William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


¡Absalón, Absalón! (1936)
Absalom, Absalom!
(Nueva York: Random House, 1936, 384 págs.)

Capítulo I

      Desde las dos, aproximadamente, hasta la puesta del sol, permanecieron sentados, aquella sofocante y pesada tarde de septiembre, en lo que la señorita Coldfield seguía llamando «el despacho» por haberlo así llamado su padre: una habitación cálida, oscura, sin ventilación, cuyas ventanas y celosías continuaban cerradas desde hacía cuarenta y tres veranos, porque, allá en su niñez, alguien opinaba que el aire en movimiento y la luz producen calor, mientras que la penumbra resulta siempre más fresca. A medida que el sol daba más de lleno sobre ese costado de la casa, la habitación se iluminaba de rayos horizontales y amarillentos que dejaban ver innumerables partículas de polvo. Quintín pensó que serían, sin duda, escamas de la viejísima pintura descolorida, desprendidas de la madera resquebrajada y empujadas hacia el interior por una fuerza semejante a la del viento. Una guía de glicinas florecía por segunda vez en aquel estío, y trepaba por un enrejado que se divisaba frente a la ventana; los gorriones llegaban y partían en bandadas, sin orden ni concierto, produciendo un rumor seco y polvoriento al levantar el vuelo. Frente a Quintín se hallaba la señorita Coldfield, con su sempiterno traje de luto, que llevaba desde hacía cuarenta y tres años, aunque nadie sabía si era por su padre, hermana o no-marido; erecta y rígida, ocupaba una silla de duro asiento, tan alta para ella que sus piernas, sin llegar al suelo, pendían rectas y verticales como si los huesos de sus tobillos y pantorrillas estuviesen fundidos en hierro, lo que les daba el aire de rabia impotente que tienen los pies infantiles. Hablaba con voz áspera, huraña, asombrada, y al final toda atención cesaba, el poder auditivo se confundía a sí mismo y el objeto de su impotente pero indomable fracaso —aunque había muerto años atrás— aparecía, como evocado por esa indignada requisitoria, sereno, distraído e inofensivo, brotando del polvo paciente, soñador y victorioso.
      Su voz no cesaba: se esfumaba. Allí estaba la penumbra suave con un leve aroma mortuorio, dulzona por la presencia de las glicinas dos veces florecidas al contacto ardoroso y sereno del sol de septiembre sobre las paredes exteriores, destilado e hiperdestilado, y el sonoro y melancólico revolotear de los gorriones entre sus ramas, semejante al ruido de un palo flexible agitado sin tregua por algún chicuelo ocioso, y el aroma rancio de aquella avejentada carne de mujer, endurecida a través de larga virginidad, mientras el huraño rostro desvaído lo contemplaba por encima del borroso triángulo de encajes que adornaban su garganta y sus muñecas, desde aquella silla demasiado alta en que parecía un niño crucificado, la voz no callaba, sino que se esfumaba, yendo y viniendo a largos intervalos como un hilo de agua que corriera de un banco de arena seca a otro, y el fantasma meditaba con incorpórea docilidad, como si fuera esa voz que él embrujaba donde otro más afortunado hubiera encontrado un hogar.
      Salía de un trueno silencioso y, bruscamente (hombre-corcel-demonio), invadía la escena tranquila y convencional como una de esas acuarelas que premian en las exposiciones escolares; sus ropas, cabello y barba olían ligeramente a azufre, y tras él se agrupaba su tropel de negros salvajes, fieras a medio domesticar a quienes se les enseñó a caminar erectas como hombres, en actitudes salvajes y reposadas; en medio de ellos, maniatado, aquel arquitecto francés con su aire severo, huraño y andrajoso. El jinete permanecía inmóvil, barbado, mostraba las palmas de sus manos; detrás, los negros salvajes y el arquitecto cautivo se apretujaban en silencio, llevando en una paradoja incruenta las palas, picas y azadas de la conquista pacífica. Luego, en su largo noasombro, Quintín vio cómo dominaban silenciosamente las cien millas cuadradas de tierra tranquila y atónita, cómo extraían de la Nada silenciosa, con violento esfuerzo, una casa y un parque, y los arrojaban como barajas sobre una mesa bajo la mirada del personaje pontifical de las palmas elevadas, para crear el Ciento de Sutpen, el Hágase el Ciento de Sutpen, como antiguamente se dijo Hágase la Luz. Y su oído se reconciliaba, y le parecía escuchar a dos Quintines diferentes: el Quintín Compson que se preparaba a ir a Harvard, al Sur, a ese inmenso Sur, muerto desde 1865, poblado de fantasmas quejumbrosos, ofendidos, desconcertados; oyendo, obligado a oír, a uno de esos espectros que había tardado más que todos los otros en buscar su reposo y que le hablaba de rancios tiempos espectrales y el Quintín Compson que era todavía demasiado joven para merecer convertirse en fantasma, pero forzado a serlo, ya que había nacido y se había educado en ese Sur inmenso, lo mismo que ella; los dos Quintines diferentes se hablaban en un largo silencio de no-gente, en un no-lenguaje semejante a éste: Al parecer, este demonio se llamaba Sutpen (el Coronel Sutpen). El Coronel Sutpen. Que vino no se sabe de dónde y sin anunciarse, con una banda de negros vagabundos, y llevó a cabo una plantación. (Arrancó violentamente una plantación, según dice la señorita Rosa Coldfield.) La arrancó violentamente. Y se casó con su hermana Elena y engendró una hija y un hijo. (Los engendró sin cariño, dice la señorita Rosa Coldfield.) Sin cariño. Ellos, que debían de haber sido su orgullo, el escudo y consuelo de su vejez. (Pero ellos lo aniquilaron, o algo ase o fue él quien los destruyó a ellos, o algo así. Y murieron.) Murieron. Sin ser llorados por nadie, dice la señorita Rosa Coldfield. (Salvo por ella.) Sí, salvo por ella. (Y por Quintín Compson.) Sí, por Quintín Compson.
      — Puesto que va usted a estudiar a la Universidad de Harvard, según me han dicho —dijo la señorita Coldfield—, me imagino que nunca volverá por aquí para instalarse en una ciudad insignificante como Jefferson, ya que los del Norte se han arreglado para que no quede aquí nada para los jóvenes. Quizá siga usted la carrera literaria, como lo hacen hoy en día tantas damas y caballeros del Sur, y puede ser que algún día recuerde usted esto y escriba algo acerca de ello. Supongo que ya estará casado para entonces, y cuando su mujer necesite un vestido nuevo o una silla, escriba usted algo de cuanto le he dicho y envíelo a las revistas. Quizá recuerde entonces con afecto a esta anciana que le obligó a pasarse toda una tarde encerrado y entre cuatro paredes, y a oírle hablar de personas y acontecimientos que usted tuvo la suerte de no conocer, cuando probablemente quería estar al aire libre, entre amigos de su edad.
      —Sí, señora —repuso Quintín—. Pero no es eso lo que quiere decir, pensó. Lo que desea es que se sepa.
      Todavía era temprano en aquel momento. Aún tenía en el bolsillo la misiva que le había entregado poco antes del mediodía un negrito, con la invitación de visitarle: ruego ceremonioso, raro, que parecía más bien una orden, casi una llamada del otro mundo; aquella hoja extraña, arcaica de papel de esquila, cubierta por una escritura esmerada, marchita, trabajosa, en la cual —asombrado ante semejante ruego de una mujer que triplicaba su edad y a la que había conocido desde su infancia sin haber cambiado más de cien palabras con ella, o quizá por el hecho de no contar sino veinte años no había adivinado el temperamento frío, implacable y hasta cruel. Obedeció la orden inmediatamente después del almuerzo, y recorrió la media milla que separaba su casa de la de la señorita Coldfield a través del calor seco y polvoriento de comienzos de septiembre. Entró en la casa. También ella —despintada, turbia y de dos plantas— parecía más pequeña de lo que era; pero con un aire, un empaque de austera resistencia, como si ella, lo mismo que su ama, hubiese sido creada para un mundo más reducido del que actualmente la rodeaba. Allí, en la semioscuridad del cerrado vestíbulo, cuyo ambiente era más sofocante aún que el de la calle, como si hubieran quedado aprisionados en él como en un sepulcro todos los suspiros del lento tiempo tórrido transcurrido en esos cuarenta y cinco años, le esperaba, para invitarle a pasar adentro, la pequeña silueta vestida de negro que ni siquiera hacía crujir la seda de su traje, el desvaído triángulo de blonda en la garganta y alrededor de las muñecas, la borrosa cara que lo miraba con expresión reflexiva, atenta y suplicante.
      Lo que ella quiere, pensó, es que se sepa, para que gentes que ella no verá jamás, cuyos nombres nunca llegarán a su oído, gentes que ni han oído su nombre ni han visto su rostro, lo lean y sepan por fin por qué permitió Dios que perdiésemos la guerra, sólo mediante la sangre de nuestros hombres y las lágrimas de nuestras mujeres pudo Él contener a ese demonio y borrar su recuerdo y su estirpe de la faz de la tierra.
      Luego, casi inmediatamente, resolvió que tampoco era éste el motivo que movió a la señorita Coldfield a enviarle la misiva: ¿por qué elegirle a él si no deseaba otra cosa que difundir el hecho, verlo escrito y hasta impreso? No necesitaba para ello recurrir a nadie, ya que desde los tiempos de la juventud de su padre (el de Quintín) se había hecho conocer como poetisa laureada de la ciudad y del Estado mismo, al enviar a la reducida y severa lista de suscripciones del periódico local poemas, odas, panegíricos y epitafios brotados de una acerba e implacable reserva de energía nunca derrotada.
      Pasarían tres horas antes de que supiese el motivo de la llamada, ya que Quintín conocía perfectamente la primera parte de la historia. Formaba parte de su herencia, de esos veinte años en que había respirado el mismo aire y oído a su padre hablar de Sutpen; formaba parte de la herencia de la ciudad de Jefferson, caudal de ochenta años del mismo aire que había respirado aquel hombre en el período transcurrido entre esa tarde de septiembre de 1909 y aquella mañana dominical de junio, en 1833, en que, saliendo de un pasado incógnito, penetró a caballo en la ciudad y adquirió aquella propiedad —nadie supo cómo— y construyó su casa, su mansión, sacándola al parecer de la nada, y se casó con Elena Coldfield y engendró a sus dos hijos (el hijo que dejó viuda a su hermana, sin haberse desposado) y prosiguió así su camino hasta llegar a un violento (y justo, como hubiese dicho sin duda la señorita Coldfield) final.
      Quintín había crecido entre todo ello; hasta los nombres mismos eran intercambiables y sumaban millares. Su niñez estaba poblada de nombres; su propio cuerpo era como un salón vacío lleno de ecos de sonoros nombres derrotados; él no era un ser, una persona, en una comunidad. Era un cobertizo lleno de espectros tercos que miraban hacia atrás y que —después de cuarenta y tres años— no se habían repuesto de la fiebre que había curado el mal; despertaban de la fiebre sin sospechar que habían estado luchando contra ella, no contra la enfermedad misma, y contemplaban con recalcitrante tozudez el pasado, más allá de la fiebre, veían la dolencia con verdadera nostalgia; debilitados por la fiebre, pero curados al fin, no comprendían que su libertad era la de la impotencia.
      — ¿Por qué tuvo que contármelo todo? —preguntó ella esa tarde a su padre, cuando regresó a casa, después que por fin lo despidió, haciéndole prometer que volvería a buscarla en el cochecito—; ¿por qué contármelo a mí? ¿Qué me importa que la propiedad, o la tierra, o aquello que acabó por cansarse de él se volviera en su contra y lo aniquilase? ¿Qué me importa que también aniquilase a su familia? ¡Algún día se volverá y nos destruirá a todos, llamémonos Coldfield, Sutpen o lo que fuere!
      — ¡Ah! —Repuso el señor Compson—. Hace largos años nosotros, los sureños, convertimos a nuestras mujeres en damas. Luego vino la guerra y las damas se transformaron en espectros. Siendo, como somos, caballeros, ¿qué otro remedio nos queda sino escuchar a las espectrales señoras?
      Luego añadió:
      — ¿Quieres saber la verdadera razón por la cual te eligió a ti? —Estaban sentados en el corredor, terminada la cena, esperando que llegase la hora fijada por la señorita Coldfield para que Quintín fuese a buscarla—. Porque necesitará alguien que la acompañe: un hombre, un caballero, pero lo bastante joven como para hacer lo que ella desea en la forma que ella desea. Y te eligió porque tu abuelo fue el único amigo, o cosa semejante, que tuvo Sutpen en estos contornos, y probablemente cree que Sutpen le dijo algo acerca de ella y de ese compromiso que no comprometió, y de esa promesa que no tuvo su cumplimiento. Quizá hasta le dijo a tu abuelo el motivo por el cual ella se negó, por último, a casarse con él. Y tu abuelo podría habérmelo dicho, y yo podría habértelo referido. Por eso, en cierto sentido, suceda lo que suceda esta noche, el asunto quedará en la familia; el esqueleto (si es que existe tal esqueleto) continuará en la alacena familiar. Es posible que crea que si no hubiera sido por la amistad de tu abuelo, Sutpen no hubiera logrado arraigar aquí; y que, aunque se hubiese instalado por fin, no habría podido casarse con Elena. Supongo que te considera parcialmente responsable, hereditariamente, de lo que sufrieron ella y su familia por culpa de Sutpen.
      «Sea cual fuere la razón para elegirme, sea ésa u otra cualquiera —pensaba Quintín—, lo cierto es que tarda mucho en ir al grano.»
      Mientras tanto, en razón inversa a la voz que se desvanecía, el fantasma evocado de aquel hombre, a quien ella no podía perdonar y del cual tampoco podía vengarse, comenzó a adquirir solidez, permanencia. Circundado por el efluvio infernal que él mismo recorría, meditaba (meditaba, pensaba, parecía dotado de sagacidad, como si, aunque se viese privado de la paz —inexpugnable a pesar de todo a la fatiga— que ella le negaba, permaneciese, sin embargo, fuera del radio de todo daño venido de ella) con aire apacible, inofensivo ahora y hasta distraído a ratos; aquel ogro que, mientras la voz de la señorita Coldfield proseguía su relato, dio a luz de sí mismo ante los ojos de Quintín los dos niños semiogros, y los tres formaron un fondo sombrío para el cuarto. Era la madre, Elena, la hermana muerta: esa Niobe sin lágrimas que había concebido, en una suerte de pesadilla, de aquel demonio; y que, viva aún, se había movido sin vida y había sufrido sin llanto. Ahora tenía un aire de tranquila y estúpida desolación, y no parecía haber sobrevivido a los demás o haber muerto prematuramente: parecía no haber vivido nunca.
      Quintín creía verlos, los cuatro dispuestos en uno de esos grupos familiares convencionales de la época, con estiramiento ceremonioso e inerte: y los veía como si la borrosa” y antigua fotografía, ampliada y colgada del muro, estuviese detrás de la voz — cuya dueña no se percataba de su existencia—, como si ella (la señorita Coldfield) no hubiese visto jamás la habitación; ese cuadro, ese grupo, tenía algo de extraño, contradictorio e inquietante, algo que no se comprendía del todo, algo maléfico que advertía el mismo Quintín, a pesar de sus veinte años: el último de sus miembros había muerto hacía veinticinco años, el primero llevaba ya cincuenta años en la tumba, y ese grupo era evocado ahora en la penumbra asfixiante de la casa muerta, entre la dureza implacable de la anciana que no perdonaba y la pasiva impaciencia de un jovenzuelo de veinte años que se decía, sin palabras:
      Quizá sea necesario conocer muy bien a la gente para quererla, pero cuando se ha odiado a alguien por espacio de cuarenta y tres años, también se le conoce perfectamente; y tal vez sea mucho mejor así, ya que, transcurridos cuarenta y tres años, nadie puede sorprenderle ya a uno, ni causarle mucha alegría ni mucha rabia.
      «Tal vez (la voz, la narración, el asombro incrédulo e intolerable) existiera en otro tiempo un clamor», pensó Quintín, «hace mucho, cuando ella era una niña, joven e indómita en su carencia de remordimientos, una rebelión contra la ciega circunstancia y la salvaje realidad; pero ahora, no: ahora sólo quedaba la vieja carne femenina, solitaria y frustrada, endurecida a través de cuarenta y tres años de idéntica injuria, la anciana que no perdonaba, ultrajada por aquella afrenta definitiva y postrera que fue la muerte de Sutpen.»
      —No era un caballero. No era precisamente un caballero. Se presentó aquí con un caballo y dos pistolas y un nombre que nadie había oído antes, que podía ser tan ajeno como el caballo o las pistolas; vino buscando un escondite, y el condado de Yoknapatawpha se lo ofreció. Buscó la garantía de hombres prestigiosos que lo salvaran de otros forasteros que quizá llegarían un día a buscarle, y la obtuvo de Jefferson. También necesitó prestigio personal, el escudo de una mujer virtuosa para hacer inexpugnable su posición cuando llegara el día en que hasta aquellos mismos que lo acogieron se apartaron de él con desprecio, horror e indignación: fue mi padre, el padre de Elena quien se lo dio. ¡Oh!, nada digo contra Elena, pobre tonta romántica a quien disculparon su juventud e inexperiencia; ciega tonta romántica y, más tarde, ciega madre tonta, a quien ya no disculpaban la juventud ni la falta de experiencia, cuando yacía en su lecho de muerte, en aquella casa a cambio de la cual había sacrificado su dignidad y su paz; y no tenía a su lado sino a la hija que era ya como una viuda, sin haberse casado nunca, y que, tres años después, sería una verdadera viuda sin haber sido absolutamente nada; y al hijo que había repudiado el techo bajo el cual había nacido y que sólo volvió una vez antes de desaparecer para siempre, convertido en un asesino, casi en un fratricida. Mientras tanto, él, monstruo, criminal, demonio, estaba peleando en Virginia, allí donde había más probabilidades de librar al mundo de su presencia que en lugar alguno de la tierra: pero Elena y yo sabíamos que volvería, que todos los soldados de nuestros ejércitos caerían antes de que le tocara una bala: yo era una niña apenas, ájese usted bien, una niña, cuatro años menor que la misma sobrina que me fuera confiada, a mí se volvió Elena para decir: «¡Protégela; protege al menos a Judit!». Sí, ciega tonta romántica, que no poseyó ni siquiera las cien millas de plantación que, aparentemente, impresionaron a nuestro padre, ni aquel caserón y la presencia de tantos esclavos, día y noche a su servicio, que reconciliaron (no diré impresionaron) a su tía. No: sólo la cara de un hombre que hasta cuando cabalgaba tenía un aire de arrogancia, un hombre cuyo pasado era un misterio o no podía ser revelado a nadie (ni siquiera al padre que habría de darle una hija en matrimonio); un hombre, salido de la nada, que entró en la ciudad a caballo, con un par de pistolas y un rebaño de bestias salvajes que había cazado solo; porque era más fuerte aún que ellas y se imponía por el temor hasta en el lejano país pagano de donde procedía, y el arquitecto francés, que parecía haber sido perseguido y apresado por los mismos negros…
      »Ese hombre llegó aquí y se escondió, se ocultó tras un velo de seriedad, tras las cien millas de terreno que quitó a una tribu de indios ignorantes, nadie sabe cómo, en una casa del tamaño de un palacio donde vivió tres años sin una puerta, una ventana o una cama; pero dándole el nombre de El Ciento de Sutpen, como si se tratara de un privilegio real concedido a perpetuidad a su tatarabuelo: un hogar, una posición, una esposa e hijos que él aceptó (junto con todo lo demás como elementos indispensables al ambiente de seriedad que le servía de escondite, como hubiera aceptado la molestia y aun el dolor de abrojos y espinas en medio de un matorral, si ese matorral le hubiera dado la protección que buscaba.
      »No, no era precisamente un caballero. El matrimonio con Elena, y aunque se hubiera casado con diez mil Elenas, no logró convertirlo en caballero. Tampoco quería serlo, ni que lo tuviesen por tal. No. No era necesario, sólo necesitaba los nombres de Elena y de nuestros padres en un acta de matrimonio (o en cualquier otro documento que garantizase su seriedad) que las gentes pudieran leer; del mismo modo que hubiese exigido la firma de nuestro padre o de cualquier otro caballero respetable en un pagaré, ya que nuestro padre sabía lo que había sido el suyo en Tennessee y su abuelo en Virginia, y nuestros vecinos y las gentes que formaban nuestro círculo sabían que nosotros lo sabíamos y nosotros sabíamos que ellos sabían lo que sabíamos. Estábamos seguros de que creerían cuanto les dijéramos acerca de su origen, aunque mintiésemos; así como bastaba mirarle para comprender que mentiría si dijese de dónde venía, como lo comprobaba el mismo hecho de que jamás hubiese dicho una palabra al respecto.
      »Ese mismo ocultamiento tras una aparente seriedad constituía prueba decisiva (si es que se necesitaban más pruebas) de que había huido del extremo opuesto a toda vida reposada, de un pasado demasiado turbio para que pudiese hablarse de él. Era muy joven. Frisaba en los veinticinco años, y un hombre de esa edad no emprende voluntariamente las asperezas y privaciones que significan desbrozar un terreno virgen y llevar a cabo una plantación por puro afán de dinero; al menos, un joven desprovisto de pasado tenebroso, del cual prefiere no hablar siquiera, en el Misisipí de 1853, junto a ese río poblado de navíos cargados de borrachos estúpidos, cubiertos de diamantes y deseosos de perder hasta el último esclavo y el postrer fardo de algodón antes de que la embarcación llegase a Nueva Orleans… No, eso no era posible, estando el río a una noche de viaje a buen galope, y sin otro obstáculo que los otros rufianes, o el riesgo de ser abandonado en algún banco arenoso o, en último caso, de encontrarse al terminar el viaje con un nudo corredizo. No era ningún segundón salido de regiones tranquilas, de Virginia y Carolina, para colonizar nuevas tierras con un contingente de negros innecesarios en el hogar paterno; porque bastaba mirar a esos negros que lo acompañaban para comprender que no venían de Virginia ni de Carolina, sino de una región mucho más antigua y que nada tenía de tranquila. Y bastaba mirarle a la cara para saber que hubiera escogido el río, aun desafiando el riesgo del nudo corredizo, y lo hubiera preferido al camino que siguió, aunque hubiera sabido que había una veta de oro enterrada esperándole en esa misma propiedad que compró.
      »No, no considero a Elena más culpable que yo; al contrario, me inculpo a mí misma, porque tuve veinte años de tiempo para observarle, mientras Elena sólo tuvo cinco. Y en esos cinco, tampoco pudo verlo, sino que oyó por terceras personas lo que él hacía y eso sólo parcialmente, ya que nadie se enteró de la mitad de las cosas que realizó durante esos cinco años, y la otra mitad no eran para ser contadas a una esposa, ni mucho menos a una jovencita. Se instaló aquí y organizó un espectáculo brutal que duró cinco años, y Jefferson le agradeció la diversión encubriéndolo hasta el extremo de que ni uno solo reveló a las mujeres de su casa lo que estaba sucediendo. Pero yo dispuse de toda mi vida para observarle, ya que, en apariencia y por razones que el cielo no ha creído conveniente divulgar, mi vida concluyó en una tarde de abril, hace cuarenta y tres años, puesto que quien haya disfrutado de lo poco que pude llamar “vida” hasta ese momento, no puede dar ese mismo nombre a la existencia que llevo desde entonces. Vi lo que había sido de Elena, mi hermana. La vi convertida en una reclusa, que miraba crecer a aquellos dos hijos condenados, a quienes ella no podía salvar. Vi el precio que tuvo que pagar por esa casa y ese orgullo; vi cómo expiraban sucesivamente aquellos pagarés sobre su dignidad, su tranquilidad y su alegría que había firmado aquella noche en que penetró en la iglesia. Vi cómo se deshacía la boda de Judit sin razón ni motivo, a la sombra de una excusa; vi morir a Elena sin otro amparo que yo, una niña, a quien volverse en demanda de una protección para su hija; vi a Enrique, después de haber repudiado su hogar y su primogenitura, volver un día y arrojar prácticamente el cadáver sangriento del novio de su hermana sobre el ruedo del traje nupcial de Judit; y luego vi volver a ese hombre, fuente y origen del mal que sobrevivió a todas sus víctimas, que había engendrado dos hijos no sólo para que se destruyeran mutuamente y aniquilaran su propia estirpe, sino también la mía; pues le prometí casarme con él.
      »No, tampoco me acuso a mí misma. No me escudo en mi juventud, ya que en todo el Sur, desde 1861, no hay ser: hombre, mujer, negro o acémila que haya tenido tiempo u oportunidad de ser joven; otros nos han contado lo que es ser joven. Tampoco me escudo en el diario contacto: el hecho de que una mujer joven y casadera, en el momento en que casi todos los jóvenes que, en circunstancias normales, hubiera podido tratar, habían muerto en remotos campos de batalla, viviera dos años bajo el mismo techo con él. No me excuso en las necesidades materiales: en el hecho de que una huérfana, sin bienes de ninguna especie, se haya vuelto espontáneamente no sólo en procura de protección, sino hasta del pan cotidiano, a su única parentela: la familia de su difunta hermana. Pero desafío a quien se atreva a acusar a una huérfana de veinte años, a una muchacha desamparada, por haber tratado no sólo de justificar su situación, sino también de reivindicar el honor de una familia en la cual la virtud de las mujeres no había sido puesta jamás en tela de juicio, aceptando una honesta propuesta matrimonial de parte del hombre cuya mesa se veía obligada a compartir. Por encima de todo, no me disculpo: yo era una joven que acababa de salir de un holocausto que me arrebató a mis padres, mi tranquilidad; todo; había visto destrozarse a mi alrededor todo cuanto significaba mi vida, y caer a los pies de unas cuantas figuras con forma humana, pero con talla y nombre de héroes; una joven, repito, obligada a vivir en contacto diario e ininterrumpido con uno de esos varones que (fuese cual fuese su pasado y las cosas que ella creyó o supo acerca de él) habían luchado durante cuatro años heroicos en defensa de la tierra y las tradiciones de la patria que la había visto nacer. Y un hombre capaz de tal cosa, por villano que pareciese, poseía a sus ojos, aunque sólo fuera por asociación con aquéllos, la talla y la silueta de un héroe; él también surgía del mismo holocausto que a ella la consumió, sin otra fortuna con que hacer frente al futuro del Sur que sus manos y la espada que nunca rindió al enemigo, y una citación de su derrotado general en jefe, por su indomable valor. ¡Oh, sí!, era valiente. Nunca lo he negado. Pero, ¡que nuestra causa, nuestra vida misma, todas las esperanzas del futuro y el orgullo del pasado hayan sido pesados en el platillo defendidos por hombres como aquél…! Valerosos y fuertes, pero sin misericordia ni honor. ¿Hay de qué extrañarse porque el cielo dispusiera nuestra perdición?
      —Así es —asintió Quintín.
      —Pero ¡que haya estado nuestro padre, el de Elena y el mío, entre sus conocidos, entre todos aquellos que solían ir a beber y a jugar a las cartas con él, a verle luchar contra esos negros salvajes; aquellos hombres cuyas hijas él les habrá ganado a los naipes! ¡Que haya sido nuestro propio padre! ¿Cómo habrá podido acercarse a él, bajo qué pretexto? ¿Qué puede haber habido entre ambos, fuera de la cortesía corriente entre dos caballeros que se encuentran en la calle, entre ese hombre salido Dios sabe de dónde, que no se atrevía siquiera a confesar su origen, y nuestro padre? ¿Qué puede haber habido entre papá y él? Nuestro padre fue feligrés metodista, comerciante de modesta posición que no sólo no hubiera hecho nada en el mundo para enriquecerse, sino que ni siquiera hubiera soñado en confesar qué era lo que ambicionaba, aunque lo hubiera hallado tirado en la acera; un hombre que jamás tuvo tierras ni esclavos, excepto dos sirvientes a quienes dio la libertad tan pronto como los compró; que ni fumaba, ni jugaba, ni tomaba parte en cacerías. ¿Qué podría haber de común entre él y un individuo que no pisó una sola iglesia de Jefferson sino en tres oportunidades: cuando conoció a Elena, el día en que ensayaron la ceremonia nupcial y el mismo día de las bodas? Bastaba mirar a ese hombre para saber en el acto que, aunque no fuera rico, estaba acostumbrado a tener dinero y decidido a enriquecerse cuanto antes, sin grandes escrúpulos en cuanto a los medios: ése fue el hombre que descubrió a Elena en la iglesia. En la iglesia, fíjese usted bien, como si pesara sobre nuestra familia una maldición, una fatalidad, y Dios mismo cuidase de que se cumpliese hasta apurar la última gota, hasta las heces. Sí, una maldición y una fatal adversidad pesaban sobre el Sur y sobre nuestra familia, como si algún antepasado nuestro se hubiera establecido adrede en esta tierra predestinada a la ruina, esta región maldita; o quizá porque nuestra familia, los antecesores de mi padre, cayeron bajo la maldición hace largo tiempo, y el cielo los atrajo y obligó a establecerse en una tierra y en una época maldecidas. Ni siquiera yo, que era entonces demasiado niña para comprender nada de eso, aunque Elena fuese mi propia hermana y Enrique y Judit mis sobrinos, no podía ir a casa si no era con papá o con mi tía, y no se me permitía jugar con ellos sino en el interior de la casa (y no porque fuera cuatro años menor que Judit y seis menor que Enrique; ¿no se volvió acaso Elena hacia mí antes de morir para decirme: «Protégelos»?). Yo misma solía preguntarme qué habría hecho mi abuelo, o mi padre antes de casarse con mamá, qué habrían hecho para que Elena y yo tuviésemos que expiarlo, y ni aun nuestros sufrimientos fueran suficientes, ¿qué crimen habrían cometido para que semejante maldición cayera sobre nuestra casa y nos convirtiera no sólo en los instrumentos de la ruina de ese hombre, sino también de la nuestra?
      —Sí, señora —dijo Quintín.
      —Sí —prosiguió la serena y áspera voz, tras el triángulo inmóvil de blondas desvaídas.
      En ese instante, entre los huérfanos pensativos y modosos, Quintín vio cómo se plasmaba la silueta de una niña vestida con las faldas estiradas y los largos calzones de otros tiempos, con sus suaves y largas trenzas. Parecía guarecerse, ocultarse casi, tras la ordenada verja de un jardincillo triste, aburguesado, y contemplar desde allí el mundo de gigantes de una apacible callejuela aldeana con el aire característico de esos niños que han nacido demasiado tarde, intrusos en la vida de sus padres, condenados a ver toda conducta humana a través de las complicadas y superfluas tonterías que cometen los adultos: un aire de Casandra, sin alegría, severa y profundamente profético, totalmente desproporcionado a la edad de aquella misma niña que nunca había sido joven.
      —Sí, yo nací demasiado tarde. Con veintidós años de retraso; fui una niña para quien, a raíz de las conversaciones que sorprendió en boca de los mayores, el rostro de mi hermana y el de mis sobrinos se convirtieron en rostros salidos de esos cuentos de ogros que se escuchan después de la cena, antes de ir a la cama, mucho antes de tener la edad necesaria para jugar con ellos; y a pesar de todo, fue a mí a quien se volvió esa hermana cuando yacía moribunda, con un hijo desaparecido, condenado a ser un asesino, y una hija condenada a la viudez antes de casarse, para decirme: «¡Protégela a ella al menos! ¡Protege a Judit!». Pero, aun siendo niña, su instinto le permitió formular la respuesta de la que se mostró incapaz la sabiduría de sus mayores: «¿Protegerla? ¿De quién y de qué? Él ya les ha dado la vida: no puede hacerles mayor daño. Ahora deben defenderse contra sí mismos».
      Debía de ser más tarde de lo que parecía; debía de ser tarde ya y, sin embargo, los amarillos rayos de sol, palpitantes de partículas diminutas, no disminuían la impalpable muralla de sombras que las separaba unas de otras; el sol parecía haberse inmovilizado. Todo aquello (la conversación, el relato) le parecía (a él, a Quintín) dotado de ese algo que tienen los sueños, algo ilógico, irracional, propio de esos ensueños que el durmiente sabe han transcurrido —abortivos y completos en el espacio de un segundo. Sin embargo, deben de tener alguna verosimilitud para mover al que sueña a adquirir credibilidad y producir horror, asombro o placer; y ello depende por completo del tiempo transcurrido, de la sensación del tiempo que corre, como en la música o en un relato impreso.
      —Sí, nací demasiado tarde. Fui una niña que siempre recordó aquellas tres caras (y la de él también) tales como las vio por vez primera en el carruaje, aquel domingo por la mañana, cuando la ciudad comprendió por fin que había transformado en una pista de carreras el camino que va desde el Ciento de Sutpen hasta la iglesia. Yo tenía tres años, y sin duda los había visto antes, ¿cómo no había de haberlos visto? Pero no lo recuerdo. Ni siquiera recuerdo haber visto a Elena antes de aquel domingo. Era como si esa hermana, a quien jamás había contemplado, se hubiera ocultado en el castillo de un ogro o de un genio, y volviera por sólo un día al mundo que había abandonado. Yo, que tenía tres años, me desperté muy temprano aquel fausto día; me vestí y ricé mis cabellos como si fuera Navidad; era un acontecimiento más importante aún que la misma Navidad, ya que por fin aquel ogro o genio había consentido en ir a la iglesia, aunque sólo fuera por consideración a su esposa e hijos, para permitirles acercarse un poco más a la salvación eterna, para dar a Elena una oportunidad de luchar contra él, por las almas de esos niños, en un campo de batalla donde la apoyaban, además del cielo, las gentes de su estirpe y de su círculo; prestándose, sí, a un intento de redención o haciendo gala, al menos, de cierta caballerosidad momentánea. Eso era lo que yo esperaba. Eso lo que veía cuando, de pie ante la iglesia, con mi padre a un lado y mi tía al otro, esperaba la llegada del carruaje que debía recorrer un camino dé doce millas. Y aunque debo de haber visto antes a Elena y a sus hijos, ésta es la visión primera de ellos que bajará conmigo al sepulcro: un torbellino como el frente de una tromba, el carruaje y el pálido rostro alargado de Elena en su interior y, a ambos lados, las dos pequeñas caras que eran miniaturas de la suya, y en el asiento delantero, el rostro y los dientes del negro salvaje que guiaba los caballos; y la suya, su cara exactamente igual a la del negro, salvo los dientes (a causa de su barba, seguramente), todo envuelto en un estruendo y en una furia de caballos desbocados, de galopes y en nubes de polvo.
      »Claro está que había gente de sobra para instigarle, y hasta para apostar por él y convertir la cosa en una carrera; a las diez de la mañana de aquel domingo, el carruaje volando sobre dos ruedas llegó hasta la puerta misma de la iglesia, con aquel negro brutal que, vestido de cristiano, parecía un tigre domesticado provisto de su guardapolvo y tocado con un ridículo sombrero de copa; y Elena, con la cara tan pálida aferrando a aquellos dos niños que no lloraban ni necesitaban que se los sujetase, sentados a su lado, perfectamente tranquilos y reflejando en sus rostros esa enormidad infantil que en aquel momento no fuimos capaces de comprender. Sí, había muchos que lo incitaron y lo siguieron; ni aun él podía organizar una carrera de carruaje sin un competidor al cual desafiar. Pero la opinión pública no bastó para detenerle, ni tampoco los hombres en cuyos carruajes viajaban señoras y niños que podrían haber caído en alguna cuneta del camino; fue el pastor mismo, quien habló en nombre de las mujeres del condado de Yoknapatawpha y de Jefferson. Entonces dejó de acudir a la iglesia; sólo iban, todos los domingos por la mañana, Elena y los niños, en el carruaje; de manera que sabíamos que, por lo menos, no se cruzarían apuestas, dado que nadie podía asegurar si se trataba o no de una carrera: ahora sólo se divisaba el rostro impasible del negro salvaje, cuyos dientes brillaban a ratos, de modo que nadie sabía si era una carrera o una espantada de los caballos, y si algún triunfo había, se reflejaba en un rostro que estaba a doce millas, allá en el Ciento de Sutpen, un rostro que no necesitaba ver ni participar en el espectáculo. Ahora era el auriga negro quien, al pasar junto a otro tiro, le hablaba en el mismo lenguaje con que dirigía el suyo: algo que se dice sin palabras, que no necesita de palabras probablemente, en la lengua en que dormían allá entre el cieno de los pantanos, en ese idioma que trajeron aquí de aquellos tétricos pantanos donde nacieron los negros que encontró un día Sutpen…, el polvo, el estruendo, el carruaje que volaba en torbellino hasta detenerse a la puerta de la iglesia, mientras las mujeres y los niños se dispersaban chillando delante de sus ruedas y los hombres sujetaban las bridas del otro tronco de caballos. El negro dejaba a Elena y a los niños en la puerta y conducía luego el carruaje hasta la arboleda, donde se acostumbraba atarlos, y castigaba a los animales por haberse desbocado. Cierta vez, un tonto trató de interponerse y el negro se volvió hacia él con el bastón en alto, mostrando un poco los dientes, y le dijo: “Patrón dice, yo hago. Usted avise patrón”.
      »Sí, de ellos, de ellos mismos. Y otra vez no fue el pastor. Fue la misma Elena. Nuestra tía y papá conversaban; entré y mi tía dijo: “Sal, vete a jugar”, y aunque nada se oía a través de la puerta, yo hubiera podido repetir palabra por palabra cuanto dijeron: “Tu hija, tu propia hija”, había dicho mi tía; y papá: “Sí, es mi hija. Cuando juzgue conveniente que yo intervenga, ella misma me lo dirá”. Porque el último domingo, cuando Elena y los chicos salieron de la casa, no los esperaba el carruaje, sino el carricoche de Elena, con la vieja yegua mansa que ella misma conducía y un muchacho palafrenero que él había comprado para reemplazar al negro salvaje. Judit miró el carricoche, lo comprendió todo y empezó a chillar, y siguió chillando y pataleando mientras la arrastraban hasta su dormitorio y la metían en la cama. No, él no estaba presente. Ni siquiera aseguraría que tras una cortina se ocultaba un rostro triunfante. Probablemente, se hubiera sorprendido tanto como nosotros, ya que todos comprendimos que se trataba de algo más serio que un mero arrebato infantil o histérico: el rostro de él había estado continuamente dentro del carruaje; había sido Judit, una nena de seis años, la que había autorizado e instigado al negro para que desbocara el tronco de caballos. Fíjese, no había sido Enrique, el varón, lo que hubiera resultado bastante grave, sino Judit, la niña.
      »En cuanto papá y yo traspusimos la entrada aquella tarde y comenzamos a acercarnos a la casa, lo sentí. Era como si, en medio del apacible silencio de aquella tarde de domingo, se oyeran todavía los aullidos de aquella criatura, no ya perceptibles al oído, sino a la piel, a los cabellos de nuestra cabeza. Pero no pregunté inmediatamente. Tenía apenas cuatro años; estaba sentada en el carricoche junto a papá, así como estuve entre él y mi tía, de pie ante la puerta de la iglesia, aquella mañana en que me vistieron y prepararon para ver por primera vez a mi hermana y a mis sobrinos. Yo miraba la casa. La había visto antes, como es natural, pero aun el día en que la vi por vez primera ya sabía cómo iba a ser, del mismo modo que ya sabía cómo serían Elena y sus hijos antes de verlos aquel día que, en mi recuerdo, fue la primera vez que los vi. No, ni siquiera entonces preguntaba, sino que, sin quitar los ojos de aquella enorme casa silenciosa, dije: “Papá, ¿en qué habitación está acostada por enferma Judit?”, con esa serena aptitud infantil para aceptar lo inexplicable; aunque ahora sé que en aquel instante me preguntaba qué había visto Judit cuando salió a la puerta y vio el carricoche en lugar del carruaje y el pacífico palafrenero en lugar del negro salvaje. ¿Qué había visto en aquel carricoche que a todos nos parecía tan inocente?; o peor todavía, ¿qué había extrañado cuando lo vio y empezó a chillar? Sí, era una tranquila y calurosa tarde de domingo, como la de hoy; todavía recuerdo el absoluto silencio que reinaba en la casa cuando entramos, y que me hizo comprender en seguida que él no estaba allí, aunque no sabía que en aquel momento se hallaba bajo el emparrado bebiendo en compañía de Wash Jones. Sólo supe, en el mismo instante en que franqueamos el umbral, que no estaba allí, por una especie de seguridad omnisciente; sabía que no le era necesario quedarse a gozar de su triunfo, y que aquello, en comparación con lo que sucedería algún día, era asunto trivial e indigno de nuestra atención. Sí, aquella habitación sumida en silenciosa penumbra, con las persianas cerradas y una negra sentada junto a la cama con un abanico, y la cara pálida de Judit sobre la almohada, bajo el tul del mosquitero, dormida (como supuse entonces) quizá fuera verdaderamente sueño o algo semejante: y el rostro de Elena, blanco y sereno, y papá que decía: “Ve y busca a Enrique, y dile que juegue contigo, Rosa”, y entonces me quedé parada junto a la puerta silenciosa en aquel vestíbulo silencioso, porque tenía miedo de alejarme de allí, porque oía el silencio de aquella tarde fatídica en la casa, más ruidoso que el trueno, más ruidoso que una carcajada de triunfo.
      »—Piensa en los niños —dijo papá.
      »— ¿Pensar? —Exclamó Elena—. ¿Qué hago sino pensar en ellos? ¿Por qué me paso las noches en vela sino porque me las paso pensando en ellos?
      »Ni papá ni Elena dijeron: “Vuelve a casa”. No. Esto ocurrió antes de que entrase en boga reparar las equivocaciones volviéndoles la espalda y huyendo de ellas. Sólo se oían las dos voces tranquilas tras la puerta cerrada, tan tranquilas como si discutiesen algo impreso en una revista; mientras tanto, yo, una niñita, me apretujaba tras aquella puerta, porque tenía miedo de estar allí, pero más aún de alejarme. Inmóvil detrás de la puerta, como si quisiera fundirme en las maderas oscuras, como un camaleón, escuchaba el espíritu viviente, la misteriosa presencia de esa casa, que exhalaba un largo sonido neutral, mezcla de victoria y desesperanza, de triunfo y terror; puesto que la vida y el aliento de Elena se habían unido a los suyos para formarlo.
      »— ¿Te gusta esto?… —dijo papá.
      »—Papá —repuso Elena. Eso fue todo. Pero vi su cara en aquel momento, tan claramente como la veía mi padre, con aquella misma expresión que tuvo aquel primer domingo y los demás. Un sirviente entró en ese momento y dijo que nuestro coche estaba preparado.
      »Sí, de ellos. No de él, ni de otra persona, ya que nadie, ni siquiera él mismo, podría haberlos salvado. Porque él nos había mostrado entonces por qué ese triunfo no merecía siquiera su atención. Es decir, se lo mostró a Elena, no a mí. Yo no estuve allí; apenas me vio durante los seis años siguientes. Nuestra tía había muerto y yo dirigía la casa paterna. Una vez por año, papá y yo íbamos a cenar con ellos, y otras tres o cuatro venían Elena y sus hijos a pasar el día en casa con nosotros. Pero él, que yo sepa, jamás volvió a poner el pie en nuestra casa después de casarse con Elena. Yo era joven entonces, tan joven que hasta creía que ese alejamiento se debía a algún tenaz rescoldo de conciencia aunque no fuese de remordimiento. Ahora sé a qué atenerme. Ahora sé que fue, simplemente, porque, una vez que papá le dio, junto con una esposa, la respetabilidad que ambicionaba, ya no le quedó otro deseo; ni siquiera por un resto de gratitud (para no hablar de apariencias) hubiera sido capaz de privarse de algún capricho para ir a comer en compañía de su familia política. Por eso los vi muy poco. Ya no tenía tiempo para jugar, aun cuando hubiese sentido inclinación por las diversiones. Nunca supe jugar, y ya no había motivo para aprenderlo, aunque hubiera tenido tiempo para ello.
      »Así pasaron seis años, y ya no era ningún secreto para Elena, puesto que la cosa venía repitiéndose desde que remacharon el último clavo en el edificio; la única diferencia entre ese momento y la época de su soltería era que ahora enganchaban los troncos y ensillaban los caballos y las mulas en el bosquecillo que está detrás de las caballerizas, y atravesaban así la pradera sin ser vistos desde la casa principal. En efecto, aún quedaban muchos; parecía que Dios o el mismo diablo hubieran sacado partido de los vicios de ese hombre para reunir una nube de testigos que presenciaran cómo se cumplía nuestra maldición, y no sólo gente bien nacida, de nuestra clase, sino individuos de ínfima ralea que, en otras circunstancias, jamás se hubieran atrevido a acercarse a la casa, ni siquiera por la puerta trasera. Sí, Elena y los chicos solos en aquel caserón, a doce millas de la ciudad; y allí, en los establos un espacio libre rodeado de rostros iluminados por linternas, caras blancas por tres costados, negras por el cuarto, y en el centro, dos de sus negros salvajes luchando desnudos; pero no como pelean los blancos, con reglas y armas, sino como lidian los negros, para causarse lo más pronto el mayor daño posible. Elena lo sabía o creía saberlo, pero no era así. Ella lo aceptaba (no lo toleraba, lo aceptaba), así como en medio del más terrible ultraje hay un momento de respiro que uno acepta con una especie de gratitud porque puede decirse: Gracias a Dios, esto es todo; al menos ya lo sé todo; y eso era lo que ella pensaba cuando, aquella noche, entró corriendo en el establo, mientras los mismos hombres que habían entrado por la puerta trasera se apartaban con un postrer átomo de decencia, Elena no vio las dos bestias negras que esperaba encontrar, sino una blanca y una negra, desnudas hasta la cintura y amagándose a los ojos como si, además de ser del mismo color, hubieran estado cubiertas de pelo. Sí. Parecía como en ciertas ocasiones, al terminar la función, a la caída de la tarde, a manera de gran final o quizá, por una mortífera previsión, para demostrar quién retenía la supremacía y el dominio, él mismo hacía frente a uno de los negros. Sí. Eso fue lo que Elena vio: su marido, el padre de sus hijos, allí, jadeante, desnudo, ensangrentado hasta la cintura, y el negro que, por lo visto acababa de caer derrotado, tendido a sus pies, sanguinolento; pero, sobre su piel, la sangre parecía sudor o grasa… Elena con la cabeza descubierta, corriendo desde la casa por la ladera de la colina, tuvo tiempo de oír el ruido, el aullido; lo escuchó mientras corría a través de la oscuridad y, antes de que los espectadores advirtieran su presencia, lo oyó antes de que a uno de ellos se le ocurriera decir: “Es un caballo”; luego, “Es una mujer”, y luego, “¡Santo Dios, es un niño!”, entró corriendo y los espectadores se apartaron y le mostraron a Enrique, que forcejeaba por librarse de los negros que lo habían tenido sujeto, aullando y vomitando, y sin detenerse, sin mirar siquiera los rostros que se volvían a otra parte para que ella no los viera, se arrodilló entre la suciedad del establo para levantar a Enrique, pero sin mirarlo tampoco: lo miraba a él, que estaba de pie, con los dientes brillantes entre la barba, mientras un negro le enjugaba la sangre con unos paños. “Sé que ustedes sabrán disculparnos, caballeros”, dijo Elena. Pero todos se iban ya, blancos y negros se escurrían como entraron, subrepticiamente, y Elena no los miraba ya; sino que permanecía de rodillas en medio de la suciedad del suelo, y Enrique, sollozando, se abrazaba a ella y él seguía allí, impasible, mientras un tercer negro le alargaba su camisa y su americana, como si esa prenda fuese un bastón, y él una serpiente aprisionada.
      »— ¿Dónde está Judit, Tomás? —preguntó Elena.
      »— ¿Judit? —dijo él. ¡Oh, no mentía!; su propio triunfo lo había dominado, llevándolo más adelante aún de lo que se propusiera en el camino del mal—. ¿Judit? ¿No estaba en cama, acaso?
      »—No me mientas, Tomás —dijo Elena—. Comprendo que hayas traído a Enrique para ver esto, comprendo que quieras que lo vea; trataré de comprenderlo; sí, me esforzaré, me obligaré a comprenderlo. Pero no a Judit, Tomás. A mi niñita, no.
      »—No espero que lo comprendas —dijo él—. Eres mujer. Pero no he traído a Judit. Nunca la traería aquí. No espero que lo creas, pero te lo juro.
      »—Quisiera creerte —repuso Elena—. Quiero creerte —y entonces comenzó a llamar—: ¡Judit! —Llamó con voz dulce, serena, llena de desesperación—: ¡Judit, queridita! ¡Es hora de ir a la cama!
      »Pero ya no estaba allí. No estaba allí para ver los dos rostros idénticos al de Sutpen: el de Judit y el de la negrita que la acompañaba, que atisbaba desde un ventanuco cuadrangular del desván.

