que desempeñan, en general admirablemente, hasta el día de hoy.
       Pero mientras el campo sufría una extrema indigencia, y el comercio del país estaba paralizado, Londres gozó de un Carnaval por demás brillante. La Corte estaba en Greenwich; y el nuevo rey aprovechó la oportunidad que su coronación le daba para congraciarse con los ciudadanos. A su costo, hizo barrer y decorar el río (que estaba helado hasta unos veinte pies de profundidad y una anchura de seis o de siete millas), y lo cambió en un parque de diversiones, con glorietas, laberintos, alamedas y barracones de feria. Reservó para él y sus cortesanos un recinto frente a las puertas de Palacio; que, vedado al público por un cordón de seda, fue inmediatamente el centro de la más brillante sociedad de Inglaterra. Grandes hombres de Estado, con sus barbas y sus gorgueras, despachaban asuntos oficiales bajo el toldo carmesí de la Pagoda Real. En glorietas rayadas coronadas de plumas de avestruz, los militares concertaban la conquista del moro y la caída del turco. Los almirantes recorrían de arriba abajo los angostos senderos, telescopio en mano, barriendo el horizonte y refiriendo historias de los hielos boreales de América y de la Gran Armada. Los amantes se demoraban en los divanes tendidos de pieles de marta. Cataratas de rosas escarchadas se desprendían cuando paseaba la Reina con sus damas. En el aire se cernían, inmóviles, globos de colores. Aquí y allá ardían vastas fogatas de madera de cedro y de roble, profusamente salada, para que las llamas fueran de fuego verde, anaranjado, y purpúreo. Ardían ferozmente pero su calor no bastaba a derretir el hielo que, aunque de transparencia singular, tenía la dureza del acero. Era tan límpido que se veían, congelados a una profundidad de varios pies, aquí un puerco marino, allá un lenguado. Cardúmenes de anguilas yacían sin movimiento, y los filósofos perplejos se preguntaban si estaban muertas o si era una simple suspensión de vida que reanimaría el calor.
       Cerca del Puente de Londres, donde el río estaba helado hasta unas veinte brazas de profundidad, se veía claramente un bote en el fondo, donde había naufragado el último otoño, cargado de manzanas. La vieja del bote, que traía su fruta al mercado de la ribera de Surrey, estaba sentada entre su guardainfante y sus chales con la falda llena de manzanas, como si fuera a atender a un cliente, aunque cierto tinte azulado de los labios insinuaba la verdad. Era un espectáculo que le agradaba particularmente al Rey Jaime y solía traer a sus cortesanos a que lo contemplaran con él. En una palabra, nada podía superar el brillo y la alegría de la escena durante el día. Pero era por la noche cuando el Carnaval alcanzaba su apogeo. Porque la escarcha seguía intacta; las noches eran de perfecta quietud, la luna y las estrellas ardían con la dura fijeza de los diamantes, y al fino compás de la flauta y de la trompeta bailaban los cortesanos.
       Orlando, ciertamente, no era de los que se deslizaban ágiles en el coranto y en la volta; era torpe y un poco distraído. A esos fantásticos compases forasteros prefería los simples bailes de su tierra que había danzado cuando niño. Había concluido, justamente, una cuadrilla o un minuet, a eso de las seis de la tarde del día siete de enero, cuando vio salir del pabellón de la Embajada Moscovita una figura —mujer o mancebo, porque la túnica suelta y las bombachas al modo ruso, equivocaban el sexo— que lo llenó de curiosidad. La persona, cualesquiera que fueran su nombre y su sexo, era de mediana estatura, de forma esbelta, y vestía enteramente de terciopelo color ostra, con bandas de alguna piel verdosa desconocida. Pero esos pormenores estaban oscurecidos por la atracción insólita que la persona entera efundía. Imágenes, metáforas extremas y extravagantes se entrelazaban en su mente. En el espacio de tres segundos la llamó un ananá, un melón, un olivo, una esmeralda, un zorro en la nieve; ignoraba si la había escuchado, si la había gustado, si la había visto, o las tres cosas a la vez. (Pues aunque no debemos interrumpir ni por un momento el relato, hay que apuntar aquí que todas sus imágenes de aquel tiempo querían adecuarse a sus sentidos y estaban derivadas de cosas que le habían gustado cuando era chico. Pero si sus sentidos eran simples, eran también muy fuertes. Inútil detenerse, por consiguiente, y extraer las razones de las cosas...) Una esmeralda, un melón, un zorro en la nieve —así deliraba, así la miraba. Cuando el muchacho —porque, ¡ay de mí!, un muchacho tenía que ser, no había mujer capaz de patinar con esa rapidez y esa fuerza— pasó en un vuelo junto a él, casi en puntas de pie, Orlando estuvo por arrancarse los pelos, al ver que la persona era de su mismo sexo, y que no había posibilidad de un abrazo. Pero el patinador se acercó. Las piernas, las manos, el porte eran los de un muchacho, pero ningún muchacho tuvo jamás esa boca, esos pechos, esos ojos que parecían recién pescados en el fondo del mar. Finalmente se detuvo. Haciendo con suprema gracia una amplia reverencia al Rey, que iba y venía del brazo de algún gentilhombre de cámara, el patinador quedó inmóvil. Estaba al alcance de la mano. Era una mujer. Orlando la miró azorado, tembló; sintió calor, sintió frío; quiso arrojarse al aire del verano; aplastar bellotas bajo los pies; estirar los brazos como las hayas y los robles. De hecho, replegó los labios sobre los dientes blancos, los entreabrió una media pulgada como si fuera a morder; los cerró como si hubiera mordido. Lady Euphrosyna pendía de su brazo.
       La forastera, averiguó, era la Princesa Marusha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovich, y había venido en el séquito del Embajador Moscovita, que era su tío, tal vez, o tal vez su padre, para asistir a la coronación. Muy poco se sabía de los moscovitas. Se los veía sentados casi en silencio con sus grandes barbas y sus sombreros de piel; bebiendo algún líquido negro que escupían de vez en cuando en el hielo. Ninguno hablaba inglés, y el francés, que era familiar a algunos de ellos, se hablaba entonces apenas en la corte inglesa.
       Ése fue el motivo de la relación entre Orlando y la Princesa. Estaban enfrente uno de otro en la gran mesa tendida bajo un enorme toldo para el agasajo de los notables. La Princesa estaba entre dos jóvenes señores, uno, Lord Francis Vere, el otro, el joven Conde de Moray. Era cómico el disparadero en que los puso, pues aunque los dos eran a su modo lindos muchachos, sabían tanto francés como un recién nacido. Cuando al principio de la cena la Princesa se volvió al conde y le dijo, con una gracia que le arrebató el corazón:
       «Je crois avoir fait la connaissance d'un gentilhomme qui vous était apparenté en Pologne l'été dernier», o «La beauté des dames de la cour d'Angleterre me met dans le ravissement. On ne peut voir une dame plus gracieuse que votre reine, ni une coiffure plus belle que la sienne», Lord Francis y el Conde mostraron la mayor turbación. Uno le sirvió copiosamente salsa de rábano, otro silbó a su perro y le hizo pedir caracú. La Princesa ya no pudo contener la risa, y Orlando, encontrándose con sus ojos por encima de las cabezas de jabalí y de los pavos reales rellenos, se rió también. Se rió, pero la risa se le heló en maravilla. ¿A quién había querido, qué había querido hasta entonces?, se preguntó en un cúmulo de emoción. Una vieja, se contestó, puro hueso y pellejo. Innumerables rameras de vestido colorado. Una monja majadera. Una gastada aventurera de boca cruel. Una masa dormilona de encaje y etiqueta. El amor había sido para él un poco de aserrín y cenizas. Los goces que le había dado parecían infinitamente insípidos. Se asombraba de haberlos soportado sin bostezar. Mirándola se derretía el espesor de su sangre; el hielo se volvía vino en sus venas; oía correr las aguas y cantar los pájaros; brotaba la primavera sobre el duro paisaje invernal; su hombría se despertaba; empuñaba una espada en la mano, cargaba contra un enemigo más audaz que el polaco o el moro; se sumergía en aguas profundas; veía crecer en una grieta la flor del peligro; tendía la mano —en fin, estaba improvisando uno de sus más apasionados sonetos cuando la Princesa le dijo:
       —¿Tendría la bondad de pasarme la sal?
       Se sonrojó violentamente.
       —Con el mayor placer, Madame —contestó, hablando francés con un acento perfecto. Porque, el Cielo sea loado, lo hablaba como su propia lengua; la doncella de su madre se lo había enseñado. Pero quizá más le habría valido no haber aprendido nunca esa lengua; nunca haber contestado esa voz, nunca haber seguido la luz de esos ojos.
       La Princesa prosiguió. ¿Quiénes eran esos palurdos —le preguntó— con los modales de un mozo de cuadra? ¿Qué era esa mezcla nauseabunda que le habían volcado en el plato? ¿Comían los perros en Inglaterra en la misma mesa que los hombres? ¿Era ese figurón en la cabecera de la mesa con el pelo alborotado como una cucaña (comme une grande perche mal fagotée) de veras la Reina? ¿El Rey siempre babeaba así? ¿Y cuál de esos pisaverdes era George Villiers? Aunque esas preguntas desconcertaron al principio a Orlando, estaban hechas con tanta gracia y tal picardía que no pudo menos que reírse; y como las caras inexpresivas de los comensales le indicaban que nadie comprendía una palabra, le respondió con igual libertad, hablando, como ella, en perfecto francés.
       Así nació una intimidad que pronto fue el escándalo de la Corte.
       Pronto se observó que Orlando rendía a la moscovita mayores atenciones que las exigidas por la mera cortesía. No se alejaba de ella, y su conversación, aunque ininteligible a los otros, era llevada con tal animación, provocaba tales risas y sonrojos que los más tontos podían adivinar el tema. Además el cambio en Orlando era extraordinario. Nadie lo había visto tan animado. De la noche a la mañana se había despojado de su torpeza pueril; de un mocetón huraño, que no podía pisar un estrado sin voltear la mitad de los adornos que había en la mesa, se había convertido en un caballero, lleno de gracia y de varonil cortesía. Verlo poner a la moscovita (como le decían) en su trineo, o extenderle la mano para la danza, o recoger el pañuelo moteado que ella había dejado caer, o desempeñar cualquier otro de esos deberes múltiples que exige la suprema dama y se apresura a anticipar el amante, era un espectáculo capaz de enardecer los apagados ojos de la vejez y de acelerar el vivo pulso de los jóvenes. Pero una nube se cernía sobre todo eso. Los viejos se encogían de hombros. Los jóvenes se sonreían. Todos sabían que Orlando estaba comprometido con otra. Lady Margaret O'Brien O'Dare O'Reilly Tyrconnel (pues tal era el nombre habitual de la Euphrosyna de los sonetos) lucía en el segundo dedo de la mano izquierda el espléndido zafiro de Orlando. Ella tenía el derecho supremo a sus atenciones. Sin embargo podía dejar caer en el hielo todos los pañuelos de su guardarropa (de los que tenía centenares) sin que Orlando se agachara a recogerlos. Podía esperar veinte minutos para que él la condujera al trineo, y al cabo se tenía que conformar con los servicios de un lacayo negro. Cuando patinaba, cosa que hacía con alguna torpeza, nadie estaba a su lado para animarla, y cuando se caía, cosa que hacía con alguna pesadez, nadie la levantaba ni sacudía la nieve de sus faldas. Aunque era de naturaleza flemática, lenta para darse por aludida y poco dispuesta a pensar que una simple extranjera podía suplantarla en el afecto de Orlando, la misma Lady Margaret acabó por sospechar que algo se estaba maquinando contra su paz de espíritu.
       Con el andar del tiempo, Orlando se cuidaba menos y menos de ocultar sus sentimientos. Con una u otra excusa dejaba la reunión apenas terminada la cena, o se alejaba de los patinadores, mientras se organizaba una cuadrilla. Acto continuo se advertía que también faltaba la moscovita. Pero lo que indignaba más a la Corte, hiriéndola en su punto más débil, que era su vanidad, era que la pareja se escurría bajo el cordón de seda, que separaba el recinto real de la parte pública del río, y desaparecía entre la multitud de la gente. Porque la Princesa bruscamente golpeaba con el pie y gritaba: «Sácame de aquí. Aborrezco tu chusma inglesa», palabras que en sus labios querían decir la Corte de Inglaterra. Ya no la podía aguantar. Estaba llena de viejas entrometidas (afirmaba ella) que se encaraban con una, y de muchachos presumidos que la pisaban. Olían mal. Los perros correteaban entre sus piernas. Era como estar en una jaula. En Rusia tenían ríos de cuatro leguas de ancho en los que podían galopar todo el día seis caballos de frente sin encontrar un alma.
       Además quería ver la Torre, los alabarderos, las cabezas decapitadas en Temple Bar y las joyerías de la ciudad. Y así fue como Orlando la llevó al centro, le mostró los alabarderos y las cabezas de los rebeldes, y le compró todo lo que se le ocurría en la Bolsa Real. Pero no bastaba con eso. Cada uno deseaba con vehemencia la compañía del otro donde nadie los espiara o los molestara. En vez de dirigirse a Londres, tomaban el camino contrario y erraban más allá del gentío por las heladas extensiones del Támesis, donde no daban con un alma viviente, salvo unos pájaros marinos o alguna vieja aldeana hachando el hielo con el vano propósito de sacar una baldada de agua o juntando ramitas y hojas muertas para quemar. Los pobres no salían de sus chozas y los que tenían medios acudían a la ciudad en busca de calor y alboroto.
       De ahí que Orlando y Sasha, como él le decía para mayor brevedad y porque era el nombre de un zorro blanco ruso que él había tenido cuando niño —una bestia blanda como la nieve, pero con clientes de acero, que lo mordió con tal ferocidad que su padre lo hizo matar—, de ahí, decimos, que tuvieran el río para ellos solos. Acalorados de patinar y de amor se tiraban en alguna playa solitaria, donde los amarillos mimbrales bordeaban la ribera, y, envuelto en un gran manto de pieles, Orlando la tomaba en sus brazos y conocía por primera vez, murmuraba, los goces del amor. Luego, cumplido el éxtasis y aquietados los dos sobre la nieve, él le contaba de sus otros amores, y cómo, comparados con el de ella, habían sido de madera, de lona y de cenizas. Riendo de su vehemencia, ella volvía de nuevo a sus brazos, y le daba en prueba de amor un abrazo más. Y se maravillaban de que el hielo no se derritiera i on su calor, y se dolían de la pobre vieja que carecía de esos medios naturales para derretirlo y que tenía que hacharla con tina cuchilla de hierro frío. Y después, embozados en sus martas, hablaban de cuanto hay bajo el sol: de vistas y viajes; «le moros y paganos; de la barba de ese hombre y del cutis de esa mujer; de una rata que comía de su mano en la mesa; de las tapicerías de Arrás que se agitaban siempre en la cámara de su casa; de una cara, de una pluma. Nada era demasiado pequeño para ese diálogo, nada demasiado grande.
       Y entonces, bruscamente, Orlando caía en una de sus melancolías; la visión de la vieja arrastrándose por el hielo era tal vez la causa, o tal vez ninguna; y se tiraba de bruces en el hielo y miraba las aguas congeladas y pensaba en la muerte. I'orque dice bien el filósofo que asegura que la separación entre la melancolía y la dicha no es más ancha que el filo de un cuchillo, y procede a opinar que una es hermana gemela tic la otra; y concluye de ahí que todos los extremos del sentimiento son afines a la locura, y nos exhorta a buscar refugio en la Iglesia verdadera (en su opinión la Anabaptista), que es el único puerto, ancladero, bahía, etc., para los agitadores en ese mar.
       «Todo acaba en la muerte», soba decir Orlando, incorporándose, nublada de tristeza la cara. (Pues de ese modo trabajaba ahora su mente en vaivenes bruscos de la vida a la muerte, sin demorarse en el camino, de suerte que su biógrafo no debe demorarse tampoco, sino correr con toda la rapidez posible y acompasar el paso a las acciones espontáneas y tontas y a las súbitas palabras extravagantes en que abundaba entonces Orlando.)
       «Todo acaba en la muerte», repetía Orlando, incorporándose en el hielo. Pero Sasha, que al fin y al cabo no tenía sangre inglesa en las venas y que venía de Rusia donde los crepúsculos son más largos, las albas menos súbitas, y las frases no se concluyen porque hay la duda de cuál es la mejor conclusión —Sasha se quedaba mirándolo, quizá menospreciándolo, sin decir nada, porque debía parecerse a un niño. Pero al fin el hielo se enfriaba debajo de los dos, lo que era muy desagradable, y ella lo hacía levantarse, y le hablaba con tal encanto, con tal ingenio, con tal discreción (pero por desgracia en francés, que notoriamente pierde el sabor cuando lo traducen), que él se olvidaba de las aguas heladas o de la proximidad de la noche, o de la vieja aldeana o de lo que fuera y trataba de decirle —sumergiéndose y chapoteando entre mil imágenes ya tan gastadas como las mujeres que las inspiraron— a qué se parecía ella. ¿Nieve, crema, cerezas, mármol, alabastro, hilo de oro? Nada de eso. Más bien era como un zorro o como un olivo, como las olas del mar vistas desde una altura; como una esmeralda; como el sol sobre una verde colina que está nublada —como ninguna cosa de las que él había visto o conocido en Inglaterra. Por más que rebuscara el idioma, le faltaban palabras. Necesitaba otro paisaje, otra lengua. El inglés era demasiado abierto, demasiado Cándido, demasiado acaramelado para Sasha. Porque en todo cuanto decía, por franca y voluptuosa que pareciera, había algo escondido; en todo cuanto hacía, por más audaz, algo oculto. Así la verde llama está como escondida en la esmeralda, o el sol aprisionado en la colina. La claridad sólo era exterior, dentro había un fuego errante. Iba y venía; nunca resplandecía con el rayo firme de una inglesa —aquí, sin embargo, recordando a Lady Margaret y sus enaguas, Orlando se enardecía en sus arrebatos y la arrastraba sobre el hielo, más y más rápido, jurando que daría alcance a la llama, que se sumergiría por la joya, y así infinitamente, rotas y entrecortadas sus palabras por la pasión de un poeta a quien el dolor extrae la poesía.
       Pero Sasha guardaba silencio. Cuando Orlando se cansaba ile comunicarle que ella era un zorro, un olivo, o la cumbre verde de una montaña, y de contarle toda la historia de su familia —cómo su casa era de las más antiguas del Reino, cómo vinieron de Roma con los Césares y tenían el derecho de palear por el Corso (que es la calle principal de Roma) bajo un palio con borlas, privilegio reservado a los de sangre imperial (pues había en él una soberbia credulidad que era más bien simpática)—, se detenía y la interrogaba: ¿dónde estaba su casa?, ¿qué era su padre?, ¿tenía hermanos?, ¿por qué estaba sola con su tío? Entonces, aunque ella contestaba de buen grado, siempre se interponía entre los dos cierta incomodidad. Él sospechó al principio que su rango no era tan alto como le parecía, o que se abochornaba de los rudos hábitos de su gente, pues había oído que las mujeres de Moscovia usan barba y que los hombres se cubren de piel de la cintura para abajo, y que ambos sexos se untan con sebo para protegerse del frío, desgarran la carne con los dedos y viven en chozas que un caballero inglés vacilaría en destinar a su ganado, de suerte que se abstuvo de insistir. Pero repensándolo bien, determinó que no era ése el motivo de su silencio: ella no tenía un pi lo en el mentón, se vestía con perlas y terciopelo, y sus modales no eran los de una mujer criada en un establo.
       ¿Qué le ocultaba entonces? Bajo la tremenda fuerza de sus sentimientos la duda era como una arena movediza bajo un monumento, una arena que se desplaza de golpe y lo hace temblar. Súbitamente esa agonía lo arrebataba. Ardía, entonces, en tal cólera que ella no atinaba a aplacarlo. Quizá no quería aplacarlo, quizá sus rabias le hacían gracia y las provocaba a propósito —tal es la curiosa perversidad del temperamento moscovita.
       Para seguir el cuento —patinando ese día más lejos de lo acostumbrado, alcanzaron esa parte del río donde habían andado los barcos y habían quedado detenidos en la helada corriente. Entre ellos estaba el barco de la embajada moscovita con la negra águila bicéfala flameando en el palo mayor, del que pendían largos carámbanos de variados colores. Sasha había dejado a bordo algunas de sus ropas, y creyendo que el barco estaba vacío, subieron al puente a buscarlas. Recordando ciertos pasajes de su propio pasado, a Orlando no le habría maravillado que algunos buenos ciudadanos hubieran solicitado ese refugio antes que ellos; y así fue en efecto. No habían andado lejos cuando un hermoso joven apareció detrás de unos cables, diciendo, al parecer, porque hablaba ruso, que pertenecía a la tripulación y ayudaría a la Princesa a encontrar lo que necesitaba, encendió un cabo de vela, y desapareció con ella en las partes inferiores del barco.
       Pasó el tiempo, y Orlando, absorto en sus sueños, pensaba en los placeres de la vida: en su joya, en su preciosidad, en medios de hacerla suya, irrevocable e indisolublemente. Había obstáculos que vencer y dificultades. Ella estaba resuelta a vivir en Rusia, donde había ríos helados y caballos salvajes y hombres, decía, que se abrían la garganta a cuchilladas. Lo cierto es que un paisaje de pino y nieve y hábitos de lujuria y de matanza no lo atraía. Tampoco le halagaba interrumpir su cómoda rutina rural de sport y plantar árboles; renunciar a su cargo; arruinar su carrera; cazar el reno en vez de la liebre; beber vodka en lugar de vino de Canarias y usar un cuchillo en la manga —quién sabe para qué. Sin embargo, estaba dispuesto a todo eso y a más que todo eso. En cuanto a su boda con Lady Margaret, aunque estaba fijada para la semana próxima, la cosa era tan ridicula que ni pensaba en ella. Sus parientes le reprocharían el haber desertado una gran dama; sus amigos, la ruina de la carrera más brillante del mundo por una mujer cosaca y un desierto de nieve —nada de eso era real al lado de Sasha. Huirían en la primera noche oscura. Zarparían para Rusia. Eso reflexionaba, eso urdía, al caminar por la cubierta de arriba abajo.
       Lo restituyó a la realidad el espectáculo del sol, suspendido como una naranja en la cruz de San Pablo. Era de un rojo sangre y se hundía rápidamente. Era casi de noche. Una hora y más de una hora que Sasha se había ido. Conmovido inmediatamente por esos presentimientos oscuros que ensombrecían sus más ufanas esperanzas, bajó la escalera por donde habían desaparecido los dos hacia la bodega del barco; y luego de tropezar en la oscuridad con barriles y cajones, supo que estaban sentados ahí, por una vislumbre pálida en un rincón. Por un segundo tuvo una visión de los dos; vio a Sasha en las rodillas del marinero; la vio inclinarse hacia él; los vio abrazarse antes que se borrara la luz en la nube roja de su rabia. Prorrumpió en un aullido tan angustioso que el barco entero retumbó. Sasha se arrojó entre los dos o el marinero hubiera sido estrangulado antes de poder sacar su machete. Entonces un desmayo mortal se apoderó de Orlando, y tuvieron que acostarlo en el suelo y darle aguardiente para reanimarlo. Y después, cuando volvió en sí y se sentó sobre un montón de bolsas en la cubierta, Sasha se inclinó sobre él, pasando suave, insinuosamente ante sus ojos aturdidos, como el zorro que lo mordió, ya mimándolo, ya apostrofándolo, de modo que llegó a dudar de lo que había visto. ¿No se había corrido la vela; no se habían movido las sombras? El baúl era pesado, dijo ella; el hombre la estaba ayudando a moverlo. Orlando le reía un momento —¿pues quién puede estar bien seguro de que su rabia no ha pintado lo más terrible?— y luego se encolerizaba con sus embustes. Entonces la misma Sasha palidecia; golpeaba el suelo con el pie —y juraba que se iría esa noche, y rogaba a sus dioses que la fulminaran si ella, una Romanovich, había consentido el abrazo de un vulgar marinero, sin efecto, viéndolos juntos (cosa a que apenas se animaba), Orlando se abochornó de su perversa imaginación capaz de concebir a esa fina criatura en las garras de ese peludo monstruo marino. El hombre era descomunal; descalzo tenía más de seis pies de estatura; llevaba en las orejas aros ordinarios de alambre; y parecía un caballo de carro en el que se hubiera posado un gorrión. Cedió, le creyó, le pidió perdón. Pero al bajar amorosamente del barco, Sasha se detuvo con la mano en la baranda de la escalera y dirigió a su bestia curtida, de cara anchota, una andanada de bromas, adioses o ternezas en ruso, de las que Orlando no entendió una palabra. Pero había algo en su tono (quizá las consonantes rusas tenían la culpa) que le hizo recordar una escena de hacía dos o tres noches, cuando la sorprendió en un rincón, royendo un cabo de vela que había recogido del suelo. Es verdad que era rosa, que era dorado, que era de la mesa del rey; pero era de sebo, y ella lo roía. ¿No había, pensó, conduciéndola al hielo, algo ordinario en ella, algo rancio, algo de campesina? Y se la imaginaba a los cuarenta, ya pesada, aunque ahora era esbelta como un junco; y se la imaginaba aletargada, aunque ahora era alegre como una alondra. Pero al patinar de nuevo hacia Londres, se le desvanecieron esas sospechas y sintió como si un enorme pez lo hubiera enganchado por la nariz y lo arrebatara sin querer por las aguas, pero con su propio consentimiento.
       Era una tarde de asombrosa belleza. Al declinar el sol, todas las cúpulas, agujas, torrecillas y pináculos de Londres, se erguían negros como tinta contra las furiosas nubes coloradas del poniente. Aquí estaba la cruz griega de Charing; ahí la cúpula de San Pablo, ahí el cubo macizo de los edificios de la Torre; ahí, como un grupo de árboles despojados de todas sus hojas, salvo un nudo en la punta, estaban las cabezas en las picas de Temple Bar. Ahora las ventanas de Westminster se iluminaban y ardían como un escudo celestial de muchos colores (en la imaginación de Orlando), ahora todo el ocaso parecía una ventana de oro con tropas de ángeles (en la imaginación de Orlando otra vez) ascendiendo y bajando infinitamente las escaleras celestiales. Todo ese tiempo parecía que patinaban sobre insondables abismos de aire, tan azul era el hielo; y tan vidrioso era y tan liso que resbalaban hacia la ciudad más y más ligero, con las gaviotas blancas girando alrededor y cortando en el aire con las alas las mismas curvas que ellos cortaban en el hielo con los patines.
       Sasha, como para darle seguridad, estaba más cariñosa que de costumbre y aún más deliciosa. Pocas veces hablaba de su vida pasada, pero ahora le contó cómo en invierno, en Rusia, ella oía el aullido de los lobos, a través de la estepa, y tres veces, para que él se lo imaginara, aulló como un lobo.
       Él le habló entonces de los ciervos que andaban por la nieve, y cómo se metían en la gran sala en busca de calor, y un viejo les daba avena cocida en un balde. Ella lo alabó entonces: por su amor a los animales; por su hidalguía; por sus piernas. Encantado con sus lisonjas y avergonzado de pensar que la había calumniado imaginándola en las rodillas de un vulgar marinero y aletargada y gorda a los cuarenta años, le dijo que no encontraba palabras para elogiarla; pero instantáneamente pensó que era como la primavera, y el verde césped, y las aguas que corren, y apretándola con más fuerza la hizo virar con él en una media luna, de suerte que las gaviotas y los corvejones viraron también. Y al detenerse al fin, sin aliento, ella le dijo, un poco anhelante, que él era como un árbol de Navidad con un millón de velas (como los que hay en Rusia), adornado de globos amarillos; incandescente; capaz de iluminar una calle entera (así podríamos traducirlo), porque con sus mejillas resplandecientes, sus rizos oscuros, su capa negra y carmesí, parecía irradiar una luz propia, desde una lámpara interior encendida.
       Todo el color, salvo el rojo de las mejillas de Orlando, se desvaneció. Vino la noche. Al desaparecer la anaranjada luz del poniente la sucedió el asombroso brillo blanco de las antorchas, fogatas, faroles, y otros inventos que alumbraban el río y que operaron la más extraña transformación. De algunas iglesias y palacios, cuyos frentes eran de piedra blanca, no se veían más que rayas y manchas oscilando en el aire. De San Pablo, en particular, sólo quedaba una cruz de oro. La Abadía era como el esqueleto gris de una hoja. Todo sufría extenuación y transformación. Al acercarse al Carnaval, oyeron una nota profunda como la que vibra en un diapasón, que creció más y más hasta ensordecer. De vez en cuando un vasto grito seguía a un cohete en el aire. Gradualmente pudieron distinguir figuritas desprendiéndose de la muchedumbre y circulando como insectos sobre la superficie del río. Encima y alrededor de este claro círculo pesaba como un tazón de oscuridad la honda negrura de una noche de invierno. En esta oscuridad se fueron elevando con pausas, que mantenían alerta la expectativa y las bocas abiertas, cohetes como flores, medias lunas, serpientes, una corona. En un instante los bosques y las lejanas colinas eran verdes como en un día de verano; en otro, todo era negrura e invierno.
       Ya Orlando y la Princesa estaban cerca del recinto del Rey, y les estorbó el camino una turba, que se agolpaba todo lo posible junto al cordón de seda. Reacios a salir de su intimidad y afrontar las miradas penetrantes que los vigilaban, la pareja se demoró ahí, codeándose con aprendices; sastres; vendedores de pescado; chalanes; tahúres; estudiantes hambrientos; doncellas de delantal; muchachas con naranjas; mozos de cuadra; honestos ciudadanos; borrachos desbocados; y una turba de chicos de la calle de esos que siempre merodean en los bordes de una multitud, gritando y tropezando entre las piernas de la gente —toda la escoria de las calles de Londres estaba ahí, bromeando y estrujándose, tirando aquí los dados, diciendo la buenaventura, empujándose, haciéndose cosquillas y pellizcándose; por acá barulleros, por allá silenciosos; algunos con la boca abierta de par en par; otros tan poco respetuosos como cornejas en la azotea; todos encasquetados y trajeados de acuerdo con su bolsillo o su posición; unos de pieles y de paño, otros en jirones, con un trapo de cocina en los pies para defenderlos del hielo. La mayoría, al parecer, estaba frente a una barraca o tablado, parecido a un teatro de títeres, donde se efectuaba una especie de representación. Un negro se agitaba y vociferaba. Había una mujer de blanco tendida en una cama. Aunque el escenario era tosco, y los actores tenían que subir y bajar por un par de escalones y a veces tropezaban, y el público pateaba y silbaba, o cuando se aburría arrojaba al hielo una cáscara de naranja que algún perro quería agarrar, la estupenda y sinuosa melodía de las palabras conmovió a Orlando como una música. Dichas con extrema rapidez y una audaz agilidad de lengua que le recordaba el canto de los marineros en las cervecerías de Wapping, las palabras aún sin sentido eran un vino para él. Una y otra vez le llegaba sobre el hielo una frase suelta que parecía arrancada de la profundidad de su corazón. El frenesí del moro era su propio frenesí, y cuando el moro estranguló a la mujer, la mujer estrangulada era Sasha.
       Al fin concluyó el drama. Todo quedó a oscuras. Lágrimas le rodaban por la cara. Mirando al cielo vio negrura también. Ruina y muerte, reflexionó, lo cubren todo. La vida del hombre acaba en la tumba. Los gusanos nos devoran.

             Methinks it should be now a huge eclipse
             Of suri and moon, and that the affrighted globe
             Should yawn...

       Al decir esto una estrella de alguna palidez surgió en su memoria. La noche era oscura, era tenebrosa; pero era una noche como ésa la que ellos aguardaban; era una noche como ésa la que ellos necesitaban para la huida. Recordó todo. Había llegado el momento. En un arranque de pasión atrajo a Sasha, y le gritó al oído: «Jour de ma vie!». Era la señal convenida. A medianoche se encontrarían en un mesón cerca de Blackfriars. Había caballos apostados. Todo estaba listo para la fuga. Así se despidieron, ella a su tienda, él a la suya. Faltaba todavía una hora.
       Mucho antes de la medianoche Orlando esperaba. La noche era tan negra que un hombre se podía venir encima antes que uno lo viera —lo cual era más bien conveniente—, pero también era tan solemne y tan quieta que el casco de un caballo, o el llanto de un niño, se podían oír a media milla de distancia. Más de una vez Orlando, midiendo con sus pasos el patiecito, suspendió el latido de su corazón al oír una jaca pausada sobre las piedras, o el crujido de un traje de mujer. Pero era sólo un comerciante que regresaba con atraso al hogar, o alguna mujer del barrio cuya misión era menos inocente. Pasaban, y la calle quedaba más quieta que antes. Entonces esas luces que ardían en los pisos bajos de las viviendas apretadas que habitaban los pobres de la ciudad, subían a las bohardillas, y una por una, se apagaban. Los faroles de la calle eran pocos en esos arrabales; y la negligencia del sereno solía tolerar que se apagaran antes del alba. La oscuridad era entonces aún más profunda. Orlando revisó la mecha de su linterna, examinó las cinchas de las monturas; cebó sus pistolas; examinó las fundas; y repitió esos actos a lo menos media docena de veces, hasta que no encontró nada más que requiriera su atención. Aunque faltaban unos veinte minutos para la medianoche, no se resolvió a entrar en la sala de la posada, donde la patraña seguía sirviendo vino seco y vino de Canarias barato a unos cuantos hombres de mar, que se instalaban ahí entonando sus coros y contando sus cuentos de Drake, Hawkins y Grenville, hasta que se caían de los bancos y rodaban dormidos en la arena del piso. La oscuridad se apiadaba más de su henchido y violento corazón. Escuchaba cada paso; especulaba sobre cada sonido. Cada grito de borracho y cada gemido de infeliz, tirado en la paja o movido por cualquier pena, le lastimaba el corazón en carne viva, como si presagiara el mal a su empresa. Sin embargo, no temía por Sasha. La aventura era nada para su coraje. Vendría sola, con su capa y sus pantalones, con botas como un hombre. Era tan leve su pisada, que apenas se oiría, aun en este silencio.
       Ahí esperaba en la oscuridad. De súbito le golpearon la cara, blanda pero pesadamente, en el lado de la mejilla. Tan tensa era su expectativa que se sobresaltó y llevó la mano a la espada. El golpe se repitió una docena de veces en su frente y en su mejilla. La helada había durado tanto que necesitó un minuto para entender que eran gotas de lluvia: los golpes eran gotas de la lluvia. Al principio caían lentamente, deliberadamente, una por una. Pero pronto las seis gotas fueron sesenta, luego seiscientas, después cayeron juntas en un chorro firme de agua. Era como si el duro cielo consolidado se viniera abajo en una sola fuente profusa. En el término de cinco minutos Orlando se empapó hasta los huesos.
       Apresuradamente puso a cubierto los caballos, y buscó amparo bajo el dintel de la puerta desde la que podía observar el patio. El aire estaba ahora más pesado que nunca, y era tal el zumbido y el vapor que se elevaba del aguacero, que hubiera resultado imposible oír la pisada de un hombre o de un animal. Los caminos cribados de grandes baches estarían anegados y quizás impracticables. Apenas concedió un pensamiento a esa traba puesta a su fuga. Todos sus sentidos se concentraban en el acecho del sendero empedrado —brillando a la luz del farol— por donde vendría Sasha. A veces, en la oscuridad, le parecía verla regada por la lluvia. Pero el fantasma no duraba. De pronto, con una voz ominosa y terrible, una voz llena de horror y alarma que hizo parar cada angustioso pelo en el alma de Orlando, sonó en San Pablo la primera campanada de la medianoche. Sonó cuatro veces más, implacable. Con la superstición de un enamorado, Orlando había resuelto que a la sexta campanada Sasha vendría. Pero la sexta campanada murió y la séptima vino y la octava, y para su temerosa mente eran notas que primero anunciaban y luego proclamaban muerte y desastre. Cuando sonó la última, comprendió que estaba echada su suerte. En vano su parte de razón razonaba: «Sasha puede estar en retardo, puede haber tenido un inconveniente, puede haberse perdido». El corazón apasionado y sensible sabía la verdad. Otros relojes dieron la hora, en una confusión de toques sucesivos. El universo parecía aturdirse con las noticias de su irrisión y de la mentira de Sasha. Las antiguas sospechas subterráneas que estaban trabajándolo salieron abiertamente de su escondite. Lo picó un enjambre de víboras, cada una más venenosa que la anterior. Se quedó inmóvil en la puerta, bajo la enorme lluvia. Al pasar los minutos, se le aflojaron un poco las rodillas. El aguacero proseguía. En lo más fuerte parecían oírse grandes cañones. Se oían vastos ruidos como de robles arrancados de raíz y postrados. Había también gritos salvajes y rugidos que no eran humanos. Pero Orlando se quedó inmóvil hasta que el reloj de San Pablo marcó las dos, y entonces, vociferando con una horrible ironía, y mostrando todos sus dientes, «Jour de ma vie!», estrelló contra el suelo la linterna, saltó a caballo y partió al galope sin saber dónde.
       Algún instinto ciego, porque ya era incapaz de razonar, debió inducirlo a tomar la margen del río en dirección al mar. Porque al romper el alba, lo que sucedió con inusitada rapidez, cuando el cielo era de un amarillo pálido y casi había cesado la lluvia, se encontró en las orillas del Támesis más allá de Wapping. Un espectáculo extraordinario se ofreció a sus ojos. Ahí, donde por tres meses y más hubo hielo tan sólido y tan macizo que parecía permanente como piedra, y toda una alegre ciudad se edificó sobre él, corría ahora un turbulento torrente de aguas amarillas. En una sola noche el río había recuperado su libertad. Era como si una fuente de azufre (opinión que favorecieron muchos filósofos) hubiera brotado de las regiones volcánicas inferiores y hubiera reventado el hielo con tal vehemencia que barría y apartaba furiosamente los fragmentos enormes. Daba vértigo la sola vista del agua. Todo era caos y confusión. El río estaba sembrado de témpanos. Algunos eran amplios como una cancha y altos como una casa; otros no eran mayores que un sombrero de hombre, pero fantásticamente retorcidos. Ora descendía todo un convoy de bloques de hielo hundiendo cuanto le estorbaba el camino. Ora, arremolinándose y retorciéndose como una serpiente torturada, el río parecía lastimarse entre los fragmentos, y los empujaba de orilla a orilla, hasta deshacerlos contra los arcos y los pilares. Pero, lo más horrendo era el espectáculo de los hombres atrapados de noche, que ahora recorrían sus islas zigzagueantes y precarias en la última angustia. Que se arrojaran al torrente o se quedaran en el hielo, su destino era inevitable. A veces un montón de esos pobres seres desfilaban juntos, algunos de rodillas, otros amamantando a sus hijos. Un anciano parecía leer en voz alta un libro sagrado. Otras veces, y su suerte quizás era la más terrible, un desdichado recorría su estrecho alojamiento sin compañero. Al ser barridos mar afuera, algunos vanamente pedían socorro, jurando locas promesas de enmienda, confesando sus pecados y ofreciendo altares y bienes si Dios oía sus ruegos. Otros estaban tan aterrados que permanecían quietos y mudos mirando fijamente ante sí. Una cuadrilla de aguateros o postillones, a juzgar por sus uniformes, vociferaban en coro los más obscenos cantos de taberna, como un desafío, y se estrellaron contra un árbol y se hundieron con blasfemias en los labios. Un viejo noble —como lo proclamaban su traje con pieles y su cadena de oro— se hundió no lejos del lugar donde estaba Orlando, invocando venganza sobre los rebeldes irlandeses, quienes, dijo con su último aliento, habían tramado esa satánica maldad. Muchos perecieron apretando un jarro de plata contra su pecho o algún otro tesoro; y no menos de una docena de pobres diablos se ahogaron por su propia codicia, arrojándose a la corriente para no perder una copa de oro o permitir la desaparición de un abrigo de pieles. Porque los témpanos arrastraban muebles, valores, objetos de todas clases. Entre esos espectáculos extraños se vio una gata amamantando su cría; una mesa puesta suntuosamente para veinte cubiertos; una pareja en cama; y una extraordinaria cantidad de utensilios de cocina.
       Aterrado y atónito, Orlando no pudo hacer otra cosa que mirar las aguas que se desencadenaban a sus pies. Al fin, como recobrándose, espoleó su caballo y corrió a lo largo del río en dirección al mar. Doblando una curva llegó al sitio donde hacía menos de dos días los buques de los Embajadores parecían anclados para siempre. Los contó con apuro: el francés, el español, el austríaco, el turco. Todos estaban a flote, aunque el navio francés había roto sus amarras, y el turco tenía un gran rumbo en el costado y estaba llenándose de agua. Pero el buque ruso no se veía por ninguna parte. Por un instante Orlando creyó que había naufragado; pero elevándose en los estribos y sombreando sus ojos, que tenían la vista del halcón, alcanzó a distinguir en el horizonte la forma de un navio. Las águilas negras volaban en el palo mayor. El barco de la Embajada Moscovita salía mar afuera.
       Se arrojó enfurecido del caballo, como para acometer el torrente. Con el agua hasta las rodillas, descargó contra la infiel todas las injurias que se han destinado siempre a su sexo. Perjura, voluble, inconstante, dijo; demonio, adúltera, felona, y el remolino recibió sus palabras y dejó a sus pies una vasija rota y una pajita.