Capítulo II

       Era aquél un estío de glicinas. Su aroma impregnaba la media luz crepuscular, junto con el del cigarro que fumaba su padre mientras ambos, terminada ya la cena, esperaban sentados en la galería a que llegase el momento de la partida de Quintín; allá abajo, en la extensa y rústica pradera, las luciérnagas erraban suavemente de un lado a otro: el olor, el vaho que, cinco meses más tarde, llevaría la carta del señor Compson desde el Misisipí, por encima de la interminable nieve férrea de Nueva Inglaterra, hasta el gabinete de Quintín, allá en Harvard. Era también un día de escuchar…, de oír, en 1909, todo aquello que ya sabía, puesto que había nacido en medio de ello y respiraba el mismo aire que había hecho vibrar las campanas de la iglesia aquella mañana de domingo, en 1833, y cada domingo oía repicar una de las tres campanas primitivas en aquel mismo campanario, donde las descendientes de las mismas palomas se pavoneaban aún, arrullándose y revoloteando en pequeños círculos que parecían suaves pinceladas fluidas sobre el suave cielo estival. Aquella mañana de domingo, en junio, las campanas repicaban apacible y perentoriamente, con cierta cacofonía —pues concordaban sus nombres, mas no sus tonalidades— y las damas y niños, y los sirvientes negros cargados de sombrillas y matamoscas de alambre y hasta unos pocos caballeros (las señoras, con sus anchos miriñaques, se movían entre el casimir en miniatura de los varoncitos y los largos calzones de las niñas, pues era el tiempo en que las damas, en vez de andar, flotaban), mientras los demás hombres que estaban sentados y tenían apoyados los pies sobre la baranda de la posada de Holston, levantaron los ojos; y allí estaba el forastero.
      Cuando lo divisaron, estaba ya en mitad de la plaza, a horcajadas sobre un caballo bayo muy sudado, y tanto el hombre como su cabalgadura parecían haber salido del aire y haber sido depositados, bajo la brillante luz fantástica del verano, en pleno trote corto: nadie había visto antes ese rostro ni ese animal, nadie había escuchado antes ese nombre, y muchos no adivinarían jamás los fines y propósitos que lo guiaban. Por lo tanto, durante las cuatro semanas subsiguientes (en aquel entonces, Jefferson era apenas una aldea: la posada de Holston, el juzgado de paz, media docena de comercios, un herrero, un establo a caballeriza, una taberna frecuentada por vendedores ambulantes y arrieros, tres iglesias y unas treinta mansiones particulares) el nombre del forastero corrió de boca en boca en los centros de actividad y de ocio, y a través de las casas de familia, en continua estrofa y antistrofa: Sutpen, Sutpen, Sutpen, Sutpen.
      Nada más se supo acerca de él por espacio de un mes. Parecía oriundo del Sur y — según trascendió posteriormente— frisaba en los veinticinco años, cosa que no se vio desde el primer momento, porque tenía el aire de quien acaba de salir de una grave enfermedad. No de quien ha estado tranquilamente en su cama y se ha curado y comienza a moverse con una suerte de asombro desconfiado y vacilante, en medio de un mundo que se creyó a punto de abandonar; sino como quien ha pasado solo por la puerta del horno, por algo más grave que la fiebre, como los exploradores que, además de afrontar las asperezas naturales de su profesión, se encuentran repentinamente dominados por el imprevisto ataque de la fiebre y luchan contra ella con inmenso desgaste, no solamente físico, sino también moral, solos y sin ayuda, no movidos por el ciego impulso instintivo de sobrevivir, sino por la ambición de ganar y disfrutar el premio concreto por el cual se arriesgaron en la aventura inicial.
      Era hombre corpulento, pero de esquelética flacura; tenía una barba rojiza que parecía un disfraz y por encima de la cual asomaban sus ojos pálidos, soñadores y vivaces al mismo tiempo, duros y serenos en ese rostro cuyas carnes parecían de terracota, cocidas al calor de esa fiebre que provenía del alma o del ambiente, más honda que el mismo sol, bajo una superficie muerta e impasible, semejante al barro vidriado. Eso fue lo que vieron, pero pasaron años antes de que la población supiese que era todo cuanto poseía en aquel instante: el fuerte caballo exhausto y las ropas que llevaba puestas y la pequeña alforja en la cual apenas cabían una muda de ropa, las navajas de afeitar y las dos pistolas que la señorita Coldfield mencionó en su conversación con Quintín, con sus culatas gastadas como mangos de azadón y que él usaba con la misma precisión con que las señoras manejan las agujas de tejer. Luego, el abuelo de Quintín lo vio cabalgar a medio galope alrededor de un pino, a seis metros de distancia, y poner las dos balas en un naipe clavado al tronco. Tomó una habitación en la posada de Holston, y se llevó la llave en el bolsillo. Cada mañana, antes del amanecer y después del desayuno, ensillaba su caballo y se alejaba. Nadie quiso averiguar adónde iba, posiblemente, porque efectuó su demostración de tiro tres días después de llegar a la ciudad. Fue menester contentarse con rumores o decidirse a interrogarle para saber algo acerca de él, empresa que debía intentarse de noche, durante la cena, en el comedor de la posada de Holston, o bien en el salón que tenía que atravesar para llegar hasta su habitación y encerrarse en ella con llave, cosa que hacía tan pronto como terminaba de comer.
      El despacho de bebidas daba también al salón: era, pues, éste el lugar adecuado para abordarlo y hasta para iniciar averiguaciones; pero él no entró nunca en el despacho. Les dijo que no bebía. No dijo que acostumbraba beber y luego suprimió ese vicio, ni que en su vida había probado el alcohol. Sólo dijo que no deseaba beber, y pasaron años antes de que el abuelo Quintín (que era un muchacho en esa época, pues faltaban aún muchos años para que se convirtiera en el general Compson) sospechase que el motivo por el cual Sutpen no bebía era que no tenía el dinero necesario para pagar su parte o corresponder a los convites. El general Compson fue el primero en comprender que, además del dinero, a Sutpen le faltaban tiempo e inclinación para la bebida y la camaradería; era, en aquel momento, esclavo absoluto de su secreto, de su furiosa impaciencia, de la convicción, originada en su reciente tribulación —esa fiebre fisiológica o mental—, de que era menester apresurarse, de que el viento volaba bajo sus pies, convicción que lo impulsaría durante los próximos cinco años o —según los cálculos del general— hasta unos nueve meses antes del nacimiento de su hijo.
      Decidieron, pues, atraparlo, acorralarlo en el salón, entre la mesa de la cena y su cuarto cerrado, para darle la oportunidad de narrarles de dónde venía, quién era, a dónde tenía pensado dirigirse, cuáles eran sus actividades; pero —logrado el intento— él retrocedía lenta e ininterrumpidamente hasta hallarse de espaldas contra la pared o una pilastra cualquiera, y allí se quedaba, sin responderles nada, con toda la urbanidad amable de un empleado de hotel.
      Sólo trataba con el apoderado de los indios chickasaw; por eso, hasta aquel sábado a la noche, en que despertó al funcionario local de tierras con su título de propiedad y sus monedas acuñadas en oro español, la ciudad no se enteró de que estaba en posesión de cien millas cuadradas de la mejor tierra virgen de la zona; pero esas mismas nuevas llegaron demasiado tarde, pues Sutpen se había ido, nadie sabía a dónde ni por qué.
      Pero ahora era un terrateniente, y muchos empezaron a sospechar lo que el general Compson, por lo visto, sabía ya: que los doblones españoles que había desembolsado para hacer legalizar sus títulos eran los últimos que poseía. Quedaron, pues, persuadidos de que se había ido en busca de nuevos fondos; y hubo varios que llegaron a creer (y hasta a decirlo en voz alta, ahora que él ya no estaba) lo que un día afirmaría la futura y entonces inexistente cuñada de Sutpen en su conversación con Quintín: que había descubierto un ingenioso y práctico sistema de esconder su botín y que había vuelto al escondrijo con el fin de llenar una vez más su bolsa, aunque no hubiera cabalgado hacia el río y los barcos llenos de jugadores y traficantes de algodón y esclavos, para reabastecer su tesoro.
      Al menos, muchos se decían esas cosas cuando, dos meses después y sin anunciarse, se presentó de nuevo, escoltado por un carretón cubierto, manejado por un negro a cuyo lado se veía, en el pescante, un hombrecillo pequeño, despierto y resignado, con un rostro latino a la vez hosco y fatigado, vestido de levita, chaleco floreado y un sombrero que no hubiera provocado admiración en ningún paseo parisiense, ropas de las que no había de desprenderse ni un solo día por espacio de dos años, indumentaria sombría y teatral unida a una expresión de resolución fatalista y atónita, mientras que su cliente blanco y los negros operarios a quienes aconsejaría, aunque no los dirigiese, no llevaban otra ropa que una capa de barro reseco. Era el arquitecto francés.
      Años más tarde, la ciudad supo que había venido desde la Martinica, sin otra garantía que la promesa de Sutpen, y que había pasado dos años comiendo carne de venado, asada al fuego en una hoguera, y viviendo en una tienda de campaña sin pavimento, hecha con el techo del carretón, antes de ver un solo centavo de su paga. Y pasarían dos años todavía antes de que volviera a ver la ciudad de Jefferson, a su regreso, de paso para Nueva Orleans; o nunca quiso ir, o bien Sutpen no quiso llevarlo consigo en las escasas oportunidades en que visitó la población, y poco tiempo tuvo aquel primer día para observarla, pues la carreta no se detuvo ni un instante.
      Por lo visto, Sutpen cruzó la ciudad por un mero azar geográfico y sólo permaneció en ella el tiempo necesario para que alguien (que no era el general Compson) atisbase por debajo del techo del carromato y viese un túnel tenebroso lleno de ojos inmóviles y con el mismo tufo de las guaridas de los lobos.
      Pero la leyenda de los negros salvajes de Sutpen no surgió en seguida; pues la carreta siguió avanzando como si hasta el hierro y las maderas de su armazón, y las mulas que tiraban de ella se hubiesen contagiado, por simple asociación con él, de esa escuálida e infatigable actividad, de esa convicción de que el tiempo vuela y es menester apresurarse. Más adelante, Sutpen refirió al abuelo de Quintín que aquella tarde, en la cual la carreta pasó por Jefferson, estaban en ayunas desde la noche anterior y que su prisa por llegar al Ciento de Sutpen y al remanso del río se debía a la urgencia de cazar un gamo antes de la puesta del sol, para que él, el arquitecto y los negros no tuviesen que pasar otra noche con el estómago vacío.
      La leyenda de los salvajes fue arraigando en la ciudad por boca de quienes habían llegado hasta allí para ver qué acontecía. Contaban que Sutpen se apostaba con sus pistolas sobre la pista de las piezas de caza y enviaba a los negros a rodear el pantano como una jauría; y que durante aquel primer verano y el otoño siguiente, esos eslavos no tenían siquiera, o no las usaban, mantas con que envolverse para dormir, hasta que Akers, el cazador de coatíes, contó que había pisado a uno de ellos, dormido en medio del fango como un verdadero caimán, y tuvo el tiempo justo para proferir un grito de alarma. Los negros no sabían inglés todavía; y sin duda otros, además de Akers, ignoraban que la lengua en que se comunicaban con Sutpen era una especie de francés, y no su propio, fatal y oscuro dialecto nativo.
      Había muchos otros, fuera de Akers, pero se trataba de ciudadanos respetables, terratenientes, que no necesitaban rondar el campamento durante la noche. Lo cierto es que, según contó la señorita Coldfield a Quintín, solían formar grupos que se encontraban en la posada de Holston y salían a caballo; algunos, hasta llevaban consigo su almuerzo. Sutpen había construido un cobertizo de ladrillo, donde instaló la sierra y otras herramientas traídas en el carretón: un cabrestante provisto de una larga lanza hecha con el tronco de un árbol pequeño, y grupos de negros se turnaban (él también intervenía, cuando era necesario) para tirar de la maquinaria, como si fueran realmente salvajes; sin embargo, según dijo el general Compson a su hijo, el padre de Quintín, mientras los esclavos trabajaban, Sutpen jamás levantaba la voz; sino que los guiaba con su ejemplo, captando el momento psicológico, y su ascendiente sobre ellos radicaba más en el respeto que en el terror brutal. Sin desmontar siquiera (por lo general, Sutpen no los saludaba ni con una inclinación de cabeza, y parecía tan ajeno a su presencia como si se tratara de sombras ociosas), se apretujaban en un raro grupo silencioso — como para protegerse mutuamente— y contemplaban cómo se elevaba la mansión, cuyos materiales se acarreaban, viga por viga y ladrillo por ladrillo, desde aquella ciénaga donde dormían el adobe y los árboles: el hombre blanco y barbado y sus veinte negros, todos absolutamente desnudos bajo el pegajoso y penetrante barro. Puesto que se trataba de hombres, esos espectadores no comprendieron que las ropas que vestía Sutpen el día que entró en Jefferson eran las únicas que se le conocieron, y muy pocas mujeres lo habían visto hasta entonces. De lo contrario, algunas se hubiesen adelantado y la señorita Coldfield en la presunción de que estaba mezquinando sus ropas ya que el decoro, a falta de elegancia, sería la única arma (o, por decir mejor, escala) con que contaba para llevar su postrer ataque a lo que la señorita Coldfield y otros quizá llamarían «responsabilidad»; pero el general Compson pensaba que las ambiciones de Sutpen iban mucho más lejos de la mera obtención de una castellana para su casa. Y así él y su veintena de negros trabajaron juntos, y cubiertos de cieno para protegerse de los mosquitos: por lo cual —según dijo a Quintín la señora Coldfield— sólo se le distinguía de sus esclavos por la barba y los ojos. El único que conservaba apariencia humana era el arquitecto, debido a la indumentaria afrancesada que llevaba continuamente, por una suerte de invencible fatalidad, hasta el día en que la casa estuvo concluida, salvo los vidrios y herrajes, que era imposible fabricar a mano; y el arquitecto partió, después de haber trabajado, bajo el sol y el calor de los estíos y en el barro y en los hielos de los inviernos, con una furia serena e incansable.
      Tardaron dos años, él y su dotación de esclavos importados, a quienes sus conciudadanos adoptivos consideraban mucho más peligrosos que cualquier animal salvaje que hubieran levantado y muerto en la región. Trabajaban desde el amanecer hasta el ocaso, mientras grupos de jinetes se aproximaban y, sentados sobre sus monturas, lo contemplaban todo en silencio. El arquitecto, enfundado en su levita y tocado con su sombrero parisiense, rondaba por los alrededores con su expresión de huraña y amarga sorpresa, semejante a un espectador indiferente, ocasional y hosco; o bien, a un espectro infernal y concienzudo. Ese asombro —según el general Compson— no se dirigía a los demás y a su obra; sino a sí mismo, al hecho inexplicable e inverosímil de su propia presencia. Pero era un excelente arquitecto: Quintín conocía la casa, que estaba a veinte millas de Jefferson, en medio de su arboleda de cedros y encinas, pasados ya setenta y cinco años de su construcción. Y además de arquitecto, era artista, dijo el general Compson; ya que solamente un artista hubiera soportado aquellos dos años para construir una casa que no sólo no deseaba, sino que estaba firmemente resuelto a no ver nunca más. No se trataba, según el general, de los dos años de fatigas, privaciones y ultrajes a su sensibilidad, sino de Sutpen: sólo un artista hubiera soportado la obstinación y las prisas de Sutpen y logrado, al mismo tiempo, quitarle el sueño de un castillo sombrío y soberbio, ya que el recinto, tal como lo había planeado Sutpen, hubiera resultado más vasto que toda la ciudad de Jefferson. Fue ese pequeño extranjero, huraño y solitario, quien, sin ayuda de nadie, luchó contra la altiva y dominante vanidad de Sutpen o su ansia de magnificencia, de reivindicación o lo que fuese, y consiguió vencerlas (ni siquiera Compson sospechaba entonces en qué consistía ese deseo) y logró crear, sobre la derrota de Sutpen, la victoria que él mismo no hubiera obtenido, aun después de satisfechas sus ansias.
      Y un día quedó terminada, hasta la última viga o ladrillo, hasta la postrera cuña de madera que pudieron fabricar por sí mismo. Sin pintura ni mobiliario, sin un cristal ni un pestillo ni una bisagra, a doce millas de la ciudad y del vecino más próximo, así quedó por espacio de tres años, rodeada por su parque y sus arboledas, su pabellón para la servidumbre, los establos y quemaderos. Los pavos silvestres se acercaban a una milla de distancia y los gamos se aproximaban también, ligeros y matizados como el humo, y dejaban la delicada huella de sus patitas en los macizos simétricos donde no crecerían flores durante cuatro años. Empezó entonces un período, una etapa, durante la cual la ciudad y la región entera lo observaron aún más desconcertadas que antes. Quizá fuera porque el próximo paso hacia esa meta que el general Compson afirmaba conocer —pero que permanecía totalmente incógnita para la ciudad y el condado— necesitaba tiempo y paciencia, en lugar de ese furioso avance al cual los tenía habituados. Ahora fueron las mujeres quienes sospecharon lo que quería y cuál sería su próxima decisión. Ni uno solo de los hombres, ni siquiera los que lo llamaban por su nombre, sospecharon que deseaba una esposa. Sin duda, muchos de ellos, tanto casados como solteros hubieran desechado la idea con enérgicas protestas, ya que durante los tres años subsiguientes llevó una vida casi perfecta. Vivió allí solo, a ocho millas del vecino más próximo, en viril soledad, dentro de lo que podría llamarse la gigantesca sala de armas de un altanero barón. Habitó en el espartano esqueleto del edificio más vasto de la región, sin exceptuar el propio juzgado de paz, y cuyo umbral no había sido ni siquiera visto por mujer alguna, sin refinamientos afeminados tales como cristales en las ventanas, ni puertas, ni colchones; ni había tampoco mujer alguna que protestase cuando hacía entrar a sus perros para que durmieran en su catre. No necesitaba perros para matar las piezas que dejaban la huella de sus patas en el jardín, frente a la puerta trasera; puesto que las cazaba por medio de seres humanos que le pertenecían en cuerpo y alma, y de quienes se contaba y se creía que eran capaces de acercarse a un gamo echado y degollarlo, sin darle tiempo para moverse.
      Fue entonces cuando comenzó a invitar a esos grupos de hombres que había mencionado la señorita Coldfield durante su relato a ir al Ciento de Sutpen y a acampar en las desnudas habitaciones de su embrionaria y ceremoniosa opulencia. Cazaban y, por las noches, bebían y jugaban a las cartas, y es indudable que a menudo hacía luchar a sus negros entre sí o luchaba él mismo contra uno de ellos, espectáculo que —según la señorita Coldfield— no pudo soportar su hijo varón, en tanto que Judit lo contempló impasible. El mismo Sutpen bebía ahora un poco; pero hubo varios, además del abuelo de Quintín, que advirtieron que lo hacía con notable sobriedad cuando era él quien proveía las bebidas espirituosas. Sus invitados solían traer whisky, que él bebía parsimoniosamente como calculando mentalmente, decía el general Compson, la proporción existente entre el whisky que aceptaba y las piezas de caza que proporcionaba a las escopetas de sus huéspedes.
      Así vivió durante tres años. Ahora era dueño de una plantación: en menos de dos años arrancó a la ciénaga virgen una casa y un parque, y plantó en su terreno semillas de algodón que le fueron prestadas por el general Compson. Y entonces se cruzó de brazos. Pareció sentarse en medio de cuanto estaba casi terminado, y esperar así tres largos años durante los cuales no dio la menor señal de desear otra cosa. Tal vez no sea tan inexplicable que los caballeros del lugar hayan creído que su ambición era llevar la vida que llevaba; fue Compson quien sospechó algo más, puesto que era el único que intimó con Sutpen lo bastante como para ofrecerle la simiente de algodón para empezar. Sólo a él Sutpen le habló de su pasado.
      El general fue el primero en saber que sus doblones españoles eran lo único que le quedaba y el único (según se supo más tarde) que brindó a Sutpen el dinero necesario para terminar y amueblar su casa, oferta que fue rechazada. De ahí que Compson fuera también el primero en adivinar que Sutpen no necesitaba empréstitos para terminar su casa y alhajarla, porque estaba resuelto a casarse con mujer rica. No fue el primero en saberlo, ya que —según la señorita Coldfield le contó a Quintín setenta y cinco años después— las mujeres de todo el condado se habían repetido hasta el cansancio, diciéndolo también a sus maridos, que Sutpen no había concluido aún, que había trabajado demasiado y sufrido muchas penurias y molestias para instalarse ahora a vivir lo mismo que había vivido mientras edificaba su casa; sólo que ahora dormía bajo techo en lugar de pasar la noche bajo la techumbre del carretón, sobre el santo suelo.
      Es probable que las mujeres ya hubieran descubierto entonces, buscándola entre las familias de los caballeros que se titulaban sus amigos, la futura esposa cuyas dotes respondieran a esa respetabilidad que, en opinión de la señorita Coldfield, al menos, era su meta ambicionada. Por ello, al expirar este segundo período, tres años después de la terminación de la casa y de la partida del arquitecto, en otra mañana de domingo, bruscamente, como el primer día, la ciudad lo vio atravesar la plaza, a pie esta vez, pero con las mismas ropas que llevaba al entrar en la ciudad cinco años atrás y que nadie había visto desde entonces (el abuelo de Quintín refirió a su hijo que el propio Sutpen o uno de sus negros había planchado la casaca con ladrillos recalentados), y entrar en el templo metodista; pero sólo unos pocos hombres se sorprendieron. Las mujeres se contentaron con afirmar que, agotadas sus perspectivas dentro de las familias de los hombres con quienes solía beber y jugar, había venido a la ciudad en busca de una esposa, como hubiera ido al mercado de Menfis a comprarse ganado o esclavos. Pero cuando adivinaron quién era la persona a quien había venido a investir con su elección con aquella solemne entrada en la iglesia, el descaro de las mujeres se sumó a la sorpresa de los hombres y, subiendo de punto, transformóse en estupor.
      Porque la ciudad creía conocerlo ahora. Lo había contemplado durante dos años mientras él, con furia hosca e infatigable, erigía ese esqueleto de palacio y roturaba sus campos; luego lo vio sosegado por espacio de otros tres años, como si funcionara movido por una corriente eléctrica y alguien hubiese destruido la dinamo o desmantelado el sistema alámbrico. Por eso, aquella mañana que penetró en el templo metodista con su americana planchada, muchos caballeros y señoras creyeron que bastaba con echar una ojeada a la feligresía para adivinar en seguida a dónde encaminaría sus pasos hasta que comprendieron que había elegido al padre de la señorita Coldfield con la misma helada premeditación con la cual escogió, probablemente, al arquitecto francés.
      Escandalizados y atónitos, vieron cómo asediaba deliberadamente al único ciudadano de Jefferson con el cual nada podía tener en común, y mucho menos en cuestión económica; un hombre bajo el sol que nada podía hacer en su favor —como era evidente— excepto darle un crédito en un insignificante comercio pueblerino o votar por él si algún día se le ocurriera ordenarse de pastor metodista: un metodista, comerciante de modestísima posición a cuyo cuidado estaban, además de su mujer e hija, una madre y una hermana desvalidas, a quienes mantenía con el producto de un comercio que había traído a Jefferson, diez años atrás, en una sola carreta; un hombre conocido por su absoluta, rígida y puritana rectitud, en aquella época y región de inescrupuloso oportunismo; un hombre que no bebía, ni jugaba, ni cazaba siquiera.
      Tan sorprendidos estaban que ni siquiera recordaron que Coldfield tenía una hija casadera. La hija no entraba para nada en sus cálculos. Era imposible relacionar a Sutpen con el amor. Pensaban más en su inexorable severidad que en el respeto que inspiraba, más en el temor que en la justicia; pero la piedad y el amor no se presentaban a su imaginación, porque estaban demasiado ocupados en averiguar cómo procedería Sutpen con Coldfield y cómo lo utilizaría para lograr sus secretos objetivos. Jamás lo sabrían: no lo adivinó ni aun la misma Rosa Coldfield.
      A partir de aquel día se acabaron las cacerías en el Ciento de Sutpen, sólo se le vio en la ciudad. Pero nunca ocioso. Los hombres que habían brindado con él y dormido bajo su techo (algunos llegaron a llamarlo Sutpen, dejando de lado el ceremonioso «señor») lo vieron pasar por la calle, delante de la posada de Holston, y fueron saludados con un frío movimiento de la mano que toca el ala del sombrero, y él siguió su camino hacia el comercio de Coldfield, y nada más.
      —Un día —dijo el señor Compson a Quintín— se fue de Jefferson por segunda vez. Ya debería de estar acostumbrada la población a sus rarezas. Sin embargo, su posición había cambiado sutilmente, como se pudo juzgar a raíz de la reacción popular que provocó su regreso. En efecto, cuando volvió se había trocado en una especie de enemigo público. Tal vez fuera por lo que trajo consigo esta segunda vez: los lujos que se procuró se contrastaron con la escasa dotación de negros salvajes que traía su carreta en el primer viaje. Pero no es ésa mi opinión. Creo que había algo más serio que el valor intrínseco de su caoba, sus arañas y sus alfombras. Creo que la ciudad se sintió afrentada porque comprendió que él la estaba envolviendo en su vida, que la forzaba a transigir con la felonía que le había valido aquellos cristales y aquel mobiliario de caoba. Hasta aquel momento, hasta aquel domingo en que se presentó en la iglesia, el único a quien había perjudicado o maltratado había sido al viejo Ikkemotubbe, a quien compró sus tierras, y esto era asunto que quedaba entre su conciencia, el Tío Sam y Dios. Pero las cosas habían cambiado, puesto que cuando partió tres meses después, y cuatro carretas salieron de Jefferson para ir a su encuentro, a orillas del río, se supo que Coldfield las había contratado y despachado. Eran carretones grandes, tirados por bueyes; cuando regresaron, la ciudad los miró y comprendió que todo el caudal de Coldfield hipotecado no bastaría para llenarlos de tantas mercaderías. No cabe duda de que esta vez fueron más numerosos los hombres que las mujeres que se lo imaginaron —mientras duró su ausencia— con un pañuelo sobre la cara y las dos pistolas brillando a la luz de los candelabros de la sala del vapor, o bien cosas peores: un episodio sucedido en las tinieblas de un embarcadero fangoso y una cuchillada por la espalda. Pasó, cabalgando en su bayo, junto a los cuatro carromatos; pero ni aun aquellos que habían comido sus manjares y cazado sus gamos y hasta le habían llamado sencillamente «Sutpen», sin agregar «señor», se le acercaron. Se limitaron a esperar, mientras la ciudad se llenaba de rumores y se contaba cómo él y sus negros, algo más tratables ya, instalaron puertas y ventanas y grifos y vajillas de cocina, y arañas de cristal en los salones, y muebles, cortinajes y alfombras. Fue aquel mismo Akers, el que tropezó con el esclavo dormido entre el barro, cinco años atrás, quien llegó muy parlanchín y con la mirada extraviada a la posada de Holston cierta noche, y dijo: «Muchachos, ¡esta vez se ha robado todo el condenado vapor!».
      »Y por último, la probidad cívica no pudo soportarlo más. Un día, una partida compuesta por ocho o diez caballeros, entre los cuales se hallaba el sheriff del condado, se puso en marcha hacia el Ciento de Sutpen. Pero no tuvieron que recorrer todo el camino, porque a unas seis millas de la ciudad se toparon con el propio Sutpen. Montado en el bayo, con su levita y el sombrero de castor que todos conocían, y con las pantorrillas envueltas en un trozo de lona; tenía en el pomo de la montura una pequeña maleta y al brazo una cesta. Detuvo su cabalgadura (corría el mes de abril y el camino era un verdadero pantano) y esperó tranquilo, con sus extrañas polainas salpicadas de barro, mientras paseaba sus ojos de uno a otro; tu abuelo decía que sus ojos parecían trozos de un plato roto y su barba era más hirsuta que una almohaza. Éstas fueron sus palabras: hirsuta como una almohaza.
      »—Buenos días, caballeros —dijo—. ¿Me buscaban ustedes?
      »Sin duda, algo se supo a la sazón; aunque los de la comisión de vigilancia no dijeron una palabra más. Sólo sé que toda la ciudad, los hombres que se hallaban en la galería de la posada de Holston, vieron a Sutpen y a la comisión cabalgar hasta la plaza. Sutpen marchaba el primero y los demás se agolpaban a la retaguardia; los pies y pantorrillas de Sutpen bien envueltos en las tiras de tela encerada y sus anchos hombros enfundados en la gastada casaca de paño, y aquel viejo sombrero de castor un poco levantado. Él les hablaba por encima del hombro y sus ojos duros y pálidos parecían inquietos y hasta burlones y despectivos, aun en tales momentos. Se detuvo delante de la puerta y el hostelero negro salió corriendo, tuvo las bridas del bayo y Sutpen bajó, con su maleta y su cesta; subió la escalerilla y, según me contaron, esperó un instante y se volvió hacia los otros que, inclinados sobre sus monturas, no sabían qué actitud tomar. Tal vez no haya resultado inútil su barba, ya que les impidió ver su boca. Luego se volvió, miró a los que, sentados y apoyando sus pies sobre la barandilla, lo observaban, los mismos que solían ir a su casa y dormir en el suelo y cagar en su compañía, y los saludó con aquel ademán suyo ceremonioso y afectado (sí, era un tanto cursi. Siempre se advertía en ocasiones como ésa, decía tu abuelo, cuando trataba con personas de etiqueta. Se parecía a Juan L. Sullivan, que, después de haber aprendido penosamente y por aburrimiento a bailar el schotis y haberse ensayado a escondidas, semana tras semana, ya no creía necesario marcar el compás de la música. Quizá creyera que tu abuelo o el juez Benbow podrían haberlo hecho mejor y con mayor naturalidad que él, pero estaba cierto de que nadie lo haría más oportunamente. Además, se le veía en la cara y en ello estribaba precisamente su prestigio, según aseguraba tu abuelo: cualquiera que lo mirara, podía decir sin equivocarse: Si le urge y tiene oportunidad, este hombre es capaz de hacer cualquier cosa). Entró en la posada y pidió una habitación.
      »Los demás, sin bajarse de sus caballos, lo aguardaron. Supongo que sabían que tarde o temprano saldría de allí; me imagino que, mientras esperaban, recordaron aquel par de pistolas. Porque, como ves, no había cargos concretos contra él: lo único que le acusaba era la aguda indigestión que padecía la opinión pública. Poco a poco llegaron otros jinetes a la plaza y se sumaron a los primeros; de manera que, cuando apareció en el corredor, lo esperaba un nutrido grupo. Ahora tenía un sombrero nuevo y una flamante casaca de paño, de modo que no les fue difícil adivinar qué contenía la maleta. Y hasta sabían qué contenía la cesta, pues ya no la llevaba consigo. No cabe duda de que, en aquel momento, quedaron más desconcertados que antes; pues —demasiado ocupados en calcular cómo se proponía utilizar a Coldfield; y más tarde, después de su regreso, absortos en su ofensa, en la investigación de ese crimen, cuyos resultados veían, aunque los medios continuasen en el misterio— se olvidaron por completo de la señorita Elena.
      »Seguramente que él se detuvo una vez más y contempló todos aquellos rostros y trató de grabar en su memoria las caras nuevas, sin apresurarse; puesto que su barba ocultaba siempre lo que sus labios hubiesen dejado adivinar. Pero parece que no pronunció una sola palabra. Bajó los escalones y atravesó la plaza, seguido por la comisión (la cual, según referencias de tu abuelo, sumaba cerca de cincuenta hombres). Dicen que ni siquiera volvió la cabeza. Siguió andando, erguido, con su sombrero nuevo muy levantado y llevando en su mano lo que debió de haberles parecido el último y más injustificado de los insultos. La comisión cabalgaba a su lado bordeando la calle, pero no paralelamente, y muchos otros que no tenían a mano sus cabalgaduras se unieron a ella a pie y lo siguieron también. Las señoras, los niños y las esclavas se asomaron a ventanas y balcones a fin de presenciar el paso del hosco cortejo; pero Sutpen, sin mirar atrás, traspuso la verja de la casa de Coldfield y recorrió el sendero enladrillado que conducía hasta la puerta, llevando en la mano su ramo de flores envueltas en papel de periódico.
      »Y otra vez lo aguardaron. La multitud crecía a ojos vistas: hombres, muchachos y unos cuantos negros procedentes de las casas vecinas se agolparon tras los ocho o diez miembros de la delegación primitiva que, clavados ante la puerta, esperaban su salida. Pasó un largo rato y, cuando salió, ya no llevaba el ramo de flores. Cuando traspuso por segunda vez la verja, Sutpen estaba comprometido con Elena Coldfield. Pero ellos no lo sabían y, tan pronto como llegó a la calle, lo detuvieron. Fue conducido nuevamente a la ciudad mientras mujeres, niños y sirvientes de color atisbaban detrás de las cortinas o semiocultos entre los arbustos de los jardines o tras el ángulo de un edificio; en las cocinas, seguramente, los manjares comenzaban a quemarse. Así llegaron hasta la plaza, donde se les unieron todos los hombres robustos, que habían abandonado ya sus oficinas y comercios. Cuando llegaron al juzgado, el cortejo de Sutpen era más nutrido que el de cualquier esclavo prófugo. Lo llevaron ante un funcionario judicial, pero en el ínterin tu abuelo y Coldfield se habían hecho presentes. Firmada ya su fianza, se le vio regresar aquella tarde, en compañía de Coldfield; ambos recorrieron la misma calle y las mismas caras los espiaron tras las cortinas de las ventanas. Esa noche tuvo lugar la cena de esponsales, en la cual no se bebió vino en la mesa ni whisky después de los postres. En las tres ocasiones en que recorrió esa calle en un mismo día, su porte no se alteró en absoluto: el mismo paso rítmico y sereno, a cuyo compás se balanceaba la nueva levita, el mismo ángulo en el sombrero nuevo, sombreándole los ojos y la barba. Refería mi padre que el aspecto delicado, semejante al de la porcelana, que tenía su cutis cuando llegó a la ciudad, había desaparecido; y que por entonces estaba tostado como el de un buen lugareño. Pero no había engrosado, no era eso; lo que pasaba era que la carne que cubría sus huesos se había tranquilizado, como si descansara después de una angustiosa carrera, de manera que ya en aquel entonces llenaba bien sus ropas, sin perder su airecillo altanero, pero sin demostrar tampoco arrogancia ni fanfarronería, sin embargo, tu abuelo opinaba que nunca fue arrogante, lo que le daba ese aire era una especie de continua vigilancia. Pero ella también había desaparecido, como si, después de tres años, confiara a sus ojos la tarea de vigilar, sin que montara guardia también la carne de sus huesos. Dos meses después, se casó con Elena.
      »Era el mes de junio de 1838; habían pasado casi cinco años desde aquella mañana de domingo en la que apareció en la ciudad sobre su bayo. El casamiento se efectuó en la misma iglesia metodista en la cual había visto por primera vez a Elena, según cuenta su hermana Rosa. A fuerza de insistir y protestar (pero no de zalamerías, pues hubiera sido inútil) la tía había logrado persuadir al señor Coldfield que diera su consentimiento para que Elena se pusiera polvos de arroz en aquella ocasión. Era para ocultar los vestigios de las lágrimas. Pero aún no había concluido la ceremonia cuando el polvo estaba otra vez estriado, grumoso y surcado por el llanto. Elena entró aquella noche en la iglesia saliendo de sus lágrimas como si saliese de la lluvia y, terminado el rito, salió otra vez del templo para hundirse en el llanto: nuevas lágrimas, las mismas lágrimas, la misma lluvia. Subió al carruaje y salió en medio de ella (la lluvia) rumbo al Ciento de Sutpen.
      »Lloraba por el matrimonio en sí, no por el hecho de casarse con Sutpen. Las lágrimas que brotaron por su culpa, suponiendo que existiesen, brotaron mucho después. La boda no fue suntuosa. Al menos, no lo quiso así el padre de Elena. Habrás advertido ya que la mayoría de los divorcios ocurren con mujeres que han sido casadas por uno de esos jueces de paz lugareños que están siempre masticando tabaco, o por un pastor a quien han despertado a medianoche y que realiza la ceremonia mostrando sus tirantes por debajo de la levita, sin cuello, y asistido, en calidad de testigo, por una esposa o hermana solterona coronada de rizadores. ¿Será, pues, excesivo considerar que esas mujeres ansían el divorcio porque se sienten víctimas de una verdadera traición, desilusionadas y frustradas en sus anhelos? ¿Que, a pesar de la palpitante prueba de sus hijos y todo lo demás, aún se ven en su imaginación avanzando al son de la música, entre las cabezas que se vuelven, revestidas de toda la pompa simbólica de la ritual entrega de aquello que ya no poseen? ¿Por qué no, puesto que para ellas la auténtica y verdadera entrega sólo puede ser (y ha sido) una formalidad, como el hecho de cambiar un billete de banco para comprar uno de ferrocarril? Era Sutpen, no Coldfield, quien deseaba una boda fastuosa, con un templo lleno de gente y todos los aditamentos del rito. Lo sé por unas palabras que oí cierto día a tu abuelo y que él, sin duda, sorprendió por azar a Sutpen mismo; pues Sutpen jamás confesó, ni siquiera a Elena, que lo deseaba; y las lágrimas de la novia se debieron, en parte, a que él se negó a último momento a secundar sus insistentes pedidos ante Coldfield. Éste, en apariencia, se proponía utilizar la iglesia, a la cual había dedicado muchos sacrificios, abnegación y verdadero trabajo y dinero, a cambio de lo que podríamos llamar, quizá, un equipo de solvencia espiritual; del mismo modo que hubiera utilizado una desmotadora de algodón, en la cual tuviera parte o responsabilidad, para desmotar el algodón cultivado por él o por cualquiera otro miembro de su familia, consanguíneo o pariente político, y nada más. Quizá su insistencia en una boda sencilla se debiese a esa misma infatigable economía que le permitió mantener a su madre y hermana, casarse y formar familia con el producto de aquel comercio que, diez años atrás, cabía todo entero en un solo carretón; tal vez fuera por un innato sentido del tacto y delicadeza (que, dicho sea de paso, no compartían su hija ni su hermana) con respecto al futuro yerno, a quien dos meses atrás había sacado de la cárcel. Pero no se debió a un movimiento de cobardía motivado por la situación anómala de Sutpen. Dejando de lado sus anteriores relaciones y su futuro parentesco, si en aquel momento Coldfield hubiese creído culpable a Sutpen, no hubiera levantado un dedo para ponerlo en libertad. Quizá no se hubiera molestado gran cosa por salvarlo de la cárcel, pero no cabe duda de que la mejor «desinfección» moral para Sutpen en aquel instante, la que recibió a la vista de todos sus conciudadanos, fue el hecho de que Coldfield firmara la fianza de su libertad, cosa que no hubiera hecho para salvar su propia honra, aunque la detención hubiera provenido del mismísimo negocio que lo ligaba a la sazón con Sutpen; ese negocio del cual se retiró cuando las cosas llegaron a un punto que su conciencia no podía aprobar ya, y del que dejó todos los beneficios al otro sin permitirle siquiera que le compensase por las pérdidas que sufrió al retirarse, aunque dio su consentimiento para su matrimonio de su hija con ese hombre, cuyo proceder no aprobaba su conciencia. Era la segunda vez que procedía así.
      »Cuando se casaron, sólo había diez personas en la iglesia (incluyendo la familia) de las ciento que habían sido invitadas; pero al salir del templo (era de noche y Sutpen había traído media docena de sus negros salvajes, a fin de que los esperasen con teas encendidas) encontraron a más de ciento: eran muchachos, chiquillos, hombres venidos de la taberna de los arrieros, en el suburbio, peones y caballerizos y otros de la misma ralea, que no habían sido invitados. Ése era otro de los motivos del llanto de Elena. Fue la tía quien persuadió astutamente a Coldfield a que permitiese una boda solemne. Pero quien la deseaba era Sutpen. No deseaba una esposa anónima e hijos anónimos, sino ambos nombres: el de la intachable esposa y el del honradísimo suegro, estampados en el documento, en la patente. Sí, una patente, con un sello de oro y cintas encarnadas, si posible fuera. Pero no para él. Ella (la señorita Rosa) diría que el sello de oro y las cintas rojas eran una mera vanidad. Pero fue esa misma vanidad la que ideó la casa y la levantó, sin otro instrumento que sus dos manos, en aquel extraño solar, a pesar de todas las probabilidades de que la comunidad interviniese con la hostilidad característica de los hombres ante aquello que no alcanzan a comprender. Y el orgullo: la señorita Rosa reconoce que era valiente; quizá no le niegue tampoco altanería: la altivez que quiso una casa como aquélla, que no aceptó nada inferior, que trabajó hasta obtenerla, costase lo que costase. Y luego vivió en ella, solo, durmiendo sobre un jergón en el suelo por espacio de tres años hasta poder amueblarla como correspondía; pues bien, ese documento matrimonial era una pieza importante del moblaje. Tenía razón. No le bastaba un techo, una esposa e hijos anónimos, así como no le bastaba una simple boda sencilla. Pero, cuando llegó la crisis femenina, cuando Elena y su tía quisieron ponerlo de su parte para arrancar a Coldfield su consentimiento para una ceremonia solemne, no consintió. Quizá recordara mejor aún que su suegro, que hacía dos meses había sido encarcelado; esa opinión pública que logró deglutirlo en algún momento, durante el transcurso del último lustro, nunca lo había dirigido del todo, y al devolverlo, no había revelado sino una de las naturales, violentas e inexplicables reacciones de la humanidad. Y no lo hizo más estimado el hecho de que dos de los ciudadanos que deberían de haber sido dientes en la mandíbula ultrajada, se convirtiesen en instrumentos que la mantuvieron abierta e impotente mientras él, ileso, se alejaba tranquilamente.
      »Elena y la tía no lo olvidaron tampoco. Sobre todo la tía. Siendo mujer, pertenecía sin duda a esa confederación de mujeres de Jefferson que, dos días después de su llegada a la población, cinco años atrás, resolvieron no perdonar jamás su carencia de pasado, y se habían mantenido fieles a esa promesa. Puesto que la boda era ya cosa resuelta, ella optó por considerarla como la única oportunidad, no sólo de asegurar el futuro de su sobrina, sino también de justificar la actitud de su hermano al sacarlo de la cárcel y su propia posición, puesto que ella consintió en esa boda que, en realidad, no hubiera podido evitar. Quizá fuera esa gran casa y por la categoría y posición sociales que, según comprendieron las mujeres mucho antes que los hombres, Sutpen no se contentaría con pretender, sino que alcanzaría efectivamente. O tal vez sea porque no llegue a tanto la complejidad femenina, y no haya mujer que no prefiera una boda a ninguna, y un matrimonio solemne con un bribón a una ceremonia sencilla que la una a un santo.
      »Por eso la tía hizo uso de las lágrimas de Elena; y Sutpen, que probablemente sabía todo lo que iba a suceder, se tornaba más reservado y serio a medida que se acercaba el momento. No es que estuviese preocupado: vigilaba como lo hizo desde aquel día en el que volvió la espalda a cuanto conocía: rostros y hábitos, y (apenas tenía catorce años en aquel entonces, según le contó a tu abuelo) salió a un mundo del cual nada sabía, ni siquiera teóricamente, llevando fija en su mente una ambición que la mayor parte de los hombres no conocen hasta que la sangre comienza a enfriarse en sus venas, a los treinta años aproximadamente; y, ni aun entonces, porque esa imagen les sugiere un panorama de tranquilidad indolente o, al menos, de vanidad satisfecha. Ya tenía entonces esa misma inquietud, ese aire de perpetua vigilancia que había de acompañarlo noche y día, sin alteraciones ni reposo, como las ropas con las cuales dormía y vivía, en un país y rodeado de personas cuyo lenguaje le era absolutamente desconocido, esa insomne custodia que no podía permitirse ni un solo error; esa rapidez para medir y pesar, teniendo en cuenta todos los azares posibles, las contingencias frente a la naturaleza humana, y su propia opinión falible y su arcilla mortal frente a fuerzas humanas y naturales, eligiendo y rechazando, buscando un acuerdo con su propio ensueño, como hacemos con el caballo que nos conduce por un terreno arbolado, y al que sólo dominamos cuando le hacemos creer que somos nosotros, y no él, los más fuertes; cuando le impedimos percatarse de su poder.
      »Tal era la curiosa situación planteada. Él se encontraba solo. No así Elena. Ella, además de la tía que la apoyaba, tenía el precedente de que no hay mujer alguna que se refugie en la soledad mientras no haya circunstancias imperiosas e impenetrables que le impidan obtener el capricho especial que se le haya antojado en ese instante. Tampoco Coldfield lo estaba. Él se respaldaba en la opinión pública y en su propia repugnancia por una boda, solemne, que le permitía proceder sin incongruencias ni actitudes paradójicas. Entonces (las lágrimas vencieron al fin: Elena y su tía escribieron un centenar de invitaciones y Sutpen trajo a uno de sus negros salvajes, quien las entregó personalmente de casa en casa, y hasta se atrevió a enviar otras doce invitaciones personales para el ensayo general), cuando llegaron a la iglesia para realizar el ensayo general, la noche antes del casamiento, y encontraron el templo vacío y un puñado de hombres del suburbio (entre los cuales había dos o tres indios chickasaw, de la tribu del viejo Ikkemotubbe) acechando entre las sombras, a la puerta, el caudal de lágrimas se reanudó. Elena se prestó al ensayo, pero luego su tía se la llevó a casa en un acceso histérico que al día siguiente se había convertido en un llanto callado, intermitente. Hasta se habló de postergar la boda. No sé quién lo propuso, quizá fuera Sutpen, pero sé quién lo vetó. Parecía que, en aquellos momentos, la tía se hubiese empeñado no sólo en obligar a la ciudad entera a tragar a Sutpen, sino a tragar también su casamiento. Se pasó el día entero recorriendo la población, casa por casa, con la lista de invitados en la mano, vestida con una sencilla bata y un chal, y con una de sus negras (eran dos mujeres) que la acompañaba —para protegerla, más probablemente— absorbida en la vorágine que creaba a su paso esa hosca furia femenina afrentada, como una hoja seca; sí, visitó también nuestra casa, aunque su abuelo estaba resuelto a concurrir a la boda: la tía no debería de haber dudado de mi padre, puesto que fue él quien sacó a Sutpen de la cárcel, aunque creo que en aquel instante era incapaz de reaccionar cuerdamente. Mi padre y tu abuela acababan de casarse; mamá era forastera en Jefferson y no sé lo que habrá pensado, puesto que jamás quiso decir una palabra acerca de ello, de esa mujer demente a quien nunca había visto y que hizo irrupción en la casa no para invitarla a una boda, sino para amenazarla si no concurría a ella, y luego salió como una tromba. Al principio, mi madre no comprendió a qué se refería, y cuando llegó su marido la encontró presa de un ataque de nervios; veinte años más tarde, aún no podía explicar lo que había sucedido. Por cierto que jamás advirtió el lado cómico de todo aquello. Mi padre solía burlarse cariñosamente de ella; pero después de veinte años, cuando lo hacía, le ha visto hacer ademán de levantar la mano (con el dedal puesto a veces) como para protegerse, y su rostro adoptaba la misma expresión que debió de haber tenido aquella mañana, cuando se fue la tía de Elena.
      »La tía recorrió la ciudad entera. No le llevó mucho tiempo y su gira fue completa; al atardecer, los detalles del asunto eran la comidilla de la ciudad y de sus alrededores, pues habían llegado hasta la taberna de los arrieros y las caballerizas, que habrían de suministrar concurrentes al acto. Elena, como es natural, lo ignoraba, y tampoco lo sospechaba la tía: la verdad es que ésta no lo hubiera creído aunque, como una vidente, hubiese visto el desarrollo de los acontecimientos antes de que tuviesen lugar en el tiempo. No es que se creyera inmune a tales insultos, sino que jamás hubiera concebido que sus intenciones y actividades de aquel día produjesen semejante resultado, tan diverso del que ella esperaba y al cual acababa de sacrificar, no sólo la dignidad del nombre de Coldfield, sino también todo recato femenino. Imagino que Sutpen podría habérselo anticipado, pero sin duda sabía que la tía no daría fe a sus palabras. Probablemente ni lo intentó siquiera: hizo lo único que podía, mandó llamar de su finca otros seis o siete negros de confianza, los únicos de quienes podía fiarse, los armó con teas encendidas y los apostó en la puerta del templo, para que esperasen la llegada del carruaje y la aparición del cortejo nupcial. Y entonces cesaron las lágrimas, pues la calle frente a la iglesia estaba llena de coches, aunque tal vez sólo Sutpen y Coldfield se percataron de que, en lugar de detenerse frente a la puerta, estaban junto a la acera opuesta y sus ocupantes permanecían en su interior, mientras que el pequeño atrio del templo se había convertido en una arena iluminada por las antorchas humeantes que blandían los negros por encima de sus cabezas y cuya luz danzaba y resplandecía sobre la doble hilera de rostros, por medio de la cual pasaría la pareja para penetrar en el templo. No se oían todavía siseos ni burlas; es evidente que ni Elena ni la tía sospecharon nada.
      »Por un instante, Elena abandonó sus lágrimas y sollozos e hizo su entrada en la iglesia. Estaba vacía: sólo se veía en ella a tus abuelos y otras cinco o seis personas que habían venido por solidaridad con Coldfield, o tal vez para estar allí y no perder el espectáculo que la ciudad entera (a juzgar por los carruajes estacionados en la calle) preveía con la misma claridad con que lo había previsto Sutpen. La ceremonia comenzó y terminó, y la iglesia continuaba vacía. Elena, con un resto de orgullo o, por lo menos, de esa vanidad que reemplaza a veces a la altivez y a la fortaleza de ánimo, permaneció impasible; por lo demás, aún no habían ocurrido cosas graves. La muchedumbre que esperaba en la calle parecía tranquila, quizá por respeto al templo, con esa actitud tan característicamente anglosajona, siempre dispuesta a reverenciar místicamente los edificios consagrados. Según parece, la novia salió de la iglesia y se abrió paso entre ellos sin sospechar lo que iba a suceder. Quizá la impulsara todavía esa misma vanidad que secó su llanto ante los escasos ocupantes de la iglesia. Atravesó la multitud, buscando sin duda, con paso presuroso, la soledad y el refugio del carruaje donde pudiera dar rienda suelta a sus lágrimas; tal vez el primer indicio fue aquella voz que le gritó: “¡Cuidado! ¡No apuntéis a la novia!”, y luego el proyectil: basura, tierra o lo que fuese, pasó rozándola; o quizá fuera la luz oscilante que divisó cuando, al volverse, vio a uno de los negros que levantaba en alto su antorcha, dispuesto a saltar sobre la muchedumbre, las caras, cuando de pronto Sutpen le habló en aquella lengua que nadie consideraba como idioma civilizado. Ella vio eso, pero los otros, los que estaban dentro de los carruajes, vieron cómo la novia se refugiaba entre los brazos de él, que se plantó delante de ella y permaneció inmóvil aunque otro proyectil (no tiraban cosas peligrosas, sino terrones de tierra y desechos vegetales) derribó su sombrero y un tercero le dio en mitad del pecho…, allá estaba, quieto, casi sonriente, pues sus dientes relucían bajo la barba, conteniendo a sus negros con una sola palabra (entre los circunstantes había, sin duda, pistolas y, con toda seguridad, cuchillos: el negro no hubiera durado cinco minutos si se hubiese abalanzado sobre la turba) mientras, alrededor del cortejo nupcial, avanzaban vacilantes los rostros boquiabiertos en cuyos ojos se reflejaba la luz de los hachones, y oscilaban y se desvanecían entre el brillo humoso de las teas de pino. Él retrocedió hasta el carruaje, cubrió con su cuerpo a las dos damas y dio una orden monosilábica a sus negros. Pero no hubo más proyectiles. Parece que fue un arranque espontáneo, aunque habían venido preparados y armados de piedras. La verdad es que ése fue el desenlace de todo el asunto iniciado cuando la delegación de vigilancia lo siguió, dos meses atrás, hasta la misma puerta de Coldfield. Porque los hombres que formaban aquella turba: mercaderes, arrieros y carreteros, desaparecieron, escabulléndose como ratas hacia las regiones que abandonaron en esa oportunidad; se dispersaron por los campos, rostros que Elena no recordaría jamás, rostros vistos durante una noche, en una comida, junto al mostrador de una taberna, a veinticinco o cincuenta o cien millas de distancia, a lo lamo de caminos innominados, rostros que se alejaron también de allí; y los que llegaran en victorias y carruajes para ver el espectáculo, fueron más tarde al Ciento de Sutpen para visitar a los dueños de casa y (los hombres) para cazar y sentarse a su mesa y, a veces, reunirse de noche en las caballerizas para ver luchar a sus negros salvajes que él enfrentaba como se enfrentan gallos de riña, midiéndose personalmente con ellos en algunas ocasiones. Todo pasó, pero no todo se olvidó. Él nunca olvidó aquella noche; aunque Elena, según creo, la borró de su memoria a fuerza de lágrimas. Sí, ya comenzaba a llorar otra vez: ¡la lluvia cayó a torrentes sobre aquella boda!