Dos

       En este punto el biógrafo tropieza con una dificultad que más vale afrontar que soslayar. Hasta esta etapa de la vida de Orlando, copiosos documentos, de orden particular o de orden histórico, han permitido la ejecución del deber primordial de todo biógrafo: rastrear, sin mirar a izquierda o derecha, las huellas indelebles de la verdad; ciego a las flores, indiferente a los matices; adelantando sistemáticamente hasta caer en el sepulcro y escribir finis en la lápida sobre nuestras cabezas. Pero ahora llegamos a un episodio que se atraviesa en nuestro camino, de suerte que no hay manera de eludirlo. Es oscuro, misterioso, indocumentado; de suerte que tampoco hay manera de justificarlo. Su interpretación abarcaría muchos volúmenes; sistemas religiosos enteros podrían edificarse sobre él. Nuestro deber es comunicar los hechos auténticos, y dejar a juicio del lector las conclusiones.
       En el verano de aquel invierno calamitoso que vio la helada, la inundación, la muerte de tantos millares y el derrumbe total de las esperanzas de Orlando —porque fue desterrado de la Corte; cayó en desgracia con los nobles más poderosos de su tiempo; sufrió la justa cólera de los Desmond de Irlanda, y aun la del Rey, a quien ya le daban bastante trabajo los irlandeses para que no lo desazonara este nuevo enredo—, en ese verano Orlando se retiró a su gran casa de campo y vivió en absoluta soledad. Una mañana de junio —el sábado 18— no se levantó a la hora habitual, y cuando su ayuda de cámara lo llamó, estaba profundamente dormido. No lo pudieron despertar. Estaba como en un desmayo, sin respiración perceptible; y aunque trajeron perros a ladrar bajo su ventana; tocaron címbalos, tambores y castañuelas incesantemente en su dormitorio; pusieron una rama espinosa bajo su almohada; y le aplicaron sinapismos en la planta de los pies, no se despertó, no se alimentó y no dio señales de vida por siete días y siete noches. En el séptimo día se despertó a la hora acostumbrada (las ocho menos cuarto, precisamente) y expulsó de su pieza toda la tribu de comadres chillonas y curanderos; hecho asaz natural; pero lo raro era que no mostraba conciencia de su letargo, y que se vistió y pidió su caballo, como si acabara de despertarse después de una noche de sueño. Sin embargo, se sospechó un trastorno mental, pues aunque estaba en su perfecta razón, y era más reposado y más sobrio, su recuerdo de la vida anterior parecía imperfecto. Escuchaba lo que las personas decían de la gran helada o del patinaje o del Carnaval, pero nunca dio signo alguno de haberlos presenciado: sólo alguna vez se pasaba la mano por la frente como para disipar una nube. Cuando se discutían las vicisitudes de los seis meses últimos, Orlando parecía menos afligido que intrigado, como si lo molestaran antiguas y confusas memorias o como si tratara de recordar cosas referidas por un tercero. Se notó que bastaba la mención de Rusia, de princesas o de barcos, para que se pusiera huraño e incómodo, y se levantara y mirara por la ventana o llamara a uno de los perros, o tomara un cuchillo y recortara un trozo de madera de cedro. Los médicos, entonces, no eran mucho más sabios que ahora, y después de recetarle reposo y ejercicio, ayuno y superalimentación, compañía y soledad, régimen de cama y cabalgatas de cuarenta millas entre el almuerzo y la comida, sin perjuicio de los calmantes y excitantes acostumbrados, con adición ocasional de pócimas de baba de lagartija por la mañana y dosis de hiél de pavo real por la noche, lo abandonaron a su suerte y diagnosticaron que había dormido una semana. Pero si había dormido, ¿de qué naturaleza —no podemos dejar de preguntar— son los sueños como ése? ¿Son medidas reparadoras —letargos en que los recuerdos más dolorosos, los hechos capaces de invalidar la vida para siempre, son rozados por una ala oscura que les alisa la aspereza y los dora, por feos y mezquinos que sean, con un resplandor, una incandescencia? ¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que diariamente necesitamos minúsculas dosis de muerte para ejercer el oficio de vivir? Y entonces, ¿qué raros poderes son ésos que penetran nuestros más secretos caminos y cambian nuestros bienes más preciosos a despecho de nuestra voluntad? Orlando, agotado por su extremo padecimiento, ¿había estado muerto una semana y había resucitado después? Y si así fuera, ¿qué cosa son la muerte y la vida? Al cabo de esperar cuarenta minutos la solución de tales preguntas, y de comprobar que no viene, sigamos con el cuento.
       Orlando se entregó a una vida de soledad total. Su desgracia en la Corte y la violencia de su pena tenían parcialmente la culpa, pero como no intentó defenderse y raras veces convidó a alguien a visitarlo (aunque tenía muchos amigos que lo hubieran hecho gustosos), parecía que le agradaba esa soledad en la gran casa de sus mayores. Había elegido la soledad. Nadie sabía exactamente en qué pasaba el tiempo. Los sirvientes, de los que mantenía un gran tren, aunque su ocupación habitual era el barrido de aposentos vacíos y el arreglo de camas en las que no dormía nadie, espiaban, en la oscuridad de la tarde, a la hora de la cerveza y de los bizcochos, una luz que recorría las galerías, atravesaba las enormes salas, subía por las escaleras, penetraba en los dormitorios y les indicaba que su patrón erraba solitario por la casa. Nadie se animaba a seguirlo, porque la casa estaba provista de una multitud de fantasmas, y era tan grande que era fácil perderse y rodar por una escalera secreta o abrir una puerta que el viento podía cerrar para siempre —accidentes harto comunes, como lo demostraban los repetidos hallazgos de esqueletos humanos y animales en actitudes de agonía. La luz solía perderse del todo, y el ama de llaves, Mrs. Grimsditch, le manifestaba a Mr. Dupper, el capellán, su miedo de que algún accidente hubiera sorprendido a su Señoría. Mr. Dupper opinaba que su Señoría estaba arrodillado, sin duda, entre las tumbas de sus antepasados, en la Capilla que daba sobre el Patio del Billar, a una media legua hacia el sur. Pues tenía pecados en la conciencia, temía Mr. Dupper; a lo que contestaba Mrs. Grimsditch, con algún mal humor, que era el caso de muchos; y Mrs. Stewkley y Mrs. Field y Carpenter, la vieja nodriza, hacían coro de alabanzas a su Señoría; y los palafreneros y los lacayos juraban que era lamentable ver arrastrarse por la casa a tan apuesto caballero en vez de cazar zorros o perseguir ciervos; y hasta las muchachitas de los roperos y lavaderos, las Judys y las Faiths, que pasaban los jarros y los bizcochos, sumaban su testimonio a la cortesía de su Señor; porque jamás hubo caballero más bondadoso ni más pródigo de esas moneditas de plata que sirven para comprar un moño de cinta o un ramillete para el pelo; y hasta la negra que llamaban Grace Robinson, para hacer de ella una cristiana, adivinaba de qué estaban hablando, y convenía en esos abundantes elogios del único modo posible: es decir, mostrando los dientes en una ancha sonrisa. En resumen, todos sus servidores, hombres y mujeres, lo tenían en gran estima, y maldecían a la princesa extranjera (pero usaban un nombre más ordinario) que lo había puesto en ese trance.
       Es harto posible que la cobardía, o la afición a la cerveza caliente, hicieran que Mr. Dupper se imaginara a su Señoría seguro entre las tumbas, para no tener que ir a buscarlo; pero no es menos posible que Mr. Dupper tuviera razón, además. Orlando se deleitaba singularmente en pensamientos de disolución y de muerte, y luego de recorrer las extensas galerías y los salones con un cirio en la mano, mirando un cuadro después de otro, como si buscara un retrato, subía al escaño de familia y se quedaba sentado por horas viendo la oscilación de las banderas y el temblor de la luna, sin otra compañía que una mariposa de los muertos o que un murciélago. Eso no le bastaba; tenía que bajar a la cripta donde sus antepasados yacían, féretro sobre féretro, diez generaciones acumuladas. Era un lugar tan poco frecuentado que las ratas habían comido hasta el plomo, y a veces una tibia le agarraba la capa, y a veces hacía polvo con el pie la calavera de algún viejo Sir Malise. Era un sepulcro siniestro —socavado bajo los profundos cimientos de la casa como si el fundador de la familia, que había venido de Francia con el Conquistador, hubiera querido enseñar que toda pompa se funda sobre la corrupción: que debajo de la carne está el esqueleto, que los cantores y los bailarines de arriba serán los que descansan abajo, que el terciopelo carmesí se hace polvo, que la sortija (aquí Orlando, inclinando su linterna, recogía un círculo de oro al que le faltaba una piedra que había rodado a un rincón) pierde el rubí y el ojo otrora tan brillante se apaga. «Nada queda de todos esos príncipes —repetía Orlando, con una disculpable exageración de su jerarquía—, sino una falange, y estrechaba una mano de esqueleto y movía las articulaciones de un lado a otro—. ¿De quién era esta mano? —se preguntaba—. ¿La derecha o la izquierda? ¿La mano de una mujer o de un hombre, de la vejez o de la juventud? ¿Había gobernado el caballo de guerra o manejado la aguja? ¿Había cortado la rosa o empuñado el acero frío? ¿Habría?» —pero aquí la imaginación fallaba o, lo que es más probable, le suministraba tantos ejemplos de lo que puede hacer una mano, que se sustraía, como siempre, a las omisiones (que constituyen la tarea fundamental del estilo) y la guardaba con los otros huesos, pensando que había un médico en Norwich, un tal Thomas Browne, cuyos trabajos sobre temas afines le placían singularmente.
       Así, tomando su linterna, y cuidando que los huesos estuvieran en orden, pues aunque romántico era metódico en extremo y no toleraba un ovillo en el suelo, y mucho menos una calavera de antepasado, regresó a ese curioso y melancólico andar por las galerías, buscando alguna cosa en los cuadros hasta que lo detuvo una verdadera crisis de llanto, ante un paisaje de nieve holandés por un pintor desconocido. Entonces le pareció que la vida no valía la pena de ser vivida. Olvidadizo de los huesos de sus mayores y de que la vida se eleva sobre un sepulcro, se quedó sacudido por el llanto, todo por el hambre de una mujer con bombachas rusas, ojos oblicuos, labios encaprichados y perlas en el cuello. Se había ido. Lo había dejado. Ya no la vería más. Así sollozó. Y así volvió a sus habitaciones, y Mrs. Grimsditch, al ver la luz en la ventana, apartó el jarro de sus labios, y dijo «Alabado sea Dios, su Señoría está sano y salvo en su cuarto», pues ella había pensado todo ese tiempo que lo habían asesinado de un modo atroz.
       Orlando acercó su silla a la mesa, abrió las obras de Sir Thomas Browne y procedió a investigar la delicada articulación de uno de sus pensamientos más largos y más prodigiosamente intrincados.
       — Pues aunque éstos no son asuntos que un biógrafo pueda amplificar con provecho, los lectores capaces de construir con unas pocas indicaciones dispersas la entera circunferencia y el ámbito de una persona viva; los lectores capaces de transmutar nuestro mero susurro en una inconfundible voz, de percibir, aunque describamos o no, una cara precisa, de intuir sin una palabra que los ayude, un pensamiento exacto —y no escribamos sino para lectores así—, esos lectores ejemplares, decimos, saben muy bien que Orlando estaba extrañamente I formado de muchos humores: de melancolía, de indolencia, de pasión, del amor a la soledad, para no decir nada de esas deformaciones y sutilezas de genio que apuntamos en la primera página, cuando guerreó con la cabeza de un negro muerto, la hizo rodar al suelo, la sujetó caballerescamente fuera de su alcance, y luego se acogió a la ventana con un libro. Su afición por los libros era temprana. De chico, los pajes lo sorprendían leyendo a la medianoche. Le quitaban la vela, y criaba luciérnagas que ayudaban a su propósito. Le quitaban las luciérnagas y casi prendió fuego a la casa con una mecha. Para decirlo de una vez (dejando al novelista la tarea de alisar la seda arrugada y sus complicaciones), Orlando era un hidalgo que padecía del amor de la literatura. Muchas personas de su tiempo, aún más las de su rango, escapaban al mal y quedaban en libertad de correr, de cabalgar o de enamorarse a su gusto. Pero a algunos los contaminaba un germen nacido del polen del asfódelo, traído por los vientos de Grecia y de Italia, y de naturaleza tan perniciosa que detenía la mano lista para el golpe, velaba el ojo que buscaba su presa y entorpecía la lengua que estaba declarando su amor. La fatal naturaleza de ese morbo sustituía a la realidad un fantasma, de suerte que Orlando, a quien la fortuna había otorgado todos los dones —platería, lencería, casas, sirvientes, alfombras, camas en profusión—, no tenía más que abrir un libro para que esa vasta acumulación se hiciera humo. Desaparecían los nueve acres de piedra que eran su casa; se evaporaban los ciento cincuenta sirvientes; se volvían invisibles los ochenta caballos de silla; sería prolijo enumerar las alfombras, divanes, tapicerías, porcelanas, platerías, vinagreras, calentadores y otros bienes muebles, a veces de oro macizo, que se desvanecían bajo la misma como niebla marina. Así era, y Orlando se quedaba solo, leyendo, un hombre desnudo.
       En la soledad, el mal tomaba cuerpo rápidamente. Ya entrada la noche, leía a veces unas seis horas más, y cuando le pedían instrucciones para carnear la hacienda o para cosechar el trigo, apartaba su infolio y miraba sin comprender. Eso era grave y les partía el alma al halconero Hall, al palafrenero Giles, a Mrs. Grimsditch, el ama de llaves, a Mr. Dupper, el capellán. Un apuesto caballero como él, decían, no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de ese otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso ya es bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera —pues al fin de cuentas no tiene mucho que perder—, el trance de un hombre rico, que tiene casas y ganado, doncellas, burros y ropa blanca, y sin embargo escribe libros, es penoso en extremo. Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes; lo roen los gusanos. Daría el último centavo (¡tan virulento es ese mal!) por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarle el tesoro de una frase bien hecha. Se enferma, cae en una consunción, se vuela los sesos, vuelve su cara a la pared. No importa en qué actitud lo encuentran. Ha atravesado las puertas de la Muerte y conocido las llamas del Infierno.
       Orlando, felizmente, era de naturaleza robusta, y el mal (por razones que declararemos después) no lo quebró como a muchos de sus iguales. Con todo, lo afectó profundamente, según veremos. Al cabo de una hora o dos de lectura de Sir Thomas Browne, cuando el bramido del ciervo y el canto del sereno proclamaban el momento más hondo de la noche, y el sueño general atravesó el cuarto, sacó del bolsillo una llave de plata y abrió las puertas de un escritorio incrustado que había en el rincón. Adentro había unos cincuenta cajones de madera de cedro y cada uno con un rótulo escrito cuidadosamente en letra de Orlando. Se detuvo, como si no supiera cuál abrir. Uno decía «La muerte de Áyax», otro «El nacimiento de Príamo», otro «Ifigenia en Áulide», otro «La muerte de Hipólito», otro «Meleagro», otro «La vuelta de Ulises» —en fin, casi no había un solo cajón sin el nombre de algún personaje mitológico en un momento crítico de su carrera. En cada cajón había un documento considerable, escrito de puño y letra de Orlando. La verdad es que hacía muchos años que Orlando padecía ese mal. Ningún muchacho había pedido manzanas como Orlando había pedido papel; ni golosinas como él había pedido tinta. Huyendo de los juegos y de la charla, se había ocultado detrás de las cortinas, en los oratorios secretos, o en la despensa detrás del dormitorio de su madre (donde había un gran agujero en el piso que olía espantosamente a estiércol de pájaros), con un cuerno de tinta en una mano, una pluma en la otra, y en las rodillas un pliego de papel. Así fueron escritas, antes que él cumpüera los veinticinco, unas cuarenta y siete comedias, historias, novelas, poemas; unas en prosa, otras en verso, unas en francés, otras en italiano: todas románticas y todas largas. Había hecho imprimir una por John Ball en la Casa del Penacho y de la Corona, frente a St. Paul's Cross, Cheapside, pero aunque el espectáculo de esa obra lo deleitaba singularmente, no se había atrevido a mostrarlo ni aun a su madre, ya que escribir (y no hablemos de publicar) era, bien lo sabía, una imperdonable falta en un noble.
       Ahora, sin embargo, que estaba solo en la medianoche, sacó de ese depósito un grueso documento que se llamaba «Xenóphila, una Tragedia» o algo por el estilo, y uno más delgado, llamado simplemente «La Encina» —el único título breve del montón. Luego acercó el tintero, agitó en el aire la pluma, y ejecutó los otros ritos preliminares de los aficionados a ese vicio. Pero se detuvo.
       Como esta pausa es de grande significación en su historia —más, en verdad, que muchos acontecimientos que arrojan de rodillas a los hombres y ensangrientan los ríos—, conviene averiguar por qué se detuvo, y responder, después de las debidas reflexiones, que fue por algún motivo como éste. La naturaleza, que nos ha jugado tantas malas pasadas, confeccionándonos tan híbridamente de arcilla y de diamantes, de arco iris y de granito, encajando todo en un molde, a veces de manera incoherente, pues el poeta tiene cara de carnicero, y el carnicero, de poeta; la naturaleza, que se complace en lo misterioso y lo turbio, de suerte que ni siquiera hoy (primero de noviembre de 1927) sabemos por qué subimos al primer piso o por qué bajamos, y nuestros movimientos más cotidianos son como el paisaje de un barco en un desconocido mar, y los vigías en el palo mayor interrogan, apuntando sus telescopios al horizonte: ¿Se ve o no se ve tierra?, y nosotros les respondemos con una afirmación si somos profetas y con una negación si somos verídicos; la naturaleza, cuyo mayor pecado no es la extensión, tal vez incómoda de esta frase, ha complicado su tarea y ha perfeccionado nuestra confusión, suministrándonos un surtido completo de retazos —un fragmento del pantalón de un gendarme al lado de un jirón del velo nupcial de la reina Alejandra— y ha dispuesto además que un solo hilván los conserve juntos. La costurera es la Memoria, y por cierto bien caprichosa. La Memoria mete y saca su aguja, de arriba abajo, de acá para allá. Ignoramos lo que viene en seguida, lo que vendrá después. El acto más común —sentarse a la mesa, acercar el tintero— puede agitar mil fragmentos dispares, un rato iluminados, un rato en sombra, colgando y hamacándose y flameando, como la ropa interior de una familia de catorce personas en una soga un día de viento. En lugar de ser duras y honestas obras de una pieza de las que no se puede abochornar ningún hombre, nuestros actos más habituales están como aureolados de un temblor de alas, de una ascensión y de una caída de luces. De ahí que Orlando, al mojar la pluma en la tinta, viera la cara burlona de la Princesa perdida y se dirigiera inmediatamente un millón de preguntas que eran como flechas empapadas en hiél. ¿Dónde estaría, y por qué razón lo dejó? ¿Era el Embajador su tío o su amante? ¿Estaban de acuerdo? ¿Acaso la obligaron? ¿Estaría casada? ¿Estaría muerta? —todo lo cual lo emponzoñó de tal modo, que para desahogar su agonía clavó la pluma de ave en el tintero con tal profundidad que la tinta salpicó toda la mesa: hecho que por cualquier explicación que le demos (y no hay explicación posible: la Memoria es inexplicable) sustituyó la cara de la Princesa por otra muy distinta. ¿Pero de quién sería? se preguntó. Y tuvo que esperar, quizá medio minuto, mirando al nuevo cuadro que cubría el otro, como una vista de linterna mágica que deja traslucir la anterior, antes de poder contestarse: «Ésta es la cara de aquel hombre más bien gordo, raído, que estaba en el cuarto de Twitchett hace ya tantos años, la noche que la vieja Reina Bess vino aquí a cenar, y yo lo vi —prosiguió Orlando atrapando otro de esos retazos de colores—, sentado a la mesa, cuando bajaba yo al comedor, y tenía los ojos más raros —dijo Orlando—, que hubo en la tierra, ¿pero quién diablos era? —preguntó Orlando, pues aquí la Memoria añadió a la frente y los ojos, primero una gorguera ordinaria con manchas de grasa, luego un justillo pardo, y finalmente un par de gruesas botas como las que usan los ciudadanos de Cheapside—. No un prócer, no uno de los nuestros —dijo Orlando (observación que no hubiera formulado en voz alta, pues era el más cortés de los caballeros, pero que demuestra el efecto que la sangre noble puede ejercer y de paso las dificultades peculiares de un aristócrata para ser escritor)—, un poeta, supongo». Según todas las leyes, la Memoria, ya habiéndolo fastidiado lo suficiente, hubiera debido obliterar la visión o haber extraído algo no menos incoherente e idiota —un perro corriendo a un gato o una vieja sonándose las narices con un pañuelo de algodón colorado— y Orlando, temeroso de que esos fantaseos siempre lo dejaran atrás, hubiera dirigido en serio su pluma sobre el papel. (Porque podemos, si la decisión no nos falta, expulsar de la casa a esa loca de la Memoria y a su disparatado séquito.) Pero Orlando se detuvo. La Memoria seguía presentándole la imagen de un hombre raído, con grandes ojos brillantes. Siguió mirándolo, siguió en suspenso. Esasj^usasjonjiuestra ruina. La sedición penetra en la fortaleza y la guarnición se rebela. Ya se había detenido una vez y el amor, con su terrible tropel, sus zampoñas, sus címbalos, y sus decapitadas cabezas de rizos cruentos, había irrumpido en su corazón. El amor le había hecho padecer las torturas de los reprobos. (Ahora, por segunda vez, se detuvo, y en la brecha así abierta saltaron la Ambición, esa energúmena, y la poesía, esa hechicera, y la Codicia de la Gloria, esa prostituta, y se tomaron de la mano y pisotearon con su baile el corazón de Orlando!)
       De pie en la soledad de su cuarto juró ser el primer poeta de su linaje y dar brillo inmortal a su nombre. Dijo (recitando los nombres y las proezas de sus mayores) que Sir Boris había vencido y dado muerte al Infiel; Sir Gawain, al Turco; Sir Miles, al Polaco; Sir Andrew, al Franco; Sir Richard, al Austríaco; Sir Jordán, al Francés; y Sir Herbert, al Español. Pero de toda esa matanza y esas campañas, esas borracheras y esos amores, esos despilfarros y cacerías y cabalgatas y comilonas, ¿que quedaba? Un cráneo; un dedo. En cambio, dijo, volviendo la página de Sir Thomas Browne, que estaba abierta sobre la mesa —y otra vez se detuvo. Como una encantación que subiera de todos los lados del cuarto, del viento de la noche y de la luna, rodó la divina melodía de esas palabras que, para no humillar esta página, dejaremos donde están sepultadas, no muertas, más bien embalsamadas, tan fresco es su color, tan puro su aliento—, y Orlando, comparando esa obra con la obra de sus mayores, gritó que sus hazañas y ellos eran polvo y cenizas, pero que estas palabras y este hombre eran inmortales.
       Sin embargo, no tardó en advertir que las batallas libradas por Sir Miles y los otros para ganar un reino contra caballeros con armadura, eran menos arduas que la emprendida ahora por él para ganar inmortalidad contra la lengua inglesa. El lector que haya intimado con las severidades del trabajo de redactar no necesitará pormenores: cómo escribió y le pareció bueno; releyó y le pareció vil: corrigió y rompió; omitió; agregó, conoció el éxtasis, la desesperación; tuvo sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapó ideas y las perdió; vio su libro concluido y se le borró: personificó sus héroes mientras comía; los declamó al salir a caminar; rió y lloró; vaciló entre uno y otro estilo; prefirió a veces el heroico y pomposo; otras el directo y sencillo; otras los valles de Tempe; otras los campos de Kent o de Cornwall; y no llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra.
       Con el objeto de aclarar esa duda tomó la decisión, después de muchos meses afiebrados y laboriosos, de cortar una soledad que ya se medía por años y ponerse en comunicación con el mundo externo. Tenía un amigo en Londres, un tal Giles Isham de Norfolk que, aunque de noble cuna, se trataba con escritores y sin duda lo podría presentar a algún miembro de esa hermandad bendita, o más bien sagrada. Para el febril Orlando de esa época, el hombre que había escrito un libro y que lo había hecho imprimir, efúndía una gloria que oscurecía todas las glorias de la sangre y del rango. Su imaginación creía que hasta sus cuerpos estarían glorificados por esos pensamientos divinos. Los veía con aureolas en vez de pelo, sahumerio en vez de aliento, y rosas que brotaban entre sus labios —rasgos por cierto nada típicos de él o de Mr. Dupper. Era incapaz de concebir una felicidad mayor que ocultarse detrás de una cortina y oírlos conversar. La sola idea de ese variado y atrevido coloquio humillaba el recuerdo de sus charlas con sus amigos cortesanos: charlas cuyo tema era un perro, un caballo, una mujer, un partido de naipes. Recordaba con orgullo que siempre le habían dicho literato, y se habían burlado de su amor a los libros y a la soledad. Nunca le habían salido bien los cumplidos. Se quedaba tieso, se sonrojaba, o tenía torpezas de granadero en el estrado de las damas. Dos veces se había caído del caballo, de puro distraído. Buscando una rima, había roto una vez el abanico de Lady Winchilsea. El ávido recuerdo de esas incapacidades (y de otras muchas) para la vida mundana, lo condujeron a la convicción inefable de que toda la turbulencia de su juventud, su torpeza, sus sonrojos, sus caminatas y su afición al campo, demostraban que él mismo pertenecía menos a la raza noble que a la raza sagrada —que era de nacimiento un escritor, más bien que un aristócrata. Por vez primera desde la noche de la inundación se sintió feliz.
       Entregó a Mr. Isham de Norfolk para Mr. Nicholas Greene de Clifford's Inn un documento que expresaba la admiración de Orlando por sus obras (pues Nick Greene era entonces un celebérrimo escritor) y su anhelo de conocerlo; que apenas se atrevía a formular, porque nada podía ofrecerle en cambio; pero si Mr. Nicholas Greene se dignara visitarlo, un carruaje y cuatro caballos lo aguardarían en la esquina de Fetter Lane a la hora que Mr. Greene dispusiera, y lo transportaría sano y salvo a la casa de Orlando. Es fácil reconstruir el resto de la carta, y figurarse la alegría de Orlando, cuando, después de un plazo no infinito, Mr. Greene aceptó la invitación del Noble Señor: tomó asiento en el coche y fue depositado en el hall al sur del edificio principal, puntualmente a las siete de la tarde, el lunes veintiuno de abril.
       Muchos Reyes, Reinas y Embajadores habían sido allí recibidos; también, muchos Jueces y sus armiños. Las damas más hermosas del Reino se habían reunido en ese lugar, y los más adustos guerreros. Banderas de Agincourt y de Flodden pendían de los muros. Se alineaban ahí los pintados escudos de armas con sus leopardos y sus leones y sus coronas. Ahí estaban las largas mesas con su vajilla de oro y de plata, y ahí las vastas chimeneas de esculpido mármol de Italia donde ardía cada noche una encina entera, con un millón de hojas y sus nidos de cuervos y de grajos, hasta que no quedaban más que cenizas. Nicholas Greene, el poeta, estaba ahora ahí, de sombrerito requintado y justillo negro, con una valijita en la mano.
       Era inevitable que Orlando, al apresurarse a recibirlo, padeciera algún desencanto. El poeta no sobrepasaba la estatura mediana; era de figura mezquina; era flaco y algo encorvado, y al entrar, se llevó por delante un mastín, que le hincó los dientes. Orlando, pese a todo su conocimiento del mundo, no sabía cómo clasificarlo. Algo había en él que no correspondía ni al servidor, ni al noble, ni al caballero. La cabeza con su frente abovedada y su nariz aquileña era hermosa, pero el mentón retrocedía. Los ojos eran brillantes, pero los gruesos labios babeaban. Lo más inquietante, con todo, era la expresión de su cara. Le faltaba ese majestuoso equilibrio que hace tan agradables a la vista las caras de la nobleza; le faltaba el solemne servilismo de una cara de sirviente bien educado: era una cara cosida, fruncida y arrugada. Aunque poeta, parecía más habituado a regañar que a adular; a disputar que a arrullar; a trepar que a ascender; a luchar que a reposar; a odiar que a amar. Eso lo traicionaba también cierta rapidez en sus movimientos, y algo suspicaz y fogoso en la mirada. Orlando quedó un poco desconcertado. Pero entraron al comedor.
       Ahí, Orlando, a quien siempre le habían parecido normales esas cosas, se sintió, por la primera vez en su vida, inexplicablemente avergonzado de sus numerosos sirvientes y del esplendor de su mesa. Cosa más rara todavía: recordó con orgullo —recuerdo generalmente ingrato— a esa bisabuela Molí que ordeñaba las vacas. Estaba por aludir de algún modo a esa mujer humilde y a sus baldes de leche, cuando el poeta se le anticipó diciendo que era raro, dado lo común del nombre de Greene, que la familia hubiera venido a Inglaterra con el Conquistador y perteneciera a la más alta nobleza de Francia. Desgraciadamente habían venido a menos y hecho muy poco más que dejar su nombre al distrito de Greenwich. Otras informaciones del mismo estilo, sobre castillos perdidos, escudos de armas, primos con baronías en el norte, alianzas con familias nobles en el oeste, cómo algunos Greene escribían su nombre con una e final, y otros sin, duraron hasta que sirvieron las carnes. Orlando, entonces, se ingenió para decir algo de la abuela Molí y de sus vacas, y cuando sirvieron las aves ya se sentía un poco más cómodo. Pero sólo cuando el Malvasía circuló libremente, se atrevió a abordar un asunto que en su juicio importaba mucho más que los Greene o las vacas: el sagrado tema de la poesía. A la primera palabra, los ojos del poeta chispearon, olvidó sus afectaciones caballerescas, golpeó la mesa con el vaso, y se embarcó en la más larga, más intrincada, más apresurada y más amarga historia que Orlando había escuchado de su vida (salvo de labios de una mujer despechada), sobre una comedia suya, otro poeta y un crítico. De la naturaleza de la poesía, Orlando sólo sacó en limpio que era de venta más difícil que la prosa, y que su fabricación llevaba más tiempo aunque eran más cortas las líneas. De esa manera siguió el diálogo con ramificaciones interminables, hasta que Orlando se animó a deslizar que él mismo, alguna vez, había tenido la temeridad de escribir —pero aquí el poeta dio un brinco. Una laucha había chillado en el maderaje, dijo. El hecho era, explicó, que el estado de sus nervios era tal que bastaba el chillido de una laucha para crisparlos por una quincena. Sin duda la casa estaba llena de alimañas, pero Orlando ni las oía. El poeta le brindó entonces la historia detallada de su salud durante los últimos diez años. Había sido tan mala que era un milagro que aún estuviera vivo. Había tenido parálisis, gota, tercianas, hidropesía, y las tres fiebres una después de la otra; a lo que convenía añadir hipertrofia del corazón, el bazo agrandado y el hígado enfermo. Pero además tenía, le dijo a Orlando, sensaciones en la espina dorsal que eran indescriptibles. La tercera vértebra, contando de arriba, quemaba como un fuego; la segunda, contando de abajo, era como de hielo. Se despertaba ciertas mañanas con el cerebro como plomo; otras, como si dentro hubiera encendidos miles de cirios y estallaran fuegos artificiales. A través del colchón era capaz de percibir un pétalo de rosa, y podía orientarse en Londres por la sensación del empedrado. En conjunto era una maquinaria tan exquisitamente hecha y tan curiosamente armada (aquí levantó la mano como al descuido, y la verdad es que era de hermosísima forma) que se confundía pensando que sólo había vendido quinientos ejemplares de su poema, pero claro que eso se debía en gran parte a una conspiración de los envidiosos. Lo indiscutible, concluyó, golpeando la mesa con el puño, era que en Inglaterra había muerto el arte de la poesía.
       ¿Y Shakespeare, Marlowe, Ben Jonson, Browne, Donne, todos ellos ahora escribiendo? Orlando, desgranando los nombres de sus héroes preferidos, no podía estar de acuerdo.
       Greene se rió sardónicamente. Shakespeare, concedió, había escrito algunas escenas tolerables; pero las había tomado de Marlowe; Marlowe era un mozo que prometía pero, ¿qué decir de un muchacho que había muerto antes de los treinta años? En cuanto a Browne, le daba por escribir poesía en prosa, y la gente se cansaba pronto de esos caprichos. Donne era un saltimbanqui que disfrazaba su vacuidad con palabras difíciles. Los desprevenidos se dejaban engañar; pero dentro de un año su estilo estaría fuera de moda. En cuanto a Ben Jonson —Ben Jonson era amigo suyo y él nunca hablaba mal de sus amigos.
       No, decidió, la gran época de la literatura ha pasado. Esa gran época había sido la griega; la isabelina era de todo punto inferior a la griega. En el pasado los hombres alimentaban una generosa ambición que él llamaba la Gloire (pronunciaba Glor, de suerte que Orlando no le entendió en seguida). Ahora todos los escritores jóvenes estaban a sueldo de los libreros y frangollaban cualquier mamarracho de venta fácil. Shakespeare era el culpable principal en ese sentido y ya estaba sufriendo las consecuencias. La actual época, dijo, se caracterizaba por lindezas alambicadas y por experimentos extravagantes —que los griegos no hubieran tolerado un solo momento. Por mucho que le doliera decirlo —porque él amaba la literatura como su vida—, no veía nada bueno en el presente y no esperaba nada del porvenir. Aquí se sirvió otro vaso de vino.
       A Orlando lo escandalizaban esas doctrinas; pero no pudo menos que observar que el censor no parecía nada abatido.
       Al contrario, cuanto más denigraba su propia época, más satisfecho estaba. Recordaba, dijo, una noche en la Taberna del Gallo en Fleet Street, donde se encontró con Kit Marlowe y algunos otros. Kit estaba radiante, medio borracho —cosa habitual en él— y en tren de hablar sandeces. Como si lo viera, blandiendo su copa y tartamudeando:
       —¡Que me ahorquen, Bill (Bill era Shakespeare), si no se viene encima una gran ola y tú estás en la cresta! —lo que significaba, explicó Greene, que estaban temblando en el borde de una gran era de las letras inglesas, y que Shakespeare sería un escritor de cierta importancia. Por suerte para él, lo apuñalaron dos noches después en una pelea de borrachos y se libró de ver el fracaso de su predicción.
       —Pobre infeliz —repitió Greene—, decir cosas como ésas. Una gran era, ¡vaya! —¡la Isabelina una gran era!
       »Por consiguiente, mi querido Señor —prosiguió, acomodándose en el sillón, y dando vuelta la copa entre los dedos—, no nos queda otro remedio que resignarnos, venerar el pasado y homar a aquellos escritores —quedan todavía unos pocos— que toman por modelo la antigüedad y escriben, no por dinero, sino por 'Glor' (Orlando hubiera deseado un mejor acento). —La Glor —dijo Greene—, es la espuela de las grandes almas. Si yo tuviera una pensión de trescientas libras al año pagada trimestralmente, me consagraría entero a la Glor. Me quedaría hasta el mediodía en la cama leyendo a Cicerón. Imitaría su estilo tan bien que ya no se sabría cuál es cuál. Eso es lo que yo llamo literatura, eso lo que yo llamo la Glor. Pero es imprescindible para eso la pensión.
       Ya Orlando había desechado toda esperanza de discutir su obra con el poeta; pero eso ya no le importaba, porque la conversación giraba sobre el carácter y las vidas de Shakespeare, de Ben Jonson y de los otros: todos amigos íntimos de Greene, que estaba en posesión de miles de anécdotas de lo más divertidas. Orlando nunca se había reído tanto en su vida. ¡Ésos habían sido sus dioses! La mitad eran borrachos y todos calaveras. Casi todos reñían con sus mujeres; ninguno era incapaz de una mentira o de un enredo de la clase más vil. Garabateaban sus melodramas en el reverso de las cuentas de la lavandera y hacían pupitre de la cabeza de un aprendiz de imprenta, en la puerta de calle. Así entregaron los originales de Hamlet; así de Otelo; así de Lear. Era natural, decía Greene, que esas tragedias abundaran en faltas. El resto de su tiempo lo gastaban en comilonas de tabernas y en parrandear, diciendo cosas que querían ser ingeniosas, y haciendo otras que infinitamente excedían cualquier orgía de la Corte. Todo esto lo contaba Greene con un entusiasmo que deleitaba a Orlando. Era un actor capaz de resucitar a los muertos, un finísimo crítico de cualquier libro —siempre que lo hubieran escrito hace trescientos años.
       Pasaba el tiempo, y Orlando sentía por su huésped una curiosa mezcla de simpatía y de desprecio, de admiración y de lástima, así como algo demasiado impreciso para que le demos un nombre, pero que se parecía al temor y a la fascinación. Greene hablaba todo el tiempo de sí mismo, pero era tan ameno su trato que uno podía pasarse la vida escuchando la historia de su fiebre. Y era tan ingenioso; era tan irreverente; se tomaba tales libertades con los nombres de Dios y de la Mujer; sabía tantas mañas y tenía tantos conocimientos raros en la cabeza; era capaz de preparar trescientas ensaladas; sabía todo lo que un hombre puede saber de la mezcla de vinos; tocaba media docena de instrumentos y fue la primera persona, y tal vez la última, que hizo tostadas de queso en la gran chimenea italiana. Que no distinguiera un geranio de un clavel, una encina de un chopo, un mastín de un sabueso, un borrego de una oveja, el trigo de la cebada, la tierra arada de la tierra en reposo; que ignorara la rotación de las siembras; que pensara que las naranjas crecen bajo tierra y los nabos en los árboles; que prefiriera cualquier rincón de Londres al mejor paisaje del campo —todo esto y mucho más azoraba a Orlando, que no había conocido nunca una persona así. Hasta las doncellas, que lo despreciaban, festejaban sus chistes; y los sirvientes, que lo aborrecían, se demoraban para oír el final de sus cuentos. En verdad, la casa nunca había estado tan animada; lo cual dio a Orlando mucho que pensar y le hizo comparar este género de vida con el antiguo. Recordó las discusiones corrientes sobre la apoplejía del Rey de España o la cruza de una perra; recordó cómo el día se repartía entre los establos y el tocador; recordó cómo los Señores se quedaban dormidos sobre las copas y detestaban a quien los despertara. Pensó en la actividad y en el valor de sus cuerpos: en la timidez y la pereza de sus espíritus. Preocupado por estas reflexiones, e incapaz de encontrar el justo término medio, dedujo que había admitido en su casa un espíritu inquieto y demoníaco que nunca lo dejaría dormir en calma.
       En ese mismo instante, Nick Greene llegaba a una conclusión del todo opuesta. Haraganeando esa mañana en la cama, sobre los almohadones más mullidos, entre las sábanas más finas, y mirando por el balcón volado un césped que por tres siglos no había conocido un diente de león ni una mala hierba, pensó que si de algún modo no se evadía, perecería sofocado. Cuando oyó, al levantarse, el arrullo de las palomas; cuando oyó, al vestirse, la voz de las fuentes, pensó que si no volvía a escuchar el chirrido pesado de los carros sobre las piedras de Fleet Street, no escribiría jamás otro verso. Si esto dura, pensó, oyendo al lacayo arreglar el fuego y poner la mesa con fuentes de plata en la pieza contigua, me quedaré dormido, y (aquí bostezó prodigiosamente) me moriré dormido.
       Buscó a Orlando en su cuarto y le declaró que el silencio no le había dejado pegar los ojos en toda la noche. (La casa, en efecto, estaba circundada por un parque de quince millas y un muro de diez pies de altura.) Nada, dijo, era tan perjudicial a sus nervios como el silencio. Esa mañana misma daría término a su visita, con permiso de Orlando. Orlando sintió alivio, pero a la vez un gran desagrado de dejarlo partir. La casa, pensó, iba a quedar muy triste. Al despedirse (porque antes no se había animado a tocar el punto), le puso en las manos su drama «Muerte de Hércules» y le solicitó su opinión. El poeta lo recibió y pronunció entre dientes algo sobre Cicerón y la Glor, que Orlando detuvo con la promesa de abonar trimestralmente la pensión. Greene, con muchas protestas de afecto, saltó al coche y se fue.
       El vasto hall nunca había parecido tan vasto, tan espléndido, o tan vacío como al alejarse el carruaje. Orlando supo que nunca se animaría a preparar tostadas de queso en la chimenea italiana. Nunca se le ocurrirían bromas sobre los cuadros italianos; nunca elaboraría un ponche perfecto; perdería mil buenas pullas y chistes divertidos. ¡Pero qué alivio no escuchar esa voz fastidiosa, qué lujo estar solo! Así pensaba Orlando, mientras desataba el mastín que habla estado sujeto seis semanas porque no podía ver al poeta sin morderlo.
       Esa misma tarde, Nick Greene se apeó en la esquina de Fetter Lane, y encontró las cosas más o menos como las había dejado. En un cuarto, Mrs. Greene daba a luz un niño; en el otro, Tom Fletcher bebía ginebra. Los libros estaban desparramados por el suelo; la comida —o como quiera llamársele— estaba servida en un tocador donde los chicos habían estado haciendo tortas de barro. He aquí, sintió Greene, un ambiente adecuado a la composición literaria; aquí podía escribir, y escribió. El tema estaba hecho para él. Un procer en su casa. Una visita a un noble en el campo —su nuevo poema tendría un título por el estilo. Tomando la pluma que servía a su hijito para hacer cosquillas en las orejas del gato, y mojándola en la huevera, que hacía de tintero, Greene compuso en el acto una sátira animadísima. La compuso con una precisión que denunciaba muy claramente la identidad de la noble víctima: sus entusiasmos y sus locuras, el preciso tinte de su cabello y ese modo extranjero que tenía de pronunciar la erre, eran inconfundibles. Para que no quedara la menor duda, Greene intercaló unos pasajes, apenas disfrazados, de una tragedia aristocrática, la «Muerte de Hércules» que resultó, según sus previsiones, de lo más verbosa y bombástica.
       El panfleto, que inmediatamente alcanzó varias ediciones y que pagó los gastos del décimo parto de Mrs. Greene, fue remitido a Orlando por amigos que no descuidan esos buenos oficios. Cuando lo hubo leído —lo que hizo con rígida atención, de la primera palabra a la última— llamó a un lacayo, le alargó el documento con unas pinzas y le ordenó que lo arrojara en el punto más fétido del montón de basuras más hediondo de todo su dominio. Cuando el hombre se iba, lo paró.
       —Toma el caballo más veloz del establo —le dijo—, y galopa a rienda suelta hasta Harwich. Ahí te embarcarás en una nave, pronta a hacerse a la vela para Noruega. Me comprarás de las perreras del Rey, los sabuesos más finos de la jauría Real, un macho y una hembra. Me los traerás sin pérdida de tiempo. Porque —añadió en voz baja al volver a sus libros—, he acabado ya con los hombres.
       El lacayo, perfectamente al tanto de sus deberes, saludó y desapareció. Cumplió tan bien sus órdenes que a las tres semanas justas estaba de vuelta, con una yunta de sabuesos magníficos. Esa misma noche, bajo la mesa del comedor, la hembra parió ocho hermosos cachorros. Orlando los hizo llevar a su dormitorio.
       —Porque —dijo— he acabado ya con los hombres.