Capítulo III

       Si él, realmente, abandonó a la señorita Rosa —dijo Quintín—, yo en su lugar no lo divulgaría.
      — ¡Ah! —Repuso Compson—. Después de la muerte de Coldfield, el año 64, Rosa se fue a vivir a Ciento de Sutpen en compañía de Judit. Tenía a la sazón veinte años, cuatro menos que la sobrina a quien, obedeciendo al último ruego de la hermana moribunda, se disponía a salvar del trágico sino familiar que Sutpen parecía empeñado en cumplir, y quiso lograrlo casándose con él. Ella (Rosa) había nacido en 1845, cuando su hermana, casada siete años atrás, era ya madre de dos hijos; sus padres estaban en plena edad madura (la madre contaba unos cuarenta años, murió al darla a luz, y la señorita Rosa jamás se lo perdonó a su padre) y en un momento en que, suponiendo que la niña reflejase pasivamente la actitud de sus padres para con el yerno, la familia sólo ansiaba paz y tranquilidad, sin esperar ni desear quizá un nuevo vástago.
      »Pero nació, al precio de la vida de su madre, y nunca se le permitió olvidar esa circunstancia. La crió la misma tía solterona que quiso obligar a la ciudad entera a tragar, no solamente al novio, sino la boda de la hermana mayor cuando nadie quería hacerlo; y creció en medio de ese estrecho núcleo femenino, hasta considerar su propia existencia como única justificación del sacrificio de la vida de su madre, acusación viviente contra su progenitor, y requisitoria ubicua y hasta transferible de la norma masculina (esa norma que había dejado virgen a la tía de treinta y cinco años). Y así, durante los primeros dieciséis años de su vida, habitó en aquella sombría y estrecha casita, con el padre a quien odiaba sin saberlo, ese hombre silencioso y extraño que tuvo por único amigo y compañero a su conciencia y sólo se preocupó de conservar intachable la reputación de varón probo de que gozaba entre sus conciudadanos; ese hombre que, un día, se encerraría en una buhardilla, clavando la puerta en su marco, y se dejaría morir de inanición para no ver a su tierra natal en poder de un ejército invasor. Y la tía que, diez años después, seguiría vengándose del fracaso de la boda de Elena emprendiéndola contra la ciudad y la estirpe humana en general, a través de cualquiera de sus representantes: hermano, sobrina, sobrino político, ella misma y todo el mundo, con la ciega furia irracional de una serpiente en trance de cambiar su piel. Esa tía fue quien enseñó a la señorita Rosa a considerar a su hermana como a una mujer que había dejado de pertenecer no sólo a la casa y al círculo familiar, sino a la vida misma, enclaustrada en un castillo como el de Barba Azul y transmutada allí en una máscara que miraba con pasiva e irremediable desesperación hacia el pasado de un mundo irrevocable, embrujada y mantenida en una especie de limbo burlón por el hombre que hizo irrupción en su vida y en la existencia de los suyos con la violencia de un ciclón, causó daños irremediables y terribles, y prosiguió su camino. La infancia de Rosa transcurrió en sombrío ambiente de mausoleo, entre una severidad puritana y un femenino orgullo ultrajado. La infancia, esa edad de antigua y extratemporal carencia de juventud, consistió en escuchar como Casandra, tras las puertas cerradas, y rondar en salones oscurecidos impregnados de ese efluvio presbiteriano de lúgubre y vengativa previsión, y en esperar que la niñez con que la había traicionado la naturaleza llegase a dominar aquella universal desaprobación capaz de penetrar las paredes de aquella casa por medio de cualquier hombre, especialmente su padre, desaprobación que le había sido entregada por su tía en la propia cuna, junto con los pañales.
      »Quizá creyó ver en la muerte de su padre, que la obligó, huérfana y desvalida, a buscar sustento, protección y amparo en sus parientes más próximos (y se trataba de la sobrina a quien había prometido salvar) un mandato del destino que le brindaba la oportunidad de cumplir el último deseo de su hermana. Quizá creyó un instrumento de reparación y castigo: no era lo bastante fuerte como para medirse con él, pero sí para levantarse como símbolo pasivo de ineludible recordación, exangüe e inespecial, por encima del ara del sacrificio: el tálamo nupcial. En efecto, hasta que él llegó de Virginia, el año 66, y la encontró viviendo allí con Judit y Clite (sí, Clitemnestra era también hija suya. Él mismo le impuso ese nombre. Él los bautizaba a todos: a los suyos y a los hijos de sus negros salvajes, cuando la región comenzó a asimilarlos gradualmente). ¿No te dijo la señorita Rosa que dos de los negros que llegaron aquel día en el carretón eran mujeres?
      —No, señor —repuso Quintín.
      —Sí, dos de ellos. Y no los trajo por casualidad ni descuido. Bien que lo pensó; no cabe duda de que su previsión superó los dos años que llevó la construcción de su casa y la tarea de ganar la confianza de sus vecinos, haciendo gala de óptimas intenciones, hasta que ellos le permitieran mezclar su ganado salvaje con el manso, puesto que la diferencia de idiomas entre sus negros y los otros era barrera que caería al cabo de pocas semanas, pocos días quizá. Trajo a las dos mujeres con toda premeditación; es posible que las haya elegido con idéntico cuidado y habilidad con que escogió los otros animales: caballos, mulas y vacunos que luego compró. Y vivió allí por espacio de casi cinco años antes de trabar relación con ninguna mujer blanca del condado; pues no conocía a una sola con quien cambiar un saludo, por la misma razón por la que su casa no tenía muebles: no tenía entonces nada que ofrecer a cambio de ellos. Sí; la llamó Clite, y bautizó a todos los demás; al que nació antes que Clite, a Enrique y hasta a la propia Judit con la misma recia y sarcástica temeridad, bautizando por sí mismo esa irónica fecundidad de dientes de dragón. Siempre me agradó imaginar que su intención fue dar a Clite el nombre de Casandra, guiado por un movimiento muy dramático que lo llevó no sólo a engendrar, sino a designar el augurio principal de su propio desastre, y que se equivocó por azar, pues era hombre que se había enseñado a sí mismo desde las primeras letras. Cuando regresó, el año 66, Rosa no lo había visto ni un centenar de veces en su vida entera. Y en aquel momento no vio sino el rostro del ogro de su infancia, divisado una vez y luego repetido a intervalos y en ocasiones que no podía recordar ni contar; como la máscara de una tragedia griega, que no sólo cambia de una escena a otra, sino de un actor a otro, y detrás de la cual se desarrollan los acontecimientos sin ilación ni sucesión cronológica; por ello no podía decir cuántas veces lo había visto, por la sencilla razón de que su tía le había enseñado, dormida o despierta, a no ver otra cosa en el mundo.
      »En aquellas ocasiones ceremoniosas, lúgubres y aisladas en que iba con su tía al Ciento de Sutpen a pasar el día, y la tía le ordenaba que fuese a jugar con sus sobrinos empleando para ello el mismo tono con que la hacía tocar una pieza musical ante las visitas, no lo veía ni siquiera a la hora de la cena, pues la tía solía hacer esas excursiones aprovechando la ausencia del dueño de casa. Lo probable es que, aunque Sutpen hubiese estado allí, Rosa hubiese tratado de evitar su presencia. Y en las cuatro o cinco ocasiones que durante el año llevaba Elena a sus hijos a pasar el día en casa de su padre, la tía (esa mujer fuerte, vengativa y tenaz, que me parece dos veces más varonil que el señor Coldfield, y que en verdad fue madre y padre para Rosa) vertía sobre dichas visitas la misma atmósfera de hostil connivencia y alianza frente a los dos adversarios. Uno de ellos, el señor Coldfield, pudiera o no sostener su terreno, hacía tiempo que había desmantelado su artillería y desguarnecido sus trincheras para retirarse a la inexpugnable ciudadela de una pasiva rectitud. En cuanto al otro, Sutpen, muy capaz de hacerles frente y hasta de vencerlas, no sospechaba siquiera la existencia de tales enemigos. Nunca quiso acompañar a los suyos, ni siquiera para el almuerzo. Tal vez, lo hiciera por delicadeza, por respeto a su suegro. La verdadera razón y el motivo por los cuales se había iniciado su relación con Coldfield fue cosa que ni la tía, ni Elena, ni la señorita Rosa supieron jamás; Sutpen sólo confió el secreto a un hombre, y eso bajo juramento de no divulgarlo mientras viviera Coldfield, en consideración a su intachable reputación de acendrada moralidad, y que, según decía tu abuelo, el señor Coldfield tampoco divulgó por la misma razón. Quizá fuese porque, obtenidas ya de su suegro todas las ventajas que Sutpen ambicionó y él estaba en condiciones de darle, le faltaba valor para presentarse ante él, y cortesía o bondad para completar el cuadro familiar, aunque sólo fuera en las grandes solemnidades, cuatro o cinco veces en el año. Tal vez la verdadera razón fuera la que dio el propio Sutpen y que, por eso mismo, la tía no aceptó jamás: que no iba diariamente a la ciudad y, cuando lo hacía, prefería pasar el tiempo (pues ahora sí concurría a la cantina) con los hombres que se reunían al mediodía en la posada de Holston.
      »Tal era el rostro que, las pocas veces que lo alcanzó a ver Rosa, la miraba a través de su propia mesa: la cara de un adversario que no sabía que se hallaba embanderado como beligerante.
      »Contaba Rosa unos diez años y, a partir de la fuga de la tía (la niña hacía de ama de casa, como lo había hecho su tía hasta la noche en que, saliendo por la ventana, desapareció) ya no había quien la obligara a jugar con sus sobrinos en aquellas ceremoniosas visitas que tenían algo de funerario, ni siquiera quien la hiciese ir allá; a respirar el mismo aire que él respiraba, a la casa donde, aun ausente, se adivinaba su presencia vigilante, sarcástica y victoriosa.
      »Ahora sólo pisaba el Ciento de Sutpen una vez por año, el día en que ella y su padre, endomingados, recorrían las doce millas en un destartalado carricoche que tiraba un tronco de robustos caballos, y pasaban el día en la casa. Coldfield era ahora el más empeñado en esas visitas que eludiera otrora, cuando la tía estaba aún con ellos. Quizá fuera por cumplir con una obligación, tal era al menos el motivo que daba y que hasta la misma tía hubiera creído, precisamente porque no era el auténtico, pues ni siquiera Rosa hubiera creído la verdadera razón si se la hubieran dicho: la verdad era que Coldfield quería ver a sus nietos, pues le preocupaba hondamente que un día Sutpen descubriera, aunque sólo fuera a Enrique, aquella vieja historia del negocio que ambos emprendieron antaño; no estaba muy seguro de la discreción de su yerno. Aunque la tía ya no estaba, conseguía evocar sobre cada una de esas expediciones el antiguo sabor de una hosca salida guerrera contra un enemigo que, ahora más que nunca, ignoraba su condición de beligerante. En efecto, desaparecida la tía, Elena se había retirado del triunvirato que Rosa, inconscientemente, quiso convertir en una alianza bipartita.
      »Ahora estaba sola frente a él, con la mesa por medio; ni siquiera Elena la apoyaba (en aquella época Elena pasaba por una metamorfosis total de la cual surgió a un nuevo lustro de vida, renovada como si hubiera nacido de nuevo). Se hallaba frente al enemigo que no sospechaba su verdadero carácter: no era el huésped ni el cuñado, sino el firmante de un armisticio. Lo más probable es que ni siquiera la mirara dos veces, después de compararla con sus propios hijos: Rosa era una criatura menuda y frágil cuyos pies jamás alcanzarían a tocar el suelo cuando se sentara. Imposible parangonarla con Elena, quien, aunque menuda también, era mujer robusta y hasta regordeta (lo hubiera sido si no hubiese vivido una época en que ni siquiera los hombres encontraban lo necesario para comer, lo hubiera sido si hubiese gozado de una vejez apacible). No era obesa, sino redondeada y completa; blancos los cabellos, jóvenes todavía los ojos y una leve frescura juvenil en lo que ya no era mejilla, sino cauce de lágrimas; las manos regordetas cuajadas de anillos se unían en tranquila espera de los manjares sobre el mantel de damasco, bajo los candelabros. No admitía tampoco comparación con Judit, mucho más alta que ella, ni con Enrique, que, aunque no tan crecido para sus dieciséis años como Judit para sus catorce, prometía alcanzar un día la estatura de su padre. El rostro de Rosa casi nunca hablaba durante la comida; los ojos semejaban, por decirlo así, trocitos de carbón incrustados en masa cruda y los cabellos opacos tenían esa coloración indefinida de las cabezas sobre las cuales el sol brilla muy raras veces, y contrastaba con las caras saludables de Judit y Enrique: la primera tenía la cabellera de su madre y los ojos paternos, mientras el cabello de Enrique era de un tono intermedio entre el rojo de Sutpen y el negro de Elena, y sus ojos, de un castaño intenso, brillaban alegres. Ese cuerpecillo de Rosa, con su extraña y paradójica timidez, era como un disfraz solicitado a último momento y con desgano para un baile de fantasía al cual se concurre por obligación; esa atmósfera propia de un ser voluntariamente enclaustrado que está aprendiendo trabajosamente a respirar, pero sin verdadera voluntad ni libre consentimiento en ello; esa sierva ligada a la carne y la sangre, pero ansiosa por eludirlas, escribiendo versos de colegiala sobre hombres que también habían muerto. Y ese rostro, el más pequeño del grupo, que lo contemplaba a través de la mesa con serena, curiosa y profunda intensidad, como si su contacto con la fluida cuna de todos los acontecimientos (el tiempo) le proporcionase algún conocimiento misterioso, adquirido o cultivado mediante el hábito de escuchar tras las puertas cerradas, no tanto por lo que pudiera oír, sino por la actitud supina y receptiva, inmune a la diferenciación, la opinión y la credulidad, oyendo subir, antes de que se declarase la fiebre, esa temperatura de desastre que crean los adivinos y los hace acertar; presintiendo la futura catástrofe en la que se desvanecería tan definitivamente el ogro de su infancia que ella llegaría a prometerle su mano en matrimonio.
      »Quizá fuera ésta la última vez que lo vio. Porque las visitas terminaron. Coldfield las dio por finalizadas. Nunca hubo día fijo para ellas: cualquier mañana, él se presentaba a la mesa del desayuno enfundado en el grave levitón negro que había usado el día de su boda y los cincuenta y dos domingos del año hasta que llegó el casamiento de Elena y luego, cuando la tía los abandonó, cincuenta y tres veces por año hasta que lo endosó definitivamente el día en que subió al desván y clavó la puerta tras sí, arrojó el martillo por la ventana y permaneció allí, esperando la muerte.
      »Terminado el desayuno, Rosa se retiraba para reaparecer con el formidable vestido de seda negra o parda que la tía le había escogido años atrás y que siguió usando los domingos y en las grandes solemnidades hasta que la tela se gastó por completo. Entonces el padre, seguro de que la tía no regresaría ya, permitió a Rosa hacer uso de las prendas que había dejado en la casa la noche de su fuga. Subían al carricoche y se alejaban, no sin que antes Coldfield licenciara a las dos negras, puesto que no era menester que preparasen el almuerzo y (según las malas lenguas de la ciudad) les cobrase la mísera colación de sobras que constituiría su alimento.
      »Un año dejaron de ir. Sin duda Coldfield se olvidó de bajar a desayunarse con el levitón negro, y pasaron los días sin que lo recordase. Tal vez pensara que, ahora que los nietos estaban crecidos, la deuda de su conciencia quedaba cancelada, puesto que Enrique se hallaba lejos, en la universidad del Estado, y Judit más lejos aún, en ese período de transición entre la infancia y la edad núbil que la hacía más inaccesible que nunca para el abuelo, a quien raras veces había visto y de quien muy poco se le daba. Pasaba por esa etapa en la cual las jóvenes, aunque visibles, parecen vistas a través de un cristal; la voz humana no las alcanza; allí moran (el mismo diablillo que era muy capaz de correr y trepar y cabalgar y luchar contra su hermano o a su lado) bañadas en un resplandor opalescente que forma parte de ellas, sin sombras; suspendidas en nebulosa incertidumbre raras e imprevisibles; delicadas y fluidas, insustanciales en su mismo cuerpo; sin flotar ni buscar por sí mismas, esperando, parasitarias, fuertes y serenas, atrayendo sin esfuerzo los elementos postnúbiles sobre los cuales irán plasmándose espalda, pecho, seno, caderas y muslos.
      »Entonces se inició el período que había de concluir en la catástrofe que trastornó a Rosa hasta el punto de arrancarle la promesa de casarse con el hombre a quien había considerado como la encarnación de un ogro. No fue un cambio de carácter: su modalidad no se transformó. Ni siquiera su conducta sufrió la menor alteración. Aun cuando Carlos Bon no hubiera muerto, ella habría ido a vivir al Ciento de Sutpen tarde o temprano, después del fallecimiento de su padre; y una vez tomada tal resolución, habría pasado allí el resto de su vida. Pero si Bon hubiese vivido y su matrimonio con Judit se hubiese realizado mientras Enrique permanecía en el mundo conocido, sólo habría ido a aquella casa cuando lo hubiera creído conveniente, y su vida, en el seno de la familia de la hermana muerta, hubiese sido la de una tía soltera, puesto que tal era su verdadera situación. No, no fue su modo de ser el que cambió: a pesar de los seis años durante los cuales no lo había visto y los cuatro que pasó alimentando subrepticiamente a su padre, llevando víveres a altas horas de la noche al hombre que, en el desván se ocultaba de los oficiales confederados. Y, al mismo tiempo, componía poemas épicos acerca de aquellos hombres que hubieran fusilado a su padre, en caso de descubrir su escondite; o lo hubieran ahorcado sin juicio previo. Entre paréntesis, el ogro de su infancia formaba parte de ellos, era uno de los más valientes (trajo consigo, a su regreso, una citación de puño y letra de Lee por su valor). El rostro que la señorita Rosa llevó allí para el resto de su vida era el mismo que lo había contemplado a través de la mesa tendida y que él tampoco recordaba cuántas veces había visto, ni cuándo, ni dónde; y no porque le fuera imposible olvidarlo, sino porque no hubiera podido describirlo diez minutos después de apartar los ojos de él. Y, detrás de aquel rostro, la misma mujer que fue la niña de antaño lo miraba con idéntica intensidad huraña y fría.
      »Aunque pasarían años antes de que volviese a ver a Sutpen, ahora trataba a su hermana y a su sobrina con mayor intimidad que antes. Elena estaba a la sazón en el apogeo de lo que su tía hubiese llamado “su traición”. No sólo parecía resignada a su vida, a su matrimonio, sino realmente orgullosa de ellos. Había florecido, como si el destino concentrara el natural resurgimiento de su otoño, que en condiciones normales hubiese tardado un lustro y se hubiera disuelto luego armoniosamente a través de seis u ocho años más, en el breve espacio de tres o cuatro, ya fuerte para compensarla por lo que le deparaba el futuro, ya para saldar cuentas, pagando el cheque que había firmado a la Naturaleza, esposa del Destino. Elena se acercaba a los cuarenta años, rolliza y con el cutis terso todavía. Parecía que las huellas que dejó en su rostro el paso de los años, hasta el momento de la desaparición definitiva de la tía, hubiesen sido borradas de su carne, del tejido que media entre el esqueleto y la epidermis, entre el caudal de experiencia y la piel que la envuelve, a medida que los años acumulaban la carne serena. Ahora su porte, su empaque, eran un tanto arrogantes; acompañada por Judit solía hacer frecuentes visitas a la ciudad y visitaba a las mismas señoras —muchas eran ya abuelas por entonces— a quienes la tía quiso obligar a asistir a la boda, veinte años atrás. Efectuaba compras, dentro de las escasas posibilidades que ofrecía la ciudad, como si hubiera logrado deshacerse por fin no sólo de la herencia puritana, sino de la realidad misma. Después de inmolar a su terrible consorte y a sus incomprensibles hijos, y transformarlos en espectros, logró evadirse finalmente y entrar en un mundo de pura ilusión, en el cual, inaccesible a todo daño, actuaba y vivía, pasando de una ciudad a otra sobre el fondo de su calidad de castellana de la mansión más vasta, esposa del hombre más acaudalado y madre de los jóvenes más afortunados de la región. Cuando salía de compras (Jefferson contaba ya con unas veinte casas de comercio) hacía sociedad sin descender siquiera del carruaje; benévola, aplomada, y repitiendo una sarta de disparates, recitaba todo su brillante repertorio de frases hechas, entresacadas del papel que ella misma se había escrito. Era la duquesa peripatética, siempre dispuesta a dar recetas culinarias y a aconsejar medicamentos a vasallos limpios y libres; era la mujer que, si hubiera sido lo suficientemente fuerte para soportar dolores y tribulaciones, habría llegado a la perfección en el papel de matriarca, árbitro, desde su rincón junto a la chimenea, de la dignidad y el destino de los suyos, en lugar de verse precisada, a último momento, a recurrir a la más joven estirpe para pedirle que protegiera a los demás.
      »Ambas solían visitar la ciudad dos o tres veces por semana, y en tales ocasiones iban a la casa de Rosa: la matrona tonta, fantástica, voluble y bien conservada, que desde hacía seis años estaba fuera del mundo, la mujer que había abandonado su hogar y su familia bañada en lágrimas para ir luego a una región sombría y pantanosa, semejante a las amargas riberas de la Estigia, donde creó dos hijos y luego se elevó, semejante a la mariposa nacida en la ciénaga, libre del peso del estómago y todos los pesados órganos hechos para el dolor y la experiencia, hasta un vacío resplandeciente y perenne de sol inmóvil. Y Judit, la jovencita que en lugar de vivir, soñaba, remota e inaccesible a toda realidad, como si estuviera completamente sorda. ¿Qué podía representar para ellas la señorita Rosa? No era la niña que había sido objeto y víctima a la vez de la vengativa e inflexible dirección de la tía desaparecida, ni siquiera la mujer que sugería su actividad de ama de casa, y mucho menos la tía que realmente era. Difícil sería precisar cuál de las dos, hermana o sobrina, parecía más irreal a la pequeña Rosa: la dama que se había evadido a un blando mundo irreal habitado por muñecos, o la adolescente que, en plena vigilia dormía un extraño sopor tan completamente fisiológico que se asemejaba a su estado prenatal, tan remota de la realidad como lo estaba Elena, al otro extremo. Ambas iban a la ciudad dos o tres veces por semana; pero cierta vez, durante el verano en que Judit contaba diecisiete años, se detuvieron de paso para Menfis, donde se dirigirían a fin de comprar ropas para la joven, sí: un ajuar de desposada.
      »Era el primer verano después del ingreso de Enrique en la universidad, cuando trajo consigo a Bon a pasar las vacaciones de Navidad y luego, nuevamente, a pasar una semana a comienzos del estío antes de que Bon viajase hasta el río para embarcar rumbo a su casa en Nueva Orleans, el verano en que Sutpen estuvo ausente en viaje de negocios. Al menos, eso dijo Elena, y para comprender cuál era entonces su vida, basta con saber que no tenía la menor idea acerca del paradero de su marido ni se daba cuenta de su absoluta indiferencia al respecto. Sólo tu abuelo, y tal vez la misma Clite, se enteraron de que Sutpen también había estado en Nueva Orleans.
      »Las dos entraban en la casa de la señorita Rosa, esa casita estrecha, hosca y sombría, donde, a pesar de los cuatro años transcurridos desde su partida, se presentía a la tía detrás de cada puerta, con la mano ya apoyada sobre el picaporte. Elena llenaba la casa con diez o quince minutos de chillona conversación y luego se despedía y se llevaba a la hija soñadora y abúlica que no había dicho una sola palabra. Rosa, tía de la muchacha, aunque por su edad debería de haber sido su hermana, no paraba mientes en la madre, pero seguía a la inaccesible Judit con un mudo y miope anhelo en el cual no se mezclaba un solo átomo de envidia: Rosa proyectaba sobre la niña todos los sueños abortados, todas las ilusiones engañosas de su propia juventud frustrada, y le ofrecía su único don (fue Elena quien lo dijo, más de una vez, y entre chillidos de hilaridad): enseñarle a gobernar la casa, disponer las comidas y hacer las cuentas de la lavandera. Pero sólo recibió por respuesta una mirada distraída y un indiferente “¿Qué? ¿Qué has dicho?” mientras Elena reía a carcajadas, apreciando en todo su valor la gracia del chiste. Luego se iban: el carruaje, los envoltorios, la risa estridente de Elena que parecía el grito del pavo real, y el impenetrable ensueño de la joven. La próxima vez que visitaron la ciudad, cuando el carruaje se detuvo ante la casa del señor Coldfield, apareció una de las negras anunciando que Rosa no estaba.
      »Aquel verano pudo ver también a Enrique. Hacía un año que no tenía oportunidad de verlo, aunque durante las vacaciones de Navidad había venido con Carlos Bon, su compañero de la universidad, y se habían comentado en Jefferson los bailes y reuniones realizados en el Ciento de Sutpen con motivo de las fiestas de fin de año. Sin embargo, ella y su padre no concurrieron. Y cuando Enrique, de vuelta hacia la universidad, fue a saludar a su tía, acompañado por su amigo, ella verdaderamente no estaba en casa. Por eso pasó un año entero sin verlo hasta el verano siguiente. Estaba en el centro de la ciudad, haciendo compras; de pie en una acera conversaba con su abuela cuando lo vio pasar. Él no la divisó; pasó de largo cabalgando en una jaca nueva que su padre le había regalado, con levitón y sombrero de hombre; tu abuela contaba que tenía la estatura de Sutpen y que cabalgaba con el mismo airecillo arrogante, aunque era más liviano, como si sus huesos, aunque capaces del mismo empaque, fuesen todavía demasiado ligeros y ágiles para soportar tanta pomposidad. Sutpen también desempeñaba su papel. Había corrompido a Elena en varios sentidos. A la sazón era el principal terrateniente y plantador de algodón de todo el condado, triunfo que logró siguiendo la misma táctica que le había valido la edificación de su casa: un esfuerzo único e infatigable y una total indiferencia ante la opinión de sus conocimientos acerca de sus actividades visibles y los juicios que podrían merecer sus actividades ocultas. Aún había muchos que estaban seguros de que, por alguna parte, había gato encerrado, los más extremistas opinaban que la plantación era una simple pantalla para sus tenebrosas maquinaciones; otros creían que influía de algún modo misterioso el mercado de algodón, lo cual le proporcionaba más altos precios por fardo que los obtenidos por otros plantadores honrados; otros afirmaban, por último, que los negros salvajes que había traído consigo poseían un poder mágico que les permitía obtener mayor cantidad de algodón por hectárea que lo cultivado por esclavos corrientes. No se hizo simpático (cosa que él, personalmente, no ambicionaba); pero se le temía, lo cual no le agradaba, aunque le resultaba divertido. Lo importante era que se le aceptaba; ahora tenía demasiado dinero para ser rechazado o para que se le hiciera objeto de impertinencias. Logró su .fin: la plantación marchaba ya sin tropiezos (había contratado un administrador, el hijo de aquel mismo sheriff que lo había detenido a la puerta de la casa de su novia la mañana de sus esponsales) diez años después del matrimonio, y ahora él también tenía un papel que desempeñar: el de indolencia altanera que, a medida que el ocio añadía carnes a su figura, se convirtió en pomposidad. Sí, había llevado a Elena más allá de la traición misma, pero no se percataba de que, como el de ella, su florecimiento era forzado y que, mientras representaba su papel ante el público, el destino, el hado, el castigo, la ironía, el empresario, en fin llámese como se llame, desmantelaba ya el decorado y hacía entrar a las sombras sintéticas y espurias de los que representarían el acto siguiente.
      »— ¡Allá va! —dijo tu abuela. Pero Rosa ya había reconocido a Enrique. De pie junto a tu abuela, tan pequeña que su cabeza apenas le llegaba al hombro a mi madre, esmirriada, vestida con uno de los trajes que la tía había abandonado en la casa (y que ella acortó de acuerdo con su estatura, ella, que jamás aprendió a coser, del mismo modo que asumió la dirección de la casa y se ofreció como profesora a Judit aunque nadie le enseñó a cocinar, ni a hacer cosa alguna, salvo a escuchar tras las puertas cerradas), estaba allí inmóvil, con el chal sobre la cabeza, como si en vez de quince años tuviera cincuenta, contemplando al sobrino y diciendo: “¡Santo Dios!… Pero, ¡si se ha afeitado!”.
      »Acabó por no ver tampoco a Elena. Es decir, fue Elena quien dejó de visitarla; ya no se interrumpió el rito semanal del recorrido de tiendas cuando, sin descender del carruaje, obligaba a comerciantes y vendedores a llevarle las telas, fruslerías y mezquinas baratijas que tenían en existencia y que, según ellos, sabían mejor que la misma interesada, ésta no compraría, sino que se contentaría con manosear, desordenándolas, para rechazarlas por fin sin detener su raudal de charla insulsa y alegre. No es que asumiera una actitud despectiva o autoritaria; se imponía con suave e infantil despotismo a la paciencia y buenos modales de aquellos tenderos y vendedores indefensos. Luego llegaba a la casa y la aturdía con un hueco parloteo vanidoso, dando consejos impracticables y absurdos a Rosa acerca de su padre y el manejo de la casa, de cómo había de vestirse y disponer los muebles, de cómo habían de prepararse los manjares y hasta las horas más indicadas para comer. Se acercaba ya el momento (corría el año de 1860, y hasta Coldfield reconocía que la guerra era ya inevitable) en que el sino de la familia Sutpen, que en los últimos veinte años había crecido como el lago que surge de un manantial silencioso, inunda su silencioso valle, avanza y crece en forma casi imperceptible mientras los cuatro Sutpen flotaban en él como suspendidos en una atmósfera, asoleada, comenzó a sentir el primer sacudimiento subterráneo que lo acercaba a su desembocadura: la garganta que acarrearía la ruina de la región entera. Los cuatro pacíficos nadadores se enfrentaron de pronto, sin desconfianzas ni temores aún, pero en guardia, comprendiendo que las tinieblas descendían sobre ellos, pero sin tomar todavía el punto en que uno mira a sus compañeros de catástrofe y se pregunta: ¿Cuándo cesaré en mis esfuerzos por salvarlos y sólo me preocuparé de mi suerte? Y no comprendieron que ese momento se aproximaba.
      »Rosa ya no los veía; jamás había visto (ni lo contemplaría vivo) a Carlos Bon, el de Nueva Orleans, el amigo de Enrique, el mozo que no sólo era varios años mayor que Enrique, sino un poco maduro para continuar en la universidad, y especialmente en aquel pequeño instituto recién fundado en el remoto Misisipí, casi diríamos en mitad del desierto, a trescientas millas de la ciudad frívola y casi extranjera que era su cuna. Bon desentonaba en aquella universidad: era un joven dotado de cierta elegancia mundana y aplomada superior a sus años, atrayente, bien parecido, rico a juzgar por las apariencias, y tras de él, en vez de padres, surgía la silueta desvaída de un tutor legal; semejante personaje, en el lejano Misisipí de aquellos tiempos, debe de haber parecido poco menos que un ave fénix, sin infancia, sin madre humana que lo diera a luz, indiferente al tiempo. Una vez desaparecido, no quedaría de él hueso ni ceniza, nada quedaría de aquel hombre cuya espontánea cortesía y porte gallardo y altivo a la vez hacían aparecer la arrogancia pomposa de Sutpen como un torpe engaño, y a Enrique como un simple palurdo. Rosa no lo vio jamás; era un cuadro, una imagen. No fue por lo que oyera decir a Elena que, en el apogeo de su estío de mariposa, ostentaba ahora un nuevo encanto, el de la entrega voluntaria y graciosa de la joven que era toda su estirpe por la sangre y el sexo, esa actitud armoniosa que hace de ciertas madres, durante el noviazgo de sus hijas, las verdaderas prometidas. Oyendo hablar a Elena, cualquier extraño hubiera creído que la boda (la cual, según lo demostraron luego los hechos, no había sido mencionada siquiera por los novios a los padres) había tenido ya lugar. Elena no aludió una sola vez al amor de Bon por Judit. Tampoco lo calló por sabido. Tratándose de ellos, el amor era asunto definitivamente confluido y muerto, como el de la virginidad después del nacimiento del primer nieto. Hablaba de Bon como si fuera la conjunción de tres objetos inanimados; o tal vez, un solo objeto al que ellos destinaban a tres usos concordantes: un atavío que Judit llevaría como si fuera un traje de montar o un vestido de baile; un mueble que completaría el mobiliario digno de su casa y de su categoría; y un mentor y ejemplo destinado a corregir los modales, lenguaje e indumentaria, un tanto provincianos aún, de su hijo Enrique.
      »El tiempo había dejado de existir para ella. Postulaba los años transcurridos, años sin luna de miel ni cambio alguno, desde los cuales la contemplaban las cinco fisonomías (ahora eran cinco) inmovilizadas en una juventud perenne e inerte, como retratos suspendidos en el vacío; cada una había sido captada en un apogeo previsto y despojada de todo pensamiento, de toda experiencia, los modelos habían vivido y muerto, hacía ya tanto tiempo que sus dolores y alegrías habían sido olvidados hasta por los mismos pisos que los vieron andar, adoptar actitudes, reír y llorar. Rosa no escuchaba, pero se había formado la imagen desde la primera palabra, quizá desde que fue pronunciado el nombre de Carlos Bon; ella, la solterona condenada desde los dieciséis años, permanecía sentada bajo esa resplandeciente lluvia de engaños, semejante a uno de esos policromos focos eléctricos de los salones de baile; y allí, por primera vez en su vida, el foco la inundó con un brillo insustancial de lentejuelas de oropel que se detuvieron un instante sobre ella para luego continuar su camino. No estaba celosa de Judit. Tampoco se compadecía a sí misma mientras, sin apartar los ojos, escuchaba a Elena que hablaba sin cesar. Tenía puesto uno de los vestidos reformados (los trajes que le regalara Elena, a veces usados, pero por lo común nuevos, eran naturalmente de seda) que la tía había desechado cuando se fugó con el vendedor de caballos y mulas, esperando tal vez, o con la firme intención de no ponerse jamás esa clase de ropa. Sólo experimentó una serena desesperación, un alivio en su última y total abnegación, ahora que Judit estaba a punto de inmolar la pobre recompensa de su fracaso en aras de un cuento de hadas en acción. Parecía en verdad un cuento de hadas cuando Elena se lo refirió, tiempo después, a tu abuela; pero una historia escrita para un elegante club femenino y representada por sus socias. Sin embargo, a la señorita Rosa debe de haberle parecido real, justificada, además de plausible; de ahí su comentario, que provocó en Elena (lo contó también, a manera de gracia infantil) chillidos de asombro mezclados de hilaridad y un poco de impaciencia.
      »—Lo merecemos —había dicho Rosa.
      »— ¿Merecerlo? —Dijo, o más probablemente chilló Elena—. ¡Claro está que lo merecemos, si quieres expresarlo así! Ten por seguro que deseo que comprendas que los Coldfield estamos a la altura del enlace más aristocrático y honroso que pueda presentársenos.
      »Como es natural, no se conoce la respuesta de Rosa. Si hemos de atenemos a lo que dijo Elena, la muchacha no respondió palabra. Vio alejarse a su hermana y luego se dispuso a ofrecer a Judit lo único que tenía para darle, rechazado su anterior ofrecimiento. Este obsequio, como el otro, se lo había legado también la tía que, al salir una noche por la ventana, le enseñó a manejar la casa y a reformar vestidos, aunque este segundo don se desarrolló más tarde debido al hecho de que, cuando la tía partió, Rosa no había alcanzado aún la talla que le permitía usar los trajes abandonados, ni siquiera recortándolos. Comenzó a coser en secreto prendas para el ajuar de Judit. Sacó la tela del comercio de su padre. ¿De dónde la iba a sacar? Tu abuela me contó por aquel entonces que la señorita Rosa no sabía contar dinero, conocía teóricamente el valor de las monedas; pero jamás las había visto en realidad, no las pudo tocar, ni comparar, ni manejar nunca. Ciertos días de la semana se dirigía a la ciudad con una cesta y hacía sus compras en diferentes tiendas que Coldfield le indicaba previamente, sin que pasara una moneda entre ella y el tendero. Unas horas más tarde, Coldfield seguía su itinerario, guiándose por facturas garrapateadas en papel, o sobre la pared y el mostrador, y las pagaba. Por consiguiente, tuvo que quitarle la tela a él, aunque su surtido, iniciado con los más sencillos artículos de primera necesidad, e incapaz ya de alimentar a los dos con su producto, lejos de multiplicarse, ni siquiera había adquirido mayor variedad. A pesar de todo, a él tuvo que recurrir para coser aquellas delicadas prendas íntimas destinadas a su propia y vicaria boda, y bien puedes imaginar qué idea se habría formado Rosa de tales prendas, y cuál sería el resultado de su esfuerzo una vez terminado, puesto que las confeccionó sin ayuda de nadie. No puedo imaginarme cómo se las compuso para sacar la tela del comercio de su padre. Él no se la dio. Hubiera considerado su obligación proporcionar ropa a su nieta si la hubiese visto indecorosamente vestida, harapienta o expuesta al frío; pero no para una boda. Por eso creo que Rosa la robó: no veo otra solución. La ha de haber sacado en las barbas mismas de su padre (la tienda era pequeña y no tenía vendedores: él era su propio dependiente y desde un ángulo del local se divisaban todos los rincones), con esa audacia amoral, esa tendencia a la ratería que suelen tener las mujeres; pero es más probable (al menos, me agrada suponerlo) que recurriera a un subterfugio de tan simple y desesperada transparencia, ideado por su ingenuidad, que su misma sencillez engañase a Coldfield.
      »No volvió a ver a Elena. Por lo visto, ésta había cumplido ya sus propósitos y, terminado el alegre e inútil mediodía de su estío de mariposa, desapareció, no de Jefferson, pero sí de la vida de su hermana, quien sólo habría de verla una vez más, agonizando en su lecho, en el cuarto en penumbra de aquella casa sobre la cual el infortunio ya había extendido su mano y destruido los negros cimientos que la soportaban y aniquilado a sus dos varones: padre e hijo; el uno, en el peligro del combate; el otro, en el olvido. Porque Enrique, al parecer, había desaparecido. Rosa lo supo cuando pasaba sus días (y sus noches, pues debía aguardar a que su padre estuviera profundamente dormido) cosiendo tediosamente y sin arte las prendas que destinaba al ajuar de su sobrina y que ocultaba no sólo a los ojos de su padre, sino a los de las dos negras, que hubieran podido delatarla a Coldfield De los rollos de cordel, sacaba trozos de encaje que aplicaba luego a aquellas ropas, mientras llegaban las noticias de la elección de Lincoln y del derrocamiento de Sutpen. Pero ella apenas se enteraba de esas novedades, cuando oía a intervalos el doblar de las campanas que anunciaban la muerte de su tierra natal entre dos puntadas torpes y tediosas sobre una prenda que jamás usaría, que jamás abandonaría para un hombre a quien ni siquiera tendría ocasión de contemplar vivo.
      »Enrique desapareció; Rosa oyó lo que toda la ciudad sabía, que la última Navidad llegaron Enrique y Bon para pasar las vacaciones en el hogar; Bon, el apuesto caballero de Nueva Orleans cuyo compromiso con Judit había sido comunicado por Elena a la ciudad entera en el transcurso de los seis últimos meses. Volvieron, y la ciudad esperó el anuncio de la fecha de la boda. Y entonces algo aconteció. Nadie supo lo que había sucedido: si fue algo entre Enrique y Bon por una parte y Judit por la otra, o si fue entre los tres jóvenes y los padres de la muchacha. Lo cierto es que cuando llegó el día de Navidad, Enrique y Bon se habían marchado. Y Elena no estaba visible (parece que ya se había retirado a la habitación oscurecida que no abandonó hasta el día de su muerte, ocurrida dos años después) y ni el rostro, ni la conducta de Sutpen y Judit dejaron adivinar nada.
      »Fueron los negros quienes propalaron la historia: al parecer, la víspera de Navidad hubo una reyerta, pero no entre Bon y Enrique, ni siquiera entre Bon y Sutpen; sino entre el padre y el hijo, y después de ella Enrique repudió formalmente a su padre, renunció a su mayorazgo y al techo bajo el cual había nacido y se alejó en compañía de Bon, en mitad de la noche; la madre quedó abrumada de dolor, pero no por el fracaso de la boda (así decían las malas lenguas), sino ante el brusco contacto con la realidad que penetraba en su vida como el golpe misericordioso del hacha antes de que sea cortado el cuello de la res.
      »Eso fue lo que supo Rosa. Pero nadie sabe qué pensó. Todos creyeron que la actitud de Enrique se debía a la natural fogosidad de su juventud, sin olvidar que era un Sutpen, y dijeron que todo se arreglaría con el tiempo. No cabe duda de que el comportamiento de Sutpen y Judit para con los habitantes de Jefferson, y sus mutuas relaciones, parecían confirmar esta opinión. A veces se les veía juntos en el carruaje, como si nada hubiese ocurrido entre ellos, lo cual no hubiera sido lógico si la reyerta hubiese tenido como protagonistas a Bon y Sutpen, ni siquiera entre padre e hijo; pues la ciudad entera sabía que entre Enrique y Judit existía un cariño más hondo que el tradicional afecto fraternal, una relación curiosa, semejante a esa fiera rivalidad impersonal que suele existir entre dos cadetes de un regimiento modelo: comen en el mismo plato y duermen bajo la misma manta, afrontan idénticos peligros y se jugarían la vida el uno por el otro, pero no por el bien del compañero, sino por la unidad férrea del regimiento mismo. Eso era cuanto sabía Rosa. Y no podía saber sino lo que era comidilla de la ciudad porque los que sabían la verdad (Sutpen y Judit, no Elena, a quien nada se le hubiera dicho; pero, aun sabiéndolo, no lo comprendería ni lo recordaría; Elena, la mariposa bajo cuyas alas se había desvanecido el aire soleado, dejándola con sus manos rollizas unidas sobre el embozo de la cama, en la alcoba oscura en que sus ojos se abrían sin dolor, llenos de una desconcertada y atónita incomprensión) no le hubieran dicho una palabra más de lo que confiarían a cualquier otro habitante de Jefferson. Es probable que Rosa haya ido a hacerles una visita, pero nada más. Y debe de haberle dicho a Coldfield que nada importante sucedía; cosa de que ella misma estaba persuadida, puesto que continuó confeccionando ropas para el ajuar nupcial de su sobrina.
      »Proseguía en esa tarea cuando el Misisipí se separó y aparecieron en Jefferson los primeros uniformes de la Confederación, mientras el coronel Sartoris y Sutpen reclutaban el regimiento que partió en el año 61. Sutpen era segundo jefe y cabalgaba a la izquierda de Sartoris, sobre el caballo negro al que se le había dado el nombre de Scott, bajo los gallardetes que él y Sartoris dibujaron y las parientas de este último confeccionaron luego con retazos de sedas femeninas. Era más corpulento que antes, no sólo más que aquel día del año 33 en que se había presentado en la ciudad, sino en comparación con el mismo día de su boda con Elena. No era grueso, aunque frisara ya en los cincuenta y cinco. La adiposidad, el vientre dilatado, vinieron después. Todo eso se derrumbó repentinamente sobre él el año después de su extraña ruptura con Rosa, cuando ésta salió de su casa para vivir sola en la casita de su padre y no volvió a dirigirle la palabra hasta que le dijeron que había muerto: entonces le habló por última vez a aquél. Engrosó rápidamente, como si lo que los negros y hasta el propio Wash Jones denominaban “una gallarda estampa de hombre” hubiera llegado a su apogeo y decaído de pronto, arrebatados sus cimientos y licuados los tejidos que separaban las formas exteriores y visibles del verdadero esqueleto; atraído hacia la tierra, rebotó y flotó (inestable y sin vida, como un globo cautivo) retenido por la epidermis a la que había traicionado.
      »Rosa no vio la partida del regimiento, porque su padre le prohibió terminantemente que saliera de la casa hasta después de su partida; no le permitió tomar parte ni hacer acto de presencia, junto con las demás señoras y muchachas, en la ceremonia de la despedida; pero no porque estuviera allí su yerno. Nunca había sido hombre irascible; y antes de la declaración de guerra y de la secesión del Misisipí, sus actitudes y discursos de protesta demostraron serenidad, lógica y buen sentido. Pero, echada ya la suerte, cambió de la noche a la mañana, del mismo modo que había cambiado su hija Elena unos años atrás. En cuanto comenzaron a verse tropas en Jefferson cerró su comercio y lo mantuvo cerrado durante todo el período que duraron la movilización y la instrucción de los nuevos reclutas. Después, cuando el regimiento se marchó, solía cerrarlo cada vez que algún contingente aislado se acantonaba en la ciudad, y se negaba a vender mercaderías, no sólo a los soldados, sino también a los hombres y mujeres que apoyaban la secesión y la guerra, aunque sólo fuese de palabra. No permitió que su hermana volviese a la casa mientras su marido, el negociante en caballos, se alistaba; ni toleró que Rosa se asomara a la ventana para ver pasar las tropas. Cerró definitivamente su comercio y se pasó los días en la casa. Él y Rosa vivían en la parte de atrás; la puerta de la calle tenía siempre echada la llave y las persianas estaban invariablemente bajadas. Los vecinos murmuraban que se pasaba las horas tras una persiana entreabierta, como un centinela; pero no armado de mosquete, sino de una Biblia familiar en la cual había anotado con su cuidada letra de amanuense, las fechas de su natalicio y el de su hermana, de su boda y del nacimiento de sus hijas y nietos, del casamiento de Elena y de la muerte de su mujer (pero no del casamiento de la tía, fue Rosa quien anotó esa fecha, y la muerte de Elena, el mismo día en que registró el fallecimiento del propio Coldfield, de Carlos Bon y hasta el de Sutpen); hasta que acertaba a pasar un contingente de tropas; entonces abría la Biblia y recitaba, con su áspera voz potente que ahogaba el ruido de los pasos marciales, pasajes del arcaico misticismo violento y vengativo que había señalado de antemano, del mismo modo que, si hubiera sido un franco tirador, hubiese dispuesto a lo largo del antepecho una hilera de cartuchos.
      »Una mañana supo que su tienda había sido violentada y saqueada. El atentado fue, sin duda alguna, obra de algún regimiento de tropas forasteras acampadas en las afueras de la ciudad; sus conciudadanos, aunque sólo fuera de palabra, lo aprobaron. Esa noche subió al desván con un martillo y un puñado de clavos, clavó la puerta tras sí y arrojó el martillo por la ventana. No era cobarde. Era hombre de fortaleza moral extraordinaria, capaz de radicarse en una región desconocida sin otra fortuna que un mezquino surtido de mercaderías y ganar con ellas lo suficiente para mantener a cinco personas y darles una vida tranquila y cómoda. Claro está que lo logró a fuerza de economía: era cuestión de economía o negocios turbios; y, como decía tu abuelo, un hombre que en el Misisipí de aquellos tiempos no incurría en otra falta de honradez que la venta de sombreros de paja, cordeles y carne salada, hubiera sido encerrado por su propia familia como cleptómano. Pero no le faltaba valor, aunque su conciencia, según afirmaba tu abuelo, se rebelaba, no tanto contra la idea de derramar sangre humana y tronchar vidas útiles, sino contra la posibilidad de desperdiciar, gastando y devorando y tiroteando, materias primas, en homenaje a cualquier causa.
      »La actividad de Rosa se redujo entonces a mantener un soplo de vida en su padre y en ella misma. Vivieron del producto de la tienda hasta la noche del saqueo. Luego solía ir al comercio, caída ya la noche, provista de un cesto y traía el alimento necesario para un día o dos. Las existencias no se renovaban desde hacía tiempo y ya habían mermado bastante antes del saqueo. Muy pronto aquella muchacha que nunca aprendió a hacer nada útil porque su tía la educó con la convicción de que, además de delicada, era verdaderamente única y preciosa, conoció alimentos que eran cada vez más difícil de obtener y de peor calidad; y por las noches los subía hasta el escondite de su padre por medio de una roldana de aljibe y una cuerda suspendida de la ventana del desván. Tres años duró esto; durante tres años alimentó en secreto, en las tinieblas de la noche y con manjares que a duras penas hubieran bastado para una persona, al hombre a quien odiaba. Tal vez no lo comprendió antes, es posible que ni siquiera lo comprendiera entonces; pero la primera de las odas que dedicó a los guerreros del sur y que tu abuelo vio en 1885 en una carpeta que contenía más de mil poesías similares, estaba fechada en el primer año del encarcelamiento voluntario de su padre y a las dos de la mañana.
      »Y un día, él murió. Una noche, su mano no se extendió para recoger el cesto de provisiones. Los viejos clavos permanecían hincados en la puerta, y los vecinos la ayudaron a derribarla con hachas; allí encontraron al hombre cuyo único medio de vida había sido saqueado por los defensores de su propia causa, por más que él repudiara esa causa y esos defensores; y junto a su jergón se veían, intactas, las provisiones de los tres últimos días, como si hubiera dedicado ese lapso a un balance mental de sus cuentas terrenales y, hallado y probado el cociente, hubiese presentado al ambiente contemporáneo de locura, ultraje e injusticia, la impasividad inalterable y muerta de su helada desaprobación.
      »En aquel entonces Rosa, además de huérfana, estaba en la miseria. La tienda era una cáscara vacía, hasta las ratas la habían abandonado, nada quedaba en ella, ni siquiera la benevolencia del vecindario; ya que el padre se había enajenado con su extraña conducta toda buena voluntad en el barrio; la ciudad y hasta la región desangraba en la batalla. Hasta las dos negras se habían marchado, las negras a las cuales había concedido la libertad tan pronto como pasaron a su poder (en pago de una deuda, no las compró) escribiendo sus documentos de manumisión, que ellas no podían leer, y asignándoles un salario semanal que siempre retuvo a la espera de que alcanzara a cubrir el precio corriente de las esclavas de ese tipo. Esa conducta le valió que las suyas se contasen entre los primeros esclavos de Jefferson que desertaran y se unieran a las tropas norteñas. Por eso, cuando murió no tenía nada: ni ahorros ni bienes.
      »Indudablemente, el único placer que se permitió no consistía en los modestos ahorros espartanos que logró acumular antes de que se cruzara en su camino el futuro yerno; no, no era el dinero, sino lo que representaba como garantía que, con la contaduría espiritual en la que había depositado su fe, respaldaría en el futuro sus cheques de austeridad, abnegación y energía. Lo que más le hirió en todo el asunto de Sutpen no fue la pérdida monetaria, sino el holocausto de sus ahorros, símbolo de abnegación y fortaleza que había de mantener intacta la solvencia espiritual que ya creía haber cimentado y asegurado. Era como si hubiera de pagar dos veces el mismo documento, debido a algún insignificante error en la fecha o en la firma estampada en él.
      »Y así Rosa era huérfana y pobre, sin otra parentela que Judit y la tía, de quien no se tenían noticias desde hacía dos años, cuando se supo que trataba de atravesar las líneas norteñas para llegar a Illinois y acercarse así a la cárcel de Rock Island, donde estaba a la sazón su marido, en castigo por haber ofrecido sus habilidades como traficante en mulas y caballos al Cuerpo de Remonta de la Caballería Confederada. Habían transcurrido ya dos años de la muerte de Elena, la mariposa arrebatada por el huracán que la había arrojado contra un muro al cual se aferró mientras se debatía débilmente, pero sin atarse demasiado a la vida, sin sufrir mucho, puesto que era demasiado ingrávida para luchar, sin recordar siquiera claramente el brillante vacío que precedió a la tormenta, sumida en un asombro desconcertado y mudo…, la vulgar apariencia vistosa que no logró cambiar un año de mala alimentación, ya que todos los negros de Sutpen habían desertado también en seguimiento de las tropas del Norte; la sangre salvaje que trajo a la región y que quiso mezclar con los mansos naturales con el mismo cuidado e idéntico objeto que le llevó a cruzar su caballo de silla y su propia estirpe. Y con el mismo éxito: parecía que su presencia bastaba para que aquella casa aceptase y retuviese sus vidas humanas, como si los edificios tuviesen conocimientos y personalidad y un carácter adquirido, no de la gente que en ellos respira o ha respirado, sino fundido en maderos y ladrillos, engendrado en ellos por aquel o aquellos que los concibieron y levantaron. En esa casa vibraba una incontrovertible afirmación de soledad y vacío; parecía resistirse a ser ocupada sin la sanción y la salvaguardia de los fuertes y de los despiadados. Como es natural, Elena había adelgazado algo; pero a la manera de la mariposa que, al iniciar su disolución se disuelve realmente: la superficie del cuerpecillo y las alas disminuyen, las manchas se aproximan un poco, sin arrugarse. Así el rostro que ahora se veía sobre la almohada era la misma cara infantil (aunque Rosa descubrió entonces que Elena se teñía el cabello desde hacía años) las mismas manos suaves y rollizas (ahora sin anillos) unidas sobre el embozo de la cama, idéntico asombro en los desconcertados ojos oscuros para indicar un rastro de vida presente que había postulado la muerte inminente cuando rogaba a la jovencita de diecisiete años que protegiera a su hija, lo único que le quedaba. (Porque Enrique había desaparecido después de repudiar deliberadamente su mayorazgo, y no había regresado aún para desempeñar su papel en el desastre familiar. Esto, según decía tu abuelo, evitó a Elena un postrer dolor que además de ser el golpe de gracia, aplastante y definitivo, hubiera sido totalmente inútil; ya que la mariposa, aunque viviese, no era capaz de soportar nuevos huracanes y violencias.) Lo natural hubiera sido que viviese con Judit; al menos, lo natural en una dama del Sur, como ella. No era menester invitarla; nadie consideraría tal invitación. Así son las damas del Sur. Sin un centavo ni la más remota perspectiva de obtenerlo, sabiendo que cuantos las conocen lo saben también, se instalan en tu casa con su sombrilla y tres baúles, toman posesión de la habitación en que tu mujer ha hecho tender la cama con sábanas de hilo bordadas a mano, dan órdenes a la servidumbre (que sabe perfectamente que jamás recibirá de ellas una propina, puesto que no tendrán nunca dinero para ello), entran en la cocina, derrocan a la cocinera y sazonan a su gusto y paladar los platos que tú has de comer. Pero no es eso; no es sólo que dependen de ti para lo más indispensable, además parecen vivir de la sangre misma como un vampiro, sin gula ni voracidad; pero con el sereno y ocioso esplendor de las flores, apropiándose, puesto que pasa también por sus venas el torrente de sangre antigua que ha cruzado mares y continentes ignotos, ha luchado contra mil adversidades, asechanzas y fatalidades.
      »Eso era lo que debía de haber hecho. Pero no quiso. Y, sin embargo, Judit poseía muchas hectáreas abandonadas que le suministraban alimento, y Clite que la ayudaba, y Wash Jones que le procuraba lo más indispensable para comer, como hizo con Elena antes de su muerte. Pero Rosa no se dirigió en seguida al Ciento de Sutpen; tal vez nunca lo hubiera hecho. Aunque Elena le rogó que protegiera a Judit, es posible que estimara que ésta aún no necesitaba protección pues si su amor postergado le había dado fuerzas para resistir hasta entonces, ese mismo amor también se las daría a Bon y lo preservaría hasta que se agotase la locura de los hombres y él volviese del lejano paraje donde estaba, trayendo consigo a Enrique, víctima de esa misma locura, de idéntico infortunio.
      »Veía de cuando en cuando a su sobrina, y es probable que ésta la invitase más de una vez a vivir con ella en el Ciento de Sutpen; pero opino que nunca aceptó el ofrecimiento por ese motivo aunque ignoraba el paradero de Bon y Enrique, cosa que Judit no le dijo jamás. Porque Judit lo sabía. Quizá lo supiera desde tiempo atrás; tal vez hasta la misma Elena lo supiera. Aunque es posible que Judit no se lo confiara a su madre. Quizá Elena no se haya enterado jamás de que Bon y su hijo se habían alistado como soldados en la compañía organizada por sus condiscípulos de la universidad. La primera noticia que en cuatro años tuvo Rosa, el primer indicio de que su sobrino estaba vivo todavía, llegó una tarde en que Wash Jones, a horcajadas sobre la única mula que le quedaba a Sutpen, se detuvo ante su casa y comenzó a llamarla a gritos. Ella lo había visto otras veces, pero no lo reconoció: era hombre enjuto, desgarbado, palúdico, con ojos pálidos y rostro de edad indefinible: podría haber tenido de veinticinco a sesenta años. Sentado a horcajadas sobre el lomo de la mula sin montura, gritaba en medio de la calle, delante de su puerta: “¡Hola! ¡Hola”, a intervalos, hasta que ella se acercó a la entrada. Entonces bajó la voz, aunque no mucho, y preguntó:
      »— ¿Es usted Rosita Coldfield?