       Sin embargo, pagó la pensión trimestralmente.
       Así, a los treinta años más o menos, este joven Señor había experimentado todo cuanto la vida puede ofrecer, y la vanidad de ese todo. La ambición y el amor, los poetas y las mujeres eran igualmente vanos. La literatura era una farsa. La noche que siguió a la lectura de la «Visita a un noble en el campo», hizo una gran conflagración de cincuenta y siete obras poéticas, de la que sólo se salvó «La Encina», que era su ensueño juvenil y muy breve. Sólo dos cosas le quedaban; en ellas puso toda su fe: los perros y la naturaleza; un mastín y un rosal. La variedad del mundo, la complejidad de la vida, se habían reducido a eso. Unos perros y un rosal eran todo. Libre de una vasta montaña de ilusión y muy desnudo, por consiguiente, llamó a sus perros y a grandes pasos recorrió el Parque.
       Había estado recluido tanto tiempo, escribiendo y leyendo, que casi había olvidado los agrados de la naturaleza, que en junio pueden ser grandes. Cuando alcanzó la cumbre de aquel cerro que domina (si están claros los días) media Inglaterra, con una lonja de Gales y de Escocia por añadidura se echó bajo la encina favorita y pensó que si lo eximían para siempre de hablar a un hombre o a una mujer, si sus perros no desarrollaban el don de la palabra, si no se le cruzaban un poeta o una Princesa, podría vivir los años que le quedaban tolerablemente feliz.
       Y ahí entonces volvió, días tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Vio dorarse las hayas, y desrizarse los helechos tiernos; vio la hoz de la luna y después el círculo; vio —pero sin duda el lector puede imaginarse la continuación de este párrafo y cómo cada árbol y cada planta de los alrededores aparecía primero de color verde, luego de color de oro; cómo las lunas nacen y los soles se ponen; cómo la primavera sigue al invierno y el otoño al verano; cómo la noche sucede al día y el día a la noche; cómo hay primero una tormenta y luego buen tiempo; cómo las cosas siguen como están por dos o tres siglos, salvo unos granos más de polvo y algunas telarañas que mía vieja puede barrer en media hora; hechos que caben en la breve fórmula: «Pasó el tiempo» (la cifra exacta podría ir entre paréntesis) y no sucedió nada.
       Por desgracia, el tiempo que hace medrar y decaer animales y plantas con pasmosa puntualidad, tiene un efecto menos simple sobre la mente humana. La mente humana, por su parte, opera con igual irregularidad sobre la sustancia del tiempo. Una hora, una vez instalada en la mente humana, puede abarcar cincuenta o cien veces su tiempo cronométrico; inversamente, una hora puede corresponder a un segundo en el tiempo mental. Ese maravilloso desacuerdo del tiempo del reloj con el tiempo del alma no se conoce lo bastante y merecería una profunda investigación. Pero el biógrafo, cuyas tareas son, como lo hemos dicho, de lo más reducidas, tiene que limitarse a declarar: cuando un hombre ha alcanzado los treinta años, como ahora Orlando, el tiempo que dedica a pensar se le hace enormemente largo; el tiempo que dedica a obrar, enormemente breve.
       Así Orlando daba sus órdenes y despachaba en un santiamén los menesteres de su vasta propiedad; pero en cuanto estaba solo bajo la encina, los segundos se inflaban y se inflaban como si nunca fueran a caer. Iban llenándose, además, de objetos incoherentes. No sólo lo asaltaban problemas que han confundido a los mayores sabios —¿Qué es el amor, qué la amistad, qué la verdad?—, sino que al pensar en ellos, todo su pasado, tan infinitamente largo y tan múltiple, se agolpaba en el segundo pendiente, lo hinchaba de increíble manera, lo teñía de mil colores y lo colmaba con todos los desperdicios del universo.
       En tales cavilaciones (o como se les quiera llamar) pasó meses y años de su vida. No sería exagerado decir que salía con treinta años después de almorzar y volvía a cenar con cincuenta y cinco a lo menos. Hubo semanas que le añadieron un siglo, otras no más de tres segundos. En resumen, la tarea de estimar la longitud de la vida humana (no nos atrevemos a hablar de los animales) excede nuestra capacidad, pues en cuanto decimos que dura siglos, nos recuerdan que dura menos que la caída del pétalo de una rosa. De las dos fuerzas que alternativamente, y lo que es más confuso aún, simultáneamente, gobiernan nuestro pobre cerebro —la brevedad y la duración—, una, la divinidad con pies de elefante, mandaba a veces en Orlando; otras veces, la divinidad con alas de mosca. La vida le parecía prodigiosamente larga. Sin embargo, pasaba como un rayo. Pero hasta en las etapas más infinitas, cuando se hinchaban más los instantes y le parecía errar solo, por desiertos de enorme eternidad, el tiempo le faltaba para aplanar y descifrar los turbios pergaminos que treinta años entre los hombres y las mujeres habían enrollado y apretado a su corazón y su cerebro. Aún estaba perplejo con el Amor (la encina había producido sus hojas y las había dispersado en el suelo unas doce veces) cuando la Ambición lo echaba del campo, para ser echada a su vez por la Literatura o por la Amistad. Y como la pregunta inicial no había sido resuelta —¿Qué es el Amor?—, volvía a la primera insinuación, o sin insinuación, y expulsaba los Libros o las Metáforas o los ¿Para qué vive uno? al margen, donde se desplegaban a la espera de una ocasión de intervenir de nuevo. Alargaban el proceso las muchas ilustraciones, no sólo visuales, como la de la vieja Reina Isabel, acostada en el diván de tapicería, vestida de brocado rosa, con una tabaquera de marfil en la mano y una espada con empuñadura de oro al costado, sino olfativas —exhalaba un fuerte perfume— y auditivas: los ciervos, aquel día de invierno, bramaban en Richmond Park. Y así, el pensamiento del amor estaba todo impregnado de invierno y nieve; de fogatas de leña; de mujeres rusas, espadas de oro y ciervos que bramaban; de la baba del viejo Rey Jaime y fuegos de artificio y sacos de tesoro en bodegas de barcos isabelinos. Cuanta idea trataba de extraer de su sitio en la mente, estaba oculta por materias extrañas, como el trozo de vidrio que, después de un año en el fondo del mar, se ha incorporado huesos y libélulas y monedas y trenzas de mujeres ahogadas.
       «¡Otra metáfora, por Júpiter! —exclamaba, al decir eso (lo que muestra el desorden y el laberinto de su estado mental y explica por qué razón la encina floreció y se marchitó tantas veces antes que Orlando llegara a definir el Amor)—. ¿Y para qué? —se preguntaba—. ¿Por qué no formular directamente en pocas palabras —y luego meditaba una media hora, o tal vez dos años y medio el modo de formular directamente en pocas palabras— qué es el amor? Una comparación como la anterior es del todo falsa —argüía—, porque no hay libélula (salvo en circunstancias muy excepcionales) que viva en el fondo del mar. Y si la Literatura no es la Esposa y Compañera de Lecho de la Verdad, ¿qué será entonces? Maldito sea, ¿a qué decir Compañera de Lecho cuando se ha dicho Esposa? ¿Por qué no decir directamente lo que uno quiere, sin una palabra de más?»
       Entonces optó por decir que el pasto era verde y el cielo azul, para conciliar de algún modo el austero genio de la poesía, que no dejó nunca de reverenciar, siquiera de muy lejos. «El cielo es azul —repetía—, el pasto es verde.» Levantando los ojos vio que, al contrario, el cielo es como los velos que Mil Madonas han dejado caer de sus cabelleras; y el pasto se apresura y se oscurece como una fuga de muchachas que huyen de sátiros velludos en bosques encantados. «A fe mía —dijo (porque había tomado la mala costumbre de hablar en voz alta)—, no veo que una sea más verdad que la otra. Las dos son falsas...» Y desesperó de resolver el problema de la poesía y de la verdad y cayó en un hondo abatimiento.
       Aprovechemos esa pausa en su soliloquio, para reflexionar en la rareza de ver a Orlando, apoyado con el codo, ese día de junio. Maravillémonos de que ese muchacho magnífico, tan sano y bien dotado —sus mejillas y sus miembros así lo demostraban; un hombre listo a encabezar una carga o a batirse en duelo— fuera de tan letárgico pensamiento, y tan avergonzado de ese letargo, que en cuanto se trataba de poesía o de su capacidad poética, se cohibía como una niña detrás de la puerta de la choza. En nuestro parecer, la burla que hizo Greene de su tragedia le dolió tanto como la mofa que hizo la Princesa de su amor. Pero volviendo...
       Orlando siguió pensando. Siguió mirando el pasto y el cielo, y esforzándose por adivinar lo que diría de esas cosas un poeta de veras, un poeta que publicara en Londres. Mientras tanto la Memoria (cuyas costumbres ya hemos descrito) no dejaba de presentarle la cara de Nicholas Greene, como si aquel hombre sardónico de labio caído, traicionero como era, fuera la Musa en persona, y Orlando tuviera que rendirle homenaje. Así, esa mañana de verano, le ofreció una variedad de frases, unas llanas, otras figuradas, y Nick Greene sacudía la cabeza y las desdeñaba y rezongaba algo sobre Cicerón y la Glor y la decadencia contemporánea de la poesía. Al fin poniéndose de pie (era invierno y hacía mucho frío) Orlando hizo uno de los juramentos más importantes de su vida, porque lo ató a la más severa de todas las servidumbres. «Que me abrasen —dijo—, si escribo una palabra más, o trato de escribir una palabra más, para agradar a Nick Greene, o a la Musa. Malo, bueno o mediano, escribiré de hoy en adelante lo que me gusta»; e hizo aquí el ademán de desgarrar un alto de papeles y de tirarlos en la cara de aquel hombre sardónico de labio caído. Entonces, como un cuzco que se agacha cuando lo cascotean, la Memoria arrió la efigie de Nick Greene, y la sustituyó —con nada.
       Pero Orlando seguía pensando. Tenía mucho en que pensar. Pues al hacer pedazos el pergamino, había desgarrado de un tirón el rollo rubricado y sellado que había expedido a su favor, en la soledad de su alcoba, nombrándose —como Rey que designa Embajadores— el primer poeta de su linaje, el primer escritor de su tiempo, confiriendo a su alma eterna inmortalidad y a su cuerpo un sepulcro entre laureles y las banderas intangibles de la perpetua reverencia de un pueblo. Por elocuente que todo eso fuera, lo hizo pedazos y lo arrojó al canasto. «La fama —dijo—, es como (y desde que no lo atajaba Nick Greene se desató en imágenes, de las que apenas elegimos un par de las más tranquilas) una chaqueta recamada que entorpece los miembros, una cota de plata que oprime el corazón, un escudo pintado que cubre un espantapájaros», etc., etc. Esas comparaciones querían insinuar que si la fama estorba y aprieta, la oscuridad teje una bruma alrededor del hombre; la oscuridad es amplia, sombría y libre; la oscuridad deja que el alma siga su camino. Sobre el hombre ignorado se derrama la piadosa efusión de la oscuridad. Nadie sabe de dónde viene ni a dónde va. Puede buscar la verdad y decirla; sólo él es libre, sólo él es verídico, sólo él está en paz. Así se apaciguaron sus pensamientos, bajo la encina, cuyas duras raíces sobresalientes le parecían más bien cómodas.
       Largo tiempo sumido en hondas reflexiones, sobre el valor de la oscuridad, y la dicha de no tener un nombre, y ser como la ola que regresa al profundo cuerpo del mar; pensando cómo la oscuridad purga la mente de los fastidios del rencor y la envidia; cómo hace correr por las venas las libres aguas de la generosidad y de la grandeza; cómo permite dar y recibir sin retribución ni alabanza; lo que habrá sido el caso de todos los grandes poetas, suponía (aunque su conocimiento del griego no era suficiente para afirmarlo) porque, pensaba, Shakespeare debió escribir de esa manera, y los constructores de iglesias, construir así anónimamente, sin necesitar agradecimiento ni fama, con sólo su trabajo durante el día y un poco de cerveza por la noche —«¡Qué vida admirable es ésta! —pensó desperezándose bajo la encina—. ¿Por qué no gozarla ahora mismo?» La idea lo golpeó como una bala. La ambición se hundió como una plomada. Libre de la congoja del amor rechazado, y del despecho y de todos los demás aguijones y punzadas que el erial de la vida le clavó cuando codiciaba la gloria, pero que ya nada podían contra él, abrió los ojos, que habían estado abiertos todo ese tiempo, pero que no habían visto más que pensamientos, y vio a sus pies, en la hondonada, su casa.
       Ahí estaba en el temprano sol de la primavera. Parecía un pueblo más que una casa, pero un pueblo construido, no aquí o allá, al azar de caprichos, sino deliberadamente, por un solo arquitecto con una sola idea en la cabeza.
       Patios y edificios, grises, rojos, color ciruela, se sucedían simétricos y ordenados; había patios alargados y otros cuadrados; en éste había un surtidor, en aquél una estatua; algunos edificios eran bajos, otros agudos; aquí había una capilla, ahí un campanario; entre ellos había espacios de verde césped y grupos de cedros y canteros de flores claras; todo estaba cercado —aunque tan bien dispuesto que parecía que cada cosa tenía lugar de sobra— por la maciza curva de un muro; mientras el humo de innumerables chimeneas se rizaba en el aire perpetuamente. Esta vasta pero ordenada vivienda, que podía albergar mil hombres y tal vez dos mil caballos, fue levantada, pensó Orlando, por obreros de nombres desconocidos. «Aquí vivieron, por más siglos que los que puedo contar, las oscuras generaciones de mi propia familia. Ni uno de esos Ricardos, Juanes, Anas, Isabeles ha dejado un testimonio individual. Pero todos ellos, colaborando con sus palas y sus agujas, sus amores y sus alumbramientos, han dejado esto.»
       Nunca la casa le había parecido más humana, más noble.
       ¿Por qué, entonces, había querido superar a sus antepasados? Parecía infinitamente inútil e impertinente tratar de mejorar esa creación anónima; los trabajos de esas manos desvanecidas. Mejor era partir desconocido y dejar un arco, una bodega, un cerco donde maduren los duraznos, que arder como un meteoro y no dejar rastro. Porque después de todo, dijo, animándose al ver la casa grande en el valle, a sus pies, los desconocidos señores y damas que la habitaron nunca se olvidaron de guardar algo para los que vendrían después; para el techo que puede gotear; para el árbol que puede venirse abajo. Había siempre, en la cocina, un rincón abrigado para el viejo pastor; siempre, comida para el hambriento; siempre estaban lustrados sus jarros, aunque ellos estuvieran enfermos; siempre había luz en sus ventanas, aunque se estuvieran muriendo. Por nobles que fueran, se resignaban a bajar a la sombra con el cazador de topos y el albañil. Oscuros nobles, olvidados constructores —así los apostrofó con un fervor que enteramente refutaba las acusaciones de frialdad, de pereza y de indiferencia de algunos críticos (lo cierto es que una cualidad suele estar donde menos lo sospechamos)—, así apostrofó su casa y su sangre con una elocuencia conmovedora; pero al llegar a la peroración —¿qué es la elocuencia sin la peroración?— se cortó. Hubiera querido concluir con un floreo, declarando que se proponía seguir sus huellas y agregar una piedra a su edificio. Sin embargo, puesto que el edificio ya abarcaba nueve manzanas, la adición de una piedra parecía inútil. ¿Cómo hablar de muebles en una peroración? ¿Cómo hablar de sillas y mesas, y esteras para el costado de la cama? La peroración requeriría otras cosas, pero eso era lo que necesitaba la casa. Dejando su oración provisionalmente inconclusa, descendió la colina con el propósito de consagrarse inmediatamente a amueblarla. La orden —de que se presentara en el acto— hizo acudir las lágrimas a los ojos de la buena Mrs. Grimsditch, ya un tanto envejecida. Juntos recorrieron la casa.
       Al toallero, en el dormitorio del Rey (y ése fue el Rey Jaimito, Señor, observó, insinuando que hacía muchos años que un rey no dormía bajo su techo; pero el odioso tiempo del Parlamento ya había pasado y ahora teníamos de nuevo una Corona en Inglaterra), le faltaba una pata; no había soportes para las jarras en el cuartito del paje de la Duquesa; la horrible pipa de Mr. Greene había dejado una mancha en la alfombra, que ella y Judy, aunque se habían matado refregando, nunca habían podido sacar. Lo cierto es que al computar el gasto de alhajar con sillas de palo de rosa, escritorios de cedro, palanganas de plata, fuentes de porcelana, y alfombras persas, cada uno de los trescientos sesenta y cinco dormitorios que contaba la casa, vio que no sería poca cosa; y que los escasos miles de libras que le sobraban, apenas bastarían para tapizar algunas galerías, amueblar el salón de fiestas con sillas esculpidas y proveer de espejos de plata maciza y sillas del mismo metal (que le inspiraba exagerada pasión) a los dormitorios reales.
       Se puso a trabajar seriamente, como lo demuestran con claridad sus libros. Echemos un vistazo al inventario de lo que adquirió en ese tiempo, con los precios anotados al margen —éstos los omitiremos.
       «Cincuenta pares de frazadas de España; ídem de cortinas de Pekín blanco y carmesí, con franja de raso blanco bordada de seda blanca y carmesí... Setenta sillas tapizadas de raso amarillo y sesenta taburetes, haciendo juego con sus fundas almidonadas.
       Sesenta y siete mesas de nogal.
       Diecisiete docenas de cajones, conteniendo cada docena cinco docenas de vasos de Venecia.
       Ciento dos esteras, de treinta yardas de largo cada una.
       Noventa y siete cojines de damasco carmesí con encaje fino plateado y taburetes de tisú y sillas iguales.
       Cincuenta candelabros de plata de doce luces cada uno.»
       —Ya —es el efecto más común de estas listas— estamos bostezando. Si nos detenemos, es tan sólo porque el catálogo es cansador, no porque se haya concluido. Hay noventa y nueve páginas más y el total suma muchos miles —es decir millones de nuestra moneda. Y si así gastaba sus días, las noches las dedicaba Lord Orlando a computar el gasto preciso de arrasar un millón de túneles de topo, pagando a cada obrero diez peniques por hora; o cuántas toneladas de clavos a cinco peniques y medio el cuarto cuartillo eran necesarias, para reparar minuciosamente el cerco del parque, que tenía quince millas de circunferencia, etc., etc.
       La historia, repetimos, es aburrida, porque un aparador es igual a otro, y un túnel de topo no difiere mucho de un millón. Algunos viajes agradables le ocasionó, y algunas bellas aventuras. Una vez, por ejemplo, hizo que toda una ciudad de mujeres ciegas, cerca de Brujas, tejiera las cortinas para una cama con el dosel de plata. Su aventura con un Moro en Venecia al que compró (pero sólo a punta de espada) su escritorio de laca, valdría la pena de que la contara otra pluma. Al trabajo no le faltaba variedad; pues ahí venían, arrastrados por yuntas desde Sussex, grandes troncos, que serían aserrados a lo largo y destinados a pisos de las galerías; y después un cofre de Persia, relleno de aserrín y de lana, del que Orlando, al fin, sacaría una sola fuente, o un anillo de topacio.
       Sin embargo, acabó por llegar un día en que no había lugar en los corredores para otra mesa; ni lugar en las mesas para otro cofre; ni lugar en el cofre para otra fuente; ni lugar en la fuente para otro puñado de flores secas; no había lugar para nada en ninguna parte; es decir, la casa estaba amueblada. En el jardín, flores de nieve, azafranes, jacintos, magnolias, rosas, lirios, ásteres, variedades de dalias, perales y manzanos y cerezos y moras, con una enorme cantidad de arbustos raros y floridos y de árboles de perenne verdor, crecían con sus raíces tan apretadas que no había ni una parcela de tierra sin su flor, ni una extensión de césped sin su sombra. Había importado, también, pájaros silvestres de alegre plumaje: y dos osos bezudos, cuyos modales huraños disimulaban, a no dudarlo, un corazón de oro.
       Ya todo estaba listo; y cuando la tarde llegó y encendieron los innumerables candelabros de plata, y las livianas brisas que habitaban siempre los corredores agitaron las verdes y azules tapicerías de Arrás, de suerte que realmente colgaban los cazadores y Daphne huía; cuando brilló la plata y la laca resplandeció y la leña chisporroteó; cuando los sillones esculpidos extendieron sus brazos y los delfines nadaron en las paredes con una sirena en el lomo; cuando todo esto y mucho más estuvo concluido a su gusto, Orlando recorrió la casa seguido de sus perros y se sentió feliz. Ya tenía, pensó, cómo llenar su peroración. Tal vez lo mejor sería repetir el discurso desde el principio. Sin embargo, al pasar en revista las galerías, sintió que algo faltaba. Las mesas y las sillas, por esculpidas y doradas que sean, los divanes, aunque los sostengan patas de leones y abajo se dobleguen cuellos de cisnes, los lechos del plumón más blando, no bastan por sí solos. Personas acostadas o sentadas, los mejoran notablemente. Orlando ofreció una serie de fiestas magníficas, a los caballeros y a la nobleza de los alrededores. Durante un mes, se llenaron los trescientos sesenta y cinco dormitorios. Se codeaban los huéspedes en las cincuenta y dos escaleras. Trescientos sirvientes se afanaban en las despensas. Había banquetes casi todas las noches. Así, en muy pocos años, Orlando gastó hasta la trama sus terciopelos, y la mitad de su fortuna. En cambio había ganado el aprecio de los vecinos, ejercía una veintena de cargos en el condado y recibía cada año una docena de volúmenes dedicados empalagosamente a su Señoría por poetas agradecidos. Pues aunque se cuidaba entonces de intimar con escritores y se apartaba de las damas de origen extranjero, era, sin embargo, muy generoso con las mujeres y los poetas, que lo adoraban.
       Pero cuando la fiesta estaba en su apogeo, Orlando solía retirarse a la intimidad de su cuarto. Con la puerta cerrada y la seguridad de estar solo, sacaba un viejo cuaderno, cosido con una seda robada del costurero de su madre, y rotulado con letra redonda de colegial: «La Encina, Poema». Escribía en él hasta mucho después de la medianoche. Pero como por cada verso que agregaba borraba otro, el total, a fin de año, solía ser menos que al principio, y era como si, a fuerza de escribirlo, el poema se fuera convirtiendo en un poema en blanco. A los historiadores de la literatura inglesa les incumbe observar que el estilo de Orlando se había modificado asombrosamente. Había castigado su abundancia; había refrenado su exceso; la era de la prosa congelaba esas cálidas fuentes. Hasta el paisaje que veía por la ventana tenía menos guirnaldas; los mismos cercos eran menos espinosos y complicados. Tal vez los sentidos no eran tan finos, y el paladar encontraba menos sabor en la crema y la miel. Tampoco es discutible que la mejor iluminación de las casas y el saneamiento de las calles ejerzan una influencia sobre el estilo.
       Un día que Orlando agregaba con enorme trabajo un verso o dos a «La Encina, Poema», vio de rabo de ojos una sombra. Pronto vio que no era un sombra, sino la silueta de una dama altísima con caperuza y manto que atravesaba el patio al que daba su cuarto. Como se trataba de un patio interior y de una dama desconocida, Orlando se maravilló de que hubiera penetrado hasta ahí. A los tres días reapareció, y de nuevo el miércoles a las doce. Orlando resolvió seguirla esta vez. Ella no demostró ningún temor: acortó el paso al acercársele Orlando y lo miró a la cara. Cualquier otra mujer sorprendida en las habitaciones privadas de un Lord, hubiera tenido miedo; cualquier otra mujer con esa cara, ese peinado y ese aspecto, se habría embozado en su mantilla. Pues esta dama se parecía mucho a una liebre; una liebre azorada, pero tenaz; una liebre cuya timidez está dominada por una audacia inmensa e imbécil: una liebre sentada y tiesa que fulmina a su perseguidor con enormes ojos saltones; con orejas paradas pero trémulas, con nariz puntiaguda pero estremecida. Esta liebre, además, terna seis pies de estatura y se peinaba de un modo antiguo que la hacía parecer aún más alta. Enfrentada con él, se quedó mirándolo, con una mezcla singular de audacia y de pánico.
       Primero le rogó, con una reverencia correcta pero algo torpe, que perdonara esa intromisión. Luego irguiéndose en toda su altura, que sería de unos seis pies, dos pulgadas, añadió —pero con tales cacareos de risa nerviosa y tales ji-ji y ja-ja, que Orlando pensó que se había escapado de un manicomio— que era la Archiduquesa Enriqueta Griselda de Finster-Aarhorn y Scandop-Boom en el territorio rumano. Ante todo deseaba conocerlo, dijo. Había tomado alojamiento en los altos de una panadería cerca de la verja del Parque. Había visto un retrato de Orlando que era idéntico a una hermana de ella que hacía tiempo —aquí cacareó— estaba muerta. Estaba de visita en la Corte inglesa. La Reina era su prima. El Rey era un buen muchacho pero rara vez se acostaba fresco. Aquí volvió a reírse y cacarear. En fin, Orlando tuvo que invitarla a entrar y servirle una copa de vino.
       Una vez adentro, sus modales recuperaron la natural arrogancia de una Archiduquesa Rumana. Si ella no hubiera demostrado un conocimiento de vinos raro en una señora, y no hubiera hecho algunas observaciones bastante sensatas sobre las armas de fuego y las reglas de caza en su país, la conversación hubiera carecido de espontaneidad. Al fin, parándose de golpe, anunció que volvería al día siguiente, hizo otra reverencia prodigiosa y se retiró. Al día siguiente, Orlando había salido a caballo. Al otro día le volvió la espalda; el tercero corrió la cortina. El cuarto llovía, y como no se puede dejar a una señora en la lluvia y le fastidiaba estar solo, la invitó a entrar y le consultó si una armadura de un antepasado sería obra de Jacobi o de Topp. Él se inclinaba a Topp. Ella sostuvo otra opinión —que importa muy poco. Lo que sí importa a nuestra historia, es que, para ilustrar su tesis sobre el funcionamiento de las piezas, la Archiduquesa Enriqueta tomó la esquinela de oro y la ajustó a la pierna de Orlando.
       Ya hemos dicho que Orlando tenía las piernas más hermosas que jamás sostuvieron a un caballero.
       Algo en su modo de ajustar la esquinela, o su postura inclinada, o el largo aislamiento de Orlando, o la natural simpatía de los sexos, o el vino de Borgoña, o el fuego —cualquiera de esas causas pudo haber tenido la culpa, porque culpa tiene que haber de un lado o de otro, cuando un caballero de la alcurnia de Orlando, atendiendo a una señora en su propia casa, con muchos más años que él, con una cara de una yarda de largo y ojos saltones, vestida de un modo ridículo, con una caperuza y un manto a pesar del calor —culpa tiene que haber cuando un caballero se deja dominar con brusca violencia por una pasión que lo obliga a abandonar el cuarto.
       Pero, ¿qué clase de pasión es ésa?, nos pueden preguntar. Y la respuesta tiene dos caras como el Amor. Pues el Amor —pero dejemos un momento al Amor, y narremos el hecho: cuando la Archiduquesa Enriqueta Griselda se agachó para ajustar la esquinela, Orlando oyó, brusca e inexplicablemente, el lejano aleteo del Amor. La agitación distante de ese blando plumaje despertó en él memorias miles, de aguas que corren, de delicia en la nieve y de perfidia en el deshielo; y el ruido se acercó y él se sonrojó y tembló; y se conmovió como ya no creía volver a conmoverse; y estaba por alzar sus manos y dejar que el ave de la belleza se posase sobre sus hombros, cuando —¡horror!— un crujido idéntico al de los cuervos que tropiezan con los árboles, resonó; el aire pareció oscurecerse de negras alas ásperas; graznaron voces; cayeron pajas, hojas y plumas; y se clavó en sus hombros la más pesada y repugnante de las aves: el buitre. Huyó entonces del cuarto y dijo al lacayo que condujera a su carruaje a la Archiduquesa Enriqueta.
       Pues el Amor, al que podemos volver ahora, tiene dos caras: una blanca, otra negra; dos cuerpos: uno liso, otro peludo. Tiene dos manos, dos pies, dos colas, dos, en verdad, de cada miembro y cada uno es el reverso exacto del otro. Sin embargo están ligados tan estrechamente, que es imposible separarlos. En este caso, el amor de Orlando emprendió su vuelo hacia él con su cara blanca descubierta y su liso y adorable cuerpo a la vista. Más y más se acercó, en ráfagas de pura delicia. De pronto (sin duda, al ver a la Archiduquesa) giró en el aire, exhibió su otra cara, se mostró negro, velludo, brutal; y fue el buitre Lujuria, no el Ave del Paraíso, Amor, el que aleteó asqueroso en sus hombros. Por eso huyó, por eso buscó al lacayo.
       Pero la harpía no se ahuyenta tan fácilmente. La Archiduquesa continuó hospedándose en casa del panadero, y a Orlando lo asediaron noche y día los más asquerosos fantasmas. En vano había colmado su casa de platería y cubierto de tapicería los muros, cuando en cualquier momento un pájaro encharcado de bosta se le instalaba en el escritorio. Ahí estaba aleteando bajo las sillas; lo veía arrastrarse desgarbado por las galerías. Se colgaba pesadamente del guardafuego. Cuando lo espantaba, volvía y picoteaba los cristales hasta romperlos.
       Convencido de que su casa era inhabitable y de que había que tomar medidas para terminar de una vez, hizo lo que cualquier otro joven hubiera hecho en su lugar, y le pidió al Rey Carlos que lo nombrara Embajador Extraordinario en Constantinopla. Él se paseaba por Whitehall con Nell Gwyn del brazo. Ella le tiraba avellanas. Qué desgracia, suspiró la amorosa dama, que semejantes piernas dejen el país.
       Pero las Parcas son implacables: sólo un beso pudo tirarle Nell Gwyn a Orlando, antes de la partida.


Tres

       Es una verdadera desdicha que tengamos tan poca información sobre esta etapa de la carrera de Orlando, en la que desempeñó un papel importante en la vida pública de su país. Sabemos que se desenvolvió a maravilla, como lo atestiguan su orden del Baño y su Ducado. Sabemos que tuvo voz en alguna de las más delicadas negociaciones entre el Rey Carlos y los turcos —de eso dan fe los tratados en los sótanos del Archivo. Pero la revolución que estalló durante su misión, y el incendio que la siguió, destruyeron o mutilaron todos los documentos que podrían ser fuentes de información, de modo que la que podemos suministrar será lamentablemente incompleta.
       A veces en mitad de la frase más importante el papel está chamuscado hasta lo ilegible. En el momento preciso en que estábamos por dilucidar un misterio que ha desesperado cien años a los historiadores, había un agujero en el manuscrito donde cabía el dedo pulgar. Hemos hecho lo posible por compaginar un magno resumen con los fragmentos chamuscados que se salvaron; pero a menudo hemos debido conjeturar, suponer y hasta invocar la imaginación.
       La jornada de Orlando, según parece, era más o menos así: a las siete se levantaba, se embozaba en una larga capa turca, encendía un cigarro de hoja y apoyaba los codos en el alféizar. Se quedaba mirando como hechizado la enorme ciudad a sus pies. A esa hora la niebla era tan cerrada que sólo sobrenadaban las cúpulas de Santa Sofía y las otras; con lentitud la niebla las descubría; se veía el firme asiento de esas burbujas; ahí estaba el río; ahí el puente de Gálata; ahí los peregrinos de turbante verde, sin ojos o sin narices, pidiendo limosna; ahí los perros sueltos escarbando la basura; ahí las mujeres veladas; ahí los innumerables burros; ahí los hombres a caballo con palos largos. Muy pronto la ciudad se despertaba en un chasquido de látigo, en un golpeteo de gongs, en las exhortaciones de los muecines, en golpes de rebenque a las muías, en el estrépito de ruedas reforzadas de hierro, mientras olores agrios de levadura, incienso y especias ascendían hasta las alturas de Pera y parecían el aliento mismo de esa estridente turba bárbara y multicolor.
       Nada, pensaba Orlando, mirando el asoleado paisaje, se parecía menos a los condados de Surrey y de Kent o a las ciudades de Londres y Tunbridge Wells. A la izquierda y a la derecha, se levantan pedregosas y calvas las inhospitalarias montañas de Asia, con el árido alcázar de algún jefe bandolero en la cumbre; pero sin presbiterio, ni casa solariega, ni cottage, ni encina, olmo, violeta, yedra o eglantina silvestre. No había cercos para que los helechos treparan ni campos de pastoreo para las ovejas. Las casas eran blancas como cáscaras de huevos, y no menos peladas. Orlando se maravillaba de que él, inglés hasta la médula, se regocijara hasta el fondo del corazón con ese panorama salvaje y mirara y remirara esos desfiladeros y esas cumbres lejanas, planeando excursiones a pie, en alturas sólo pisadas por la cabra y por el pastor; y sintiera una apasionada ternura por esas vistosas flores descomunales; y quisiera a los abandonados perros sin dueño más que a los sabuesos de sus jaurías; y aspirara con avidez el agrio y fúerte olor de las calles. Se preguntaba si, en el tiempo de las Cruzadas, algún abuelo suyo no se había enamorado de una labriega circasiana; lo creía posible, imaginaba que su tinte era algo moreno; y, retirándose del balcón, iba a tomar su baño.
       Al cabo de una hora, debidamente perfumado, rizado y ungido, era visitado por secretarios y otros altos empleados, que traían uno tras otro cofres colorados, que no cedían sino a su llave de oro. Adentro había papeles de la mayor importancia, de los que sólo quedan fragmentos: una rúbrica, un sello pegado firmemente a una tira de seda quemada. Nada podemos decir de su contenido, sólo podemos asegurar que la tarea de Orlando —el lacre, los sellos, las cintas de diversos colores diversamente atadas, los títulos recopilados en letra grande, las letras grandes adornadas— duraba hasta el almuerzo, espléndido refrigerio de treinta platos.
       Después del almuerzo, los lacayos anunciaban que lo esperaba su carroza de seis caballos, y salía a visitar a los otros embajadores y dignatarios, precedidos por Genízaros rojos, que corrían agitando grandes abanicos de plumas de avestruz sobre sus cabezas. La ceremonia era siempre igual. En el patio de honor, los Genízaros golpeaban con los abanicos la puerta principal, que inmediatamente se abría, descubriendo un vasto salón, amueblado espléndidamente. Ahí estaban sentados los personajes, generalmente de distinto sexo. Se cambiaban zalemas y reverencias. En el primer salón, sólo se podía hablar del tiempo. Tras de haber dicho que era seco o lluvioso, caliente o frío, el Embajador pasaba al otro salón, donde otras dos figuras se incorporaban para recibirlo. Allí sólo era lícita la comparación de Constantinopla con Londres como lugar de residencia: naturalmente, el Embajador no ocultaba que prefería Constantinopla; los otros, naturalmente, preferían Londres, aunque no lo habían visto. En el otro salón, se discutía sin apuro la salud del Rey Carlos y la del Sultán. En el otro se discutía la salud del Embajador y de la esposa del huésped, pero con menos detenimiento. En el otro, el Embajador elogiaba los muebles de su huésped, y el huésped elogiaba el traje del Embajador. En el otro, convidaban con golosinas; el huésped lamentaba su insulsez, el Embajador alababa su dulzura. Daban término final a la ceremonia una pipa indiana y una copa de café; pero aunque los diversos ademanes de fumar y beber se cumplían escrupulosamente, no había tabaco en la pipa, ni café en la copa; ya que si el humo o la infusión hubieran sido reales, no había en la tierra un organismo capaz de tolerarlos. Pues apenas el Embajador había efectuado una de esas visitas, tenía que hacer otra. La misma ceremonia se repetía en el mismo orden, siete u ocho veces consecutivas en las residencias de los otros altos funcionarios, de suerte que era muy común que el Embajador no volviera hasta ya entrada la noche. Aunque Orlando desempeñaba esas tareas a maravilla y jamás discutía que ellas constituyen tal vez el fundamento de las relaciones diplomáticas, es indudable que lo fatigaban y deprimían tan profundamente que prefería comer solo con sus perros. A ellos en verdad les hablaba en su propio idioma. Y a veces, dicen, salía de su palacio a altas horas de la noche; disfrazado para que no lo reconocieran los centinelas. Se perdía entonces en la turba sobre el Puente de Gálata, o recorría los bazares, o se descalzaba para unirse a los fieles en las mezquitas. Cierta vez que se declaró que estaba con fiebre, unos pastores que traían sus cabras al mercado contaron que habían visto a un Lord inglés en la cumbre de la montaña, implorando a su Dios. Se creyó que era Orlando, y que su imploración era, más bien, un poema dicho en voz alta, porque se supo que llevaba consigo, oculto en su capa, un manuscrito lleno de tachaduras; y los sirvientes que escuchaban a su puerta oían que el Embajador, cuando estaba solo, canturreaba algo de una manera extraña.
       Con tales fragmentos debemos reconstruir la vida y el carácter de Orlando durante esa época. Quedan hasta el día de hoy rumores, vagas leyendas y anécdotas sin confirmación acerca de la vida de Orlando en Constantinopla (apenas hemos citado unas cuantas) que tienden a probar que poseía, ahora que estaba en la flor de su edad, esa virtud de estimular la imaginación y de atraer la mirada que mantiene fresco un recuerdo, cuando todo lo que pueden obrar las condiciones más duraderas ha sido olvidado. Esa virtud es misteriosa y en ella colaboran la belleza, el linaje, y otro don más extenso, al que daremos, para darle algún nombre, el de «hechizo». Un millón de luces, como había dicho Sasha, ardían en Orlando, sin que él se tomara el trabajo de encender ni una sola. Se movía como un ciervo, sin la conciencia de sus piernas. Hablaba con su voz natural, y el eco golpeaba un gong de plata. De ahí que lo cercara una mitología. Llegó a ser ídolo de muchas mujeres, y de algunos hombres. No era preciso que hubieran hablado con él, ni que lo hubieran visto: se imaginaban sobre todo, ante un panorama romántico o una puesta de sol —la figura de un noble caballero con medias de seda. Ejercía el mismo poder sobre los humildes y los incultos, que sobre los ricos. Los pastores, los gitanos y los arrieros recuerdan todavía en sus cantares al Lord inglés «que tiró al pozo sus esmeraldas» —alusión inconfundible a Orlando, que una vez, parece que en un rapto de ira o de borrachera, se arrancó las joyas y las tiró a una fuente, de donde un paje las pescó. Pero es sabido que esa atracción romántica suele ir acompañada de una extrema reserva. Orlando no hacía amistades. Hasta donde puede saberse, no se ligó a nadie. Cierta gran dama se vino desde Inglaterra para estar cerca de él y lo abrumó de atenciones, pero él siguió desempeñando sus deberes tan incansablemente, que al cabo de dos años y medio de ser Embajador ante la Sublime Puerta, el Rey Carlos declaró su intención de ascenderlo al más alto rango en la nobleza. Los envidiosos dijeron que ése era el tributo de Nell Gwyn a la memoria de una pierna. Pero como ella lo había visto sólo una vez y en momento en que estaba muy atareada en tirar avellanas a su señor, es probable que el Ducado se debiera a sus méritos, no a sus pantorrillas.
       Aquí debemos detenernos, pues hemos arribado a un punto culminante de su carrera. Porque la concesión de esa merced motivó un incidente harto famoso y aun harto discutido, que ahora pasaremos a describir, tomando como podamos el hilo entre papeles quemados y pedazos de sellos. Fue al terminar el gran ayuno de Ramadán cuando la Orden del Baño y la patente de nobleza llegaron en una fragata comandada por Sir Adrián Scrope; y Orlando aprovechó la ocasión para dar la fiesta más espléndida que antes o después ha conocido Constantinopla. La noche era hermosa, la concurrencia enorme, y las ventanas de la Embajada iluminadas brillantemente. Faltan detalles, pues el incendio ha hecho de las suyas con todas las crónicas y no ha perdonado sino fragmentos que dejan en la oscuridad los puntos esenciales. Por el diario de John Ferner Brigge, sin embargo, oficial de la marina inglesa, que estaba entre los invitados, sabemos que personas de todos los países «estaban hacinadas en el patio como arenques en un barril». Eran tantos los apretones que Brigge se trepó a una higuera para observar mejor la función. Circulaba el rumor entre los nativos (he aquí una prueba del misterioso poder de Orlando sobre la imaginación) de que se iba a operar un milagro. «Por consiguiente —escribe Brigge (pero su manuscrito está plagado de agujeros y quemaduras, y algunas frases son del todo ilegibles)— cuando los cohetes empezaron a remontarse, experimentamos una considerable aprensión de que la población nativa se dejara arrebatar... preñada de amargas consecuencias para todos... Señoras inglesas presentes, confieso que llevé la mano a mi sable. Felizmente —prosigue en su estilo un tanto ampuloso—, esos temores parecían por el momento infundados y observando la conducta de los nativos... llegué a la conclusión de que esta demostración de nuestra destreza en el arte de la pirotecnia tenía su valor siquiera para dejar grabada en ellos... la superioridad británica. Realmente el espectáculo era de indescriptible magnificencia. Me encontré, alternativamente, alabando al Señor que había permitido... y deseando que mi pobre madre querida... Por orden del Embajador, las grandes ventanas que son un rasgo tan importante de la arquitectura oriental, pues aunque ignorante en muchos modos... de par en par; y adentro pudimos ver un cuadro vivo o representación teatral en la que damas inglesas y caballeros... representaban una comedia de... No se podían oír las palabras, pero la vista de tantos compatriotas ataviados con tanta distinción y elegancia... suscitaron emociones de las que ciertamente no me abochorno, aunque no puedo... y yo estaba absorto en la contemplación de la pasmosa conducta de Lady R. que era como para atraer la atención general y desacreditar su sexo y su patria, cuando» —por desgracia cedió una rama de la higuera, el teniente Brigge se fue al suelo, y el resto de su relato no registra más que alabanzas a la Providencia (que juega un considerable papel en su diario) y la exacta naturaleza de sus lastimaduras.
       Afortunadamente Miss Penélope Hartopp, hija del general de ese nombre, vio de adentro la escena, y la refiere en una carta, muy deteriorada también, que llegó a manos de una amiga en Tunbridge Wells. Miss P. no es menos entusiasta que el bizarro oficial. «Arrebatador —exclama diez veces por página—, maravilloso... más allá de toda ponderación... vajilla de oro... candelabros... negros con calzones de felpa... pirámides de hielo... surtidores de grog... jaleas con la forma de los barcos de Su Majestad... cisnes en forma de nenúfares... pájaros en jaulas doradas... caballeros de trajes acuchillados de terciopelo rojo... peinados que a lo menos tenían seis pies de altura... cajas de música... Mr. Peregrine dijo que yo estaba divina: sólo a ti te lo cuento, queridísima, porque sé... ¡Ah si hubieran estado todas ustedes!... Muy superior a lo que vimos en el Casino... mares de vino... algunos caballeros indispuestos... Lady Betty un encanto... la pobre Lady Bonham se equivocó y se quiso sentar donde no había silla... todos los caballeros muy galanes... te extrañé mil veces a ti y a mi adorada Betsy... Pero la gran atracción, el imán de todos los ojos... reconocido por todos, porque sólo un espíritu muy vil se atrevería a negarlo, era el mismo Embajador. ¡Qué piernas!, ¡qué porte!, ¡qué modales de príncipe! ¡Verlo entrar en el salón! ¡Verlo salir!, ¡y una expresión tan interesante, que le hace a uno adivinar que ha sufrido! Dicen que una señora tiene la culpa. ¡Monstruo sin corazón! ¡Cómo es posible que alguien del sexo que se llama tierno haya tenido el valor! Es soltero, y todas las damas de aquí están locas por él... Millares y millares de besos a Tom, Gerry, Peter y a la adorada Miau» (su gata probablemente).
       De la Gaceta correspondiente copiamos: «Al dar las doce el Embajador apareció en el balcón central que estaba tapizado lujosamente. Seis turcos de la Escolta Imperial, de más de seis pies de altura cada uno, empuñaban antorchas a derecha e izquierda. A su aparición se remontaron cohetes en el aire, y un gran clamor se elevó de la multitud. El Embajador agradeció con un gran saludo y con algunas palabras en lengua turca, que habla con extraordinaria fluidez. Luego Sir Adrián Scrope, con uniforme de gala de Almirante Británico, se adelantó; el Embajador dobló una rodilla; el Almirante rodeó su cuello con el Collar de la Nobilísima Orden del Baño y prendió la Estrella en su pecho; y después otro caballero del cuerpo diplomático se adelantó con dignidad y echó sobre sus hombros el manto ducal, y le entregó, en un almohadón carmesí, la corona ducal».
       Al fin, con majestad y gracia extraordinarias, inclinándose primero profundamente, irguiéndose después con orgullo, Orlando tomó el áureo círculo de hojas de fresa y lo ciñó, con un gesto que ninguno de los presentes olvidará, a sus sienes. En ese punto se produjo el primer disturbio. O la gente esperaba un milagro —hay quienes dicen que se había profetizado la caída de una lluvia de oro— que no sucedió, o ésa era la señal convenida para el asalto; nadie lo sabe, pero en el instante preciso en que Orlando se ajustó la corona, se elevó un enorme tumulto. Tañeron las campanas; la voz desentonada de los profetas dominó los gritos del pueblo; muchos turcos se postraron de cara y tocaron la tierra con la frente. Forzaron una puerta. Los nativos invadieron el salón. Las mujeres chillaban. Cierta dama, que estaba loca por Orlando, tomó un candelabro y lo dio contra el suelo. Nadie puede prever las escenas que se habrían producido, a no impedirlo la presencia de Sir Adrián Scrope y de un piquete de marineros ingleses. Pero el Almirante hizo tocar las cornetas; cien marineros se cuadraron; la revuelta fue sofocada y reinó la paz, al menos por el momento.
       Pisamos hasta aquí el terreno firme, aunque también estrecho, de la autenticada verdad. Pero nadie ha sabido precisamente lo que sucedió aquella noche. El testimonio de los centinelas y de otras personas, parece demostrar, sin embargo, que no quedaban extraños en la Embajada y que la habían cerrado a las dos de la mañana. Se vio al Embajador, siempre con las insignias de su rango, subir a la habitación y cerrar la puerta. Algunos dicen que la cerró con llave, cosa que nunca hacía. Otros sostienen que más tarde escucharon en el patio, bajo la ventana del Embajador, una música rústica de las que suelen ejecutar los pastores. Una lavandera, a la que no dejaba dormir un dolor de muelas, dijo que vio salir un hombre al balcón, envuelto en una capa o bata. Después, dijo, una mujer muy embozada, pero con aire de paisana, subió por una cuerda que el hombre del balcón le tendió. Ahí, dijo la lavandera, se abrazaron con pasión «como amantes» y entraron juntos a la pieza, corriendo las cortinas, de suerte que ya no pudo ver más.
       Al día siguiente los secretarios del Duque (como debemos llamarlo ahora) lo hallaron profundamente dormido y la ropa de cama toda revuelta. Se notaba cierto desorden: la corona tirada por el suelo, el Manto y la Liga en un montón sobre una silla. La mesa estaba llena de papeles. Nada sospecharon al comienzo, pues las fatigas de la noche habían sido grandes. Pero como al llegar la tarde seguía durmiendo, mandaron buscar un médico. Aplicó los remedios que se habían ensayado la otra vez —emplastos, ortigas, eméticos— pero sin éxito. Orlando seguía durmiendo. Los secretarios creyeron de su deber examinar los papeles sobre la mesa. Muchos estaban borrados de versos, que aludían con frecuencia a una encina. Había también algunos documentos oficiales y otros de carácter particular sobre el manejo de sus propiedades en Inglaterra. Pero al fin dieron con un documento mucho más significativo. Era nada menos que un acta de matrimonio, asentada, firmada y autorizada por testigos entre Su Señoría Orlando, Caballero de la Jarretera, etc., etc., etc., y Rosina Pepita, bailarina, hija de padre desconocido, pero que se supone gitano, y de madre también desconocida, pero que se supone vendedora de fierro viejo en el mercado frente al Puente de Gálata. Los secretarios se miraron consternados. Orlando seguía durmiendo. Día y noche lo velaron, pero sólo daba señales de vida su respiración regular y el profundo carmín de sus mejillas. Cuanto la ciencia o el ingenio pudieron idear para despertarlo, se hizo; pero seguía durmiendo. El séptimo día de su letargo (jueves, 10 de mayo) se disparó el primer tiro de esa terrible y sangrienta insurrección cuyos primeros síntomas recogió el Teniente Brigge. Los turcos se rebelaron contra el Sultán, prendieron fuego a la ciudad y degollaron o acabaron a azotes a cuanto extranjero encontraron. Algunos ingleses lograron escapar; pero, como era de esperarse, los caballeros de la Embajada Británica prefirieron morir en defensa de sus valijas coloradas, o en caso extremo, tragarse los manojos de llaves antes que dejarlos caer en manos del Infiel. Los revoltosos irrumpieron en el cuarto de Orlando, pero suponiéndolo muerto lo dejaron intacto y sólo le robaron su corona y las insignias de la Jarretera.
       ¡Y ahora de nuevo desciende la oscuridad, y ojalá fuera más profunda! ¡Ojalá fuera, casi podríamos exclamar desde el fondo de nuestros corazones, tan profunda que su opacidad no nos permitiera ver nada! ¡Ojalá pudiéramos ahora empuñar la pluma y escribir la palabra fin! Ojalá pudiéramos ocultar al lector el conocimiento de lo que sigue y decirle en breves palabras: Orlando falleció y lo enterraron. Pero aquí, ¡ay de mí!, la Verdad, la Franqueza y la Honradez, austeras diosas que hacen la guardia junto al tintero del biógrafo, gritan: ¡La Verdad!, y por tercera vez retumban en concierto: ¡La Verdad y sólo la Verdad!
       Entonces —¡alabado sea Dios!, porque nos concede un respiro— las puertas se abren suavemente, como si las desuniera el aliento más suave y más santo de los céfiros, y tres figuras aparecen. La primera es Nuestra Señora de la Pureza: bandas de lana del cordero más blanco ciñen sus sienes, su cabellera es como una avalancha de polvo de nieve; en su mano reposa la pluma blanca de una gansa virgen. La sigue, pero con un paso más digno, Nuestra Señora de la Castidad: una diadema de carámbanos la corona como una torre de fuego eterno resplandeciente; sus ojos son estrellas puras, y el roce de sus dedos hiela hasta la médula. Siguiéndola de cerca, amparada en la sombra de sus majestuosas hermanas, entra Nuestra Señora de la Modestia, la más frágil y bella de las tres; su cara se entrevé como la luna nueva cuando es delgada y tiene forma de hoz y quieren ocultarla las nubes. Las tres avanzan hacia el medio del cuarto donde Orlando sigue durmiendo, y con ademanes que a la vez imploran y ordenan, Nuestra Señora de la Pureza habla antes que las otras:
       —Soy la que guarda el sueño del cervatillo; me gustan la nieve y la luna que nace y el mar de plata. Con mi ropaje cubro los huevos de la gallina overa y la rayada concha marina; cubro la pobreza y el vicio. Sobre todas las cosas quebradizas o dudosas u oscuras, dejo caer mi velo. Por consiguiente, no reveles, no hables. ¡Piedad, oh, piedad! Aquí retumban las trompetas. —¡Vete, Pureza! ¡Pureza, vete! Habla entonces Nuestra Señora de la Castidad: —Soy aquella divinidad cuyo contacto hiela y cuya mirada petrifica. He detenido el baile de la estrella y la caída de la ola. En las más altas cumbres de los Alpes hago mi habitación.
       Cuando paso brotan de mi cabellera relámpagos; mis ojos matan lo que miran. Antes que permitir que Orlando despierte, lo helaré hasta los huesos. ¡Piedad, oh, piedad!
       Aquí retumban las trompetas.
       —¡Vete, Castidad! ¡Castidad, vete!
       Habló entonces Nuestra Señora de la Modestia, en voz tan baja que uno apenas la oía:
       —Soy aquella divinidad que los hombres llaman Modestia. Soy virgen y siempre lo seré. Lejos de mí los campos fecundos y el viñedo fértil. Detesto el crecimiento, y cuando las manzanas cuajan o los rebaños se multiplican, huyo, huyo; dejo caer mi manto. La cabellera me tapa los ojos; no veo. ¡Piedad, oh, piedad!
       Otra vez retumban las trompetas:
       —¡Vete, Modestia! ¡Modestia, vete!
       Con gestos de tristeza y lamento las tres se dan la mano y bailan despacio, agitando sus velos y cantando:
       —Verdad, no salgas de tu obscena caverna. Húndete más abajo, horrible Verdad. Tú exhibes a la luz brutal del sol cosas que más valiera ignorar; actos que más valiera no hacer. Descubres lo vergonzoso; aclaras lo oscuro. Ocúltate, ocúltate, ocúltate.» —(Aquí hacen el ademán de cubrir a Orlando con sus velos.) Las trompetas, mientras, retumban—: «La Verdad y sólo la Verdad. —Las Hermanas intentan ahogar con velos las voces de las trompetas, pero en vano, pues ahora todas las trompetas retumban en coro—: Hermanas horribles, partid.
       Las Hermanas se desconsuelan y lloran al unísono, siempre bailando en rueda y agitando sus velos de arriba abajo.
       —No siempre ha sido así. Pero los hombres ya no nos necesitan; las mujeres nos aborrecen. Nos vamos, nos vamos. Yo (dice la Pureza) a los palos del gallinero. Yo (dice la Modestia) a cualquier discreto rincón donde abunden la hiedra y las cortinas.
       »Pues ahí, no aquí —(todas hablan a un tiempo, tomadas de las manos y haciendo ademanes de desesperación y de adiós hacia el lecho en que duerme Orlando)— siguen morando en nidos y en boudoirs, en cortes de justicia y en oficinas los que nos aman; los que nos honran, vírgenes y hombres de negocios; abogados y médicos; los que prohiben, los que niegan, los que respetan sin saber por qué, los que alaban sin comprender; la todavía muy numerosa (alabado sea Dios) tribu de los decentes; que prefieren no ver; anhelan no saber; aman la oscuridad; ésos todavía nos adoran, y con razón; porque les hemos dado Riqueza, Prosperidad, Comodidad, Holgura. Te abandonamos, regresamos a ellos. ¡Vamos, Hermanas, vamos! Éste no es lugar para nosotras.
       Se retiran de prisa, agitando los velos sobre sus cabezas, como para excluir algo que no se atreven a mirar, y cierran la puerta al salir.
       Henos aquí, por consiguiente, solos y abandonados en el cuarto con Orlando que duerme y con las trompetas. Las trompetas en fila emiten un terrible estruendo, uno solo: ¡la verdad! Y Orlando se despertó. Se estiró. Se paró. Se irguió con completa desnudez, ante nuestros ojos y mientras las trompetas rugían: ¡Verdad! ¡Verdad! ¡Verdad!
      

Debemos confesarlo: era una mujer.
       La voz de las trompetas se apagó y Orlando quedó desnudo.
       Nadie, desde que el mundo comenzó, ha sido más hermoso. Sus formas combinaban la fuerza del hombre, y la gracia de la mujer. Mientras estaba ahí, de pie, las trompetas de plata prolongaron su nota, como si les doliera abandonar la bella visión que había provocado su estruendo; y la Castidad, la Pureza y la Modestia, inspiradas, sin duda, por la Curiosidad, espiaron por la puerta y arrojaron a la forma desnuda una especie de toalla que, desgraciadamente, le erró por unos centímetros. Sin inmutarse, Orlando se miró de arriba abajo en un gran espejo y se retiró, seguramente al cuarto de baño.
       Podemos aprovechar esta pausa para hacer algunas declaraciones. Orlando se había transformado en una mujer —inútil negarlo. Pero, en todo lo demás, Orlando era el mismo. El cambio de sexo modificaba su porvenir, no su identidad. Su cara, como lo pueden demostrar sus retratos, era la misma. Su memoria podía remontar sin obstáculos el curso de su vida pasada. Alguna leve vaguedad puede haber habido, como si algunas gotas oscuras enturbiaran el claro estanque de la memoria; algunos hechos estaban un poco desdibujados: eso era todo. El cambio se había operado sin dolor y minuciosamente y de manera tan perfecta que la misma Orlando no se extrañó. Muchas personas, en vista de lo anterior, y de que tales cambios de sexo son anormales, se han esforzado en demostrar (a) que Orlando había sido siempre una mujer (b) que Orlando es ahora un hombre. Biólogos y psicólogos resolverán. Bástenos formular el hecho directo: Orlando fue varón hasta los treinta años; entonces se volvió mujer y ha seguido siéndolo.
       Que otras plumas traten del sexo y de la sexualidad; en cuanto a nosotros, dejemos ese odioso tema lo más pronto posible. Orlando, ahora, se había lavado y vestido con esas casacas y bombachas turcas que sirven indiferentemente para uno y otro sexo; y tuvo que enfrentar su situación. Todo lector que haya seguido con alguna simpatía su historia, convendrá en que esa situación era de lo más precaria y molesta. Joven, noble y hermosa, Orlando se encontraba en un trance delicadísimo para una joven dama de alcurnia. No la censuraríamos si hubiera llamado, si hubiera llorado, si hubiera sufrido un desmayo. Pero Orlando no se inmutó. Todos sus actos fueron de lo más reposados, tanto que parecían premeditados. Primero, revisó cuidadosamente los papeles que había en la mesa; tomó los que parecían escritos en verso y los ocultó en su seno; luego silbó a su lebrel (que estaba medio muerto de hambre, pues en todos esos días no se había movido de su lado), le dio de comer y le alisó el pelo; luego se puso al cinto un par de pistolas; y finalmente se ciñó algunas sartas de finísimas esmeraldas y perlas que habían formado parte de su guardarropa de Embajador. Hecho esto, se asomó a la ventana, silbó con cautela, y bajó la escalera destrozada y ensangrentada, llena de papeles, tratados, despachos, sellos, barras de lacre, etcétera, y salió al patio. Ahí, a la sombra de una higuera gigante, aguardaba un gitano viejo en un burro. Tenía otro de la brida. Orlando lo montó de un brinco; y así escoltado por un perro famélico, cabalgando un burro, y acompañado por un gitano, el Embajador de Gran Bretaña ante la Corte del Sultán salió de Constantinopla.
      

Viajaron varios días y varias noches y tuvieron diversas aventuras, algunas con hombres, otras con la naturaleza, y en todas ellas Orlando demostró su valor. Antes de una semana habían alcanzado las tierras altas que dominan a Brussa, entonces campamento general de la tribu gitana a la que Orlando se había ligado. Más de una vez había mirado esas montañas desde su balcón en la Embajada; más de una vez había deseado estar ahí; y encontrarse donde vino ha deseado estar, siempre es materia de reflexión para un espíritu pensativo. Por algún tiempo, sin embargo, el cambio la alegraba demasiado para echarlo a perder con meditaciones. Le bastaba el placer de no sellar o firmar documentos, de no decorar letras mayúsculas, de no pagar visitas. Los gitanos seguían el pasto; cuando ya no quedaba más, se mudaban. Orlando se lavaba en los arroyos, si es que se lavaba; nadie le presentaba una valija, colorada, verde o azul; no había en todo el campamento una sola llave, y menos una llave de oro; en cuanto a «visitar», hasta la palabra ignoraban. Ordeñaba las cabras; juntaba leña, robaba huevos de gallina, de vez en cuando, pero siempre dejaba en su lugar una perla o una moneda; arreaba el ganado; cortaba los racimos, pisaba la uva: colmaba la bota de cuero y bebía en ella, y cuando recordaba que a esa hora del día hubiera estado haciendo el aparato de fumar una pipa descargada y de beber una taza vacía, se reía a carcajadas, se cortaba otra rebanada de pan y pedía una pitada de la pipa del viejo Rustem, aunque ésta sólo contenía bosta de vaca.
       Los gitanos —ya sin duda en comunicación secreta con Orlando antes de la revolución— parecen haberla considerado como a una de ellos (siempre el homenaje más alto que un país puede hacer), y su pelo oscuro y su tez morena dejaban suponer que era realmente de su raza, y que había sido arrebatada por un Duque Inglés de un nogal, cuando era apenas una criatura, y llevada a esta tierra bárbara, donde las personas viven en casas porque son demasiado débiles y enfermizas para soportar el aire libre. Así, aunque inferior a ellos en tantas cosas, estaban listos a educarla para que se les pareciera algo más; le enseñaron las artes de hacer queso y tejer canastos, su ciencia de robar y cazar pájaros, y hasta pensaban que algún día le permitirían casarse con uno de la tribu.
       Pero Orlando había adquirido en Inglaterra alguna de las costumbres o enfermedades (como quieran llamarlas) que, según parece, no tienen cura. Una tarde, cuando estaban todos sentados alrededor del fuego y el cielo del ocaso resplandecía sobre los montes de Tesalia, Orlando exclamó:
       —¡Qué bueno para comer!
       (Los gitanos no tienen palabra para «bello». Esto es lo más aproximado.)
       Los muchachos se rieron a carcajadas. ¡El cielo bueno para comer! Los viejos, sin embargo, que sabían algo más de extranjeros, empezaron a recelar. Descubrieron que Orlando se pasaba las horas sin hacer absolutamente nada, salvo mirar acá y allá; la sorprendieron en la cumbre de una colina con los ojos fijos en el horizonte, sin preocuparse de si las cabras pastaban o se extraviaban. Dieron en sospechar que tenía otras creencias que las suyas, y los hombres y las mujeres de más edad pensaron que tal vez había caído entre las garras del más vil y cruel de los Dioses, que es la Naturaleza. No estaban muy equivocados. El mal inglés, el amor de la Naturaleza, era innato en ella, y aquí donde la naturaleza era más vasta y poderosa que en Inglaterra, la dominó con más fuerza que antes. El mal es harto conocido y demasiadas plumas, ¡ay de mí!, lo han descrito para que lo describa otra vez, salvo con suma brevedad.
       Había montañas, valles, torrentes. Ella trepaba las montañas; erraba por los valles, se sentaba a la orilla de los torrentes. Comparaba las colinas con baluartes, con el pecho de las palomas, con el anca de las terneras. Comparaba las flores con el esmalte, el césped a las alfombras turcas adelgazadas por el uso. Los árboles eran brujas decrépitas, las ovejas peñas grises. Cada cosa, en efecto, era otra cosa. Encontró la laguna en la cumbre de la montaña, y estuvo por tirarse al fondo para descubrir la sabiduría que le parecía oculta en ese lugar; y cuando desde la cumbre divisó a lo lejos, sobre el Mar de Mármara, las llanuras de Grecia, y distinguió (su vista era admirable) la Acrópolis con una o dos manchitas blancas que eran, sin duda, el Partenón, su alma se agrandó con sus ojos e imploró el don de compartir la majestad de las colinas, conocer la serenidad de las llanuras, etc., como lo hacen esos creyentes. Luego, a sus pies, el jacinto rojo, el iris de púrpura, le hacían prorrumpir en un grito de éxtasis ante la bondad, la hermosura de la naturaleza; elevando otra vez los ojos veía planear el águila y se figuraba sus arrebatos y se identificaba con ellos. Al volver, saludaba cada estrella, cada cumbre y cada fogata como si fueran mensajes para ella sola, y al fin, cuando se tiraba en su estera en la tienda de los gitanos, no podía contenerse y repetía: ¡Qué bueno para comer! ¡Qué bueno para comer! (Es muy curioso que los seres humanos, a pesar de tener medios tan imperfectos de comunicación, que sólo pueden decir «bueno para comer» por «bello» y viceversa, prefieran, sin embargo, sufrir la incomprensión y el ridículo a guardar silencio.) Todos los gitanos jóvenes rieron. Pero Rustem el Sadi, el viejo que sacó a Orlando de Constantinopla en su burro, se quedó silencioso. Su nariz era igual a una cimitarra; en sus mejillas había surcos que parecían la obra secular de un granizo de hierro; era moreno y de ojos vivos; y al chupar el tubo del narguile observaba estrechamente a Orlando. Tenía fuertes sospechas de que su Dios era la Naturaleza. Un día la encontró con los ojos llenos de lágrimas. Interpretándolas como un signo de que la había castigado su Dios, le dijo que eso no lo asombraba. Le mostró los dedos de su mano izquierda ardidos por la escarcha; le mostró su pie derecho aplastado por una roca. Eso, le dijo, es lo que tu Dios hace con los hombres. Cuando ella repitió: «pero es tan bello», usando de la palabra inglesa, él sacudió la cabeza; y se enojó cuando ella volvió a repetirlo. Vio que la fe de Orlando no era su fe, y eso lo enfureció, aunque era tan antiguo y tan sabio.
       Esa divergencia preocupó a Orlando, que hasta ese momento había sido absolutamente feliz. Dio en cavilar si la Naturaleza era bella o cruel; y luego se preguntó qué era esa belleza; si estaba en las cosas mismas o sólo en ella, y así pasó al problema de la realidad, que la condujo al de la verdad, que a su vez la condujo al Amor, la Amistad y la Poesía (como antes en la colina del roble); meditaciones de las que no podía comunicar una sola palabra y que le hicieron anhelar, como nunca, una pluma y un tintero.
       «¡Quién pudiera escribir!», gritaba (pues tenía el prejuicio literario de que las palabras escritas son palabras compartidas). Le faltaba tinta y apenas tenía papel. Pero hizo tinta con moras y vino, y aprovechando los espacios en blanco y los márgenes del manuscrito de «La Encina», logró, mediante una especie de taquigrafía, describir el paisaje en un largo poema de verso libre y redactar un diálogo consigo misma sobre el problema de lo Verdadero y lo Bello. Esto la distrajo por un sinfín de horas. Pero los gitanos desconfiaban. Notaron, en primer lugar, su creciente incapacidad en las tareas de ordeñar y hacer quesos; luego, que vacilaba antes de contestar; y una vez, un chico gitano que dormía, se despertó aterrado, bajo la mirada fija de Orlando. La tribu entera —varias docenas de hombres y mujeres adultos— solía compartir ese malestar. Nacía de la impresión (y sus impresiones son muy sutiles y superan en mucho su vocabulario) de que cuanto estaban haciendo se les desmenuzaba en las manos como ceniza. Una vieja que tejía una canasta, un muchacho que desollaba una oveja, estaban tarareando o cantando tranquilamente, cuando Orlando llegaba al campamento y se tiraba al lado del fuego a mirar las llamas. Ellos inmediatamente sentían: Aquí hay alguien que duda (estamos traduciendo libremente del idioma gitano), alguien que no obra por obrar, ni mira por mirar; alguien que descree de los cueros de ovejas y de las canastas; alguien que está viendo (aquellos ojos tenebrosos recorrían la carpa) otra cosa. Entonces una sensación vaga, pero de lo más desagradable, cundía en la vieja, en el muchacho. Se les rompían las varas de mimbre; se cortaban los dedos. Una gran rabia los colmaba. Deseaban que Orlando dejara la carpa y no volviera nunca más. Admitían, sin embargo, que era muy animada y servicial, y que una sola de sus perlas bastaba para comprar la mejor majada de cabras de Brussa.
       Poco a poco, Orlando se dio cuenta de que no era idéntica a los gitanos y llegó a vacilar en su decisión de casarse con uno de ellos y establecerse ahí para siempre. Al principio quiso explicárselo, razonando que ella era hija de una raza antigua y civilizada, y que los gitanos eran un pueblo ignorante, apenas superior a los salvajes. Una noche que la interrogaban sobre Inglaterra, no pudo menos que describir con orgullo su casa natal, sus trescientos sesenta y cinco dormitorios y el hecho de que hacía cuatrocientos o quinientos años que estaba en posesión de su familia. Sus antepasados eran condes, y hasta duques, agregó. Al decir esto, notó que los gitanos estaban incómodos; pero no irritados como ante sus elogios anteriores de la naturaleza. Ahora estaban corteses, pero molestos como se ponen las personas bien educadas cuando un forastero declara su pobreza o su origen humilde. Rustem la siguió al salir de la carpa y le dijo que no se preocupara de que su padre fuera un Duque y poseyera todos esos dormitorios y muebles. Nadie, por eso, pensaría mal de ella. Orlando nunca había sentido tanta vergüenza. Entendió que Rustem y los otros gitanos consideraban que una ascendencia de cuatrocientos o quinientos años era menos que modesta. La de ellos remontaba por lo menos a dos mil o tres mil. Para el gitano, cuyos antepasados habían levantado las Pirámides siglos antes del nacimiento de Cristo, ni mejor ni peor que la de los Smith y los Jones: ambas eran insignificantes. Además, en un medio en que el último pastorcito es de tan antigua estirpe, nada hay especialmente memorable o deseable en un viejo linaje: los vagabundos y los pordioseros lo tienen. Y, aunque era demasiado cortés para decirlo abiertamente, era evidente que el gitano pensaba que ninguna ambición es más vulgar que la de poseer cientos de dormitorios (estaban en la cumbre de una colina, era de noche; las montañas crecían alrededor) cuando la tierra entera es nuestra. Desde el punto de vista gitano, un Duque, entendió Orlando, era una especie de logrero o ladrón que había arrebatado tierra y dinero a quienes la desdeñan, y que no había pensado en nada más ingenioso que en edificar trescientos sesenta y cinco dormitorios cuando basta con uno, y ese uno está de más. No podía negar que sus mayores habían acumulado campo sobre campo, casa sobre casa, dignidad sobre dignidad; pero que ninguno había sido un héroe o un santo o un bienhechor del género humano. Tampoco podía dejar de reconocer (Rustem era demasiado caballero para insistir, pero ella comprendió) que cualquier hombre que hiciera ahora lo que sus antepasados habían hecho trescientos o cuatrocientos años antes, sería considerado —sobre todo por su propia familia— un arribista, un intruso, un aventurero, un nouveau riche.
       Trató de contrarrestar esos argumentos con el método habitual aunque oblicuo de imputar a la vida de los gitanos rudeza y barbarie; y así, en muy poco tiempo, hubo mala sangre y hostilidad. Lo cierto es que esas diferencias de opinión suelen engendrar sangrientas revoluciones. Por menos han entrado a saco en ciudades, y un millón de mártires ha preferido morir en el tormento a ceder una pulgada de su parecer. No hay, en el tumultuoso pecho del hombre, una pasión más fuerte que la de imponer su creencia a los otros. Nada puede secar la raíz de su dicha y llenarla de ira como saber que otro desprecia lo que él venera. Whigs y Tories, Liberales y Laboristas —¿qué razón les mueve a guerrear sino su prestigio? No es el amor de la verdad sino el deseo de prevalecer el que opone un barrio a otro barrio y hace que una parroquia premedite la ruina de otra parroquia. Todos prefieren la paz de espíritu y la sujeción de los otros al triunfo de la verdad y a la apoteosis de la virtud —pero esas moralidades pertenecen al historiador, y debemos dejárselas, porque son más aburridas que un día de lluvia.
       —Cuatrocientos setenta y seis dormitorios no significan nada para ellos —suspiraba Orlando.
       —Una puesta de sol le gusta más que una majada de cabras —decían los gitanos.
       Orlando no sabía qué hacer. Dejar los gitanos y ser de nuevo un Embajador le parecía intolerable. No menos imposible, sin embargo, era quedarse para siempre en un punto donde no había ni tinta ni papel, ni reverencia por los Talbot, ni respeto por una multitud de dormitorios. Eso pensaba, una mañana de sol en la ladera del Monte Athos, mientras apacentaba sus cabras. La Naturaleza, en la que ella había puesto tanta fe, le gastó una broma o hizo un milagro. Las opiniones vuelven a diferir y no sabemos a qué atenernos. Orlando estaba contemplando, con algún desconsuelo, el violento declive de la colina. Promediaba el verano, y si tuviéramos que comparar con algo el paisaje, sería con un hueso seco; con la osamenta de una oveja, con una calavera gigantesca pelada por mil buitres. El calor era intenso y la raquítica higuera bajo la cual yacía Orlando, sólo servía para imprimir un dibujo de hojas en su ligero albornoz.
       De golpe una sombra, aunque nada podía proyectar una sombra, apareció en la desnuda montaña de enfrente. Se ahondó en seguida, y pronto un hueco verde sustituyó la roca pelada. Ante sus ojos el hueco se agrandó y se oscureció, y un gran espacio, como un parque, se abrió en el flanco de la colina. Adentro, ella vio un prado firme y ondulante; vio encinas salpicadas aquí y allá; vio los tordos que saltaban de rama en rama. Vio el delicado paso del ciervo de una sombra a otra sombra; oyó el zumbar de los insectos y los suaves suspiros y escalofríos de un día de verano en Inglaterra. Al rato de mirar, empezó a caer la nieve; pronto el paisaje entero se cubrió de sombras moradas en vez de manchas amarillas de sol. Vio carros pesados que venían por los caminos, cargados de troncos de árboles, acarreados, ella bien lo sabía, para hacer leña; y entonces aparecieron los tejados y las almenas y las torres y los patios de su propia casa. Estaba nevando fuerte y oyó sobre el tejado el roce de la nieve que se desliza y cae al suelo. El humo subía de mil chimeneas. Ahora, todo era tan claro y tan nítido que pudo ver una corneja picoteando la nieve en busca de gusanos. Después, gradualmente, las sombras moradas se espesaron y taparon los carros y los prados y la gran casa. Se lo tragaron todo. Nada quedó del hueco pastoso, y en lugar de los verdes prados estaba la montaña deslumbrante que parecía pelada por mil buitres. Orlando se deshizo en llanto y, volviendo al campamento de los gitanos, les dijo que se embarcaba para Inglaterra al día siguiente.
       Hizo muy bien. Ya los más jóvenes habían tramado su muerte. Parece que el honor lo exigía, ya que Orlando no pensaba como ellos. Sin embargo, les hubiera dolido degollarla; y la noticia de su viaje los alegró. Quiso la buena suerte que un barco mercante inglés ya estuviera a la vela en la bahía; y Orlando, desprendiéndose de otra perla de su collar, no sólo pagó su pasaje, sino que le quedaron unos billetes en la escarcela. Hubiera querido regalárselos a los gitanos. Pero sabía que despreciaban el dinero; y se tuvo que contentar con abrazos que (de parte de ella) no eran fingidos.


Cuatro

       Con algunas de las guineas que le quedaron después de vender la décima perla de su collar, Orlando había comprado un ajuar completo de mujer a la moda de la época, y vestida como una joven inglesa de alcurnia la encontramos ahora en la cubierta de la Enamoured Lady. Es raro, pero es cierto: hasta ese momento, apenas había pensado en su sexo. Quizá las bombachas turcas la habían distraído; y las gitanas, salvo en algún detalle importante, difieren poquísimo de los gitanos. Sea lo que fuere, sólo cuando sintió que las faldas se le enredaban en las piernas y el galante Capitán ordenó que le armaran en la cubierta un toldo especial, sólo entonces, decimos, comprendió sobresaltada las responsabilidades y los privilegios de su condición. Pero ese sobresalto no era el que hubiéramos podido prever.
       Queremos decir que no lo causaba la simple y sola idea de su pureza y cómo defenderla. En circunstancias normales una muchacha linda y sola no hubiera pensado en otra cosa: el edificio entero de la moral femenina descansa en esa piedra fundamental; la pureza es su joya, su eje central, que deben proteger hasta la locura y a cuya pérdida no deben sobrevivir. Pero si durante treinta años uno ha sido hombre, y para colmo Embajador, si uno ha tenido una Reina entre sus brazos y una o dos damas de menor alcurnia (según dicen las crónicas), si uno se ha casado con una Rosina Pepita, etcétera, etcétera, el sobresalto no es tal vez tan terrible. El sobresalto de Orlando era de naturaleza muy complicada, y no lo podemos definir en un santiamén. Nadie, en verdad, la acusó nunca de ser una de esas mentes atropelladas que agotan los problemas en un minuto. Necesitó todo el viaje para desentrañar el sentido de su sobresalto. Nosotros la seguiremos, ajustándonos a su paso.
       «Señor —pensó, al recobrarse, desperezándose bajo el toldo—, qué vida más holgazana y más linda. Pero —pensó dando un puntapié—, qué peste son estas faldas en los talones. Pero la tela (brocato floreado) es la más deliciosa del mundo. Nunca he visto mi piel (puso la mano en la rodilla) lucir como ahora. ¿Podría, sin embargo, saltar por la borda y nadar con semejante ropa? ¡No! Luego tendría que confiarme a un marinero. ¿La idea me molesta? ¿Sí o no?...», se preguntó, encontrando aquí el primer nudo en el hilo parejo de su argumento.
       Llegó la hora de cenar y no lo había desatado, y fue el Capitán en persona —el Capitán Nicholas Benedict Bartolus, un marino de tipo distinguido— el que lo desató al servirle una tajada de carne salada.
       «¿Un poco de gordura, señora? —le preguntó—. Permítame servirle una rebanadita del tamaño de la uña.» Bastaron esas palabras, para que la recorriera un delicioso temblor. Hubo un cantar de pájaros, hubo una precipitación de torrentes. Reconoció la indescriptible delicia de la primera vez que vio a Sasha, hace cien años. Entonces era el perseguidor, ahora la fugitiva. ¿Cuál es el éxtasis mayor? ¿El de la mujer o el del hombre? ¿No son acaso el mismo? No, pensó, éste es más delicioso (agradeciendo al Capitán y rehusando); rehusar y verlo triste. Bueno, si él insistía, ella aceptaría una rebanadita, pero casi invisible. Esto era lo más delicioso; ceder y verlo sonreír. «Porque nada —pensó, volviendo a su lugar en la cubierta, y prosiguiendo el diálogo—, es tan celestial como resistir y ceder; ceder y resistir. Nada como esto para inundar de felicidad nuestras almas. De modo —continuó—, que a lo mejor me tiro por la borda, por el solo gusto de que un marinero me salve».
       (Debemos recordar que era como un niño, que toma posesión de un jardín o de un armario de juguetes: sus razonamientos no podían ser los de una mujer ya madura que ha disfrutado de esas cosas toda su vida.)
       «¿Pero qué nombre teníamos los muchachos, los guardias marinos de Marie-Rose, para las mujeres que se tiraban al agua por el gusto de que las salvara un marinero? —se preguntó—. Teníamos un nombre. ¡Ah! ya me acuerdo... (Pero debemos omitir ese nombre; era de lo más insolente y del todo anormal en labios de una dama.) ¡Señor! ¡Señor! —volvió a gritar a esta altura de sus pensamientos—, ¿deberé resignarme a respetar la opinión del sexo contrario, por monstruosa que sea? Si llevo faldas, si no puedo nadar, si quiero que me salve un marinero, ¡por Dios! —gritó—, no tengo más remedio». Eso la ensombreció. Franca por naturaleza, y enemiga de todo disimulo, le fastidiaba decir mentiras. Mentir le parecía inhábil y trabajoso. Pero, reflexionó, el brocato floreado —el gusto de ser salvada por un marinero—, si para obtener esas cosas hay que recurrir a un procedimiento inhábil y trabajoso, a ese procedimiento recurriré. Recordó cómo de muchacho había exigido que las mujeres fueran sumisas, castas, perfumadas y exquisitamente ataviadas. «Ahora deberé padecer en carne propia esas exigencias —pensó—, porque las mujeres no son (a juzgar por mí misma) naturalmente sumisas, castas, perfumadas y exquisitamente ataviadas. Sólo una disciplina aburridísima les otorga esas gracias, sin las cuales no pueden conocer ninguno de los goces de la vida. Hay que peinarse —pensó—, y sólo eso me tomaría una hora cada mañana, hay que mirarse el corsé: hay que lavarse y empolvarse; hay que pasar de la seda al encaje, y del encaje al brocado; hay que ser casta todo el año... —Aquí agitó el pie con impaciencia y mostró una o dos pulgadas de pantorrilla. En el mástil, un marinero que miraba por casualidad, casi perdió pie; y se salvó en un hilo—. Si el espectáculo de mis tobillos es una sentencia de muerte para un sujeto honrado que, sin duda, tiene mujer y familia que mantener, mi obligación es ocultarlos —resolvió Orlando. Sin embargo, sus piernas no eran el menor de sus atractivos. Y dio en pensar a qué punto habíamos llegado, cuando una mujer tiene que ocultar su belleza para que un marinero no se caiga del palo mayor—. ¡Que se los coma la viruela!», opinó, descubriendo al fin, lo que en otras circunstancias le hubieran enseñado desde niña: es decir, las responsabilidades sagradas de la mujer.
       «Y ése es el último terno que podré echar —pensó—, en cuanto pise tierra inglesa. Y no podré partirle la cabeza a un hombre o decirle miente su boca, o desenvainar la espada y atravesarlo, o sentarme en el Parlamento, o usar corona, o figurar en una procesión, o firmar una sentencia de muerte, o mandar un ejército, o caracolear por Whitehall en un corcel de guerra, o lucir en mi pecho setenta y dos medallas distintas. Sólo me será permitido, en cuanto haya pisado el suelo de Inglaterra, servir el té y preguntar a mis señores cómo les gusta. ¿Azúcar?, ¿leche?» Y al ensayar esas palabras, le horrorizó advertir la baja opinión que ya se había formado del sexo opuesto, al que había pertenecido con tanto orgullo. «Caerse de un mástil —pensó—, porque una mujer muestra los tobillos; disfrazarse de mamarracho y desfilar por la calle para que las mujeres lo admiren; negar instrucción a la mujer para que no se ría de uno; ser el esclavo de la falda más insignificante, y, sin embargo, pavonearse como si fueran los Reyes de la creación. ¡Cielos! —pensó—, ¡qué tontas nos hacen, qué tontas somos!.» Y aquí parecía por cierta ambigüedad en sus términos que condenara a los dos sexos imparcialmente, como si no perteneciera a ninguno; y en efecto, vacilaba en ese momento: era varón, era mujer, sabía los secretos, compartía las flaquezas de los dos. Era un estado de alma vertiginoso. Los consuelos de la ignorancia le estaban velados. Orlando era una pluma en el viento. Nada de raro que al oponer un sexo al otro, y hallarlos alternadamente llenos de las más deplorables imperfecciones, y al no saber muy bien a qué sexo pertenecía —nada de raro que estuviera a punto de gritar que iba a regresar a Turquía y ser de nuevo una gitana, cuando el ancla con mucho estrépito golpeó el mar, las velas rodaron por la cubierta, y ella advirtió (tan sumida estaba en sus cavilaciones que no había visto nada por varios días) que la Enamoured Lady había anclado en la costa de Italia. El capitán solicitó en el acto el honor de su compañía para bajar a tierra en su bote.
       Cuando regresó al día siguiente, se estiró en su hamaca, bajo el toldo, arregló los pliegues de su falda con el mayor recato alrededor de sus tobillos.
       «Por pobres e ignorantes que seamos comparadas con el otro sexo —pensó, continuando la oración que dejó inconclusa días pasados—, armados de pies a cabeza como están, en tanto que a nosotras nos prohiben hasta el conocimiento del alfabeto —(y estas palabras iniciales demuestran que algo había ocurrido en la noche que la inclinaba al sexo femenino, pues hablaba ahora más como una mujer que como un hombre, y no sin cierta satisfacción)—, sin embargo, se caen del palo mayor.» Aquí dio un gran bostezo y se quedó dormida. Cuando se despertó, el barco navegaba con buen viento, tan cerca de la costa que parecía que a los pueblos, en el filo de los acantilados, no los salvaba de caerse al agua sino la interposición de un peñasco o las raíces retorcidas de algún olivo antiguo. El aroma de azahares de un millón de árboles abrumados de fruto la alcanzó en la cubierta. Un cardumen de delfines azules, retorciendo las colas saltaban alto en el aire de vez en cuando. Estirando los brazos (ya sabía que los brazos no son tan fatales como las piernas), rindió gracias a Dios de no estar caracoleando en un bridón por Whitehall, ni sentenciando un hombre a muerte. «Vale más —pensó—, estar vestida de ignorancia y pobreza, que son los hábitos oscuros de nuestro sexo; vale más dejar a otros el gobierno y la disciplina del mundo: vale más estar libre de ambición marcial, de la codicia del poder y de todos los otros deseos varoniles con tal de disfrutar en su plenitud los arrebatos más sublimes de que la mente humana es capaz, que son —dijo en voz alta, como era su costumbre cuando estaba muy conmovida—, la contemplación, la soledad, el amor.»
       «¡Gracias a Dios que soy una mujer», gritó y estuvo a punto de incurrir en la suprema tontería —nada es más afligente en una mujer o en un hombre— de envanecerse de su sexo, cuando se demoró en la extraña palabra, que a pesar de nuestra severidad, se ha deslizado en el final del último párrafo: Amor, «El amor», dijo Orlando. Inmediatamente —tal es su ímpetu— el amor tomó forma humana —tal es su orgullo. Los otros pensamientos se resignan a ser abstractos; éste no descansa hasta no revestirse de carne y sangre, mantilla y enaguas, calzones y justillo. Y como todos los amores de Orlando habían sido mujeres, ahora, con la culpable lentitud que ponen los organismos humanos para adaptarse a un cambio de convenciones, aunque mujer ella misma, era otra mujer la que amaba; y si algún efecto produjo la conciencia de la igualdad de sexo, fue el de avivar y ahondar los sentimientos que ella había tenido como hombre. Pues ahora se le aclararon mil alusiones y misterios antes oscuros. La oscuridad que separa los sexos y en la que se conservan tantas impurezas antiguas, quedó abolida, y si el poeta tiene razón al afirmar que la Verdad es la Belleza, y la Belleza es la Verdad, este afecto ganó en belleza lo que perdió en mentira.
       Al fin, exclamó, conocía a Sasha tal como era, y en el ardor de ese descubrimiento, y en la persecución de todos esos nuevos tesoros, quedó tan deslumbrada y encantada que fúe como si una bala de cañón reventara a su lado, cuando la voz de un hombre dijo:
       —Permítame, señora —una mano de hombre la ayudó a levantarse, y los dedos de un hombre, con un velero de tres palos tatuado en el dedo del medio, señaló el horizonte.
       —Los acantilados de Inglaterra, señora —dijo el Capitán, y los saludó con la mano que había indicado el cielo. Orlando tuvo un segundo sobresalto, más violento aún que el primero.
       —¡Cristo Jesús! —gritó.
       Felizmente, la vista de su tierra natal, después de una ausencia tan larga, fue excusa suficiente para su sobresalto y su grito, sin lo cual se hubiera visto en apuros para explicar al Capitán Bartolus las emociones furiosas y encontradas que ahora hervían en ella. ¿Cómo explicarle que ella, que temblaba ahora en su brazo, había sido un Duque y un Embajador? ¿Cómo explicarle que ella, envuelta como un lirio en pliegues de brocato, había cercenado cabezas, y se había acostado con rameras entre los sacos del botín de las naves piratas, en esas noches de verano en que los tulipanes florecen y las abejas zumban en Wapping Oíd Stairs? Ni siquiera ella misma comprendía el enorme sobresalto que la agitó cuando la diestra decidida del capitán le mostró los acantilados de las Islas Británicas.
       «Rehusar y ceder —murmuró— qué delicioso; perseguir y conquistar, qué augusto; comprender y razonar, qué sublime.» Ninguna de esas palabras así apareadas le pareció mal; y sin embargo, al agrandarse los acantilados de tiza se sintió culpable, deshonrada, impura, lo que en una mujer que jamás pensó en el pecado era un poco anormal. Más y más se acercaron, hasta que se percibieron a simple vista los juntadores de algas, pendientes en la vertical del acantilado. Mirándolos, Orlando sintió que subía y bajaba por su pecho, como un irónico fantasma a punto de recoger sus faldas y de desvanecerse, Sasha la perdida, Sasha el recuerdo, Sasha de golpe tan cercana y tan real —Sasha, le pareció, haciendo morisquetas y muecas, y ademanes irrespetuosos a los acantilados y a los juntadores de algas; y cuando los marineros empezaron a salmodiar: «Adiós, y hasta la vista, oh damas de España», las palabras retumbaron en el triste corazón de Orlando, y pensó que si el desembarco significaba influencia y poder (porque sin duda pescaría algún noble Príncipe y reinaría, su consorte, sobre medio Yorkshire), también significaba mediocridad, significaba servidumbre, significaba engaño, significaba renegar de su amor, engrillar su cuerpo, fruncir sus labios, y moderar su lengua, y hubiera querido regresar con el barco y tender la vela hacia los gitanos.
       Sin embargo, entre la agitación de esos pensamientos, algo se alzó como una cúpula de liso mármol blanco; algo verdadero o fantástico, pero que impresionó de tal modo a su afiebrada imaginación que se detuvo en él, como un enjambre de vibrantes libélulas que se posa con visible satisfacción sobre la campana de cristal que protege una planta tierna. Su forma, por el azar de la fantasía, le trajo aquel recuerdo tan antiguo y tan persistente, el hombre de la frente abovedada, en la pieza de Twitchett, el hombre sentado, escribiendo o más bien mirando, no a ella ciertamente, porque no parecía haberse fijado en el delicioso muchacho que era entonces —¿a qué negarlo?, en su traje de gala—, y cada vez que Orlando pensaba en él, el pensamiento difundía una superficie quieta de plata, como la luna que se eleva sobre las aguas turbulentas. Su mano fue a su pecho (la otra mano la tenía apretada el capitán) donde las páginas de un poema estaban guardadas. Eran su talismán. La preocupación del sexo, a cuál pertenecía y qué significaba, se acalló; ahora pensaba solamente en la gloria poética, y los grandes versos de Marlowe, Shakespeare, Ben Jonson, Milton, reverberaron y retumbaron, como si un badajo de oro golpeara una campana de oro en la torre de catedral que era su mente. Lo cierto es que la cúpula de mármol que sus ojos habían divisado con tanta vaguedad, que la habían convertido en la frente de un poeta y que había sido el punto de partida de un enjambre de ideas impertinentes, no era ilusorio sino real; y al remontar el barco el río Támesis con una brisa favorable, la imagen y sus ricas asociaciones cedieron su lugar a la verdad, que son precisamente la cúpula de una vasta catedral saliendo de una filigrana de agujas blancas. «San Pablo —dijo el capitán Bartolus, siempre a su lado—. La Torre de Londres —prosiguió—. El hospital de Greenwich, erigido en recuerdo de la Reina María por su esposo, su difunta Majestad, Guillermo Tercero. La Abadía de Westminster. El Parlamento.» Mientras hablaba, desfilaban esos célebres edificios. Era una hermosa mañana de septiembre. Miles de pequeñas embarcaciones cruzaban de una orilla a la otra. Raras veces se había presentado a la mirada del viajero que vuelve un espectáculo más alegre o más interesante. Orlando, inclinada sobre la proa, estaba maravillada y absorta. Sus ojos habían contemplado demasiado los salvajes y la naturaleza para que no los encantaran ahora esas glorias urbanas. Entonces, ésa era la cúpula de San Pablo que había edificado Mr. Wren durante su ausencia. Cerca, una crencha de cabellos de oro brotó de una columna —el capitán Bartolus estaba a su lado para informarla que eso era el Monumento; hubo un incendio y una peste durante su ausencia, le dijo. Orlando trató de retener las lágrimas que se agolpaban a sus ojos, hasta que recordó que en las mujeres el llanto queda bien y las dejó correr. Aquí, pensó, fue el gran carnaval. Aquí, donde golpean vivamente las olas, estuvo el Pabellón del Rey. Aquí vio a Sasha por primera vez. Por aquí (miró la hondura de las aguas chispeantes) venía uno a mirar a la mujer helada en el bote con sus manzanas en la falda. Desaparecido todo ese esplendor y toda esa corrupción. Desaparecido también la noche oscura, el diluvio monstruoso, las arremetidas violentas de la inundación. Aquí, donde giraron los témpanos amarillos con su tripulación de miserables y de aterrados, bogaba una banda de cisnes, altivos, ondulantes, soberbios. Londres mismo se había transformado del todo desde la última vez que lo vio. Entonces, recordaba, había sido un montón de casitas negras, con fachadas salientes. Las cabezas de los rebeldes hacían muecas en las picas de Temple Bar. Las calles empedradas apestaban de basuras y de bosta. Ahora, mientras la nave costeaba Wapping, entreveía caminos anchos y ordenados. Imponentes carruajes tirados por yuntas de caballos bien alimentados estaban a la puerta de casas cuyas ventanas salientes, cuyos cristales, cuyos lustrados llamadores, daban fe de la riqueza y de la tranquila dignidad de los habitantes. Señoras vestidas de seda floreada (miró con los anteojos del Capitán) caminaban por altas veredas. Ciudadanos de casaca bordada tomaban rapé en las esquinas, bajo los faroles. Pudo ver una cantidad de enseñas pintadas, meciéndose en la brisa, y se formó una idea de los tabacos, de las telas, de las sedas, del oro, de la platería, de los guantes, de los perfumes y de los mil diversos artículos que se vendían. Al acercarse el barco a su ancladero cerca del Puente de Londres, Orlando pudo ver los balcones abiertos de los cafés, donde gracias al lindo tiempo, un vasto número de personas de bien estaban cómodamente sentadas, con tazas de porcelana y pipas de barro, mientras alguno leía en voz alta un periódico, y a menudo lo interrumpían las carcajadas o el comentario de los otros. ¿Ésas eran tabernas, ésos eran hombres de ingenio, ésos eran poetas?, le preguntó al capitán Bartolus, que le informó que en ese momento preciso si ella miraba un poco más a la izquierda siguiendo la línea de su índice —ahí— pasaban frente al Cacao Silvestre, donde —sí, ahí estaba— se podía ver a Mr. Addison, tomando su café; los otros dos —«ahí, Señora, un poco hacia la derecha del farol, uno jorobado, el otro como usted y como yo»— estaban Mr. Dryder y Mr. Pope[1]. «Buenas piernas —dijo el Capitán, para decir que eran Papistas—, pero con todo hombres capaces», agregó corriendo a la popa, a dirigir las disposiciones para el desembarco.
       «Addison, Dryden, Pope», repitió Orlando como si las palabras fueran un conjuro. Por un momento vio las altas montañas sobre Brussa; luego, pisó la tierra natal.
       Pronto sabría Orlando la insignificancia de las más tempestuosas agitaciones ante el rostro de hierro de la Ley, rostro más duro que las piedras de London Bridge y más severo que la boca de un cañón. Apenas regresó a su casa en Blackfriars se enteró por una serie de mensajeros de Bow Street y otros graves emisarios de las Cortes de Justicia que ella era parte en tres procesos mayores entablados en su contra, durante su ausencia, sin contar innumerables litigios menores, que derivaban o dependían de los principales. Los cargos capitales eran: (1) que estaba muerta y por consiguiente no podía retener propiedad alguna; (2) que era mujer, lo que viene a ser lo mismo: (3) que era un Duque inglés que había contraído enlace con Rosina Pepita, bailarina; y había tenido de ella tres hijos, que ahora declaraban que, habiendo fallecido su padre, les correspondía la herencia de todas sus propiedades. Cargos tan graves, requerían, naturalmente, tiempo y dinero. Todos sus bienes fueron embargados y sus títulos suspendidos mientras proseguía el litigio. En esa situación tan ambigua, en la incertidumbre de si estaba muerta o viva, si era hombre o mujer. Duque o nadie, Orlando llegó en una silla de posta hasta su casa de campo, donde, esperando el fallo final, la Justicia le permitió residir de incógnito o de incógnita, según el giro que tomara el litigio.
       Era una hermosa tarde de diciembre cuando llegó; estaba nevando y las sombras moradas tenían un declive parecido al que ella vio desde la montaña de Brussa. La gran casa descansaba más como un pueblo que como una casa, parda y azul, rosada y púrpura en la nieve, con todas sus chimeneas atareadas y humeantes como si las animara una vida propia. Ella no pudo reprimir un grito al verla tranquila y maciza, asentada en las Praderas. Al entrar en el parque el coche amarillo y rodar por la avenida de árboles, los ciervos colorados alzaron la cabeza como si la esperaran, y se observó que, en vez de mostrar su natural timidez, siguieron el coche y se detuvieron en el patio junto con él. Al bajarse el estribo y descender Orlando algunos movieron las astas y otros golpearon el suelo con las pezuñas. Uno, se cuenta, llegó a arrodillarse en la nieve delante de ella. No le dieron tiempo de golpear a la puerta: las dos hojas se abrieron de par en par, y ahí con luces y antorchas sobre sus cabezas, estaban Mrs. Grimsditch, Mr. Dupper, y todo un séquito de sirvientes para darle la bienvenida. Pero el afectuoso desfile fue interrumpido, primero, por el ímpetu de Canuto, el sabueso, que se arrojó con tal impulso sobre su ama que casi la tiró al suelo; luego, por la agitación de Mrs. Grimsditch, que al iniciar una reverencia se conmovió de suerte que no hacía otra cosa que balbucear: ¡Milord! ¡Milady! ¡Milord!, hasta que Orlando la calmó, con un beso en ambas mejillas. Entonces, Mr. Dupper empezó la lectura de un pergamino, pero el ladrido de los perros, los cazadores con sus cornetas, y los ciervos metidos en el patio bramando a la luna, interrumpieron su discurso, y el gentío se dispersó después de haber rodeado a su ama, y haberle demostrado la dicha que les traía su vuelta.
       Nadie mostró la menor duda de que el Orlando de hoy no fuera el Orlando de ayer. Si alguna hubieran tenido, la actitud de los perros y de los ciervos hubiera bastado a disiparla, porque es sabido que los seres irracionales nos aventajan infinitamente para juzgar la identidad y el carácter. Además (dijo esa noche Mrs. Grimsditch a Mr. Dupper ante sus tazas de té chino), si su Señoría era ahora una señora, nunca había visto una más linda, ni uno le llevaba a la otra un centavo de ventaja, eran igualmente agraciados los dos; se parecían como dos duraznos en una rama; y lo que es ella, agregó Mrs. Grimsditch poniéndose confidencial, siempre había tenido sus sospechas (aquí movió la cabeza con gran misterio), por lo que no la sorprendía (aquí movió la cabeza con un aire enterado), y por su parte, un gran alivio; porque con esa historia de las toallas que había que zurcir y de las cortinas en la sala del capellán con los bordes comidos por la polilla, ya era tiempo de que una Señora mandara en la casa.
       «Y algunos señoritos y señoritas que la sucedan», agregó Mr. Dupper, cuyo santo oficio le permitía decir lo que pensaba en materia tan delicada.
       Así, mientras los viejos servidores charlaban en el hall de la servidumbre, Orlando tomó una palmatoria de plata y erró de nuevo por las salas, los corredores, los patios, los dormitorios; de nuevo vio inclinarse sobre ella el rostro oscuro de ese Guardasellos, o de aquel Señor Canciller, sus antepasados; se sentó en un sillón de gala, se reclinó en aquel diván de delicias; observó la agitación de los tapices; vio cabalgar a los cazadores y huir a Daphne; bañó su mano, como le gustaba hacerlo en su infancia, en el amarillo charco de luz que la luna proyectaba a través del heráldico Leopardo de la ventana; patinó sobre los tablones del piso, lustrado por encima; tocó esta sedería, aquel raso; imaginó que los delfines esculpidos nadaban; cepilló su cabello con el cepillo de plata del Rey Jaime: sepultó su cara en el potpourri, elaborado con la receta que había enseñado el Conquistador a los suyos hace muchos siglos y con las mismas rosas; miró el jardín y se figuró el sueño de los azafranes y las dalias dormidas; vio el blanco resplandor de las livianas ninfas en la nieve, contra los cercos negros de tejos macizos como casas; vio los invernáculos de naranjos y los nísperos gigantes —todo eso vio, y cada vista y cada sonido, por toscamente que lo hayamos descrito, colmó su corazón con tal alegría y bálsamo de dicha, que al final, extenuada, penetró en la Capilla y se dejó caer en el viejo sillón colorado en donde sus mayores oían la misa. Ahí encendió un cigarro de hoja (era una costumbre que había adquirido en Oriente) y abrió su Libro de Oraciones. Era un librito encuadernado en terciopelo, cosido con hilo de oro, que María, Reina de Escocia, había tenido en el cadalso, y los ojos piadosos podían percibir una mancha oscura, rastro, según se decía, de una gota de la sangre real. ¿Quién osará decir los pensamientos reverenciales que despertó en Orlando, las malvadas pasiones que adormeció, ya que de todas las comuniones, la más inescrutable es esta comunión con la divinidad? El novelista, el poeta, el historiador, todos vacilan al golpear a esa puerta; el mismo creyente no nos ilumina; pues, ¿está acaso más dispuesto a morir que los otros, o más impaciente de compartir sus bienes? ¿No mantiene tantas doncellas y tantas yuntas de caballos como el resto de los hombres, a pesar de profesar una fe que enseña que los bienes son vanidad y la muerte es deseable? En el libro de misa de la Reina, junto con la mancha de sangre, había también un rizo de cabellos y una miga; Orlando agregó a esas reliquias una picadura de tabaco, y así leyendo y fumando, la conmovió la mescolanza humana de todos ellos —el rizo, la miga, la mancha de sangre, el tabaco— hasta alcanzar un estado contemplativo que le dio un aire reverente muy de circunstancia, aunque no tenía, se ha dicho, comercio alguno con el Dios habitual. Nada, sin embargo, es más altanero, aunque nada tampoco es más común, que postular que de todos los dioses no hay más que uno, y de todas las religiones, sólo la del que habla. Orlando, parece, tenía una fe propia. Con el mayor ardor religioso, meditaba ahora sobre sus pecados y sobre las imperfecciones que se habían deslizado insidiosamente en su estado espiritual. La letra S, meditaba, es la serpiente en el Edén del poeta. Por más que hiciera, quedaban demasiados de esos culpables reptiles en las primeras estrofas de «La Encina». Pero la «S» no era nada, en su parecer, comparada con la terminación «ando». El participio presente es el diablo en persona, pensó (ya que estamos en un lugar donde se cree en el diablo). Eludir tales tentaciones es el primer deber del poeta, concluyó, porque si el oído es la antecámara del alma, la poesía puede corromper más seguramente que la lujuria o la pólvora. Por consiguiente, el oficio del poeta es el más elevado de todos, prosiguió. Sus palabras alcanzan donde los otros quedan cortos. Una simple canción de Shakespeare ha hecho más por los pobres y los malvados que todos los predicadores y filántropos de la tierra. No hay devoción, no hay tiempo, que se puedan considerar excesivos, cuando se trata de que el vehículo de nuestro mensaje desfigure un poco menos lo que lleva. Debemos modelar nuestras palabras hasta que se ajusten minuciosamente a lo que pensamos. Los pensamientos son divinos, etc. Es evidente que Orlando se estaba encarcelando en una religión que el tiempo había fortalecido en su ausencia, y que estaba adquiriendo con rapidez la intolerancia del sectario.
       «Estoy creciendo —pensó, tomando al fin su palmatoria—. Estoy perdiendo algunas ilusiones —dijo, cerrando el libro de la Reina María— tal vez para adquirir otras», y bajó a los sepulcros, donde yacían los huesos de sus mayores.
       Pero hasta los huesos de sus mayores, Sir Miles, Sir Gervase, y los otros, habían perdido alguna parte de su santidad, desde la noche en que Rustem El Sadi había agitado la mano en las montañas de Asia. La llenó de remordimiento el solo hecho de que hace apenas tres o cuatro siglos, esos esqueletos habían sido hombres que tuvieron que abrirse camino en el mundo como cualquier advenedizo de hoy, y que lo hicieron acumulando casas y cargos, jarreteras y condecoraciones como lo hace cualquier intruso, mientras que los poetas, quizás, y los hombres de gran talento y erudición, habían preferido la paz del campo; elección que los arrastró a la miseria y a pregonar ahora boletines en el Strand, o arriar ovejas en los prados. De pie en la cripta, recordó las pirámides egipcias y los huesos que cubren; y las montañas vastas y vacías que dominan el Mar de Mármara le parecieron, por el momento, una habitación más hermosa que esta casa de muchos dormitorios donde a ninguna cama le falta su colcha y a ninguna fuente de plata su tapadera de plata.
       «Estoy creciendo —pensó, tomando su palmatoria—. Estoy perdiendo mis ilusiones, tal vez para adquirir otras», y por el largo corredor volvió a su pieza. Era un proceso fastidioso y desagradable. Pero era estupendamente interesante, pensó, estirando las piernas hacia el fuego de leña (porque no había ningún marinero) y revistó, como si se tratara de una avenida de grandes edificios, el desarrollo de sí misma a lo largo de su propio pasado.
       Cómo le habían gustado los sonidos cuando era niño, y había pensado que no hay poesía superior a la descarga de sílabas tumultuosas que salen de unos labios. Luego —tal vez era la culpa de Sasha y de su desengaño— alguna gota negra había caído en ese frenesí, aletargando su fervor. Con lentitud había ido abriéndose en ella algo intrincado y con mil cámaras, que había que explorar con una antorcha, no en verso, en prosa; y recordó con qué pasión había estudiado los períodos de aquel doctor de Norwich, Browne, cuyo libro tenía a la vista. En su cuarto, después de su aventura con Greene, Orlando había formado, o había tratado de formar, porque Dios sabe lo que tardan esos desarrollos, un espíritu capaz de resistencia. «Escribiré —había dicho—, lo que me gusta escribir»; y había aniquilado, así, veintiséis volúmenes. Aun después de tantos viajes y aventuras y meditaciones y exploraciones a diestro y siniestro, estaba a medio hacer. Sólo Dios sabía lo que el futuro podía traer. Era incesante el cambio, y tal vez no cesaría nunca. Altas murallas del pensamiento, costumbres que parecían tan perdurables como la piedra, se habían derrumbado como sombras al mero contacto de otro espíritu y habían revelado un cielo desnudo y estrellas nuevas. Aquí ella se acercó a la ventana y a pesar del frío no pudo menos que abrirla. Se asomó al aire húmedo de la noche. Oyó ladrar un zorro en los bosques y el rumor de un faisán entre las ramas. Oyó la nieve resbalar del tejado y aplastarse en el suelo. «Por mi vida —exclamó—, esto vale mil veces más que Turquía. Rustem —gritó, como si estuviera disputando con el gitano (y esa nueva capacidad de mantener una discusión con un adversario ausente demostraba la evolución de su espíritu)—, estabas equivocado. Esto vale más que Turquía. Pelo, migas, tabaco —de qué mezcla de cuanto hay estamos formados (recordando el libro de misa de la Reina María). ¡Qué fastasmagoría es la mente y qué depósito de cosas incompatibles! Un minuto, renegamos de nuestro linaje y de nuestra pompa y anhelamos una exaltación ascética, el minuto siguiente nos conmueve el olor de algún camino viejo en el jardín y nos hace llorar el canto del tordo.» Desconcertada como siempre por esa multitud de cosas inexplicables, que nos traen su mensaje sin dar indicio de su verdadero sentido, Orlando tiró el cigarro por la ventana y se fue a acostar.
       A la mañana siguiente, retomando el hilo de esos pensamientos, preparó el papel y la pluma, y se puso a trabajar en «La Encina», porque tener en abundancia tinta y papel cuando uno se ha tenido que arreglar con moras y con márgenes, es un deleite inconcebible. En eso estaba, a ratos anulando una frase con desesperación profunda, a ratos insertando una frase con alto éxtasis, cuando oscureció la hoja una sombra.
       Escondió el manuscrito rápidamente.
       Como la ventana de Orlando daba al más interior de todos los patios, y ella había dicho que no recibiría a nadie, y no conocía a nadie y era ella misma legalmente desconocida, primero la sorprendió la sombra, luego la indignó, luego (cuando vio quién la proyectaba) la regocijó. Porque era una sombra familiar, una sombra grotesca, la sombra de la Archiduquesa Harriet Griselda de Finster-Aarhorn y de Scandop-Boom en el territorio rumano. Atravesaba el patio con su viejo traje negro de montar y su eterna capa. Ni un pelo de su cabeza había cambiado. ¡Ésa era la mujer que la había corrido de Inglaterra! ¡Ése era el nido de aquel buitre obsceno —ésa el ave fatal! Al pensar que no había parado hasta Turquía, para huir de su encanto (ahora excesivamente marchito), Orlando soltó la carcajada. Había en su aspecto algo inexpresablemente ridículo. Se parecía, como Orlando ya había notado, a una liebre monstruosa. Tenía los ojos saltones, las mejillas fláccidas y el alto jopo de ese animal. Se paró, como una liebre que se sienta derecha cuando cree que nadie la observa, y se quedó mirándola. Orlando hacía lo mismo desde su ventana. Después de examinarse por un buen rato, lo único posible era invitarla a entrar, y en breve las dos damas estaban cambiando saludos, mientras la Archiduquesa se sacudía la nieve del abrigo.
       «Al demonio con las mujeres —pensaba Orlando, yendo al aparador a servir un vaso de vino—, no me dejan en paz ni un minuto. No hay en el mundo seres más hurguetes, más metidos, más intrigantes. Huyendo de esta extraña me fui de Inglaterra y ahora» —se dio vuelta con la bandeja en la mano, y en lugar de la Archiduquesa había un alto caballero de traje negro. Un montón de ropa yacía en el guardafuego. Orlando estaba sola con un hombre.
       Bruscamente consciente de su propio sexo, que había olvidado por completo, y del sexo del otro, ahora lo bastante remoto, para inquietarla por igual, Orlando se sintió desvanecer.
       —¡Ay! —exclamó, llevándose la mano al costado— ¡qué miedo!
       —Suave criatura —gritó la Archiduquesa, doblando una rodilla y aproximando, al mismo tiempo, un cordial a los labios de Orlando— perdóneme este engaño.
       Orlando tomó el vino a traguitos y el Archiduque se arrodilló y le besó la mano.
       En resumen, hicieron su papel de hombre y mujer durante diez minutos y luego se pusieron a charlar con naturalidad.
       La Archiduquesa (de ahora en adelante le diremos el Archiduque) relató su historia: que era, y siempre había sido, un hombre; que se había enamorado locamente de un retrato de Orlando; que para lograr su propósito se había disfrazado de mujer y se había alojado en la Panadería; que se desesperó cuando supo su viaje a Constantinopla, que le habían comunicado su cambio y venía a ponerse a sus órdenes (aquí se puso a cacarear intolerablemente). Porque para él, dijo el Archiduque Enrique, ella era y siempre sería el Primor, la Perla, la Perfección de su sexo. Esas tres P hubieran sido más persuasivas, si no hubieran estado entrecortadas por toda clase de ji-jis y ja-jas. «Si esto es amor —se dijo Orlando, mirando al Archiduque del otro lado de la chimenea, y ahora desde el punto de vista de la mujer—, hay algo muy ridículo en el amor.»
       De rodillas, el Archiduque Enrique le hizo una fervorosa declaración. Le dijo que tenía alrededor de veinte millones de ducados en una caja fuerte de su castillo. Era señor de más leguas cuadradas de tierra que cualquier noble inglés. La caza era excelente: le prometía un surtidor de lagópodos y de gallos silvestres como ninguna landa de Inglaterra, o de Escocia, podía suministrar. Es verdad que los faisanes habían sufrido de la pepita, y las ciervas habían malogrado la cría, pero todo eso se podía arreglar, y se arreglaría cuando vivieran en Rumania los dos.
       Mientras hablaba, enormes lágrimas brotaban de sus ojos saltones y corrían por los surcos terrosos de sus mejillas fláccidas.
       Orlando ya sabía por su propia experiencia de hombre que éstos lloran tan a menudo y tan sin razón como las mujeres; pero también sabía que las mujeres deben escandalizarse cuando los hombres se emocionan delante de ellas, y se escandalizó.
       El Archiduque se disculpó. Se dominó lo bastante para decir que la dejaría por ahora, pero que al día siguiente volvería por su respuesta.
       Eso era un martes. Vino el miércoles; vino el jueves; vino el viernes; y vino el sábado. Es cierto que cada visita empezaba, continuaba o concluía con una declaración de amor, pero había mucho lugar entre ellas para el silencio. Se sentaban a cada lado del fuego, y a veces el Archiduque hacía caer las pinzas y Orlando las recogía. Entonces el Archiduque rememoraba cómo había muerto un alce en Suecia, y Orlando preguntaba si era un alce muy grande, y el Archiduque respondía que no era tan grande como el reno que había muerto en Noruega, y Orlando preguntaba si nunca había cazado un tigre y el Archiduque respondía que había matado un albatros, y Orlando preguntaba (disimulando un bostezo) si el albatros era del tamaño del elefante, y el Archiduque respondía —algo muy sensato, sin duda, pero Orlando no lo escuchaba, porque estaba mirando su escritorio, o por la ventana o la puerta. Después de lo cual el Archiduque decía: «Yo la adoro», en el preciso momento en que Orlando decía: «Mire, está empezando a llover», y los dos se ponían muy incómodos y colorados de vergüenza, y no atinaban a decir nada. La verdad es que Orlando había agotado todos los temas y si no se le hubiera ocurrido un juego que se llamaba Mosca Asentada, mediante el cual se pueden perder enormes sumas de dinero con muy poco gasto de ingenio, hubiera teñido que casarse con él, porque no le quedaba otro remedio para sacárselo de encima. Este recurso interesante y sencillo que sólo requería tres terrones de azúcar y un número razonable de moscas, evitó las incomodidades del diálogo y la necesidad del matrimonio. Ahora el Archiduque apostaba quinientas libras contra una ficha, a que una mosca se posaría en este terrón y no en aquél. Así tenían toda la mañana ocupada vigilando las moscas (que se aletargan mucho en esa estación y a veces pasan una o dos horas dando vueltas por el cielo raso), hasta que se decidía algún moscardón y acababa la partida. Muchos cientos de libras cambiaron de manos en ese juego, que el Archiduque, que era un jugador nato, declaró no inferior a las carreras de caballos, y juró que podía seguir para siempre. Pero Orlando empezó a fastidarse.
       «¿De qué me sirve ser una hermosa muchacha en la flor de la edad —se preguntó— si tengo que pasar toda la mañana observando moscas y moscardones con un Archiduque?».
       Empezó por aborrecer la sola vista del azúcar; las moscas la mareaban. Pensaba que tenía que haber algún medio de salir del paso, pero aún era torpe en las artes de su sexo, y como no podía desmayarlo de un golpe en la cabeza ni atravesarlo de una estocada, no se le ocurrió nada mejor que lo siguiente: Cazó una mosca, la aplastó suavemente (ya estaba medio muerta, o su amor a los animales no le hubiera permitido hacer eso) y la fijó con una gota de goma arábiga a un terrón de azúcar. Mientras el Archiduque miraba al techo, Orlando sustituía hábilmente ese terrón por el de su apuesta y gritaba «Gané, gané». Su intención era que el Archiduque, provisto de amplios conocimientos de sport y de carreras, descubriera el fraude, y como trampear en Mosca Asentada es el más detestable de los crímenes, y ha provocado la exclusión de muchas personas de la comunidad de sus semejantes, condenándolos a vivir entre monos en el trópico, calculaba que el Archiduque sería lo bastante hombre para rehusar cualquier trato con ella en lo sucesivo. Pero ella desconocía la candidez de ese amable aristócrata. No era entendido en moscas. Una mosca muerta le parecía más o menos igual a una mosca viva. Le hizo esa jugarreta veinte veces seguidas y perdió más de 17.250 libras (lo que equivale a 40.885 libras, 6 chelines, 8 peniques de la moneda actual) hasta que Orlando hizo trampa de un modo tan grosero, que hasta él lo vio. Cuando supo la cruel verdad, se produjo una escena penosísima. El Archiduque se puso de pie. Enrojeció. Las lágrimas rodaron por su cara, una a una. Que ella le hubiera ganado una fortuna no era nada —de buen grado se la ofrecía, que lo hubiera engañado ya era grave —le dolía pensar que fuera capaz de tal cosa, pero que hubiera hecho trampa en Mosca Asentada era imperdonable. Imposible, dijo, amar a una tramposa. Al llegar ahí se desarmó. Por suerte, dijo recobrándose un poco, no había testigos. Al fin, ella era una mujer. En una palabra estaba a punto de absolverla caballerescamente, y se había inclinado para solicitar el perdón de sus términos violentos, cuando Orlando, que quería concluir de una vez, aprovechó el instante en que doblaba su cabeza orgullosa, para dejar caer un sapito entre su camisa y su piel.
       Debemos hacerle justicia, declarando que ella hubiera preferido un estoque. Los sapos son muy pegajosos para tenerlos en la ropa toda una mañana. Pero si los estoques están prohibidos hay que recurrir a los sapos. Además los sapos y la risa logran a veces lo que el frío acero no logra. Ella se rió. El Archiduque se puso rojo. Se rió. El Archiduque dijo malas palabras. Se rió. El Ardhiduque dio un portazo.
       «¡Alabado sea Dios!», dijo Orlando riéndose todavía. Oyó las ruedas de un carruaje que se iba del patio, furiosamente. Las oyó retumbar por el camino. Alejarse más y más. Perderse al fin.
       «Estoy sola», dijo Orlando en voz alta, porque no había nadie que la escuchara.
       Los sabios todavía no han confirmado que el silencio parezca más profundo después del ruido. En cambio, muchas mujeres jurarían que nunca es tan sensible la soledad como inmediatamente después de que a uno le hayan hecho el amor. Al desvanecerse el rodar del carruaje, Orlando sintió que se alejaba de ella un Archiduque (eso no le importaba), una fortuna (eso no le importaba), un título (eso no le importaba), la seguridad y el aparato del matrimonio (eso no le importaba), pero oyó que la vida se alejaba, y un amante. «La vida y un amante», murmuró, y yendo a su escritorio, mojó la pluma en la tinta y escribió:
       «La vida y un amante» —un verso fuera de metro y que no se enlazaba con lo anterior— algo sobre la mejor manera de bañar ovejas para evitar la sarna. Releyéndolo, se sonrojó y repitió en seguida:
       «La vida y un amante». Luego dejó la pluma, entró en su dormitorio, se paró frente al espejo y se arregló las perlas en el cuello. Como las perlas no lucen bien sobre un vestido de algodón floreado, lo cambió por uno de tafetán gris paloma, luego por uno flor de durazno; luego por uno de brocado borra de vino. Tal vez necesitaba un poco de polvo, y el pelo —así— sobre la frente le sentaría. Calzó zapatos puntiagudos y se puso en el dedo un anillo con una esmeralda. «Ahora», dijo cuando ya todo estaba listo y encendió los candelabros de plata de cada lado del espejo. ¿Qué mujer no hubiera querido ver lo que vio Orlando arder en la nieve —porque todo el espejo era un campo nevado, y ella era como un fuego, una zarza ardiente, y las luces de los cirios que la aureolaban eran hojas de plata, o también, el espejo era una agua verde, y ella era una sirena, recamada de perlas, una sirena en una gruta, cantando para que se asomaran los remeros, y se cayeran, se cayeran para abrazarla; tan morena, tan resplandeciente, tan dura, tan suave era, tan asombrosamente seductora que era una lástima que no hubiera nadie ahí para decirle de una vez: «Diantre, Señora, usted es la belleza en persona», lo que era cierto.
       Hasta Orlando (que no tenía vanidad personal) lo sabía, porque sonrió con esa involuntaria sonrisa de las mujeres cuando su propia belleza, que les parece ajena, se forma como una gota que cae, o un surtidor que sube, y les sale al encuentro en el espejo —esa sonrisa fue la suya y luego se quedó escuchando un momento y oyó la brisa entre las hojas y el pajar de los gorriones, y luego suspiró: «La vida, un amante», y giró sobre sus talones; se arrancó las perlas del cuello, y el raso de los hombros, se quedó en bombachas de seda negra como un gentilhombre cualquiera, y tocó la campana. Cuando vino el sirviente, ordenó que enganchara, en seguida, un coche de seis caballos. Negocios urgentes la solicitaban en Londres. A la hora de la partida del Archiduque, partía ella también.
       Aprovecharemos su viaje —ya que el paisaje recorrido era un paisaje clásico inglés que no requiere descripción— para subrayar una o dos circunstancias de nuestro relato. Se habría notado, por ejemplo, que Orlando escondió su manuscrito al ser interrumpida. Además, que se miró larga y atentamente en el espejo; y ahora, camino de Londres, uno podía notar un sobresalto y un grito ahogado cada vez que los caballos se apresuraban. Esta modestia de su obra, esta vanidad de su persona, estos temores por su seguridad, parecen desmentir lo que antes dijimos sobre la absoluta igualdad de Orlando hombre y de Orlando mujer. Se estaba poniendo algo más modesta, como la mayoría de las mujeres, de su inteligencia; un poco más vanidosa, como la mayoría de las mujeres, de su persona. Ciertas sensibilidades aumentaban, otras disminuían.
       Algunos filósofos dirán que el cambio de traje tenía buena parte en ello. Esos filósofos sostienen que los trajes, aunque parezcan frivolidades, tienen un papel más importante que el de cubrirnos. Cambian nuestra visión del mundo y la visión que tiene de nosotros el mundo. Por ejemplo, bastó que el Capitán Bartolus viera la falda de Orlando, para que le hiciera instalar un toldo, le ofreciera otra tajada de carne y la invitara a desembarcar con él en su lancha. Ciertamente no hubiera sido objeto de estas atenciones si sus faldas, en vez de ahuecarse, se hubieran pegado a sus piernas como bombachas. Y cuando somos objeto de atenciones debemos retribuirlas. Orlando había saludado, había aceptado, había halagado el humor del buen hombre: lo que no hubiera sucedido si el capitán en vez de pantalones hubiera llevado faldas, y confirma la tesis de que son los trajes los que nos usan, y no nosotros los que usamos los trajes: podemos imponerles la forma de nuestro brazo o de nuestro pecho, pero ellos forman a su antojo nuestros corazones, nuestras lenguas, nuestros cerebros. A fuerza de usar faldas por tanto tiempo, ya un cierto cambio era visible en Orlando; un cambio hasta de cara, como lo puede comprobar el lector en la galería de retratos. Si comparamos el retrato de Orlando hombre con el de Orlando mujer, veremos que aunque los dos son indudablemente una y la misma persona, hay ciertos cambios. El hombre tiene libre la mano para empuñar la espada, la mujer debe usarla para retener las sedas sobre sus hombros. El hombre mira el mundo de frente como si fuera hecho para su uso particular y arreglado a sus gustos. La mujer lo mira de reojo, llena de sutileza, llena de cavilaciones tal vez. Si hubieran usado trajes iguales, no es imposible que su punto de vista hubiera sido igual.
       Tal es el parecer de algunos filósofos, que por cierto son sabios, pero nosotros no lo aceptamos. Afortunadamente, la diferencia de los sexos es más profunda. Los trajes no son otra cosa que símbolos de algo escondido muy adentro. Fue una transformación de la misma Orlando la que determinó su elección del traje de mujer y sexo de mujer. Quizá al obrar así, ella sólo expresó un poco más abiertamente que lo habitual —es indiscutible que su característica primordial era la franqueza— algo que les ocurre a muchas personas y que no manifiestan. De nuevo nos encontramos ante un dilema. Por diversos que sean los sexos, se confunden. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo sólo los trajes siguen siendo varones o mujeres, mientras que el sexo oculto es lo contrario del que está a la vista. De las complicaciones y confusiones que se derivan, todos tenemos experiencia; pero dejemos el problema general, y limitémonos a su operación en el caso particular de Orlando.