Capítulo IV

       Todavía no había oscurecido lo bastante para que Quintín pudiera partir; al menos, no estaba suficientemente oscuro para satisfacer a la señorita Coldfield, aun descontando las doce millas de ida y las doce de vuelta. Quintín lo sabía. Le parecía verla, aguardando en uno de los cuartitos sombríos y herméticos, en la soledad impenetrable de aquella casa hosca. No había encendido la luz porque, de cualquier modo, estaba a punto de salir y probablemente algún pariente o descendiente intelectual del que le dijo que la luz y el aire en movimiento producen calor, le informó también que el costo de la electricidad no depende tanto del tiempo que arda la lamparilla como del gasto necesario para dominar la inercia primaria al bajar el resorte: eso es lo que repercute en el medidor.
      Sabía perfectamente que tenía puesto el sombrero negro bordado en azabache, y un chal, mientras aguardaba en la penumbra creciente y mortecina; en su mano o sobre su falda se hallaba ya el bolso con todas las llaves de la casa: puerta, despensa y aparador, puesto que la abandonaba por unas seis horas consecutivas. Y también una sombrilla o paraguas —pensó— recordando que ella no podía permanecer indiferente al estado del tiempo o a la estación; pues aunque no había cambiado más de cien palabras con ella hasta esa tarde, no ignoraba que jamás había abandonado en esos cuarenta y tres años su casa después de la caída del sol, a no ser los miércoles y domingos para asistir a reuniones piadosas. Sí, tendría el paraguas. Se presentaría con el paraguas cuando él la llamara, portándolo invicta hacia el fatigado suspiro de un atardecer sin rocío, en el cual no se advertía el tránsito hacia la oscuridad sino por el suave revolotear de las luciérnagas bajo la galería. Se puso de pie cuando Compson salió del edificio con una carta en la mano y encendió al pasar la luz de la terraza.
      —Tal vez tengas que entrar para leerla —dijo.
      —Puede ser que consiga leerla aquí —repuso Quintín.
      —Quizá tengas razón —dijo Compson—. Ni la luz del sol, para no decir nada de esto… —y señaló el solitario globo de cristal, sucio y lleno de insectos después del largo verano; pero ni siquiera limpio daba buena luz— bastaría para ellos. Sí, para ellos, los de aquellos días y aquellos tiempos muertos; gentes como nosotros y, como nosotros, víctimas también, pero en circunstancias diversas, más sencillas y por lo mismo íntegras, más vastas, más heroicas; motivo por el cual sus figuras son también más heroicas, no disminuidas y enredadas, sino distintas, incomplejas, dotadas del don de amar y morir de una vez para siempre en lugar de trocarse en seres difusos y desmadejados a quienes se extrae a ciegas, miembro por miembro, de un saco para ensamblarlos luego, autores y víctimas de mil homicidios, mil uniones y divorcios. Tal vez tengas razón. Tal vez una luz más brillante que ésta sería demasiado para ello.
      Pero no entregó inmediatamente la carta a Quintín. Volvió a sentarse, actitud que imitó el joven, y recogió el cigarro de la barandilla de la terraza. El punto rojo ardió de nuevo y una voluta de humo color de glicina cruzó otra vez por la cara de Quintín, mientras Compson colocaba los pies sobre la baranda y tenía la carta en la mano, casi tan morena como la de un negro, sobre el blanco pernil del pantalón de hilo.
      —Enrique quería a Bon. Por él repudió sus derechos de mayorazgo y su bienestar material; por ese hombre que era, al menos en intención, un bígamo en cierne, aunque no un rufián completo. Cuatro años más tarde, Judit encontró entre sus ropas la fotografía de la otra mujer y del hijo. Tanto lo quería Enrique, que fue capaz de desmentir a su padre en un aserto que, como debió comprenderlo, éste no hubiera hecho jamás si le faltaran pruebas y seguridades. Pero lo hizo, el golpe partió de su mano, aunque debió de suponer que cuanto le dijo su padre acerca de aquella mujer y su hijo era cierto. Sin duda lo dijo entre sí, y lo repitió al cerrar por última vez la puerta de la biblioteca aquella Nochebuena, y se lo siguió repitiendo mientras cabalgaba junto a Bon a través de la férrea tiniebla de aquella mañana de Navidad, cuando se alejaba de la casa que lo había visto nacer y que sólo habría de ver una vez más, el día en que sus manos se mancharon con la sangre de ese hombre que cabalgaba entonces a su lado: Quiero creer; quiero. Lo quiero. Aunque sea verdad, aunque lo que dijo mi padre fuera cierto, ya que a pesar mío no puedo dejar de saber que es cierto, quiero creer. En efecto, ¿qué esperaba encontrar en Nueva Orleans, sino la verdad? Y, sin embargo, ¿quién podrá explicar por qué el que sufre se aferra, más que a los miembros sanos, al brazo o la pierna que han de ser amputados? Porque adoraba a Bon. Me lo imagino junto a Sutpen, aquella Nochebuena, el padre y el hermano, golpe y contragolpe como el estampido del trueno y su eco, unidos como ellos: el aserto y el mentís, la elección instantánea e irrevocable entre padre y amigo; o, como pensaría Enrique, entre el campo del cariño y el amor y el de la sangre y el interés; pero, en el mismo instante en que desmentía el aserto, Enrique adivinaba que era exacto. Por eso dejó pasar cuatro años, el tiempo de probación. Y, sin embargo, aquella Nochebuena ya había comprendido que todo sería inútil, para no mencionar siquiera lo que supo, lo que vio con sus propios ojos en Nueva Orleans. Quizá conociera ya entonces a Bon, que no había cambiado ni cambiaría jamás, y he aquí que Enrique no podía decir al amigo: Lo hice por ti; haz esto por mí ahora. ¿Comprendes? No lo podía decir ese jovencito que frisaba en los veinte años y acababa de volver la espalda a todo su mundo para jugarse por el único amigo a quien (puesto que sabía que su padre le había dicho la verdad) estaba destinado y condenado a asesinar. Creo que lo adivinaba del mismo modo que adivinaba que su esperanza resultaría fallida sin sospechar cuál era esa esperanza. ¿Qué cambiaría Bon, o la situación planteada; que algún día despertaría de esa pesadilla para descubrir que había sido un mal sueño, como en el sopor febril del herido, en el cual el miembro herido está sano y fuerte y son los otros, por el contrario, los doloridos?
      »Ésa fue la probación de Enrique; los mantuvo a los tres en una suerte de intermedio al cual la misma Judit prestó su consentimiento. Ella nunca supo qué había ocurrido aquella noche en la biblioteca. Creo que no lo sospechó tampoco hasta aquella tarde, cuatro años después, en que los volvió a ver; aquella tarde en que trajeron el cadáver de Bon rencontró en su bolsillo una fotografía que no era la suya y el rostro de aquel niño. A la mañana siguiente, cuando despertó, ellos se habían ido y sólo quedaba la esquela de Enrique (no había permitido que fuese Bon quien la redactara), anunciando el armisticio, la prueba. Y Judit consintió, ella, que se hubiera revelado como Enrique ante la más leve insinuación paterna; y, sin embargo, se sometió a Enrique no porque fuese el hermano varón, sino en gracia a la especialísima relación que los unía: esa personalidad única en dos cuerpos que fueron seducidos casi simultáneamente por un hombre a quien Judit no había visto jamás. Ella y Enrique sabían que se sometería a la prueba, por eso la muchacha accedió a la espera; pero ambos sabían en tácito acuerdo que, expirado el plazo, con igual calma, con la misma negativa a conceder y pedir en consideración a la tradicional debilidad de su sexo, ella daría por terminado el armisticio y le haría frente como a un enemigo, sin desear ni solicitar la presencia de Bon o su apoyo, sin permitirle siquiera intervenir, de hallarse presente, en la lucha contra Enrique como un hombre antes de volverse nuevamente hacia la mujer, la amada, la novia. Y en cuanto a Bon, Enrique jamás le hubiera confesado a éste que Bon negaba la acusación, porque lo primero implicaría lo otro. La negativa de Bon sería una mentira, y aunque Enrique hubiera soportado un engaño en boca de su amigo, no hubiera tolerado que lo escuchasen su padre o Judit. Además, Enrique no tuvo necesidad de confesar a Bon lo sucedido.
      »Bon debe de haberse enterado de la visita de Sutpen a Nueva Orleans tan pronto como llegó a su casa aquel verano. Sin duda comprendió que Sutpen conocía ya su secreto, si es que lo consideraba secreto antes de enfrentar la reacción de Sutpen; pues es evidente que hasta entonces no pensó jamás que fuera una objeción seria para su boda con una mujer blanca. La mayor parte de los jóvenes ricos de la época estaban envueltos en asuntos parecidos, y no se le hubiera ocurrido jamás mencionar el caso a su novia ni a la familia de ésta, como no les habría contado tampoco los secretos de la logia estudiantil fraterna en que había ingresado antes de su casamiento. La verdad es que la reacción de su futura familia política ante el descubrimiento fue la primera y última sorpresa que le proporcionó la estirpe de Sutpen. A mí, él es quien me parece notable. Se presentó en aquella aislada familia puritana, hogar de campesinos al fin, como el propio Sutpen hizo su aparición en Jefferson: completo, sin relaciones, ni pasado, ni infancia; prematuramente maduro para sus años, nimbado y circundado por un resplandor excitante que sedujo, sin esfuerzo ni ambición alguna de su parte, a los dos hermanos rurales. Por su culpa se inició el pleito, y, sin embargo, desde el preciso instante en que comprendió que Sutpen haría lo posible por impedir el matrimonio, parece haberse convertido en un espectador pasivo, algo sarcástico y totalmente enigmático. Espectral y casi incorpóreo, me parece verlo flotar sobre los demás, un poco alejado por encima de esos seres francos y lógicos, pero incomprensibles para él: conminaciones, afirmaciones y desafíos, retos y repudios que escucha con indiferencia perezosa y sarcástica, con el mismo aire de un joven cónsul de Roma que paseara en gira triunfal entre las hordas bárbaras que su abuelo derrotó, encerrado en un turbulento, infantil y mortífero castillo de barro como una selva encantada y llena de peligrosos miasmas. Al parecer, el asunto le parecía no diré explicable, pero sí superfluo. Comprendió en seguida que Sutpen había descubierto la existencia de su amante y del cariño, y su reacción, lo mismo que la de Enrique, le hizo el efecto de una torpeza moral, de un necio convencionalismo que no merecía el nombre de pensamiento, y lo estudió con la atención fría del hombre de ciencia que contempla los músculos de una rana anestesiada: analizando, contemplando todo tras esa barrera de cinismo que hacía aparecer a Sutpen y a Enrique como trogloditas. No era solamente su exterior: su modo de andar y hablar, su elegancia en el vestir, la manera con que ofrecía su brazo a Elena para conducirla al comedor o hasta el carruaje y (quizá, probablemente) besarla en la mano, y que Elena envidiaba y deseaba para Enrique; sino el hombre mismo, que los contemplaba con impenetrable y fatalista imperturbabilidad, mientras esperaba que obrasen a su antojo, como si adivinase desde un principio que llegaría el momento de la pausa y que sólo le tocaría esperar sabiendo que había seducido demasiado bien a Judit y a Enrique para temer que se frustrase la boda concertada. No era la suya esa agudeza estúpida, mitad instinto y mitad fe en la suerte, hecha de una costumbre muscular de los sentidos y nervios del jugador que aguarda para hacer lo que pueda de cuanto acontece bajo su mirada; sino un pesimismo reservado y tieso despojado desde siglos atrás de tonterías y convenciones vulgares (sí, hasta de las de Sutpen, Enrique y los Coldfield) propias de quienes no han salido aún de la barbarie y que, dentro de dos mil años, continuará arrojando triunfalmente el yugo de la inteligencia y la cultura latinas que, en honor a la verdad sea dicho, jamás aceptaron muy de corazón.
      »Lo cierto es que amaba a Judit. Sin duda él hubiera añadido que la amaba “a su manera”; ya que, como pronto lo descubriría su futuro suegro, no era ésa la primera vez que desempeñaba tal papel y prometía lo que a Judit prometió, ni se prestaba a una ceremonia destinada a sellar su promesa, por más distingos que quisiera hacer entre la que lo ligaría a una mujer blanca y a la otra (Bon era católico, pero frío). Verás la carta, no la primera carta que le escribió, sino la primera y única que ella mostró, al decir de tu abuela, que estaba bien enterada: ahora, muerta Judit, creemos que fue la única que conservó, a menos que Rosa o Clite destruyeran las otras después de su muerte. Ésta, la que ahora conservamos, no fue guardada por Judit, sino que ella misma la trajo y la entregó a tu abuela después de la trágica desaparición de Bon, tal vez el mismo día en que destruyó las otras que él le había escrito (suponiendo siempre que fuera ella misma quien las quemó), el día en que descubrió en el bolsillo de Bon el retrato de la cuarterona y el niñito.
      »Bon fue su primer novio, y también el último. Debe de haberlo visto con los mismos ojos con que lo veía Enrique. Difícil sería decir a cuál de los hermanos parecía más espléndido: una lo miraba con la esperanza, inconsciente quizá, de adueñarse de aquella imagen mediante la posesión; el otro sabía que se interponía entre ellos la valla infranqueable de la identidad de sexo. Enrique lo vio por vez primera cabalgando en el bosquecillo de la universidad, en uno de los dos caballos que allí mantenía, o tal vez atravesando a pie la pradera que se extendía ante el edificio, con sus ropas ligeramente afrancesadas; o quizá (me agrada suponerlo) le fue presentado protocolarmente, mientras Bon se recostaba contra la ventana de su dormitorio inundado de sol, llevando su bata floreada, casi femenina. Era hombre apuesto, elegante y felino, demasiado maduro para estar en una facultad; no maduro en años, pero sí en experiencia, rodeado por un tangible efluvio de sabiduría y hastío, cosas realizadas, saciedad, placeres apurados y hasta olvidados. Tal era la impresión que causó no sólo en Enrique, sino en todos los estudiantes de la pequeña universidad provinciana, para quienes no fue causa de envidia (pues sólo se envidia a quien no consideramos superior a nosotros sino accidentalmente, a quien esperamos igualar en el futuro, si es que la suerte nos ayuda un poco), sino de desesperación: esa desesperación aguda, terrible, repentina de los jóvenes, que suele traducirse en injurias y agresiones físicas con el que las provoca; y en casos extremos, como el de Enrique, en insulto y hostilidad contra quienes censuren al ser admirado, como se comprobó al repudiar el joven padre y estirpe cuando Sutpen quiso impedir el casamiento. Sí, quería a Bon; quien lo conquistó como conquistó a Judit.
      »Era un muchacho nacido y educado en el campo y, como los cinco o seis estudiantes de su grupo, hijos como él de hidalgos rurales, que Bon toleraba en su círculo íntimo, imitó su atavío, sus modales y (hasta donde le era posible) su método de vida. Bon le parecía el héroe salido de un cuento adolescente de Las mil y una noches, dueño accidental de un talismán que (lejos de darle sabiduría, poder o riquezas) le permitía pasar de una escena de placeres casi inimaginables a otra, sin intervalos ni pausas de hastío. Y el hecho mismo de que allí, delante de ellos, reclinado perezosamente y vestido con las exóticas ropas casi femeninas de su sibarítica intimidad, se proclamara un hastiado, sólo conseguía acrecentar su asombro, su ofensa amarga y sin esperanza. Enrique era un palurdo, un campesino, inclinado a la acción instintiva y violenta más que a la meditación; quizá comprendiera que el áspero orgullo lugareño que había motivado la pureza de su hermana era una falsa entidad que, para llegar a existir y ser preciosa, debía de incorporar cierto carácter transitorio: para existir, dependía de su pérdida, de su falta.
      »Quizá sea éste el incesto puro y verdadero: cuando el hermano comprende que la honra de su hermana debe perderse para haber existido alguna vez, y mancilla entonces esa honra en la persona del cuñado, el hombre en quien quisiera metamorfosearse, el amante, el esposo, aquel a quien elegiría por dueño, aquel por quien desearía ser despojado si pudiera metamorfosearse en la hermana, la amante, la novia. Tal vez esto era lo que se debatía no en el cerebro de Enrique, sino en su alma. Porque él nunca reflexionaba. Sentía y se ponía en actividad. Conocía la lealtad y la practicaba, conocía el orgullo y los celos; amó, mató y sufrió y creo que mató a Bon amándolo todavía, al hombre a quien había concedido cuatro años de prueba, cuatro años para deshacer el otro casamiento, sabiendo que esos cuatro años de ilusión y esperanza serían inútiles.
      »Fue Enrique quien sedujo a Judit, no Bon, a juzgar por el sereno curso que siguió el noviazgo de ambos: esponsales que (si existieron alguna vez) duraron un año entero, durante el cual Bon visitó dos veces el Ciento de Sutpen, y pasó la mayor parte de su estancia cazando y cabalgando en compañía de Enrique o desempeñando el papel de flor exótica, indolente y esotérica, sin otro origen ni pasado que el nombre de una ciudad, sobre la cual revoloteaba orgullosa Elena, sumergida en su tonto estío de mariposa. Porque él, el hombre viviente, había sido usurpado. No hubo tiempo ni intervalo ni hueco en esos días vertiginosos para cortejar a Judit. Ni siquiera puedo imaginar a los dos solos. Trata de hacerlo tú y verás que lo más aproximado que logras es proyectarlos en un momento en que los verdaderos interesados estaban separados y distantes: son dos espectros que pasean, serenos y sin preocupaciones carnales, en un jardín estival, los mismos fantasmas apacibles que parecen flotar, atentos, silenciosos e imparciales, por encima del inexplicable tronar de acusaciones y desafíos y repudios que circundan a Sutpen (la roca) y a Enrique (tornadizo y violento) a manera de relámpagos. Enrique nunca había ido ni siquiera a Menfis, jamás había salido de su casa hasta aquel septiembre en que llegó a la universidad con sus ropas de campesino, su caballo de silla y su palafrenero negro. Los seis o siete muchachos tenían la misma edad y había vivido en el mismo ambiente, sólo se diferenciaban en detalles superficiales como el alimento, la ropa y las ocupaciones cotidianas de los esclavos negros que los atendían: el sudor era el mismo, sólo que en unos corría por el trabajo del campo, mientras que en otros era el precio de los mezquinos y espartanos placeres que les daba la libertad de no tener que trabajar la tierra: las cacerías y cabalgatas, duras y violentas; unos jugaban por cuchillos mellados, joyas de oropel, rollos de tabaco, botones y prendas de vestir, porque era lo más cómodo y fácil de obtener; los otros jugaban por caballo, dinero, rifles y relojes por idéntico motivo; las mismas fiestas; la misma música ejecutada en los mismos instrumentos: guitarra y violines toscos, fuera en las grandes casonas, con cirios, champaña y vestidos de seda o en las chozas con piso de tierra, humeantes teas de pino, percal y agua azucarada con melaza.
      »El seductor fue Enrique, porque en aquel tiempo Bon ni siquiera había visto a Judit. Lo más probable es que no haya prestado tampoco mucha atención a lo que Enrique le dijo sobre su escasa y convencional parentela y no recordase la existencia de esa hermana, ¿cómo había de recordarlo ese hombre indolente? Era demasiado maduro para encontrar compañeros entre los mozalbetes, los niños casi, entre quienes vivía; ese hombre nacido antes de su tiempo, que lo sabía y lo aceptaba por razones demasiado poderosas para no soportarlo y demasiado serias y personales para confiarles a sus actuales amigos; ese hombre que más tarde haría gala de la misma indiferencia indolente cuando se planteó el ruidoso pleito de esos esponsales que (por lo que todo Jefferson sabía) no se formalizaron jamás, que el propio Bon no confirmó ni desmintió, mientras él permanecía en el fondo, imparcial y pasivo como si se tratara de intereses suyos, ni siquiera de asuntos de un amigo ausente, sino como si se ventilaran los pleitos de un desconocido a quien jamás hubiera visto y de quien nada le importara.
      »Ni siquiera le hizo la corte. Al parecer, tributó a Judit el dudoso homenaje de no pretender siquiera deshonrarla, mucho menos se hubiera atrevido a insistir en la boda antes o después de la terminante negativa de Sutpen; y recuerda que se trataba de un joven conocido por sus actividades de conquistador en la universidad, mucho antes de que Sutpen descubriera pruebas fehacientes. No hubo compromiso ni noviazgo: él y Judit se vieron tres veces en el espacio de dos años: un lapso total de diecisiete días contando el tiempo tomado por Elena. Se separaron sin despedirse. Y a pesar de todo, cuatro años después, Enrique tuvo que matar a Bon para impedir que se casaran. Por eso afirmo que fue Enrique y no Bon quien sedujo a Judit: los dos quedaron deslumbrados por la distancia que media entre Oxford y el Ciento de Sutpen, entre ella y el hombre que no había visto todavía, como a impulsos de esa telepatía que, de niños, les permitía anticipar sus respectivas acciones como dos pájaros que levantan el vuelo en el mismo instante; ese nexo que no es la similitud convencional que une a los mellizos, sino más bien el que podría existir entre dos personas abandonadas al nacer en una isla desierta, independiente del sexo, la edad, el idioma o las circunstancias hereditarias: la isla desierta era el Ciento de Sutpen; la soledad, la sombra de ese padre con quien no sólo la ciudad entera, sino hasta la familia de su madre habían preferido pactar un armisticio antes que aceptarlo y asimilarlo.
      »¿Comprendes? Allí están: la muchacha, la jovencita campesina que ve a un joven durante una hora diaria, término medio, por espacio de doce días en el largo lapso de un año y medio; y, sin embargo, está tan empeñada en casarse con él que obliga a su hermano a llegar al homicidio, si no al asesinato, para impedir el matrimonio; y eso después de un intervalo de cuatro años, durante los cuales hubo épocas en que no sabía siquiera si vivía su novio. Y el padre, que, después de ver una sola vez al pretendiente, emprendió un viaje de seiscientas millas para investigar su vida y logró descubrir, o lo que ya sospechaba su clarividencia, o bien un pretexto que le sirvió a las mil maravillas para impedir el proyectado casamiento. Y el hermano, para quien la dicha y la honra de su hermana debían haber sido más preciosas aún dado el extraño y misterioso lazo que los unía, y que a pesar de ello se erigió en defensor de la boda y llegó al extremo de repudiar padres, casa y estirpe para convertirse en compañero del pretendiente rechazado por espacio de cuatro años al cabo de los cuales le dio muerte por la mismísima razón que lo movió antes a abandonar su casa paterna. Y el novio, envuelto sin quererlo en un compromiso que no buscó ni eludió tampoco, el joven que aceptó el rechazo sin perder su sarcástica pasividad, pero que cuatro años más tarde estaba por lo visto tan decidido a casarse, a pesar de toda su indiferencia, que obligó al hermano que había defendido sus proyectos a matarle para evitar la consumación de la boda.
      »Así fue, suponiendo que el motivo pareciera suficiente al rústico Enrique, para no decir nada de Sutpen, que tenía más mundo que su hijo. Porque la existencia de la amante cuarterona y del hijo en cuyas venas corría aún un porcentaje de sangre negra, y la ceremonia morganática, eran partes integrantes del equipo de todo joven rico y libertino de Nueva Orleans, exactamente como los zapatos de charol. Pero el motivo parece demasiado fútil y el punto de honor exagerado, aun tratándose de esos espectrales gentileshombres que fueron nuestros antepasados nacidos en el Sur y llegados a la edad adulta alrededor de 1860.
      »La cosa parece increíble; no puedo explicármela. Tal vez sea que ellos no se explicaron, y esos secretos estén vedados para nosotros. Nos quedan unas pocas historias que han pasado de boca en boca hasta llegar a nosotros; exhumadas del fondo de antiguos baúles y cofres vetustos, cartas sin encabezamiento ni firma, en las cuales hombres y mujeres que vivieron y respiraron se han transmutado en meras iniciales o sobrenombres creados por un cariño ya incomprensible para nosotros, y nos parece que leemos en sánscrito o en la lengua de los indios chocktaw. Entrevemos vagamente aquellos seres en cuya sangre viva estamos, dormidos, aguardando el instante de entrar en la vida, y a través de la umbrosa atenuación del tiempo se nos antojan grandes y heroicos, inexplicables y fuera del alcance del tiempo cuando ejecutan sus actos de pasión pura y sencilla violencia… Sí, Judit, Bon, Enrique, Sutpen: todos ellos. Allí están, pero les falta algo; son semejantes a una fórmula química extraída junto con esas cartas olvidadas, del fondo de un viejo cofre; la tocamos con cuidado, el papel arcaico y plegado se hace pedazos, la letra borrosa, casi indescifrable ya, está, sin embargo, plena de significado, su forma y su sentido nos son familiares, intuimos la presencia y el nombre de elementos sutiles y aromáticos, los mezclamos en la proporción indicada, pero nada sucede; volvemos a leer con porfiada insistencia, asegurándonos de que nada hemos olvidado ni equivocado, los mezclamos una y otra vez, y nada sucede: sólo están allí las palabras, los símbolos, los contornos vagos, inescrutables y serenos sobre el fondo terrible de un sangriento infortunio humano.
      »Aquella primera Navidad, Bon y Enrique vinieron de la universidad a pasar las vacaciones en el Ciento de Sutpen. Judit, Elena y el dueño de la casa lo vieron por primera vez. Judit vio al hombre a quien sólo trataría por espacio de doce días, para recordarlo después durante cuatro años (él no le escribió una sola vez en ese lapso; era el período de prueba, ¿comprendes?) y al recibir al fin una carta suya que decía: Ya hemos esperado bastante y anunciaba que ella y Clite podían comenzar a coser un traje y un velo de novia con los retazos viejos que les quedaran. Elena vio una obra de arte esotérica, casi barroca, casi epicena que, con voracidad infantil, se esforzó por agregar al mobiliario y decorado de su mansión. Sutpen vio al hombre que constituía una amenaza en potencia para la (por fin) victoriosa coronación de su vieja ambición y las tribulaciones pasadas; y antes de que existiera noviazgo alguno fuera de la imaginación de su mujer, consideró el peligro lo suficientemente grave para justificar un viaje de seiscientas millas a fin de comprobarlo. ¡Semejante actitud en un hombre capaz de desafiar y matar de un tiro a cualquiera que le desagradase o infundiese temor, pero no de emprender un viaje de diez millas para investigar sus actividades!… ¿Comprendes? Se sentiría uno inclinado a considerar su viaje a Nueva Orleans como una casualidad, una maquinación ilógica del destino que había elegido a esa familia entre todas las demás del condado y la región, del mismo modo que un colegial escoge un hormiguero determinado para inundarlo con un chorro de agua hirviendo, sin saber él mismo por qué.
      »Bon y Enrique permanecieron dos semanas y luego volvieron a la universidad, hicieron un alto en el camino para ver a Rosa, pero ella había salido. Pasaron los largos meses antes de las vacaciones de verano dialogando, leyendo y cabalgando juntos. (Bon estudiaba Derecho. Era lo indicado, era casi obligatorio para él; era lo único que podía haber hecho soportable su estancia„ dejando de lado cualquier otro motivo que lo hubiera llevado a la institución, marco perfecto para su indolencia, el estudio de los arcaicos tomos de Blackstone y Coke, en esa Facultad de Derecho incipiente, cuyos estudiantes se contaban con los dedos de la mano, pues apenas había “seis, fuera de Bon y Enrique… Si, había corrompido también a Enrique, arrastrándolo a su carrera, el muchacho pidió su pase a mitad de curso.) Y todo ese tiempo, Enrique imitaba sus ropas y su modo de hablar, o mejor dicho, los caricaturizaba. Bon, aunque ya conocía a Judit, era el mismo joven felino y perezoso, investíble ahora por Enrique con el prestigio de prometido de su hermana, del mismo modo que en el otoño anterior los otros compañeros lo habían investido con el papel de tenorio.
      »Ahora Elena y Judit iban de compras dos o tres veces por semana; y una vez, de paso para Menfis, se detuvieron para saludar a Rosa. Las precedía una carreta que traería de vuelta el botín, y en el pescante, junto al cochero, había un esclavo más; cada pocas millas, el cochero se detenía y encendía una hoguera donde se recalentaban los ladrillos sobre los cuales descansaban los pies de las señoras.
      »Salían de compras para elegir el ajuar de un casamiento que no existía todavía fuera de la imaginación de Elena. Y de Sutpen que, después de ver por primera vez a Bon, partió rumbo a Nueva Orleans para informarse sobre él, y que continuaba allí cuando el joven llegó otra vez a la casa: ¿quién podrá adivinar qué pensaba, qué esperaba; en qué día u hora partiría hacia Nueva Orleans a descubrir lo que ya desde un principio sabía que había de descubrir? No tenía a quién confiar sus temores y sospechas. No depositó jamás su confianza en hombre o mujer algunos; nadie lo quería, ya que Elena era incapaz de querer y Judit se le parecía demasiado; y estoy cierto de que, a la primera ojeada, comprendió que Bon ya había corrompido a su hijo, aunque estaba aún a tiempo para salvar a Judit de sus garras. La verdad es que había tenido demasiada suerte; lo circundaba esa soledad despectiva y suspicaz que suele traer el éxito a quienes lo conquistan más por su energía que por su buena fortuna.
      »Llegó el mes de junio, terminó el año escolar y Enrique volvió al Ciento de Sutpen acompañado por Bon, con el objeto de descansar un par de días antes de proseguir viaje hasta el río para tomar el vapor que los llevaría a Nueva Orleans, a casa de Bon, a la ciudad donde ya se encontraba Sutpen. Se quedó dos días; era su oportunidad para llegar a un acuerdo con Judit, hasta para enamorarse de ella. Era su única oportunidad, su última oportunidad, aunque ni él ni Judit lo sospechaban, como es natural. Sutpen, ausente desde hacía dos semanas, había descubierto ya sin duda alguna la existencia de la amante y el niño. Por primera y última vez, Bon y Judit tuvieron el campo libre, al menos podrían haberlo tenido: pero en realidad fue Elena quien tuvo el campo libre. Me la imagino confeccionando el idilio, buscando oportunidades para que ambos jóvenes se hicieran las mutuas promesas, con ubicuidad infatigable y maliciosa que en vano ellos trataban de eludir: Judit preocupada y molesta, pero tranquila; Bon, con esa repugnancia sarcástica y asombrada que parecía ser la manifestación ordinaria de su carácter oscuro e impenetrable. Sí, oscuro: un mito, un espectro, algo que ellos engendraron y plasmaron por sí mismos, un efluvio de la sangre y el temperamento de los Sutpen, como si no tuviera existencia real de hombre.
      »Y, sin embargo, he ahí el cadáver que vio Rosa, el que Judit enterró en el cementerio familiar, junto al de su madre. Además, la supervivencia de ese noviazgo indefinido, del cual nunca se habló seriamente, postula en realidad el mutuo amor de los jóvenes, pues en aquellos dos días cualquier amorcillo romántico hubiera muerto de puro almíbar y facilidades. Luego Bon se dirigió hacia el río para embarcarse. Ahora bien: si Enrique lo hubiese acompañado ese mismo verano, en lugar de esperar hasta las vacaciones siguientes, tal vez Bon no hubiera muerto como murió. Si Enrique hubiese visitado Nueva Orleans aquel primer año, y descubierto la existencia de la cuarterona y su niño, hubiera reaccionado ante el hallazgo como reaccionó su padre; como un hermano pundonoroso hubiera reaccionado, antes de que fuera demasiado tarde. En efecto, nadie podrá decir jamás si Enrique dio el mentís a la acusación de posible bigamia, a la existencia de la amante y el hijo, precisamente porque fue su padre quien la formuló, anticipándose a él. Ese padre que es enemigo nato del hijo y del yerno, con quienes se alía la madre; en tanto que, una vez realizado el casamiento, se convierte en tácito aliado del yerno, que tiene por enemiga acérrima a la madre de su mujer.
      »Pero Enrique no fue. Acompañó a Bon hasta el río y regresó. Al cabo de algún tiempo Sutpen regresó también, sin que nadie supiera de dónde y con qué propósito, hasta que llegó la Navidad. Así transcurrió el estío, el último, el lejano estío de paz y regocijo, durante el cual Enrique (sin quererlo, indudablemente) hizo más por Bon de lo que éste mismo hubiera hecho, siendo como era fatalista indolente, mientras Judit lo escuchaba con la serenidad, la tranquilidad impenetrable que un año antes hubiera sido vaga e imprecisa pereza de adolescente; pero entonces era el reposo de una mujer, y de una mujer enamorada.
      »Comenzaron a llegar las cartas que Enrique leía sin celos, con la abnegada y total transferencia que lo metamorfoseaba en el cuerpo que había de convertirse en el enamorado de su hermana. Y Sutpen continuaba silencioso, callando lo que supo en Nueva Orleans; aguardando, nadie sabía qué, sin que sus hijos sospecharan en absoluto; esperando quizás que Bon se enterase, como necesariamente se enteraría, de que había descubierto su secreto; y que comprendiendo que no había solución posible, no volviese a la universidad.
      »Pero volvió. Él y Enrique se encontraron de nuevo en las aulas, y sus cartas (las de ambos ahora) llegaron semanalmente, traídas por el sirviente de Enrique. Sutpen seguía esperando, nadie sabía todavía qué era lo que aguardaba, parece increíble que esperara la Navidad, la crisis que se acercaba a él, cuando se sabía era hombre capaz de salir al encuentro de sus problemas y hasta de fabricarlos, en ocasiones. Pero esta vez esperó, y el dilema llegó hasta él: la Navidad, Enrique y Bon que llegaron a caballo al Ciento de Sutpen, la ciudad persuadida ya de que el compromiso matrimonial existía verdaderamente, aquel 24 de diciembre de 1860 y los rapazuelos negros enarbolando como pretexto las ramas de muérdago y acercándose ya a la gran casona para gritar a los blancos ¡Regalo de Navidad!, y el muchacho de la ciudad, el joven rico venido para cortejar a Judit… Pero Sutpen nada decía.
      »Tampoco sospechaban nada Enrique (que había de provocar la crisis aquella misma noche) ni Elena, en el apogeo absoluto de su vida irreal e ingrávida que el amanecer del día siguiente desaparecería bajo sus pies arrastrándose, atónita, exhausta y desconcertada, al cuarto en penumbra donde murió dos años después. La Nochebuena, la explosión, la total ignorancia de lo que había ocurrido entre Enrique y su padre, el cuchicheo de los negros, pasando de una cabaña a otra, sembrando el rumor de que Enrique y Bon se habían alejado a caballo en mitad de la noche y que el primero había repudiado definitivamente su hogar y su mayorazgo.
      »Fueron a Nueva Orleans. Cabalgaron en el claro día frío de aquella Navidad, llegaron al río y se embarcaron; Enrique conducía, señalaba el camino, tal como lo haría hasta el final; pues sólo entonces tomó Bon la iniciativa y fue seguido por su amigo. No era necesario que Enrique fuera. Cierto es que se había condenado a sí mismo a la más absoluta pobreza, pero allí estaba su abuelo. No, no era indispensable. Bon cabalgaba a su lado y trataba de averiguar qué había sucedido. Como es natural, sabía perfectamente lo que Sutpen había descubierto en Nueva Orleans; pero necesitaba saber qué le había dicho a Enrique, qué era lo que éste callaba. Enrique montaba, sin duda, la jaca nueva, que sabía habría de sacrificar también, junto con todo el resto de su vida y su herencia; y se alejaba veloz, con la espalda rígidamente vuelta hacia la casa, su lugar natal y todo el paisaje familiar de la infancia y juventud que acababa de repudiar por amor a un amigo con el cual, a pesar de toda la lealtad y el afecto que implicaba “su sacrificio, no podía mostrarse aún totalmente franco. Sabía que Sutpen le había dicho la verdad. Lo supo en el mismo instante en que lo desmintió cara a cara. Por eso no se atrevía a exigir a Bon que desmintiera el aserto. ¿Comprendes? Se sentía capaz de afrontar la pobreza, de convertirse en desheredado; pero no de oír aquella mentira en labios de Bon.
      »Y a pesar de todo, fue a Nueva Orleans. Allí se dirigió en derechura, al único lugar, al preciso lugar donde forzosamente comprobaría que su padre no lo había engañado, a pesar de su desmentida. Y ése fue el motivo que lo impulsó: el deseo de verificarlo. Bon cabalgaba a su lado y trataba de sonsacarle las palabras de Sutpen. Bon, que desde hacía un año y medio veía a Enrique copiar sus trajes y su modo de hablar; que se sentía objeto de ese afecto abnegado y completo que sólo son capaces de ofrecer a un hombre un jovencito o un amigo, jamás una mujer; Bon, que hacía justamente un año había visto caer a la hermana bajo el mismo hechizo que ya había hecho sucumbir a Enrique, y todo ello sin voluntad deliberada por parte del seductor, sin necesidad de levantar un dedo, como si fuera el mismo hermano quien hubiese fascinado a la hermana, seduciéndola con su propia imagen vicaria, la imagen que se movía y respiraba en el cuerpo de Bon. Y a pesar de todo, aquí tienes la carta escrita cuatro años más tarde, escrita en un pliego de papel robado en alguna casa saqueada de Carolina, con betún de chimenea procedente de algún equipo norteño capturado; cuatro años pasados sin un solo mensaje de Bon, salvo las noticias de Enrique, que anunciaban que su amigo vivía aún. Por eso, supiera o no Enrique lo de la otra mujer, había llegado el momento de que se enterara. Bon se dio cuenta de ello. Me parece verlos, cabalgando, Enrique arrebatado todavía por el ardor altanero de su lealtad vindicada; Bon, el más sereno e inteligente, aunque sólo fuera por sus años y su experiencia de la vida, adivinando, sin que Enrique mismo lo advirtiera, todo cuanto había dicho Sutpen.
      »Había llegado la hora de que Enrique lo supiera todo. Y me parece injusto el tratar de conservar a Enrique como aliado en previsión de alguna futura crisis o contingencia. Y es que Bon no sólo quería a Judit, a su manera, sino también a Enrique; y hasta me atrevería a decir que lo quería más hondamente de lo que implican las palabras “a su manera”. Tal vez, aun siendo fatalista, amaba a Enrique más que a su hermana, en quien no veía sino la sombra, el vaso femenino donde se consumaría el amor, cuyo verdadero objeto era ese muchacho. Bon era un don Juan intelectual que, invirtiendo el orden, había aprendido a querer aquello que había ultrajado, pero quizá fuese algo más recóndito que Judit o Enrique: la vida, la existencia que ambos representaban. ¿Quién podrá adivinar qué cuadro de paz vería en aquel monótono remanso provinciano; qué serenidad, qué evasión para un viajero consumido por la sed, después de haber viajado demasiado y prematuramente, en plena juventud, en aquel límpido manantial campesino contenido en su taza de granito?
      »Y me imagino en qué forma se lo dijo a Enrique. Me imagino a éste en Nueva Orleans, el jovencito que no conocía ni siquiera Menfis, puesto que toda su experiencia previa se reducía a unas cuantas temporadas pasadas en otras casas o plantaciones casi idénticas a la suya, y donde proseguía la misma rutina hogareña: cacerías, riñas de gallos, carreras disputadas por jinetes aficionados a lo largo de toscos senderos improvisados, con caballos de buena sangre, pero sin preparación especial para correr y que habían sido desuncidos, quizá treinta minutos antes, de las varas de un carro o las ataduras de una noria. Los mismos bailes con las mismas doncellas lugareñas, todas iguales entre sí, al son de la misma música que oía en su casa, el mismo champaña, siempre de la mejor calidad, pero servido por la grotesca elegancia de pantomima de los camareros negros que (lo mismo que los bebedores, quienes se lo echaron al coleto de un trago, como si fuese whisky puro, entre brindis floridos, pero desprovistos de sutileza) hubieran tratado de igual manera la limonada. Me lo imagino, con toda su herencia puritana, tan característicamente anglosajona, de altivo y feroz misticismo, unida a la vergüenza que le producían su ignorancia y falta de experiencia, en medio de la ciudad exótica y paradójica, con su atmósfera fatal y lánguida a un mismo tiempo, femenina y dura como el acero. Me imagino a ese palurdo grave y sin humorismo, salido de una granítica estirpe puritana donde hasta las casas, para no decir nada de los vestidos y la conducta, se hacen a imagen y semejanza de una divinidad celosa y sádica colocada repentinamente en un paraje cuyos ciudadanos habían creado su propio Dios y toda su jerarquía de bellas santas y ángeles hermosos a imagen y semejanza de sus mansiones, sus decorados y sus propias vidas voluptuosas. Sí, concibo cómo Bon fue preparando el terreno para la brutal revelación: con habilidad, con cálculo, disponiendo la mentalidad puritana de Enrique como hubiera trabajado un campo duro y pedregoso para obtener luego la cosecha deseada. Lo que haría retroceder a Enrique era el asunto de la ceremonia, fuese cual fuere, y Bon lo sabía muy bien. Lo peor no era la amante y el hijo, ni siquiera la amante de sangre negra, y menos todavía el hijo, puesto que Enrique y Judit se habían criado con una media hermana negra; no, lo que alarmaría a Enrique no sería la existencia de un amante de color, puesto que tales cosas eran comunes en su ambiente. El joven vivía y se había educado en un medio donde el sexo opuesto se divide en tres campos bien definidos, separados (dos de ellos al menos) por un abismo que sólo puede franquearse una vez y en una sola dirección: damas, mujeres y hembras. Las vírgenes con quienes algún día se casaban los caballeros, las cortesanas que conocían durante sus escapadas a las ciudades, las doncellas y mujeres esclavas que servían de basamento a la primera categoría y a quienes ésta debía su propia virginidad.
      »No, no se asustaría por eso Enrique, joven impetuoso, víctima del duro celibato de la cacería y la continua equitación que inflaman y tornan importuna la sangre de los jóvenes; él y sus compañeros se veían obligados a pasar el tiempo en esa forma, ya que las jóvenes de su propia clase eran cosa vedada e inaccesible; y las mujeres de la segunda clase, casi tan inaccesibles como ellas en atención a la distancia y el dinero necesario. No les quedaban, pues, sino las pobres muchachas esclavas, las sirvientas a quienes sus armas blancas cuidaban y aseaban con esmero, o tal vez las esclavas del campo, con sus cuerpos sudorosos, cuando el joven se aproxima a caballo, llama al capataz vigilante y le dice: “Envíame a Juno, o a Misilena, o a Cloris”, y se aleja hasta el borde de la arboleda, y allí desmonta y aguarda.
      »No: lo peor era la ceremonia, que a pesar de haber sido compartida por una negra continuaba siendo, al fin y al cabo, una ceremonia: eso era lo que pensaba Bon. Por eso me imagino muy bien cómo lo hizo: en qué forma tomó la inocente placa negativa del alma lugareña de Enrique y la expuso lenta y gradualmente a la luz de ese ambiente esotérico, para componer poco a poco el cuadro que deseaba imprimir en ella, y que él aceptaría.
      »Me lo figuro corrompiendo a Enrique, iniciándolo en los primeros pasos de la elegancia, sin aviso previo, sin ponerlo en guardia, la postulación seguiría al hecho…, primero la arquitectura, un tanto extraña, levemente femenina y barroca y, por lo tanto, opulenta, sensual y pecaminosa a los ojos de Enrique; la intervención de grandes y accesibles riquezas, medidas en cargas de vapores en vez de la penosa tarea de las siluetas humanas sudorosas en medio de los plantíos de algodón; el brillante resplandor de las ruedas de mil carruajes sobre los cuales, entronizadas e inmóviles, pasaban velozmente mujeres semejantes a retratos pintados, junto a hombres cuyas camisas eran del hilo más fino, y sus diamantes resplandecían más, y sus levitones de mejor paño y sus sombreros ligeramente más echados hacia atrás sobre rostros más morenos y altaneros de los que Enrique había visto hasta aquel momento. Y el mentor, el hombre por quien había repudiado casa y familia, techo, comida y ropas, cuya indumentaria, porte y palabras se esforzaba por imitar, lo mismo que su actitud para con las mujeres y sus ideas acerca del honor y del orgullo, lo contemplaría con fría y felina previsión inescrutable, viendo cómo se definía y grababa el cuadro, para decirle después: “No se trata de eso. Eso es solamente la base, el cimiento. Podría pertenecer a cualquiera”. Y Enrique respondería: “¿Qué quieres decir? ¿Qué hay algo mejor, algo superior y más selecto?”. A lo cual diría Bon: “Sí. Esto no es más que el comienzo. Esto pertenece a todo el mundo”.