       Esa mezcla de hombre y de mujer, la momentánea prevalencia de uno y de otra, solía dar a su conducta un giro inesperado. Por ejemplo, las mujeres curiosas preguntarán: Si Orlando era mujer, ¿cómo no tardaba más de diez minutos para vestirse? ¿Y no estaban sus trajes elegidos a la buena de Dios, y a veces hasta raídos? Sin embargo, le faltaba la gravedad de un hombre, o la codicia de poder que tienen los hombres. Su corazón era muy tierno. No toleraba que golpearan un burro, o ahogaran un gatito. En cambio, aborrecía los quehaceres domésticos, se levantaba al alba y andaba por el campo en verano antes de la salida del sol. Ningún agricultor la aventajaba en el conocimiento de las cosechas. Era de mucho aguante para beber y le gustaban los juegos de azar. Montaba bien y era capaz de manejar seis caballos al galope sobre el Puente de Londres. Sin embargo, aunque era tan práctica y tan atrevida como un hombre, la vista del peligro ajeno le producía palpitaciones de las más femeninas. Por cualquier motivo rompía a llorar. No era versada en geografía, juzgaba intolerables las matemáticas y defendía ciertos pareceres absurdos, que abundan más entre las mujeres que entre los hombres; por ejemplo, que viajar hacia el sur es ir cuesta abajo. Imposible resolver por ahora si Orlando era más hombre o más mujer. Oímos el rodar de su carruaje en el empedrado. Llega a su casa en Londres. Bajan el estribo; abren los portones de hierro. Entra en la casa de su padre en Blackfriars, siempre espaciosa y agradable (aunque la moda se alejara a otros barrios), con sus jardines en declive hacia el río, y un lindo monte de nogales para pescar.
       Se instaló en esa casa y emprendió inmediatamente la busca de las dos cosas que anhelaba —la vida y un amante. La primera no era tan fácil; la segunda la encontró sin dificultad a los dos días de su llegada. Había llegado un martes. El jueves fue a pasear por la Alameda, como era entonces la costumbre de las personas de calidad. Apenas había dado una vuelta o dos cuando fue descubierta por un grupo de gente baja que iba para espiar a sus superiores. Al cruzarse con ellos, una mujer cualquiera que daba el pecho a una criatura se adelantó, se le encaró familiarmente y gritó: «¡Dios me favorezca, si ésta no es Lady Orlando!». Los que estaban con ella se agolparon y Orlando se encontró en el centro de una rueda de burgueses y almaceneros, ávidos todos de mirar a la heroína del afamado pleito. Tal era el interés que el asunto había despertado en el pueblo bajo. Orlando se hubiera encontrado en un grave aprieto —había olvidado que las damas no suelen pasearse solas en los lugares públicos— si un caballero de elevada estatura no se hubiera apresurado a ofrecerle su brazo. Era el Archiduque. Su vista la llenó de confusión y la divirtió al mismo tiempo. Este caballero magnánimo, no sólo la había perdonado, sino que, para demostrarle que no le guardaba rencor por su travesura con el sapito, había adquirido una joya de la forma precisa de ese batracio y le rogó que la aceptara con la seguridad de su pasión, mientras la reconducía a su coche.
       Con el apretón, con la joya, con el Duque, volvió a su casa en el peor de los humores. ¿Ya no era posible dar un paseo, sin que la asfixiaran, sin que le regalaran un sapo de esmeraldas, y sin que un Archiduque le hiciera un ofrecimiento matrimonial? Al día siguiente vio con mejores ojos el episodio al encontrar sobre la mesa del desayuno una docena de esquelas de las más encumbradas señoras del país —Lady Suffolk, Lady Salisbury, Lady Chesterfield, Lady Tavistock y otras— que le recordaban muy cortésmente los viejos lazos entre sus familias y la de ella, y aspiraban al honor de conocerla. Al otro día, que era un sábado, muchas de esas damas la visitaron personalmente. El martes, hacia el mediodía, sus lacayos le trajeron invitaciones a diversas veladas, cenas y reuniones próximas, y sin tardanza, pero no sin estrépito y sin espuma, Orlando se embarcó en las aguas de la sociedad londinense.
       Describir puntualmente esa sociedad en ése o en cualquier otro momento, excede los recursos del historiador o del biógrafo. Sólo los escritores que necesitan poco la verdad, y no tienen respeto por ella —los poetas y los novelistas— pueden hacerlo, pues éste es uno de los casos en que no existe la verdad. Nada existe. Todo es un espejismo, una emanación. Para decirlo de una vez —Orlando regresaba a las tres o a las cuatro de la mañana con las mejillas como un árbol de Navidad y los ojos como luceros. Desataba un encaje, recorría su cuarto de arriba abajo, desataba otro encaje, se detenía, y vuelta a caminar. A veces ya resplandecía el sol alto sobre las chimeneas de Southwark antes que ella se resolviera a meterse en cama, y ahí se quedaba dándose vueltas, riéndose y suspirando por una hora o más, antes de conciliar el sueño. ¿Y todo por qué? La sociedad. ¿Y qué había dicho o hecho la sociedad para trastornar de ese modo a una dama razonable? Nada, en una palabra. Por más que torturara su memoria, Orlando no recuperaba jamás una sola cosa que fuera, realmente, algo. Lord O. había estado galante. Lord A., cortés. El Marqués de C., encantador. El Señor M., entretenido. Pero cuando trataba de precisar esa galantería, esa cortesía, ese encanto, o ese entretenimiento, le parecía estar desmemoriada, porque nada podía señalar. Era siempre lo mismo. Nada quedaba para el día siguiente, pero la excitación del momento era interesante. Arribamos así a la conclusión de que la sociedad es uno de esos ponches que las expertas amas de casa sirven hirviendo en Navidad, y cuyo sabor depende de la adecuada mezcla y agitación de una docena de ingredientes. Pruebe uno sólo y resulta insípido. Pruebe a Lord A., Lord O., Lord C., o Mr. M. y separadamente son nulos. Agítelos a un tiempo, y producirán el sabor más embriagador, la más seductora de las esencias. Pero esa seducción, esa embriaguez, eluden nuestro análisis. ¡En el mismo instante, la sociedad es todo y es nada. La sociedad es la mixtura más potente del mundo y la sociedad no existe. Con tales monstruos sólo los novelistas y los poetas pueden lidiar, con tales todos-nadas rellenan desaforadamente sus obras; a ellos, pues, se los entregamos con la mejor voluntad del mundo.
       Por consiguiente, imitando el ejemplo de nuestros predecesores, nos limitaremos a decir que la sociedad en el tiempo de la Reina Ana era de un brillo incomparable. Ser admitida en ella era el anhelo de toda persona bien nacida. Los refinamientos eran supremos. Los padres instruían a los hijos, las madres a las hijas. No había educación completa para ambos sexos que no incluyera la ciencia de los modales, el arte de saludar y hacer reverencias, el manejo de la espada y del abanico, el cuidado de la dentadura, la conducta de la pierna, la flexibilidad de la rodilla, los verdaderos métodos de entrar y salir de un salón, con mil etcéteras, que inmediatamente se le ocurrirán a cualquiera que ha estado en sociedad. Desde que Orlando había conseguido el elogio de la Reina Isabel por su manera de entregarle un bol de agua de rosas, cuando era niño, podemos suponer que era todavía lo bastante hábil para ser aprobada. Pero sus distracciones la hacían, a veces, parecer torpe; solía pensar en la poesía en lugar de pensar en el Pekín; su andar era quizás un poco desgarbado para una mujer; y sus gestos, abruptos, podían amenazar la seguridad de una taza de té.
       Sea que esa ligera torpeza contrarrestara el esplendor de su porte, sea que Orlando había heredado una gota de más de ese negro humor que circulaba por las venas de toda su raza, lo cierto es que, después de asistir a unas veinte reuniones, ya estaba preguntándose (pero sólo su faldero Pippin la oía): «¿Qué demonios me pasa?». Esto aconteció un día martes, el 16 de junio de 1712; volvía justamente de un gran baile en Arlington House; el alba estaba en el cielo y Orlando se estaba sacando las medias. «Ojalá no vuelva a encontrar un ser humano en toda mi vida», gritó, rompiendo en llanto. Tenía amantes de sobra; pero la vida, que al fin y al cabo no carece de toda importancia, se le escapaba. «¿Y es esto —preguntó (pero no había quién le contestara)—, es esto —prosiguió sin embargo—, lo que llama vida la gente?» El faldero le tendió la patita, para indicar su simpatía. El faldero la lamió con la lengua. Orlando acarició al faldero con la mano. Orlando besó al faldero con los labios. En una palabra, había entre los dos la simpatía más sincera que puede haber entre un perro y su ama, pero es indiscutible que la mudez de las bestias es un estorbo para los refinamientos del diálogo. Mueven la cola; inclinan la parte delantera del cuerpo y elevan la trasera; ruedan, brincan, rascan, gimen, ladran, babean, inventan toda clase de ceremonias y de artificios pero todo es inútil, porque lo que es hablar, no pueden. Acostando al perro en el suelo, Orlando meditó que ése era precisamente el defecto del gran mundo en Arlington House. Ellos también mueven la cola, saludan, ruedan, babean y rascan, pero lo que es hablar no pueden: «Todos estos meses que he andado en sociedad —dijo Orlando, tirando una media por el suelo—, no he escuchado una sola cosa que Pippin no hubiera podido decir. Tengo frío. Tengo hambre. Me siento feliz. He cazado una laucha. He enterrado un hueso. Dame un beso en el hocico». Y eso no bastaba.
       No se explica el pasaje, en tan breve tiempo, de la intoxicación al disgusto, sin admitir que esa misteriosa mixtura que llamamos sociedad no es buena o mala en absoluto, sino que encierra un espíritu volátil y poderoso, que produce embriaguez, cuando uno lo juzga encantador, como empezó juzgándolo Orlando, y náuseas cuando uno lo juzga repulsivo, como acabó Orlando por juzgarlo. Que el habla tenga mucho que ver con esa embriaguez o con esa náusea, he ahí lo que dudamos. A veces una hora de silencio es la más exquisita, el ingenio puede ser aburridor a más no poder. Pero dejemos esto a los poetas, y sigamos con nuestro cuento.
       Orlando tiró la segunda media detrás de la primera y se metió en cama lóbregamente, jurando renunciar para siempre a la sociedad. Pero ese juramento, como tantos otros de Orlando, resultó prematuro. Al despertarse al otro día, encontró entre las habituales invitaciones sobre la mesa, una de cierta gran dama, la Condesa de R. Después del juramento de la víspera, sólo podemos explicar la conducta de Orlando —despachó un mensajero a toda prisa a R. House aceptando con entusiasmo la invitación— por el hecho de que se hallaba aún bajo la influencia de tres palabras melodiosas, que había dejado caer en su oído, en la cubierta de la Enamoured Lady, el capitán Nicholas Benedictus Bartolus mientras remontaban el Támesis: Addison, Dryden, Pope, había dicho, señalando al Cacao Silvestre, y Addison, Dryden, Pope habían seguido tintineando en su cráneo como una encantación. ¿Quién dará crédito a esa locura?, pero así era. Del todo inútil su experiencia con Nick Greene. Tales nombres ejercían sobre ella una fascinación poderosa. En algo, posiblemente, hay que creer, y puesto que Orlando (ya lo dijimos) no creía en las divinidades comunes, había depositado toda su credulidad en los grandes hombres; pero con un distingo. Los almirantes, los soldados, los estadistas no la tocaban. Pero el solo pensamiento de un gran escritor enardecía de tal modo su fe que hasta lo creía invisible. Su instinto era seguro. Sólo podemos creer enteramente en lo que no podemos ver. El vistazo de esos grandes hombres desde la cubierta del barco era una especie de visión. Era dudoso que la taza fuera de porcelana y la gaceta de papel. Cuando Lord O. mencionó un día que había cenado la víspera con Dryden, no quiso creerlo. El salón de Lady R. tenía fama de ser la antecámara del santuario del genio; era el lugar donde hombres y mujeres se congregaban a agitar incensarios y cantar himnos al busto del genio en un nicho. A veces, el Dios mismo se dignaba aparecer un momento. Sólo la inteligencia daba derecho a la admisión y nada se decía (según se cuenta) que no fuera ingenioso.
       Por eso Orlando entró en el salón con un gran temor. Los invitados formaban un semicírculo alrededor del fuego. En el centro, en un gran sillón, estaba sentada Lady R., una señora no muy joven, morena, con una mantilla de encaje negro. Así, aunque algo sorda, podía dirigir la conversación a derecha e izquierda. A derecha e izquierda tenían asiento hombres y mujeres destacadísimos. Cada hombre, se decía, había sido Primer Ministro y cada mujer, se susurraba, había sido la querida de un rey. Lo cierto es que todos eran brillantes, y todos eran célebres. Orlando ocupó su lugar con una gran reverencia silenciosa... A las tres horas, hizo otra reverencia y se fue.
       Pero, interrogará mi lector con algún fastidio, ¿qué había sucedido entretanto? En tres horas, en una reunión como ésta deben de haberse dicho las cosas más interesantes del mundo. Así parecería. Pero el hecho es que no se dijo nada. Se trata de un curioso rasgo que comparten con las tertulias más brillantes que el mundo ha visto. La vieja Madame du Deffand y sus amigos hablaron cincuenta años sin parar. Y de todo eso, ¿qué sobrevive? Tal vez, tres frases ingeniosas. Por consiguiente, es lícito suponer que no dijeron nada o que no dijeron nada ingenioso, o que esas tres frases ingeniosas llenaron dieciocho mil doscientas cincuenta noches, lo que no significa un apreciable porcentaje de ingenio para cada uno de ellos.
       La verdad —si nos atrevemos a usar esa palabra para ese tema— es que esos grupos de personas están como hechizados. La dueña de casa es la Sibila de hoy. Es una bruja que echa un sortilegio a sus huéspedes. En tal casa se creen felices; en tal otra ingeniosos, en una tercera profundos. Todo es una ilusión (lo cual no significa un reproche, porque las ilusiones son lo más necesario y lo más precioso que hay en el mundo, y quien puede crear una sola es un máximo bienhechor), pero como es sabido que las ilusiones se hacen pedazos en cuanto las toca la realidad, la verdadera dicha, el verdadero ingenio, la verdadera profundidad no se toleran donde la ilusión prevalece. Tal es la clave de por qué Mme. du Deffand sólo dijo tres frases ingeniosas en cincuenta años. Si hubiera dicho una sola más, habría aniquilado su tertulia. La ocurrencia, al dejar sus labios, arrasó la conversación, como una bala de cañón que troncha las margaritas y las violetas. Cuando pronunció su afamado «mot de Saint Denis», hasta el pasto se chamuscó. El desencanto y la desolación lo siguieron. No se dijo ni una palabra. «¡Ahórrenos otro semejante, Madame, por amor de Dios!», gritaron al unísono sus amigos. Y ella acató ese ruego. Durante diecisiete años no dijo nada memorable, y todo anduvo bien. El hermoso tapiz de la ilusión quedó intacto en su círculo como estaba intacto en el círculo de Lady R. Los huéspedes creían ser felices, creían ser ingeniosos, creían ser profundos, y como lo creían, otras personas lo creían aún más; y así se propaló que nada podía igualar el encanto de las tertulias de Lady R.; todos tenían envidia de quienes participaban en ellas; los que participaban se envidiaban porque los envidiaban los otros; y aquello parecía no tener fin —salvo el que pasaremos a referir.
       A la tercera visita de Orlando, ocurrió un incidente. Ella seguía con su ilusión de escuchar los más brillantes epigramas del mundo, aunque a decir verdad, el viejo general C. estaba revelando, con alguna prolijidad, el trayecto preciso de la gota desde su pierna izquierda hasta su pierna derecha, y Mr. L. interrumpía cada vez que se mencionaba un nombre propio: «¿B.? Lo conozco a Billy B. como mis manos. ¿S.? El hombre que más quiero. ¿E.? Pasamos una quincena juntos en Yorkshire» —lo cual, tal es la fuerza de la ilusión, parecía la réplica más ingeniosa, el comentario más penetrante sobre la vida humana, y mantenía la reunión en una carcajada perpetua, cuando se abrió la puerta y entró un caballerito cuyo nombre no atrapó Orlando. En el acto una impresión extrañamente incómoda la invadió. A juzgar por sus caras los otros la sintieron también. Un caballero declaró que había una corriente de aire. La Marquesa de C. temió que un gato se hubiera introducido bajo el sofá. Era como si abrieran los ojos después de un lindo sueño y no encontraran más que un lavatorio barato y una frazada sucia. Era como si los dejaran los vapores de un delicioso vino. El general seguía conversando y seguía rememorando Mr. L. Pero el rojo cogote del general era cada vez más visible, y la calva reluciente de Mr. L. En cuanto a lo que decían —nada más aburrido y más trivial podía imaginarse. Todos estaban incómodos y las damas bostezaban detrás de sus abanicos. Al fin Lady R. dio un golpecito con el suyo en el brazo de un sillón. Los dos interlocutores callaron.
       Entonces dijo el caballerito,
       Dijo luego,
       Dijo finalmente[2].
       Aquí, indudablemente, había verdadero ingenio, verdadera sabiduría, verdadera profundidad. El auditorio se quedó consternado. Un solo dicho así, ya era intolerable; ¡pero tres, uno encima de otro, en la misma tarde! No había reunión capaz de sobrevivir.
       «Mr. Pope —dijo la vieja Lady R. en una voz estremecida de ira sarcástica—, veo que usted bromea.» Mr. Pope se puso rojo. Nadie dijo una palabra. Un silencio mortal los aplastó por unos veinte minutos. Después, uno por uno, se levantaron y se escurrieron del salón. Era dudoso que volvieran después de semejante experiencia. Se oían los gritos de los pajes de hacha llamando a los cocheros por toda South Audley Street. Las portezuelas se cerraban de golpe y los coches se iban. Orlando, en la escalera, se encontró junto a Mr. Pope. Su organismo contrahecho y flaco estaba sacudido por muy diversas emociones. Sus ojos disparaban dardos de maldad, de rabia, de triunfo, de ingenio y de terror; temblaba como una hoja. Parecía un reptil agazapado con un topacio vivo en la frente. En el mismo instante, la más extraña tempestad de emociones se apoderó de la pobre Orlando. Una desilusión tan completa como la que acababa de padecer hace que la mente zozobre de un lado a otro. Todo parece diez veces más desnudo y más inútil. Es un instante lleno de peligro para la mente humana. En instantes así, las mujeres se hacen monjas, los hombres frailes. En instantes así, los hombres ricos hacen donación de sus bienes, los hombres felices se degüellan con el trinchante. Orlando hubiera hecho todo eso con gusto, pero había una cosa más temeraria, y es la que hizo. Invitó a Mr. Pope a que la acompañara a su casa.
       Porque si es temerario entrar sin armas en la cueva del león, o atravesar en una canoa el Océano Atlántico, o pararse sobre un pie en la cúspide de San Pablo, más temerario aún es volver a casa con un poeta. Un poeta es a la vez Atlántico y león. El uno nos ahoga, el otro nos roe. Si sobrevivimos a los dientes sucumbimos a las olas. Un hombre destructor de ilusiones es a un tiempo fiera y diluvio. Las ilusiones son al alma lo que la atmósfera es a la tierra. Destruid ese tierno aire y muere la planta, palidece el color. La tierra que pisamos es un rescoldo. Pisamos un erial y nos lastiman los pies guijarros candentes. La verdad nos deshace. La vida es sueño. El despertar nos mata. Quien me roba los sueños, me roba la vida (y así podríamos seguir una media docena de páginas, pero el estilo es aburrido y mejor es dejarlo).
       De acuerdo con lo anterior, sin embargo, Orlando hubiera sido un mero montón de cenizas cuando el carruaje se detuvo ante su casa de Blackfriars: Que todavía fuera de carne y hueso, aunque exhausta, se debe a un hecho que ya hemos indicado. Cuando menos vemos, más creemos. Las calles entre Blackfriars y Mayfair estaban muy mal alumbradas. Es verdad que el alumbrado era superior al de la época isabelina. Entonces el viajero a quien le sorprendía la noche, tenía que confiar en las estrellas o en la antorcha colorada de algún sereno para orillar los pedregales de Park Lane o los robledables donde los cerdos hocicaban en Tottenham Court Road. Pero, con todo, aún se estaba muy lejos de nuestra eficacia moderna. Cada doscientas yardas había un farol de aceite, pero la zona intermedia era como boca de lobo. Orlando y Mr. Pope atravesaban diez minutos de oscuridad; luego medio minuto de luz. Así nació en Orlando un estado de alma rarísimo. Al desvanecerse la luz, ella se sentía invadida por una deliciosa dulzura. «Qué honor para una muchacha pasear en coche con Mr. Pope —reflexionaba mirando su nariz de perfil—. Soy la más dichosa de las mujeres. A media pulgada de mí —estoy sintiendo el nudo de sus ligas contra mi muslo— está el ingenio más brillante de los dominios de Su Majestad. Los siglos venideros nos recordarán con interés y me tendrán una envidia loca.» Ahora se acercaban a otro farol. «¡Qué tonta soy! —pensaba—. Nada son la fama y la gloria. ¡Los siglos venideros ni se acordarán de mí ni de Mr. Pope! ¿Qué es un siglo? ¿Qué somos "nosotros"?», y su travesía de Berkeley Square era como el tanteo de dos hormigas ciegas, momentáneamente reunidas por el azar, sin un interés en común, en un desierto renegrido. Orlando se estremeció. Pero de nuevo los rodeó la tiniebla. Su ilusión revivió. «Qué noble es su frente —pensó (equivocando un bulto de un almohadón por la frente de Mr. Pope en la oscuridad)—. ¡Qué orbe de genio habita ahí! ¡Qué talento, qué sabiduría, qué verdad —qué abundancia de todas esas joyas, por las que daríamos nuestra vida! Tuya es la única luz que arde para siempre. Sin ti la peregrinación humana se arrastraría en plena oscuridad (aquí el coche dio un barquinazo en una zanja de Park Lane); sin el genio estaríamos tumbados y deshechos. ¡Oh augusto, oh lúcido resplandor!», así estaba apostrofando al bulto del almohadón cuando al pasar por uno de los faroles de Berkeley Square advirtió su engaño. La frente de Mr. Pope era como la de cualquiera. «Miserable —pensó—, ¡cómo me has engañado! Creí que ese bulto era tu frente. Cuando uno mira bien, ¡qué innoble, qué despreciable eres! Contrahecho y enclenque, nada en ti merece la veneración, mucho la lástima, casi todo el desprecio.»
       De nuevo los rodeaba la sombra, y su cólera decreció en cuanto no distinguió sino las rodillas del poeta.
       «Pero la miserable soy yo —reflexionó de nuevo en plena oscuridad—, pues por abyecto que tú seas, ¿no soy yo acaso más abyecta? Tú me alimentas y proteges, tú espantas las fieras, tú atemorizas al salvaje, tú me has tejido trajes con la seda de los gusanos, y alfombras con la luna de las ovejas. Si siento necesidad de adorar, ¿no me has dado una imagen de ti mismo y la has instalado en el cielo? ¿No encuentro acaso en todas partes las pruebas de tu afán? ¡Qué humilde, qué agradecida, qué dócil debo yo ser entonces! Que toda mi alegría esté en servirte, en honrarte, en obedecerte.»
       Aquí llegaron al gran farol en la esquina de lo que ahora es Piccadilly Circus. La luz la deslumbró, y vio además de unos seres degradados de su propio sexo, dos pigmeos miserables, en un país desierto. Ambos estaban desnudos, solitarios, indefensos. No podían hacer nada el uno por el otro. Cada uno era una carga para sí mismo. Mirando bien de frente a Mr. Pope, «es igualmente vano —pensó—, que tú sueñes en protegerme, o yo en adorarte. La luz de la verdad cae sobre nosotros sin una sombra, y la luz de la verdad nos sienta muy mal».
       Todo ese tiempo, es claro, habían conversado agradablemente, como lo hace la gente educada y bien nacida, sobre el mal genio de la Reina, y la gota del primer ministro, mientras el carruaje alternaba la luz y la sombra por el Haymarket, por el Strand, por Fleet Street, y llegaba, al fin, a la casa de Orlando en Blackfriars. Hacía rato que los intervalos de sombra entre los faroles eran más claros y los faroles menos brillantes —es decir, estaba amaneciendo y había esa luz igual pero confusa de una mañana de verano, en que todo se ve, pero nada se ve con claridad. Se apearon, Mr. Pope le dio la mano para bajar, y Orlando consiguió que Mr. Pope entrara antes que ella en la casa, con el más exquisito acatamiento de los ritos sociales.
       El párrafo anterior no debe autorizarnos a suponer que el genio (pero esa enfermedad ha sido extirpada en las Islas Británicas, y hay quienes dicen que el finado Lord Tennyson fue el último caso) está siempre encendido, porque entonces todo lo veríamos claro y correríamos el riesgo de morir fulminados. El genio funciona más bien como un faro, que envía un rayo y se detiene por un tiempo: salvo que es harto más caprichoso y puede proyectar seis o siete rayos seguidos (como hizo Mr. Pope esa noche) y después extinguirse durante un año o para siempre. Por consiguiente es imposible guiarse por esos rayos, y parece que los hombres de genio, cuando están apagados, son como los demás.
       El hecho fue una suerte para Orlando, aunque al principio la decepcionó, pues ahora dio en andar mucho entre hombres de genio. No diferían tanto de nosotros como podríamos pensar. Addison, Pope, Swift, descubrió, eran muy afectos al té. Gustaban de las glorietas. Coleccionaban pedacitos de vidrios de colores. Adoraban las grutas. No les desagradaban los títulos. El elogio les encantaba. Un día usaban trajes color ciruela y otro día grises. Mr. Swift tenía un hermoso bastón de malaca. Mr. Addison perfumaba sus pañuelos. A Mr. Pope le solía doler la cabeza. Los chismes no dejaban de entretenerlos. No carecían de envidia. (Estamos apuntando al azar algunas reflexiones que se le ocurrieron a Orlando.) Al principio, se reprochaba su atención a tales bagatelas, y adquirió un cuaderno para anotar sus dichos memorables, pero las páginas quedaron en blanco. De todos modos, Orlando se entusiasmó, y dio en hacer pedazos las invitaciones sociales; se reservó las tardes, y vivió en la continua expectativa de las visitas de Mr. Pope, de Mr. Addison, de Mr. Swift, etc., etc. Si el lector quiere consultar El rapto del rizo, El espectador o Los viajes de Gulliver, comprenderá precisamente lo que quieren decir esas misteriosas palabras. En verdad, los biógrafos y los críticos podrían ahorrarse todo su trabajo si los lectores escucharan este consejo. Porque al leer:

            

Whether the Nymph shall break Diana's Law,
             Or some frail China Jar receive a Flaw,
             Or stain her Honour, or her new Brocade,
             Forget her Pray'rs or miss a Masquerade,
             Or lose her Heart, or Necklace, at a Ball[3].

—sabemos como si estuviéramos escuchándolo, que la lengua de Mr. Pope temblaba como la de una víbora, que sus ojos chispeaban, que su mano se estremecía, cómo amaba, cómo mentía, cómo sufría. En una palabra, todos los secretos de un escritor, todas las experiencias de su vida, todos los rasgos de su espíritu, están patentes en su obra, y sin embargo exigimos comentarios críticos y relatos biográficos. La única explicación de ese crecimiento monstruoso es la necesidad de matar el tiempo.
       Ahora, después de recorrer una página o dos de El rapto del rizo, sabemos exactamente por qué Orlando, esa tarde, estaba tan divertida, y tan asustada, y por qué le brillaban los ojos y las mejillas.
       En eso, Mrs. Nelly llamó para decir que Mr. Addison deseaba ver a su Señoría. Entonces Mr. Pope se levantó con una agria sonrisa, se despidió y salió cojeando. Entró Mr. Addison. Leamos, mientras toma asiento, este pasaje del Espectador:
       «Pienso que la mujer es un bello animal romántico, que puede ser adornado con pieles y plumas, perlas y diamantes, sedas y metales. El lince arrojará su piel a sus plantas para que se haga una palatina; el pavo real, el guacamayo y el cisne colaborarán en su manguito; el mar se despojará de sus caracoles y los peñascos de sus piedras preciosas, y la naturaleza entera contribuirá al embellecimiento de un ser que es su obra más perfecta. Todo esto les concedo, pero en cuanto a la falda de que hablé, es inútil que insistan».
       Tenemos a ese caballero, con tricornio y todo, en el hueco de la mano. Mirémoslo otra vez con la lupa. ¿No se ve hasta la arruga de su media? ¿No está a la vista cada pliegue y cada curva de su ingenio, y su bondad y su timidez y su cortesía y el hecho de que acabará por casarse con una condesa y morirá muy decentemente? Todo está claro. Y cuando Mr. Addison ha dicho lo que debe decir, hay un tremendo golpe a la puerta, y Mr. Swift, que tiene ese modo tan brusco, entra sin que lo anuncien. Un momento. ¿Dónde están Los viajes de Gulliver? Aquí están. Leamos un párrafo del viaje entre los Houyhnhnms:
       «Gocé de una perfecta Salud del Cuerpo y Tranquilidad del Espíritu; no encontré la Traición o la Inconstancia de un Amigo, o las Injurias de un Enemigo declarado o secreto. No debí sobornar, adular o alcahuetear, para procurar el Favor de un Poderoso o de su Privado. No necesité ninguna Barrera contra la Tiranía o el Fraude; no había un Médico para destruir mi Cuerpo, ni un Abogado para arruinar mi Fortuna; ni Delator para vigilar mis Palabras y Actos, o fraguar Acusaciones contra mí por Dinero; no había Mofadores, Calumniadores, Rateros, Bandoleros, Ladrones, Jueces, Encubridores, Bufones, Tahúres, Políticos, Talentos, tediosos Charlatanes aburridos...».
       Basta, basta. ¡Detén esa avalancha de hierro que acabará por desollarnos vivos a todos, y a ti también! Nada más claro que ese hombre violento. Es tan grosero, y sin embargo, tan limpio; tan brutal y tan bondadoso. Desprecia al mundo entero, pero le hace mimos a una nena y morirá, ¿quién lo duda?, en un manicomio.
       Así, Orlando les servía el té, y a veces, cuando el tiempo era hermoso, se los llevaba al campo, y los agasajaba como reyes en el Salón Redondo, donde tenía los retratos de todos ellos colgados en círculo, para que Mr. Pope no pudiera alegar que Mr. Addison lo precedía, o viceversa.
       Eran ingeniosísimos también (pero su ingenio está en sus libros) y le enseñaron lo esencial del estilo, que es el tono corriente de la voz —una virtud que nadie puede imitar sin haber oído, ni siquiera Greene, con toda su destreza; porque nace del aire, se quiebra como una ola contra los muebles, rueda y se desvanece y es irrecuperable, sobre todo por quienes aguzan el oído medio siglo después. Todo eso le enseñaron, con la sola cadencia de sus voces en la conversación; de suerte que modificó un poco su estilo, y escribió algunos versos muy agradables y algunos retratos en prosa. Y así les prodigaba su vino y les ponía billetes de banco (que ellos amablemente guardaban) debajo de sus platos en la comida, y aceptaba sus dedicatorias, y se consideraba honradísima con el cambio.
       Así pasaba el tiempo, y Orlando solía decirse con un énfasis que era tal vez algo sospechoso: «Palabra de honor, ¡qué vida es ésta!» (Porque todavía estaba a la busca de ese artículo.) Pero las circunstancias quisieron que ella mirara más de cerca el asunto.
       Un día le estaba sirviendo té a Mr. Pope, que (como cualquiera puede inferir de los versos citados) estaba hecho un ovillo en su asiento, siguiéndola con los ojos brillantes.
       «Dios mío —pensó esgrimiendo las tenacillas—, ¡qué envidia que tendrán las mujeres del porvenir! Y sin embargo», se detuvo, pues tenía que atender a Mr. Pope. Y sin embargo —completemos su idea— cuando alguien dice «¡Qué envidia me tendrá el porvenir!», es seguro que ese alguien está incomodísimo en el presente. ¿Era tan intensa esa vida, tan halagüeña, tan gloriosa como la describían luego los biógrafos? Por una parte Orlando detestaba el té; por otra, el genio, divino como es y adorable, suele alojarse en las envolturas más sórdidas, y a veces, ¡ay de mí!, devora las otras facultades, de suerte que donde la Mente es mayor, el Corazón, los Sentidos, la Grandeza de Alma, la Caridad, la Tolerancia, la Buena Voluntad, y el resto casi no pueden respirar. De ahí la alta opinión que tienen de sí mismos los poetas; de ahí la tan baja que tienen de otros; de ahí las enemistades, injurias, envidias y epigramas que los atarean continuamente; de ahí la rapidez con que los reparten, de ahí su rapacidad para exigir simpatía; todo esto, lo diremos en voz baja, para que los intelectuales no se enteren, hace que servir el té sea un ejercicio más problemático, y en verdad, más arduo que lo que suele suponerse. A esto se añade (volvemos a bajar la voz para que las mujeres no se enteren) un secretito que los hombres comparten; Lord Chesterfield se lo confió a su hijo bajo el más estricto secreto: «Las mujeres no son más que niños grandes... El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y las adula». Como los niños invariablemente oyen lo que no deben y a veces llegan a ser grandes, el secreto se ha divulgado y la ceremonia de servir el té es curiosísima.
       Una mujer sabe muy bien que por más que un escritor le envíe sus poemas, elogie su criterio, solicite su opinión y beba su té, eso no quiere absolutamente decir que respete sus juicios, admire su entendimiento, o dejará, aunque le esté negado el acero, de traspasarla con su pluma. Todo eso, por despacio que lo digamos, es cosa sabida, así que aun con la jarrita de crema en el aire y las tenacillas dispuestas, las damas pueden ponerse un poco nerviosas, mirar un poco por la ventana, bostezar un poco, y dejar caer el terrón con un gran chapoteo —como Orlando acaba de hacerlo— en la taza de Mr. Pope. Jamás hubo mortal más listo a sospechar una injuria o más pronto a vengarla que Mr. Pope. Se volvió a Orlando y acto continuo le presentó el borrador de cierto memorable verso de los «Retratos de Mujeres». Ahí aparece muy limado, pero el mismo borrador era bien picante. Orlando lo recibió con una reverencia. Mr. Pope la dejó con un saludo. Orlando, para refrescar sus mejillas, porque se sentía abofeteada por el homúnculo, salió a vagar por los nogales del fondo del jardín. La frescura del aire hizo su efecto. Comprobó con asombro que era un enorme alivio estar sola. Miró a los alegres remeros que remontaban el río. Sin duda la visión le recordó un incidente o dos de su vida pasada. Se sentó a meditar profundamente bajo un hermoso sauce. No se movió hasta que en el cielo hubo estrellas. Entonces se levantó y regresó a la casa, donde fue derecho a su cuarto y se encerró con llave. Abrió un armario donde estaban los trajes que había usado cuando era un gentilhombre, y eligió un traje negro de terciopelo con adornos de encaje de Venecia. En verdad, estaba un poco pasado de moda, pero le quedaba como un guante, y la hacía parecer el prototipo de un noble Lord. Dio un par de vueltas ante el espejo para cerciorarse de que las faldas no le habían hecho perder la soltura de las piernas, y salió secretamente a la calle.
       Era una hermosa noche de principos de abril. Miles de estrellas mezcladas con la claridad de una luna nueva (a su vez reforzada por los faroles) daban una luz que favorecía infinitamente el rostro del hombre y la arquitectura de Mr. Wren. Todo se manifestaba del modo más tierno, pero cuando estaba a punto de disolverse, una gota de plata lo animaba y lo definía. Así debería ser la conversación, pensó Orlando (dejándose llevar por un sueño absurdo); así la sociedad, así la amistad, así el amor. Porque —Dios sabrá la razón— en cuanto hemos perdido toda fe en el comercio humano, la disposición casual de unos galpones y de unos árboles o una parva y un carro nos proponen un símbolo tan perfecto de lo inalcanzable que recomenzamos la busca.
       Con estas meditaciones entró en Leicester Square. Los edificios tenían esa simetría ligera pero precisa que sólo les otorga la noche. El dosel del cielo parecía hábilmente desteñido para destacar los contornos de las chimeneas y de los techos. En el medio de la plaza había un plátano, bajo el plátano un banco, en el banco una muchacha afligida (un brazo pendiente, el otro descansando en su regazo) que era la imagen misma de la gracia, la sencillez y la desolación. Orlando barrió el suelo con su sombrero como si saludara a una gran dama en un lugar público. La muchacha levantó la cabeza. Era del más exquisito dibujo. La muchacha levantó los ojos. Orlando vio que eran de un brillo que se observa a veces en las teteras pero muy rara vez en el rostro humano. A través de esa pátina de plata la muchacha lo miró (para ella era un hombre) con esperanza, con imploración, con temblor, con miedo. Se levantó; aceptó su brazo. Porque —¿debemos decirlo?— era de la tribu que noche a noche bruñe su mercadería y la exhibe a la espera del mejor postor. Llevó a Orlando a su pieza en Gerrard Street. Al sentirla en su brazo, levemente pero como quien está suplicando, Orlando recobró los sentimientos propios de un hombre. Miró, sintió, habló como un hombre. Sin embargo, como había sido una mujer hasta hace muy poco, sospechó que la timidez de la muchacha, y sus contestaciones vacilantes, y su torpeza con la llave en la cerradura, y el pliegue de su abrigo y el abandono de su mano, eran simulaciones destinadas a lisonjear su hombría. Subieron, y el trabajo que se había tomado la pobre para arreglar su cuarto y disimular el hecho de que era el único, no engañó a Orlando ni por un momento. La farsa provocó su desdén —la verdad su lástima. Una cosa trasluciéndose por la otra engendró el sentimiento más confuso; ya Orlando no sabía si reír o llorar. Nell, mientras tanto, se desabrochó los guantes; ocultó cuidadosamente el pulgar de la mano izquierda que estaba sin zurcir; luego, se retiró detrás de un biombo, donde tal vez se pintó las mejillas, se arregló la ropa, y se puso al cuello un pañuelo nuevo —charlando todo el tiempo como las mujeres lo hacen para distraer a su amante, aunque Orlando hubiera jurado, por el tono de su voz, que sus pensamientos estaban lejos. Cuando todo estuvo listo, apareció preparada —pero aquí Orlando ya no dio más. Con una extraña agitación de cólera, de gozo y de lástima, arrojó el disfraz y declaró que era una mujer. Nell prorrumpió en tales carcajadas que llegaron, sin duda, al otro lado de la calle.
       «Bueno, querida» —dijo cuando se sosegó un poco—, «no me disgusta nada saberlo. Porque la pura verdad (y era increíble la rapidez con que dejó su tono suplicante, en cuanto supo que las dos eran del mismo sexo), la pura verdad del asunto, es que no estoy para hombres esta noche. Estoy metida en un lío.»
       Después de lo cual, atizó el fuego, hizo arder un bol de ponche y contó a Orlando la historia entera de su vida. Como nuestro tema es la vida de Orlando, no referiremos las aventuras de la otra dama, pero lo cierto es que Orlando nunca sintió correr las horas más rápidas y alegres, aunque Mistress Nell no tenía ni pizca de talento, y cuando el nombre de Mr. Pope apareció en la conversación preguntó con toda ingenuidad si era pariente del peluquero del mismo nombre en Jermyn Street. Sin embargo, tal es el encanto de la naturalidad y la atracción de la belleza, que la charla de esta pobre muchacha salpicada de modos de decir callejeros fue como un vino para Orlando después de las floridas frases a que la habían acostumbrado, y se vio forzada a admitir que algo en el desdén de Mr. Pope, en la condescendencia de Mr. Addison y la reserva de Lord Chesterfield le envenenaba el trato con los intelectuales, aunque siguiera venerando sus obras.
       Averiguó que esas infelices (porque Nell trajo a Prue, y Prue a Kitty, y Kitty a Rose) tenían su propio círculo, al que la admitieron ahora. Cada una refería las aventuras que la habían conducido a esa profesión. Varias eran hijas naturales de condes y una tenía más intimidad con la persona Real que lo debido. Ninguna, por infeliz o pobre que fuera, carecía de un pañuelo o de un anillo que le servía de árbol genealógico. Hacían rueda en torno del ponche que Orlando se encargaba de suministrar con largueza, y fueron muchas las historias que refirieron y las ocurrencias que tuvieron, porque no se puede negar que cuando las mujeres se juntan —pero, chis— cierran muy bien las puertas para que no llegue a la imprenta ni una sola palabra de lo que dicen. Todo lo que deseamos es —pero, chis—, ¿no se oye en la escalera el paso de un hombre? Estábamos por decir lo que desean, cuando ese caballero nos sacó las palabras de la boca. Las mujeres carecen de deseos, dice este caballero, entrando en la salita de Nell: sólo simulaciones. Sin deseos (ya lo ha servido Nell y se ha ido) su conversación no puede interesar a nadie: «Es bien sabido —afirma el señor S. W.— que cuando les falta el estímulo de otro sexo, las mujeres no tienen nada que decirse. Cuando están solas no conversan, se arañan». Y desde que no pueden conversar y no pueden arañarse indefinidamente y (como el señor T. R. lo ha demostrado) «son incapaces de sentimientos afectuosos para su propio sexo y mutuamente se detestan», ¿qué supondremos que hacen las mujeres cuando se reúnen?
       Como a ningún hombre sensato le puede interesar la pregunta anterior, pasémosla por alto (ya que los biógrafos comparten con los historiadores el privilegio de no tener sexos) y registremos simplemente que a Orlando le agradaba muchísimo la sociedad de las mujeres —hecho imposible, según los caballeros demostrarán.
       Se hace más y más difícil dar exacta cuenta de la vida de Orlando en aquella época. Al espiar y avanzar por los patios mal alumbrados, mal pavimentados y mal ventilados que había en los alrededores de Gerrard Street y de Drury Lane, la descubrimos un instante y la perdemos acto continuo. La tarea es aun más difícil por sus frecuentes cambios de traje de hombre a traje de mujer. Suele figurar en memorias contemporáneas como «Lord» Tal y Tal, que realmente era su primo; le atribuyen a él sus rasgos de generosidad, y hasta las poesías que ella compuso. Parece que no le costaba el menor esfuerzo mantener ese doble papel, pues cambiaba de género con una frecuencia increíble para quienes están limitados a una sola clase de trajes. Ese artificio le permitía recoger una doble cosecha, aumentaron los goces de la vida y se multiplicaron sus experiencias. Cambiaba la honestidad del calzón corto por el encanto de la falda y gozaba por igual del amor de ambos sexos.
       Si uno dibujara sus días la representaría de mañana, en su biblioteca, en un antiguo traje chino, luego, vestida igual, recibiendo a uno o dos protegidos (porque hacía mucha caridad); luego dando una vuelta por el parque y podando los nogales —eran convenientes unas bombachas—; luego cambiaba a un traje de Pekín floreado indispensable para el paseo a Richmond y la propuesta matrimonial de algún aristócrata; y de nuevo en Londres con un traje color rapé como de abogado, recorriendo los tribunales para saber de muchos pleitos —porque su fortuna se consumía por horas y sus asuntos parecían tan lejos de una solución como cien años antes; y finalmente, al llegar la noche, volviéndose un noble señor de pies a cabeza y recorriendo las calles en busca de aventuras.
       Al regresar de esas andanzas —se habló entonces de un duelo, del comando de un navio del Rey, de una lanza desnuda en un balcón, de una fuga hasta Holanda con cierta dama y de la persecución del esposo —pero nada diremos de la verdad, o falta de verdad, de esas habladurías—, al regresar, decimos, de esas andanzas, le gustaba detenerse ante las ventanas de un café, donde podía ver a los literatos sin que la vieran, e inferir de sus gestos, las cosas sabias, ingeniosas e irónicas que sin duda decían, todo eso sin oír ni una palabra; lo cual era tal vez una ventaja; y así una noche estuvo media hora viendo tres sombras que bebían juntas el té en una casa de Bolt Court.
       No hubo jamás un espectáculo más atrayente. Hubiera querido gritar: ¡Bravo, bravo! Porque, en verdad, qué drama más hermoso —¡qué página arrancada del más copioso volumen de la vida humana! Ahí estaba la sombrita de labios salidos que no se aquietaba un segundo en la silla, incómoda, petulante, servil; ahí estaba la encorvada sombra de mujer encajando un dedo en la taza para saber hasta dónde llegaba el té, porque era ciega; ahí estaba la sombra corpulenta de aire romano en el gran sillón: el hombre que se torcía los dedos de manera tan rara y movía la cabeza de un lado a otro y consumía el té en amplios tragos. El doctor Johnson, Mr. Boswell y Mrs. Williams —así se llamaban las sombras. Orlando quedó tan embobada mirándolas que no pensó en la envidia que le tendrían los siglos venideros, aunque la conjetura, en este caso, no era injustificada. Era feliz mirando y mirando. Al fin Mr. Boswell se levantó. Saludó a la vieja con acritud. Pero con qué humildad se inclinó ante la vasta sombra romana, que se puso de pie, y, con un majestuoso rolido, emitió los períodos más soberbios que salieron jamás de labios mortales; así le parecieron a Orlando, aunque no oyó ni una palabra de cuanto las tres sombras decían mientras tomaban el té.
       Una noche, después de una escapada, volvió a su casa y subió al dormitorio. Se quitó la casaca con encajes y se quedó mirando por la ventana, en mangas de camisa. Había una inquietud en el aire que le prohibía acostarse. La neblina blanca cubría la ciudad, porque era una noche helada en pleno invierno, y una vista magnífica la rodeaba. Podía ver la Catedral de San Pablo, la Torre, la Abadía de Westminster y todas las agujas y cúpulas de las iglesias centrales, el blando contorno de las márgenes del río, las curvas amplias y opulentas de los edificios. Al norte se elevaban las dulces y segadas colinas de Hampstead; al oeste las calles y las plazas de Mayfair se definían en un claro resplandor. Brillantes, duras, positivas, las estrellas miraban ese panorama disciplinado y sereno, desde un cielo sin nubes. En la suma claridad del aire se percibía la arista de cada techo, el sombrero de cada chimenea; hasta las piedras del pavimento se distinguían una de otra, y Orlando comparó sin querer el orden de ese espectáculo con el caserío agazapado y confuso que había sido la ciudad de Londres en el reinado de Isabel. Entonces la ciudad (para de algún modo llamarla) era un mero tropel de casas amontonadas, bajo sus ventanas de Blackfriars. Las estrellas se duplicaban en hondos baches de agua estancada en medio de la calle. Una sombra negra en la esquina donde había estado la taberna, era tal vez el cadáver de un asesinado. Recordaba el gritar de más de un herido en esas peleas nocturnas, cuando ella era un niño, y la sirvienta lo asomaba a los vidrios en forma de losange. Bandas de forajidos, hombres y mujeres, indeciblemente enlazados, embestían las calles, vociferando cantos desaforados, con joyas centelleando en las orejas y dagas rebrillando en los puños. En noches como éstas, el entrevero impenetrable de las forestas de Highgate y de Hampstead, se perfilaba contra el cielo complejo y retorcido. Aquí y allá, en la cumbre de una colina, había una horca tiesa, con un muerto clavado pudriéndose o secándose en la cruz; porque la inseguridad y el peligro, la lujuria y la violencia, la poesía y la basura, hormigueaban en los caminos reales isabelinos y zumbaban y apestaban —a Orlando le parecía estar sintiendo el olor de las noches calientes— en los cuartos chicos y pasajes angostos de la ciudad. Ahora —al asomarse a la ventana— todo era luz, orden, serenidad. Se oía el rodar de un carruaje sobre las piedras.
       Oyó el grito lejano de un sereno: «Las doce han dado y helando». Apenas dijo esas palabras, sonó la primera campanada de la medianoche. Orlando percibió entonces una nubecita detrás de la cúpula de San Pablo. Al resonar las campanadas, crecía la nube, ensombreciéndose y dilatándose con extraordinaria rapidez. Al mismo tiempo se levantó una brisa ligera, y al sonar la sexta campanada todo el oriente estaba cubierto por una móvil oscuridad, aunque el cielo del norte y del oeste seguía despejado. Pero la nube alcanzó el norte. Pronto cubrió las alturas. Sólo Mayfair, toda iluminada, ardía más brillante que nunca, por contraste. A la octava campanada, algunos apresurados jirones de la nube entoldaron Piccadilly. Parecían concentrarse y avanzar con extraordinaria rapidez hacia el oeste. Con la novena, décima y undécima campanada, una vasta negrura se arrastró sobre todo Londres. Con la última, la oscuridad era completa. La pesada tiniebla turbulenta ocultó la ciudad. Todo era sombra; todo era duda; todo era confusión. El siglo dieciocho había concluido; el siglo diecinueve empezaba.


Cinco

       La enorme nube que pendía no sólo sobre Londres, sino sobre todo el territorio de las Islas Británicas el primer día del siglo diecinueve, se detuvo (mejor dicho, no se detuvo, porque la empujaban de un lado a otro ráfagas tempestuosas) lo suficiente para producir efectos extraordinarios en aquellos que vivían bajo su sombra. El clima de Inglaterra parecía otro. Llovía con frecuencia, pero sólo en aguaceros caprichosos, que volvían a empezar apenas concluían. Brillaba el sol, naturalmente, pero lo embozaban tanto las nubes en una atmósfera tan saturada de agua, que sus rayos eran descoloridos; y púrpuras anaranjados y rojos de carácter opaco reemplazaron los paisajes inequívocos del siglo dieciocho. Bajo ese dosel amoratado y huraño, el verde de los repollos era menos intenso, y el blanco de la nieve estaba sucio. Pero —y eso es lo peor— la humedad empezó a meterse en las casas; la humedad, el enemigo más insidioso, porque si al sol lo podemos excluir con persianas y a la helada con un buen fuego, la humedad penetra mientras dormimos; la humedad es callada, ubicua, invisible. La humedad hincha la madera, enmohece la pava, herrumbra el hierro, pudre la piedra. Tan lento es el proceso, que ni siquiera sospechamos el mal hasta que al levantar una cómoda o el balde del carbón, se nos cae a pedazos de las manos.
       Así, de un modo imperceptible y furtivo, sin que nadie supiera la precisa fecha o la hora, el clima de Inglaterra cambió y nadie lo supo. Los efectos se sintieron en todas partes. El hacendado recio, que había despachado alegremente su comida de rosbif y cerveza negra en un cuarto planeado tal vez por los hermanos Adam, con dignidad clásica sentía ahora escalofríos. Aparecieron las mantas, después las barbas; los pantalones se ajustaron bajo el empeine. El chucho de las piernas del caballero se corrió a toda la casa; hubo que enfundar los muebles, tapizar las paredes y recubrir las mesas; nada quedó desnudo. El crumpet fue inventado, y el muffin. El café sustituyó al oporto del postre. Y como el café condujo a un salón y el salón a fanales de cristal y los fanales de cristal a flores de cera, y las flores de cera a chimeneas con repisa y las chimeneas con repisa a pianos de cola, y los pianos de cola a romanzas de salón, y las romanzas de salón (salteando un eslabón o dos) a innumerables perritos, carpetas, y adornos de porcelana, el hogar —que se había hecho muy importante— cambió del todo.
       En el exterior de la casa —otro efecto de la humedad— creció la hiedra con una profusión sin igual. Las paredes, hasta entonces de piedra desnuda, quedaron sofocadas por el follaje. Ningún jardín por riguroso que fuera su primitivo plan, se libró de un almácigo, de un «bosque», de un laberinto. La escasa luz que penetraba en los dormitorios donde nacían los niños era, ya se comprende, de un verde turbio, y la luz que llegaba a los salones donde estaban los hombres y las mujeres tenía que atravesar cortinas de felpa violeta o parda. Pero el cambio no se detuvo en lo exterior. La humedad hirió adentro. Los hombres sintieron frío en el corazón y humedad en el alma. En el desesperado esfuerzo de abrigar de algún modo sus sentimientos, agotaron todos los subterfugios. El amor, el nacimiento y la muerte fueron arropados en bellas frases. Los sexos se distanciaron más y más. Por ambas partes se practicaron la disimulación y el rodeo.
       Al desenfreno externo de la hiedra y de la siempreviva en la tierra húmeda, correspondió adentro otra fecundidad. La vida normal de la mujer era una sucesión de partos. Se casaba a los diecinueve años, y a los treinta ya había tenido quince o dieciocho hijos, porque abundaban los gemelos. Así nació el Imperio Británico; así —porque no hay cómo detener la humedad; se mete en el tintero como en el maderamen— se inflamaron los párrafos, se multiplicaron los adjetivos, las piezas líricas se convirtieron en poemas épicos, y las bagatelas de una columna en enciclopedias de diez o veinte tomos. Pero Eusebius Chubb será testimonio del efecto que esto ejercía en la mente de un hombre sensible, incapaz de detenerlo.
       Hay un pasaje al fin de sus memorias que describe cómo, luego de componer treinta y cinco páginas infolio, una mañana «sobre nada en particular», atornilló la tapa de su tintero y ensayó una vuelta por el jardín. Pronto se perdió en el almácigo; innumerables hojas crujían y brillaban sobre su cabeza. Le parecía «estar pisando el polvo de un millón de hojas más». Una humareda espesa brotaba de una fogata húmeda en el fondo del jardín. Pensó que no había fuego en la tierra capaz de consumir esa desaforada marea vegetal. Por todas partes la vegetación pululaba. Los pepinos «se atrepellaban en la hierba hasta sus pies». Coliflores gigantes se erguían escalonadas, hasta rivalizar en su imaginación ofuscada, con los mismos álamos. Las gallinas no cesaban de poner huevos sin color especial. Entonces, recordando con un suspiro su propia fecundidad y a Jane, su pobre esposa, ahora en las ansias de su parto decimoquinto, se preguntó: ¿qué culpa tienen las aves? Elevó los ojos al firmamento. El mismo cielo, o ese gran frontispicio del cielo, que es el firmamento, ¿no indicaba acaso la aprobación, mejor dicho, el estímulo de la jerarquía celestial? Porque ahí, verano e invierno, año tras año, las nubes daban vueltas y vueltas como ballenas, o como elefantes más bien; pero no, imposible eludir la comparación que le imponían mil hectáreas de cielo: el firmamento desplegado sobre las Islas Británicas no era otra cosa que un enorme colchón de pluma; y la confusa fecundidad del jardín, de la alcoba y del gallinero era sólo su copia. Entró, escribió el pasaje antes citado, metió la cabeza en un horno a gas, y cuando lo encontraron más tarde, ya estaba muerto.
       Mientras eso pasaba en toda Inglaterra, era inútil que Orlando se enclaustrara en su casa de Blackfriars y sostuviera que el clima era siempre igual, que uno podía decir lo que se antojaba y usar, según su capricho, faldas o bombachas. Ella misma tuvo que reconocer que eran otros los tiempos. Una tarde, a principios del siglo, paseaba en su viejo carruaje con paneles por el parque Saint James, cuando uno de esos rayos de sol, que a veces alcanzaba la tierra, se abrió camino veteando las atravesadas nubes con raros colores prismáticos. Después de los cielos claros y uniformes del siglo dieciocho, ese espectáculo era tan insólito que la impulsó a bajar la ventanilla y a contemplarlo. Las nubes color pulga y color flamenco le hicieron pensar, con agradable angustia, en delfines muriendo en el mar Jónico, hecho que prueba hasta qué punto la había afectado la humedad.
       Pero cuál no fue su sorpresa, cuando el rayo de sol, al herir la tierra, hizo surgir o iluminó una pirámide, hecatombe o trofeo (tenía un aire de mesa de banquete), una acumulación, digamos, de los objetos más heterogéneos y disparatados, encimados a lo loco en el sitio exacto donde se eleva ahora la estatua de la Reina Victoria. De una vasta cruz con florones de oro afiligranado pendían velos de novia y crespones de viuda; enganchados a otros salientes había palacios de cristal, cunas de mimbre, yelmos militares, coronas fúnebres, pantalones, patillas, tortas de boda, artillería, árboles de navidad, telescopios, animales prehistóricos, globos terráqueos, mapas, elefantes, compases y teodolitos, el todo sostenido como un gigantesco blasón, a la derecha por una figura de mujer envuelta en una túnica blanca; a la izquierda por un obeso caballero de levita y pantalón a cuadros. La incongruencia de los objetos, la coalición del traje recargado y de las envolturas parciales, lo charro de los muchos colores y sus complicaciones de tartán, consternaron a Orlando. Nunca había visto nada tan indecente, tan horroroso y tan monumental.
       Sería, y sin duda era, un efecto de sol en el aire cargado de agua; desaparecería con la primera brisa que soplara, pero a pesar de todo, tenía un aire de querer durar para siempre. Nada, pensó, acurrucándose en un rincón de su coche, ni el viento, ni la lluvia, ni el sol, ni el trueno podrán demoler ese charro edificio. Se jaspearán las narices y se derrumbarán las trompetas; pero ahí quedará eternamente señalado el este, el oeste, el sur y el norte. Miró atrás, mientras el carruaje subía Constitution Hill. Sí, ahí estaba plácidamente bañado por una luz que —sacó el reloj de la faltriquera— era, naturalmente, la luz de las doce del día. No había otra más prosaica, más mediocre, más invulnerable a todo matiz del alba o del ocaso, más predispuesta a la eternidad. Resolvió no mirar de nuevo, sintió que el curso de su sangre se debilitaba. Pero lo más extraño fue que, al pasar por Buckingham Palace, un singular y vivo rubor cubrió sus mejillas y una fuerza desconocida le hizo bajar los ojos y mirar sus piernas. Comprobó con un sobresalto que usaba calzones negros. No cesó de ruborizarse hasta llegar a Blackfriars, lo cual es una prueba señalada de su pureza, si calculamos el tiempo requerido por cuatro caballos para recorrer al trote cuarenta millas.
       Una vez ahí, cediendo a lo que ya era la más imperiosa necesidad de su naturaleza, se arrebujó lo mejor que pudo en una colcha de damasco, que arrancó de su cama. Explicó a la viuda Bartholomew (que había sucedido a la pobre Grimsditch en el cargo de ama de llaves) que estaba muerta de frío.
       —Así estamos todos, señora —dijo la viuda, exhalando un hondo suspiro—. Las paredes están empapadas —dijo, con una rara y lúgrube satisfacción, y le bastó poner la mano en los paneles de roble para dejar la marca. La hiedra había crecido con tal profusión que muchas ventanas estaban tapiadas. La cocina era tan oscura que no se distinguía una pava de un colador. A un pobre gato negro lo habían tomado por carbón y lo habían metido en el fuego. Casi todas las sirvientas ya usaban tres o cuatro enaguas de franela colorada, aunque estaban en agosto.
       »¿Pero es verdad, señora —preguntó la buena mujer, toda encogida, con su cruz de oro palpitando en su pecho—, que la Reina, Dios la bendiga, está usando un, ¿cómo se llama?, un... —la buena mujer vaciló y se ruborizó.
       —Un miriñaque —dijo Orlando, viniendo en su ayuda (porque la palabra ya había llegado a Blackfriars). Mrs. Bartholomew asintió. Las lágrimas le corrían por la cara, pero sonreía entre las lágrimas. Porque era lindo llorar. ¿No eran débiles acaso todas las mujeres usando miriñaques para ocultar el hecho; el gran hecho; el único hecho; pero sin embargo el hecho deplorable, que toda mujer decente se esforzaba por ocultar, hasta que era imposible la ocultación; el hecho de que iba a tener un hijo? Quince o veinte hijos, mejor dicho, de modo que una mujer decente consagraba casi toda su vida a ocultar lo que un día en el año, por lo menos, sería indudable.
       —Los muffins están calentitos, están —dijo Mrs. Bartholomew, secándose las lágrimas— en la biblioteca.
       Y envuelta en una colcha de damasco, Orlando acometió la fuente de muffins.
       «Los muffins están calentitos, están en la biblioteca» —Orlando articuló la horrenda frase cockney con el refinado acento cockney de Mrs. Bartholomew, mientras tomaba —pero no, aborrecía ese brebaje inocuo— su té. En ese mismo cuarto, recordó, la Reina Isabel se había plantado ante la chimenea, con un jarro de cerveza en la mano, que descargó de golpe sobre la mesa cuando Lord Burghley tuvo el tino de emplear el modo imperativo, en vez del subjuntivo. «Hombrecito, hombrecito —aún le parecía oírla— no hay que decirles debe a los príncipes.» Estrelló el jarro contra la mesa; aún estaba la marca.
       Al solo recuerdo de esa gran Reina, Orlando se puso de pie, tropezó con la colcha y cayó en el asiento, diciendo una mala palabra. Mañana tendría que comprar veinte yardas o más de bombasí negro, calculó, para hacerse una falda. Y después (aquí se ruborizó) tendría que comprar un miriñaque, y después (aquí se ruborizó otra vez), una cuna de mimbre, y después otra y otra...
       Los sonrojos iba y venían con el vaivén más exquisito de pudor y de vergüenza. Era como si el Genio de la Época soplara ora frío ora caliente, en sus mejillas. Y si el soplo del genio de la Época era algo irregular, pues se ruborizaba del miriñaque, antes que del marido, su ambigua situación la disculpa (hasta su sexo estaba en tela de juicio), como también la disculpa su desordenada vida anterior.
       El color se aquietó al fin en sus mejillas y parecía que el Genio de la Época —si es que hay un Genio de la Época— se hubiera sosegado. Orlando se llevó la mano al seno, como en busca de un medallón o de alguna reliquia de amor perdido, y no sacó ninguna de esas cosas, sino un manuscrito enrollado, manchado por el mar, la sangre y los viajes: el manuscrito de su poema «La Encina». Lo había llevado consigo tantos años, y en circunstancias tan azarosas, que muchas páginas estaban manchadas, algunas rotas, y la carencia de papel entre los gitanos la había forzado a aprovechar los márgenes y cruzar las líneas hasta que el manuscrito parecía un zurcido prolijo. Volvió a la primera página y leyó la fecha 1586, en la antigua letra de colegial. ¡Casi trescientos años que estaba trabajándolo! Ya era tiempo de concluirlo. Empezó a hojear, a leer, a saltear, ¡qué poco había cambiado en tantos años! Había sido un muchacho melancólico, enamorado de la muerte, como son los muchachos, y después amoroso y exuberante; y después travieso y burlón; y a veces había ensayado la prosa, y a veces el drama. Pero a través de todos esos cambios, ella no había cambiado. Siempre el mismo carácter pensativo y reconcentrado, idéntico amor por la naturaleza y los animales, idéntica pasión por el campo y las estaciones.
       «Después de todo —pensó, levantándose y yendo a la ventana—, nada ha cambiado. La casa, el jardín, son precisamente lo que eran. No han movido una silla, no han vendido un adorno. Ahí están los mismos senderos, el mismo césped, los mismos árboles y el mismo estanque, donde viven, lo juraría, las mismas carpas. Es verdad, que ahora ocupa el trono la Reina Victoria y no la Reina Isabel, pero qué diferencia...»
       Apenas formuló este pensamiento, la puerta se abrió de par en par, como refutándola y entró Basket, el mayordomo, seguido por Bartholomew, el ama de llaves, para retirar el té. A Orlando, que había mojado la pluma en el tintero y estaba por desarrollar algunas ideas sobre la eternidad de todas las cosas, le fastidió muchísimo un borrón que se corrió bajo su pluma. La culpa la tenía la pluma, pensó; estaría sucia o quebrada. La mojó de nuevo. El borrón se agrandó. Trató de proseguir: no se le ocurrió una sola palabra. Se puso a decorar el borrón con alas y patillas hasta convertirlo en un monstruo de cabeza redonda, entre comadreja y murciélago. Apenas hubo dicho Imposible cuando, a su gran sorpresa y alarma, la pluma se puso a virar y a caracolear con extraordinaria fluidez. Pronto quedó cubierta su página por una cuidadosa y oblicua escritura italiana. Eran versos, los más insípidos que había leído en su vida.

       I am myself but a vile link
             Amid life's weary chain,
             But I have spoken hallow'd words,
             Oh, do not say in vain!
             Will the young maiden, when her tears,
       Alone in moonlight shine,
             Tears for the absent and the loved,
             Murmur[4].

escribió sin parar mientras Bartholomew y Basket, gruñendo y rezongando por el cuarto, atizaban el fuego y levantaban los muffins.

             De nuevo mojó la pluma, y la pluma escribió:
       She was so changed, the soft carnation cloud
             Once mantling o'er her cheek like that which eve
             Hang o'er the sky, glowing with roseate hue,
             Had faded into paleness, broken by
             Bright burning blushes of the tomb[5].

pero al llegar ahí, bruscamente, Orlando volcó la tinta sobre la página y la ocultó a los ojos humanos, ojalá para siempre. Se quedó toda avergonzada, toda temblando. Nada más repugnante que esas incontinencias de la tinta, en cascadas de involuntaria inspiración. ¿Qué le pasaba? ¿Sería la humedad, sería Basket, sería Bartholomew, qué sería?, se preguntó. Pero no había nadie en el cuarto. Nadie le respondió, salvo que el gotear de la lluvia en la enredadera fuera una respuesta.
      

Poco a poco sintió, al estar asomada a la ventana, que una extraordinaria titilación y vibración le recorría todo el cuerpo, como si la integraran miles de alambres en los que alguna brisa o unos dedos errantes estuvieran haciendo escalas.
       A veces los dedos del pie le hormigueaban; a veces la médula. Tenía sensaciones rarísimas en el fémur. Sus pelos parecían eréctiles. Sus brazos vibraban y zumbaban como vibrarían y zumbarían los alambres telegráficos, veinte años después. Pero toda esa agitación acabó por concentrarse en sus manos; y luego en una mano, y luego en un anillo de sensibilidad temblorosa alrededor del dedo segundo de la mano izquierda. Cuando lo examinó para descubrir el por qué de esa agitación, no vio nada. Nada, sino la vasta esmeralda solitaria que le había regalado la Reina Isabel. ¿No era eso bastante?, se preguntó. Era el agua más pura. Valía diez mil libras, a lo menos. Del modo más extraño la vibración parecía estarle diciendo (pero recuerden que tratamos aquí con las más oscuras manifestaciones del espíritu humano): «No, no es bastante»; y asumía, además, un tono de interrogación, como si preguntara: «¿qué significa este descuido singular, este hiato?», hasta que la pobre Orlando se sintió de veras avergonzada del dedo segundo de su mano izquierda, sin sospechar por qué. En ese momento entró Bartholomew a preguntarle qué vestido deseaba para la noche, y Orlando, cuyos sentidos estaban alerta, miró inmediatamente la mano izquierda de Bartholomew y percibió inmediatamente lo que jamás había notado —un grueso anillo de un amarillo bilioso, en el tercer dedo. En su propia mano ese dedo estaba desnudo.
       —Muéstreme su anillo, Bartholomew —dijo, estirando la mano para que se lo diera.
       Bartholomew obró como si un bandido la hubiera golpeado en pleno pecho. Retrocedió unos pasos, cerró el puño y lo retiró con un gesto lleno de nobleza.
       —No —dijo, con resuelta dignidad; que Su Señoría lo mirara cuanto quisiera, pero sacarle un anillo de boda, eso no lo conseguiría ni el Arzobispo, ni el Papa, ni la Reina Victoria en su trono. Hacía veinticinco años, seis meses y tres semanas que su Thomas se lo puso en el dedo; había dormido, había trabajado, había rezado, había lavado con él, y quería que la enterraran con él. De hecho, Orlando creyó entender (pero su voz estaba quebrada por la emoción) que el fulgor de su anillo de boda le aseguraría su lugar entre los ángeles y que su lustre se empañaría para siempre si se lo sacaba un solo segundo.
       —Dios nos asista —dijo Orlando en la ventana, mirando las palomas hacer de las suyas—, en qué mundo vivimos. ¡Qué mundo es éste!
       Sus complejidades le azoraban. Ahora le parecía que el mundo estaba anillado de oro. Fue a una comida. Pululaban los anillos de boda. Fue a la iglesia. Anillos de boda por todos lados. Salió en coche. De oro o enchapados, delgados, gruesos, lisos, pulidos, ardían apagadamente en todas las manos. Estaban atestadas las joyerías, no de las piedras falsas y los diamantes que Orlando recordaba, sino de bandas lisas sin una piedra. Simultáneamente, advirtió una nueva costumbre entre los aldeanos. Antes, no era raro sorprender a un muchacho jugando con una muchacha al amparo de un cerco. Orlando, riendo, había rozado muchas de esas parejas con la punta del látigo y había pasado de largo. Ahora, todo eso había cambiado. Las parejas andaban y marchaban en medio del camino eslabonadas indisolublemente. La mano derecha de la mujer estaba siempre entrelazada a la izquierda del hombre que le apretaba con firmeza los dedos. No se inmutaban hasta que los hocicos de los caballos se les venían encima, y entonces se movían de una pieza, pesadamente, a un lado de la calle. Orlando sólo atinaba a suponer que se había operado alguna innovación en la raza; que esa gente estaba soldada una con otra, por parejas, pero no adivinaba quién lo había hecho y cuándo. No era, por cierto, la Naturaleza.
       Miró las palomas, los conejos y los sabuesos y no advirtió que la Naturaleza hubiera cambiado sus hábitos, o se hubiera enmendado, al menos desde el tiempo de Isabel. Era evidente que no había alianzas indisolubles entre los animales. ¿Serían entonces la Reina Victoria o Lord Melbourne? ¿Arrancaría de ellos el gran descubrimiento del matrimonio? Pero a la Reina, meditó, le gustaban los perros, y a Lord Melbourne, oyó, le gustaban las mujeres. Era raro, era desagradable; lo cierto es que algo había en esa indisolubilidad de los cuerpos que repugnaba a su sentido de higiene y de decencia. Sus especulaciones, sin embargo, iban acompañadas de tal hormigueo y vibración del dedo afectado, que apenas las podía gobernar. Se ponían tiernas y hacían ojos como las fantasías de una mucama. La obligaban a sonrojarse. No había otro remedio que adquirir uno de esos horribles círculos y usarlo como todo el mundo. Eso fue lo que hizo, ajustándolo, muerta de vergüenza, en su dedo, detrás de una cortina; pero del todo en vano. Perduró el hormigueo con más violencia, con más indignación que nunca. No pegó los ojos en toda la noche. A la mañana siguiente, cuando se puso a escribir, no se le ocurrió nada y la pluma hacía lacrimosos borrones, uno tras otro, o se perdía —lo que era todavía más alarmante— en efusiones melifluas sobre la muerte prematura y la corrupción, lo que era mucho peor que no ocurrírsele nada. Porque parece —su caso era una prueba— que escribimos, no con los dedos, sino con todo nuestro ser. El nervio que gobierna la pluma se enreda en cada fibra de nuestro ser, entra en el corazón, traspasa el hígado. Aunque el asiento de su mal parecía más bien la mano izquierda, se sentía envenenada de parte a parte, y tuvo, finalmente, que encarar el último recurso: ceder y someterse al Espíritu de la Época, y elegir un marido.
       Ya hemos dado a entender que eso era contrario a su carácter. Al apagarse el rumor de la carroza del Archiduque el grito que ascendió a sus labios fue: «¡La vida, un amante!». No: «¡La vida, un marido!», y para alcanzar ese fin, había ido a la ciudad y había recorrido el mundo, como el capítulo anterior lo demuestra. Tan indomable es el Espíritu de la Época, que derriba a quien trata de oponérsele, con más violencia que a los que comparten su rumbo. Orlando había propendido, naturalmente, al espíritu isabelino, al espíritu de la Restauración, al espíritu del siglo XVIII, y, por consiguiente, apenas había notado el cambio de una época a otra. Pero el espíritu del siglo XIX le era muy antipático, y por eso la tomó y la quebró y ella se sintió derrotada como nunca se había sentido. Es probable que el espíritu humano tenga asignado su lugar en el tiempo: unos nacen de este siglo, otros de aquél, y ahora que Orlando era una mujer hecha y derecha, de treinta y uno o treinta y dos años, ya las líneas de su carácter estaban firmes y era intolerable que las desviaran.
       Así estaba lóbregamente en la ventana de la sala (tal era el nombre que Bartholomew daba a la biblioteca), tironeando por el peso del miriñaque, que había tenido la sumisión de adoptar. Era el vestido más pesado y estúpido de cuantos se había puesto en la vida. Ninguno como aquél para trabar sus movimientos. Ya no podía andar por el jardín, a grandes pasos con sus perros, o correr al cerro y tirarse bajo la encina. Sus faldas juntaban paja y hojas húmedas. La brisa le quería llevar el sombrero con plumas. Los finos zapatos se empapaban y se enfangaban. Sus músculos habían perdido su elasticidad. La ponía muy nerviosa el temor de ladrones escondidos detrás del maderamen y tuvo miedo, por primera vez en su vida, de fantasmas en los corredores. Esas cosas la indujeron a aceptar el nuevo descubrimiento —de la Reina Victoria o de quien fuese— de que a cada hombre y cada mujer le corresponde vitaliciamente otro, que lo mantiene, o que tiene que mantener, hasta que los separe la muerte. Qué consuelo (pensó) apoyarse, sentarse, sí, acostarse; nunca, nunca, nunca volverse a levantar. Así obraba en ella el espíritu, a pesar de su antiguo orgullo, y al bajar por la escala de la emoción a esa morada desacostumbrada y humilde, esas discordias y zumbidos que habían sido tan capciosos y preguntones se resolvieron en dulcísimas melodías, como si una armonía seráfica agitara todo su ser.
       Pero, ¿en quién apoyarse? Formuló esa pregunta a los desordenados vientos del otoño. Porque era el mes de octubre, húmedo como de costumbre. No en el Archiduque: se había casado con una gran dama y hacía muchos años que cazaba liebres en Rumania; no en Mr. M.: se había hecho católico; no en el Marqués de C.: tejía bolsas de cuerda en Botany Bay; no en Lord O.: hacía mucho tiempo que se lo comieron los peces. De una manera o de otra, todos sus viejos admiradores habían desaparecido, y las Nells y las Kits de Drury Lane, por más que ella las favoreciera, no servían precisamente de apoyo.
       «¿En quién?», se preguntó, fijando los ojos en las errantes nubes, entrelazando las manos, mientras se arrodillaba en el alféizar, imagen viva de la femineidad suplicante, ¿en quién apoyarse? Lo mismo que la pluma había escrito sola, ahora se organizaban las palabras, ahora se entrelazaban las manos; involuntariamente. No hablaba Orlando, sino el Espíritu de la Época. Pero quienquiera que fuese, nadie le contestó. Los grajos daban vueltas y vueltas entre las nubes cárdenas del otoño. Al fin había parado la lluvia, y una iridiscencia en el cielo la decidió a ponerse el sombrero con plumas, y los zapatitos con cordones y salir a pasear antes de la comida.
       Todos menos yo tienen su pareja, reflexionó, al atravesar desconsoladamente el patio. Los grajos, hasta Canute y Pip-pin... por momentáneas que fueran sus alianzas, cada cual esta tarde parecía tener su pareja. «Y yo, la dueña de todo esto —Orlando pensó, echando una mirada al pasar a las innumerables ventanas heráldicas del hall—, estoy soltera, estoy impar, estoy sola».
       Nunca se le habían ocurrido cosas así. Ahora la oprimían ineludiblemente. En lugar de abrir el portón, golpeó con una mano enguantada para que le abriera el portero. Hay que apoyarse en alguien, pensó, aunque sea en el portero, y casi hubiera querido detenerse y ayudarlo a asar su costilla en un brasero con ascuas, pero no se atrevió. Así se aventuró por el parque, vacilando al principio y aprensiva de que merodeadores o guardabosques o mandaderos se extrañaran de que una gran dama saliera sola.
       A cada paso creía ver algún hombre detrás de las zarzas, o alguna vaca brava agachando los cuernos para embestirla.
       Pero no había más que los grajos alardeando en el cielo. Una pluma de un azul acerado cayó entre la maleza. Orlando adoraba las plumas de pájaros. Las había juntado cuando niño. La recogió y se la puso en el sombrero. El aire, de algún modo, animó su espíritu. Los grajos circulaban y giraban sobre su cabeza, pluma tras pluma descendía en un brillo por el aire purpúreo, y Orlando los seguía, con su capa ondeando a su espalda, por el páramo, sobre la colina. Hacía años que no había caminado tan lejos. Seis plumas había recogido del pasto y había deslizado entre las yemas de los dedos y había llevado a los labios para sentir su lisura, cuando divisó, brillando en la ladera, un estanque de plata, misterioso como el lago en que Sir Bedivere arrojó la espada de Arturo. Una sola pluma tembló en el aire y cayó en mitad del estanque. Entonces la arrebató un extraño éxtasis. Tuvo un desatinado impulso de seguir los pájaros hasta el borde del mundo, o de arrojarse en el musgo esponjoso y beber el olvido, mientras la risa ronca de los grajos resonaba en lo alto. Apuró el paso; corrió, tropezó, las ásperas raíces de la maleza la tiraban al suelo. Se había roto el tobillo. No se podía levantar. Pero ahí se quedó tirada, feliz. La fragancia del mirto de los pantanos y de la ulmaria estaba en sus sentidos. La risa ronca de los grajos en sus oídos. «He dado con mi compañero», murmuró. «Es el campo. Soy la novia de la naturaleza», murmuró, entregándose en éxtasis a los fríos abrazos de la hierba, envuelta en su capa, en la hondonada, junto al estanque. «Aquí me quedaré. (Una pluma cayó sobre su frente.) He encontrado un laurel más verde que el lauro. Siempre estarán frescas mis sienes. Éstas son plumas de pájaros silvestres —plumas de lechuza, plumas de búho. Tendré sueños fantásticos. Mis manos no usarán anillo de bodas», prosiguió, quitándoselo del dedo. «Las raíces se enroscarán en ellas.»
       «¡Ah! —suspiró hundiendo con delicia la cabeza en su espinosa almohada—. Muchos años he buscado la felicidad y no la he encontrado; la fama y la he perdido; el amor y no lo he tocado; la vida —y la muerte es mejor. He conocido muchos hombres y muchas mujeres —continuó—. No he entendido a ninguno. Más vale que me quede aquí, en paz, bajo el solo cielo —como el gitano me dijo hace tantos años. Eso pasó en Turquía.» Y miró exactamente arriba la prodigiosa espuma de oro en que se habían desleído las nubes, y vio un camino, y camellos en fila atravesando el desierto de piedra entre nubes de polvo colorado; y luego, después del paso de los camellos, no había más que montañas altísimas y llenas de grietas con picos de roca y creyó escuchar esquilas de cabras en los pasos. Y en los repliegues había campos de iris y de gencianas. Así cambió el ciclo, y sus ojos fueron bajando hasta alcanzar la tierra oscurecida por la lluvia y ver la enorme giba de los South Downs, fluyendo en una ola sobre la costa; y donde se acababa la tierra, empezaba el mar, con barcos que pasaban; y creyó oír un cañonazo, lejos, mar adentro, y pensó primero: «Es la Armada Invencible —y pensó después—: No, es Nelson», y luego recordó que ya habían pasado esas guerras y que los barcos eran atareados barcos mercantes; y las velas en el sinuoso río eran de barcos de excursión. Vio, también, hacienda desparramada en los campos oscuros, vacas y ovejas, y vio encenderse las luces aquí y allá en las ventanas de las granjas, y linternas moviéndose entre el ganado al hacer sus rondas el pastor y el vaquero; y luego se apagaron las luces y las estrellas ascendieron y se entreveraron en el cielo. Se estaba quedando dormida con las plumas mojadas sobre la cara y el oído contra el suelo, cuando oyó, muy adentro, un martillo sobre un yunque, ¿o sería el latido de su corazón?
       Tic-toc, tic-toc, así martillaba, así latía el yunque o el corazón en el centro de la tierra, hasta que al escuchar le pareció que era más bien el trote de un caballo, uno, dos, tres, cuatro, contó; después oyó un tropezón; después, a medida que se acercaba, oyó el quebrarse de una ramita y la sucesión de los cascos por el blanco pantano. El caballo se le venía encima; Orlando se incorporó. Destacándose oscuro contra el cielo rayado de amarillo del amanecer, con los faisanes cayéndose y levantándose alrededor, vio un hombre a caballo. El hombre se sobresaltó. Se paró el caballo.
       —Señora —gritó el hombre, echando pie a tierra—, ¡usted está herida!
       —Estoy muerta, señor —le contestó.
       Minutos después estaban comprometidos.
       Al día siguiente, al sentarse a almorzar, le dijo su nombre. Era Marmaduke Bonthrop Shelmerdine, Esquire.
       —¡Lo sabía! —dijo ella, pues algo caballeresco y romántico, apasionado, melancólico y resuelto había en él, que iba bien con el desaforado nombre de oscuro plumaje —nombre que tenía para ella el resplandor azul y acerado de las alas de los grajos, la risa ronca de un graznido, la sinuosa caída serpentina de sus plumas en un estanque de plata y mil otras cosas que describiremos después.
       —El mío es Orlando —dijo ella. Él lo había adivinado. Porque si uno ve un barco a toda vela, todo bañado de sol, atravesando con soberbia el Mediterráneo, desde los mares del Sur, uno en seguida dice: «Orlando», explicó. En efecto, aunque su relación había sido tan corta, ya habían adivinado, como siempre acontece entre enamorados, lo fundamental de uno y otro, y sólo les faltaban algunos detalles insignificantes como el domicilio y el nombre, el saber si eran pordioseros o gente rica.
       Él tenía un castillo en las Hébridas, pero estaba en ruinas, le dijo. En el comedor, comían las gaviotas. Había sido soldado y marino y explorador del Oriente. Ahora iba a Falmouth a embarcarse en su bergantín, pero había caído el viento y sólo podría hacerse a la mar cuando el vendaval soplara del Sudoeste. Orlando, por la ventana del comedor, se apresuró a mirar el leopardo dorado de la veleta. Felizmente, la cola señalaba el Este y estaba firme como una roca.
       —Oh, Shel, no me dejes —gritó—. Te quiero con pasión —dijo. No habían salido de su boca esas palabras cuando una terrible sospecha los invadió.
       —Shel, eres una mujer —dijo ella.
       —Orlando, eres un hombre —dijo él.
       Desde que el mundo es mundo no hubo una escena igual de demostración y protesta. Cuando concluyó y estuvieron sentados de nuevo, ella le preguntó: ¿qué significa esa charla sobre un vendaval del Sudoeste? ¿Para dónde zarpaba?
       —Para el Cabo de Hornos —replicó brevemente. Sólo a fuerza de mucho insistir y de mucha intuición alcanzó Orlando a saber que la vida del Shel estaba dedicada a la más desesperada y espléndida de las aventuras —doblar el Cabo de Hornos en pleno huracán. El barco solía quedar sin un mástil, las velas hechas jirones (tuvo que arrancarle esa confesión). A veces el buque se había hundido, y él había quedado como único sobreviviente en una balsa, con una galleta.
       —Ya a un hombre no le queda otro quehacer —dijo avergonzado, sirviéndose grandes cucharadas de dulce de frutillas. La visión que ella tuvo acto continuo, de ese niño (porque casi lo era), chupando pastillas de menta —que le encantaban— mientras se astillaban los mástiles y tropezaban las estrellas y él rugía breves órdenes de romper esa amarra, y de arrojar ese timón por la borda, le llenó los ojos de lágrimas, notó, de un sabor más fino que cuantas había vertido hasta entonces. «Soy una mujer —pensó—, una mujer de veras, al fin.» Agradeció a Bonthrop desde el fondo de su corazón el haberle dado ese inesperado y raro deleite. Si no hubiera estado renga del pie izquierdo, se hubiera sentado en sus rodillas.