      »Un diálogo mudo, sin palabras, que fijaría primero para borrar después, sin alterar una sola línea del cuadro; este ambiente se grabaría y la placa quedaría una vez más limpia y dócil, con esa humildad puritana hacia todo cuanto atañe a los sentidos más que a la lógica, el hecho, el hombre, el corazón que se debate y jadea detrás diciendo: ¡Quiero creer! ¡Lo quiero! ¡Sea cierto o no, lo quiero creer! Y así esperaría la visión nueva, la que el mentor, el corruptor le destinaba. Fijada y aceptada ésta, Bon diría, ya con palabras y sin dejar de estudiar el grave rostro pensativo, sereno aún por su conocimiento y confianza en la herencia puritana que le enseñó a no mostrar jamás sorpresa o desesperación ante nada, ni tan siquiera desaprobación, si ésta pudiera interpretarse como asombro o falta de esperanza: “Tampoco se trata de esto”; y Enrique: “¿Quieres decir que está más alto todavía, más arriba?”. Bon continuaría hablando misteriosa e indolentemente, insinuando por sí mismo en la placa la imagen que deseaba grabar en ella. Me figuro cómo lo hizo: el cálculo, la atención y el frío indiferente, la actitud semejante a la del cirujano, las exposiciones instantáneas tan breves que resultaban ininteligibles, casi staccato, la placa no comprendía el cuadro total que pronto se presentaría ante ella, entrevisto y, a pesar de todo imborrable: un coche, un caballo de silla atado ante un portal cerrado, extrañamente monacal en un barrio que tenía algo de siniestro y decadente, y Bon mencionando casualmente el nombre del propietario. Nuevamente, con sutil corrupción, se insinuaba en la mente de Enrique la idea de que ellos eran dos hombres de mundo que platicaban, y sabía que Bon creía que él comprendería en seguida, aunque sólo fuera por una palabra dicha al pasar, de qué estaba hablando, y Enrique (el puritano que no debía demostrar jamás la menor sorpresa o incomprensión) vio una fachada desierta, con las persianas cerradas, soñolienta en el húmedo calor de la mañana, investida por la suave y misteriosa voz de Bon con una serie de raros, secretos e inimaginables deleites.
      »Sin saber aún lo que veía fue como si la barrera lisa y descascarada se disolviera y mostrara en su interior, no lo que la mente comprende, lo que el intelecto pesa y rechaza, sino lo que va derechamente a un cimiento ciego, primario y animal de todo sueño y esperanza en la vida del joven: una hilera de caras, como una feria de flores, la suprema apoteosis de la esclavitud, de carne humana engendrada por las dos razas especialmente para esa venta: un corredor de rostros florales trágicos y condenados, entre la pared hosca formada por las viejas dueñas y el muro de las elegantes siluetas de jóvenes acicalados, voraces y (en aquel instante) dotados de una extraña semejanza con los machos cabríos. Todo esto pasó rápidamente ante Enrique, expuesto instantáneamente y desaparecido sin igual rapidez, mientras la voz del mentor proseguía indolente, armoniosa, incomprensible, postulando siempre la conversación entre dos hombres de mundo que platican sobre cosas que ambos comprenden, contando siempre con el terror de todo lugareño por demostrar asombro e ignorancia. Bon conocía a Enrique mucho mejor de lo que éste se conocía a sí mismo, y Enrique nada dejaba ver, pues seguía conteniendo el primer grito de horror y de pena: ¡Quiero creer! ¡Quiero! ¡Quiero! Sí, todo eso pasó antes de que Enrique comprendiese lo que acababa de ver, pero ahora todo se tomaba más lento: llegaba el instante preparado por Bon: una pared imposible de escalar, un portal cerrado con enorme tranca, y el muchacho campesino, grave y pensativo, que aguarda y mira, sin preguntar nada, sin inquirir el porqué; el portal de sólidas vigas en vez de la cancela de ligeros hierros forjados. Pasan, y Bon golpea una puertecilla cercana por la que asoma un hombre corpulento que parece salido de un antiguo grabado del tiempo de la Revolución Francesa, preocupado y hasta desolado, estudia primero la claridad del día y luego a Enrique y habla con Bon en la lengua francesa que Enrique no comprende, y los dientes de Bon brillan un instante antes de responder, en francés:
      »— ¿Con él? ¿Con un americano? Es el huésped; debería cederle la elección de las armas y no pienso batirme con hachas. No, no es eso. Sólo deseo la llave.
      »Solamente la llave; el gran portal estaba ya cerrado tras ellos y no delante; ni el más ligero vestigio de la ciudad baja asomaba por encima de los gruesos muros y sus sonidos apenas llegaban hasta allí; un laberinto macizo de jazmines, adelfas y mimosas circundaban la franja de tierra desnuda rastrillada y cubierta de conchillas en polvo, apisonada y tersa, en la cual sólo se adivinaban las manchas oscuras más recientes, y la voz (el mentor, el guía que se detenía para observar la seria fisonomía campesina) continuaba con tono casual y amenamente anecdótico: “La forma corriente es ponerle espalda con espalda, la pistola en la mano derecha y la punta de la capa del adversario en la izquierda. Cuando se da la señal, comienzas a dar pasos y cuando sientes que la capa da tirones, te vuelves y haces fuego. Pero todavía quedan algunos que, particularmente cuando la sangre es muy ardiente o es sangre campesina, prefieren cuchillos y una sola capa. Se enfrentan envueltos en ella, ¿comprendes?, y cada uno sujeta la muñeca de su contrario con la mano izquierda. Pero eso no me ha gustado nunca”… casual, en tono de charla, aguardando la tardía pregunta del palurdo, que antes de formularla ya había respuesta:
      »— ¿Y por qué peleabas… o peleaban?
      »Sí, Enrique ya lo sabía, o creía saberlo; le parecía hallarse en el punto decisivo, aunque en verdad no lo era; distaba mucho de serlo, el postrer golpe, roce o contacto, el afilado corte del cirujano que los nervios ya contraídos del paciente apenas sentirían, por ignorar que las primeras conmociones eran las más rudas, las que herían al hablar. Porque no habían hablado aún de la ceremonia. Bon estaba seguro de que eso sería lo más difícil, lo que Enrique se resistiría a aceptar. ¡Oh!, era hombre inteligente éste que desde hacía ya varias semanas se revelaba en tan nuevos aspectos que Enrique comprendía que apenas comenzaba a conocerlo, este extraño, olvidado de todo mientras se ocupaba de los preparativos ceremoniosos, casi rituales, de la visita, haciendo hincapié con minuciosidad casi femenina en el corte de la nueva levita que había mandado hacer para Enrique, tras obligarle a aceptarla para esa oportunidad. Mediante esa prenda, la impresión íntegra que produciría en él la visita quedaría aclarada aun antes de abandonar el edificio, aun antes de ver a la mujer. Y Enrique, el campesino, desconcertado, sentía que una sutil pleamar surgía debajo de sus pies y lo arrastraba hacia el punto en que debería optar entre la traición a sí mismo, su educación y sus principios o el repudio del amigo por quien acababa de abandonar casa y familia y todo. El muchacho desconcertado y (momentáneamente) desvalido, que quería creer, pero no veía cómo, arrastrado por su camarada, su mentor, tras uno de esos portales inescrutables y extrañamente muertos, como aquel delante del cual vieron el caballo y el coche, y de allí a un lugar que, para su mentalidad lugareña, era antro donde toda moral se invertía y sucumbía el postrer átomo de honra, un recinto creado por y para la voluptuosidad, los sentidos indomeñables e indominados, y el muchacho campesino con su sencillo y hasta entonces intacto código según el cual las mujeres se dividen en damas, esclavas o prostitutas, contempló la apoteosis de dos ralas condenadas a muerte bajo la advocación de su propia víctima: una mujer con cara de magnolia trágica, el eterno femenino, la eterna Dolorida. Y el hijo, el niñito durmiendo entre sedas y encajes, como era natural, y a pesar de todo, esclavo completo de quien lo había engendrado, esclavo en cuerpo y alma a quien su dueño podía vender (si se le antojaba) como un ternero, un cachorro o un corderito; y el mentor que lo contemplaba mientras su mente de jugador se decía: ¿Gané o perdí? cuando salieron para regresar a las habitaciones de Bon, se sentía impotente hasta para hablar, pues su agudeza ya no contaba ni siquiera con la característica, puritana, incapaz de demostrar asombro o desesperación, ya que ahora sólo se apoyaba en la corrupción misma, en el cariño de su amigo. Ni siquiera se atrevía a decir: “Y bien, ¿qué piensas de todo esto?”. Sólo le restaba aguardar las reacciones totalmente imprevisibles de un hombre que no vivía de razón, sino de instintos, hasta que Enrique pronunciara su primera palabra.
      »—Pero, ¡una mujer comprada, una prostituta!
      »A lo cual Bon respondería con suavidad:
      »—Una prostituta, no. No digas eso. Mejor será que jamás las designes con ese nombre en Nueva Orleans, pues tal vez te veas obligado a comprar el privilegio con tu sangre y a hacer frente a un millar de hombres.
      »Y quizá prosiguiera con la misma suavidad mezclada ya con un poco de lástima, esa compasión cerebral sarcástica y pesimista que sienten los inteligentes ante las injusticias, las locuras y los sufrimientos humanos:
      »—Prostitutas, no. Y no por culpa nuestra, de nosotros mil. Nosotros, los mil hombres blancos, las hicimos, las creamos; hasta dictamos las leyes que declaran que una octava parte de cierta especie de sangre pesa más que los otros siete octavos de sangre diferente. Eso lo reconozco. Pero la raza blanca las hubiera convertido en esclavas, cocineras, sirvientas, hasta trabajadoras del campo si no fuera por nosotros, esos pocos hombres como yo, desprovistos de honor y de principios, como seguramente pensarás tú. No podemos, ni queremos quizá, salvar a todas; tal vez esas mil que salvamos constituyen apenas la milésima parte. Pero salvamos esa parte. Es posible que Dios conozca cada gorrión que ha creado, pero nosotros no pretendemos asemejarnos a Él. Ni siquiera desearíamos ser como Él, puesto que nadie quiere poseer más de uno de esos gorriones. Y es posible que cuando Dios contemple una casa como la que acabas de ver esta noche, no quiera que ninguno de nosotros sea como Él, ahora que es anciano. Pero hubo una época en la que fue joven, estoy cierto de ello, y quien ha vivido tanto tiempo como Él y ha visto pecar tanto, con tal crudeza y promiscuidad, tan sin decoro, recato ni belleza, ha de contemplar por fin (aunque los casos sean rarísimos y aislados) cómo se aplican los fundamentos del honor, la dignidad y la dulzura a esos instintos humanos naturales que vosotros, los anglosajones, insistís en llamar sensualidad, a pesar de lo cual en vuestras escapatorias volvéis a las cavernas primitivas para satisfacerlos, y tratáis de oscurecer y llenar de brumas vuestra caída del pedestal que llamáis “gracia” con un torrente de explicaciones y rebeldías que claman al cielo. Luego volvéis a la gracia precedidos por clamores expiatorios de hastío y humillada flagelación, pero en ninguno de los dos: el desafío ni la expiación, puede hallar el Cielo interés ni siquiera diversión, después de tres o cuatro caídas consecutivas. Por ello es posible que, siendo Dios anciano, no se interese ya por la forma en que nosotros satisfacemos nuestra sensualidad, ni siquiera nos exija salvar este gorrión, puesto que no lo salvamos para merecer sus alabanzas. Pero lo cierto es que lo salvamos, y sin nosotros sería vendido al primer bruto que pudiera pagar el precio, y no por una noche, como se vende a una prostituta de raza blanca, sino para siempre, en cuerpo y alma, a quien puede usar de ella con mayor impunidad que de un animal, yegua o ternera, para luego dejarla de lado o venderla o matarla una vez que esté exhausta o ya no compense los gastos de su manutención. Sí, es el gorrión que el Creador no ha incluido en su cuenta. Él plantó la simiente que la hizo florecer, la sangre blanca que daría forma y pigmento a lo que los hombres de nuestra raza llaman belleza femenina, al elemento femenino que preexistía, majestuoso y completo, en la cálida franja del ecuador mucho antes de que nuestra estirpe blanca descendiese de los árboles, perdiese su vello y quedase gradualmente descolorida. Un principio adecuado y dócil, lleno de esos arcaicos y extraños placeres de la carne (porque eso es todo: no hay otra cosa) de los cuales huyen aterradas y escandalizadas sus hermanas blancas de un turbio y musgoso ayer. Ese principio, que sus hermanas blancas se ven obligadas a convertir en asunto económico, como quien insiste en colocar mostrador, balanza y caja de caudales en una casa de comercio a cambio de un porcentaje determinado de las ganancias, reina, yacente y todopoderoso, desde el lecho de seda en penumbra que es su trono. No, no son prostitutas. Ni siquiera cortesanas; criaturas adecuadas desde la niñez, elegidas, enseñadas con mayor cuidado que cualquier niña de raza blanca, o reclusa, o jaca de pura sangre, por una persona que les dedica la atención insomne y vigilante que ninguna madre consagra a su hija. A cambio de un precio, claro está, pero un precio que se ofrece, y puede ser aceptado o rechazado mediante un mecanismo más rígido aún que el que se emplea para vender a las jóvenes blancas, formadas y enseñadas para desempeñar el único objeto de la vida femenina: amar, entretener, ser hermosas. No ven un solo rostro de hombre hasta que se las lleva a un baile donde son elegidas por algún caballero que no puede ni quiere, sino que está obligado a circundarlas del ambiente apropiado para amar, ser hermosas y entretener. Por lo general, ese hombre arriesga su vida o al menos, su sangre, para gozar de ese privilegio. No, no son prostitutas. A veces creo que son las únicas mujeres castas, para no decir las únicas vírgenes de América, pues permanecen fieles a ese hombre no hasta que mueran o les dé la libertad, sino hasta que la muerte llegue a ellas. ¿Dónde crees tú que hay prostitutas o señoras capaces de tan abnegada fidelidad?
      »Y Enrique respondería:
      »—Pero te has casado con ella. Te has casado.
      »Y Bon, más rápido ahora, más vivo, aunque siempre afable y paciente, duro como el acero, el jugador que todavía no ha jugado su último triunfo:
      »— ¡Ah! La ceremonia. Comprendo. ¿Eso es lo que te preocupa? Una fórmula, una tontería tan hueca como cualquier juego de niños, realizada por un producto de la situación misma, a cuyas necesidades responde: una vieja que masculla en un antro donde arde un puñado de cabellos humanos hablando en una lengua que ni siquiera entienden ya las propias muchachas y tal vez ni la vieja en persona, sin base económica para ella ni para la descendencia posible, desde el momento que nuestro consentimiento para tomar parte en esa farsa es la mejor prueba y seguridad de aquello que la ceremonia misma no puede consagrar. Ese rito no confiere derechos a nadie, ni se los quita, es tan hueco como los que celebran los estudiantes, de noche, en habitaciones ocultas; hasta repite los mismos símbolos olvidados y arcaicos. ¿Consideras acaso matrimonio la posesión temporal de una alcoba privada y la relación ocasional con una prostituta alquilada, la noche de luna de miel, el mismo orden para despojarse de las últimas prendas, la misma unión en un lecho común? ¿Por qué no considerarlo también como matrimonio?
      »Y Enrique diría:
      »—Sí, ya sé. Me das dos y dos y me aseguras que suman cinco, y la verdad es que suman cinco. Pero el matrimonio existe. Supón que contraigo una obligación con un hombre que desconoce mi lengua, la obligación se escribe en su idioma y yo la firmo. ¿Estoy acaso menos comprometido por el mero hecho de ignorar la lengua en la cual él aceptó mi trato con entera buena fe? No, ¡mucho más, mucho más!
      »Y Bon jugaría su triunfo, con voz muy suave:
      »— ¿Te has olvidado de que esa mujer y su hijo son negros? ¿Tú, Enrique Sutpen, del Ciento de Sutpen en Misisipí? ¿Tú hablas de matrimonio, de boda, en caso como éste?
      »—Lo sé, sí. Lo comprendo. Pero el hecho existe. No está bien. Ni siquiera el que tú lo hayas hecho lo hace aceptable. Ni siquiera eso.
      »Era el último grito de Enrique, la desesperación, el clamor amargo de la irrevocable resistencia.
      »Y eso fue todo, o debió de haberlo sido. Aquella tarde trágica de cuatro años después hubo de haber tenido lugar al día siguiente; los cuatro años, el intervalo, el simple contraste, fueron una prolongación, una atenuación de lo que ya estaba maduro y debía fatalmente acontecer. La demora fue ocasionada por la guerra, esa estúpida y sangrienta aberración dentro del alto destino imposible de los Estados Unidos, instigada tal vez por esa fatalidad familiar dotada de curiosa falta de economía entre causa y efecto, lo cual es una de las características del destino cuando se ve precisado a usar como instrumentos o materia prima seres humanos. Lo cierto es que Enrique esperó por espacio de cuatro años, y mantuvo a los tres en esa expectación, ese paréntesis de esperanza, anhelando que Bon renunciara a esa mujer y disolviera el matrimonio que, en opinión del mismo Enrique, no existía; y que Bon no disolvería jamás, como debería de haberlo comprendido en el instante en que conoció a la mujer y al niño.
      »A medida que pasaba el tiempo, Enrique se habituaba a la idea de aquella ceremonia que a pesar de todo no era verdadero matrimonio; quizá eso fuera precisamente lo malo: no las dos ceremonias, sino las dos mujeres; no la decisión de Bon, resuelto a incurrir en abierta bigamia, sino el hecho por el cual la hermana de Enrique se convertiría en socia secundaria de un harén. Lo cierto es que aguardó confiadamente durante cuatro años. Aquella primavera regresaron al Norte, a Misisipí. Se había librado ya la acción de Bull Run y los estudiantes de la universidad organizaban su propio regimiento. Enrique y Bon se alistaron. Probablemente, Enrique escribió a Judit revelándole dónde estaban y lo que habían resuelto hacer. Se alistaron juntos, ¿comprendes? Enrique vigilaba a Bon y éste lo toleraba, aceptaba la prueba, el paréntesis: aquél tenía siempre a la vista a su compañero, no por temor de que Bon no se casara con Judit cuando él no estuviese en condiciones de impedirlo, sino por temor de que casara con Judit y luego él (Enrique) se viera obligado a vivir el resto de su existencia sabiendo que se alegraba de haber sido burlado, con el goce del cobarde que se entrega sin haber sido vencido. Las mismas razones impulsaban al otro, no quería a Judit sin Enrique, sabiendo que podía casarse con ella cuando se le antojara a pesar del padre y el hermano, ya que (según te he dicho antes) Judit no era el verdadero objeto del amor de Bon ni de la solicitud de Enrique. Era una mera forma, un vaso hueco dentro del cual ambos trataban de conservar no la ilusión de sí mismos ni su propia visión del otro, sino lo que cada uno creía ser para el otro: hombre y joven, el seductor y el seducido, ellos que se habían conocido, conquistado y dejado conquistar, víctimas el uno del otro, recíprocamente: el conquistador, vencido por su propia fuerza, el conquistado venciendo con su misma debilidad, antes de que Judit entrara en sus vidas, ni se mencionase siquiera su nombre femenino. Había estallado la guerra, pero quién sabe si la fatalidad y sus víctimas no llegaron a pensar y esperar que la guerra resolvería el problema al dejar en libertad a uno de los dos irreconciliables; no sería la primera vez que los jóvenes consideran una catástrofe como acto de la Providencia, realizado con el exclusivo propósito de resolver un dilema personal que esos mismos jóvenes no eran capaces de solucionar.
      »Y en cuanto a Judit, ¿hay acaso otro modo de explicar su actitud? Es imposible que Bon, en doce días, la haya convertido al fatalismo, desde el momento que no se atrevió a llevarla a la impureza ni siquiera a rebelarse contra su padre. No, nada había de fatalismo en una Sutpen atada al duro código de los Sutpen: tomar lo que deseaba, siempre que sus fuerzas fueran suficientes para alcanzarlo. De esos dos jóvenes, Enrique era el Coldfield, con todas las normas morales y los conceptos del bien y del mal; en cambio la niña que, mientras Enrique chillaba y vomitaba, contemplaba impávida desde la ventanilla del desván la lucha entre Sutpen semidesnudo y uno de sus negros, con la misma atención helada con que Sutpen hubiera contemplado la lucha de su hijo con un mozalbete negro de su misma edad y peso, era la verdadera Sutpen. Era imposible que sospechara el motivo por el cual su padre se oponía a la boda. Enrique no le hubiera revelado nada, y ella era incapaz de interrogar a su padre. Pero, aunque lo hubiera sabido, no le habría importado mucho. Su actitud hubiera sido la misma que habría adoptado Sutpen frente a quien quisiera ponerse en su camino: hubiera tomado a Bon, pese a todo. Creo que, en caso necesario, hasta habría asesinado a la otra mujer. Pero era incapaz de emprender averiguaciones por cuenta propia, y me la imagino sosteniendo una lucha moral entre lo que deseaba y lo que consideraba correcto. Pero aguardó. Aguardó cuatro años, sin noticias de Bon, salvo alguna de Enrique en la cual le anunciaba escuetamente que él (Bon) vivía aún. Era la prueba, el intervalo, y los tres lo aceptaron; creo que jamás se exigió promesa alguna entre Bon y Enrique. ¡Pero Judit…, que no podía saber qué había sucedido ni el porqué de ese cambio! ¿Has observado con cuánta frecuencia, cuando nos esforzamos por reconstruir las causas que han determinado las acciones de hombres y mujeres, nos encontramos de pronto, atónitos, reducidos a aceptar la tesis de que nacieron de una de las virtudes arcaicas? El ladrón que no roba por codicia, sino por amor; el asesino a quien no mueve la pasión, sino la conmiseración. Judit, donde puso su amor puso implícitamente su confianza, y puso implícitamente su amor en la fuente de su vida y su orgullo: ese orgullo verdadero, no el ficticio que convierte lo que es incapaz de comprender en desprecio e injuria y da rienda suelta a su energía en rencillas y alfilerazos, mientras el verdadero orgullo es capaz de decirse sin rebajamiento. Amo, y no aceptaré sustituto; algo ha sucedido entre mi padre y él; si mi padre tiene razón, jamás lo volveré a ver, si no la tiene, él volverá a buscarme; si puedo ser feliz, lo seré; si es menester sufrir, no me he de arredrar. Y esperó, no trató de cambiar las cosas; sus relaciones con su padre no sufrieron la menor alteración; quien los viera juntos diría que Bon no había existido jamás: los dos rostros tranquilos, impenetrables en el mismo carruaje, recorrieron la ciudad durante los meses siguientes, cuando ya Elena se había recluido en el lecho, después de aquella Navidad y antes de que Sutpen se alejara con el regimiento que mandaba, junto con Sartoris.
      »No hablaron, nada se dijeron, ¿comprendes? Sutpen no reveló lo que sabía acerca de Bon; Judit no dejó entrever que conocía el actual paradero de Bon y Enrique. No eran necesarias las palabras. Ambos se parecían demasiado. Eran como dos personas que han llegado a conocerse tan perfectamente y a parecerse tanto que la capacidad y la necesidad de comunicarse mediante el lenguaje hablado se atrofian gradualmente por falta de usos; se comprenden sin ejercitar el oído ni el intelecto, y las palabras se tornan para ellos ininteligibles. Por eso ella no le dijo dónde estaban los muchachos y él no lo supo hasta después de la partida del regimiento de la universidad. Bon y Enrique se alistaron y luego se ocultaron en algún rincón. Es cosa segura: deben de haberse detenido en Oxford el tiempo necesario para alistarse, luego siguieron su camino sin tardanza, pues ni uno solo de los muchos conocidos que tenían en Oxford y Jefferson se enteró de que ya eran soldados del regimiento universitario, cosa que no les hubiera sido posible ocultar. Porque ya por entonces la gente: padres, madres, hermanas, parentela y novias de aquellos jóvenes, comenzaban a llegar de puntos más distantes que Jefferson. Llegaban a Oxford familias enteras con provisiones, colchones y servidumbre, para refugiarse bajo el techo de las gentes del lugar y contemplar las marciales marchas y contramarchas de sus hijos y hermanos, unidos todos, ricos y pobres, aristócratas y ganapanes por lo que constituye, probablemente, el más conmovedor de los espectáculos humanos de conjunto, mucho más que el de la muchedumbre de vírgenes destinadas al sacrificio en aras de algún principio pagano, una suerte de Príapo: esos jóvenes con sus livianos huesos ágiles, su alegre y engañada sangre valiente, revestidos por un brillo marcial de bronce y penachos, marchaban hacia el combate. Y por las noches se oía música: violines y triángulos entre los candelabros resplandecientes, el ondular de los cortinajes ante los altos ventanales en la noche de abril, los miriñaques girando entre el desnudo brazal gris del soldado y los áureos galones de la oficina, en medio de un ejército (si no de una guerra) de gentileshombres, en el cual soldados y coroneles se llaman por sus nombres de pila, no como se hablan dos campesinos a. través de un surco labrado en la tierra o de un mostrador de tienda cargado de percal, quesos y lubricante, sino como se hablan dos hombres por encima de los tersos hombros empolvados de las mujeres, por encima de las copas de vino de Borgoña o de Champaña… Música, noche tras noche la repetición del último vals, mientras transcurrían los días y la compañía esperaba la orden de marcha, el resplandor valiente y trivial sobre una noche oscura que no era de catástrofe, sino un mero telón de fondo, la última y permanente primavera aromada de juventud. Pero Judit no estaba allí, ni tampoco Enrique, el romántico, ni Bon, el fatalista que se ocultaba en algún rincón: vigilante y vigilado, mientras se repetían una tras otra las madrugadas floridas de abril y mayo y junio, sonoras de clarines que penetraban tras las ventanas donde cien viudas que aún no llevaban luto soñaban, vírgenes e irreflexivas, sobre un rizo de cabellos negros, castaños y dorados. Pero Judit no estaba entre ellas; cinco soldados del regimiento, a caballo y escoltados por lacayos y palafreneros que iban en un carretón, vestidos con su impecable uniforme gris, recorrieron el Estado entero llevando la bandera, el estandarte del regimiento, con los fragmentos de seda cortados e hilvanados pero no cosidos, y la llevaron de casa en casa para que cada una de las novias cosiera unas puntadas, pero Enrique y Bon no se hallaban entre ellos, pues no se incorporaron al regimiento hasta después de su partida. Sin duda asomaron de su escondite, salieron inadvertidos de las malezas que bordean el sendero y se mezclaron en las filas marciales; ambos, el adolescente y el hombre, el primero dos veces despojado de sus derechos de hijo, el que debería de estar entre los candelabros, los besos, los violines y las lágrimas desoladas, el que debería de haber formado parte de la guardia que recorrió el Estado con el estandarte no cosido aún, y el hombre que no tenía por qué estar allí, demasiado maduro para alistarse, en años y experiencia, ese huérfano intelectual y espiritual cuyo destino parecía ser el de existir en un limbo intermedio entre el lugar corpóreo que ocupaba y el que deseaban alcanzar su mentalidad y sus convicciones éticas, el estudiante universitario a quien obligó la acumulación de años intensamente vividos al refugio extraacadémico de una Facultad de Derecho compuesta por seis miembros; y ambos estaban en la guerra, aislados por esa fuerza poderosa en un regimiento como simples soldados.
      »Bon fue nombrado subteniente antes de que el regimiento librase su primera batalla. No creo que lo ambicionara, hasta sospecho que rechazó la distinción. Pero así aconteció, y Enrique quedó huérfano una vez más por obra de la misma situación que lo condenaba y a la cual estaba condenado: eran siempre los dos, oficial y soldado, pero en el fondo vigilante y vigilado, esperando algo sin saber qué, qué capricho del destino, qué irrevocable sentencia de algún juez o árbitro que mediase entre ellos; pues no había otra solución, ningún camino incierto o vacilante resultaría suficiente. El oficial, el subteniente que poseía la leve y autorizada ventaja de órdenes: “Haz esto, tú”, y de quedarse atrás algunas veces y dejar que avanzaran sus hombres. Y el soldado raso que cargó sobre sus hombros a ese mismo oficial, herido en un brazo cuando el regimiento retrocedió ante los cañones norteños en Pittsburgh Landing y lo condujo a lugar seguro con el exclusivo propósito de vigilarlo por espacio de dos años más, mientras escribía a intervalos a Judit para comunicarle que ambos vivían, y nada más.
      »Y Judit. Ahora vivía sola. Tal vez viviera sola desde aquella Navidad del año anterior, y luego, de dos años atrás, y luego de tres o de cuatro años atrás, puesto que aunque Sutpen se había alejado ya con el regimiento de Sartoris y sus negros, la estirpe salvaje con la cual había creado el Ciento de Sutpen, para seguir el primer contingente del Norte que pasó por Jefferson, habitaba en el aislamiento. Elena, acostada en su habitación oscura, necesitaba la incesante atención que requiere un niño enfermo mientras aguardaba con su incomprensión pasiva y asombrada el momento de morir. Judit y Clite cuidaban una huerta que les proporcionaba lo necesario para no morir de inanición, y Wash Jones habitaba en la pesquería abandonada y ruinosa que Sutpen construyó años atrás en el recodo del río, cuando hubo entrado en la casa de la primera mujer, Elena, y salido de ella el último cazador de osos y venados. Había dado permiso a Wash para vivir allí en compañía de su hija y nietecita, a cambio de lo cual realizaba las tareas más pesadas que requería el jardín y daba a Elena y Judit una escasa provisión de pescados y animales que cazaba en las cercanías. Entonces, hasta se atrevía a entrar en la casa, él, que hasta la partida del amo jamás había osado pasar más allá del emparrado del fondo, detrás de la cocina, donde solía beber en compañía de Sutpen las tardes domingueras, alternando las libaciones a la damajuana con un cántaro de agua de manantial que traía recorriendo más de una milla de distancia. Sutpen charlaba desde su hamaca y Wash, en cuclillas y apoyado contra un poste, subrayaba la charla con risotadas y murmullos. Pero Judit no estaba solitaria ni mucho menos ociosa: el mismo rostro impenetrable y sereno, un poco más viejo, un poco más afilado que apareciera otrora en la ciudad en el carruaje junto a su padre, la misma semana en que se supo que su prometido y su hermano habían huido de casa en mitad de la noche. Por entonces llegaba a la ciudad con el traje reformado que usaban todas las mujeres del Sur, en el mismo carruaje, del cual tiraba ahora una mula, una bestia desuncida del arado, sin cochero que lo manejase, a la que había puesto sus guarniciones y a la que soltaba luego, para reunirse con las demás señoras, pues habían llegado heridos a Jefferson, y se alojaban en el improvisado hospital donde (la virgen educada, suprema y tradicionalmente ociosa) lavaban y vendaban los sucios cuerpos de muertos y heridos desconocidos, y hacían hilas con los visillos de las ventanas, las sábanas y la mantelería de las casonas que las habían visto nacer. Nadie le preguntaba por su hermano y su novio, cuando se hablaba de hijos, hermanos y maridos, no sin lágrimas, pero al menos con certidumbre. Judit esperaba también, como Enrique y Bon, sin saber qué aguardaba; pero a diferencia de ellos, la muchacha no sabía siquiera por qué se le imponía esa espera.
      »Poco después murió Elena, la mariposa de un estío olvidado hacía ya dos años, la cáscara hueca, el espectro inmune a todo cambio o disolución a causa de su propia falta de peso: no había cuerpo que enterrar, sólo una forma, un recuerdo, conducido en una tarde tranquila, ni campanas ni catafalcos, hasta el bosquecillo de cedros donde descansaría convertido en polvo: ligera paradoja bajo las mil libras de mármol que Sutpen (ahora era el coronel Sutpen, pues Sartoris había sido depuesto en la elección anual de la oficialidad del regimiento) trajo de Charleston, Carolina del Sur, en un carretón de bagajes, y emplazó en la suave hondonada herbosa que, según le aseguró Judit, era el sepulcro de Elena.
      »Luego murió el abuelo, murió de hambre, encerrado en su propio desván, y sin duda Judit invitó a Rosa a instalarse en el Ciento de Sutpen, invitación que fue rechazada. La espera continuaba, sin otro apoyo que esta carta, la primera palabra directamente venida de Bon que le llegó en esos cuatro años. Una semana después de enterrarlo, junto al sepulcro de su madre, Judit la trajo a la ciudad en propia mano, en el carricoche tirado por la mula que ella y Clite habían aprendido a dominar y unir, y se la entregó a tu abuela, se la trajo voluntaria mente, ella que ya no visitaba a nadie ni tenía amigos. Creo que no tenía más idea del motivo que la impulsó a elegir a mi madre de la que ésta tenía sobre la causa de su elección. Su delgadez se había convertido en flacura, el cráneo de los Sutpen se delineaba vigoroso bajo la fatigada carne de los Coldfield; aquel rostro, olvidado ya de ser joven, permanecía a pesar de todo absolutamente impenetrable y sereno, sin aflicción ni congoja. Y tu abuela repetía:
      »— ¿Yo? ¿Quieres que yo la guarde?
      »—Sí —repuso Judit—, guárdela o destrúyala, como prefiera. Léala usted si quiere, o no la lea. Uno deja tan poco rastro, ¿sabe usted? Uno nace, y ensaya un camino sin saber por qué, pero sigue esforzándose; lo que sucede es que nacemos junto con muchísimas gentes, al mismo tiempo, todos entremezclados; es como si uno quisiera mover los brazos y las piernas por medio de hilos, y esos hilos se enredasen con otros brazos y otras piernas y todos los demás tratasen igualmente de moverse, y no lo consiguiesen porque todos los hilos se traban, y es como si cuatro o cinco personas quisieran tejer una alfombra en el mismo bastidor: cada uno quiere bordar su propio dibujo. Claro está que todo ello carece de importancia, pues de otra manera quienes dispusieron el bastidor hubieran arreglado mejor las cosas, y a pesar de todo no deja de tener su trascendencia, puesto que uno se esfuerza, y continúa luchando; cuando de pronto todo ha concluido y sólo nos queda un bloque de piedra con unas inscripciones, siempre que alguien se haya acordado o haya tenido el tiempo necesario para hacer grabar esas letras en el mármol. Pasa el tiempo, llueve y brilla el sol y llega un día en que nadie recuerda el nombre y lo que dicen esas letras nada importa ya. Quizá por eso, si uno puede dirigirse a alguno, cuanto más extraño mejor, y darle algo, lo que sea: un pliego de papel o cualquier otra cosa que nada signifique por sí misma, aunque ellos no lo lean ni lo guarden, ni se preocupen siquiera por destruirlo o arrojarlo, ya es algo porque ha sucedido y puede ser recordado, pasando de una mano a otra, de una inteligencia a otra, al menos es como un grabado, algo que deja rastro, algo que existió un día, pues de otro modo no podría morir también; en tanto que el bloque de mármol jamás podría ser presente, puesto que tampoco llegará a ser pasado, es incapaz de morir o terminar…
      »Y tu abuela contemplaba el rostro sereno, impenetrable, absolutamente tranquilo, y exclamaba:
      »— ¡No! ¡No! ¡Eso no! Piensa en tu… —Y aquella cara la miraba, comprendiéndolo todo, sin perder su calma, sin amargura:
      »— ¡Oh!, ¿yo? No, no se trata de eso. Alguien tiene que ocuparse de Clite y también de papá, que necesitará quien le prepare algo de comer cuando llegue a casa; esto ya no puede durar mucho, puesto que han comenzado a matarse entre sí. No, no es eso. Las mujeres no hacemos eso por amor. Ni siquiera lo hacen los hombres, según creo. Al menos en estos tiempos. Si se fueran, no les quedaría lugar adonde ir, si es que hay algún sitio adonde ir. Debe de estar lleno, colmado. Como un teatro, o un salón de conciertos; si lo que esperan hallar es olvido, distracción, entretenimiento; como una cama demasiado llena para el que sólo desea tenderse tranquilo y dormir, dormir, dormir…
      Compson se movió. Levantándose, Quintín recibió la carta de sus manos y la abrió bajo la tenue luz del globo lleno de insectos muertos. La desplegó, cuidadosamente, como si la hoja, el reseco trozo de papel no fuese ya papel, sino la ceniza intacta de su antigua forma y sustancia. La voz de Compson proseguía, pero Quintín la oía sin escuchar, vagamente.
      —Ahora comprenderás por qué te dije que él la quería. Sin duda hubo otras cartas, muchas otras, galantes, floridas, insistentes y mentirosas, enviadas por mano de algún sirviente que recorría las cuarenta millas que medían entre Oxford y Jefferson, cartas enviadas después de aquella primera Navidad, galantería ociosa y delicada del tenorio metropolitano (que no le concedía, sin duda, la menor importancia) para con la doncella bucólica. Ésta, con la clarividencia tranquila, honda, paciente y completamente inexplicable que es propia de las mujeres, y ante la cual las actitudes teatrales del galán parecían tontas muecas de chicuelo, recibía las cartas sin comprenderlas, sin conservarlas siquiera a pesar de toda su elegante riqueza de giros y metáforas trabajosamente acumuladas. En cambio guardó ésta, la que llegó inesperadamente, después de un silencio de cuatro años, y la juzgó digna de ser entregada a un extraño que la conservase o la destruyese, tras leerla o no (a su arbitrio), para dejar un rastro, una señal indeleble en el rostro sin facciones de ese olvido al cual todos estamos condenados, ese olvido del cual habló…
      Quintín oía sin escuchar a medida que recorría con los ojos la borrosa escritura delicada que no parecía un trazo impreso en el papel por la mano de un ser vivo, sino una sombra proyectada sobre el pliego y fijada en él un instante antes de que el lector lo mirase y que podría desvanecerse, borrarse en cualquier momento, mientras los ojos lo recorrían: la lengua muerta hablaba después de cuatro años y repetía las mismas palabras después de cincuenta más, suave, sarcástica, irónica e irremediablemente pesimista, sin fecha, encabezamiento ni firma:
      Advertirás que no injurio a ninguno de nosotros diciendo que ésta es la voz de los vencidos; mucho menos, de los muertos. La verdad es que, de ser filósofo, hubiera deducido y derivado interesantes comentarios acerca de los tiempos que vivimos y del futuro que nos espera basándome en esta carta que ahora tienes en las manos: un pliego de papel de esquela que lleva, como ves, la mejor marca francesa de hace setenta años, obtenido (robado, si lo prefieres) en el saqueo de la mansión de algún aristócrata arruinado; he escrito sobre él con el mejor betún de chimenea que fue manufacturado hace menos de un año en cierta fábrica de Nueva Inglaterra. Sí, betún de chimenea. Lo requisamos: un cargamento íntegro. Imagina nuestro aspecto: somos un conjunto de espantapájaros homogéneos; no agregaré «hambrientos» porque para una mujer, dama o esclava, que habite al sur de la línea de Mason y Dixon en este año de gracia de 1865, esa palabra resultaría redundante, como decir que estamos respirando. Tampoco añadiré «harapientos» ni «descalzos», pues hace ya tanto tiempo que lo estamos que nos hemos acostumbrado al fin, aunque gracias a Dios (cosa que me devuelve la fe en el hombre, sino en la naturaleza humana) uno no se habitúa realmente a las penurias y privaciones: lo que se acostumbra es la mente, ese torpe, omnívoro espíritu repleto de carroña acaba por hacerse insensible; pero el cuerpo mismo —loado sea Dios— nunca olvida la suave sensación antigua del jabón y el hilo fino recién lavado y algo que se interponga entre su planta y el suelo para diferenciarlo de la pezuña de una bestia. Sólo diré, por consiguiente, que estábamos escasos de pertrechos. Imagínanos, pues, a los espantapájaros, tramando uno de esos proyectos desesperados que sólo pueden ocurrírseles a seres como nosotros y que, en verdad, resultan siempre por la sencilla razón de que no hay alternativa alguna ante el hombre y el cielo, no existe rendija o hueco en la tierra o debajo de ella para el fracaso, ni espacio para detenerse, respirar o ser sepultados. Nosotros (los espantapájaros) ponemos en práctica el plan con muchos bríos, para no decir nada del ruido. Imagínate, repito, apresa que es al mismo tiempo nuestro premio: diez gordos e indefensos carretones de aprovisionamiento, y los espantapájaros sacando fuera, caja tras caja, hermosas cajas inscritas con esa u y esas que desde hace cuatro años significan para nosotros los despojos de propiedad del vencido, los panes y los peces, como lo fuera en otros tiempos la Frente luminosa, el radiante nimbo de la Corona de Espinas. Los espantapájaros atacan las cajas con piedras y bayonetas, hasta con sus manos desnudas, las abren por fin y encuentran… ¿Qué? Pues betún de chimenea. Litros y litros del mejor betún de chimenea, recién fabricado, y que sin duda corría en pos del general Sherman obedeciendo a alguna orden retrasada que señalaba la urgencia de lustrar bien las chimeneas antes de incendiar la casa. ¡Cómo nos reímos! Sí, nos reímos; pues algo he aprendido al cabo de estos cuatro años, y es que para reír hace falta tener vacío el estómago. Sólo cuando se está hambriento o aterrado se extrae una postrera esencia de la risa; del mismo modo que el estómago vacío obtiene una postrera esencia del alcohol. Bien, al menos tenemos betún de chimenea, y en abundancia. Casi tenemos demasiado, porque no hace falta mucho para expresar lo que tengo que decirte, como verás. De ahí que la deducción y el augurio que saco, aun sin ser filósofo, es el siguiente.
      Ya hemos aguardado bastante. Advertirás que no te injurio diciendo que yo he aguardado bastante. Por lo tanto, puesto que no te insulto diciendo que sólo yo he aguardado bastante, no agrego que me esperes. No puedo decirte hasta cuándo has de esperarme. Una cosa es lo que FUE, y ya no existe porque murió, murió en 1861 y, por consiguiente, lo que Es… (Ya empezó. Ya reanudaron el tiroteo.) Lo cual, entre paréntesis, también es una redundancia, como lo de respirar y la falta de pertrechos. Porque a veces me parece que ese tiroteo no ha cesado nunca. No ha cesado, es natural, no es eso lo que quiero decir. Lo que trato de expresar es que nunca se repitió, sonó esa descarga de fusilería hace cuatro años, y no volvió a repetirse, como si cada fusil levantado hubiese quedado hipnotizado en la actitud helada de su propio asombro, y ahora sólo quedase el sonoro eco atónito repetido en el golpe del fusil de un centinela fatigado, o de su propio cuerpo exhausto al rodar en tierra, el eco suspendido en el aire donde se oyó por primera vez esa descarga de fusilen a y donde permanecerá porque no hay bajo el cielo otro espacio que quiere recibirla. Eso significa que ha amanecido nuevamente y debo concluir. ¿Qué debes concluir? dirás tú. Pues, concluir de hilvanar recuerdos, de pensar fíate que no digo «esperar» y tornarse otra vez, por un período sin barreras en el espacio y en el tiempo, en el compañero irracional y estúpido de un cuerpo que, aun después de transcurridos cuatro años, con una suerte de fidelidad tétrica e incorruptible que me parece verdaderamente admirable, está todavía sumergido y hechizado por los recuerdos de la antigua tranquilidad apacible. Creo que ya ni recuerdo siquiera los nombres de los aromas y sonidos de esa era que no conoce la posibilidad o la amenaza de la amputación de un brazo o de una pierna, como si tuviera una promesa secreta e infalible que le diera la convicción de su inmortalidad. Pero terminemos. No puedo decirte hasta cuándo has de esperarme. Lo que Es se ha vuelto diferente, pues en aquel tiempo no existía siquiera. Ahora, puesto que en este pliego de papel que tienes en tus manos ha quedado lo mejor del antiguo Sur que hoy está muerto, y las palabras que en él se leen fueron escritas con el mejor (cada caja lo aseguraba: el más excelente) de los productos del nuevo Norte hoy vencedor, y que ha de sobrevivir, quiéralo o no, estoy persuadido de que tú y yo estamos —por extraño que parezca— entre los que han sido condenados a vivir.
      —Eso es todo —dijo Compson—. Ella recibió la carta y, ayudada por Clite, cosió su traje de novia y el velo hecho de retazos, tal vez de retazos destinados a convertirse en hilas y que escaparon a ese destino. No sabía cuándo llegaría Bon, puesto que él mismo lo ignoraba: es posible que se lo haya dicho a Enrique, que le haya mostrado la carta antes de enviarla; pero quizá no lo haya hecho. Quizá proseguía la vigilancia, la espera, mientras él decía: Enrique, ya he aguardado bastante; y Enrique: ¿Renuncias, entonces? ¿Renuncias? A lo que respondería el otro: No renuncio. Hace cuatro años que doy al destino la oportunidad de renunciar por mí; pero es evidente que estoy condenado a vivir; ella y yo estamos condenados a vivir. El desafío y el ultimátum, ante la hoguera de un vivac; el ultimátum pronunciado ante el portón hasta el cual ambos cabalgaron juntos; uno sereno y resuelto, tal vez inerme, fatalista hasta el último instante; el otro, sin remordimientos, con una congoja implacable y siempre idéntica… (Quintín creía verlos frente a frente delante del portón.) Más allá de éste se extendía lo que en otros tiempos había sido parque, ahora terreno inculto sumido en revuelta desolación, soñador, remoto y atónito como el rostro intenso de quien sale de un sueño de éter, en la lejanía, la gran casona donde aguardaba una muchacha con un traje de novia hecho de retazos robados, la casa que también se desmoronaba en medio de la desolación circundante, salvada del saqueo, pero convertida en un casco hueco encallado y olvidado en un remanso de catástrofe, esqueleto que se deshacía en lentos arroyos de muebles, alfombras, telas y platería, para ayudar a morir a hombres que ya sabían, moribundos, que su sacrificio y sus angustias de muchos meses eran completamente inútiles. Se enfrentaron, sobre sus caballos macilentos, dos hombres jóvenes, que habían pasado demasiado poco tiempo en este mundo para ser ancianos; pero tenían ojos de viejos, el cabello revuelto, descarnado el rostro curtido como si lo hubiera tocado una broncínea mano espartana o quizá negra y lo hubiera sembrado de manchones grises del color de las hojas marchitas. Uno lucía el galón oxidado de los oficiales; el puño del otro estaba desnudo; sobre el arzón, la pistola reposaba todavía, tranquilos los semblantes, las voces suaves aún: No traspongas la sombra de este poste, de esta rama, Carlos, y Pasaré, Enrique. Y luego Wash Jones, a horcajadas sobre su mula sin montura, delante de la casita de Rosa, gritando su nombre en la apacible y soleada calleja, diciendo: «¿Es usted Rosita Coldfield? Entonces, mejor será que venga. Enrique acaba de matar a ese maldito francés. Está más muerto que un pescado».



Capítulo V

       — Sin duda le habrán dicho ya que ordené al tal Jones que llevase esa mula que no le pertenecía al cobertizo y la atase a nuestro carricoche, mientras me ponía el sombrero y el chal y cerraba con llave la puerta de la calle. No necesitaba hacer otra cosa, pues ya le habrán contado a usted que no me hacían falta baúles ni maletas. Gastadas ya las ropas que tuve la suerte de heredar merced a la bondad, apresuramiento o descuido de mi tía, no me quedaban sino las prendas que Elena me regalaba de cuando en cuando, y Elena había muerto dos años atrás. Sólo me restaba, por consiguiente, echar la llave a la casa, instalarme en el coche y recorrer ese trayecto de doce millas que no hacía desde el día de la muerte de mi hermana, sentada junto a aquel bruto a quien no se le permitió acercarse a la casa mientras vivió Elena, aquel padre brutal de hijos brutales cuya nieta había de suplantarme, si no en la casa, al menos en el lecho de mi hermana, al cual (como le dirán muchos) yo aspiraba. Ese bruto (instrumento ciego de la justicia que preside los acontecimientos de nuestra vida; esa justicia que nace en el individuo y avanza, más aterciopelada que férrea, pero que cuando es burlada por hombre o mujer, sean quienes sean, es como un hierro candente que aplasta por igual al justo débil y al malvado fuerte, al agresor y a la inocente víctima, y busca sin misericordia la verdad y el derecho que son su meta) no sólo presidiría las diversas formas y avatares del diabólico destino de Tomás Sutpen, sino que engendraría la carne femenina destinada a sepultar su nombre y su linaje. Ese bruto parecía creer que realizaba el fin al cual estaba consagrado clamando sangre y pistolas en la calle, frente a mi casa, y consideraba que las explicaciones que debía darme no valían la pena de arrojar su bocado de tabaco, ya que no fue capaz de referirme lo acontecido mientras recorríamos las doce millas de camino.
      » Y así atravesé esas doce millas una vez más, transcurridos dos años de la muerte de Elena (¿o cuatro de la desaparición de Enrique, o diecinueve del momento en que vi la luz y respiré?) sin saber nada, sin poder obtener otra noticia que ésta: se había oído un disparo lejano, débil, cuya procedencia nadie adivinaba. Lo oyeron dos jóvenes en aquella casona derruida donde no resonaban, desde hacía dos años, pasos varoniles; un tiro, luego, un intervalo de atónitas conjeturas sobre la tela y las agujas, después, rumor de pasos en el vestíbulo y en la escalera, pasos presurosos, pasos de hombre: Judit tuvo el tiempo justo de buscar el vestido inconcluso y cubrirse con él cuando se abrió violentamente la puerta y apareció su hermano, el salvaje asesino a quien no veía desde hacía dos años y que (si es que estaba vivo) creía a mil millas de distancia: allí estaban los dos, los hijos malditos sobre quienes se abatía en aquel instante el primer golpe de su herencia infernal, contemplándose por encima de aquel traje de novia levantado e inconcluso.
      »Recorrí doce millas para encontrar eso, sentada junto a una bestia capaz de plantarse frente a mi casa y vociferar tranquilamente en medio de la soledad populosa y atenta que mi sobrino acababa de asesinar al novio de su hermana; pero incapaz de apresurar en absoluto el paso de la mula porque “no era cosa suya ni tampoco mía, ni había tenido un pienso decente desde que se terminó el maíz, en el mes de febrero”: Por fin, llegamos al portón, Jones sofrenó la mula y, señalando con su látigo después de escupir ruidosamente, dijo: “Fue allí mismo”. ¿Qué fue allí mismo, idiota? —exclamé, y él repitió: “Allí mismo”, hasta que le arrebaté el látigo y castigué a la mula con mis propias manos.
      »Pero no podrán contarle cómo recorrí el camino, pasando junto a los macizos de flores de Elena, destruidos y ahogados por la mala hierba, y llegué a la casa, ese cascarón, ese capullo vacío (así pensaba yo) de tálamo, juventud y dolor, y hallé en vez de llegar demasiado tarde, como lo temí, había llegado demasiado pronto. Allí estaba con su porche ruinoso y sus muros desmoronados; nadie la invadió ni la saqueó, salvada de las balas y del férreo talón del soldado, como si estuviese reservada para algo peor aún: una desolación más abismal que la ruina, férrea yuxtaposición a una llama férrea, a un holocausto menos duro e implacable que no se lanzó sobre ella, sino que retrocedió ante aquel esqueleto inexpugnable e indómito que las llamas, en la última crisis, no se atrevieron a atacar. Hasta encontré una grada, un tablón podrido que se balanceaba peligrosamente en el piso (tal vez habría cedido si no lo hubiese tocado con pie ágil y veloz) cuando penetré en el vestíbulo, cuya alfombra había desaparecido hacía largo tiempo, junto con la ropa de cama y la mantelería, para proporcionar hilas al ejército. Vi un rostro que era el de Sutpen, y en el instante en que gritaba: “¡Enrique! ¡Enrique! ¿Qué has hecho? ¿Qué me acaba de decir este tonto?”; comprendí que mi llegada, en vez de ser tardía, era prematura. Porque aquel rostro no era el de Enrique. Naturalmente, era la misma fisonomía de Sutpen, pero no era Enrique; aquel rostro, que tenía el color del café en la penumbra de la casa, me cerraba el camino de la escalera.
      »Corrí desde la tarde soleada hasta hundirme en el silencio atronador de aquella casa pensativa donde, al principio, no logré distinguir nada; luego, gradualmente, a rostro, el rostro de Sutpen, que no se acercaba surgiendo de la sombra, sino que estaba allí… firme, extratemporal, semejante a un peñasco, anterior al tiempo, al destino, a la casa, a todo… aguardando allí (¡oh si lo eligió bien; no pudo escogerlo mejor quien creó a su propia imagen el glacial Cerbero de su propio Averno privado!). Aquel rostro no tenía edad ni sexo, porque no los tuvo jamás el mismo rostro de esfinge con el que nació ella, el que atisbaba desde la ventanilla del desván aquella noche, pegado al de Judit, el mismo que lleva todavía, ahora que tiene setenta y cuatro años, me contemplaba sin cambio ni alteración algunos, como si hubiese. Adivinado al segundo el momento en que yo aparecería en el umbral. Ese rostro había esperado allí mientras yo recorría las doce millas al tardo paso de la mula y me había visto cada vez más cerca, y aguardó a que hiciera irrupción en la casa; pues sabía (¡ay!, quizá, lo haya decretado también esa justicia cuyo paladar y vientre de Moloch no distinguen entre huesos envejecidos y carnes tiernas) que entraría.
      »Me detuve en seco ante aquella cara (mi cuerpo no, él siguió corriendo; pero yo, mi propio ser, esa vida profunda que vivimos y de la cual los movimientos físicos son apenas acompañamiento torpe y discordante como el de diversos instrumentos innecesarios que tañen a destiempo y con torpeza aficionados inexpertos) en la habitación estéril con su desnuda escalera (la alfombra había desaparecido también) que ascendía hacia el oscuro rellano del primer piso, donde resonaba un eco que no era el mío, sino el de los sueños perdidos, irrevocablemente perdidos que hablan en todas las casas, todos los recintos elevados por manos de hombres, no para hallar reparo ni calor, sino para ocultarse de la mirada curiosa del mundo y atisbar las revueltas tenebrosas de sus antiguas ilusiones juveniles: orgullo, esperanza, ambición (¡ay, ¡y también amor!). “¡Judit!”; exclamé. ¡Judit!:
      »Nadie respondió. Yo no aguardaba respuesta; es posible que ni siquiera en aquel momento esperase que Judit me contestara. Así llaman los niños, en el primer instante de terror consciente, a su padre que saben ausente, antes de que el pánico destruya por completo su capacidad de razonar. Yo no clamaba a una persona o cosa, sino que trataba de gritar a través de algo, a través de ese antagonismo inmóvil, furioso, esa fuerza de roca que me había detenido, esa presencia, ese moreno rostro familiar, ese cuerpo (los pies desnudos, color de café, reposaban inmóviles sobre el piso y la curva de la escalera se dibujaba tras ella) no mayor que el mío que, sin moverse ni desplazarse (ni siquiera apartó de mí su mirada, por la sencilla razón de que no me miraba, veía a través de mi cuerpo, meditando, al parecer, sobre el sereno rectángulo de la puerta abierta que yo acababa de quebrar), pareció alargarse, proyectándose hacia arriba. Eso que proyectó no era un alma, un espíritu, sino una atención intensa y acongojada que trataba de oír algo que yo no podía ni debía escuchar; una comprensión meditabunda, una aceptación de lo oculto que no puede ser explicada, heredadas de su raza, más antigua y pura que la mía. Ellas crearon, postularon y dieron forma en el aire vacío a aquello que yo había creído encontrar (más aún: que debía encontrar, pues de otro modo, de pie y respirando allí, hubiera negado la verdad de mi nacimiento), el dormitorio cerrado y con olor a moho, la cama sin sábanas (el tálamo nupcial de amor y dolor) sobre la cual descansaba el pálido cadáver ensangrentado con su uniforme descolorido y remendado, que enrojecía el desnudo colchón, la viuda no desposada de hinojos a su lado, encorvada. Y yo (mi cuerpo, al menos) no me detenía (hubiera necesitado una mano que lo contuviese); yo, la tonta sugestionada, creía aún que aquello sucedería como lo había imaginado, pues de otro modo sería menester renunciar a la razón, y también a la vida, correr y arrojarme contra aquella inescrutable fisonomía color de café, aquella copia helada, implacable, sin inteligencia (no, sin inteligencia no, nada de eso: su propia voluntad clarividente estaba reducida a una absoluta amoralidad por la sumisa sangre negra con que se había cruzado) de su propio ser, que él creó para que presidiera sus ausencias, como el enloquecido pájaro que, tratando de volar hacia la noche, se estrella contra la lámpara broncínea y fatal. “Espere —dijo—. No suba usted”. Pero yo no me detuve, necesitaba una mano que se interpusiera ante mí; seguí avanzando, recorriendo los pocos metros a través de los cuales nos mirábamos iracundas, no como se miran dos rostros humanos, sino como dos contradicciones abstractas (lo éramos en realidad) sin levantar la voz, como si nos entendiésemos sin las limitaciones y restricciones que imponen la palabra y el oído. ¿Qué dices?”, pregunté.
      »—No suba usted, Rosa. —Eso fue lo que dijo: el silencio, la quietud, y otra vez me pareció que no era ella quien hablaba, sino la casa misma, la casa que él levantó, edificada en torno suyo como una secreción de su cuerpo, como si sus sudores hubiesen producido un cascarón complementario, una suerte de capullo (aunque invisible) dentro del cual Elena vivió y murió como una extraña; dentro del cual Enrique y Judit serían dos víctimas, dos prisioneros o dos cadáveres. No era el nombre, la palabra, el hecho de que me hubiera llamado Rosa. Así me llamaba cuando ambas éramos niñas, y también llamaba por sus nombres a Judit y Enrique; aun entonces seguía llamándolos por sus nombres depila Era natural que me dijera Rosa, puesto que todos mis conocidos seguían considerándome como una niña. Pero no, no era eso. No era eso lo que quiso decir; la verdad es que, durante ese instante en que nos miramos cara a cara (el segundo en que mi cuerpo pasó rozándola, rumbo a la escalera) me rindió el homenaje más fino y respetuoso que hasta entonces se me había tributado: cuando traspuse el umbral de aquella puerta comprendí que para ella, al menos, ya no era una niña. “¿Rosa?” pregunté—. “¿Y me lo dices así, en mi cara?”: Entonces me tocó y me detuve en seco. Quizá no fue mi cuerpo el que se detuvo, pues conservo la impresión de haberme estrellado ciegamente contra el peso firme, pero imponderable (que no era suyo: ella era un mero instrumento) de aquella determinación resuelta a cerrarme el paso; tal vez el rumor de la otra voz, la palabra pronunciada desde lo alto de la escalera, sobre nuestras cabezas, ya había quebrado el instante, separándonos, antes de que mi cuerpo se detuviera en su carrera. No lo sé. Pero estoy cierta de que todo mi ser se precipitó con ciego impulso contra algo monstruoso e inmóvil; el choque fue demasiado breve y prematuro para convertirse en mero asombro o resentimiento al sentir sobre mis carnes de mujer blanca aquella serena mano oscura. Porque hay algo en el contacto de una carne con otra que abroga, corta con tajo hondo y certero las revueltas intrincadas y tortuosas del decoro tradicional. Los enemigos lo saben tan bien como los enamorados, pues eso les convierte en lo que son; ese contacto de la verdadera ciudadela del Yo, de su íntimo reducto: con el del alma, el espíritu: esa mente ebria y lúbrica está a merced de quien quiera adueñarse de ella en cualquier corredor oscuro de esta casa terrenal. Pero dejad que la carne toque la carne y veréis caer los frágiles prejuicios de la casta y el color. Sí, me detuve en seco (no fue la mano de mujer, la mano de aquella negra, sino el brusco tascar el freno que contenía y guiaba su furiosa y rígida determinación) y grité; pero no a esa mujer, sino a lo otro. Lo interpelé a través de ella porque sabía que la conmoción, que aún no se había convertido en ofensa, pronto sería terror; no esperaba respuesta ni la obtuve, porque ambas sabíamos que no era ella mi interlocutora, cuando dije: “¡Quita de ahí tu mano, negra!”.
      »No lo hizo. Permanecimos inmóviles: Yo en actitud de correr; ella, rígida en su furiosa resolución; ligadas ambas por un brazo y una mano que nos contenía a manera de tieso cordón umbilical, mellizas en la sombra que la había albergado más de une vez, de niña, yo la había observado en compañía de Judit y hasta de Enrique jugando los violentos juegos que ellos (y tal vez todos los demás niños, no lo sé) preferían. Oí decir que ella y Judit dormían juntas en el mismo cuarto, aunque Judit lo hacía en la cama y ella en un jergón tendido en el piso. Pero supe que, en varias ocasiones, Elena las había sorprendido juntas en el jergón y, cierta vez, en la cama. Yo no hubiera podido hacer eso. Muy pequeña todavía, me negaba ya a jugar con los mismos objetos con que se divertían ella y Judit, como si la soledad espartana que fue mi infancia, la que sólo me enseñó a escuchar antes de comprender y a comprender antes de oír, me hubiese enseñado también a temer instintivamente lo que ella era y hasta los objetos que tocaba.
      »Allí permanecimos, pues. Pero de pronto ya no esperé la reacción indignada que me había hecho gritar un momento antes, ni tampoco el terror, sino una especie de dolor inmenso y acumulado. Recuerdo que, mientras estábamos así, unidas por aquella mano sin volición, víctima sensible lo mismo que nosotras, exclamé, aunque quizá sin voz, sin palabras (y reparé en que no me dirigí a Judit: tal vez, en el instante en que entré en la casa adiviné, al ver aquel rostro que era a un tiempo más y menos que el de Sutpen, lo que no podía, no debía creer), exclamé: “, Tú también?¿ Tú también hermana, hermana mía?”: ¿Qué era lo que esperaba? Yo, la tonta sugestionada, había recorrido aquellas doce millas esperando hallar… ¿qué? ¿A Enrique, asomado en alguna puerta que conocía el contacto de su mano sobre el picaporte, el peso de su cuerpo sobre un umbral que sabía de ese peso, para encontrar en mitad del vestíbulo a una muchacha menuda, fea, asustada, a quien ni hombre ni mujer algunos habían mirado dos veces; a quien él mismo no veía desde hacía cuatro años, pero podía reconocer aunque sólo fuera por el raído traje de seda parda que fuera otrora de su madre, y porque la joven la llamaba por su nombre de pila? Esperaba que apareciera Enrique y dijera: “Pero, ¡si es la tía Rosa! ¡Despierta, tía Rosa, despierta!”. Yo, la soñadora, me aferraba al sueño como se aferra el paciente al último delgado e intolerable instante de dolor para gozar luego de todo el sabor del alivio; despertaba a la realidad, a algo más que la realidad, no al tiempo viejo, lento y siempre igual, sino a una época transformada para amoldarse al sueño que, juntamente con la soñadora, se inmolaba y alcanzaba al mismo tiempo su apoteosis: “Mi madre y Judit están en el cuarto de los niños; y papá y Carlos pasean en el jardín. ¡Despierta, tía Rosa, despierta!”: O, quizá, inesperado, sin esperanza siquiera; ni tampoco sueño, pues los sueños no vienen de a dos. ¿Acaso no había recorrido yo las doce millas arrastrada, no por una mula común, sino por un potro quimérico hijo de la misma pesadilla? (Despierta, Rosa, despierta, no de lo pasado, de lo que era antes; sino de lo que no sucedió jamás porque no podía suceder. Despierta, Rosa, no de lo que debería de haber sido, sino de lo que no puede ni debe ser. Despierta Rosa, sal de la esperanza, tú que creíste que la ausencia puede existir sin el dolor y que, aunque no pudieras salvar el amor, la dicha y la paz, podrías conservar lo que dejara tras sí la viudez… y hallaste que no quedaba nada que salvar. Tú que prometiste a Elena que la protegerías, y esperabas hacerlo (no a Carlos Bon ni a Enrique, no prometiste defenderlos de él ni de sí mismos) viste que ya era demasiado tarde, que hubiera sido tarde aunque salieras en aquel momento del seno materno o hubieras alcanzado ya, en el instante en que nació Judit, la plenitud de la edad y el vigor humanos. Tú, venida desde doce millas y diecinueve años para salvar lo que no necesitaba ser salvado, sólo para perderte a ti misma). Lo único que sé es que no lo encontré.
      »Sólo hallé ese estado de ensueño en que corremos sin movernos, huyendo de un pavor en que no podemos creer hacia un refugio que no nos inspira confianza, retenidos más que por el tremedal móvil e insondable de la pesadilla, por un rostro que es inquisidor de su propia alma y por una mano que realiza su propia crucifixión. Y de pronto, la voz nos separó. Y quebró el sortilegio. Dijo una palabra: “Clite”, fría, serena: no era Judit, sino la casa quien hablaba por su acento. Bien lo sabía yo, que había creído en el decoro del dolor; lo sabía cómo lo sabía ella, Clite. No se movió; solamente su mano se retiró antes de que me percatara de ello. Ignoro si la retiró, o si fui yo quien se alejó de su contacto. Pero no estaba allí, y lo que tampoco le contarán es esto: cómo corrí, volé escaleras arriba y no encontré una novia viuda y desconsolada, sino a Judit, de pie ante la puerta cerrada del dormitorio, con el vestido de gringa que siempre usaba desde la muerte de Elena. Sostenía algo en una mano, y si experimentó dolor o angustia, los había dominado ya, completa o parcialmente, lo ignoro; como dejó de lado el vestido nupcial inconcluso. “¿Qué dices, Rosa;” preguntó, con la misma voz. Yo me detuve otra vez, por más que mi cuerpo ciego e insensible vehículo de arcilla ilusa, siguió avanzando. Vi que lo que tenía en su mano caída y negligente era el retrato, el retrato suyo que había entregado a Bon, en su marco de metal; flojo y olvidado, caía a su flanco como cualquier libro intrascendente que se cierra, interrumpida la lectura.
      »Eso fue lo que vi. Quizá lo esperaba, lo sabía (a pesar de mis diecinueve años, o a causa de ellos; esos diecinueve años míos, tan especiales). Tal vez no podía haber deseado otra cosa, ni haber aceptado menos; pues a los diecinueve años comprobaba ya que el vivir es un instante continuo y perpetuo durante el cual el velo misterioso que oculta lo-que-ha-de-ser pende dócil y hasta propicio al más ligero toque de la mano que se atreve, si fuéramos lo bastante osados (no lo bastante inteligentes: la sabiduría no influye en esto) para rasgarlo. También es posible que no sea por falta de valor, por esa cobardía que no quiere afrontar la dolencia profunda de la raíz, desde la cual el alma prisionera, destiladora de miasmas, se estira siempre hacia arriba, hacia el sol, dando tirones de sus tenues arterias y venas cautivas y aprisionando a su vez la chispa, el ensueño que (como el instante esférico y completo de su liberación) refleja y produce (¿repetir, no; crea, reduce a una frágil esfera iridiscente) todo el espacio, el tiempo y la tierra pesada. Abandona entonces la bullente y anónima masa infecta que, a través de tantos años de tiempo, no se ha enseñado a sí misma el don de la muerte, sino la manera de renovar y crear de nuevo; luego muere, se va, desaparece: nada queda. Pero, ¿será acaso la verdadera sabiduría aquella que logra comprender que existe un podría-haber-sido que es más cierto que la verdad? Cuando el soñador despierta de él no dice “¿Fue sólo un sueño? “; sino que pregunta, apelando al mismo cielo: “¿Para qué desperté, puesto que ahora no he de dormir nunca ya?”:
      »Había en otros tiempos… ¿Ha observado usted cómo aromatizan e invaden el cuarto las glicinas bañadas por el sol en esta pared? Lo hacen como si (liberadas por la luz) se movieran con avance secreto, rozándose, pasando de uno a otro átomo de los mil ingredientes de las penumbras. Ésa es la esencia del recuerdo: sensación, vista, olfato: los músculos que nos sirven para ver, oír y oler; no se trata del entendimiento, del pensar, la memoria no existe: el cerebro recuerda lo que los músculos se esfuerzan por hallar, ni más ni menos, y la resultante es generalmente incorrecta y falsa, merecedora apenas del nombre de ensueño. Observe usted cómo la mano extendida del durmiente, al acercarse a la vela encendida en la palmatoria, recuerda el dolor y retrocede sola mientras inteligencia y cerebro siguen durmiendo y no ven ese calor cercano sino como un absurdo mito de la huida de la realidad. O bien esa misma mano, unida en sensual matrimonio con alguna superficie tersa, es transformada por la mente dormida en idéntica patraña, vacía de toda experiencia. ¡Ah, sí, el dolor se aleja, se desvanece, lo sabemos bien…, pero pregunte usted a los lagrimales si se han olvidado de llorar! Hubo en otros tiempos (y esto no se lo han dicho tampoco) un estío de glicinas. Todo estaba impregnado de glicinas (yo tenía catorce años entonces) como si todas las primaveras futuras se hubieran condensado en una sola, en un verano: la primavera y el estío que pertenecen a toda mujer que ha respirado en este mundo, deudora de todas las primaveras traicionadas que, desde tiempos irrevocables, quedaron detenidas para volver un día a reflorecer. Era una vendimia de glicinas, pues el año de vendimia consiste en esa dulce conjunción de raíces, flores y ansias, horas y tiempo; yo (que tenía catorce años) no insistiré en la floración, puesto que ningún hombre podía mirarme aún (ni lo haría jamás) con algún detenimiento, no como a una niña, sino como a algo menos que una niña; no sólo más niña que mujer, sino menos que cualquier especie de carne femenina. Tampoco hablaré de hojas…, yo, hoja amargamente pálida, raquítica y frustrada, temerosa de cualquier derecho al verde luminoso que podría haber iniciado los tiernos juegos infantiles de novios de un día, o detenido el vuelo de las voraces avispas masculinas de una pasión futura. Pero insisto y reclamo la raíz y las ansias, ¿no he heredado acaso de todas las Evas solitarias que han nacido después de la Serpiente? Sí, lo afirmo: yo, crisálida frustrada de una ciega simiente perfecta; pues ¿quién podrá decir que una raíz nudosa y olvidada no florecerá un día en un capullo redondo y concentrado, más pleno y concentrado y embriagador porque esa raíz abandonada no estaba muerta, sino dormida?
      »Ése fue el estío desperdiciado de mi estéril juventud que (durante un breve lapso, esa corta primavera del corazón femenino que no retorna) viví, no como mujer, ni como niña, sino como el varón que tal vez debí de haber sido. Tenía catorce años, si es que pueden llamarse años esos espacios pasados en el desierto corredor que llamé “mi infancia”; más que vida, proyección del propio vientre oscuro. Ya estaba crecida y completa, no madura, sino retrasada debido a alguna deficiencia cesárea, algún helado fórceps que oprimió mi cabeza en el salvaje instante que debió de haberme arrancado hacia la libertad. Yo no esperaba luz, sino el destino que suele llamarse “triunfo femenino” y que consiste en soportar, y seguir soportando sin razón, ni motivo, ni esperanza de compensación… y soportar hasta el fin. Me asemejaba a esos ciegos peces subterráneos, esas chispas aisladas cuyo origen ya no recuerda el mismo pez, y que palpitan y laten en su cueva crepuscular y letárgica movidos por el arcaico prurito insomne que no sabe decir si no: “Eso se llamaba luz”; “esto, olor” “aquello, tacto”; y aquella otra cosa que no ha legado un nombre para designar el rumor de la abeja, del ave, o el aroma floral, la luz, el sol o el amor… Sí, ni siquiera crecía y me desarrollaba, amante de la luz y amada por ella, sólo estaba provista de astucia, excrecencia cancerosa de la soledad que sustituye el oído, sentido omnívoro e irracional, a todos los demás. Por ello, en vez de recorrer las etapas lentas y solemnes de la infancia, yo me ocultaba, inadvertida; como si, rodeada por el aterciopelado y húmedo silencio del vientre, no ocupara lugar en el aire ni produjera sonidos al ir de una puerta cerrada y prohibida a otra igualmente cerrada y prohibida. Así aprendí todo lo que pude acerca de esa luz y ese espacio en los que se movían y respiraban los demás; como si yo (esa misma niña) hubiera formado mi idea de sol viéndolo a través de un vidrio ahumado. Catorce, cuatro años menos que Judit, cuatro años de retraso frente al instante de Judit, el momento que sólo conocen las vírgenes: cuando toda el ansia delicada del espíritu tiende a una unión serena, epicena y dócil, o a esa violación de todas las noches que los muertos despectivos e ineludibles imponen a los veinte, los treinta y los cuarenta años; sino un mundo lleno de bodas vivas como la luz y el aire que respira. Pero no fue el estío de impaciente y virginal congoja, no fue el verano de energía cesárea que debía de haberme arrancado, muerta o en embrión, de los vivos; o bien, mediante el despojo realizado por la fricción en la carne surcada por el hombre, en un ser armado y equipado como varón, en lugar de hueca y vacía mujer.
      »Era el verano que siguió a aquella primera Navidad durante la cual Enrique lo trajo a su casa; el verano siguiente a aquellos dos días de junio que él pasó en el Ciento de Sutpen antes de dirigirse hacia el río para tomar el vapor que le llevaría a Nueva Orleans; el verano después de la partida de mi tía, cuando papá se ausentó en viaje de negocios y yo fui a casa de Elena (tal vez mi padre me envió con Elena porque Tomás Sutpen también se había ausentado) a pasar una temporada, para que ella cuidara de la niña nacida demasiado tarde, nacida en un extraño desvío de la existencia de mi padre y abandonada en sus manos, dos veces viudas ahora; a mí que ya era capaz de alcanzar la repisa de la cocina, contar las cucharillas, dobladillar una sábana y volcar la leche en el batidor de manteca, pero nada más; a pesar de lo cual era demasiado preciosa para que se me dejara sola. Yo nunca lo había visto (jamás lo vi, ni siquiera muerto. Oí pronunciar un nombre, vi una fotografía, ayudé a cavar una tumba: eso fue todo), aunque él estuvo en mi casa una vez, aquel día de Año Nuevo en que Enrique, de paso para la universidad, lo trajo consigo para hacerme su visita protocolar de sobrino, y yo no estaba en casa. Hasta ese momento no había oído su nombre, ni conocía su existencia. Y, sin embargo, el día en que llegué allí a pasar el verano, fue como si su paso accidental por mi puerta hubiese dejado una semilla, una pequeñísima virulencia en esta. Tierra mía, que no es fácil para el amor quizá (yo no lo quería, ¿cómo había de quererlo? Jamás había oído su voz, y su existencia me constaba únicamente por las palabras de Elena), ni tampoco propensa al espionaje aunque usted se empeñe en llamarlo así, que durante aquellos seis meses transcurridos entre la Navidad y el mes de junio dieron consistencia a aquel fantasma con nombre surgido de la tonta y locuaz vanidad de Elena, aquella forma sin rostro (puesto que no había visto aún su fotografía) reflejada en la mirada abstraída y secreta de una jovencita. Yo, que nada sabía de amor, ni siquiera del amor paterno, de esa dulce, cariñosa, continua violación de la vida privada, de ese atontamiento del yo germinante e incorregible que es premio y privilegio de toda carne mamífera, me convertí, no en la amante ni en la amada, sino en algo más que el amor mismo: fui la sabia abogada andrógina del amor.
      »Debe de haber dejado tras sí algunas semillas, para que el vacío sueño de hadas de una niña haya florecido así, en aquel jardín. Al seguirla, yo no lo espiaba. No lo espiaba, aunque usted diga lo contrario. Y aunque así fuera, no era por celos; puesto que no lo quería. (¿Cómo había de quererlo, si no lo había visto jamás?) Y aunque lo quisiera, no era un amor como el de las mujeres, como el de Judit o el que le atribuíamos a ella. Si era amor (y aún me pregunto ¿cómo podía ser amor?), era un cariño semejante al de las madres cuando, al castigar al niño no lo azotan a e4 sino (a través de él) al chico del vecino que acaba de darle una tunda… o de recibirla, al acariciar, no mima al hijo recompensado, sino al hombre o mujer anónimos que trajeron la moneda sudada en sus palmas. Pero no era amor de mujer. Yo no le exigí nada, ¿comprende usted? Más aún: no le di nada, lo cual es la cumbre del amor. Ni siquiera lo eché de menos. Hoy es el día en que todavía no estoy cierta si alguna vez noté que nada sabía de su rostro, fuera de aquella fotografía, una sombra, un cuadro en el dormitorio de la jovencita: un retrato perdido entre las mil chucherías de la mesa de tocador y, a pesar de ello, cubierto y ornado (así pensaba yo, al menos) con todas las rosas y lirios virginales; pues antes de ver la fotografía yo hubiera podido describir y reconocer esa fisonomía. Pero jamás lo vi.
      »Ignoro si Elena la vio, si Judit la amó, si Enrique la mató: no se me discutirá, pues, el derecho de preguntar: “¿Por qué no la creé, no la inventé?». Pero sé que si fuese Dios, yo inventaría en medio de este bullente remolino que llamamos progreso algún instrumento (una maquinaria, tal vez) para adornar los desnudos altares-espejos de cada muchacha fea que habite en este mundo con algo semejante a eso; ¡es tan poca cosa, y es tan poco lo que pedimos!: ese rostro es un retrato. No necesita un cráneo que lo complete; así, casi anónimo, sólo habría menester de una vaga intervención de cuerpo viviente carne y sangre que alguien desea, aunque sea en el nebuloso reino de la fantasía. Un retrato que contemplaba a hurtadillas, deslizándose (mi infancia me enseñó eso en vez del amor, y me fue útil; la verdad es que, si me hubiese enseñado a amar, no me hubiera sido tan útil en la vida) en los mediodías desiertos en la habitación de Judit, para mirarlo. No para soñar, puesto que habitaba en el ensueño; sino para revivir, ensayar mi papel, como el aficionado torpe y laborioso se aproxima hacia los bastidores, en algún ínterin de la escena, a fin de escuchar la voz momentánea del apuntador. Y si los celos, no los celos varoniles del enamorado, ni el yo del amante que atisba desde el amor para estudiar, gustar, palpar ese arrobo virginal en medio de la soledad, primer adelgazamiento de ese velo que llamamos doncellez; no los que brotan para provocar esa vergüenza que es parte tan importante de la declaración de amor, sino para disfrutar del opulento seno instantáneo, sonrosado ya por el sueño, sin que el pudor haya menester de despertar.
      »No, no era eso, no espiaba yo, la que recorría los senderos arenosos, cuidadosamente apisonados del jardín diciéndome: “Ésta es su huella, lo sería si no fuera por el rastrillo que lo borró; pero a pesar del rastrillo, está aquí y al lado, la de ella, en ese lento ritmo recíproco en el cual el corazón, la inteligencia, no necesitan vigilar los pies dóciles ( y dispuestos)”. Y pensaba: “¿Qué suspiro de las almas entrelazadas habrán escuchado los mil oídos murmurantes de este arbusto o de esta vid oculta? ¿Qué voto, qué promesa, qué llama extática y duradera han coronado la lluvia azul de esta glicina o la agonía de esta pesada rosa?”: Pero lo mejor de todo, mucho mejor que esto, era la vida misma y la carne soñadora.
      »¡Oh, no” no espiaba por cierto cuando soñaba oculta en el refugio de mi propio arbusto o mi propia viña, convencida de que ella también soñaba en el banco umbroso que llevaba la señal invisible de sus muslos ausentes, del mismo modo que esta arena alisada, estos mil nervios-dedos de fronda y follaje, este sol y las constelaciones lunares que lo miraron, este aire, conservaban aún su pie, su forma transeúnte, su rostro, su voz, su nombre: Carlos Bon, Carlos el Bueno, Carlos el Prometido.
      »No, no era espiar, ni siquiera ocultarse: era demasiado niña para que ello fuera necesario, era tan niña que mi presencia no hubiera sido violación aunque él estuviera sentado a su lado, y, sin embargo, era ya lo bastante mujer para que ella me recibiera (hasta con gratitud y placer) en aquel ambiente de confianza virginal y desvergonzada en que las jovencitas hablan de amor. Sí; era tan niña que podía decirle a Judit: “Déjame dormir en tu cama”; pero lo bastante mujer para decirle: “Acostémonos juntas, y cuéntame cómo es el amor”: Pero nunca lo hice, porque hubiera debido decirle: “No me hables de amor, yo hablaré; porque sé más acerca de ese tema de lo que tú sabrás o necesitarás saber en toda tu vida”.
      »Luego volvió mi padre, me buscó y me llevó a casa y volvía convertirme en un ser híbrido, niñez demasiado prolongada y femineidad demasiado reciente, vestido con los largos trajes que mi tía había desechado, ocupada en cuidar una casa desordenada; sin espiar, sin ocultarme, esperando, atisbando; sin esperanza de premio alguno, ni de agradecimiento; sin amarle en el sentido corriente que damos al amor, pues no hay amor de esa clase sin esperanza. Yo lo quería (si es que eso puede llamarse amor) con un cariño que no conocen los libros sutiles: con ese amor que da lo que nunca tuvo, el óbolo que es todo su caudal y, sin embargo, no agrega nada a los bienes del amado, tan infinitesimal en su peso… y a pesar de ello, lo da. Y yo lo di, pero no a él, a ella; fue como si le dijera: “Toma, toma esto también. Tú no puedes amarlo como él debería ser amado; y aunque él no sentirá el peso de mi don, como no advertiría tampoco su falta, quizá llegue un momento en tu vida matrimonial en que él encuentre esta partícula minúscula, como se encuentra un pálido tallo enclenque escondido en un macizo floral que conocemos perfectamente, y nos detenemos, preguntando: ¿De dónde salió esto?; entonces, contesta solamente: “No lo sé””. Luego volví a casa y permanecí allí cinco años, oí el eco de un disparo, subí una escalera de pesadilla y encontré…
      »Una mujer vestida de guinga, plantada tranquilamente ante una puerta que no me permitió trasponer; una mujer más alejada de mí que de cualquier pena, por no haberla querido sentir, una mujer que decía serenamente: ,”¿Qué quieres, Rosa?”; en mitad de mi carrera que (en aquel instante lo comprendí) se había iniciado cinco años atrás, aquel día cuando él estuvo en mi casa sin dejar más rastro del que dejó en la de Elena, donde fue una sombra, un espectro; no un ser humano, sino un mueble esotérico: jarrón, silla o escritorio que Elena ambicionaba, como si la impresión que produjo o no produjo en Coldfield o en Sutpen fuese maravillosa profecía de lo que había de suceder. Si comencé a correr ese año (el año antes de que estallara la guerra) en que Elena me habló de un ajuar (era mi propio ajuar), de toda la irreal panoplia de la entrega que era mi propia entrega; yo, que tan poco podía entregar aunque lo diera todo, porque aún existe ese podría-haber-sido, único peñón que nos sostiene por encima del oleaje de la insoportable realidad. Yo creí que ella había esperado cuatro años, pero fui yo quien esperó, mientras el mundo sereno y estable que conocimos se deshizo entre humo y llamas y desapareció todo resto de paz y tranquilidad, de orgullo y esperanza; sólo quedaron los mutilados veteranos de la honra y el amor. Sí, era preciso que permanecieran el amor y la felicidad, los que nos legaron nuestros padres, esposos, novios y hermanos, los que enarbolaron la dignidad y la esperanza de paz a la vanguardia del honor, como banderas; debían perdurar, pues de otro modo, ¿por qué lucharían los hombres? ¿Para qué morir por una causa? Sí, morir, pero no por la huera causa de la honra, el orgullo o la paz; sino por el amor y la fidelidad que ellos dejaron atrás; Él estaba destinado a la muerte; lo sé, lo sabía entonces, moriría como morirían el orgullo y la paz: ¿cómo probar de otra manera la inmortalidad del amor?
      »Mas no hablo del amor y de la fidelidad por sí mismos. Del amor sin esperanza sí, de la fidelidad que ya no tiene de qué enorgullecerse; pero que, al cabo, se elevan por encima de la matanza y la locura para salvar del humillado polvo un postrer resto del viejo sortilegio del corazón, perdido ya. Sí, la encontré de pie ante una puerta cerrada que yo no podía trasponer (ella misma no entró en la habitación, que yo sepa, hasta que Jones y el otro peón subieron el ataúd escaleras arriba). Con el retrato pendiente de su mano, sereno el rostro, se quedó mirándome por un instante y luego dijo, levantando la voz lo absolutamente necesario para ser oída en el vestíbulo: “Clite. La señorita Rosa se quedará a cenar, saca un poco más de harina”. Y luego: “¿Bajamos? Tengo que hablar con Jones sobre unos tablones y clavos”.
      »Nada más; eso fue todo, mejor dicho, no lo fue porque no hay todo, no hay final. Lo que nos hace sufrir no es el golpe, sino su repercusión tediosa, el montón de desechos que debemos barrer ante el umbral de la desesperación. ¿Comprende usted? Yo no lo vi jamás; ni siquiera muerto. Oí un eco, pero no el disparo; vi una puerta cerrada, pero no entré. Recuerdo aquella tarde, cuando sacamos el féretro de la casa. Jones y otro hombre blanco que había sacado, desenterrado no sé de dónde, lo fabricaron con tablones arrancados a la cochera. Me acuerdo que, mientras comíamos los platos que Judit (sí, Judit con el mismo rostro tranquilo que se inclinaba sobre la cocina) había preparado, en la habitación sobre la cual se hallaba el cadáver, oímos el martilleo y el rumor del serrucho en el patio trasero. Hubo un momento en que vi a Judit, tocada con una descolorida capota de guinga que hacía juego con su vestido, ocupada en darles instrucciones sobre la confección del ataúd. Recuerdo que durante toda esa lenta tarde asoleada martillaron y aserraron junto a la ventana del salón… ese lento roce enloquecedor del cepillo, los secos golpes premeditados del martillo, cada uno de los cuales parece siempre el último y no lo es, repetidos y recomenzados cuando el exhausto embotamiento de los nervios cansados, tendidos como cuerdas de guitarra, se había aflojado en el repentino silencio para aullar otra vez. Por fin, salí afuera (vi a Judit en el corral, en medio de una nube de pollos, llevando en su delantal una carga de huevos) y les pregunté por qué, por qué había de ser en aquel lugar, en aquel preciso lugar. Ellos se detuvieron el tiempo suficiente y más que suficiente para que Iones, volviéndose, escupiese y dijese: “Porque luego será más cerca para llevar el cajón”. Apenas había vuelto yo la espalda cuando uno de ellos añadió, con el atónito y torpe raciocinio de la inercia que “hubiera sido más sencillo todavía bajarlo y clavar los tablones alrededor; pero era el caso que a la señorita Judit tal vez no le parecería bien”:
      »Recuerdo que mientras lo transportábamos escaleras abajo y luego al carromato, yo me esforcé por sentir todo el peso del féretro para cerciorarme de que verdaderamente estaba en él. Y no pude lograrlo. Yo llevé su ataúd y no pude, no quise creer algo que sabía cierto. Porque yo no lo vi jamás, ¿comprende usted? Hay cosas que comprendemos con la inteligencia, pero que los sentidos se niegan a aceptar, como rechaza el estómago lo que el paladar ha aceptado pero la digestión no puede tolerar; cosas que nos clavan en un punto dado como si una impalpable intervención, una lámina de cristal a través de la cual vemos desarrollarse los hechos subsiguientes en un vacío silencioso, nos dejara inmóviles, impotentes, desamparados, fijos, hasta que tengamos la fuerza de morir. Eso fue lo que aconteció.
      »Yo estaba allí; una parte de mi ser marchó a compás con el lento paso de Iones y su camarada, y Teófilo Mac Caslin, que se había enterado de todo allá en la ciudad, y Clite, mientras salvábamos con el rudo ataúd la cerrada curva de la escalera en tanto que Judit, a la zaga, lo sostenía por detrás, y bajamos, y lo pusimos en el carromato. Una parte de mi ser ayudó a levantar lo que nunca hubiera podido levantar sola pero aún no podía creer, para colocarlo en el carromato que aguardaba frente a la puerta. Una parte de mi ser permaneció de pie junto a la tierra excavada, bajo la densa sombra de los cedros y oyó el torpe doblar de los terrones sobre la madera y respondió negativamente cuando Judit, a la cabecera del sepulcro, dijo: “Era católico. ¿Sabe alguno de ustedes qué hacen los católicos?” y Teófilo Mac Caslin dijo: ¡Al diablo con los católicos! Era soldado. Y yo sé cómo se reza por los soldados de la Confederación”: Y luego gritó con su recia voz aguda y malsonante de anciano ¡Yaaaay, Forrest! ¡Yaaaay, Juan Sartoris! ¡Yaaaaaaa.”. Y una parte de mí caminó al lado de Judit y Clite a través del campo crepuscular y respondió en extraño intervalo sereno a la apacible voz serena que hablaba de arar para la siembra del trigo y de cortar la leña de invierno; y en la cocina, alumbrada por una lámpara, ayudó esta vez a preparar la cena y a comerla en la habitación sobre la cual él ya no reposaba, y se acostó (sí, recibió una palmatoria de la mano firme y pensó: “Ella no ha llorado siquiera” y luego, al ver mi rostro en el espejo enturbiado por la lámpara pensó: “Y tú tampoco has llorado”) en la casa que él había habitado por otro lapso fugaz y definitivo sin dejar rastro, ni siquiera lágrimas. Sí; un día estaba. Y otro no. Y luego desapareció.
      »Todo fue demasiado breve, demasiado rápido y fugaz: todo transcurrió en las seis horas de una tarde estival; no hubo tiempo para que su cuerpo dejara marca en el colchón, la sangre puede venir de cualquier cosa, si es que hubo sangre, pues yo no la vi. A juzgar por lo que se me dijo, no existió cadáver, ni siquiera asesino (ese día no mencionamos a Enrique; yo —la tía, la soltera—, no pregunté: “¿Qué aspecto ten fa? ¿Parecía hallarse bien o mal?”: No dije una sola de las mil trivialidades con que la indomable sangre femenina se desentiende del mundo de los hombres, ese mundo en el cual quien lleva nuestra misma sangre muestra el valor o la cobardía, la extravagancia, la codicia o el temor por los que sus allegados lo alaban o lo crucifican) que vino, abrió violentamente la puerta, clamó su crimen y desapareció luego. A pesar de estar vivo, era en realidad más espectral que la abstracción que acabábamos de encajonar en un ataúd.., el eco de un disparo; un extraño caballo escuálido y enloquecido, sin jinete; una maleta que sólo contenía una pistola, una gastada camisa blanca, y un trozo de pan más duro que el hierro, arrebatada dos días después y a cuatro millas de distancia, por un hombre, cuando Enrique trataba de forzar la puerta de su establo. Sí, más aún, estaba ausente y presente; tres mujeres depositaron algo en la tierra y lo cubrieron, y fue como si él nunca hubiera existido.
      »Tal vez me pregunte usted por qué me quedé. Podría responderle que lo ignoro, podría darle diez mil razones triviales, todas falsas y todas verosímiles: que me quedé por la comida, aunque podría haber trabajado en la huerta y arrancado yerbajos lo mismo en mi casa de la ciudad, para no decir nada de los vecinos y amigos cuyas limosnas habría aceptado, ya que la penuria sabe borrar de nuestra línea de conducta muchos escrúpulos, delicadeza y puntillos de honra y orgullo. Que me quedé por el techo, aunque tenía mi techo propio a muy escaso precio por cierto. Que me quedé por estar más acompañada, aunque nunca me desampararon los vecinos que, al menos, eran gente de mi clase, gente que me conocía toda la vida y más aún en el sentido de que pensaban como yo y como mis antepasados; mientras que aquí estaría con una mujer que, a pesar de ser consanguínea, me resultaba incomprensible y a quien tampoco deseaba comprender, si es que mis observaciones fueron exactas; y otra que me era tan extraña como si mediara entre nosotros, además de la diferencia de razas (que existía) y la de sexo (que no existía) una diversidad de especie, de lenguaje, pues las sencillas palabras con que nos veíamos obligadas a comunicarnos parecían contener menos sentido que los ruidos que hacen pájaros y bestias. Pero no aduzco ninguna de estas razones. Me quedé y aguardé la llegada de Tomás Sutpen. Sí, quizá crea usted (o lo diga) que yo esperaba, en el fondo, el momento de ser su prometida. Si lo negara me tomaría usted por una mentirosa. Pero yo lo niego rotundamente.
      »Lo esperé como lo aguardaban Judit y Clite, porque no nos quedaba otra cosa en el mundo, otra razón de existir, de comer y levantarnos y dormir nuevamente. Sabíamos que él nos necesitaba, sabíamos (conociéndolo bien) que inmediatamente pondría manos a la obra para restaurar y salvar lo poco que quedaba del Ciento de Sutpen. No es que nosotras tuviésemos necesidad de él (yo no pensé ni por un instante en la posibilidad de esa boda, no pasó siquiera por mi imaginación la idea de que me miraría con interés, puesto que jamás lo había hecho. Puede usted creerme, porque lo confesaré con entera franqueza, cuando llegue el momento de narrarle, cómo se me ocurrió tal cosa). No, no fue necesario que transcurriera el primer día de vida en común para que comprendiésemos que no lo necesitábamos a él ni a hombre alguno, mientras Wash Jones continuara con nosotras: yo, que dirigí la casa de mi padre y lo mantuve por espacio de cuatro años y Judit que hizo lo mismo en su hogar, y Clite, que era capaz de hachar un tronco o trazar un surco con el arado mejor (o, al menos, más rápidamente) que el propio Jones. Pero he aquí lo triste, lo más triste de todo: ese pesado tedio que asalta el corazón y el espíritu cuando ellos comprenden que ya no necesitan de aquellos a quienes son necesarios (el espíritu y el corazón). No, no nos hacía falta Sutpen ni siquiera vicariamente, pues no nos sentíamos capaces de plegarnos a ese furioso (esa determinación casi insana que trajo consigo, que proyectó o irradió delante de sí antes de apearse del caballo) deseo de reconstruir la casa a la que sacrificó piedad, bondad, amor, todas las dulces cualidades que exigía a los demás, todas si él sintiera su ausencia, si es que las tuvo alguna vez, para inmolarlas en aras de su ambición. No, ni siquiera eso. Ni Judit ni yo lo necesitábamos. Tal vez porque nos parecía imposible lograrlo; pero a mi parecer, había algo más: vegetábamos en una apatía muy semejante a la paz, como la de la ciega tierra insensible que no sueña con tallos ni botones, ni envidia la etérea soledad musical de las tiernas hojas que ella misma nutre.
      »Y lo aguardamos. Vivimos la existencia laboriosa y vacía de tres monjas recluidas en un convento estéril y paupérrimo: nos circundaban muros resistentes y sólidos, a los que poco les importaba que nosotros comiésemos o no. Amistosamente, no como dos blancas y una negra, ni como tres negras o tres blancas, ni siquiera como tres mujeres, sino simplemente como tres seres que habían menester de comida, aunque comieran sin gusto, de sueño, aunque no sintieran el gozo del descanso y la fatiga. En nosotras el sexo era algo atrofiado y remoto, como las agallas rudimentarias que llamamos amígdalas o los pulgares que, en recuerdo del antiguo escalamiento arbóreo, aún se oponen a los demás dedos. Cuidábamos la casa, por lo menos la parte que habitábamos; limpiábamos el dormitorio al que regresaría alguna vez Tomás Sutpen…, no el que dejó como marido, sino aquel al que retornaría como viudo sin hijo varón, infecundo en esa posteridad que sin duda había deseado tan vivamente, el que afrontó el trabajo y los gastos de procurarse hijos y alojarlos entre muebles importados y arañas de cristal. También cuidábamos el dormitorio de Enrique, tal como lo habían hecho antes Judit y Clite, antes de que corriera escaleras arriba, en aquella tarde estival, para bajar y luego alejarse. Cultivábamos y cosechábamos con nuestras propias manos nuestro alimento; creamos y labramos esa huerta como cocinamos y comimos más tarde sus productos, sin hacer entre los tres distinción de edad o de color, atendiendo solamente a que alguien encendiese el fuego, revolviese la olla, limpiase de malas hierbas un rincón del huerto o llevase un delantal lleno de trigo hasta el molino para hacerlo moler sin detrimento de otras obligaciones, sin pérdida de tiempo o de energía.
      »Éramos un solo ser, intercambiable e indiferente, que cultivaba la huerta, hilaba y tejía las telas con que nos cubríamos y buscaba solícito al borde de las acequias las pobres hierbas que protegían y garantizaban el acuerdo espartano que osábamos o teníamos tiempo de hacer con la enfermedad. Un solo ser que regañaba a Jones para obligarlo a que sembrara el trigo y cortara la leña: nuestro sustento y calor de todo el invierno…, nosotras tres, tres mujeres: yo, a quien las circunstancias obligaron prematuramente a convertirme en ahorrativa ama de casa, yo que había vivido tan aislada como en un faro, yo que no sabía cultivar un macizo de flores, nada digamos de un huerto, yo que miraba el combustible y la carne como cosas que aparecen por sí mismas en la leñera o sobre la repisa de la despensa. Y Judit, creada por las circunstancias (¿las circunstancias?). Una centuria de minuciosos cuidados (quizá no por la sangre, la sangre de los Coldfield; pero sí por esa tradición en la cual la imperiosa voluntad de Sutpen ahuecó un nicho) para atravesar las acolchadas y solitarias etapas de la crisálida, primero pimpollo, luego prolífica reina servida, por último poderosa matrona de manos suaves que habita en su vejez serena, satisfecha y sibarítica; Judit, trataba por lo que en mí era ignorancia de unos años y en ella, férrea prohibición de diez generaciones, que no sabía el primer postulado de la indigencia: ahorrar y economizar por el ahorro y la economía mismos, ella que (auxiliada por Clite) cocinaba doble cantidad de lo que necesitábamos para comer y, triple de lo que podíamos dar de limosna a cualquier forastero en esa región que ya comenzaba a poblarse de soldados rezagados que mendigaban comida. Y por fin Clite; Clite, que nada tenía de inútil; perversa inescrutable y paradójica: libre, pero incapaz de apreciar la libertad aunque ni un solo día se tuvo por esclava, Clite que, como lobo u oso indolente y solitario no prometía fidelidad a nadie (si una salvaje, mitad negro selvático, mitad sangre de Sutpen; y si “indómito” es sinónimo de “salvaje”, entonces “Sutpen” es la crueldad silenciosa e insomne de la fusta del domador), obediente por falsía a quien le inspira temor, pero no en la realidad, aunque quizá sea fidelidad, fidelidad al primario principio inmutable de su propia ferocidad. Clite, que en el color de su piel representaba esa catástrofe que nos había conducido a Judit y a mí a la situación en que estábamos y la había transformado a ella misma en lo que no quería ser, como tampoco quiso ser aquello que la catástrofe trató de evitar; remota, presidía la nueva vida, y era para nosotros el amenazante prodigio de la antigua.
      »Éramos tres extrañas. Ignoro lo que pensaba Clite, qué existencia llevaba con el alimento que cultivábamos y cocíamos juntas, la tela que hilábamos y tejíamos, nutrida y custodiada. Pero, al cabo, ella y yo éramos enemigas francas y hasta caballerescas. Pero ni siquiera sospecho qué pensaba, qué sentía Judit. Dormíamos todas en la misma habitación, más por economizar leña, esos troncos que teníamos que acarrear solas, pero también para mayor seguridad. Se acercaba el invierno y comenzaban a regresar los soldados, los rezagados; no todos eran vagabundos ni rufianes, pero sí hombres que habían arriesgado y perdido todo su haber y, después de padecer lo indecible, volvían a una tierra arrasada; no eran los mismos que se fueron un día, estaban transformados (y esto es lo peor, la postrera degradación a que llega el espíritu después de una guerra) en esa suerte de hombres que insultan depura desesperación y lástima a la esposa o a la amante que, durante su ausencia, fueron ultrajadas. Teníamos miedo. Les dábamos de comer; les regalábamos cuanto teníamos y podíamos darles, hubiéramos asumido sus heridas para devolverles la salud, de ser ello posible. Pero les teníamos miedo…
      »Nos levantábamos por la mañana y cumplíamos las mil obligaciones tediosas que impone la mera subsistencia. Terminada la cena, nos sentábamos ante el fuego, tan fatigadas que hasta nuestros músculos y huesos se sentían incapaces de reposo, y el espíritu atenuado, pero invencible, había plasmado y convertido la desesperanza en un viejo traje olvidado sin esfuerzo. Hablábamos de mil cosas, de las repetidas trivialidades siempre iguales de nuestra vida cotidiana, de mil cosas y de ninguna. Hablábamos de él, de Tomás Sutpen, del fin de la guerra (que todos preveíamos ya) y de su regreso, de lo que haría: cómo iniciar la tarea hercúlea que se impondría, ciertas estábamos de ello, y en la cual nos envolvería a todas, quieras que no, con su antigua e inexorable voluntad. Hablábamos de Enrique, serenamente, las habituales, inútiles e impotentes preocupaciones femeninas por el varón ausente: cómo le iría, si tendría hambre y frío o no; exactamente como hablábamos de su padre, como si todos viviésemos aún en aquel período que quedó definitivamente concluido con aquel disparo, aquellos pies enloquecidos y veloces, como si nunca hubiera existido aquella tarde estival. Pero jamás nombrábamos a Carlos Bon.
      »Afines del otoño hubo dos tardes en que advertimos la desaparición de Judit; y la vimos regresar luego, antes de la cena, tranquila y dueña de sí. Nada pregunté, no la seguí tampoco, pero sabía, y sabía que Clite sabía, que había ido a limpiar el sepulcro de hojas marchitas y de la corteza muerta de los cedros… el montículo que se sumía lentamente en el suelo, y bajo el cual no enterramos nada. No, ese disparo no existió: fue sólo el golpe seco y decisivo de una puerta que se cerraba entre nosotros, eso fue todo, todo lo que pudo ser: un corte retroactivo en el curso de los acontecimientos, un instante petrificado para siempre en un tiempo imponderable, realizado por tres mujeres débiles, pero indómitas que, antes del hecho consumado que negaban rotundamente, robaron la presa al hermano y la víctima, a la bala del asesino.
      »Así vivimos por espacio de siete meses. Y de pronto, una tarde de enero, regresó Tomás Sutpen; una de nosotras levantó los ojos mientras preparábamos el huerto para sembrar el alimento del año próximo y lo vio acercarse por el sendero, a caballo. Luego, una tarde, me comprometí con él.
      »Sólo me llevó tres meses. (¿Me permite usted decir que me llevó a mí, no a él?) Sí, yo, y en tres meses, yo que lo contemplaba desde hacía veinte años (cuando era forzoso contemplarle) como una suerte de ogro, un monstruo salido de algún cuento para asustar a los niños, yo que había visto a los suyos lanzarse el uno sobre el otro pasando por encima del cadáver de mi hermana, tuve que ir a él como un perro a quien se silba, en la primera oportunidad, en aquel mediodía durante el cual él, que me veía sin mirarme desde hacía veinte años, se dignó alzar la cabeza y posar sus ojos en mí.
      »¡Oh , no trato de defenderme aunque podría (¡ay! y lo he hecho ya) darle mil razones especiosas, convincentes para las mujeres, desde la volubilidad natural del sexo hasta el deseo y la esperanza de alcanzar posición y fortuna; o bien, el temor de morir sin hombre que, según dicen, asalta a toda solterona; y hasta la venganza. No, no me defiendo. Podría haber vuelto a casa y” no lo hice. Tal vez debería de haber regresado y no lo hice. Lo mismo que Judit y Clite, permanecí allí, en el porche ruinoso, y vi cómo se aproximaba sobre un caballejo escuálido desde cuya montura parecía proyectarse hacia adelante como un espejismo, en rigidez feroz y dinámica de impaciencia cuyo vaso sin nervios estuviera contenido en la silla, las botas, el uniforme color de hoja con sus galones raídos y sucios, el caballo escuálido, rigidez que lo precedía cuando se apeó y desde la cual dijo: “Y bien, hija mía”; se inclinó y rozó con su barba la frente de Judit. Ésta no se movió, derecha, serena e inmóvil Dentro de esa rigidez pronunciaron cuatro frases, cuatro frases compuestas por palabras simples y directas y delante, detrás y arriba de ellas, percibí el mismo nexo de sangre común que había sentido aquel día, mientras Clite me cerraba el paso de la escalera. “Enrique ¿no está…?”. “No, no está aquí”: ¡Ah! ¿Entonces…?”: “Sí. Enrique lo mató”. Y luego se deshizo en lágrimas. Sí, lloró lo que todavía no había llorado, la que aquella tarde bajó la escalera y conservó siempre su rostro frío, sereno, la que me detuvo en mitad de mi carrera ante una puerta cerrada. Si, lloró, como si todo lo acumulado durante siete meses brotara ahora espontáneamente de cada poro en una evacuación incontenible (ella no se movía, no movía un músculo) y luego se desvaneciese, desapareciendo instantáneamente como si la influencia seca y feroz en que él la había encerrado secase las lágrimas más rápidamente aún de lo que brotaron. De pie, con la mano sobre su hombro, Sutpen miró a Clite y dijo: “¡Ah, Clite!”; y luego volvió los ojos hacia mí (el mismo rostro que había visto antes, un poco más delgado, los mismos ojos inflexibles, el cabello ligeramente canoso) sin reconocerme hasta que Judit explicó: “Es Rosa, la tía Rosa. Ahora vive con nosotras”
      »Eso fue todo. Llegó por el sendero del parque y penetró en nuestras vidas sin dejar otro rastro que esas instantáneas lágrimas increíbles. Porque él mismo no estaba allí, no habitaba en la casa donde transcurrían nuestros días. Allí estaba un cascarón vacío que usaba el dormitorio que cuidamos para él y comía el alimento que cultivábamos y cocinábamos como si no sintiera la blandura del lecho ni distinguiera el sabor y la calidad de los manjares. Sí, la verdad es que no estaba con nosotras. Algo comía con nosotras, le hablábamos y respondía a nuestras preguntas, por las noches se sentaba a nuestro lado, junto a la chimenea y surgiendo de improviso de una inercia pensativa, profunda y completa, hablaba, no a nosotras, los seis oídos, las tres inteligencias capaces de comprenderlo, sino al aire, al espíritu de la casa: expectante, hosco, ruinoso, y lo que decía parecía jactancia de loco que crea dentro de las paredes de su propio ataúd sus fabulosas Carcasonas y Camelots inconmensurables. No es que estuviese ausente del lugar, del espacio arbitrario que bautizó con el nombre de Ciento de Sutpen, no era eso. Estaba fuera de la habitación porque tenía que estar en otra parte; un sector de su ser rodeaba cada campo incendiado, cada valla caída, cada pared en ruinas, cada molino algodonero o pesebre; dio y en solución, lo mantenía en ese estado una furiosa ansia inmóvil y eléctrica, una sensación vívida de la brevedad del tiempo, de la necesidad de darse prisa, como si hubiese tomado aliento y, al mirar a su alrededor, hubiera comprendido que ya era viejo (tenía cincuenta y nueve años) y le preocupase (no temía, se preocupaba solamente) la idea de que no tenía tiempo para realizar su obra, aunque jamás se le ocurrió que la vejez lo dejaría impotente para esa tarea.
      »Acertamos cuando preveíamos lo que trataría de realizar a su regreso: ni siquiera se detuvo a recuperar aliento antes de poner manos a la obra de restaurar su casa y su plantación, de volverlas a lo que habían sido antaño. No imaginábamos cómo lo haría, creo que tampoco lo imaginaba él mismo. ¿Cómo podía saberlo si había vuelto sin nada, para hallar la nada, cuatro años menos que nada? Pero no por eso se sintió intimidado, ni cejó en su empeño. Poseía la furia helada, atenta, del jugador que sabe que está expuesto a perder; pero que si deja un segundo de reposo a su feroz voluntad constante perderá con toda seguridad, y logra impedir que cristalice la incertidumbre por medio de un diestro manipuleo de las barajas o los dados, hasta que los canales y las glándulas de la fortuna comiencen a segregar nuevamente. No hizo pausas, no se tomó unos días de descanso para reponer las carnes y los huesos de cincuenta y nueve años, esos días en que pudo haber hablado, no de nosotras, sino de lo que había hecho, de su propia vida, de los cuatro años transcurridos (a juzgar por lo que dijo, la guerra no había existido, o tuvo lugar en otro planeta donde no estuvo en jaque nada suyo, donde su carne y su sangre no tuvieran que padecer esos golpes), de ese período durante el cual la amarga derrota pudo haber llegado a convertirse, de puro exhausta, en una suerte de paz, de serenidad en el rabioso e incrédulo balance (el que permite al hombre reconciliarse con la vida) de ese ligerísimo peso que establece el equilibrio entre la victoria y el desastre y hace intolerable la derrota de aquel a quien perdona la vida, pero que no puede resignarse a vivir bajo esa humillación.
      »Apenas lo veíamos. Salía desde el amanecer hasta la caída de la noche, con Jones y uno o dos hombres que había sacado no sé de dónde y pagado no sé con qué, quizá con la misma moneda que usó para pagar al arquitecto francés: zalamerías, promesas, amena7os y, por fin, imposiciones. Aquel invierno comenzamos a comprender lo que significaba un politicastro del Norte y las gentes, especialmente las mujeres, atrancaban de noche puertas y ventanas y se asustaban mutuamente con anécdotas sobre levantamientos de negros. Mientras tanto, la tierra, estéril, descuidada y abandonada por espacio de cuatro años, permanecía inútil en tanto que hombres armados de pistolas se reunían a diario en conciliábulos secretos en las ciudades. Él no quiso participar en ellos; recuerdo que cierta noche se presentó en casa una delegación, venida penosamente a caballo por el fangoso camino de comienzos de marzo, y lo puso en la alternativa de responder sí o no, con ellos o contra ellos, amigo o enemigo; y él se negó, ofreciéndoles (sin alterar su inexorable rostro magro ni su voz pausada) guerra si querían guerra, diciéndoles que si cada hombre del Sur procediera como él y velara por la recuperación de su propia tierra, la región íntegra y el Sur se salvarían. Luego los escoltó hasta la puerta y permaneció de pie en el umbral, a la vista de todos, sosteniendo la lámpara por encima de su cabeza mientras el jefe del grupo lanzaba su ultimátum: “Sutpen, ¡esto puede ser una declaración de guerra!” y respondió: “Estoy acostumbrado a ella”:
      »Sí, yo lo observaba, observaba la furia solitaria de aquel anciano que no luchaba ya, como antes, con la terca pero domeñable tierra, sino contra el peso gigantesco de los tiempos nuevos, como si se tratara de detener el curso de un río con sus dos manos y una teja, llevado por la misma y espuria ilusión de lograr un premio que ya lo engañó (¿fracaso? traición, esta vez lo aniquilaría) antes. Yo misma comprendo ahora la analogía: la carrera fatal y cada vez más rápida de su fatal orgullo, su ansia de fausto, su ambición de poder; pero en aquel tiempo no lo entendía aún. ¿Cómo había de entenderlo si a los veinte años cumplidos era una niña todavía, habitante de ese corredor semejante a un vientre donde no llegaba ni siquiera el eco del mundo: apenas una vaga sombra incomprensible, desde el cual miraba con el asombro sereno de un niño las actitudes de hombres y mujeres (vago panorama de espejismo), mi padre, mi hermana, Tomás Sutpen, Judit, Enrique, Carlos Bon…, lo que llaman honra, principios, matrimonio, amor, duelo, muerte? La niña que lo miraba ya no era una niña, sino un miembro del triunvirato materno femenino que formábamos las tres: Judit, Clite y yo, las que alimentábamos, vestíamos y albergábamos al vaso estático, dando así desahogo a la soberbia ilusión vana, y diciéndonos: «Al menos, de algo sirve mi existencia, aunque sólo sea para proteger y custodiar la furia de un niño loco».
      »Cierta tarde (yo estaba en el jardín con una azada, frente al sendero del establo) levanté los ojos y vi que me miraba. Me había visto durante veinte años, pero ahora me miraba; estaba allí, en el sendero, mirándome en mitad de la tarde. Eso era lo extraño: fue en mitad de la tarde, cuando lo suponíamos a enorme distancia, invisible en algún punto de sus cien millas cuadradas que nadie se había preocupado en quitarle hasta entonces, ni siquiera en un punto determinado sino difuso (no adelgazado o atenuado, sino ampliado, multiplicado, abarcando en un prolongado y perpetuo instante de tremendo esfuerzo, como en abrazo inmenso, el cuadrado de diez millas de lado, mientras al borde del desastre, afrontaba invencible e impávido lo que sabía era la derrota definitiva); pero, en cambio, estaba allí en el sendero, mirándome, y en su rostro había algo extraño y curioso, como si el granero y el camino por el cual avanzara hacia mí hubieran sido una ciénaga oscura de la cual salió a la plena luz del día sin preverlo. Luego prosiguió su camino, el rostro, el mismo rostro: no era amor, nunca he dicho tal cosa, ni tampoco bondad o compasión: sólo una especie de explosión luminosa, en aquel que, cuando oyó que su hijo había asesinado y huido después, dijo: “¡Ah! Está bien, Clite”. Prosiguió su camino rumbo a la casa. Pero no fue amor, no pretendo semejante cosa, no trato de defenderme ni busco excusas. Podría decir que él me necesitó e hizo uso de mí ¿a qué rebelarme ahora, porque quería usarme para otro fin? Pero no lo digo; esta vez sí que podría afirmar que nada sé y diría la verdad. Porque la verdad es que nada sé.
      »Él se alejó; yo ni siquiera sabía que existe un metabolismo del espíritu y de las entrañas por el cual las acumulaciones sedimentadas durante largo tiempo se queman, se consumen, generan, crean y rompen la doncellez de la carne voraz; ¡ay!, en un segundo se desvanecen todos los prejuicios de no puedo, no quiero, nunca lo haré, y arden en un rojo instante defiera desaparición. Ése fue mi instante; pude huir y no lo hice, vi que se alejaba y no advertí cuándo había partido, hallé lista mi tierra, la tierra que cavaba para sembrar habas, sin comprender cuándo terminé el trabajo. Me senté aquella noche a la mesa frente al vaso nebuloso y huero al que nos estábamos acostumbrando (no volvió a mirarme durante la comida; bien podría haber dicho: ¡A qué iluso raudal de ensueño nos arrastra la carne incorregible!”; pero no lo dije) y luego nos sentamos ante la chimenea encendida, en el dormitorio de Judit, como solíamos, hasta que él entró, nos miró un instante y dijo: “Judit, tú y Clite…” Se detuvo, continuó acercándose a nosotras y añadió: “No, quedaos. Rosa no se opondrá a que lo oigáis vosotras también, pues nos falta el tiempo, y el poco que tenemos está colmado de quehaceres”: Y aproximándose, puso su mano sobre mi cabeza y (no sé qué miraba mientras seguía hablando, pero el sonido de su voz parecía indicar que no nos miraba a nosotras ni a la habitación donde estábamos) añadió: “Tal vez creas que no fuera buen marido para tu hermana Elena. Es posible que lo creas. Pero, además de que ya estoy más viejo, puedo prometerte que no seré peor para contigo”
      »Ése fue mi noviazgo. Esa mirada de un minuto en la huerta, esa mano sobre mi cabeza en el dormitorio de su hija; un ucase, un decreto, una jactancia tranquila y verbosa (¡ay, y pronunciada en la misma actitud) como esas frases que no se escriben para ser dichas o escuchadas, sino para ser grabadas en la piedra blanda del pedestal de una estatua anónima y olvidada. No trato de disculparlo. No pido compasión, pues si no respondí afirmativamente fue porque nadie me preguntó nada, no quedó rendija, espacio o intervalo para una respuesta. Y yo podría haber respondido. Podría haber creado ese nicho, esa rendija, si lo hubiera querido… no para colocar en él un manso “Sí”, sino el tajo frenético de una ciega desesperada arma femenina cuya herida abierta gritara: “¡No! ¡No! ¡Socorro! ¡Salvadme!”. No, no pido disculpas ni lástima, porque permanecí inmóvil bajo la dura mano olvidadiza del ogro de mi infancia, y oí cómo hablaba con Judit, oí luego los pasos de ésta y vi su mano, no a Judit entera, sino la palma en la que se leía, como en crónica impresa, la orfandad, las privaciones, la ausencia del amado, los cuatro duros años estériles de hacha y azada y todas las otras herramientas construidas para ser manejadas por la mano del varón y sobre esa palma estaba el anillo, la sortija que él le dio a Elena en la iglesia, treinta años atrás. Si, analogía, paradoja y hasta locura. Sentada allí sentí; sin mirar, cómo se deslizaba el anillo en mi dedo (se había sentado en la silla de Clite, mientras ésta permanecía de pie junto a la chimenea, pero fuera del círculo de luz) y escuché su voz como la escuchó alguna vez Elena en la primavera de su propio espíritu, treinta años atrás: no hablaba de mí, ni de amor, ni de matrimonio, ni siquiera de sí mismo, no hablaba como quien se dirige a un hombre cuerdo en lenguaje cuerdo, sino a las oscuras fuerzas del destino que había evocado y desafiado en ese loco ensueño jactancioso dentro del cual flotaba un Ciento de Sutpen intacto que no tenía más existencia real de la que había tenido entonces, cuando Elena lo oyó nombrar por vez primera, como si al devolver esa sortija a un dedo humano hubiera retrocedido veinte años en el tiempo y hubiera congelado, detenido su marcha.
      »Sentada allí, escuchando su voy me dije a mí misma: ¡Está loco! Ahora resolverá casarse esta misma noche y realizará su propia ceremonia haciendo el doble papel de novio y sacerdote, y pronunciará su demente bendición con la palmatoria en la mano, rumbo al lecho; y yo estoy tan loca como él, porque cederé, sucumbiré, lo apoyaré y me lanzaré tras él”: No, no pido disculpas ni compasión. Aquella noche me salvé (y fui salvada luego; mi sacrificio sería más lejano y frío, una vez que me viera libre de toda excusa basada en el ardor importuno de la carne traidora), pero no por mí misma, sino porque, después de entregarme el anillo, él volvió a mirarme como lo había hecho durante los veinte años que precedieron a aquella tarde, como si hubiera entrado en un intervalo de cordura de esos que suelen tener los dementes, así como los cuerdos tienen intervalos de locura para recordar que son cuerdos. Pero hubo algo más; hacía ya tres meses que nos veíamos a diario, aunque él apenas me miraba, yo era un miembro más del triunvirato que recibía su gratitud silenciosa y brusca, gratitud varonil a cambio de la espartana comodidad que le ofrecíamos, insuficiente para su bienestar, pero adecuada al menos para el loco ensueño en que vivía. Pasaron dos meses durante los cuales no me vio. El motivo era, posiblemente, obvio: estaba demasiado ocupado y, realizado ya el compromiso matrimonial (suponiendo que fuese lo que él deseaba) no necesitaba seguir viéndome. La verdad es que no me buscó ni fijó fecha para la boda. Fue como si aquella tarde no hubiera existido nunca, como si yo no habitase en la casa. Peor todavía: yo podría haberme ido, haber regresado a casa, sin que él me echara de menos. Yo (lo que quería de mí, no mi persona, mi presencia, sino mi existencia, lo que Rosa Coldfield o cualquier muchacha no emparentada con él representase a sus ojos, lo que esperaba de mí porque no he de calumniarle en esto: jamás pensó en lo que iba a pedirme hasta el momento de hacerlo, me consta que no hubiese aguardado dos meses, ni siquiera dos días, para pedirlo), mi presencia sólo representaba para Sutpen la ausencia de la oscura ciénaga, de nudosas trepadoras y enredaderas para el hombre que acababa de atravesar el pantano sin guía ni brújula, sin luz ni esperanza, azuzado por un ansia incorregible de resistir, y acabó por llegar al fin, vacilante y desprevenido, a la tierra firme y sólida, al aire asoleado, si es que para él podía existir el sol, si es que había en el mundo algo capaz de rivalizar con el blanco resplandor de su locura. Sí, loco, pero no tanto. Porque el vicio también tiene su lado práctico: el ladrón, el falsario y hasta el asesino siguen normas más veloces que las de la virtud, ¿por qué no ha de hacerlo la locura? Si estaba demente, el único loco era un sueño, no sus métodos; un orate no hubiera obtenido de hombres como Iones aquel rudo trabajo manual a fuerza de tratos y artimañas; un demente no se hubiera librado de las sábanas y caperuzas, de los desenfrenados galopes nocturnos con que sus antiguos conocidos, si no amigos, evacuaban la supuración cancerosa de la derrota; un insano no hubiera seguido la táctica que le valió, al menor costo posible, la única mujer dispuesta a casarse con él a cambio del único argumento capaz de rendirla.
      »No, no era loco, pues hay en la locura, aun en la demoníaca locura de la cual huye Satanás (aterrado ante su propia obra) y que Dios contempla con piedad, una chispa, un átomo de levadura que eleva y redime esa carne articulada, ese hablar, ver, oír, gustar y existir que llamamos hombres. Pero no importa; le diré lo que hizo y usted juzgará. (O trataré de decírselo, porque hay cosas que, dichas en tres palabras, tienen tres palabras de más y en tres mil, tres mil palabras de menos, y ésta es una de ellas. Puede narrarse; yo podría escoger las mismas frases, repetir las audaces palabras injuriosas y desnudas que él pronunció, y entregarle a usted la misma incredulidad atónita y desconcertada que sentí cuando comprendí lo que me estaba diciendo. Y podría escoger tres mil oraciones y no dejarle a usted sino el ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?” que escucho y me repito desde hace casi medio siglo.) Pero usted juzgará y decidirá si tuve o no razón.
      »Yo era, o creía ser, ese sol; yo creía en la existencia de esa chispa, esa gota divina en la locura; aunque la demencia no sepa el nombre del terror o la piedad. En mi infancia hubo un ogro que, antes de nacer yo, se llevó a mi hermana a su sombría madriguera de ogro y engendró dos niños espectrales con los cuales se me invitaba, muy contra mi voluntad, a jugar. Como si mi soledad de hija tardía me hubiese dado el presentimiento de tan fatídico nudo, y me hubiera prevenido contra el fatal momento culminante antes de enseñarme el nombre del homicidio… y yo lo perdoné. Hubo una sombra que se alejó a caballo bajo el tremolar de un estandarte y (demonio o no) sufrió valerosamente. Entonces yo hice algo más que perdonar, maté a ese ogro; porque el cuerpo, la sangre, el recuerdo dentro de los cuales habitaba, retrocedieron cinco años en el tiempo y él extendió su mano y dijo: “Ven”, como si hablara con un perrito, y yo obedecí. Sí, el cuerpo, el rostro con aquel hombre y aquellos recuerdos, hasta la memoria de las cosas y los seres (excepto yo, ¿quiere usted una prueba más concluyente?) que dejó un día y a los cuales retornaba ahora, pero no era ya el ogro, villano sí, pero mortal y falible, que despertaba más piedad que espanto; el ogro no, loco sí, pero (como decía yo entre mí) “¿no es acaso la demencia su propia víctima? ¿No será, “ en vez de locura, la solitaria desesperanza trabada en titánica lucha con el solitario, indómito y condenado espíritu férreo?”: No, no era ya el ogro, éste había muerto; desapareció en alguna remota llama sulfúrica, tal vez entre las cumbres escarpadas y solas del solitario recuerdo de mi infancia… o de su olvido. Yo era el sol, yo que creía que, después de aquella tarde en la habitación de Judit, ya no me olvidaría, sino que permanecería, inconsciente y pasivo como el peregrino salido de la ciénaga, que palpa la tierra y saborea el sol y la luz, y sólo advierte la ausencia de las tinieblas y el pantano Yo creí que en las sangres diversas existe una magia que llamamos con el pálido nombre de “posible amor”; y creí que podría ser su sol (yo, la más joven, la más débil), a cuya luz ni Judit ni Clite proyectarían sombras; sí, la más joven, pero potente en mis incontables años extratemporales, porque era la única que podía decir: ¡Oh anciano loco y furioso, no tengo sustancia para llenar el vacío de tu sueño, pero puedo darte espacio aéreo y lugar para tu delirio”:
      »Y luego, una tarde… había en ello un capricho del, destino: tardes, tardes y más tardes, ¿comprende usted, llegó la muerte del amor y la esperanza, del orgullo y los principios, y todo pereció menos una vieja incredulidad atónita y desconcertada que ha durado cuarenta y tres años. Él regresó y me llamó, gritándome desde la galería del fondo hasta que bajé la escalera. ¡Oh , ya le he dicho que no lo pensó hasta ese mismo instante, ese largo instante dentro del cual cupo la distancia entre la casa y el lugar donde se detuvo cuando lo asaltó la idea. Y he aquí otra coincidencia: ese día supo definitivamente y con exactitud qué porción de sus cien millas cuadradas conservaría y seguiría llamando suya hasta el día de su muerte y que, sucediese lo que sucediese, el capullo vacío del Ciento de Sutpen seguiría siendo suyo, aunque quizá fuera mejor llamarlo, sencillamente, El de Sutpen. Me llamó, me llamó a gritos hasta que bajé. No se preocupó siquiera de atar su caballo; permaneció allí con las riendas pendientes del brazo (esta vez no posó una mano sobre mi cabeza) y pronunció las duras palabras ultrajantes como si estuviese consultando con Iones o con cualquiera de los peones sobre el estado de una perra, una vaca o una yegua.
      »Sin duda le contaron que regresé a casa. Sí; conozco la coplita: “Rosa Coldfield, bien puedes llorarlo, lograste novio y no sabes guardarlo”. Sí, la conozco (no es maligna; no serían capaces de una maldad); Rosa Coldfield, pobre retoño huérfano, frustrado, amargado, campesino, que te llamas Rosa Coldfield, por fin conseguiste ser prometida y abandonar la ciudad y el condado. Ya le habrán referido que fui allí dispuesta a pasar el resto de mi vida en la casa de Sutpen, que vi en el homicidio cometido por mi sobrino un acto de Dios que me proporcionaba la ansiada ocasión de obedecer la última voluntad de mi hermana moribunda, salvando a uno de los dos hijos que condenó al concebirlos; pero, en el fondo, movida por el secreto deseo de estar en la casa cuando él llegara, puesto que, siendo como era un demonio, no le harían mella balas ni metrallas y regresaría con toda seguridad. Yo lo esperaría porque aún era joven (y no había enterrado mis esperanzas bajo una bandera, al son de los clarines) y madura para el matrimonio, en una época y en una ciudad donde la inmensa mayoría de los jóvenes habían muerto y sólo quedaban los viejos, los hombres casados y los que, exhaustos, no se sentían capaces de afrontar el amor. Él era mi mejor oportunidad, la única, en un ambiente donde (en el mejor de los casos y aunque la guerra no hubiera tenido lugar) mis oportunidades serían escasísimas; puesto que, además de ser una dama del Sur, la extremada modestia de mi casa paterna y del ambiente en que me había formado se definía por sí mismo. Si hubiese sido hija de un rico agricultor, podría haberme casado con quien quisiese; pero la hija de un pobre tendero no podía permitirse el lujo de recibir un ramo de flores de ningún mozo y estaba condenada a casarse, a la postre, con algún dependiente del comercio de su padre. Sí, estoy segura de que se lo han dicho a usted: yo, joven todavía, había sepultado mis esperanzas durante aquella noche que duró cuatro años cuando, junto a una vela insomne y en una habitación cerrada, embalsamé la guerra y todo su legado de dolor, injusticia y tristeza, en el reverso de las páginas de un antiguo libro de cuentas, al embalsamar y absorber del aire respirable el secreto efluvio ponzoñoso de la codicia, el odio y la matanza. Le han dicho que era hija de un emboscado que más tarde se convirtió en un demonio, en un malvado, y que asistía la razón al odiar a mi padre porque si no hubiera muerto en su desván, no me hubiera visto obligada a refugiarme allí en busca de alimento, protección y amparo, y que si no hubiese necesitado esa comida y esas ropas (por más que mi trabajo contribuía a cultivar aquélla e hilar éstas) para conservarme viva y abrigada, lo cual, en justicia, me obligaba a retribuir, a corresponder acatando sus pedidos, siempre que no violasen las leyes del honor; entonces no hubiera tenido que comprometerme en matrimonio con él, y si no me hubiera comprometido, no habría pasado mis noches preguntándome: “¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”; como lo hago desde hace cuarenta y tres años. Parecía que mi instinto infantil no erró cuando me obligó a odiara mi padre, y estos cuarenta y tres años de impotente e insoportable deshonra han sido la venganza de la naturaleza estéril e irónica, por haber odiado a quien me dio la vida. Sí, por fin se comprometió Rosa Coldfield que, si no fuera por el techo y los deudos que le dejó su hermana, se hubiera convertido en una carga onerosa para la ciudad; pero ahora Rosa Coldfield, bien puedes llorarlo, lograste novio y no sabes guardarlo. Tú tenías razón, pero eso no basta para una mujer; preferible hubiera sido que no la tuvieras, en vez de querer al hombre que no debió aceptarla. Y eso es lo que ella no puede perdonarle: no se trata de la ofensa ni de que él la haya dejado, lo que no le perdona es su muerte.
      »Sí lo sé, lo sé; dos meses después, todos supieron que ella había hecho sus maletas (es decir, se volvió a poner el sombrero y el chal) y regresó a la ciudad para vivir sola en la casa donde murieron sus padres y donde, de tarde en tarde, Judit la visitaba y le llevaba el escaso alimento sobrante en el Ciento de Sutpen, que ella (la señorita Coldfield) sólo aceptaba a impulsos de la ciega necesidad, de la terca voluntad de vivir que late en la carne inexplicable y brutal. Dura necesidad, sí, porque la ciudad entera: labradores de paso por Jefferson, negros que se dirigían a su trabajo en la cocina de los blancos, la veían antes del amanecer juntando legumbres a lo largo de las verjas de las huertas, arrancándolas a través del cercado puesto que no tenía jardín propio, ni simientes que plantar en él, ni herramientas para labrar la tierra, y aunque supiera cómo se cultiva una huerta (sin otro aprendizaje que aquel año en el Ciento de Sutpen), no lo hubiera hecho. Alargaba la mano por las aberturas del cercado y arrancaba legumbres, ella a quien nadie hubiera negado la autorización para entrar en el huerto y proveerse de cuanto necesitaba, muchos hasta se hubieran ofrecido a cosechar para ella, puesto que el juez Benbow no era el único que dejaba, por la noche, cestas de provisiones ante su puerta. Pero ella no lo permitió jamás, ni siquiera se proveyó de un bastón para acercar las plantas a su mano: la longitud de su brazo extendido fue siempre el límite impuesto a sus raterías, y nunca lo violó. No salía antes del amanecer para evitar que la viesen robando, pues si hubiera tenido un servidor negro lo hubiera mandado en pleno día a buscar víveres donde los hubiese, poco le importaba su procedencia, exactamente como los héroes ecuestres de sus poesías enviaban a sus soldados.
      »Sí, Rosa Coldfield, bien puedes llorarlo, lograste novio y no sabes guardarlo; ya se lo contarán a usted, encontró un galán que la ultrajó, oyó algo que no podía perdonar, no tanto por las palabras mismas, sino por haber pensado semejante cosa de ella. Cuando lo oyó, comprendió, como si hubiese escuchado un trueno repentino, que esa idea estaba en su mente, había vivido allí días, semanas, meses quizá, y él la había contemplado a diario con esa idea en el cerebro sin que ella lo sospechara. Pero lo perdoné. Le dirán a usted lo contrario, mas la verdad es que lo perdoné; ¿por qué no? Nada tenía que perdonar, no lo perdí porque jamás fue mío: un fragmento de lodo putrefacto penetró en mi vida, me dijo cosas que jamás oí hasta entonces y nunca volveré a oír, y luego se alejó; eso es todo. Nunca fue mío; y mucho menos en el sucio sentido que tal vez usted dé a estas palabras y que yo, ciertamente, no les doy. Pero todo esto carece de importancia, no radicaba allí el filo del ultraje. Quiero decir que nada ni nadie lo poseyeron jamás; nunca se entregó a nadie, ni siquiera a Elena, ni siquiera a la nieta de Iones, porque no estaba articulado en este mundo. Era un espectro errante; era la ciega sombra, semejante al murciélago, que proyectaba su propio tormento a la luz de una linterna diabólica situada más abajo de la tierra y luego invertida y alejada; desde la tiniebla abismal y caótica hasta la caótica y abismal tiniebla completaba su descenso (¿advierte usted la gradación?), elíptico, aferrado con inútiles manos insustanciales a lo que había de salvarlo, de detener su caída: Elena (fíjese bien), yo, y, por fin, la hija sin padre de la única hija de Wash Jones, quien (según me dijeron) murió en un lupanar de Menfis; pero por último, encontró la liberación (si no el descanso y la paz) en el golpe de una hoz herrumbrada. También lo supe por tercera persona, aunque esta vez no fue Iones, sino alguien que tuvo la bondad de llevarme aparte y decirme que él había muerto. ,Muerto? —grité—. ¿Muerto tú? ¡Mentira , ¡no estás muerto, ¡el cielo no puede recibirte y el infierno no se atreve a darte albergue!”.
      Pero Quintín no escuchaba ya, porque había algo que no podía olvidar: aquella puerta, los pies veloces que subían la escalera como prolongando el eco de un lejano pistoletazo, las dos mujeres: negra una y blanca otra, esta última con su ropa interior (hecha con arpillera de sacos cuando había harina y con tela de cortinas cuando no la había), la pausa, los ojos que se dirigían hacia la puerta, la amarillenta masa cremosa de antiguo raso labrado y viejo encaje que reposaba sobre la cama, la joven blanca que la arrebataba de pronto y se la ponía delante, la puerta abierta bruscamente para dar paso al hermano, descubierta la cabeza, afilado y exhausto el rostro sin afeitar, revuelto el cabello cortado con el tosco filo de la bayoneta, remendado el descolorido uniforme gris y con la pistola al cinto; luego ambos, hermana y hermano, extrañamente parecidos como si la diversidad de sexo hubiese aguzado la sangre común hasta llegar a una similitud terrible, casi insoportable, comienzan a hablarse en breves frases implacables como bofetadas como si estuvieran frente a frente, pegándose por turno, sin hacer el menor esfuerzo por defenderse de los golpes.
      — Ahora ya no podrás casarte con él.
      — ¿Por qué no podré casarme con él?
      —Porque está muerto.
      — ¿Muerto?
      —Sí, yo lo maté.
      Él (Quintín) no podía olvidarlo. Ni siquiera la escuchaba, por eso dijo de pronto: — ¿Qué decía usted, señora?
      —Que hay algo en esa casa.
      — ¿En la casa? Es Clite quien…
      —No. Algo habita en ella. Ha estado allí por espacio de cuatro años y vive oculto en esa casa.



Capítulo VI

      La manga del abrigo de Shreve estaba húmeda de nieve y cubría su roja manaza enguantada, endurecida por el frío. En la mesa delante de Quintín, y sobre el texto abierto bajo la luz de la lámpara, apareció un sobre oblongo y blanco, con su sello familiar y borroso: Jefferson, 10 de enero de 1910, Misisipí. Lo abrió y leyó Mi querido hijo en la letra fina e inclinada de su padre, salida de aquel estío muerto y polvoriento durante el cual se había preparado para ingresar en Harvard, para que un día la letra de su padre reposara sobre una mesa extraña, a la luz de una lámpara, en Cambridge; aquel crepúsculo muerto, las glicinas, el aroma del cigarro, las luciérnagas, atenuadas desde el lejano Misisipí, llegaban a esta habitación extraña, a través de esa extraña nieve férrea de Nueva Inglaterra.
      Mi querido hijo:
      Ayer enterramos a la señorita Rosa Coldfield. Estuvo en estado comatoso por espacio de dos semanas y anteayer murió sin recuperar el conocimiento —según afirman— sin sufrimiento alguno; no sé qué quieren decir con ello, ya que siempre he creído que la única muerte indolora es aquella que, por decirlo así coge por sorpresa y ataca por la espalda a la inteligencia; puesto que, si la muerte es algo más que un breve y especialísimo estado de ánimo de quien está de duelo, ha de ser, asimismo, un breve y especialísimo estado de! sujeto. Pues bien, si hay algo doloroso para cualquier inteligencia que no sea la de un niño ola de un idiota, ello ha de ser el hecho de afrontar lenta y gradualmente lo que se le ha enseñado a través de largos años de terror e incertidumbre a considerar como un destino irrevocable y decisivo. No conozco nada peor. Y si logra el reposo o, al menos, cesa el dolor, en esa definitiva evasión de un ultraje terco y atónito que la ha acompañado durante cuarenta y tres años, cotidianamente, corno el pan y el fuego, tampoco lo sé…
      La carta estaba impregnada de aquella tarde de septiembre. Poco después, Quintín se vio obligado a explicar, a decir:
      —No, no se trata de una tía ni de una prima. Es Rosa, la señorita Rosa Coldfield, una anciana que murió joven, a raíz de una afrenta que recibió en el verano de 1866.
      Luego Shreve dijo:
      — ¡Cómo! ¿De manera que no estaba emparentada contigo? ¿Es posible que exista algún Bayardo o alguna Ginebra del Sur que no sea de tu familia? ¿Para qué murió entonces?
      Y tampoco era la primera vez que oía de labios de Shreve ni de labios de los demás estudiantes de Cambridge desde el mes de septiembre:
      —Cuéntanos cómo es el Sur; qué hace allí la gente; por qué viven allí; por qué siguen viviendo.
      Aquella tarde de septiembre… en que Compson acabó de narrar y él (Quintín) se alejó por fin de la voz de su padre porque había llegado el momento de partir, no porque lo hubiera escuchado, pues no prestó atención, ya que había algo que no podía olvidar: la puerta, la trágica fisonomía juvenil, delgada y autohipnotizada como el protagonista de una tragedia representada en el teatro de la escuela, un Hamlet académico que despierta de su hipnosis y recorre vacilante la escena polvorienta que han abandonado los demás actores muchos meses atrás; y la hermana que lo miraba por encima del traje de novia que jamás usaría ni lograría siquiera terminar. Luego ambos se golpean con doce o catorce palabras casi idénticas, que se repiten dos o tres veces, de manera que al fin quedan reducidas a ocho o diez.
      Y ella (la señorita Coldfield) tenía puesto el chal, tal como él lo previera, y el sombrero (negro antaño, pero hoy del color ahogado, duro y metálico de las plumas verdosas del pavo real) y el bolso negro casi del tamaño de un saco de noche, donde se agitaban todas las llaves de la casa: aparador, armario y puerta de la calle, llaves que apenas giraban en las cerraduras que podría abrir cualquier niño armado de una horquilla o de un trozo de goma de mascar, o no se adaptaban ya a sus cerraduras, como esos matrimonios maduros que nada tienen ya en común para hacer o conversar en compañía, salvo el aire que desplazan y respiran y la tierra olvidadiza y estable que soporta su peso. Aquella tarde, las doce millas tras una yegua obesa entre el polvo sin luna de septiembre; a lo largo del sendero, los árboles, en vez de lanzarse hacia el espacio, como todos los árboles, se agazapaban como inmensas aves; sus hojas encrespadas y abiertas parecían el plumaje de un ave fatigada y jadeante bajo el peso de sesenta días de polvo; los matorrales que bordeaban el camino estaban cubiertos de un polvo vulcanizado por el sol y, a través de la nube polvorienta que acompañaba el paso del carricoche, semejaban masas que se estiraban delicadas, rígidas e inmóviles hacia una perpendicular absoluta dentro de una antigua y muerta agua volcánica refinada hasta alcanzar el primer principio sin oxígeno de todo Líquido; y la nube polvorienta no se disipaba porque no la levantaba el viento ni la sostenía el aire: evocada, se materializó en torno de ambos, instantánea y eterna, cada pie cúbico de polvo correspondía a un pie cúbico de coche y caballo, peripatética bajo los horizontes velados entre el ramaje, horizontes de cielo negro, bajo, pesadamente tachonado de estrellas. La nube de polvo avanzaba con ellos, rodeándolos de un aura, no amenazante, pero sí previniendo, suave, casi amistosa, como si dijera en tono de advertencia:
      —Venid, si así lo queréis. Pero yo he de llegar primero; yo me acumularé ante vosotros para llegar primero, elevándome suavemente bajo los cascos y las ruedas, para que no encontréis vuestro objetivo; sino que lleguéis brusca y suavemente a una meseta y un horizonte de noche inofensiva e inescrutable. Entonces no tendréis otro recurso que desandar el camino y regresar; por eso os aconsejo que lo hagáis ahora. Volved y dejad en paz lo que es como es.
      Él (Quintín) hubiera obedecido, sentado allí en el carricoche, junto ala diminuta viejecita aferrada a su paraguas de algodón, con olor a carne femenina, carne anciana destilada bajo el calor y aroma de alcanfor destilado también por el estío en los repliegues de su viejo chal. Quintín se sentía, piel y sangre, como una lamparilla eléctrica, pues el carricoche no movía bastante aire para refrescarlo con su andar ni lograba hacer que sudara su piel, y pensaba: ¡Dios mío, haz que no lo encontremos, haz que no tratemos siquiera de encontrarlo, que no corramos el riesgo de molestar lo que esté allí!
      Aquí Shreve interrumpió:
      — ¡Espera, espera! ¡Entonces esa viejecita, esa tía Rosa…?
      —La señorita Rosa —dijo Quintín.
      —Bueno, bueno. Esa vieja señora, la tía Rosa…
      —La señorita Rosa, te repito.
      — ¡Está bien, hombre, está bien! Esa vieja… esa tía R… bueno, bueno, perfectamente… que no había estado allí ni puesto el pie en aquella casa durante cuarenta y tres años, ¡no sólo creyó que alguien se ocultaba allí, sino que encontró gente dispuesta a dar crédito a sus palabras y recorrer esas doce millas en un cochecito y al filo de la medianoche para cerciorarse del hecho!
      —Así es —dijo Quintín.
      — ¿Y esa vieja creció en una casa que parecería un mausoleo superpoblado, sin otro título a la vida que el odio alimentado contra su padre, su tía y su cuñado, esperando pacífica y tranquila que llegase el día en que ellos se demostraran a sí mismos y a los demás que ella había tenido razón? Y por eso, una noche, la tía se descolgó por una cañería para escaparse con un traficante de caballos, y así quedó demostrado que había tenido razón respecto a su tía. Otro día, el padre se encerró en el desván, clavando la puerta a sus espaldas, para evitar que lo alistaran en el ejército rebelde y se murió de hambre, y todo quedó solucionado, a excepción de la inevitable posibilidad de que, llegado el momento de admitir que ella había tenido razón, él no haya estado en condiciones de hablar o no haya tenido a quien confesarlo: pero quedó demostrado que había estado en lo cierto respecto a su padre, puesto que, si no hubiera exasperado al general Lee y a Jeff Davis, no habría tenido que encerrarse en el desván para morir allí, y si no hubiese muerto, no la habría dejado huérfana y desamparada, en situación de recibir aquella afrenta mortal. También tuvo razón en lo concerniente a su cuñado, pues si éste no hubiera sido un demonio, sus hijos no habrían menester de protección y ella no hubiera tenido que ir a vivir a esa casa donde la traicionó la vieja carne y donde, en lugar de desempeñar el papel de Casandra junto a un Agamenón viudo, se encontró con un Príamo envejecido y reumático para su entusiasta aunque inexperta Tisbe, un hombre capaz de acercarse a ella en esa suma demoníaca del mes de abril y sugerirle que podrían tener un hijo a manera de ensayo, y si resultaba varón, él se casaría con ella. No hubiera vuelto a la ciudad envuelta en la ráfaga inicial de horror e indignación para alimentarse de hiel y aserrín hurtados por la madrugada a través de los cercados vecinos. Por consiguiente, este último punto no quedó claramente demostrado jamás, y ella no pudo ni siquiera decirlo, a causa de aquella que fue su sucesora, no porque él le haya encontrado una sucesora al alcance de la mano y sin más trabajo que el de mirar en torno suyo, sin perder un día de tiempo; sino por ser esa mujer quien era. Ella jamás pudo haber tolerado una situación en la cual se viera obligada a rechazar los servicios que semejante sucesora fue considerada digna de desempeñar, aunque solo fuese por ese demonio. No, este punto no quedó demostrado jamás, porque cuando él reconoció, por fin, que había errado, ella vio plantearse el mismo problema de su padre; él moriría también, no cabe duda de que ella previó la hoz, aunque no fuera por otro motivo que el de adivinar en ese instrumento mortífero la afrenta postrera, como el martillo y los clavos del padre: esa hoz, lauro simbólico del triunfo cesáreo; esa hoz herrumbrada prestada por el mismísimo demonio al viejo Jones dos años atrás para cortar las malezas que crecían frente a la puerta de la casucha y alisar el sendero para la lascivia, esa hoja de metal mohoso, adornada por la vistosa cinta cotidiana o el collar de cuentas de vidrio, a fin de que la (¿cómo lo expresó ella? ¿Dijo algo más que «perra», pero es así?) caminara; esa hoz, detrás de cuya silueta simbólica, él continuó mofándose de ella, aun después de muerto, aun después de que la tierra ya no pudo seguir soportando su peso. —Sí —dijo Quintín.
      —Y este Fausto, este demonio, este Belcebú, huyó a esconderse, amedrentado por algún resplandor instantáneo del rostro airado de su Acreedor exasperado ya hasta el último limite, y se ocultó, se refugió en una vida seria, como el chacal se refugia en una grieta de las rocas…; así lo creía ella en un principio, pero de pronto comprendió que no se escondía ni quería hacerlo, que sólo le absorbía un postrer frenesí de perversidad y malicia, un ansia de hacer todo el daño posible antes de que el Acreedor la alcanzase al fin y para siempre. Este Fausto, que apareció un domingo con dos pistolas y veinte demonios secundarios y birló cien millas de tierra a un pobre indio ignorante y construyó allí la mansión más inmensa que imaginarte puedas y se fue con seis carretones para regresar luego con los cristales, gobelinos y sillas de Wedgewood destinados a alhajarla y nadie supo jamás si había robado algún vapor o, simplemente, se había contentado con desenterrar otra porción del antiguo botín. Ese hombre escondía bajo su traje y su sombrero de castor, cuernos y cola; un día eligió (la compró, se la birló a su suegro, ¡no es así?) una esposa, después de escrutar por espacio de tres años sus posibilidades, pesando y comparando, no entre las casas ducales de la región, sino entre los castellanos de menor cuantía y tan venidos a menos que no había peligro de que su esposa le trajera, a manera de dote, delirios de grandeza antes de que él estuviera preparado para satisfacerlos, pero no tan venida a menos que no pudiera impedir que ambos se extraviaran entre los tenedores, cucharas y cuchillos flamantes que acaba de comprar. Una esposa que, además de consolidar su refugio, le diese dos hijos que protegieran y guardaran en sí mismos y en su progenie los huesos frágiles y las cansadas carnes de un viejo, para el día en que el Acreedor lo acosase en su último reducto y le fuera imposible escapar a su poder; y así fue, la hija se enamoró, el hijo se constituyó en baluarte viviente entre él (el demonio) y la mano punitiva del Acreedor, hasta que un día se casase a su vez y lo asegurase en forma duplicada y completa. Entonces fue menester que el demonio se volviese, arrojase de su casa al prometido y a su propio hijo y, como si esto no fuese suficiente, hubo de corromper, hipnotizar y seducir al hijo para que desempeñase el papel de mano armada de un padre ofendido cuando amenazase el peligro de fornicación. Cinco años después, el demonio volvió de la guerra y halló cumplida y terminada la misión que había dispuesto: el hijo desaparecido para siempre bajo la sombra ominosa de un nudo corredizo, la hija condenada a perpetua soltería y, antes de bajar el pie del estribo, él mismo (el demonio) volvió a comprometerse para reemplazar una vez más aquella prole cuyas esperanzas acababa de aniquilar.
      —Sí —dijo Quintín.
      —Regresó a su casa y halló que se esfumaban sus esperanzas de descendencia por obra de sus hijos, vio su plantación en ruinas, estériles sus campos, densamente poblados de maleza y cargados de impuestos y contribuciones sembrados por los funcionarios de los Estados Unidos, halló que todos sus negros se habían ido (ya cuidaron de ello los «yanquis») y tú creerás que se dio por satisfecho. Pues no fue así: antes de bajar el pie del estribo, emprendió la tarea de restaurar su plantación y volverla a su prístino estado, como si quisiera engañar al Acreedor y ofuscarlo ocultándose tras el supuesto de que no había pasado el tiempo ni ocurrido cambio alguno a pesar de sus sesenta años, hasta que lograse procurarse una nueva prole que lo protegiese. Lo malo es que eligió para ese fin la mujer menos indicada del mundo, la que jamás lograría dominar, esa tía R… está bien, está bien, está bien… que lo odiaba y la había detestado siempre; y a pesar de todo, la eligió con una especie de bravata extraña, como si estuviese convencido de su invulnerabilidad, de ser irresistible, y esa convicción desesperada fuera parte del precio obtenido por aquello que vendió a su Acreedor, pues según las palabras de la anciana, carecía de alma. Pero le propuso matrimonio y fue aceptado; luego, pasados tres meses durante los cuales no mencionó una sola vez la fecha del futuro matrimonio y llegado el mismo día en que supo definitivamente qué porción de su tierra conservaría al fin, se acercó a ella y le propuso que engendraran juntos un par de perros: inventó con diabólica astucia lo que novios y maridos han tratado de inventar durante diez millones de años: algo que, sin perjudicarla ni darle pie para pleitos familiares o legales, expulsara violentamente a la diminuta mujer soñada de su palomar y la uniese definitivamente (mientras él, marido o prometido, se guarecía en lugar seguro antes de que ella recobrase aliento) al esqueleto abstracto del ultraje y la venganza. Lo dijo y quedó libre, libre para siempre de todo entremetido que quisiese inmiscuirse en sus asuntos, puesto que acababa de eliminar al único miembro vivo de la familia de su mujer; libre, puesto que el hijo había huido sin duda a Tejas, o a California, tal vez a Sudamérica; y la hija estaba condenada a perpetua soltería mientras él viviese, puesto que después poco importaba ya, en aquella casa ruinosa, cuidándole y alimentándole, criando gallinas y vendiendo huevos para procurarse los vestidos que ella y Clite no sabían hacer. Ya no había necesidad de que fuese nuevamente demonio, bastaba con ser el anciano loco e impotente que comprendía al fin que su sueño de restaurar el Ciento de Sutpen era, además de vano, inútil; pues lo que le quedaba jamás produciría lo suficiente para mantenerle junto con su familia. Y abrió su pequeña tienda en la encrucijada: allí vendía arados, hilos, percalina, petróleo, cintas y collares baratos a una clientela de negros manumitidos y una (¿cómo es la palabreja?, luna qué? ¡Ah, sí!, chusma) chusma de blancos. Jones era el dependiente, y quién sabe qué ilusiones se habrá forjado el anciano sobre la posibilidad de reconstruir su plantación con el dinero del comercio. Pero ya había escapado dos veces del peligro, salvado quizá por el Acreedor que puso a sus hijos frente a frente sin darles tiempo para tener descendencia, y tal vez pensó que no tenía derecho a ser libre y contrajo un compromiso, después decidió que no podía estar atado y lo deshizo, por fin dio media vuelta y resolvió comprar el acceso con cuentas, percales y caramelos de su propio comercio, de su propio escaparate.
      —Sí —dijo Quintín.
      Habla exactamente como papá — pensó, mirando durante un momento (con su fisonomía tranquila, reposada, curiosamente hosca) a Shreve, quien se inclinaba hacia la lámpara con su torso desnudo, rosado, reluciente y suave como la piel de un recién nacido, querúbico, casi lampiño; las dos lunas gemelas de sus gafas brillaban sobre su rostro rubicundo y redondo como la luna, y Quintín olía el cigarro y las glicinas y veía a las luciérnagas volar y titilar en el crepúsculo de septiembre—. Como papá, si éste hubiera sabido la noche antes de mi visita a aquel lugar lo que supo al día siguiente, cuando regresé. —Pensaba—: Viejo loco e impotente que comprendió al fin que había un límite al poder de hacer daño aunque fuese el poder de un demonio; que vio su situación semejante a la de la bailarina o el caballejo de circo, que comprenden que la melodía primaria a cuyo compás danzan no procede del violín o la trompeta o el tambor, sino del reloj o el calendario. Quizá se comparó a un viejo cañón gastado que comprende que sólo podrá disparar su última descarga antes de deshacerse en polvo a impulsos de su propio retroceso y de la furiosa explosión. Contempló el panorama que se extendía a su alrededor y vio al hijo desaparecido, más inaccesible para él que si estuviera muerto (si es que vivía) con un nombre diferente, por el cual le llamarían los extraños, y si alguna vez sembraba en una mujer extraña la simiente del dragón, la sangre de los Sutpen, su prole continuaría la tradición, y, bajo otro nombre, haría el mismo daño y las mismas felonías entre gentes que jamás oirían el nombre de Sutpen. Y la hija, condenada a perpetua soltería, había elegido ya ese destino antes de que hubiese un hombre llamado Carlos Bon, puesto que la tía que vino a traerle consuelo en su soledad y en su dolor no halló lo uno ni lo otro; sino un rostro sereno, absolutamente impenetrable entre un vestido de guinga y una capota, frente a una puerta cerrada primero y luego, entre una nube de polluelos, mientras Jones fabricaba el ataúd; el mismo rostro que mostró durante todo el año que la tía vivió en la casa, cuando las tres mujeres hilaban sus ropas, cultivaban las verduras que les servían de alimento y cortaban la leña con que habían de cocerlas (para no mencionarla ayuda de Jones, que vivía con su nieta en la pesquería abandonada, con su techumbre desvencijada y su porche ruinoso contra el cual la hoz, la hoz herrumbrada que Sutpen le prestaría un día para cortar los hierbajos que crecían delante de la puerta y que al fin le obligó a usar, aunque no para cortar malas hierbas, hierbas vegetales al menos, permanecería apoyada por espacio de dos años) y siguió usando después que la indignación de la tía la arrastró de nuevo a la ciudad, a vivir de legumbres robadas y canastos anónimos que le dejaban, durante la noche, sobre los escalones de su casa. Allí vivieron las tres: ambas hijas, la negra y la blanca, y la tía, a doce millas de distancia, todas contemplando desde sus casas al viejo demonio, al Fausto desesperado y varicoso que se jugaba su último triunfo, en el momento en que la mano del Acreedor se posaba ya sobre su hombro, atendiendo su pequeño comercio que le procuraba el pan y la carne, regateando interminablemente con blancos y negros misérrimos rapaces por una moneda, el que en otros tiempos pudo galopar diez millas en cualquier dirección sin cruzar sus propios linderos. Y utilizó, sacándolos de su mezquino surtido, cintas baratas, cuentas de vidrio y caramelos viejos de colores chillones, hechizos con que hasta un viejo puede seducir a una muchacha campesina de quince años, para deshonrar a la hija de su socio, de ese Jones, hombre blanco perezoso y minado por la malaria, a quien, catorce años atrás, había dado permiso para instalarse con su nietecita de un año en la pesquería abandonada. Jones, socio, portero y dependiente que, obedeciendo la orden del demonio, sacó del escaparate, con sus propias manos, dulces, cintas y collares y midió la tela con la cual Judit (que nunca estuvo de duelo y, por lo tanto, no lloró) ayudó a la nieta a cortar un vestido que le permitiera pasar junto a los ociosos que la miraban con gestos despectivos y burlones, hasta que su vientre hinchado reveló su vergüenza o, tal vez, su temor. Jones, que antes de 1861 no se atrevió jamás a aproximarse a la puerta principal y que, en los cuatro años siguientes, no llegó sino a la puerta de servicio y eso sólo en los escasos días en que traía pescado, piezas de caza y verduras para la mujer y la hija del seductor futuro (y Clite, la única servidora de color, la que le cerraba el paso en la puerta de la cocina cuando quería entrar con sus vituallas), pero que ahora penetraba en la misma casa todas las tardes (que eran muchas) en las que el demonio, a fuerza de blasfemar, vaciaba el comercio de clientes y luego, cerrando la puerta, se dirigía al fondo de la casa; y en el mismo tono con que ¡rabiaba a su asistente o a sus criados, cuando los tenía, y en el cual sin duda ordenó a Jones que trajera las cintas, los dulces y collares que estaban en el escaparate, le mandaba que trajese la jarra, y ambos… (ahora Jones se sentaba, él que, en los viejos tiempos, las viejas tardes domingueras de monótona tranquilidad que pasaban en el patio trasero, bajo el emparrado, tendido el uno en la hamaca mientras Jones, en cuclillas junto al poyo se levantaba de rato en rato y llenaba el vaso del demonio con el líquido contenido en la damajuana y el cubo de agua de manantial que buscaba en la fuente, a más de una milla de distancia; luego volvía a ponerse en cuclillas riéndose bajito y repitiendo «SG señor Tom» cada vez que el demonio se detenía). Ahora ambos bebían por turno del jarro y a menudo el demonio no se sentaba siquiera; sino que, después de la tercera o segunda libación, caía en un estado de impotente y furiosa rebelión de anciano, y poniéndose de pie, vacilante, ordenaba a gritos que le trajeran su caballo y sus pistolas para ir solo a Washington a matar a Lincoln (cuando ya era un año demasiado tarde) y a Sherman, y clamaba: «;Matadlos! ¡Matadlos como perros que son!», y Jones: «Sí, coronel, sí»; y lo sujetaba cuando estaba a punto de desplomarse. Luego, requisaba el primer carromato que pasara y lo llevaba hasta la casa; subía las gradas y llamaba a la puerta principal, esa puerta despintada cuyo montante había sido importado, cristal por cristal, de Europa, y que Judit mantenía abierta sin mover un músculo de su sereno rostro helado, el que mostraba desde hacía cuatro años. Después subía la escalera y lo acostaba como si fuera un nene, y se echaba en el suelo junto a la cama, pero no para dormir, pues antes de amanecer el hombre yacente se quejaba, inquieto, y Jones se apresuraba a decir: «Aquí estoy, coronel. Tranquilícese. No nos han vapuleado aún, ¿eh?». Este Jones que, cuando el demonio se alejó al frente de su regimiento, en la época en que su nietecita apenas contaba ocho años, decía a la gente que «cuidara de la casa y de los esclavos del mayor», sin darles tiempo a preguntarle por qué no se había ido con el ejército, y que hasta llegó a creer su propia mentira con el tiempo; él, que estuvo entre los primeros que salieron al encuentro del demonio y le dijo, allá en el portón: «Y bien, coronel, nos mataron, pero no nos vapulearon todavía, ¡eh?», el que trabajó y sudó a las órdenes del demonio durante ese primer período furioso en el cual el demonio creyó poder restaurar el Ciento de Sutpen a fuerza de pura voluntad indomable, ese Ciento que recordaba y estaba perdido para siempre. Jones, que trabajó sin esperanza de salario o recompensa alguna, que vio mucho antes que el demonio (antes de que éste lo admitiera, al menos) que la empresa era desesperada, ese ciego Jones que todavía contemplaba en ese harapo furibundo y lascivo, la hermosa estampa del hombre que se fue al galope en su corcel de pura sangre, a través del territorio cuyos límites no podían divisarse juntos desde ninguna atalaya.
      —Si —dijo Quintín.
      Y llegó la mañana de un domingo y el demonio salió antes del amanecer. Judit creía saber el motivo de su excursión, pues aquella mañana el corcel negro que lo llevó a Virginia había tenido un potrillo de su compañera Penélope; pero no era el potrillo lo que atraía aquella mañana al demonio, y transcurrió una semana antes de que dieran con la vieja comadrona negra que aquella madrugada, sentada en cuclillas ante la cama mientras Jones permanecía en el porche, donde la hoz herrumbrada se apoyaba desde hacía dos años contra la pared, lo oyó todo y pudo referirlo. Oyó el galope del caballo, y luego entró el demonio y se acercó al jergón con la fusta en la mano, y contemplando a la madre con el recién nacido dijo: «Pues bien, Emilia, lástima que no seas una yegua como Penélope. En ese caso, podría ofrecerte un buen lugar en el establo». Dio media vuelta y se fue, pero la negra acurrucada allí, oyó las voces, la suya y la de Jones: «Retírate. No me toques, Wash», «Voy a tocar a usted, coronel»; y oyó el zumbido de la fusta, pero no el de la hoz, el aire no vibró, no sonó un golpe, nada, pues aquello que consuma el castigo provoca un grito, mas lo que evoca el silencio eterno acontece silenciosamente. Aquella noche lo encontraron por fin y lo sacaron en un carromato que lo llevó, inmóvil y ensangrentado; su barba entreabierta dejaba ver los dientes (su barba no había encanecido casi, aunque tenía los cabellos blancos), que brillaban al fulgor de las teas de pino y las linternas. Subieron el cadáver por la escalinata y lo condujeron al interior, mientras la hija, con un rostro sin lágrimas, petrificado, abría la puerta a aquel que otrora llegara a galope tendido hasta la iglesia y que ahora volvió a hacerlo con la diferencia de que, terminada la función no llegó a penetrar en ella: pues la hija resolvió que fuese conducido, antes de regresar al bosquecillo de cedros donde reposaría para siempre, a la misma capilla metodista donde se bendijeron sus bodas con Elena. Judit contaba ya treinta años y representaba más edad; envejecía pero no como envejecen los débiles: o encerrados en una hinchazón estática de carnes sin vida, o a través de una serie de descensos escalonados en los cuales las partículas no adhieren a un esqueleto férreo e inmutable; sino unas a otras, en una suerte de olvidadiza y estúpida vida propia, como una colonia de cresas. Su decadencia se asemejaba a la del demonio: como él, se condensaba en acongojada emersión de los indómitos huesos primarios, suavizados momentáneamente; pero nunca ocultados por la ligera aureola eléctrica de la juventud y sus suaves carnes coloreadas. Esa solterona con sus informes ropas cosidas en casa, sus manos capaces de vender huevos y trazar un recto surco con el arado, pidió prestada una yunta de mulas para tirar del carretón, y así viajó él hasta la iglesia, al galope, en su ataúd hecho en casa, de uniforme, sable y guanteletes bordados, hasta que las jóvenes mulas se espantaron, derribaron el carromato y enviaron a él con sable, penacho y todo lo demás a una cuneta de donde lo sacó su hija, quien lo llevó luego al bosquecillo de cedros y leyó ella misma el responso. Y esta vez tampoco hubo lágrimas ni duelo, quizá porque no había tiempo para ello; Judit tomó entre manos el comercio hasta que encontró un comprador que le hizo una oferta ventajosa. La tienda permanecía cerrada, pero ella llevaba en el bolsillo del delantal las llaves, y cuando llegaba algún parroquiano, la llamaba desde la cocina, la huerta o el mismo labrantío; pues ahora, desaparecido Jones, ella y Clite hacían todas las faenas del campo. (En efecto, Jones siguió el camino del demonio doce horas más tarde, aquel mismo domingo; y tal vez con el mismo rumbo; quizás Ellos tuvieran allí un parral para los dos, donde no los dividieran ambiciones, fornicación, venganzas o necesidades, tal vez ni siquiera bebían, echaban algo de menos, de cuando en cuando, sin comprender muy bien de qué se trataba, plácidos, tranquilos, indemnes al tiempo y a los cambios atmosféricos. Sólo de tarde en tarde pasaría algo como una brisa, una sombra, y el demonio callaría un momento y Jones dejaría de dar risotadas, y ambos se mirarían serios, interrogantes, y el demonio preguntaría: «¿Qué ha sido eso, Wash? Algo ha sucedido, ¿qué ha pasado?»; y Jones, mirándolo siempre serio y pensativo respondería: «No losé, coronel. ¿Qué habrá sido?», y los dos se mirarían. Luego la sombra se esfumaría, callaría el rumor del viento hasta que Jones, sereno y sin el menor asomo de triunfo, dijera. «Podrán habernos matado, pero no nos han vapuleado todavía, ¿eh?».) La llamaban mujeres y chicos con cubos y cestas, y entonces ella o Clite abrían la puerta de la tienda, despachaban al cliente y volvían a cerrar con llave para volver a sus tareas. Por fin, vendió la tienda y gastó el dinero en una lápida.
      — ¿Cómo fue la cosa? —Dijo Shreve—. Me contaste algo, tú y tu padre salisteis a cazar codornices cierto día nublado; había llovido toda la noche y los caballos no podían cruzar la zanja, por lo cual bajasteis y disteis las riendas a… ¿cómo se llamaba?, ¿el negro de la mula? Luster…, a Luster, para que las hiciera dar la vuelta al zanjón.
      Padre e hijo cruzaron, y la lluvia comenzó a caer de nuevo, sólida, gris y silenciosa. Quintín no se había percatado aún del sitio en que se hallaban, pues había cabalgado con la cabeza baja para protegerse de la llovizna, y de pronto levantó los ojos hacia la cuesta que se elevaba ante ellos hasta que el amarillo juncal moría entre la lluvia como una cascada de oro en fusión y divisó el bosquecillo, el puñado de cedros en lo alto de la colina, desvaídos entre la Lluvia como si fueran árboles dibujados con tinta sobre un secante húmedo… Tras aquellos cedros, tras los campos desiertos que se extendían detrás de la colina, se levantaba el macizo de robles y la gran casona gris, desierta, ruinosa, a media milla de distancia. Compson se había detenido para esperar a Luster, que llegaba cabalgando sobre su mula (con el saco de estopa, que usaba a guisa de montura, enrollado en torno de su cabeza y las rodillas levantadas), y llevando a los caballos a lo largo de la cuneta hasta encontrar un vado.
      —Mejor será que tratemos de guarecernos de la lluvia —dijo Compson—. De cualquier modo, Luster no se acercará a más de cien metros de esos cedros.
      Subieron la cuesta; era imposible ver desde allí a los dos perros, sólo se veía a lo largo del seto una larga línea rala desde la cual los guardianes vigilaban la barranca, hasta que uno de ellos volvió la cabeza para mirar atrás. Compson señaló con un gesto la arboleda a Quintín, que lo seguía. El paraje protegido por los cedros estaba oscuro, más oscuro aún que la claridad grisácea de afuera. Contemplaban la lluvia serena cuyos tenues glóbulos se posaban como perlas sobre el cañón de las escopetas, y las cinco lápidas como goterones no solidificados de cirios fríos, depositados sobre el mármol: dos chapas pesadas, convexas, y otras tres un tanto inclinadas; de cuando en cuando, la débil claridad que las gotas de lluvia acarreaban, partícula por partícula y ponían en libertad, hacía legible una borrosa letra y hasta una palabra entera.
      Pronto llegaron los dos perros, silenciosos como el humo, empapado de humedad el pelaje, enroscado, en busca de calor, en una bola al parecer sólida e inseparable. Las dos lápidas planas se habían resquebrajado bajo su propio peso (en el hueco donde se quebró la cámara subterránea de ladrillos, desaparecían las huellas de un animalejo, probablemente un topo, de generaciones de bestezuelas, pues hacía mucho que en el sepulcro no quedaba nada que comer), pero la inscripción era claramente legible:
      Elena Coldfield de Sutpen. Nació el 9 de octubre de 1817. Murió el 23 de enero de 1863.
      La otra decía:
      Tomás Sutpen, coronel del 23 de infantería de Misisipí, C. S. A. Murió el 12 de agosto de 1869.
      Esta última fecha había sido agregada posteriormente con toscos rasguños de cincel; ni siquiera muerto dejó saber cuándo y dónde había nacido.
      Quintín miró las piedras sepulcrales en silencio, pensando: No dice «amada esposa de». No, sólo Elena Coldfield de Sutpen.
      En voz alta añadió:
      Parecería imposible que en 1869 tuviera dinero suficiente para comprar lápidas de mármol.
      Las compró él mismo —dijo Compson—. Compró las dos cuando el regimiento estaba en Virginia y Judit le envió la noticia de la muerte de su madre. Las hizo traer de Italia, las mejores, las más finas: completa la de su mujer y la suya con la fecha en blanco; hizo esto mientras estaba en el ejército que, además de tener el más alto porcentaje de mortalidad de ejército alguno de este mundo, acostumbraba elegir una nueva plana de oficiales cada año (según este sistema, podía llamarse a la sazón coronel, ya que había sido votado el último verano, en ocasión de la destitución de Sartoris), de manera que bien pudo haber sucedido que, antes de recibir su cargo, él estuviera ya bajo tierra sin otro monumento funerario que un mosquete roto clavado en el suelo; o bien podría haberse convertido en teniente o en soldado raso, siempre que sus hombres tuvieran el valor necesario para destituirlo. Y, a pesar de todo, no sólo hizo traer las lápidas, sino que las pagó, logró que entraran burlando el severísimo bloqueo de la costa atlántica, tan estricto que los navieros sólo aceptaban como cargamento pertrechos bélicos.
      A Quintín le parecía verlos: los batallones, harapientos y descalzos, muertos de hambre; los rostros escuálidos ennegrecidos por la pólvora que lo miraban por encima de hombros en jirones; los ojos relucientes, donde ardía una indomable desesperación de resistencia, contemplaban un océano oscuro y prohibido, surcado por un hosco navío solitario y sin luces en cuyas bodegas había un precioso hueco de dos mil libras de espacio que no contenía balas ni comestibles, sino una piedra pomposa e inerte que, por espacio de dos años, formaría parte de la vida del regimiento, lo seguiría a Pensilvania, estaría presente en Gettysburg, y recorrería en un pesado carromato, conducido por el servidor particular del demonio, pantanos, llanuras y gargantas montañosas.
      Y el regimiento acomodaría su paso al del carromato, los escuálidos hombres famélicos y los escuálidos caballos exhaustos, metidos hasta la rodilla en barro helado o nieve seguirían, resoplando y maldiciendo, llevándola a fuerza de imprecaciones a través de ciénagas y matorrales como si fuera una pieza de artillería, tratando a las dos lápidas de «el coronel» y «la señora del coronel». Luego pasaron por la garganta de Cumberland y atravesaron las montañas de Tennessee, viajando de noche para eludir las patrullas norteñas, y llegaron a Misisipí al terminar el otoño de 1864.
      Allí esperaba la hija a quien le fuera negado el derecho de casarse y que el próximo verano sería ya una viuda, aunque sin duelo; allí estaba su mujer muerta y el hijo autoexcomulgado y desterrado. PI colocó una de las lápidas sobre el sepulcro de Elena y la otra en mitad del vestíbulo de su casa, donde es posible (indudable, quizá) que la señorita Coldfield la haya contemplado día tras día como si fuera su retrato, leyendo tal vez (con toda seguridad) en su inscripción más esperanzas juveniles y anhelos virginales de las que había confesado a Quintín; pues jamás le habló de la lápida, él (el demonio) bebió el café hecho con maíz tostado y comió el tosco pan que Judit y Clite prepararon para él y depositó un beso en la frente de su hija diciendo:
      —Está bien, Clite.
      Volvió a la guerra, en el espacio de veinticuatro horas. Le parecía verlo como si hubiera estado allí. Y luego pensó: No; si hubiese estado allí, no lo habría visto con tal claridad.
      —Pero ¿y las otras tres? —preguntó—. ¿Deben de haber costado mucho dinero también?
      — ¿Quién crees tú que pudo pagarlas? —preguntó Compson. Quintín sintió su mirada que lo estudiaba—. Piensa.
      El joven miró las tres lápidas idénticas, con sus borrosas inscripciones idénticas, tumbadas entre los blancos montones húmedos de hojas de cedro en descomposición. Mirándolas de cerca, las letras eran todavía legibles:
      Carlos Bon.
      Nacido en Nueva Orleans, Luisiana. Muerto en el Ciento de Sutpen, Misisipi, el 3 de mayo de 1865, a los 33 años y 5 meses de edad.
      Sentía los ojos de su padre que no miraban.
      —Ella las compró —dijo— las compró con el producto de la venta del comercio. —Sí —repuso Compson.
      Quintín tuvo que inclinarse y apartar un montón de agujas de cedro para leer la segunda inscripción. Uno de los perros se acercó a él y adelantó la cabeza para ver qué buscaba, como si hubiera sido un ser humano; como si —a fuerza de estar con los hombres— hubiera adquirido esa curiosidad que es patrimonio de monos y hombres exclusivamente.
      — ¡Vete! —dijo, alejando al perro con una mano mientras apartaba con la otra las agujas caídas de los cedros, y leyó la siguiente inscripción desvaída:
      Carlos Esteban Saint-Valery Bon. 1859-1884
      Mientras su padre lo contemplaba y, antes de erguirse nuevamente, notó que la tercera lápida llevaba la misma fecha: 1884.
      —Esta vez no puede haber sido la tienda —dijo—, puesto que ella la vendió en 1870;y, además, 1884 es el mismo año de su muerte. —Y pensaba qué terrible hubiera sido para ella tener que escribir: Amado esposo de en aquella primera piedra.
      — ¡Ah! —Dijo el padre—. De ésa se ocupó tu abuelo. Un día Judit vino a la ciudad y le trajo una parte del dinero, adquirido no se sabe dónde, a menos que se tratara del remanente de la venta del comercio que mi padre le había negociado. Le trajo el dinero y el texto de la inscripción (sin la fecha, como es natural), tal como la vez allí, durante esas tres semanas que Clite pasó en Nueva Orleans buscando al niño para traérselo a su vuelta, aunque tu abuelo no lo sabía. Trajo el dinero y la inscripción, pero no de ella, sino la de él.
      — ¡Oh! —exclamó Quintín.
      —Sí, las mujeres de aquel tiempo llevaban vidas hermosas. Vidas divorciadas e irrevocablemente excomulgadas de la realidad. Por eso, aunque su muerte, el instante de su disolución, carezca de importancia para ellas (que están dotadas de un valor y una fortaleza tales ante el dolor y la muerte que, en comparación, el más espartano de los varones parece un niño tembloroso), sin embargo, los funerales, las tumbas, las mezquinas afirmaciones de espuria inmortalidad erigidas sobre su sueño les parecen de inmensa importancia. Una de tus tías (tú no la recuerdas porque ni siquiera yo la conocí, y sólo conozco la anécdota de oídos) hubo de someterse a una seria operación y, convencida de que no sobreviviría, aunque su única parienta era una mujer de la cual estaba separada por una de esas amargas e inexplicables (para nuestra mentalidad masculina) enemistades amistosas que suelen mediar entre mujeres de la misma estirpe, no tuvo otra preocupación que librarse de cierto vestido de seda color castaño que nunca le había gustado, cosa que no se ocultaba a su parienta. Quiso que lo quemaran, no que lo regalaran; sino que lo quemaran en el fondo de la casa, bajo una ventana desde la cual, irguiéndose en la cama (y sufriendo espantosos dolores) presenció la operación; porque estaba persuadida de que, si no lo hacía, su enemiga la enterraría con él.
      —Y murió al fin? —preguntó Quintín.
      —No; en cuanto vio consumirse el vestido, se inició su mejoría. Soportó la operación y sobrevivió muchos años a su parienta. Luego, una tarde, murió apaciblemente, sin enfermedad alguna, y la enterraron vestida con su traje de novia.
      — ¡Oh! —dijo Quintín.
      —Así es; pero hubo una tarde de verano, en el año 1870, en que una de estas tumbas (en aquella época sólo había tres) fue regada por lágrimas verdaderas. Tu abuelo lo vio; fue el año que Judit vendió el comercio y tu abuelo la asesoró en esa venta, y cierta tarde vino a caballo para hablarle del asunto, en el cual sirvió luego de testigo; esa tarde lo presenció: el intermedio, el desfile brillante y ceremonioso de la viudez. No sospechó en aquel instante cómo había llegado hasta aquí la cuarterona, cómo hizo Judit para encontrarla y comunicarle la noticia de la muerte de Bon. Pero allí estaba, con su hijo de once años que parecía tener ocho. La escena semejaba, sin duda, uno de los paisajes de jardín que describe el poeta irlandés Wilde: el ocaso, los cedros oscuros iluminados por los horizontales rayos del sol, porque hasta la iluminación era adecuada, los tres mármoles (tu abuelo le había adelantado a Judit la suma necesaria para comprar el tercero, sobre el producto de la venta) como si los hubiera lustrado y arreglado un cuerpo de escenógrafos del teatro que, al ponerse el sol, volverían para llevárselos, huecos, frágiles y ligeros, al depósito, hasta que fuesen nuevamente necesarios. La exhibición, la escena, el acto que se representaba: la mujer con su rostro de magnolia, un poco más rolliza ahora, mujer creada por y para la penumbra, vestida como la hubiera pintado el artista Beardsley, con una suave túnica flotante que no indicaba duelo ni viudez, sino que vestía un intervalo de ansia soñolienta, fatal e insaciable, un hambre apasionado e inexorable de la carne, caminando bajo la sombrilla de encajes, seguida por una gigantesca negra que llevaba un almohadón de raso en una mano y de la otra al niño, ese niño que no sólo parecía vestido, sino dibujado por Beardsley: delgado, delicado, con una carita suave, marfileña, asexual; que cuando su madre entregó la sombrilla ala negra y se arrodilló sobre el almohadón y arregló los pliegues de su falda y lloró, no se apartó durante un instante del delantal de la negra, sino que se quedó quietecito, pestañeando. Ese niño, nacido y educado en una especie de prisión de raso iluminada por cirios siempre velados, respirando, en lugar de aire, la lechosa emanación casi física que irradiaban los días y horas de su madre, no estaba habituado a ver la luz del sol y mucho menos el campo, los árboles, el césped y la tierra, nada digamos de aquella otra mujer, Judit —(La cual, corno nunca estuvo de duelo, no tenla ninguna necesidad de llorar —pensó Quintín diciéndose—: Si, he escuchado demasiado tiempo), parada allí muy cerca de los cedros, con su vestido de percal y la capota haciendo juego, ambos descoloridos e informes, el rostro sereno, las manos que sabían cocinar, arar, cortar leña y tejer paño, cruzadas ante el pecho, en la actitud indiferente de un cicerone de museo que aguarda sin mirar siquiera. La negra se acercó para entregar a su ama un frasquito de cristal lleno de sales aromáticas, la ayudó a levantarse y, tomando el almohadón, alcanzó la sombrilla ala cuarterona mientras el niño permanecía aferrado a su delantal. Luego se alejaron rumbo a la casa, la negra sosteniendo a su ama desfalleciente y Judit detrás, con su marmóreo rostro de máscara, Llegaron al ruinoso porche y entraron en la mansión donde Clite cocinaba el pan de maíz y los huevos que les servían de alimento.
      »Se quedó una semana, y la pasó en la única habitación de la casa en cuya cama quedaban todavía sábanas de hilo; pasó la semana acostada, con sus nuevos saltos de cama de seda y encaje teñidos en suave lila y violeta del luto, con la alcoba oscurecida e impregnada, tras las cerradas celosías, del pesado olor desmayado de su carne, sus días, sus horas, sus ropas, el agua de colonia que humedecía sus sienes, el frasquito de sales que la negra alternaba con el abanico mientras permanecía sentada junto al lecho, o iba y venía desde la puerta recibiendo las bandejas que Clite le entregaba. Clite subía y bajaba la escalera, obedeciendo las órdenes de Judit; aunque comprendía perfectamente, sin que su ama se lo dijese, que estaba sirviendo a otra negra, y a pesar de todo la servía y hasta encontraba tiempo para salir de la cocina de cuando en cuando y recorrer las habitaciones de la planta baja buscando a ese raro niñito solitario que permanecía sentado horas enteras en una silla de la biblioteca, en la penumbra, con sus cuatro hombres y su decimosexta parte de sangre de color y su costoso trajecito esotérico de Pequeño Lord Fauntleroy, que contemplaba con atónito terror fatalista a aquella mujer hosca color café que se acercaba a la puerta con los pies descalzos y lo miraba, y en vez de darle bollos le daba toscas rebanadas de pan de maíz untado con mezcla (y subrepticiamente, no porque temiera las protestas de la madre o de la dueña, sino porque no había en la casa víveres suficientes para comer entre horas). Le daba, le alargaba con contenida ferocidad la tosca golosina; y una tarde en que lo sorprendió jugando con un chiquillo negro de su misma edad en la carretera, más allá del portón, maldijo al negrito, hasta que se alejó, con mortífera e implacable violencia y envió al otro a la casa con una voz tan desprovista de ira o reprobación que, por ello mismo, parecía mucho más helada y terrible.
      »Sí, Clite, que el último día permaneció impasible junto al carretón y siguió a la segunda procesión rumbo al sepulcro con el almohadón, la sombrilla y la botellita de sales, antes de que madre, niño y dueña partieran rumbo a Nueva Orleans. Tu abuelo no supo jamás si fue ella, Clite, quien vigiló, se mantuvo en contacto y aguardó a que llegara el momento, la hora en que el muchachito quedase huérfano y fue personalmente a buscarlo o si fue Judit quien veló y aguardó y envió a Clite en aquel invierno, pues corría el mes de diciembre de 1871. Clite, que jamás se había alejado del Ciento de Sutpen en su vida más allá de Jefferson, tuvo que hacer sola el viaje a Nueva Orleans y volver con el niño, que ahora tenía doce años y representaba diez, vestido con uno de sus trajes Fauntleroy que ya le quedaba chico; pero también con un amplio gabán que ella le compró en la ciudad (y le obligó a usar, no se sabe si para defenderlo del frío o no, según decía tu abuelo) y un paquete que contenía todo el resto de sus posesiones. Ni él hablaba inglés, ni ella sabía una palabra de francés; y, sin embargo, se las compuso para buscarlo y encontrarlo en una ciudad francesa, y se lo trajo consigo.
      »;Pobre niño, con su rostro que no era el de un viejo; pero que carecía de edad, como si jamás hubiese tenido infancia, no en el sentido en el cual la señorita Rosa Coldfield dice no haber tenido infancia, sino como si no hubiera nacido de seres humanos, sin que hubiera sido creado sin intervención de varón ni dolor de mujer, como si ningún ser humano lo hubiese dejado huérfano!
      »Tu abuelo decía que nadie se preguntaba qué había sido de la madre: a nadie le importaba; muerte, fuga o casamiento, ella no pasaría de una metamorfosis a otra (disolución o adulterio) llevándose todos los viejos años acumulados que llamamos “recuerdo”, el yo reconocible; sino que se transformaría de una etapa a otra como la mariposa al salir de su crisálida, sin llevar lo que fue a lo que es, sin dejar atrás nada de lo que existe; pasando completa, intacta y dócil al próximo avatar como la rosa abierta o la magnolia saltan de una opulenta primavera a la otra, sin dejar huesos ni sustancias ni polvo de lo que fuera su muerta entrega prístina, opulenta y sin alma, en cualquier punto situado entre el sol y la tierra.
      »El niño había nacido, completo y libre de todo microbio, en esa completa y perfumada selva de sedas recatadas, como si fuera el espíritu simbólico, perverso y delicado, página inmortal del antiguo Lilith inmortal; y entró al mundo, no cuando contaba un segundo, sino al cumplir los doce años, con las delicadas ropas de su vida de paje semiocultas ya bajo el férreo e informe abrigo cortado por un duro patrón y vendido por millones…, irónico uniforme y atavío de la trágica farsa de los hijos de Cam. Era frágil, silencioso, ni siquiera hablaba inglés; lo sacó repentinamente de la catástrofe en la que naufragó la única vida que hasta entonces había conocido una mujer a quien había visto una sola vez, con una mezcla de temor y desconfianza, sin poder huir de ella, y tuvo que obedecerla, indefenso y pasivo, en un estado que debe de haber sido mezcla inconcebible de horror y confianza; ya que, aunque ni siquiera podía dirigirle la palabra (viajaron toda esa semana en el vapor, entre los fardos de algodón de la cubierta de carga, comiendo y durmiendo entre los demás negros, y no pudo decir a su compañera cuándo tenía hambre y cuándo sentía alguna necesidad física), y sólo pudo sospechar a dónde lo llevaba, sin certidumbre alguna, al adivinar apenas que todo cuanto conoció se desvanecía en torno de ella como una nube de humo. Y, sin embargo, no opuso resistencia; volvió silencioso y dócil a aquella casa ruinosa que había visto una vez, donde habitaba la fiera mujer pensativa que vino en su busca junto con la serena mujer blanca que nada tenía de ardorosa, que sólo era serena, apacible, que no tenía nombre en su cerebro y que, no obstante, estaba tan íntimamente ligada a él que poseía el único lugar de la tierra donde había visto llorar a su madre.
      »Traspuso aquel umbral extraño, esa frontera irrevocable, nadie lo arrastró ni lo obligó; pero tras él lo impulsaba la presencia severa e implacable de alguien que lo hacía entrar en esa mansión paupérrima y desnuda, en la cual sus ropas de seda, sus medias y zapatos finos, su camisa bordada, únicos restos de su vida anterior, se desvanecieron, abandonaron sus brazos, piernas y tronco como si estuviesen tejidas de ilusiones o de volutas de humo. Si., durmió en el catre junto a la cama de Judit, junto a esa mujer que lo trataba con bondad fría, impersonal y constante, más descorazonadora todavía que la ardiente vigilancia inflexible de la negra que, movida por una humildad invencible y espuria, dormía aún sobre un jergón, en el suelo. Y, entre las dos, el niño yacía insomne, sumido en un hiato de desesperación pasiva, sintiendo la presencia de la mujer de la cama, cada una de cuyas acciones y miradas, cuyas mismas manos en el instante en que tocaban su cuerpo infantil parecían perder todo el calor e irradiar una fría antipatía implacable; y la presencia de la mujer del jergón, a quien ya consideraba como una fiera delicada, sin fauces ni espolones, agazapada en una jaula tratando de fingir una ferocidad que no tenía para con el ser humano que le daba su alimento (y tu abuelo decía: “Dejad que los niños vengan a mí”. ¿Qué quería decir Él con tales palabras? Si es que quería decir que hay que permitir a los pequeñuelos que se acerquen a Él, ¿qué clase de tierra es ésta que ha creado? Y si los niños han de sufrir para poder acercarse a Él: ¿cómo será entonces su Paraíso?), que le alargaba los manjares que, según él mismo comprendía, era lo mejor que había en la casa, alimentos preparados para él a costa de grandes sacrificios, ansias y odios sin cuento; la que lo vestía y lo lavaba, sumergiéndolo en tinas de agua excesivamente fría o caliente en demasía, sin que él se atreviera a protestar, y lo friccionaba con paños ásperos y jabón, frotándolo a veces con furia contenida como si quisiera borrar de su piel el suave tinte moreno, como suelen frotar los niños una pared cuando ya hace rato que ha desaparecido todo vestigio del epíteto, de la palabra escrita con tiza.
      »Allí estaba, insomne en medio de las tinieblas, entre ambas mujeres, sintiendo que ellas tampoco dormían, sintiendo cómo pensaban en él, proyectándose en torno de él y colmando la atronadora soledad de su desesperación con un clamor más estentóreo que el de las palabras: No te hallas en esta cama junto a mí, pero no es culpa tuya ni por tu voluntad, pues deberías de estarlo; no estás aquí abajo sobre el jergón conmigo, pero no es por culpa tuya ni por tu voluntad, aunque deberías estar y lo estarás, sin culpa tuya ni por tu voluntad, ni por la nuestra; pues nosotras no queremos lo que no podemos.
      »Y tu abuelo no sabía cuál de las dos le dijo que era y debía de ser negro. Era imposible que hubiera oído alguna vez o discernido el sentido del vocablo “negro”, para el cual no había nombre en la lengua que hablaba, él, nacido y criado en una celda acolchada y vacía que podría haber estado suspendida de un cable a mil brazas mar afuera; en ella, el pigmento no tenía mayor valor moral que las paredes de seda, el perfume y las pantallas color de rosa que velaban la luz de los candelabros, donde hasta las abstracciones mismas que pudo observar: la monogamia, la fidelidad y la dignidad, la bondad y el cariño, estaban tan hondamente arraigadas en funciones carnales como los procesos digestivos. Tu abuelo no supo jamás si, al fin, lo desalojaron de su catre o si lo dejó por su propio deseo y voluntad; si, al encallecerse a la larga su soledad y sus angustias, se retiró del dormitorio de Judit o si lo enviaron a dormir al vestíbulo (donde también Clite se había instalado con su jergón), pero no en un jergón como el de ella, sino en una camita que no elevó quizá ninguna orden de Judit, sino la fiera humildad espuria e inexorable de la negra.
      »Un día, la camita pasó a la buhardilla, junto con las escasas ropas que colgaban tras una cortina hecha con una vieja alfombra suspendida frente a un ángulo de la pared, los jirones de seda y paño que había traído al llegar, los vastos pantalones de lienzo y tela hilada en casa que ambas mujeres le compraban y cosían, que él aceptaba sin comentarios, sin una palabra de agradecimiento, como aceptaba su cuartito de la buhardilla, sin pedir ni efectuar arreglo alguno en su espartana desnudez, al menos, sin decirles una palabra; hasta que, llegado el segundo año, cuando contaba ya catorce, una de ellas (Clite o Judit) encontró oculto bajo su colchón aquel trozo de espejo roto: ¿quién sabrá jamás las horas de atónito dolor sin lagrimas que habrá pasado delante de él, examinándose, vestido con aquellos andrajos delicados, con aquellas ropas que ya le quedaban chicas y que ni siquiera recordaba, sumido en tranquila e incrédula incomprensión? Y abajo, en el vestíbulo, dormía Clite, al pie de las escaleras que llevaban al desván, custodiando todo camino abierto a una posible escapatoria o salida con la inexorable vigilancia de una dueña española; Clite, que le enseñaba a partir leña y a trabajar el jardín y luego (a medida que aumentaban sus fuerzas) a arar. Más que sus fuerzas aumentaba su resistencia, pues siempre sería menudo de huesos y casi delicado: un niño de huesos ligeros y manos femeninas que luchaba contra aquel anónimo avatar de Mula intratable, aquel payaso trágico y estéril que era su inseparable compañero y complemento bajo la maldición de su padre. Poco a poco se fue haciendo hábil, y los dos, unidos por el salvaje emblema masculino de acero y madera, arrancaron a la tierra postrada, feraz y femenina, el maíz que los alimentaría.
      »Mientras Clite vigilaba, sin perderlo de vista, con esa atención pensativa, celosa, incesante y fiera, apresurándose cuando alguien, fuera blanco o negro, se detenía en el camino, y hacía ademán de esperar a que el niño terminase de trazar el surco y se detuviera, dando lugar a que le dirigieran la palabra, entonces ella lo despedía con un leve gesto o una palabra serena, cien veces más airada que el monótono murmullo de vituperación con que alejaba al importuno. Por eso tu abuelo creía que no fue ninguna de ellas la responsable de que él se mezclara con gentes de color. No fue por cierto Clite, que lo custodiaba como si él fuera una doncella española, que mucho antes de sospechar que algún día iría a vivir a la casa interrumpió su primer contacto con su chiquillo negro y lo envió a su habitación. No fue tampoco Judit, que era muy dueña de negarle en cualquier momento el permiso para dormir en su cuarto, en una camita de niño blanco, que, aunque no pudiera reconciliarse con la idea de verle dormir en el suelo, podía haber obligado a Clite a que lo hiciera dormir en su jergón, la que pudo haberlo convertido en un monje célibe, aunque no en un eunuco; la que no toleró que pasase jamás por forastero, y mucho menos que alternase con negros. Tu abuelo no lo supo jamás, y eso que sabía mucho más de lo que sabían las gentes del lugar: que había allí un niño, aparecido por primera vez fuera de la casa a la edad de doce años y cuya presencia ni siquiera resultaba misteriosa para la ciudad y el condado; pues ya todos creían saber por qué Enrique mató a Bon.
      »Lo que les intrigaba era saber cómo se las habían compuesto Judit y Clite para mantenerlo oculto todo ese tiempo, y creían que era una viuda quien había enterrado a Bon, aunque no tuviera documentos para demostrarlo. Solamente tu abuelo sospechó (escandalizado, aunque en su caja de caudales reposaban aquellos cien dólares y las instrucciones escritas por Judit para la cuarta lápida, no logró relacionar al muchacho con aquel niño llegado dos años antes con la cuarterona para llorar junto a una tumba) que podía ser hijo de Clite, engendrado por Sutpen en las entrañas de su propia hija. Ese niño que estaba siempre cerca de la casa, siempre cerca de Clite; más tarde, el adolescente que aprendía a arar mientras ella lo vigilaba siempre; pronto se supo que ella interceptaba y descubría con hosca e inexorable atención cualquiera tentativa de hablar con él, y sólo quedó tu abuelo para relacionar, al fin, al jovencito, con el pequeñuelo llegado unos años antes a visitar ese sepulcro.
      »Cinco años después, Judit se presentó una tarde en el despacho de tu abuelo; hacía larguísimo tiempo que no se la veía en Jefferson. Era ya mujer de cuarenta años, vestida con el mismo informe traje de guinga y la misma capota descolorida; ni siquiera quiso sentarse, a pesar de que la impenetrable máscara que llevaba en vez de rostro irradiaba una terrible congoja. Insistió en que hablaran mientras recorrían el trayecto hasta los Tribunales, rumbo a la sala atestada donde se reunía la corte judicial, la sala atestada donde entraron ambos unos minutos después y en la cual tu abuelo vio al muchacho (que era ya un hombre) maniatado junto a un policía, con el otro brazo en cabestrillo y la cabeza envuelta en vendas, pues lo habían llevado antes a casa del médico. Gradualmente, tu abuelo pudo enterarse de lo sucedido, al menos de una parte de ello, pues el tribunal no pudo sacar mucho a los testigos, los que huyeron en busca del comisario, los mismos (a excepción de uno, demasiado lastimado para asistir al juicio) con quienes el joven se había trabado en riña.
      »Todo sucedió en un baile de negros celebrado en una choza próxima al Ciento de Sutpen; él estuvo allí presente, y tu abuelo nunca supo si era ya costumbre inveterada en el joven la de asistir a esas fiestas, y mezclarse en las danzas o en las partidas de dados que se disputaban en la cocina, donde se inició la disputa, disputa que (según los testigos) inició él sin motivo alguno ni acusación de hacer trampas en el juego, así, repentinamente. Y él no lo negó; permaneció silencioso, sentado allí en la sala del tribunal, hosco, pálido y mudo: en ese punto toda verdad, toda comprobación, se desvaneció en un remolino de espaldas y cabezas negras, de brazos y manos que empuñaban trozos de leña y útiles de cocina y navajas contra el solitario hombre blanco con su cuchillo, sacado nadie sabe de dónde, que esgrimía torpemente, con evidente falta de habilidad y práctica, pero con aviesas intenciones y una fuerza que desmentía su talla reducida, una fuerza hecha de pura voluntad férrea y estoicismo ante el dolor. Los golpes y tajos que llovían sobre él los recibía sin dar muestras de cobardía, como si nada sintiera. No existió motivo ni razón, nadie supo claramente qué había sucedido, qué insultos e interjecciones impulsaron al muchacho, y solamente tu abuelo sospechó nebulosamente la presencia de una protesta furiosa, de un clamor contra las órdenes del cielo, de un desafío lanzado al rostro de lo que es, con la furibunda desesperación indomable que podría haber mostrado el mismo demonio, como si el niño de antes y el joven de hoy lo hubieran absorbido de las paredes que lo albergaron y del aire que respiró hasta el instante en que su propio destino a quien, a su vez, desafió, le devolviera el golpe.
      »Solamente tu abuelo presintió esa protesta, pues ni el juez ni los que estaban allí presentes reconocieron a aquel hombre menudo, con su cabeza y su brazo vendados, su hosca fisonomía impasible (y entonces exangüe) color aceituna, que no quiso responder a las preguntas ni hacer declaraciones. Y el fiscal (era Jaime Hamblett) comenzaba su perorata acusatoria cuando entró tu abuelo; pero él, con los ojos nublados por esa cesación de visión que suele afectar a quienes gustan de oír su propia voz, aprovechaba la coyuntura y el auditorio para pronunciar una pieza retórica: “En estas circunstancias, mientras nuestro país se debate buscando liberarse del férreo talón de un tirano despótico, cuando el futuro del Sur, su calidad de lugar habitable para nuestras mujeres e hijos, depende del trabajo de nuestras propias manos, cuando los instrumentos que hemos de usar y hacer depositarios de nuestra confianza son la dignidad, la integridad y rectitud de los hombres de color y la integridad, dignidad y rectitud de los blancos, el hecho de que usted, un hombre blanco, un…”. Y tu abuelo trataba de llegar a él, de hacerlo callar, se abría paso entre la muchedumbre diciendo: “¡Jaime! ¡Jaime! ¡Jaime!”, cuando ya era demasiado tarde, como si la voz del propio Hamblett lo hubiera despertado por fin, o alguien, haciendo sonar los dedos bajo sus narices lo hubiera sacado de su ensueño, clavó los ojos en el prisionero repitiendo la palabra “blanco” en el preciso instante en que su voz se debilitaba, como si la orden de callar hubiera sufrido una interrupción por cortocircuito. Todos los rostros de la concurrencia se volvieron hacia el prisionero cuando Hamblett exclamó: ¿Qué es usted? ¿Quién es y de dónde ha salido?
      »Tu abuelo consiguió sacarlo; pagó la multa e hizo sobreseer el proceso. Luego se lo llevó consigo al despacho y le habló mientras Judit aguardaba en la antesala. “Tú eres el hijo de Carlos Bon”, le dijo. Y el otro respondió áspero y ceñudo: “No sé”. “¡No recuerdas nada?”, interrogó tu abuelo. El no respondió. Entonces, mi padre le dijo que era necesario que se alejase, que desapareciese, y le dio dinero para el viaje. “En cualquier lugar adonde vayas, una vez que te encuentres entre extraños, entre gentes que no te conozcan, puedes seguir el camino que quieras y ser lo que desees ser. Yo lo arreglaré todo, hablaré con… ¿Cómo la llamas tú?”. Había avanzado demasiado y ya era tarde para detenerse, se detuvo para contemplar aquel rostro tan inexpresivo como el de Judit, sin dolor ni esperanza, huraño, inescrutable, que no hacía sino mirar sus encallecidas manos femeniles con las uñas partidas, las manos que apretaban el dinero, mientras tu abuelo pensaba que no debía decir la “señorita Jude, pues ello llevaría en seguida a la diferencia de raza. Y pensó también: “Ni siquiera sé si él desea ocultarlo o no”. Y por eso dijo: “la señorita Sutpen”. “Yo le diré a la señorita Sutpen, no a dónde vas, como es natural, pues ni yo mismo lo sé; pero le diré que te has ido, que sé que te encuentras bien y que todo marchará lo mismo.”Y así se fue.
      »Tu abuelo marchó a caballo hasta el Ciento de Sutpen para comunicarle la noticia a Judit. Clite salió a la puerta, lo miró de hito en hito sin pronunciar palabra y entró para avisarle a Judit. Mi padre aguardó en el oscuro vestíbulo con sus muebles enfundados, seguro de que no tendría que decírselo a ninguna de ellas. Al cabo de unos instantes llegó Judit y clavándole los ojos le dijo: “Supongo que no me dirá usted…”. “No es que no quiera, no puedo decírselo —repuso él—. Pero no le he prometido nada. Par el momento, tiene dinero, estará..:”, y se detuvo; porque entre ambos se alzaba un muchachito solitario que había llegado allí ocho años antes, con su tosco traje de cutí sobre los restos de sus sedas y paños, transformado en el joven uniformado (el roto sombrero y el traje de trabajo) de su antigua maldición; hoy era un joven con todo el vigor de sus años; pero, a pesar de todo, continuaba siendo el niño con su cilicio de burda arpillera, tu abuelo pronunciaba las inútiles palabras cojas, las falacias especiosas y huecas que llamamos “consuelo”, pensando: Mejor hubiera sido que hubiese muerto; más le valdría no haber nacido nunca, y diciéndose que si articulase tales palabras, sólo constituirían para Judit una vacía repetición; pues sin duda ella las habría repetido muchas, muchísimas veces, cambiando solamente el número y la persona.
      »Regresó a la ciudad. La vez siguiente nadie lo mandó llamar; lo supo por el mismo conducto que lo transmitió a la ciudad entera: esa viña rural cuya raíz está entre los negros, cuando él, Carlos Esteban Saint-Valery Bon, ya estaba de vuelta (no regresó al hogar, volvió sencillamente) antes de que tu abuelo se hubiese enterado de su regreso. Apareció acompañado por una mujer más negra que el carbón, una mujer simiesca, y una libreta matrimonial en toda regla. Lo trajo la mujer, pues él ni siquiera podía sostenerse sobre la mula derrengada y sin montura al lado de la cual marchaba, sosteniéndolo, la esposa, tan duramente había sido golpeado y castigado en esos días. Llegó a la casa y, por lo visto, arrojó la libreta matrimonial a la cara de Judit, con un resto de esa invencible desesperación que lo movió a atacar a los negros la noche del baile. Nadie supo jamás qué cuento increíble se encerraba en ese año de ausencia del cual nunca quiso hablar y que la mujer (pasado ya un año y nacido su hijito) no era capaz de describir pues continuaba en el mismo estado de automático terror en el que llegó a la casa.
      »Por fin, el relato manó gradualmente de ella, por una suerte de secreción aterrorizada e incrédula como el sudor del miedo y de la angustia: cómo la encontró un día, cómo la sacó del rincón bidimensional (hasta su nombre, fuera ciudad o aldea, quedó en el misterio: o no lo supo jamás, o la conmoción del éxodo lo borró para siempre de su memoria) del cual pudo obtener techo y comida con su pobre mentalidad, y se casó con ella, guiando tal vez su mano mientras trazaba en el registro una trabajosa cruz al pie del documento; con ello, que ni siquiera sabía su nombre, ni sospechaba que no era hombre blanco (nadie supo, ni lo sospechó alguna vez, aun después de nacido el niño en una de las derruidas chozas que servían de vivienda a los esclavos y que él reconstruyó, después de arrendar a Judit una parcela de tierra).
      »Siguió luego un año formado por una serie de períodos de total inmovilidad, como una película cinematográfica rota, durante los cuales el hombre blanco que se había casado con ella permaneció en cama, reponiéndose de la última paliza recibida, en cuartuchos malolientes y estrechos de lugares o villas innominadas para ella, interrumpidos por otros períodos; intervalos de furiosa, irracional e incomprensible migración y traslado; un torbellino de rostros y cuerpos a través del cual se lanzaba aquel hombre, y la arrastraba en pos de sí a impulsos de una furia que no sabía de reposo ni se lo daba, sin saber de qué se alejaban ni hacia dónde se dirigían. Cada uno de estos períodos terminaba exactamente lo mismo que el anterior, era casi un rito.
      »Parecía que el joven buscase deliberadamente la oportunidad de arrojar el simiesco cuerpo de su retinta compañera al rostro de cuantos se le acercasen: los cargaderos de color, los marineros de cafetines de suburbio, convencidos de que era hombre blanco, más persuadidos cuanto más lo negaba él, y los blancos que (cuando él se proclamaba negro) creían que lo decía para salvar el pellejo o, peor aún, por mera perversión sexual. En ambos casos, el resultado era idéntico: el hombre de torso y miembros casi tan delicados como los de una niña propinaba el primer golpe; por lo común desarmado y sin importarle un ardite el número de adversarios, con la misma furia implacable, la misma insensibilidad ante el dolor físico, riendo, sin maldecir ni jadear.
      »Y así mostró su libreta a Judit y se (levó a su mujer, muy próxima a ser madre, a la choza derruida que se empeñó en reconstruir. Allí la instaló, como se arroja a un perro en la perrera, con un gesto, quizá, y volvió a casa. Nadie supo jamás qué sucedió aquella noche entre él y Judit, en qué habitación sin alfombra, amueblada por qué sillas salvadas del hacha y de la hoguera, y hasta la hornilla de la cocina (pues a veces fue menester hacerlo a fin de calentar agua cuando había un enfermo en la casa), entre la mujer que fue viuda antes de ser novia y el hijo del hombre que la dejó sola, a ella y a una concubina de sangre negra, ese joven que negó su sangre blanca con más ardor que la otra, con una extraña y feroz exageración a la cual era inherente su propia irrevocabilidad, como lo habría hecho el mismo demonio.
      Porque en verdad existió el amor —había dicho el señor Compson—; allí está la carta que ella trajo y entregó a tu abuela para que la conservara.
      Él, Quintín, la veía tan claramente como a esa otra que estaba allí, abierta sobre su texto delante de sus ojos, blanca y escrita por la mano tostada de su padre sobre el pantalón de hilo, en aquel crepúsculo de septiembre en que flotaban el humo del cigarro, el aroma de las glicinas y las luciérnagas. Y pensaba:
      Si, he oído demasiado, me han dicho demasiadas cosas; he debido escuchar demasiado y demasiado tiempo. Shreve habla exactamente como mi padre: esa carta. Quién podrá saber qué restauración moral podría haber previsto ella en el retiro de aquella casa, de aquella habitación, en aquella noche, qué fusión de férreas tradiciones viejas, pues todo cuanto creyó estable había desaparecido como vuela una paja ante el cidán… Allí estaría, sentada junto a la lámpara, en una silla de alto respaldo, erguida, con el mismo traje de guinga, pero sin la capota, desnuda la cabeza cuya cabellera antes negra como el carbón, estaba ahora nevada de canas. Él estaría de pie, frente a Judit. No se hubiera sentado, ni ella lo habría invitado a hacerlo, y la fría voz serena no produciría un rumor más fuerte que el de la llama de la lámpara: “Me equivoqué, lo reconozco. Creí que había cosas importantes, aunque sólo fuera porque alguna vez tuvieron su importancia; pero erré. Nada importa, fuera de respirar, respirar, conocer y seguir viviendo”. “Y el niño, la libreta, el documento, ¿qué? Este papel te liga a una persona irrevocablemente negra; puede ser anulado, nadie se atrevería a invocar su validez más que la de cualquier otra travesura de un jovenzuelo calavera. En cuanto al niño, todo puede arreglarse. ¿No engendró acaso un hijo mi propio padre? ¿Tuvo que afrontar alguna consecuencia por ello? Si quieres, hasta podemos hospedar aquí a la mujer y al niño, pueden quedarse, y Clite…” mirándome, clavándole los ojos sin moverse, quieta, rígida, con las manos inmóviles unidas sobre el regazo, respirando apenas, como si él fuera un ave o un animal salvaje capaz de huir ante la dilatación y contracción de las aletas de su nariz, ante el leve ondular de su seno: “No, déjame a mí. Yo lo anularé, haré que… No es menester que lleve nombre alguno; no lo volverás a ver, ni tendrás que preocuparte por nada. El general Compson se encargará de vender una parte de las tierras; él lo arreglará y tú podrás irte. Al Norte, a las ciudades, allí donde no tiene importancia el tener… Pero no lo harán, no se atreverán a tanto. Diré que eres hijo de Enrique y quién osará discutir….”. Y él allí, de pie, mirándola o no, ella no podría decirlo, pues su rostro se mantenía bajo esa fisonomía delgada e inexpresiva; ella mirándolo siempre, sin atreverse a hacer el menor movimiento, murmurando con claridad, pero sin llegar a él: “Carlos”, y él: “No, señorita Sutpen”. Y ella, siempre quieta, sin mover un músculo, como si estuviera en el linde de la espesura dentro de la cual había logrado encerrar a la fiera que la contemplaba sin que ella supiera de dónde, lo miraba sin cobardía, sin terror ni aprensión; pero con esa liviana e inquieta, incorregible cualidad de los seres libres que no dejan un rastro en la tierra que los soporta, y ella no se atrevía a extender la mano con la que hubiera podido tocarlo, se contentaba con hablarle con una voz suave y desmayada, llena de seducción, esa promesa celestial que es el alma femenina por excelencia: “Llámame tía Judit, Carlos”.
      »Sí, quién podrá saber si respondió o no, si dio media vuelta y salió dejándola allí inmóvil, quieta, contemplándole siempre, y viéndolo aún a través de los muros y de las tinieblas; viendo cómo regresaba a través del camino cuajado de hierbas que llevaba a las ruinosas chozas desiertas hasta llegar a aquélla donde le esperaba su mujer, hollando el sendero espinoso y sembrado de piedras hacia el Getsemaní que él mismo buscó y fabricó para sí; donde se crucificó para bajar de la cruz por unos instantes y luego volver a subir a ella.
      —Tu abuelo nada supo —prosiguió Compson—, sólo conocía los rumores que corrían por la ciudad y el condado: que el muchachito extraño a quien Clite custodiaba y enseñaba a labrar la tierra, el que, hombre ya, se había sentado un día en la sala del Tribunal, con la cabeza vendada, un brazo en cabestrillo y el otro esposado, había desaparecido para regresar con una esposa en toda regla que parecía salida de algún parque zoológico, y que ahora arrendaba una parcela de la plantación de Sutpen y la trabajaba bastante bien, con afán solitario, y continuó, todo lo que le permitía su precario físico, aquel cuerpo frío, aquellos miembros livianos que parecían inadecuados para la tarea que se había impuesto. Vivía como un anacoreta en la choza que había reconstruido para habitarla y en la cual nació su hijo. No alternaba con negros ni blancos (Clite no lo custodiaba, ya no era necesario) y por espacio de cuatro años sólo se le vio en Jefferson en tres oportunidades. Los negros, que parecían tenerle miedo, no se sabe si a él, a Clite o a Judit, corrían a avisar que estaba ciego o borracho en el suburbio negro de la calle Depot. Entonces mi padre iba a llevárselo (y cuando estaba muy bebido y actuaba con violencia, enviaba a los policías) y lo tenía consigo hasta que su mujer, aquella gárgola negra, ataba el tronco al carretón y venía en su busca; lo único vivo que había en ella eran los ojos y las manos, lo depositaba en el carromato y se lo llevaba. Por eso, en un principio, nadie advirtió su ausencia; fue el médico del condado quien le narró a tu abuelo que tuvo fiebre amarilla, que Judit lo hizo conducir hasta la casa grande para cuidarlo personalmente y que ella también se contagió. Ambos notificaron a la señorita Coldfield y, un día, él (mi padre) se dirigió al Ciento de Sutpen. Sin apearse, llamó hasta que Clite se asomó a una de las ventanas del primer piso y le dijo “que no necesitaban nada”. No había pasado una semana cuando comprendió que había dicho la verdad, aunque fue Judit la primera en morir.
      — ¡Oh! —exclamó Quintín. Y pensó: Sí, demasiado, demasiado tiempo, recordando que había contemplado la quinta sepultura preguntándose quién enterró a Judit, y por qué lo había hecho como si temiera que se contagiasen los demás muertos; pues su lápida se levantaba en el extremo opuesto del recinto, lo más lejos posible de las demás tumbas y pensó: Esta vez, mi padre no necesita repetirme que piense, porque ya sabía quién había encargado y comprado la losa, aun antes de leer su inscripción.
      ¡Quién sabe qué instrucciones, qué minuciosas indicaciones habría escrito Judit para Clite, levantándose quizá de su delirio, cuando comprendió que estaba desahuciada! Cómo habría vivido Clite durante los doce años siguientes, consagrada al niño nacido en la antigua choza de esclavos y ahorrando el dinerillo necesario para pagar el resto de la piedra por la cual Judit había entregado al abuelo de Quintín cien dólares, veinticuatro años atrás.
      Cuando él rechazó la suma, ella (Clite) colocó la herrumbrada cajita de hojalata llena de moneditas y arrugados billetes de banco sobre su escritorio y salió del despacho sin decir una sola palabra. También tuvo que apartar un montículo de agujas de cedro para leer la inscripción de aquella lápida, y vio aparecer las letras bajo su mano, y se maravilló en silencio de que hubieran permanecido, de que no hubieran caído reducidas a cenizas en el instante en que resonó la dura amenaza implacable:
      Judit Coldfield Sutpen. Hija de Elena Coldfield. Nació el 3 de octubre de 1841. Padeció las indignidades y asperezas de este mundo por espacio de 42 años, 4 meses y 9 días. Descansó por fin el 12 de febrero de 1884. ¡Detente, mortal!
      ¡Acuérdate de la vanidad y las locuras del mundo, y medita!
      Y Quintín pensaba:
      Sí, no es menester preguntar quién redactó eso. Sí, demasiado, demasiado tiempo. No tenía necesidad de escuchar entonces, pero tuve que oírlo; y ahora debo oírlo nuevamente porque habla exactamente como mi padre. ¡Qué hermosas existencias viven las mujeres…! A cada respiración comen y beben alguna bella atenuación de la irrealidad dentro de la cual se mueven los espectros, las sombras de los acontecimientos: nacimientos y muertes, dolor, desconcierto y desesperanza. Se mueven con la insustancial tiesura de las charadas representadas en una reunión al aire libre, perfectas en su ademán; pero sin sentido ni capacidad para dañan Esto fue obra de la señorita Rosa. Ella decretó esa lápida y se la exigió al juez Benbow. El juez fue albacea de la testamentaría de su padre; aunque nadie lo designó para esa función, ya que Coldfield no dejó fortuna ni propiedades, a excepción de la casa y el local del pequeño comercio saqueado. Él mismo asumió la responsabilidad, elegido tal vez par algún cónclave de vecinos y ciudadanos congregados para discutir los asuntos de la huérfana y resolver qué se hacía con ella, una vez que se convencieron de que nada de este mundo, y con toda seguridad ningún hombre ni comité masculino la obligaría a volver a casa de su sobrina y de su cuñado. Eran los mismos ciudadanos que dejaban cestos de provisiones sobre el umbral de Rosa, durante la noche, y los platos (las fuentes que contenían la comida y la servilleta que la cubría) volvían siempre sucios, pues ella nunca quiso lavarlos, al cesto vado que dejaba a la noche siguiente ante la puerta, sobre el mismo escalón donde lo halló; como para dar la ilusión completa de que jamás habían existido o, al menos, de que ella no los habla tocado siquiera, de que no los vació ni tomó el cesto con ese aire que no era furtivo ni desafiante. Sin duda, comió las viandas, criticó su calidad y su preparación, las masticó y deglutió y sintió cómo las digería su estómago, y a pesar de todo nunca quiso desprenderse del engaño, esa tranquila insistencia incorregible que le decía con evidencia absoluta que las cosas no eran como eran; eso es algo que sólo pueden hacer las mujeres.
      »Merced a ese mismo engaño, se negó a reconocer que la venta del comercio le había producido alguna utilidad, que había quedado en el más absoluto desamparo; se negó a recibir de manos del juez Benbow el producto de la venta del pequeño local; pera aceptó igual monto de dinero (y, al cabo de unos años, una suma bastante más considerable) por diez vías diferentes: daba órdenes a muchachos negros que pasaban accidentalmente ante su puerta, los detenía y los mandaba que pasaran el rastrillo a su jardín, y ellos sabían muy bien, pues lo sabía toda la ciudad, que no recibirían paga alguna ni la volverían a ver en su vida, aunque ella atisbara su paso detrás de una cortina, sino que el juez Benbow arreglaría sus cuentas. Entraba en los comercios y escogía mercaderías diversas de las que se exhibían en anaqueles y escaparates, exactamente como encargó la lápida de doscientos dólares a nombre del juez, y salía cargada con sus compras. Con la misma astucia anómala que la movió a no lavar jamás fuentes ni servilletas contenidas en los cestos, no quiso tampoco discutir sus asuntos con Benbow; pues en tal caso hubiera sabido que la suma inicial había sido superada años atrás por sus gastos (el juez tenía en su despacho una gruesa carpeta rotulada: PROPIEDADES DE GOODHUE COLDFIELD — PARTICULAR, en tinta indeleble. Después de su muerte, su hijo Percy la abrió. Estaba llena de apuestas de las carreras y resguardos jugados y anulados, apostados a caballos cuyos huesos reposaban en parajes desconocidos, ganadores de carreras en Menfis, cuarenta años atrás y una tabla cuidadosamente redactada de puño y letra del juez, indicando la fecha, el nombre del caballo, la suma apostada y el resultado de la carrera, junto a otra que demostraba cómo, por espacio de cuarenta años, había depositado cada ganancia y cada pérdida a cuenta de aquel mítico producto de la venta del comercio).
      »Pero tú no escuchabas, porque ya lo sabías todo, lo habías comprendido y absorbido sin necesidad de palabras, por el mero hecho de haber nacido y vivido al lado de esas cosas, como lo suelen saber los niños. Por eso los conceptos de tu padre no te decían nada nuevo; sino que pulsaban, palabra por palabra, las sonoras cuerdas de la evocación. Habías estado allí mucho antes, habías visto esas cinco tumbas en los lejanos paseos de la infancia, cuyo fin no era solamente la caza; y también habías visto la antigua casona, sabiendo, antes de divisarla, cómo sería. Llegó el día en que fuiste lo bastante grande para ir a visitarla con cuatro o cinco muchachitos de tu edad y os desafiasteis los unos a los otros a evocar al fantasma; pues aquella casa no podía menos de estar encantada aunque se hubiera levantado allí, vacía e inofensiva, durante veintiséis años sin que nadie viese o informase sobre la existencia de duende alguno, hasta aquella noche en que llegó la carreta llena de gente de Arkansas y quiso detenerse y pernoctar en ella; pero sucedió algo antes de que pudiesen descargar siquiera la carreta. No quisieron o no pudieron decir qué fue aquello, pero lo cierto es que en menos de diez minutos todos estaban otra vez en el carretón y bajaban al galope tendido de las mulas por la carretera, rumbo a Jefferson, a donde llegaron sin detenerse. Tú has visto el cascarón derruido de esa casona con su porche que parece próximo a desprenderse, sus celosías desvencijadas y sus paredes en que la pintura se desprende en láminas, y las ventanas cerradas con tablones, que se levantan en mitad de la finca que volvió a manos del Estado y fue comprada y vendida en varias oportunidades. No, tú no escuchabas, no era menester escuchar; entonces los perros, inquietos, se levantaron, miraste, y (tal como había predicho tu padre) Luster detuvo su mula y los dos caballos, bajo la lluvia, a unos cincuenta metros de distancia. Sentado bajo el trozo de tela basta, con sus rodillas levantadas y nimbado por la nube de vapor que se elevaba de los animales sudados, parecía contemplarlos desde un lúgubre purgatorio indoloro.
      »—Ven, Luster, sal de la lluvia —dijo tu padre—. No permitiré que el viejo coronel te haga daño.
      »—Mejor vengan ustedes y volvamos a casa —repuso Luster—. Hoy no hay más cacería.
      »—Nos mojaremos —dijo tu padre—. Mira, lo que haremos será ir hasta la vieja casa; allí estaremos a cubierto y cómodos.
      »Pero Luster no se movió; sentado bajo el aguacero, inventó mil razones para no ir a la casa: que habría goteras, que todos nos resfriaríamos sin un buen fuego encendido, que nos calaríamos tanto antes de llegar a ella, que convendría mucho más ir directamente a casa. Tu padre se reía de él, y tú también, aunque no tanto; porque, aunque no eras negro como Luster, ambos teníais la misma edad, y cierta vez, de niños, habíais ido junto a la casona, aquel mismo día en que cinco muchachos de la misma edad os desafiabais los unos a los otros para ver quién entraba en ella, mucho antes de pisar sus umbrales. Llegasteis desde atrás, avanzando por la antigua calle de las chozas de los esclavos, una verdadera selva de brezos, zumaque, madreselva y nísperos, sembrada de putrefactos montículos que antes fueron paredes de troncos, chimeneas de piedra y tejados de tejas, sembrados entre la maleza, a excepción de una choza. Cuando llegasteis, no visteis a la anciana porque estabais absortos contemplando a Jaime Bond, el muchachón desgarbado, de boca fláccida y color de cuero, un poco mayor y más corpulento que vosotros, con su camisa remendada y descolorida, pero limpísima, y su traje de labor que ya le estaba chico, que trabajaba en una pequeña huerta junto a la choza. Ninguno de vosotros notó que ella estaba allí hasta que todos, sobresaltados, os volvisteis como un solo hombre y allí estaba ella, mirándolos desde una silla adosada a la pared de la casucha, una mujeruca reseca, del tamaño de un mono, que podía haber tenido cualquier edad, hasta diez mil años, vestida con una voluminosa falda y una cofia inmaculada; sus pies descalzos, color de café, se enroscaban en torno de las patas de la silla como hacen los monos, fumaba una pipa de arcilla y os contemplaba con ojos semejantes a botones de zapato, pequeños y brillantes, hundidos entre las mil arrugas de su rostro color de café; os miraba, y sin quitarse la pipa de la boca dijo, con una voz que parecía la de una mujer blanca: “¿Qué queréis?”, y, después de un instante, uno de vosotros respondió: Nada”, y todos corristeis sin saber por qué, sin saber cuál de vosotros inició la huida y qué fue lo que os causó tanto miedo; atravesasteis los viejos terrenos incultos, ahogados de maleza e inundados por las lluvias, hasta llegar a la viejísima valla derruida que salvasteis, lanzándoos literalmente sobre ella; y luego la tierra, la campiña, el cielo, los árboles y los bosques parecían diferentes, todo estaba en orden.
      —Si. —dijo Quintín.
      —Y de eso hablaba Luster en aquel instante —dijo Shreve—. Tu padre te contemplaba de nuevo porque tú jamás habías oído pronunciar su nombre, ni siquiera pensaste que debía tener un nombre, aquel día en que lo viste trabajando en la huerta, y dijiste. «¿Quién? ¿Jaime qué?»; y Luster repuso: «Es 61. El chico de color que vive con la viejecita». Tu padre seguía mirándote y tú dijiste: «Deletréame su nombre». Pero Luster se opuso diciendo: «Eso de deletrear es cosa de abogado. Cuando la ley te echa el guante, tienes que someterte a ello. Yo no deletreo más que palabras corrientes». Y era él, ahora se llama Bond, cosa que no le importaría nada; puesto que lo que es lo heredó de su madre, y su padre sólo le dejó lo que nunca podrá ser. Si tu padre le hubiese preguntado si era el hijo de Carlos Bon, no lo hubiera sabido ni le habría importado. Si tú le hubieses asegurado que así era, la idea tocaría sutilmente, para desvanecerse en seguida, lo que podríamos llamar su «mente» sin producir reacción alguna, sin evocar orgullo ni placer, indignación o dolor.
      —Sí —repuso Quintín.
      —Y vivió en esa choza, junto a la casa encantada, durante veintiséis años, con la viejecita que tenía ya más de setenta y, a pesar de ello, no escondía una sola cana bajo su cofia; la viejecita cuya carne no se había tornado fláccida, sino que, como si hubiera envejecido hasta cierto punto (lo mismo que el resto de los seres humanos), y luego se hubiese detenido, en lugar de encanecer y ablandarse; había comenzado a secarse quebrando la piel de manos y rostro en un millón de finísimas arrugas entrecruzadas, y su cuerpo se achicó, se achicó como algo que se cuece al horno, como hacen los naturales de Borneo con las cabezas que capturan a sus enemigos. Si hubiera hecho falta un espectro, allí estaba ella, si es que hubo alguna persona lo bastante ociosa como para pasar su vida recorriendo la vieja casa, pero no existió si es que había en la casa algo que esconder a los merodeadores, pero nada había; si es que aún quedaba uno de ellos ocultándose, pidiendo protección, mas no quedaba ninguno. ¿Y a pesar de todo, esa vieja señora, esa tía Rosa, te aseguró que alguien se escondía allí y tú respondiste que sería Clite o Jaime Bond; y ella dijo que no; y tú respondiste que no había otro, puesto que el demonio, Judit y Bon habían muerto y Enrique se había ido muy lejos, sin dejar siquiera una tumba y ella repitió que no, y entonces fuisteis los dos recorriendo las doce millas a altas horas de la noche y encontrasteis a Clite y a Jaime Bond y tú dijiste: «¿No lo dije yo?»; y ella, la tía Rosa, repitió: «¡No!»; y continuasteis la búsqueda… ¿y allí estaba?
      —Sí.
      —Entonces, aguarda —dijo Shreve—. ¡Por amor de Dios, aguarda!