       —Shel, mi alma —recomenzó—, dime... —y así hablaron dos horas o más, quizá sobre el Cabo de Hornos, quizá no, y en verdad, sería de muy poco provecho escribir cuanto se dijeron, porque ya se conocían tan bien que se podían decir cualquier cosa, lo que equivale a no decir nada o a decir cosas tan estúpidas y vulgares como el mejor procedimiento para hacer una tortilla, o dónde comprar el mejor calzado en Londres, cosas que, fuera de su marco, no tienen brillo, pero que, dentro de él, son de una pasmosa hermosura. Porque una sabia disposición de la naturaleza ha determinado que nuestro espíritu moderno casi pueda prescindir del lenguaje: las expresiones más comunes bastan, ya que ninguna expresión basta; por eso la conversación más vulgar es a menudo la más poética, y la más poética es precisamente la que no se puede escribir. Por esas razones dejamos aquí un gran espacio en blanco, lo que es señal de que el espacio está repleto.
       Después de algunos días más de esta clase de diálogo, «Orlando, queridísima», empezó Shel, cuando hubo afuera un altercado, y el mayordomo Basket entró con la noticia de que abajo había dos vigilantes con una sentencia de la Reina.
       —Hágalos subir —dijo Shelmerdine, brevemente, como si se encontrara en su propio puente de mando, y se apostó, como por instinto, frente a la chimenea, con las dos manos a la espalda. Dos gendarmes con uniforme verde botella, y bastones en el costado, entraron en la pieza y se cuadraron. Ya cumplida esa ceremonia, entregaron a Orlando en propia mano, como era su deber, un documento judicial de aspecto impresionante, a juzgar por los sellos de lacre, las cintas, las actuaciones y las firmas, todas de la mayor importancia. Orlando lo recorrió con los ojos, y, usando el índice de la mano derecha como puntero, leyó en voz alta los hechos siguientes, que eran los primordiales del asunto.
       —Los pleitos están fallados —leyó...— algunos a mi favor, como por ejemplo... otros no. El matrimonio turco, anulado (yo era Embajador en Constantinopla, Shel —le explicó—). Los hijos declarados ilegítimos (decían que yo tuve tres de Pepita, bailarina española). De modo que no heredan, lo que siempre es una ventaja... ¿Pero? ¡Ah!, ¿qué resuelven del sexo? Mi sexo —recitó con alguna solemnidad—, se declara indiscutiblemente, y sin asomo de duda (¡qué no te decía yo hace un momento, Shel!), femenino. Las propiedades, que no han sido confiscadas a perpetuidad, pasan a los sucesores varones, o a falta de casamiento —pero aquí se aburrió de esa jerigonza jurídica, y dijo—, pero no habrá ninguna falta de casamiento ni de sucesores, así que el resto, se puede dar por leído. Con lo cual estampó su propia firma junto a la de Lord Palmerston y entró inmediatamente en legítima posesión de sus títulos, su casa y propiedades —tan reducidas ahora, por los gastos prodigiosos de los litigios, que a pesar de ser otra vez noble indefinidamente, era también pobrísima.
       Cuando se supo el resultado del pleito (y los rumores corren con mayor velocidad que el telégrafo, que los ha suplantado), la ciudad entera se llenó de festejos.
       [Se ataron coches con el solo propósito de pasear los caballos. Landos y cabriolés vacíos desfilaron perpetuamente por la Calle Mayor. Se leyeron mensajes desde la Hostería del Toro. Se contestaron desde la Hostería del Ciervo. Se iluminó la ciudad. Se depositaron cofres de oro, sellados, en cajas de vidrio. Debidamente se colocaron monedas bajo piedras fundamentales. Se fundaron hospitales. Se inauguraron canchas de bochas. Mujeres turcas por docenas fueron quemadas en efigie, en la plaza, acompañadas de veintenas de muchachos aldeanos, con tamaño rótulo: «soy un vil Impostor», colgando de la boca. Pronto se vieron los petizos tordillos de la Reina, al trote por la avenida, con orden de que Orlando cenara y durmiera en el Castillo, esa misma noche. Su mesa, como en una ocasión anterior, había desaparecido bajo las muchas invitaciones de la Condesa de R.; de Lady C.; de Lady Palmerston; de la Marquesa de P.; de Mrs. W. E. Gladstone, y de otras, solicitando el honor de su compañía, recordando antiguas alianzas con su familia, etc.] todo lo cual se incluye, como es debido, entre dos corchetes, por la suficiente razón de que constituyen un mero paréntesis en la vida de Orlando. Ella lo salteó para proseguir con el texto. Porque mientras chisporroteaban las fogatas en el mercado, ella estaba sola con Shelmerdine en los bosques oscuros. Tan hermoso era el tiempo, que los árboles extendían inmóviles su ramaje, y si caía una sola hoja se desprendía moteada de rojo y oro, con tanta lentitud que uno podía seguirla media hora temblando y descendiendo hasta reposar, al final, sobre el pie de Orlando. «Cuéntame, Mar», solía decir, y aquí debemos explicar que cuando lo llamaba por la primera sílaba de su primer nombre, estaba en un temple soñador, sumiso, amoroso, doméstico, un poco lánguido, como si ardieran leños perfumados, y fuera de tarde, antes de la hora de vestirse, tal vez un poco húmedo, lo bastante para que las hojas brillaran, pero con algún ruiseñor cantando entre las azaleas, dos o tres perros ladrando en granjas lejanas, y el alerta de un gallo; todo lo cual el lector debe imaginar en su voz. «Cuéntame, Mar —solía decir—, del Cabo de Hornos». Entonces Shelmerdine trazaba un pianito en el suelo, con ramas y hojas secas y uno o dos caracoles vacíos.
       «Aquí está el norte —le decía—. Ahí está el sur. El viento sopla más o menos de aquí. El bergantín navega hacia el oeste; acabamos de arriar la vela de mesana; y ya ves, aquí, donde está ese pastito, entra la corriente que encontrarás marcada. ¿Dónde están el mapa y la caja de compases, contramaestre? ¡Ah! gracias, ahí donde está el caracol. La corriente lo toma por estribor, de suerte que debemos aparejar el foque o nos arrastrará a babor, que es donde está esa hoja de haya —porque comprenderás, querida» —y de ese modo proseguía, y ella escuchaba cada palabra, interpretándola correctamente, hasta llegar a ver, sin que tuviera él que decírselo, la fosforescencia en las olas, el hielo crujiendo en los obenques; cómo subió a la punta del mástil, en un vendaval; cómo reflexionó ahí arriba en el destino humano; cómo volvió a bajar, tomó un whisky con soda, bajó a tierra; fue atrapado por una negra, se arrepintió, discutió el asunto, leyó a Pascal, determinó escribir filosofía, se compró un mono, especuló sobre el verdadero fin de la vida, se resolvió en favor del Cabo de Hornos, etcétera, etcétera. Todas estas cosas y miles de otras, ella lo adivinó, y así, cuando ella contestaba: «Sí, las negras son de lo más atrayente, ¿no es verdad?» al dato de que la provisión de galleta tocaba a su fin, Bonthrop se quedaba encantado y sorprendido de que ella lo interpretaba tan bien.
       —¿Estás segura de no ser un hombre? —le preguntaba ansiosamente, y ella repetía como en un eco:
       —¿Será posible que no seas una mujer? —y acto continuo hacían la prueba. Pues cada uno de los dos se asombraba tanto de la rápida simpatía del otro, y sentía como una revelación que una mujer pudiera ser tan tolerante y tan libre en su manera de hablar como un hombre, y un hombre tan extraño y tan sutil como una mujer, que en seguida tenían que hacer la prueba.
       Y así seguían conversando, o más bien comprendiendo; operación que constituye el arte principal del lenguaje en un tiempo cuyas palabras ralean diariamente de tal modo comparadas con las ideas, que la frase «las galletas tocaban a su fin» suele significar: besar una negra en el oscuro, cuando uno acaba de leer por décima vez las obras filosóficas del Obispo Berkeley. (Y de ahí se deriva que sólo los más diestros estilistas puedan comunicar la verdad, y cuando uno se encuentra con un escritor sencillo y monosilábico, hay todas las razones para pensar que el pobre hombre miente.)
       Así conversaban: y luego cuando sus pies estaban bien cubiertos de moteadas hojas de otoño, Orlando se ponía de pie y se internaba en el corazón de los bosques, dejando a Bonthrop sentado entre los caracoles, trazando sus pianitos del Cabo de Hornos. «Bonthrop —le decía—, me voy», y cuando lo llamaba por su segundo nombre «Bonthrop», el lector debe comprender que ella quería estar sola: que los sentía a los dos como puntos en un desierto; que sólo quería hacer frente a la muerte; porque la gente muere cada día, se mueren en la mesa, o así, en los bosques otoñales; y con las hogueras chisporroteando y Lady Palmerston o Lady Derby convidándola a cenar cada noche, el deseo de la muerte la dominaba, y al decir «Bonthrop —decía efectivamente— estoy muerta», y se abría camino como se lo abriría un fantasma entre las hayas pálidas como espectros y se internaba profundamente en la soledad como si ya se hubiera cumplido el breve chisporroteo de rumor y de movimiento y ella estuviera en libertad de elegir su camino —todo lo cual el lector deberá escuchar en su voz cuando ella diga «Bonthrop», y conviene que añada, para mejor iluminar la palabra, que también para él debe significar, místicamente, separación y soledad y los fantasmas recorriendo el puente de un bergantín en mares insondados.
       Después de algunas horas de muerte, un grajo bruscamente gritó «Shelmerdine» y Orlando se inclinó y recogió uno de esos azafranes de otoño, que significan para algunas personas esa misma palabra y lo puso en su pecho al lado de la pluma del grajo que había rodado azul por el bosque de hayas. Entonces llamó «Shelmerdine» y la palabra rebotó por los bosques hasta golpearlo donde estaba, haciendo modelos con caracoles en la hierba. La vio, y la oyó acercarse, con el azafrán y la pluma de grajo en el pecho, y gritó «Orlando», lo que significaba (y no hay que olvidar que el azul y el amarillo vivos al combinarse en nuestros ojos, no dejan de saturar nuestro pensamiento) la agitación y el temblor de la maleza como si algo se abriera camino; y ese algo fuera un barco a toda vela, virando y cabeceando como en sueños, como si tuviera un año íntegro de días de verano para cumplir su viaje; y así el barco se acerca, oscilando a izquierda y derecha con nobleza y con indolencia y cabalga sobre la cresta de esa ola y asciende en el hueco de esa otra, y de pronto está encima de uno (que lo mira desde un barquito perdido) con las velas temblando, y de golpe todas caen sobre el puente —como Orlando, ahora, cayó junto a él en el césped.
       Así pasaron ocho o nueve días pero en el décimo, que era el 26 de octubre, Orlando estaba acostada en el pastizal, mientras Shelmerdine declamaba a Shelley (cuyas obras completas sabía de memoria), cuando una hoja que había empezado a caer despacio de la copa de un árbol se apresuró al cruzar el pecho de Orlando. Una segunda hoja la siguió y luego una tercera. Orlando se estremeció y se puso pálida. Era el viento. Shelmerdine —pero ahora es más propio llamarlo Bonthropse irguió de un salto.
       —¡El viento! —gritó.
       Juntos corrieron por los bosques y el viento les tiraba hojas mientras corrían; juntos atravesaron el gran patio y los patiecitos, asustando a la servidumbre que dejaba sus cacerolas y escobas para seguirlos: juntos llegaron a la Capilla, y ahí encendieron un desorden de luces, y por aquí algún banco se fue al suelo, y por allá despabilaron un candelabro. Tocaron las campanas. Congregaron gente. Ahí estaba, al fin, Mr. Dupper arreglándose la corbata blanca y preguntando dónde estaba el libro de oraciones. Y le plantaron el libro de oraciones de la Reina María y volvió las páginas febrilmente, y dijo: «Marmaduke Bonthrop Shelmerdine y Lady Orlando, arrodíllense», y se arrodillaron los dos, y de pronto se iluminaban y de pronto estaban en sombra según el vaivén de luz y de sombra por los vitrales; y entre el golpearse de innumerables puertas y un fragor como de vajillas chocando, tocó el órgano, y su rugido resonaba fuerte o débil alternativamente, y Mr. Dupper, que ya era un anciano, trató de levantar su voz sobre el tumulto y no consiguió que lo oyeran, y luego todo se aquietó un momento, y una palabra —tal vez «las fauces de la muerte»— se oyó bien clara, mientras la servidumbre entera se agolpaba con horquillas y fustas en los puños y algunos cantaban a gritos, y otros rezaban, y un pájaro se aplastó contra un vidrio, y retumbó un trueno, de modo que nadie oyó la palabra «obedezcan», ni vio, salvo en un brillo de oro, el anillo pasar de una mano a otra. Todo era movimiento y confusión. Se levantaron entre el clamor del órgano y el temblor de los rayos y la lluvia a torrentes, y Lady Orlando, con un anillo en el dedo, salió al patio con un tenue traje y sostuvo el estribo que oscilaba, porque el caballo estaba ensillado, y con la espuma todavía en el anca, para que lo montara su esposo, y él lo montó de un salto, y el caballo se encabritó y Orlando allí parada gritó: ¡Marmaduke Bonthrop Shelmerdine! y él contestó: ¡Orlando!, y las palabras ascendieron y giraron entre los campanarios como halcones salvajes, cada vez con mayor velocidad, con mayor altura, con mayor vértigo, hasta que se estrellaron hechas trizas contra la tierra; y entonces ella entró.


Seis

       Orlando entró. Todo estaba muy quieto. Había un gran silencio. Ahí estaba el tintero, ahí la pluma; ahí el manuscrito de su poema, con su tributo a la Eternidad a medio hacer. Había estado a punto de decir, cuando Basket y Bartholomew la interrumpieron con las cosas del té: «Nada cambia». Y luego, en el término de tres segundos y medio, todo había cambiado: se había roto el tobillo, se había enamorado, se había casado con Shelmerdine.
       Para demostrarlo, ahí estaba el anillo en su dedo. Es cierto que ella misma se lo había puesto, antes de encontrar a Shelmerdine, pero eso había resultado menos que inútil. Ahora daba vueltas y vueltas al anillo con respeto supersticioso, cuidando de que no resbalara de la articulación.
       —El anillo de boda debe usarse en el tercer dedo de la mano izquierda —dijo, como una niña que cautelosamente repite su lección—, porque, si no, no sirve para nada.
       Habló así, en voz alta y con más solemnidad de la acostumbrada, como para que la oyera alguien cuya opinion fuera importante. Le preocupaba —ahora que podía coordinar sus ideas— el posible efecto de su conducta sobre el Espíritu de la Época. Anhelaba saber si su compromiso con Shelmerdine y su boda contaban con su aprobación. Sin duda se sentía restablecida. El dedo no se le había acalambrado, o apenas, desde aquella noche en el pastizal. Sin embargo, imposible negar que tenía sus dudas. Estaba casada, es verdad, pero si su marido siempre estaba doblando el Cabo de Hornos, ¿era eso casamiento? Si uno lo quería, ¿era eso casamiento? Si uno quería a otras personas, ¿era eso casamiento? Y por último, si uno seguía deseando escribir versos, más que nada en el mundo, ¿era eso casamiento? Orlando tenía sus dudas.
       Determinó ponerlo a prueba. Miró el anillo. Miró el tintero. ¿Se animaría? No, no se animaba. Pero tenía que animarse. No, imposible. ¿Qué hacer entonces? Desmayarse, tal vez. Pero en su vida se había sentido mejor.
       —¡Al diablo con todo! —gritó, con algo de su antigua energía...— ¡Allá va!
       Sumergió la pluma en el tintero. A su enorme sorpresa no hubo explosión. Sacó la pluma. Estaba mojada, pero sin chorrear. Escribió. Las palabras tardaban un poco, pero llegaban. ¿Tendrían algún sentido?, pensó, aterrada de que la pluma volviera a sus involuntarias andanzas. Leyó:
             Y entonces llegué a un campo en que al pasto vivo,
             lo oscurecían las copas colgantes de las fritilarias,
             hoscas y forasteras, de flor tortuosa,
             coronadas de oscura púrpura, como egipcias.


       Al escribir sintió que una fuerza (recuerden que tratamos con las más oscuras manifestaciones de la mente humana) leía sobre un hombro, y cuando hubo escrito «como egipcias» la fuerza le ordenó que se detuviera. «El pasto», parecía decir esa fuerza, midiendo con una regla como hacen al principio las maestras, está bien: las copas colgantes de las fritilarias —admirable; la flor tortuosa —una idea, quizá algo fuerte para la pluma de una dama, pero sin duda autorizada por Wordsworth; pero —¿egipcias? ¿Son necesarias las egipcias? ¿Usted dice tener un marido en el Cabo de Hornos? Muy bien, pueden pasar.
       Así la examinó el espíritu.

       Orlando ahora efectuó en el espíritu (porque todo esto aconteció en el espíritu) una gran reverencia al Espíritu de su Época, idéntica a la que hace un viajero —para comparar cosas grandes con pequeñas— sabedor de que lleva un atado de cigarros en un rincón de su valija, al vista de aduana que servicialmente ha dibujado en la tapa un garabato de tiza. Orlando sospechaba que si el espíritu hubiera revisado con prolijidad el contenido de su mente, hubiera descubierto algún contrabando gravado con la multa más alta. Se había escapado raspando. Había conseguido, por una diestra concesión al Espíritu de la Época, por las acciones de ponerse un anillo y encontrar a un hombre en un pastizal, por el amor de la naturaleza, o por no ser satírica, cínica o psicológica —efectos que hubieran sido descubiertos a primera vista—, pasar bien su examen. Dio un gran suspiro de alivio con todo derecho, pues la transacción entre un escritor y el Espíritu de la Época es de infinita delicadeza, y la fortuna de sus obras depende de un buen arreglo entre los dos. Orlando había ordenado las cosas de tal manera que su situación era muy feliz: no necesitaba atacar su época ni someterse a ella; era de ella, pero seguía siendo la misma. Por consiguiente podía escribir, y escribió. Escribió, escribió, escribió.
       Era entonces noviembre. Después de noviembre, diciembre. Luego enero, febrero, marzo y abril. Después de abril, mayo. Siguen junio, julio y agosto. Luego setiembre. Luego octubre, y ya estamos otra vez en noviembre, con un año entero cumplido.
       A pesar de sus méritos, este procedimiento biográfico es tal vez un poco árido y, si lo adoptamos para siempre, el lector puede alegar que él es muy capaz de recitar el almanaque sin nuestra ayuda y de ahorrar el dinero que la Hogarth Press cobra por este libro. Pero, ¿qué otro recurso le queda al biógrafo abandonado por su héroe en el trance en que ahora Orlando nos abandona? La vida, según convienen todos aquellos cuya opinión vale algo, es el único tema digno del novelista o del biógrafo; la vida, según esas mismas autoridades, nada tiene que ver con estar sentada en una silla, pensando. El pensamiento y la vida son polos opuestos. Por consiguiente —ya que sentarse en una silla y pensar es precisamente lo que ahora hace Orlando—, sólo podemos recitar el almanaque, rezar el rosario, sonarnos las narices, atizar el fuego y mirar por la ventana, hasta que haya concluido. Orlando estaba tan quieta que se hubiera oído la caída de un alfiler. ¡Ojalá hubiera caído un alfiler! Siempre eso hubiera sido alguna vida. O si una mariposa hubiera entrado por la ventana y se hubiera posado en su silla, uno podría escribir sobre eso. O si se hubiera levantado a matar una avispa. Ya podríamos empuñar la pluma y escribir. Ya habría una efusión de sangre, aunque de sangre de avispa. Donde hay sangre hay vida. Y aunque matar una avispa es una bagatela en comparación con matar a un hombre, es, sin embargo, un tema mejor para el novelista o el biógrafo que este mero dejarse vivir, este repensar, este inmovilizarse en una silla día tras día, con un cigarrillo y una hoja de papel, y una pluma y un tintero. ¡Ah, si los héroes —podríamos exclamar (porque se nos está gastando la paciencia)— tuvieran más consideración por sus biógrafos! Nada más desesperante que ver a un personaje, a quien hemos prodigado tanto tiempo y trabajo, escurrirse del todo de nuestro alcance —lo testimonian sus lamentos y suspiros, sus rubores, sus palideces, sus ojos claros como lámparas, o cansados como albas—, nada más humillante que presenciar esta pantomina de emoción y de excitación cuando sabemos que su causa —el pensamiento y la fantasía— carece de toda importancia.
       Pero Orlando era una mujer —Lord Palmerston acaba de probarlo. Y al escribir la vida de una mujer, podemos, ya se sabe, sustituir la exigencia de la acción por la del amor. El amor, lo ha dicho el poeta, es toda la vida de la mujer. Basta echar una mirada a Orlando, escribiendo en su mesa, para admitir que nunca hubo mujer con más aptitudes para ese papel. Seguramente, ya que es una mujer, una mujer hermosa, una mujer en su plenitud, pronto abandonará este simulacro de escribir y pensar y pensará en un guardabosque, aunque sea (y con tal que piense en un hombre, a nadie le parece mal que una mujer piense). Y luego le escribirá una esquelita (y con tal que escriba esquelitas, a nadie le parece mal que una mujer escriba), y lo citará para el domingo al atardecer y vendrá al atardecer del domingo, y el guardabosque silbará bajo su ventana —lo cual, naturalmente, constituye la esencia de la vida y el único tema de la literatura. ¡No me vengan ahora con que Orlando no hizo una sola de esas cosas! Ay de mí —una y mil veces ay de mí—, nada de eso hizo Orlando. ¿Tendremos que admitir que Orlando era uno de esos monstruos de iniquidad, que desconocen el amor? Era bondadosa con los perros, fiel a sus amigos, la generosidad en persona para muchos poetas muertos de hambre, tenía la pasión de la poesía. Pero el amor —según lo definen los novelistas de género masculino —¿y quién, después de todo, tiene mayor autoridad?— nada tiene que ver con la bondad, la fidelidad, la generosidad o la poesía. El amor es quitarse las enaguas y... Pero todos sabemos lo que es amor. ¿Hizo eso Orlando? La verdad nos compele a decir que no, que no lo hizo. Por consiguiente, si la heroína de nuestra biografía no se resuelve ni a matar, ni a querer, sino a pensar e imaginar, podemos deducir que no es otra cosa que un cuerpo muerto y abandonarla...
       Ya no nos queda otro recurso que mirar por la ventana. Ahí tenemos gorriones, ahí estorninos, ahí una cantidad de palomas y uno o dos grajos, todos atareados a su manera. Uno encuentra un gusano, otro un caracol. Uno vuela a una rama, otro da una corridita en el césped. Luego un sirviente cruza el patio, con un delantal de bayeta verde. Es verosímil que esté empeñado en una intriga con una de las mucamas de la despensa, pero como en el patio no hay prueba alguna, sólo podemos esperar que así sea, y pasar a otra cosa. Pasan nubes, tenues o espesas, operando algún cambio en el color del pasto. Enigmáticamente, como siempre, el reloj del sol registra la hora. El espíritu empieza a trabajar una pregunta o dos, lánguida y vanamente, acerca de la vida. Vida (canta o zumba, más bien, como una pava al fuego). Vida, vida, ¿qué eres? ¿Luz o sombra, el delantal de bayeta del lacayo o la sombra de la paloma en el pasto?
       Prosigamos, pues, explorando, esta mañana de verano, en que todos adoran la flor del ciruelo y la abeja. Y tarareando, preguntamos al estornino (pájaro más sociable que la alondra) qué piensa al borde del cajón de basura, mientras recoge entre los dientes del peine pelos de marmitón. ¿Qué es la vida?, le preguntamos asomados a la puerta del gallinero. ¡Es la Vida, la Vida, la Vida!, grita él pájaro, como si hubiera oído, y supiera precisamente lo que buscamos con esta fastidiosa costumbre nuestra de hacer preguntas afuera y adentro y de inventar minucias como hacen los escritores cuando no saben qué decir. Entonces vienen aquí, dice el pájaro, y me preguntan qué es la vida. ¡Es la Vida, la Vida, la Vida!
       Repechamos el camino del pastizal, hasta la cumbre de la colina de azul vinoso y de púrpura oscura, y nos tiramos al suelo, y soñamos y miramos una langosta acarreando a su casa en la hondonada, una pajita. Y nos dice (si chirridos como el suyo merecen un nombre tan sagrado y tan tierno), la vida es tarea, o así nos place interpretar el zumbido de su gaznate atorado de polvo. La hormiga está de acuerdo, y las abejas, pero si nos demoramos lo bastante para interrogar a las mariposas, que se deslizan al atardecer entre las campánulas más indistintas que ellas, nos murmurarán al oído insensateces, como los alambres del telégrafo en tormentas de nieve: hi-hi, ho-ho. Es risa, es risa, dicen las mariposas.

       Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años de años en la soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios, sino más viejos y más fríos —porque, ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?—, fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera todo trémulo escuchar qué cosa es la vida: ¡ay!, no lo sabemos.
       En ese mismo instante, justo a tiempo para salvar de la aniquilación este libro, Orlando apartó su silla, estiró los brazos, dejó caer la pluma, fue a la ventana y exclamó:
       —Listo.
       Casi la derribó la extraordinaria escena que encontraron sus ojos. Ahí estaba el jardín y algunos pájaros. El mundo proseguía como siempre. Mientras ella escribía, el mundo había continuado. Exclamó:
       —¡Si yo me hubiera muerto, hubiera sido lo mismo!
       Tan intenso fue su sentir que alcanzó a imaginar que ya había padecido su corrupción, y sufrió tal vez un vahído. Se quedó un instante mirando con ojos azorados el hermoso espectáculo indiferente. Al fin se reanimó de un modo singular. El manuscrito, que yacía sobre su corazón, empezó a latir y a agitarse, como si fuera vivo, y (rasgo más raro e indicio de la fina simpatía que había entre los dos) a Orlando le bastó inclinarse para entender lo que decía. Quería que lo leyeran. Exigía que lo leyeran. Era capaz de morírsele sobre el pecho si no lo leían. Por primera vez en su vida, Orlando se rebeló contra la naturaleza. Había a su alrededor profusión de dogos y de cercos de rosas. Pero ni los dogos, ni los cercos de rosas pueden leer. Esa lamentable imprevisión de la Providencia nunca la había impresionado. Sólo los seres humanos tienen ese don. Los seres humanos eran imprescindibles. Llamó. Pidió el carruaje que la llevara a Londres en el acto.
       —Justo a tiempo para alcanzar el tren de las once y cuarenta y cinco, señora —dijo Basket. Orlando no había percibido aún la invención de la locomotora, pero tan absorta estaba en los padecimientos de un ser, que aunque no era ella misma, dependía enteramente de ella, que por primera vez vio un tren, tomó asiento en un vagón de ferrocarril y se envolvió las piernas en una manta, sin reparar siquiera en «esa invención estupenda que (dicen los historiadores) alteró por completo la faz de Europa en los últimos veinte años»: hecho harto más frecuente de lo que los historiadores suponen. Sólo notó que era muy sucia, que chirriaba de un modo horrible y que las ventanillas no funcionaban. Absorta, fue arrebatada a Londres en menos de una hora y abandonada en el andén de Charing Cross, sin saber adonde ir.
       La casa vieja de Blackfriars, donde tan lindos días había pasado en el siglo dieciocho, había sido vendida, parte al Ejército de Salvación, parte a una fábrica de paraguas. Orlando había comprado otra en Mayfair que era cómoda, higiénica, en el corazón del mundo elegante. ¿Pero sería acaso en Mayfair donde el poema realizaría su deseo? Ojalá, pensó, recordando los ojos brillantes de las damas, y las piernas simétricas de los señores, que ahí no les haya dado por leer. Sería una gran lástima. Había también lo de Lady R. Sin duda, siempre estarían diciendo las mismas cosas. Tal vez la gota del General se había mudado de la pierna izquierda a la pierna derecha. El señor L. había pasado diez días en lo de R. y no en lo de T. En cualquier momento entraría Mr. Pope. ¡Ah!, pero Mr. Pope había muerto. ¿Quiénes serían ahora los hombres de ingenio?, pensó —pero ésa no era una pregunta de las que un changador puede contestar, y siguió adelante. Ahora enloquecía sus oídos el tintineo de campanillas innumerables en las testeras de innumerables caballos. Ejércitos de cajoncitos con ruedas se alineaban junto a la acera. Caminó hasta el Strand. Ahí era más intolerable el estruendo. Había una confusión inextricable de vehículos de todos tamaños, tirados por caballos de sangre y por percherones, transportando a una dama solitaria o llenos hasta el tope de hombres de patillas y sombreros de copa. A sus ojos, por tanto tiempo acostumbrados a una hoja simple de papel de escribir, los carruajes, los carros y los ómnibus parecían estar en pugna; a sus oídos, templados al rasgar de la pluma, el estrépito callejero parecía violenta y atrozmente cacofónico. Cada pulgada del pavimento estaba repleta. Ríos de gente, abriéndose camino con agilidad increíble entre sus propios cuerpos y las torpezas y barquinazos del tráfico, fluían sin cesar del este y del oeste. En el cordón de la vereda había hombres que vociferaban, extendiendo bandejas de juguetes.
       En las esquinas había mujeres que vociferaban ante grandes canastas de flores frescas. Los muchachos que corrían entre los caballos apretando contra el cuerpo hojas de papel impreso, también vociferaban: ¡Derrota!, ¡derrota! Al principio Orlando creyó que había llegado en un momento de crisis nacional; pero no pudo determinar si de fidelidad o de tragedia. Interrogó con ansiedad las caras de la gente. Eso la confundía aún más. Por aquí venía un hombre sumido en la desesperación, hablando solo como si conociera una horrible pena. Se cruzaba con él un individuo gordo y alegre, abriéndose camino como si se tratara de una fiesta en que el mundo entero participase. Orlando llegó a la conclusión de que no había orden ni razón en todo ello. Cada mujer y cada hombre se dirigía a sus propios asuntos. Ella, ¿dónde iría?
       Anduvo sin pensar por una calle y por otra, ante escaparates abarrotados de valijas de mano, y espejos y bastones y flores y cañas de pescar y canastas de picnic; con telas de todos los matices y dibujos, gruesas, diáfanas, desplegadas y suspendidas y ablullonadas de un lado a otro. A veces, recorría avenidas de residencias quietas, sobriamente numeradas 1,2, 3 y así hasta 200 o 300, cada una igual a la otra, con dos pilares y seis escalones y un par de cortinas cuidadosamente recogidas y almuerzos servidos para toda la familia, y un loro asomándose a una ventana y un sirviente a otra; hasta que la mareó tanta monotonía. Luego llegaba a grandes plazas con estatuas negras, lustrosas y abotonadas de hombres obreros, en el centro, y caballos de guerra encabritados, y columnas irguiéndose y surtidores jugando y palomas revoloteando. Así caminó y caminó por veredas entre casas, hasta que sintió mucha hambre, y algo que se agitaba sobre su corazón le reprochó el haberlo olvidado. Era su manuscrito: «La Encina».
       La dejó alelada su negligencia. Se detuvo de golpe. No había un solo coche a la vista. La calle, que era ancha y hermosa, estaba extrañamente vacía. Sólo se aproximaba un señor de edad. Había algo familiar en su andar. Al acercarse, Orlando tuvo la seguridad de haberlo visto en alguna parte. ¿Pero dónde? ¿Sería posible que este caballero tan pulcro, tan imponente, tan próspero, con un bastón en la mano, y una flor en el ojal, con una cara llena, rosada, y bigotes blancos peinados fuera —sí por Dios, era— su viejo, su muy viejo amigo Nick Greene?
       Simultáneamente la miró, la recordó, la reconoció.
       —Lady Orlando —exclamó, casi barriendo el suelo con su sombrero de copa.
       —¡Sir Nicholas! —exclamó ella. Porque algo en su porte le permitió advinar que el crapuloso escritor de alquiler, que la había difamado a ella y a tantos otros en tiempos de la Reina Isabel, había adelantado en el mundo y era sin duda un Baronet y una docena de otras cosas honrosas.
       Con otra reverencia, Greene corroboró que su hipótesis era justa: era Baronet, era doctor en letras, era Profesor. Era autor de veinte volúmenes. Era, en una palabra, el crítico más respetado de la época victoriana.
       Al encontrarse con el hombre que la había atormentado hace tantos años, la conmovió un tumulto de emociones. ¿Sería éste el insoportable individuo que le había quemado las alfombras y tostado queso en la chimenea italiana y referido tan alegres historias de Marlowe y de los demás que habían trasnochado hasta el alba nueve noches en diez?
       Ahora estaba esmeradamente vestido con un traje gris de mañana, con una flor rosada en el ojal y guantes grises de piel de Suecia haciendo juego. Ella no salía de su asombro y él hizo otra gran reverencia, y le solicitó el honor de almorzar con él. La reverencia era tal vez un poco excesiva pero la imitación de buena crianza podía pasar. Lo siguió, azorada, a un espléndido restaurant, todo felpa roja, manteles blancos y aceiteras de plata, lo más diferente posible de la vieja taberna o casa de café con su piso enarenado, sus bancos de madera, sus tazones de ponche y chocolate, y sus salivaderas. Sobre la mesa, a su lado, puso cuidadosamente los guantes. A Orlando le costaba creer que fuera la misma persona. Tenía las uñas limpias, antes medían una pulgada. Tenía el mentón rasurado; antes asomaba una barba negra. Usaba gemelos de oro; antes las mangas en jirones se le metían en el caldo.
       No se convenció que era el mismo hasta que eligió los vinos, acto que efectuó con un cuidado que le recordó su antigua preferencia por el Malvasía.
       —¡Ah! —dijo con un suspiro, nada doloroso por cierto—. ¡Ah!, mi querida Señora, pasaron los grandes días de la literatura. Marlowe, Shakespeare, Ben Jonson —ésos fueron los gigantes. Dryden, Pope, Addison, esos fueron los héroes. Todos, todos han muerto. ¿Quiénes nos quedan? ¡Tennyson, Browning, Carlyle! —puso un gran escarnio en su voz—. La verdad —dijo, sirviéndose un vaso de vino—, es que todos los escritores jóvenes están a sueldo de los libreros. Frangollan cualquier disparate que les ayude a pagar la cuenta del sastre. La nuestra es una época —dijo, sirviéndose hors d'oeuvre—, caracterizada por lindezas alambicadas y por experimentos extravagantes que los isabelinos no hubieran tolerado un solo momento.
       »No mi querida señora —continuó, aprobando el rodaballo gratinado que el mozo proponía a su sanción—, los grandes días ya pasaron. Vivimos en tiempos degenerados. Debemos venerar el pasado y honrar a aquellos escritores —todavía quedan algunos— que toman por modelo la antigüedad y escriben no por dinero, sino por —Aquí Orlando casi gritó "¡Glor!". Podía jurar que había escuchado las mismas palabras trescientos años antes. Los nombres, por supuesto, eran otros, pero el espíritu era el mismo. Nick Greene no había cambiado pese a su baronía. Sin embargo, había un cambio. Mientras él exponía las ventajas de modelar su estilo sobre el de Addison (antes había sido el de Cicerón) y de pasarse las mañanas en cama (Orlando se enorgullecía de pensar que su pensión quincenal le pagaba ese lujo), saboreando las mejores obras de los mejores autores por una hora entera, a lo menos, antes de aventurar la pluma sobre el papel, para corregir de algún modo la vulgaridad de la época y la condición deplorable de nuestro idioma (Orlando creyó oírle decir que él había vivido en América), mientras él se explayaba más o menos como se había explayado Nick Greene hace trescientos años, tuvo tiempo de preguntarse en qué residía la diferencia. Había engordado; pero era un hombre que frisaba en los setenta. Se había pulido: la literatura era una carrera próspera, pero la antigua inquieta vivacidad se había extinguido. Los cuentos, a pesar de su brillo, no eran tan espontáneos como antes. Es cierto que repetía a cada rato «mi querido amigo Pope» o «mi ilustre amigo Addison», pero su decencia acababa por deprimir y era evidente que prefería relatar los hechos y palabras de las personas de la misma sangre de Orlando a contarle, como antes, chismes de los poetas.
       Orlando padeció un desencanto inexplicable. Todos esos años había imaginado que la literatura —sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo— era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas. La desilusión fue tan grande que uno de los botones o broches que sujetaba la parte superior de su traje se reventó y dejó caer sobre la mesa «La Encina», un poema.
       —Un manuscrito—. Dijo Sir Nicholas, poniéndose los lentes de oro—. Qué interesante, qué excesivamente interesante. ¿Me permite verlo? —Y de nuevo, después de un intervalo de unos trescientos años, Nick Greene tomó el poema y entre las tacitas de café y las copas de licor empezó a leerlo. Pero ahora su veredicto fue muy distinto. Le recordaba, dijo al volver las páginas, el «Catón» de Addison. Se le podía comparar ventajosamente con las «Estaciones» de Thompson. Ningún rastro en él, alabado sea Dios, del espíritu moderno. Estaba compuesto con un respeto de la verdad, de la naturaleza, de los dictados del corazón humano, que era rarísimo, realmente, en estos días de inescrupulosa excentricidad. Por supuesto, había que publicarlo en el acto.
       Orlando no entendió. Siempre había llevado consigo sus manuscritos, en el seno de sus vestidos. El hecho le hizo mucha gracia a Sir Nicholas.
       —¿Y los derechos de autor? —preguntó. Explicó luego que los señores Tal y Tal (mencionó una casa editora conocidísima) estarían encantados, si se les escribiera una línea, de incluir el libro en su catálogo. Podría fijar sus derechos de autor en un diez por ciento sobre todos los ejemplares vendidos hasta dos mil; en los posteriores quince por ciento. En cuanto a los críticos, él mismo escribiría unas palabras al señor N. N., que era el más influyente; un cumplido —digamos, un breve elogio de sus propios poemas— dirigido a la esposa del director del X. X., nunca estaba de más. Haría una visita a D. Así prosiguió. Orlando no comprendió ni una palabra, y su experiencia la llevó a desconfiar de su buena fe, pero no le quedaba otro remedio que someterse a su voluntad y al ferviente deseo de su poema. Sir Nicholas hizo un pulcro paquete con el manuscrito ensangrentado; lo acható en su bolsillo interior, para que no desfigurara la calda de su levita; y con infinitos cumplidos por ambas partes, se separaron. Orlando remontó la calle. Ahora que el poema estaba lejos —y sentía un lugar vacío en el pecho donde había solido llevarlo— quedaba libre de meditar en lo que quisiera: tal vez en los azares maravillosos del destino humano. Ahí estaba ella en St. James's Street, mujer casada, con su anillo en el dedo; había un restaurant donde antes hubo una taberna; eran las tres y media de la tarde; brillaba el sol; había tres palomas; un perro cuzco; dos coches de alquiler y un lando. ¿Qué sería, pues, la Vida?
       La pregunta se le metió en la cabeza, abrupta, extemporáneamente (salvo que el viejo Greene, fuera, de algún modo, culpable). Y puede interpretarse como un comentario adverso o favorable, según quiera considerarlo el lector, sobre sus relaciones con su marido (que estaba en el Cabo de Hornos) que, en cuanto algo se le metía en la cabeza, Orlando iba derechito al correo más cercano y se lo telegrafiaba. Precisamente, había oficina a la vuelta. «Dios mío Shel —telegrafió—, vida literatura Greene adulón» —aquí prosiguió en un lenguaje cifrado que habían inventado entre los dos, de suerte que un estado espiritual complejísimo podía transmitirse en una o dos palabras sin que el operador se enterara y agregó las palabras «Rátigan Glonfobú», que ya no dejaban lugar a duda. Porque no sólo los acontecimientos de la mañana la habían afectado hondamente, sino que es a todas luces notorio que Orlando estaba creciendo —lo que no significa absolutamente creciendo en sabiduría— y Rátigan Glonfobú describía un estado espiritual complejísimo: estado que el lector puede penetrar por su cuenta, si pone toda su inteligencia a nuestro servicio.
       Imposible obtener contestación antes de algunas horas; era muy probable, pensó, mirando el cielo, donde pasaban presurosas de altas nubes, que hubiera un temporal en el Cabo de Hornos, y que su marido estuviera en el palo mayor, o hachando una arboladura hecha trizas, o solo en un bote con una galleta. Dejó, por consiguiente, el correo, y entró para distraerse en la tienda vecina, que era una tienda tan común actualmente que no requiere descripción, aunque a sus ojos fuera rarísima: una tienda que vendía libros. Toda su vida Orlando había manejado manuscritos: había tenido en las manos las ásperas hojas oscuras llenas de las patas de moscas de Spenser; había visto la escritura de Shakespeare y la de Milton. Poseía, es verdad, un buen número de incuartos e infolios, a veces con un soneto laudatorio, a veces con un rizo de cabello. Pero esos innumerables libritos pulidos, idénticos, efímeros, porque parecían encuadernados en cartón e impresos en papel de seda, le sorprendieron infinitamente. Las obras completas de Shakespeare sólo costaban media corona y se podían guardar en el bolsillo. Casi no se podían leer, es verdad, la letra era tan chica, pero no dejaba de ser una maravilla. «Obras» —las obras de cuanto escritor ella había conocido u oído nombrar y de muchos más, inundaban los largos anaqueles de punta a punta. Sobre las mesas y las sillas había más «obras» apiladas y confundidas, y Orlando comprobó, volviendo una página o dos, que generalmente eran «obras» sobre otras «obras» firmadas por Sir Nicholas y una veintena de otros, que ella imaginó, en su ignorancia, grandísimos escritores, ya que los imprimían y encuadernaban. Absurdamente encargó al librero que le remitiera todo lo que fuera importante, y salió a la calle.
       Se internó en Hyde Park, que ya conocía de tiempo atrás (bajo ese tronco que se bifurcaba, recordó, el Duque de Hamilton había caído atravesado por el acero de Lord Mohn), y sus labios, que tan culpables suelen ser, dieron en transformar las palabras de su telegrama en un disparatado sonsonete: vida literatura Greene adulón Rátigan Glonfobú: hasta que varios guardianes del parque la miraron con desconfianza y sólo se inclinaron a una benévola opinión de sus facultades mentales al advertir el collar de perlas que usaba. Había traído de la tienda un rollo de periódicos y de revistas literarias, y tirada bajo un árbol, apoyada en el codo, desplegó esas páginas a su alrededor e hizo lo posible para sondear el arte nobilísimo de la prosa, según lo practicaban esos maestros. Porque el viejo candor no había muerto en ella: hasta la tipografía turbia de un semanario conservaba una especie de santidad. Leyó así, apoyada en el codo, un artículo de Sir Nicholas sobre las obras completas de un hombre que ella había conocido: John Donne. Pero se había ubicado, sin saberlo, no lejos del Serpentine. En sus oídos resonaba el ladrar de mil perros. Ruedas de carruaje giraban incesantemente en un solo círculo. Arriba suspiraban las hojas. A veces una falda bordada y unos ajustados pantalones color punzó atravesaban el césped a pocos pasos de distancia. Una gigantesca pelota de goma rebotó contra el diario. Violetas, anaranjados, rojos y azules cruzaban los intersticios de las hojas y rebrillaban en la esmeralda de su dedo. Leyó una frase y levantó los ojos al cielo; levantó los ojos al cielo y los bajó al diario. ¿La Literatura? ¿La Vida? ¿Convertir la una en la otra? ¡Qué monstruosamente difícil! Pues —ahora pasaban unos ajustados pantalones color punzó, ¿cómo los hubiera expresado Addison? Ahora pasaban dos perros bailando en las patas traseras, ¿cómo los hubiera expresado Lamb? Porque leyendo a Sir Nicholas y a sus amigos (como lo hacía ella en los intervalos de mirar a su alrededor), tuvo la sensación —aquí se levantó y caminó —era una sensación de lo más incómoda— de que uno nunca, nunca, debía decir lo que pensaba. (Estaba en las riberas del Serpentine. Su tono era bronceado; barquitos endebles como arañas se escurrían de un lado a otro.) Le daban la sensación, prosiguió, de que uno siempre, siempre, debía escribir como otra persona. (Los ojos se le llenaron de lágrimas.) Porque realmente, pensó, impulsando un barquito con la punta del pie, yo no sería capaz (aquí el artículo íntegro de Sir Nicholas se le apareció como aparecen los artículos, a los diez minutos de leerlos, con una vista de su cuarto, de su casa, de su gato, de su escritorio y de la hora del día, agregada), yo no sería capaz, continuó, considerando el artículo desde este punto de vista, de estar sentada en una biblioteca, no es una biblioteca, es una especie de salón carcomido, el día entero, conversando con muchachitos y refiriéndoles pequeñas anécdotas, que ellos no deben repetir, sobre lo que Tupper dijo de Smiles; y además, continuó, llorando amargamente, todos son tan varoniles, y además, aborrezco a las duquesas; y no me gusta el bizcochuelo; y aunque no me falta rencor nunca podría ser tan rencorosa, y entonces, ¿cómo llegaré a ser un crítico y escribir la mejor prosa inglesa de mi tiempo? ¡Que se vaya todo al infierno!, exclamó, impulsando un vaporcito con tal vigor que la pobre embarcación casi naufragó en las olas bronceadas.
       Lo cierto es que cuando uno ha estado con luna (como dicen las niñeras) —y aún había lágrimas en los ojos de Orlando— la cosa que miramos no es la misma, sino otra cosa, que es mayor y mucho más imponente y sin embargo es la misma cosa. Si uno está con luna y mira el Serpentine, poco tardan las olas en ser tan grandes como las olas del Atlántico: los barcos de juguete no se diferencian de los paquebotes. Orlando tomó el barco de juguete por el bergantín de su marido, y la ola que hizo con el pie por una montaña de agua en el Cabo de Hornos; y al observar el buque de juguete en el agua estremecida, le pareció ver el bergantín de Bonthrop trepar y re-trepar un muro vidrioso; subía y subía, y una cresta blanca con mil muertes adentro se enarcó encima y el bergantín se hundió en las mil muertes y desapareció —«¡Ha naufragado!», gritó como si se muriera— y luego resurgió sana y salva entre los patos del otro lado del Atlántico.
       «¡Éxtasis! —gritó—: ¡Éxtasis! ¿Dónde estará el correo? —pensó—. Debo telegrafiarle a Shel en seguida y contarle...». Y repitiendo alternativamente «Un buque de juguete en el Serpentine» y «Éxtasis» (porque las dos ideas eran iguales y querían decir exactamente lo mismo) apuró el paso hacia Park Lane.
       «Un buque de juguete, un buque de juguete, un buque de juguete», repetía, obligándose a reconocer que no son artículos de Nick Greene sobre John Donne, ni jornadas de ocho horas, ni convenios, ni legislaciones febriles, lo que importa, sino algo útil, vehemente, brusco; algo que cueste la vida; rojo, morado, azul; una exhalación, un chapuzón, como aquellos jacintos (acaba de orillar un lindo cantero); algo libre de tachas, de servidumbre, de contaminación humana o ansiedad por sus semejantes, algo temerario, ridículo, como mi jacinto, quiero decir mi esposo, Bonthrop: eso no más importa —un buque de juguete en el Serpentine, éxtasis—, lo que importa es el éxtasis. Decía esas cosas en voz alta, esperando que los carruajes la dejaran cruzar en Stanhope Gate, pues una consecuencia de no vivir con su marido, salvo cuando el viento descansa, es decir disparates en voz alta en pleno Park Lane. Otra cosa habría sido si hubiera vivido con él todo el año, como aconsejaba la Reina Victoria.
       El hecho es que su recuerdo la solía acometer como un relámpago. Sentía la absoluta necesidad de hablar inmediatamente con él. No le importaba en lo más mínimo que eso resultara disparatado, que eso dislocara el relato. El artículo de Nick Greene la había sumido en los abismos de la desesperación; el buque de juguete la elevó a las cumbres del gozo. Repetía: «Éxtasis, éxtasis», aguardando el momento de cruzar.
       Pero en esa tarde de primavera era incesante el tráfico y la tenía parada repitiendo: «Éxtasis, éxtasis», o «Un buque de juguete en el Serpentine», mientras la opulencia y el poderío de Inglaterra estaban instalados como esculpidos, de sombrero y abrigo, en carruajes de cuatro caballos, victorias, cabriolés y landos. Era como si un río de oro se hubiera congelado y agrupado en bloques de oro a lo largo de Park Lane. Las damas tenían tarjeteros entre los dedos; los caballeros balanceaban bastones de puño de oro entre las rodillas. Se quedó mirando, admirando, despavorida. Un solo pensamiento la inquietó, un pensamiento familiar a todos aquellos que miran grandes elefantes, o ballenas de un tamaño increíble: el problema de cómo esos leviatanes a quienes tanto debe repugnar el esfuerzo, el cambio y la actividad, propagan su especie. Tal vez, pensó Orlando, viendo las caras majestuosas y quietas, la hora de su propagación ha pasado: éste es el fruto, ésta la culminación. Lo que ahora veía era el triunfo de una época. Ahí estaban, imponentes y espléndidos. Pero ya el agente bajaba la mano; el río se hizo líquido; la sólida aglomeración de objetos espléndidos tembló, se dispersó y desapareció en Piccadilly.