Capítulo VII

      Ya no había nieve sobre el brazo de Shreve, ni tampoco manga: sólo el terso antebrazo con su carne rosada de Cupido y la mano que avanzaba otra vez dentro del círculo luminoso de la lámpara para coger su pipa, encerrada en un recipiente vacío de café que usaba para ese objeto, llenarla y encenderla.
      «Afuera, la temperatura es de cero grados —pensó Quintín—, pronto abrirá la ventana y hará gimnasia respiratoria ante ella, crispados los puños y desnudo hasta la cintura en el cálido vano rosado que se abre sobre la férrea planicie.»
      Pero todavía no lo había hecho; aunque ya había transcurrido una hora más de lo acostumbrado, y la pipa yacía, fría y volcada, circundada de cenizas sobre la mesa, delante de los brazos cruzados de Shreve, brazos sonrosados y cubiertos de rubio vello. Shreve contemplaba a Quintín a través de las dos lunas opacas de sus gafas, bajo la luz de la lámpara.
      —De manera que sólo quería un nieto —dijo—. Ésa era toda su ambición. Jesús, qué hermoso es el Sur, ¿verdad? Es mejor que el teatro, ¿verdad? Es mejor que «Ben-Hur», ¿verdad? Con razón necesitáis salir de él de cuando en cuando, ¿verdad?
      Quintín no respondió. Permanecía silencioso, sentado frente a la mesa, con las manos a uno y otro costado del texto abierto sobre el cual descansaba la carta. El rectángulo de papel doblado en el centro y abierto ahora se había elevado por la presión misma del doblez de una suerte de suspensión ligera y paradójica; descansaba en un ángulo tal, que se hacía imposible el leerla o descifrarla, aun sin esta nueva distorsión. Y, sin embargo, Quintín parecía contemplarla; la leía —por lo que podía divisar Shreve— con el rostro bajo, ceñudo casi, pensativo.
      —Se lo dijo mi abuelo —añadió—. Se lo dijo cuando huyó el arquitecto, aquella vez que hizo una tentativa para escapar hacia el río, para llegar a Nueva Orleans o adonde fuese…
      —El demonio, ¿eh? —interrumpió Shreve.
      Quintín nada repuso, pero continuó sin detenerse, con voz serena, rara, un poco soñadora tal vez, con entonación meditativa y hosca, bajo la cual se sentía arder el viejo ultraje. Shreve, silencioso también, con sus gafas por toda vestidura (de cintura para abajo, la mesa lo ocultaba, de manera que si alguien entrase en la habitación, creería que estaba completamente desnudo) parecía una efigie barroca modelada en masa cruda por un escultor dotado de tendencias malsanas hacia lo perverso. Lo contemplaba con reflexiva e intensa curiosidad…
      —Mandó avisar mi abuelo —prosiguió Quintín— y a otros amigos, soltó sus negros y sus jaurías, dio caza al arquitecto y lo acorraló en una cueva al borde del río, dos días más tarde. Sucedió durante el segundo verano; habían terminado ya de cocer los ladrillos y los cimientos ya estaban listos, la mayor parte del maderamen había sido cortada y preparada; pero un día el arquitecto no pudo soportarlo más, o tuvo miedo de morirse de hambre, o de que los negros salvajes (y quizá el mismo coronel Sutpen), al verse privados de alimentos, se lo comiesen, o tal vez se sintiera atacado de nostalgia y tuvo que irse…
      —A lo mejor tenía una amiguita —dijo Shreve—. O, sencillamente, necesitaba una mujer. Tú dijiste que el demonio y los negros tenían solamente dos.
      Quintín tampoco respondió, como si nada hubiese oído, prosiguió con la misma voz tranquila, contenida, como si hablara a la mesa, al libro que tenía delante, a la carta que descansaba sobre el libro o a sus manos que estaban a uno y otro lado del texto.
      —…y se fue. Se desvaneció en pleno día, entre las veintiuna personas del grupo. Quizá Sutpen volviese por un instante la espalda y, aunque los negros lo vieron alejarse no creyeron que valía la pena llamar la atención sobre el asunto; siendo como eran salvajes, probablemente no sospechaban siquiera los propósitos de Sutpen, a quien veían día tras día desnudo y sumergido en el cieno como ellos. Por eso me imagino que los negros no sabían qué hacía allí el arquitecto, qué había hecho, haría o era capaz de hacer; tal vez pensaron que Sutpen lo había enviado, diciéndole que se fuera y se tirara al río, que se fuera y muriese, o solamente que se fuera. Y se fue, se alejó en pleno día, con su chaleco bordado y su corbata Fauntleroy, con su sombrero semejante al de un pastor protestante de la secta bautista en la mano; y corrió hacia la ciénaga, bajo la mirada de los negros, quienes lo vieron perderse de vista y reanudaron su tarea. Probablemente, Sutpen no advirtió la ausencia hasta la caída de la noche, a la hora de la cena; y cuando los negros le avisaron, decretó festivo el día siguiente, porque él debía ir a pedir prestada una jauría de perros.
      »A decir verdad, no los necesitaba tampoco, pues sus negros hubieran seguido la pista; pero pensó que los otros, los huéspedes, no estarían acostumbrados a valerse de negros y preferirían perros de caza. Mi abuelo (que era joven todavía) llevó champaña y uno de los invitados llevó whisky; empezaron a congregarse poco antes de la caída del sol en la casa de Sutpen, que ni siquiera tenía paredes, pues por el momento sólo constaba de hileras de ladrillos hundidos en tierra, pero nada de eso les importaba, ya que no tenían intención de acostarse, según decía mi abuelo. Se sentaron en torno de la hoguera, con el champaña y el whisky y un trozo del último venado cazado por Sutpen, y al filo de la medianoche llegó el encargado de los perros. Pronto amaneció; al principio los perros se desorientaron un poco, pues algunos de los negros habían seguido una milla de pista para entretenerse. Por fin hallaron el rastro y lo siguieron, la jauría y los negros en la ciénaga, los demás, cabalgando al borde cuando la ruta lo permitía. Pero mi abuelo y el coronel Sutpen se unieron a los primeros, por temer que los negros alcanzaran al arquitecto antes de que Sutpen pudiera contenerlos. Tuvieron que caminar largo trecho y, cuando el camino se hacía intransitable, enviaban a un esclavo con los caballos a dar un rodeo para evitar los tramos peligrosos. Mi abuelo contaba que el tiempo era espléndido y la pista clara, pero Sutpen opinaba que el arquitecto hubiera hecho mejor en esperar hasta octubre o noviembre. Y entonces le contó mi abuelo ciertas cosas de su vida.
      »La raíz de los males de Sutpen era su inocencia. Descubrió repentinamente no lo que quiso hacer, sino lo que se vio obligado a hacer quieras que no; pues de lo contrario no hubiera podido vivir tranquilo con su conciencia el resto de su vida; no hubiera podido llevar la antorcha de esa tradición que le dejaron las generaciones de hombres y mujeres que vivieron y murieron antes que él; los muertos que vigilaban y esperaban que procedería dignamente, para poder mirar cara a cara no solamente a los antiguos muertos, sino a todos los vivos que llegarían tras él, cuando formara parte de los antepasados. Y en el preciso instante en que descubrió en qué consistía su línea de conducta, comprendió que no estaba en condiciones de emprender ese camino; porque jamás había sabido que existía, que era menester recorrerlo, hasta que cumplió catorce años. En efecto, había nacido en la montaña, en Virginia Occidental…
      —En Virginia Occidental es imposible —dijo Shreve.
      —Qué dices? —interrogó Quintín.
      —Que en Virginia Occidental no nació —dijo Shreve—. Porque si en 1833, cuando llegó a Misisipí, tenía veinticinco años, nació en 1808. Y en 1808 Virginia Occidental no existía aún, porque…
      —Bueno, bueno —dijo Quintín.
      —Virginia Occidental fue admitida entre los Estados Unidos en…
      —Bueno, hombre, está bien, está bien —dijo Quintín—. Nació en un lugar donde sus escasos conocidos habitaban en chozas construidas con troncos sin desbastar, chozas colmadas de niños, como la de sus padres; los hombres y los muchachos grandes, capaces ya de cazar, reposaban en el suelo delante de la chimenea; mientras las mujeres y las niñas mayores pasaban por encima de sus cuerpos para llegar al fuego donde se cocinaba la comida. Allí donde no hay más gentes de color que los indios a quienes sólo se contempla por el alza del fusil; allí donde jamás se había oído hablar ni se concebía un lugar en que la tierra esté minuciosamente subdividida y pertenezca a hombres que no hacen otra cosa que recorrerla montados en briosos caballos de sangre o sentarse en las galerías de sus casonas, vestidos de seda, mientras otros trabajan para ellos.
      »Entonces Sutpen no imaginaba la existencia de semejante vida, ni la deseaba, ni sabía que existían tantos objetos codiciables en el mundo, ni sospechaba que los poseedores de esos objetos no sólo miraban por encima del hombro, despectivamente, a quienes no los poseían, sino que contribuían a esa actitud los demás privilegios y los mismos desposeídos, que sabían que jamás llegarían a tener tantas riquezas. En efecto, allá en su patria, la tierra era de todos y de cualquiera; y quien se tomara el trabajo de erigir una valla que encerrara una parcela y dijese después: “Esto es mío”, estaba loco. En cuanto a objetos, nadie tenía más que otro, pues cada uno era dueño de cuanto su energía y su valor le permitían obtener y conservar, y solamente un demente se tomaría el trabajo de reunir más de lo estrictamente necesario para comer o canjear por whisky y pólvora. Por eso no adivinaba la existencia de una región minuciosamente subdividida y limitada, habitada por gentes cuidadosamente subdivididas de acuerdo con el color de sus respectivas epidermis y la importancia de sus posesiones, un país donde un puñado de hombres posee no sólo el poder de vender, cambiar, dar muerte o vida a otros, sino una muchedumbre de seres humanos que ejercen los oficios inferiores, las acciones interminablemente repetidas, como el escanciar el whisky de la botella y colocar el vaso en la mano del bebedor, o quitarle a uno las botas para irse a la cama; las cosas que el hombre ha hecho por sí mismo desde el comienzo del mundo y hará hasta la consumación de los siglos; las cosas que nadie hace con gusto, pero nadie tampoco pretende evitar, como no podernos evitar el esfuerzo necesario para masticar, respirar y deglutir.
      »De niño, no escuchó jamás los cuentos vagos y brumosos acerca del esplendor de Tidewater, que llegaban hasta sus montañas, porque le era imposible establecer comparaciones entre lo que oía y lo que conocía; de ahí que las palabras carecieran de todo significado para 61, y difícilmente llegaría a comprenderlas, pues estaba demasiado atareado con las ocupaciones de los pilluelos de su edad. Cuando llegó a muchacho, su curiosidad exhumó los relatos sin saber que los había oído y había meditado acerca de ellos, le interesaron y despertaron el deseo de contemplar alguna vez aquellos lugares; pero sin asomo de envidia ni nostalgia. Le bastaba pensar que algunas personas vivían en un lugar, otras en otro, por mero azar, a unas les tocaba ser ricas (las afortunadas, en su opinión), a otras no, y (según confió mi abuelo) no depende en nada de nosotros la elección, por ello no hemos de entristecernos. No se le había ocurrido una sola vez la idea de que alguien despreciase a sus semejantes por un ciego azar, como es el de tener autoridad. No sospechaba la existencia de semejante mundo hasta que se vio en medio de él.
      »Y así fue. Toda la familia volvió a la costa de la cual había partido el primero de los Sutpen (probablemente, en los tiempos en que la embarcación del viejo Bailey llegaba hasta Jamestown), cayó de cabeza en Tidewater por mero impulso de elevación y gravedad, como si se hubiera roto el débil vinculo que ligaba a los Sutpen con la montaña. Algo le dijo mi abuelo acerca de la muerte de su madre, parece que falleció en aquellos días, y el padre dijo que era excelente mujer, bastante fatigosa, y que la echaría de menos; añadió que fue su madre quien logró arrastrar a su marido hacia el Lejano Oeste. Y luego toda la familia, desde el padre y las hijas mayores hasta el pequeñuelo que no andaba aún, surgieron de las montañas y descendieron a impulsos de una creciente, ruin y gregaria inercia (como un montón de desechos en medio de la inundación) movido por una suerte de perversa automotivación, como suelen hacerlo en ocasiones los objetos inanimados, avanzando contra la corriente misma, bajaron de la meseta de Virginia a las llanuras bajas que circundan la desembocadura del río James.
      »Nunca sospechó por qué bajaban; y si alguna vez supo la razón, no la recordó después: si fue optimismo, una luz de esperanza encendida en el pecho de su padre, o nostalgia, puesto que ignoraba de dónde había llegado el viejo Sutpen, si salió de la región adonde ahora se encaminaba o no; ni siquiera supo si lo sabía, lo recordaba o deseaba recordar y encontrar de nuevo su cuna. No sabía tampoco si acaso algún viajero le había hablado de un país donde la vida era fácil, donde obtener comida y mantenerse abrigado no era tarea tan dura como allá, en la montaña, o si algún miembro de su familia (que conoció a su padre en otro tiempo, o a quien éste conoció) se acordó de él; o si, por el contrario, alguien que trató de olvidar a Sutpen y no pudo lograrlo envió por él y fue obedecido no por el trabajo prometido, sino en busca de una vida más cómoda, con la esperanza de que el parentesco le evitara el tener que trabajar (en caso de que existiera tal parentesco); o de lo contrario, confiado en su inercia y en los dioses que hasta ese día lo protegieron. Pero lo único que podía recordar…
      —El demonio —interrumpió Shreve.
      —…era que una mañana su padre se levantó, dio orden a las hermanas mayores de que prepararan todos los víveres disponibles para el viaje, que alguien envolvió al hijito, otro arrojó un cubo de agua fría sobre el fuego y todos bajaron la ladera de la montaña hasta llegar a la carretera. Tenían entonces un desvencijado carricoche de dos ruedas y un par de bueyes enfermos. Le aseguró mi abuelo que no recordaba cómo ni cuándo se los había agenciado su padre. Tenía diez años a la sazón: los dos hermanos mayores se habían ido de la casa tiempo atrás, y no tenían noticias de ellos. Él arreaba los bueyes, pues tan pronto como se instalaron en el vehículo, su padre resolvió hacer el viaje tendido en el suelo, entre los paquetes, las colchas, los cubos, las lámparas y los niños, roncando bajo los efectos del alcohol. En esas palabras lo dijo.
      »No recordaba si el viaje duró días, semanas, meses o un año entero; sólo sabía que una de las muchachas que había abandonado la choza siendo soltera, continuaba siéndolo al finalizar la travesía, pero tenía ya un hijo antes de que se perdiera en la distancia la última línea azul de las montañas. No recordaba si el invierno, la primavera y el estío los sorprendieron sucesivamente en el camino, o si fueron ellos quienes alcanzaron y atravesaron sucesivamente dichas estaciones a medida que descendían, o si el descenso mismo las trajo consigo, en caso de que ellos, en vez de adelantar paralelamente a través del tiempo, bajaran perpendicularmente a través de las temperaturas y los climas, en una suerte (no es posible denominarlo “período”, porque, según él lo recordaba, o dijo recordarlo, no tuvo principio ni final bien definidos; tal vez sea más adecuado llamarlo “atenuación”… de atenuación hecha de furiosa inercia y paciente inmovilidad, mientras aguardaban, a la puerta de tabernas y fondines, a que su padre bebiese hasta quedar insensible.
      »De ahí pasaban a un soñoliento avance, después de haber sacado al viejo de cualquier cobertizo, casucha, granero o cuneta para volver a cargarlo en el carro. Mientras avanzaban sin meta fija, les parecía que no adelantaban en realidad, sino que pendían suspendidos en el aire mientras la tierra misma se transformaba, ensanchándose y aplanándose al pie de la montaña que los había visto nacer, y luego, elevándose, surgía alrededor de ellos como una marea, en la cual los duros rostros rústicos que rondaban las puertas de los garitos en que acababa de entrar el anciano, o de las que acababan de arrojarlo a puntapiés, o de sacarlo (