       Orlando atravesó Park Lane y fue a su casa de Curzon Street, donde la fragancia de la ulmaria le solía traer el recuerdo del reclamo del chorlo y de un hombre muy viejo con un fusil.
       Recordaba, pensó, al pisar el umbral de su casa, cómo Lord Chesterfield había dicho —pero ahí se detuvo su memoria. Su discreto hall siglo dieciocho, donde le parecía ver a Lord Chesterfield dejando aquí su sombrero y allá su abrigo, con una elegancia de ademanes que daba gusto mirar, estaba abarrotado de paquetes. Mientras ella estaba en Hyde Park, el librero había remitido su compra, y la casa estaba repleta —había paquetes rodando por la escalera— de toda la literatura Victoriana envuelta en papel madera y cuidadosamente atada con piolín. Subió a su pieza todos los paquetes que pudo, ordenó a los lacayos que subieran los otros, y cortando rápidamente innumerables piolas, pronto se vio rodeada por innumerables volúmenes.
       Habituada a las breves literaturas de los siglos XVI, XVII y XVIII, Orlando quedó abrumada ante los resultados de su encargo. Por supuesto, para los Victorianos la literatura Victoriana comprendía no sólo cuatro grandes nombres náufragos y anegados, en una masa de Alexanders, Smiths, Dixons, Blacks, Milmans, Buckles, Taines, Paynes, Tuppers, Jamersons —todos vocales, clamorosos, prominentes, y exigiendo tanta admiración como el que más. El respeto de Orlando por lo impreso le imponía una difícil tarea, pero acercando su silla a la ventana para aprovechar la poca luz que se filtraba entre las altas casas de Mayfair, intentó llegar a una conclusión.
       Es evidente que no hay más que dos modos de llegar a una conclusión sobre la literatura Victoriana: uno, escribirla en sesenta volúmenes en octavo, otra, resumirla en seis líneas del largo de ésta. De los dos métodos, la economía nos impulsa a elegir el segundo, y así lo haremos. Orlando llegó a la conclusión (hojeando media docena de libros), de que era rarísimo que ninguno de ellos estuviera dedicado a un aristócrata; luego (examinando un alto de memorias), que muchos de esos escritores poseían árboles genealógicos casi tan viejos como el suyo; luego, que sería de lo más imprudente envolver un billete de diez libras en las tenacillas del azúcar cuando Miss Christina Rossetti viniera a tomar té; luego (había media docena de invitaciones a banquetes para celebrar centenarios), que si la literatura devoraba tantos banquetes, ya estaría muy corpulenta: luego (la invitaban a una veintena de conferencias sobre la influencia de esto sobre lo otro: el renacimiento clásico, la supervivencia romántica y otros títulos no menos encantadores), que si la literatura escuchaba esas conferencias tenía que estar aburridísima; luego (aquí asistía a una recepción dada por la señora de un par del Reino), que si la literatura usaba todas esas estolas de piel tenía que ser de lo más correcto; luego (aquí visitó el cuarto a prueba de ruidos de Carlyle), que si el genio necesitaba de tantos mimos, tenía que ser muy delicado; y así acabó por alcanzar su conclusión final, que era de la mayor importancia, pero que omitiremos, pues ya hemos excedido nuestro límite original de seis líneas.
       Después de llegar a esta conclusión, Orlando se quedó un buen rato mirando por la ventana. Haber llegado a una conclusión es como haber lanzado la pelota sobre la red, y esperar que el invisible contendor la devuelva. ¿Qué le devolvería, ahora, el incoloro cielo sobre Chesterfield House? Con las manos cruzadas, se quedó un buen rato pensando. Se estremeció de pronto —y sólo podemos desear que la Modestia, la Pureza y la Castidad vuelvan a abrir la puerta y a darnos un respiro, siquiera, para buscar el modo más delicado de referir lo que ahora debe ser referido. ¡Pero no! Después de arropar sus blancas vestiduras a la desnuda Orlando y de errarle por algunas pulgadas, hacía muchos años que esas damas habían roto toda relación con ella; y ahora tenían otra cosa que hacer. ¿Nada, entonces, va a acontecer esta mañana pálida de marzo para mitigar, para velar, para cubrir, para ocultar, para amortajar este suceso irrefutable? Porque Orlando, después de su sobresalto —pero alabado sea Dios, en ese instante se animó uno de aquellos organitos endebles, huecos, aflautados, antiguallos y desparejos que los organilleros italianos suelen tocar en las calles sin tránsito.
       Aceptemos la intervención por humilde que sea, como si fuera la música de los astros, y permítasele poblar de sonido esta página, con todos sus jadeos y quejumbres, hasta el advenimiento de aquel instante cuya venida es imposible negar; que el sirviente ha visto acercarse y la doncella; que pronto habrá de ver el lector, porque la misma Orlando ya es incapaz de disimularlo —que suene el organillo y nos arrebate en el pensamiento, que no es más que un barquito, cuando suena la música, mecido por las olas; en el pensamiento, que es el más zurdo y extravagante de todos los transportes, sobre las azoteas y las puertas, donde hay ropa tendida, hasta— ¿dónde estamos ahora? ¿Reconocen el Prado y en el medio el campanario, y los portones con dos leones dormidos? Sí, es Kew. Bueno, que sea Kew. Aquí estamos en Kew, y veremos hoy mismo (el día dos de marzo) una vara de jacinto bajo el ciruelo, y un azafrán, y también un brote en el almendro; de suerte que caminar ahí es estar pensando en bulbos rojos y vellosos, entregados a la tierra en octubre; y que ahora florecen; y soñar en más de lo que se puede decir, y sacar un cigarrillo de la cigarrera o hasta un cigarro y extender bajo el roble (según el ripio lo requiere) una capa noble, y sentarse a esperar el martín pescador, que, según dicen, atravesó una tarde de orilla a orilla.
       ¡Esperen! ¡Esperen! Viene ya el martín pescador; el martín pescador ya no viene.
       Miremos, mientras tanto, las chimeneas de las fábricas, y su humo; miremos a los empleados de banco pasando como una exhalación en sus coches. Miremos a la señora de edad llevando a su perro a dar un paseo, y a la sirvienta estrenando un sombrero, mal colocado. Mirémoslos a todos, aunque el Cielo ha dispuesto piadosamente que los secretos de todos los corazones estén ocultos, de modo que siempre nos inducen a la sospecha de algo que no existe, tal vez; vemos flamear y arder (a través del humo de nuestro cigarrillo) la espléndida consumación de deseos naturales, por un sombrero, por un bote, por una rata en una zanja; como hace tiempo vimos flamear —qué brincos y qué omisiones las de la mente cuando se chorrea toda en el plato y toca el organillo—, vimos flamear, decimos, un fuego sobre un fondo de minaretes cerca de Constantinopla.
       ¡Salve, deseo natural! ¡Salve, felicidad, divina felicidad y placeres de todas clases, flores y vino, aunque las unas se marchitan y el otro embriaga; y pasajes de recreo, para salir de Londres, el día domingo, y el cantar en una capilla oscura himnos fúnebres, y cualquier cosa, cualquier cosa, que interrumpa y confunda el martilleo de las máquinas de escribir y el envío de cartas y la forjadura de eslabones y de cadenas que unan todo el Imperio! Salve, groseros labios rojos y arqueados de las muchachas de tienda (como si Cupido, muy torpemente, hubiera mojado el pulgar en tinta roja y garabateado una señal al pasar), ¡salve, felicidad!, martín pescador que flameas de orilla a orilla, y tú también, consumación del deseo natural, ya sea lo que el novelista masculino dice que eres, o plegaria, o renunciación; salve bajo cualquier forma que vengas y ojalá haya más formas, y aun más extrañas. El río fluye oscuro y sin dueño —ojalá, según aconseja la rima, «como un sueño»; pero más turbio y peor es nuestro destino habitual—, sin sueños, pero vivo, satisfecho, fluido, común, bajo árboles cuya sombra de un verde oliva ahoga el ala azul del pájaro evanescente que se dispara como un dardo de ribera a ribera.
       ¡Salve, felicidad!, entonces, y ¡salve! después de la felicidad, no esos sueños que salpican la aguda imagen como hacen con la cara los espejos manchados de las posadas rurales: sueños que astillan el todo y nos descuartizan y hieren, y nos dividen por el medio en la noche cuando quisiéramos dormir; sino el sueño, oh sueño, tan hondo que todas las formas quedan molidas en un polvo de infinita blandura, agua de vaguedad inescrutable, y ahí, envueltos, amortajados como una momia, como un gusano, quedemos acostados en la arena en el fondo del sueño.
       Pero, ¡esperen!, ¡esperen!, ahora no estamos visitando la tierra ciega. Azul, como un fósforo que se enciende, justo en lo más profundo del globo del ojo, vuela, arde, hace saltar el sello del sueño; el martín pescador, hasta que refluye como una marea al rojo, el río de la vida; burbujeando, goteando; y despertamos de esa nada y nuestra mirada (porque la rima es de lo más servicial para salvar la incómoda transición de la muerte a la vida), cae sobre —(aquí el organillo deja de tocar bruscamente).
       —Es un hermoso varoncito, M'Lady —dijo Mrs. Banting, la comadrona, poniendo en brazos de Orlando su primer hijo. Dicho sea con otras palabras: Orlando dio a luz con toda felicidad, el martes 20 de marzo, a las tres de la mañana.
       De nuevo Orlando se acercó a la ventana, pero no se asuste el lector: hoy no va a suceder nada por el estilo, hoy es un día muy diferente. No —porque si miramos por la ventana, como Orlando lo hacía en ese momento, veremos que el mismo Park Lane ha cambiado muchísimo: uno podría demorarse ahí, diez minutos o más, como Orlando lo hacía ahora, sin divisar un solo landó cabriolé. «Miren eso», exclamó, algunos días más tarde, cuando un absurdo carruaje trunco, sin caballos, empezó a ambular por su cuenta. ¡Un carruaje sin caballos! La llamaron justamente cuando lo decía, pero al rato volvió y echó otra ojeada por la ventana. Tiempo raro el de ahora. El cielo mismo, no pudo menos de notarlo, había cambiado. Ya no era tan espeso, tan prismático, tan acuoso, ahora que el Rey Eduardo —miren, ahí estaba precisamente, bajando de su pulcro simón para visitar, enfrente, a cierta dama— había sucedido a la Reina Victoria. Las nubes parecían de metal, que en tiempo caliente se manchaba de cardenillo, color cobre o color naranja como el metal en una neblina. Era un poco alarmante esa reducción. Todo parecía haberse encogido. La otra noche, al pasar por Buckingham Palace, ya no quedaban rastros de aquella vasta construcción que ella había creído imperecedera; los sombreros de copa, los velos de viuda, las trompetas, los telescopios, las guirnaldas, habían desaparecido sin dejar una mancha, sin dejar un charco, siquiera, en el pavimento. Pero ahora —después de un intervalo había regresado a su puesto favorito en la ventana— ahora, en el atardecer, el cambio era más notable. Miren las luces de las casas. Con un toque, se iluminaba una pieza entera, se iluminaban centenares de piezas; y una era exactamente igual a otra. Todo se podía ver en esos cajoncitos rectangulares: no había intimidad; no había ninguna de esas sombras morosas y ángulos desparejos de antaño, no quedaba una sola de esas mujeres con delantal, portadoras de lámparas tembleques que depositaban asiduamente en esta mesa o en aquella. Con un toque, la pieza entera se aclaraba. Y el cielo estaba claro toda la noche, y las veredas eran claras; todo era claro. Orlando regresó al mediodía. ¡Qué angostas se habían puesto las mujeres últimamente! Eran como espigas de trigo, derechas, brillantes, idénticas. Las casas de los hombres eran peladas como la palma de la mano. El aire seco destacaba los colores de las cosas y parecía endurecer los músculos de las mejillas. Era más difícil llorar. El agua se calentaba en dos segundos. La hiedra había perecido o la habían raspado de las casas. Las legumbres no eran tan fértiles, las familias más chicas. Las desnudas paredes se habían comido las cortinas y nuevos cuadros de vivos colores, representando cosas verdaderas, como calles, paraguas o manzanas, estaban encuadrados en marcos, o pintados en la madera. Algo perfilado y preciso había en la época, que le recordaba el siglo XVIII, salvo por una distracción, una desesperación... Al pensar esas cosas, el túnel infinitamente largo en que ella había estado viajando por centenares de años se ensanchó; penetró la luz; sus pensamientos se templaron misteriosamente como si un afinador le hubiera puesto la llave en el espinazo y hubiera estirado mucho sus nervios; al mismo tiempo se le aguzó el oído; percibía cada susurro y cada crujido en el cuarto, hasta que el tic-tac del reloj sobre la chimenea fue como un martillazo. Durante unos segundos la luz se fue haciendo más clara, y ella empezó a ver los objetos con más detalles, y latió el reloj con más fuerza, hasta que algo explotó espantosamente junto a su oído. Orlando saltó como si le golpearan la cabeza. Diez veces la golpearon. De hecho, eran las diez de la mañana. Era el once de octubre. Era 1928. Era el momento actual. Nadie se maraville de que Orlando tuviera un sobresalto, se llevara la mano al corazón y se pusiera pálida. ¿Qué revelación más aterradora que la de comprender que este momento es el momento actual? La conmoción no nos destruye, porque el pasado nos ampara de un lado y el porvenir de otro. Pero no queda tiempo de meditar: Orlando estaba en retardo. Bajó corriendo, se metió en su automóvil, apretó el acelerador y se fue. Vastos bloques azules de arquitectura crecieron en el aire; los sombreros rojos de las chimeneas salpicaban irregularmente el cielo; el camino brillaba como clavos de cabeza de plata; a Orlando se le venían encima los ómnibus con esculpidos conductores de cara blanca; notó esponjas, jaulas de pájaros, cajas de paño verde americano. Pero no permitió que esos espectáculos penetraran su conciencia ni un milésimo de pulgada, al cruzar la estrecha tabla del presente, para no caer en las furiosas aguas de abajo. «¿Por qué no miran dónde van? Hagan el favor de sacar la mano —eso fue todo lo que dijo, como si le sacaran las palabras a sacudones. Porque las calles estaban abarrotadas; la gente las cruzaba sin mirar dónde iba, La gente cuchicheaba y zumbaba alrededor de los escaparates en cuyo fondo se percibía un ardor colorado, un fuego amarillo, como si fueran abejas, pensó Orlando —pero le bastó pensar que eran abejas para intuir, recuperando de una ojeada la perspectiva, que más bien eran cuerpos. ¿Por qué no miran dónde van?», les gritó. Se detuvo al fin en Marshall & Snelgrove's y entró en la tienda.
       Sombra y perfume la envolvieron. Eliminó el presente como si fueran gotas de agua hirviendo. Ondulaba la luz como telas livianas ahuecadas por una brisa de verano. Sacó una lista de la cartera y empezó a leerla con una extraña voz tiesa como si fuera poniendo las palabras —zapatos de varón, sales para baño, sardinas— bajo una canilla de agua de todos colores. Las miraba cambiar a medida que las empapaba la luz. Zapatos y baño se volvieron romos, obtusos; sardinas se dentó como una sierra. Así se demoraba Orlando en el piso bajo de los señores Marshall & Snelgrove's; mirando para aquí y para allá; husmeando este olor y aquel otro y perdiendo algunos segundos. Después entró en el ascensor, por la buena razón de que estaba abierto, y fue proyectada hacia arriba, sin una desviación. Ahora la sustancia de la vida (reflexionó al subir) es mágica. En el siglo dieciocho, sabíamos cómo se hacía cada cosa; pero aquí subo por el aire, oigo voces de América, veo volar a los hombres —y ni siquiera puedo adivinar cómo se hace todo. Vuelvo a creer en la magia. El ascensor tembló levemente al parar en el primer piso: y tuvo una visión de innumerables telas de colores, dándose tono en una brisa que traía olores definidos y extraños; y cada vez que paraba el ascensor y abría las puertas de par en par, desplegaba otra rebanada del mundo impregnada de todos los olores de aquel mundo. Recordó la ribera de Wapping en tiempos de Isabel, donde anclaban los barcos de tesoros y los barcos mercantes. ¡Qué extraño y opulento olor el de aquellos barcos! ¡Qué bien recordaba el contacto de los rubíes ásperos desgranándose por sus dedos en una bolsa de tesoros! Y estar tirada con Sukey —si tal era su nombre— y que los revelara de golpe la linterna de Cumberland. Ahora los Cumberland tenían una casa en Portland Place, y había almorzado con ellos el otro día y arriesgado una pequeña broma con el viejo sobre los asilos de Sheen Road. El viejo le había guiñado un ojo. Pero como ya el ascensor no podía subir más, tuvo que bajarse sabe Dios en qué «departamento», como los llaman. Se detuvo a consultar su lista de compras, pero no vio por ningún lado —según le ordenaba la lista— zapatos de varón o sales para baño. Estaba a punto de bajar, sin haber hecho ninguna compra, cuando la salvó de esa vergüenza la repetición automática del último artículo de su lista: sábanas para cama camera.
       —Sábanas para cama camera —le dijo al hombre del mostrador, y por un favor de la Providencia, sábanas era lo que despachaba aquel hombre. Porque el otro día Grimsditch —Grimsditch no: Grimsditch estaba muerta— Bartholomew —no, también Bartholomew estaba muerta— Louise entonces, Louise había venido muy afanada, porque había descubierto un agujero en mitad de la sábana del lecho real. Habían dormido muchos Reyes y Reinas: Isabel, Jaime, Carlos, Jorge, Victoria, Eduardo. No era extraño que estuviera agujereada la sábana. Pero Louise no tenía dudas sobre el culpable. Era el Príncipe Consorte.
       —¡Sale boche! —había exclamado (porque había habido otra guerra: esta vez contra los alemanes).
       —Sábanas para cama camera. Orlando repitió como en sueños, para una cama camera con una colcha de tisú de plata en un cuarto decorado de una manera que ahora tal vez le parecía un poco vulgar —todo en plata; porque lo había amueblado cuando tenía pasión por ese metal. Mientras el hombre fue a buscar las sábanas, ella sacó un espejito y un cisne. Ahora las mujeres no hacen tanto misterio, pensó, empolvándose con el mayor desparpajo, como lo hacían cuando ella se volvió mujer y reposó en el puente de la Enamoured Lady. Deliberadamente dio a su nariz el tinte deseado. Nunca se tocaba las mejillas. Realmente, aunque ya había cumplido los 36, no representaba un día más. Estaba tan consentida, tan hosca, tan linda, tan rosada (como un árbol de Navidad con un millón de luces, había dicho Sasha), como aquel día en el hielo, cuando se había congelado el Támesis y habían salido a patinar...
       —Hilo superior de Irlanda, señora —dijo el hombre extendiendo las sábanas en el mostrador —y se habían encontrado con una vieja juntando leña.
       Aquí, mientras distraídamente palpaba el hilo, se abrió una de las cancelas y dejó pasar, tal vez del departamento de novedades, una ráfaga de perfume, ceroso, como teñido por velitas rosadas. Se ahuecó el perfume como una concha alrededor de una figura —¿de varón, de muchacha?— joven, grácil, atrayente —una muchacha, Dios mío, con pieles, con perlas, con bombachas rusas; pero, ¡falsa, falsa!
       —¡Falsa! —gritó Orlando (el vendedor se había ido) y un agua alborotada y amarilla inundó la tienda. Orlando divisó a lo lejos los mástiles del barco ruso saliendo mar afuera, y luego, milagrosamente (quizá la cancela se abrió de nuevo), la concha formada por el perfume se convirtió en una plataforma, un estrado, del que bajó una mujer gorda, con pieles, maravillosamente conservada, seductora, enjoyada, una querida de Gran Duque; la misma que comiendo sándwiches se había inclinado sobre las riberas del Volga, para ver hombres que se ahogaban —y atravesó la tienda, hacia ella.
       —¡Sasha! —gritó Orlando. La escandalizaba, realmente, que hubiera llegado a eso: se había puesto tan aletargada, tan gorda. Inclinó la cabeza sobre las sábanas para que esta visión de una mujer encanecida, con pieles, y una muchacha con bombachas rusas, pasara inadvertida a su espalda con sus olores de velas de cera, flores blancas y viejos buques.
       —¿Servilletas, toallas, trapos para limpiar, señora? —insistió el vendedor. Ventajas de la lista de compras: Orlando pudo responder con toda compostura, que sólo una cosa en el mundo le hacía falta: sales para baño, que se despachaban en otro piso. Pero al bajar de nuevo en el ascensor —tan insidiosa es la repetición de cualquier escena— volvió a hundirse muy lejos en el pasado, y al dar el ascensor contra el suelo, oyó romperse una vasija contra una ribera de río. No encontró, no, el piso que buscaba; se distrajo más bien entre las valijas, sorda a las sugestiones de todos los vendedores, atentos, enlutados, peinados, vivarachos, que descendiendo como ella, quizá tan soberbiamente como ella, de iguales abismos del pasado, optaban por correr la impenetrable cortina del presente, y manifestarse como simples vendedores de Marshall & Snelgrove's. Orlando se quedó titubeando. Por las grandes puertas vidrieras podía ver el tráfico de Oxford Street. Los ómnibus se apilaban sobre los ómnibus y de un tirón se disgregaban. Así se habían empujado los témpanos aquel día en el Támesis. Un viejo noble con zapatilla de piel estaba a horcajadas en uno de ellos. Ahí pasó —ella lo reveía ahora— invocando maldiciones para los rebeldes irlandeses. Se había hundido ahí, donde esperaba su automóvil.
       «Ha pasado tiempo sobre mí —reflexionó, tratando de serenarse—, ésta es la cuarentena. ¡Qué raro! No hay cosa que ya sea una sola cosa. Tomo una valija y pienso en una vendedora de manzanas congelada en el hielo. Alguien enciende una vela rosada y veo una muchacha con bombachas rusas. Cuando salgo afuera —como ahora —aquí pisó la vereda de Oxford Street—, ¿qué gusto siento? El del pastito. Oigo esquilas de cabras. Veo montañas. ¿Turquía, la India, Persia?» Los ojos se le llenaron de lágrimas.
       Quizá el lector no necesitará que le indiquen que Orlando se había alejado demasiado del momento presente, al disponerse a subir al automóvil con los ojos llenos de lágrimas y de visiones de montañas persas. Es, por cierto, innegable que los que ejercen con más éxito el arte de vivir —gente muchas veces desconocida, dicho sea de paso— se ingenian de algún modo para sincronizar los sesenta o setenta tiempos distintos que laten simultáneamente en cada organismo normal, de suerte que al dar las once todos resuenan al unísono, y el presente no es una brusca interrupción ni se hunde en el pasado. De ellos es lícito decir que viven exactamente los sesenta y ocho o setenta y dos años que les adjudica su lápida. De los demás conocemos algunos que están muertos aunque caminen entre nosotros; otros que no han nacido todavía aunque ejerzan los actos de la vida; otros que tienen cientos de años y que se creen de treinta y seis. La verdadera duración de una vida, por más cosas que diga el Diccionario Biográfico Nacional, siempre es discutible. Porque es difícil esta cuenta del tiempo: nada la desordena más fácilmente que el contacto de cualquier arte, y quizá la poesía tuvo la culpa de que Orlando perdiera su lista de compras y regresara sin las sardinas, las sales para baño, o los zapatos. Ahora que estaba con la mano en la portezuela del coche, el presente la golpeó en la cabeza. La asaltó once veces seguidas.
       —Que los lleve el diablo —gritó, porque oír dar la hora es un sobresalto para el sistema nervioso: tanto que por un tiempo, sólo podemos decir de ella que frunció un poco el ceño, cambió admirablemente de velocidad; y gritó como antes—: ¡Miren por dónde van! ¿No saben lo que quieren? ¿Por qué no me avisaron entonces? —mientras el automóvil arrancó, se precipitó, se escurrió y huyó, porque ella lo manejaba muy bien, por Regent Street, por Haymarket, por Northumberland Avenue, sobre Westminster Bridge, a la izquierda, derecho a la derecha, derecho nuevamente...
       El viejo Kent Road estaba de lo más concurrido el jueves once de octubre de 1928. La gente desbordaba las veredas. Había mujeres con sacos repletos de compras. Chicos corriendo. Había saldos en las tiendas de paños. Las calles se angostaban y se ensanchaban. Largas perspectivas que se encogían. Aquí un mercado. Aquí un entierro. Aquí una manifestación con bandera en las que se leía Agul-Desoc. ¿Pero qué otra cosa? La carne era muy colorada. Los carniceros estaban en la puerta. A las mujeres las habían dejado sin tacos. Amor Vin —eso estaba sobre una puerta. Una mujer miraba por la ventana de un dormitorio, profundamente pensativa y muy inquieta. Applejohn y Applebed, Empre—. Nada se veía entero, nada se podía leer hasta el fin. Se veía el principio —dos amigos cruzando la calle para encontrarse— y nunca el encuentro. A los veinte minutos el cuerpo y el espíritu eran como papel picado chorreando de una bolsa. Realmente, el hecho de correr en automóvil por Londres se parece tanto al desmenuzamiento de la identidad personal que precede al desmayo y quizás a la muerte, que es difícil saber hasta qué punto Orlando existía entonces.
       Sinceramente, la consideraríamos una persona del todo dispersa, si no fuera por una pantalla verde que se descorrió a la derecha, donde los pedacitos de papel daban más despacio, y luego otra a la izquierda que dejaba ver cada pedacito girando y descendiendo en el aire; y luego hubo continuas pantallas verdes a cada lado, y su espíritu recuperó la ilusión de contener las cosas y vio un ranchito, un gallinero y cuatro vacas, todo exactamente de tamaño natural.
       Orlando, entonces, dio un suspiro de alivio, encendió un cigarrillo y lo fumó en silencio un minuto o dos. Luego llamó indecisa, como si tal vez no estuviera ahí la persona que buscaba: «¿Orlando?». Porque si hay (digamos) setenta y seis tiempos distintos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá —el Cielo nos asista— que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano? Algunos dicen que dos mil cincuenta y dos. De modo que es lo más natural que una persona llame, en cuanto se queda sola. ¿Orlando? (si tal es su nombre) significando con eso: «¡Ven, ven! Estelo me harta. Necesito otro». De aquí los cambios asombrosos que notamos en nuestros amigos. Pero tampoco es fácil, porque uno puede llamar, como Orlando lo hizo (sin duda por estar en el campo y necesitar otro yo), ¿Orlando?, y el Orlando requerido puede no presentarse; estos yo que nos forman, uno apilado encima de otro, como los platos en la mano del mozo, tienen lazos en otra parte, simpatías, —pequeños códigos y derechos propios, llámense como quiera (y para muchas de estas cosas no hay nombre) de modo que uno de ellos no acude sino en los días de lluvia, otro en un cuarto de cortinas verdes, otro cuando no está Mrs. Jones, otro si le prometen un vaso de vino —etcétera; porque nuestra experiencia nos permite acumular las condiciones diferentes que exigen nuestros yo diferentes —y otros son demasiado absurdos para figurar en letras de molde.
       Por eso Orlando, al doblar el pajar llamó:
       —¿Orlando? —con un dejo de interrogación en la voz y esperó. Orlando no vino—. Muy bien entonces —dijo Orlando, con el buen humor que practica la gente en esas ocasiones, y ensayó otro. Porque tenía muchos yo disponibles, muchos más que los hospedados en este libro, ya que una biografía se considera comprender seis o siete mil. Para no hablar sino de aquellos que han tenido cabida, Orlando puede estar llamando al muchacho que cercenó la cabeza de moro; al que estaba sentado en la colina; al que vio al poeta; al que presentó a la Reina Isabel el bol de agua de rosas; o puede haber llamado al joven que se enamoró de Sasha; o bien al Cortesano; o al Embajador o al Soldado; al Viajero; o llamaba tal vez a la mujer: la Gitana; la Gran Dama; la Ermitaña, la muchacha enamorada de la vida; la Mecenas; la mujer que gritaba Mar (significando baños calientes y fuegos en la tarde) o Shelmerdine (significando azafranes en los bosques de otoño) o Bonthrop (significando nuestra muerte diaria) o las tres juntas —lo que significa más cosas que las que aquí nos caben: todos eran distintos, y pudo haber llamado a cualquiera de ellos.
       Quizá, pero lo que parece más cierto (porque estamos ahora en la región del «quizá» y del «parece») era que el requerido yo se mantenía a distancia, pues Orlando, a juzgar por lo que decía, se estaba mudando de yo con una velocidad no inferior a la de su coche —había uno nuevo en cada esquina— como sucede cuando, por alguna inexplicable razón, el yo consciente, que es el superior, y tiene el poder de desear, quiere ser un yo único. Éste es el que llaman algunos el verdadero yo, y es (aseguran) la aglomeración de todos los yo que están y pueden estar en nosotros; dirigidos y acuartelados por el yo Capitán, el yo Llave, que los amalgama y controla. Orlando estaba en busca de ese yo, como adivinará el lector que sorprenda sus palabras al manejar (y si son palabras deshilvanadas, triviales, aburridas y a veces incomprensibles, la culpa es del lector por escuchar a una dama que habla sola; nos limitamos a reproducir lo que dijo, añadiendo entre paréntesis cuál yo está hablando, pero bien podemos equivocarnos).
       —¿Entonces qué? ¿Entonces quién? —decía—. Treinta y seis años, en un automóvil, una mujer. Sí, pero miles de otras cosas también. ¿Seré una snob? ¿La jarretera en el hall? ¿Los leopardos? ¿Mis antepasados? ¿Envanecida con ellos? ¡Sí! ¿Comilona, lujuriosa, viciosa? ¿Seré yo así? (aquí entró un nuevo yo). No me importa un bledo. ¿Sincera? Me parece que sí. ¿Generosa? ¡Ah!, pero eso no cuenta (aquí entró un nuevo yo). Pasarme las mañanas en cama oyendo las palomas entre sábanas de hilo; fuentes de plata; vino; doncellas, lacayos. ¿Mimada? Tal vez. Demasiadas cosas por nada. De ahí mis libros (aquí mencionó cincuenta títulos clásicos, que representaban, pensamos, las primeras obras románticas que destruyó). Vulgar, fluido, romántico. Pero (aquí entró un nuevo yo) un chambón, un chapucero. Más torpe que yo no había nadie. Y —y— (aquí no dio con la palabra y si sugerimos Amor podemos equivocarnos, pero lo cierto es que se rió, y se ruborizó, y exclamó después: ¡Una rana montada en esmeraldas! ¡Harry el Archiduque! ¡Moscas en el cielo raso! (aquí entró un nuevo yo).
       »¿Y Nell, Kit, Sasha? (estaba desesperada: positivamente hubo lágrimas y hacía tiempo que no lloraba). Árboles, dijo (aquí entró un nuevo yo). Me gustan los árboles (cruzaba un monte) creciendo ahí por miles de años. Y los graneros (pasaba un granero ruinoso al borde del camino). Y los perros ovejeros (aquí llegó uno al trote por el camino. Orlando lo evitó cuidadosamente). Y la noche. Pero la gente (aquí entró un nuevo yo). ¿La gente? (Lo repitió como una pregunta.) No sé. Charlatanes, mal intencionados, siempre con mentiras y cuentos. (Aquí dobló por la calle mayor de su pueblo natal, que estaba llena, porque era día de mercado, de chacareros y pastores, y viejas con gallinas en canastos.) Me gustan los campesinos. Entiendo de cosechas. Pero (aquí otro yo saltó sobre lo alto de su espíritu como el rayo de un faro). ¡La fama! (se rió). ¡La fama! Siete ediciones. Un premio. Fotografías en los diarios de la tarde (aquí aludió a «La Encina» y al premio de Burdett Coutts que ella había ganado; y aprovecharemos este espacio para anotar qué descorazonador es para su biógrafo que esta culminación hacia la que tendió todo el libro, esta peroración que iba a coronar nuestro libro, nos sea arrebatada en una carcajada casual; pero lo cierto es que al escribir sobre una mujer todo está fuera de lugar —peroraciones y culminaciones: el acento no cae donde suele caer con un hombre). ¡La fama!, repitió. Un poeta —un charlatán; los dos tan infalibles, cada mañana, como el correo. A comer, a encontrarse; a encontrarse, a comer[6] ¡Fama, fama! (Aquí tuvo que refrenar la marcha para atravesar el mercado. Nadie se fijó en ella. Una marsopa en un puesto de pescado atraía más la atención que una dama que había ganado un premio y, si se le hubiera antojado, hubiera usado tres coronas, una sobre otra.)
       Guiando despacio, tarareó como si fuera un viejo refrán: «Con mis libras esterlinas compraré encinas, compraré encinas, compraré encinas y, al pie de mis encinas, cantar que las glorias son mezquinas». Así tarareó, y todas sus palabras se aflojaron como un bárbaro collar de cuentas pesadas. «Al pie de mis encinas —cantó acentuando bien las palabras—, veré los carros partir, veré la luna subir...» Se paró de golpe, y miró ensimismada la cubierta del automóvil.
       Estaba en la mesa de Twitchett, reflexionó, y tenía sucia la golilla. ¿Sería el viejo Mr. Baker, que vino a tasar la madera? ¿O sería Sh-p-re? porque en la soledad sólo pronunciamos a medias los nombres venerados. Diez minutos se quedó mirando sin ver, dejando el coche casi parado. «¡Poseída! —gritó, apretando el acelerador—, ¡Poseída!, desde que yo era un niño. Ahí vuela el pato salvaje. Vuela por la ventana mar afuera. Di un salto (empuñó el volante con fuerza) para alcanzarlo. Pero el pato vuela demasiado ligero. Lo he visto aquí —allá-allá— en Inglaterra, en Persia, en Italia. Siempre vuela hacia el mar y siempre le tiro palabras como redes (aquí tendió la mano) que se encogen, como he visto encogerse las redes que no traen sino algas, y a veces en el fondo queda una pulgada de plata: seis palabras. Pero nunca el gran pez que habita las grutas de caracol.» Dobló la cabeza cavilando. Y fue en ese momento, cuando había dejado de llamar «Orlando» y estaba absorta en otras ideas, que el Orlando que había llamado vino por su cuenta; según lo prueba la transformación que se operó en ella (había atravesado los portones y ya estaba en el parque). Toda ella se oscureció y asentó, como cuando se agrega una pincelada que da concavidad y solidez a una superficie, y lo playo se hace profundo y lo cercano distante, y todo queda ahí contenido como el agua por los lados del pozo. Así estaba, oscurecida y quieta, y la agregación de ese nuevo Orlando la convirtió en lo que se llama, con razón o sin ella, un solo yo, un yo real. Se quedó silenciosa. Es verosímil suponer que cuando se habla en voz alta, los yo (que bien pueden ser más de dos mil) sienten su división, y se están llamando, pero que al efectuarse la comunicación se quedan silenciosos.
       Con aplomo, rápidamente, tomó la avenida que se encurvaba entre álamos y encinas por el césped del parque, cuyo declive era tan suave que si hubiera sido agua habría dilatado la ribera en una lisa marea verde. Había solemnes grupos de hayas y encinas. Los ciervos caminaban entre ellos, uno del blancor de la nieve, otro con la cabeza de lado, porque un tejido de alambre se le había enredado en los cuernos. Orlando contempló todo esto —los árboles, los ciervos, el césped— con la mayor satisfacción, como si su espíritu fuera un líquido que fluyera alrededor de las cosas y las abarcara absolutamente. Un momento después estaba en el patio, donde había venido tantos siglos a caballo, o en coche de seis caballos, con jinetes siguiéndola o precediéndola; donde resplandecieron tantas antorchas, donde se agitaron tantos penachos, y donde los mismos árboles floridos que ahora dejaban caer las hojas habían sacudido sus flores. Ahora estaba sola. Caían las hojas de otoño. El portero abrió las enormes puertas. «Buenas, James», le dijo, «en el automóvil hay algunas cosas. ¿Quieres entrarlas», palabras desprovistas de belleza, de interés, de valor intrínseco, pero ahora tan henchidas de significado que cayeron como nueces maduras, y demostraron que basta rellenar de significado la piel arrugada de lo cotidiano, para que ésta satisfaga nuestros sentidos.
       Esto es cierto de cada movimiento y de cada acto, por usuales que sean, de modo que ver a Orlando cambiar su falda por un par de bombachas de terciopelo y una chaqueta de cuero —lo que hizo en menos de tres minutos— era dejarse arrebatar por la belleza del movimiento, como si Madame Lopokova prodigara su arte más alto.
       Pasó después al comedor donde sus antiguos amigos Dryden, Pope, Swift y Addison la miraron con algún recelo al principio como quien dice: ¡Ésta es la ganadora del premio!, pero cuando reflexionaron que se trataba de doscientas guineas, movieron con aprobación la cabeza. Doscientas guineas, parecían estar diciendo: nadie puede rehusar doscientas guineas. Se cortó una rebanada de pan y otra de jamón, las juntó y empezó a comer, caminando por el cuarto de arriba abajo; despojándose así de sus buenos modales en un segundo, sin darse cuenta. Después de cinco o seis de esas vueltas, apuró una copa de vino tinto de España, llenó otra para llevar en la mano, atravesó el extenso comedor y una docena de salones y emprendió un viaje por la casa, escoltada por cuantos galgos y falderos se dignaron seguirla.
       También esto formaba parte de la rutina diaria. Volver y no visitar la casa le era tan imposible como volver y no dar un beso a su abuela. Le parecía que se animaban las piezas cuando ella entraba; que se daban vuelta y abrían los ojos como si hubieran dormitado en su ausencia. Le parecía, también, que a pesar de haberlas visto cientos y millares de veces eran distintas cada vez, como si una vida tan larga hubiera almacenado en ellas miles de cambiantes humores, según el invierno y el estío, el cielo despejado y el nublado, y sus propias alternativas y el carácter de las personas que las visitaban. Eran siempre amables con los extraños, aunque un tanto aburridas; con ella, eran del todo francas y se sentían a gusto. ¿Y por qué no?
       Hacia casi cuatro siglos que eran amigos. Nada tenían que ocultarse. Ella sabía sus alegrías y sus penas. Sabía la precisa edad de cada parte de ellas y sus pequeños misterios —un cajón secreto, un armario escondido, o alguna deficiencia tal vez, como una parte remendada o agregada más tarde. Ellas también la conocían en todas sus mutaciones y humores. Nada les había ocultado; había acudido a ellas como una mujer y como un niño, llorando y bailando, pensativa y alegre. En el vano de esa ventana había compuesto los primeros versos; en esa capilla se había casado. Aquí me enterrarán, pensó, arrodillándose en el ventanal de la galería y saboreando el vino de España. Aunque no podía creerlo, el cuerpo del leopardo heráldico proyectaría charcos amarillos en el suelo, el día que la bajaran a descansar entre sus mayores. Ella, que descreía de toda inmortalidad, no podía no sentir que su alma estaría siempre con los rojos en los paneles y los verdes en el diván. Porque la pieza —acaba de entrar en el dormitorio del Embajador— relucía como una concha que ha estado siglos en el fondo del mar y ha sido recubierta e irisada infinitamente por el agua: era rosada y amarilla, verde y color arena. Era tan frágil como una concha, tan iridiscente y tan vacua. Ningún Embajador volvería a dormir ahí. ¡Ah!, pero ella conocía el lugar donde seguía latiendo el corazón de la casa. Abriendo suavemente una puerta, se paró en el umbral de modo (así le pareció) que el cuarto no la viera y miró la agitación del tapiz en esa eterna brisa débil que no lo abandonaba. Seguía cabalgando el cazador; Daphne seguía esquivándose. Seguía latiendo el corazón, meditó, aunque débilmente, aunque muy apartado: el frágil indomable corazón del enorme edificio.
       Chistó a su jauría y bajó por el corredor cuyo piso estaba hecho de troncos serruchados de roble. Había filas de sillones de terciopelo desteñido, alineados contra la pared con los brazos abiertos en espera de Isabel, de Jaime, tal vez de Shakespeare, de Cecil, que no venían. Se entristeció al verlas. Desenganchó la cuerda que las cercaba. Se sentó en el sillón de la Reina; hojeó un libro manuscrito en la mesa de Lady Betty: hundió los dedos en las antiguas hojas de rosas; se alisó la melena con los cepillos de plata del Rey Jaime; jugueteó y rebotó en su cama (ningún Rey volvería a dormir en ella, pese a todas las sábanas nuevas de Louise) y apretó las mejillas contra el tisú raído que la cubría. Por todos lados había bolsitas de alhucema contra la polilla y rótulos impresos: «Se ruega no tocar», que parecían reprocharla, aunque los había puesto ella misma. Ya la casa no era del todo suya, suspiró. Ahora pertenecía al tiempo, a la historia; eludía el contacto y el dominio de los vivos. Nunca se derramaría aquí cerveza, pensó (estaba en el dormitorio donde se había hospedado Nick Greene), ni se harían más quemaduras en la alfombra. Doscientos sirvientes no volverían a correr y a gritar por las galerías, con calentadores y grandes leños para las grandes chimeneas. Ya no prepararían cerveza negra, ni fabricarían velas, ni harían monturas, ni labrarían la piedra en los talleres fuera de la casa. Hachas y martillos estaban silenciosos ahora. Las sillas y las camas estaban desocupadas; los jarros de oro y plata estaban guardados en vitrinas. Las grandes alas del silencio latían en todo el ámbito de la casa vacía.
       Se sentó al final de la galería, con los perros echados alrededor, en el duro sillón de la Reina Isabel. La galería se prolongaba hasta un punto donde ya casi no había luz. Era como un túnel metido en el pasado. Sus ojos lo escrutaron y vio personas que charlaban y se reían: los grandes hombres que ella había conocido —Dryden, Swift, Pope; y hombres de estado conversando; y amantes demorándose en los asientos de las ventanas; y gente corriendo y bebiendo en las largas mesas y el humo de la leña enroscándose en las cabezas haciéndolas toser y estornudar. Más lejos, vio filas de espléndidos bailarines formando para una cuadrilla. Una música, frágil, aflautada, pero sin embargo importante, empezó a tocar. Sonó el órgano. Trajeron un ataúd a la capilla. Salió un cortejo nupcial. Hombres con yelmos partieron para las guerras. Trajeron estandartes de Flodden y de Poitiers y los colgaron de la pared. La larga galería se dobló así, y mirando aún más lejos, Orlando creyó percibir al final, más allá de Isabelinos y Tudores, alguien más viejo, más remoto, más oscuro: una figura encapuchada, severa, monástica: un monje que andaba con las manos cruzadas y un libro en ellas, murmurando.
       Como un trueno, el reloj del establo dio las cuatro. Ningún temblor de tierra derribó un pueblo con igual rapidez. La galería y todos sus ocupantes quedaron reducidos a polvo. Su propia casa, que había estado oscura y sombría mientras miraba, se iluminó como por una explosión de pólvora. En esa luz, todo lo que estaba a su alrededor se destacaba con extrema nitidez. Vio girar dos moscas y notó el azulado brillo de sus cuerpos; vio un nudo en la madera donde pisaba, y el temblor de la oreja de su perro. Al mismo tiempo oyó el crujido de una rama en la quinta, unas ovejas tosiendo en el parque, un agudo chillido por las ventanas. Su cuerpo retemblaba, le ardía como si de golpe la hubieran desnudado en una helada fuente. Guardó, sin embargo, como no lo hubiera hecho en Londres, cuando dio las diez el reloj, un perfecto aplomo (porque ahora era una y entera, y presentaba, puede ser, una superficie mayor al embate del tiempo). Se levantó pero sin apuro, chistó a sus perros y bajó la escalera firmemente pero con gran vivacidad y salió al jardín. Las sombras de las plantas eran de una nitidez milagrosa. Percibió cada grano de polvo en los canteros como si tuviera un microscopio aplicado al ojo. Vio la complejidad de los gajos de cada árbol. Cada brizna de pasto era definida, y cada nervio y cada pétalo. Vio a Stubbs, al jardinero, bajando por el camino, y era visible cada botón de sus polainas; vio a Betty y a Prince, los percherones, y nunca distinguió con más claridad la estrella blanca en la frente de Betty y las tres largas cerdas que sobrepasaban las otras en la cola de Prince. En el patio las antiguas paredes grises parecían un negativo fotográfico; oyó el altoparlante que condensaba en la terraza una música de baile que estaban escuchando las personas de la Ópera de Viena, todo terciopelo punzó. Estimulada y animada por el presente, sentía asimismo un incomprensible temor, como si cada segundo que se infiltrara por el abierto golfo del tiempo comportase un riesgo desconocido. La tensión era demasiado incesante y demasiado rigurosa para ser tolerada mucho tiempo sin incomodidad. Contra su voluntad atravesó con rapidez el jardín y salió al parque, como si sus piernas se movieran solas. Le costó un gran esfuerzo detenerse en la carpintería y quedarse inmóvil, viendo a Joe Stubbs trabajar una rueda de carro. Estaba parada con los ojos fijos en la mano del hombre, cuando dio el cuarto de hora. La atravesó como un meteoro, tan ardiente que no hay dedos que lo sujeten. Vio con inmunda nitidez que al pulgar de la mano derecha de Joe le faltaba la uña y que tenía en su lugar como una almohadilla de carne rosa. El espectáculo era tan atroz que sintió como un vahído, pero en esa fugaz oscuridad, cuando parpadearon sus ojos, dejó de oprimirla el presente. Había algo insólito en la sombra que proyectaba el parpadear de sus ojos, algo que (como cualquiera puede comprobarlo mirando, ahora, al cielo) siempre está lejos del presente —de ahí su terror, su indeterminado carácter—, algo que uno rehúsa fijar con un nombre y llamar belleza, porque no tiene cuerpo, es como una sombra sin sustancia, ni calidad propia, pero con el poder de transformar todo a lo que se agrega. Mientras Orlando estaba inmóvil en la carpintería, salió furtivamente esa sombra y agregándose a las innumerables escenas que ella había estado recibiendo, las convirtió en algo tolerable, comprensible. Su mente se agitó como el mar. Sí, pensó, exhalando un hondo suspiro de alivio al salir de la carpintería para ascender la colina, otra vez empiezo a vivir. Estoy en la ribera del Serpentine, pensó, el barquito está remontando el arco blanco de mil muertes. Estoy a punto de comprender.
       Tales fueron sus palabras, dichas con toda claridad; pero no disimularemos el hecho de que en ese momento era un testigo muy mediocre de lo que tenía ante los ojos y pudo fácilmente haber confundido una oveja con una vaca o un viejo que se llamaba Jones con otro de apellido Smith, que no era ni siquiera pariente. Porque el desvanecimiento levísimo que había proyectado el dedo sin uña se había ahondado ahora en el fondo de su cerebro (que es lugar prohibido a nuestra mirada) en un estanque donde habitan las cosas en una oscuridad tan profunda que casi no sabemos lo que son. Miró ese estanque o ese mar que refleja todo —y lo cierto es que algunos dicen que nuestras pasiones más fuertes, y el arte, y la religión, son reflejos que vemos en el hueco negro del fondo de la cabeza, cuando efímeramente se oscurece el mundo visible. Ahora lo miró, larga y profundamente, y el camino de helechos que trepaba la colina ya no fue del todo un camino, sino en parte el Serpentine; los espinos del cerco fueron en parte damas y señores con tarjetas y bastones de puño de oro; las ovejas fueron en parte casas altas de Mayfair; cada cosa se cambió parcialmente en otra, como si la conciencia de Orlando fuera una selva con avenidas ramificándose por aquí y por allá; las cosas se alejaban y se acercaban, se confundían y se apartaban, y hacían las más raras alianzas y combinaciones en un incesante ajedrez de luz y de sombra. Salvo cuando el sabueso Canute corrió una liebre y le recordó que serían las cuatro y media —realmente eran las seis menos veintitrés— no se acordó del tiempo. El camino de helechos conducía, con muchas vueltas y revueltas, a la encina, que se levantaba en la cumbre. El árbol era más grande, más recio y más nudoso que cuando ella lo conoció, alrededor del año 1588, pero estaba aún en la plenitud de la vida. Las hojitas agudamente plegadas seguían agrietándose en las ramas, espesamente. Tirada en el suelo, sintió los huesos del árbol abriéndose como costillas a un lado y otro. Le gustaba pensar que cabalgaba sobre el lomo del mundo. Le gustaba asirse a algo duro. Al echarse, cayó del fondo de su chaqueta de cuero un librito cuadrado de tela roja —su poema «La Encina». Debí traer una pala, reflexionó. La tierra era tan playa sobre las raíces, que era harto discutible que pudiera cumplir su propósito y enterrar el libro en ese lugar. Además, lo desenterrarían los perros. Esos actos simbólicos nunca tienen suerte, pensó. Quizá lo más prudente sería omitirlos. Tenía un breve discurso en la punta de la lengua, que había pensado pronunciar al enterrar el libro. (Era un ejemplar de la primera edición firmado por el autor y el ilustrador.) «Lo sepulto, como un tributo —estaba por decir—, una devolución a la tierra, de lo que la tierra me dio», pero, ¡Dios mío!, en cuanto uno se pone a declamar palabras ¡qué tontas parecen! Recordó al viejo Greene, subiendo a una tribuna, el otro día, para compararla con Milton (salvo por la ceguera) y entregarle un cheque de doscientas guineas. Había pensado, entonces, en el roble aquí en su colina, y, ¿qué tendrá eso que ver con esto?, se había preguntado. ¿Qué tendrán que ver siete ediciones? (Ya el libro las había alcanzado.) ¿Escribir versos, no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz? De modo que toda esta charla y censura y elogio y ver personas que la admiran a una y ver personas que no la admiran a una, nada tiene que ver con la cosa misma: una voz tratando de contestar a otra voz. ¿Qué cosa más secreta, pensó, más lenta y más parecida a un diálogo de amantes, que la balbuceada respuesta que ella había dado todos esos años al antiguo canturreo de los bosques, a las granjas, a los caballos zainos esperando en el portón, cuello contra cuello, a la herrería y la cocina y los campos que tan laboriosamente producen trigo, nabos, pasto y al jardín trémulo de iris y de fritilarias?
       Dejó insepulto y descompaginado su libro, y miró el vasto panorama, diverso entonces como el fondo del mar, iluminado por el sol y manchado de sombras. Había una aldea, con su campanario entre los álamos; una mansión abovedada y gris en un parque; una chispa de luz en un invernáculo; un corral con parvas amarillas. Los campos estaban divididos por negros grupos de árboles, y después de los campos se dilataban largas zonas de bosque, y luego el resplandor de un río, y luego alturas otra vez. En la lejanía los picos de Snowdon quebraban blancamente las nubes; Orlando divisó las colinas de Escocia y las mareas que conmueven las Hébridas. Esperó el eco del cañón mar afuera. No —sólo soplaba el viento. Ya no había guerra... Drake se había ido; Nelson se había ido. «Y ésta —pensó dejando que sus ojos que habían divisado esas distancias volvieran a la tierra a sus pies—, fue algún día mi tierra; ese castillo entre las lomas fue mío, y ese páramo que se dilata casi hasta el mar». Aquí el paisaje (quizá por un escamoteo de la media luz) se sacudió y dejó resbalar por sus costados cónicos toda esa acumulación de casas, castillos y bosques. Las montañas peladas de Turquía surgieron ante su vista.
       Era el ardiente mediodía. Miró derecho a la pendiente calcinada. A sus pies las cabras mordían las matas arenosas. Un águila se cernía en lo alto. La ronca voz del viejo Rustem, el gitano, le graznó en los oídos:
       —¿Qué son tu antigüedad y tu linaje y tus propiedades comparadas con esto? ¿Qué necesidad de cuatrocientos dormitorios, y de tapas de plata en todas las fuentes, y de mucamas que sacuden?
       En ese momento, algún reloj de iglesia sonó en el valle. El paisaje cónico se desinfló. El presente se le vino encima otra vez, más suave que antes, ahora que se desvanecía la luz. No destacó ningún detalle, nada pequeño: sólo campos nublados, chozas con lámparas, el dormido bulto de un bosque, y una luz en forma de abanico rechazando la oscuridad en un callejón. Ella ignoraba si habían dado las nueve, las diez o las once. Había venido la noche —la noche que era el tiempo que más quería, el tiempo en que se ven con toda claridad los reflejos en el negro estanque del espíritu. Ya no necesitaba desmayarse para mirar bien hondo en la oscuridad donde las cosas toman forma y para distinguir en el negro estanque a una muchacha de bombachas rusas, o a Shakespeare, o un buque de juguete en el Serpentine, y después el Océano Atlántico, embraveciéndose en altas olas contra el Cabo de Hornos. Miró en la oscuridad. ¡Ése era el bergantín de su marido, en la cresta de la ola! Subió, y subió y subió. El arco blanco de mil muertes creció ante él. ¡Hombre temerario, hombre ridículo, doblando sin cesar tan inútilmente el Cabo de Hornos, en plena tempestad! Pero el bergantín pasó por el arco y emergió al otro lado, sano y salvo.
       —¡Éxtasis! —gritó—. ¡Éxtasis!» Y después el viento cesó, las aguas se aquietaron, y vio las olas cabrillear tranquilas a la luz de la luna.
       —¡Marmaduke Bonthrop Shelmerdine! —gritó Orlando, recostada en la encina.
       El hermoso nombre chispeante cayó del cielo como una pluma de azul acerado. Ella lo vio caer, dando vueltas y vueltas como una flecha de moroso descenso que hiende, hermosamente, el aire profundo. Llegaba, como él siempre llegaba, en momentos de calma: cuando cabrilleaba la ola y las hojas manchadas caían lentamente sobre su pie, en los bosques de otoño: cuando el leopardo estaba quieto y la luna en las aguas, y nada se movía entre el mar y el cielo. Entonces llegaba.
       Todo, ahora, estaba tranquilo. Era casi la medianoche. La luna salía con lentitud sobre el bosque. Su luz alzó un castillo fantasma sobre la tierra. Ahí estaba la enorme casa, con todas sus ventanas vestidas de plata. No había paredes ni sustancia. Todo era fantasma, todo era quieto. Todo estaba iluminado como a la espera de una Reina muerta. A sus pies, Orlando vio una agitación de penachos oscuros en el patio, y antorchas vacilantes, y sombras que caían de rodillas. Otra vez una Reina bajó de su carroza.
       —La casa está a sus órdenes, Señora —gritó con una gran reverencia—, Nada se ha tocado. La conducirá mi padre, el Lord muerto.
       En eso retumbó la primer campanada de la medianoche. La fría brisa del presente le rozó la cara con un breve aliento de miedo. Miró ansiosamente a lo alto. El cielo estaba oscuro de nubes. El viento le rugía en los oídos. En el rugido del viento oyó el rugir de un aeroplano que se acercaba.
       —¡Aquí, Shel, aquí! —gritó, desnudando el pecho a la luna (que ahora resplandecía) y sus perlas brillaron como los huevos de alguna enorme araña. El aeroplano rompió las nubes y se detuvo. Revoloteó un instante sobre ella. En la oscuridad las perlas ardían como fosforescentes.
       Y cuando Shelmerdine saltó a tierra —apuesto capitán, bronceado, rosado y alerta— un pájaro voló sobre su cabeza.
       —¡Es el pato! —Orlando gritó—. ¡El pato salvaje!
       Y la campanada duodécima de la medianoche sonó: la campanada duodécima de la medianoche del jueves once de Octubre del año Mil Novecientos Veintiocho.


N. del T.:

[1] Basta consultar un manual de literatura para saber que el Capitán estaba cometiendo un error; pero se trata de un bien intencionado y por eso no lo corregimos.

[2] Esos dichos son harto conocidos para que los repitamos aquí. Además, figuran en sus obras completas.

[3] Si un delicado jarrón de porcelana se rasga —o la Ninfa viola el precepto de Diana — o mancilla su honor o su brocado flamante —o no asiste a la misa, o a un baile de máscaras— o pierde el corazón, o el collar, en un baile.

[4] Soy apenas un eslabón deleznable —de la fatigada cadena de la vida—; pero he dicho palabras consagradas. —¡Ah, no digas que en vano!—. Acaso la doncella cuando sus lágrimas —brillen a la luz de la luna— (Lágrimas por los amados y los ausentes) —susurrará...

[5] Estaba tan cambiada, que la suave nube color clavel —que antes cubrió su mejilla como la que la tarde— despliega en el cielo, inflamada, rosa y ardiente —había empalidecido, rota por vivos rubores encendidos, antorchas del sepulcro.

[6] El original inglés dice: To dine, to meet, que trae un eco de las cavilaciones de Hamlet: To die, to sleep.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar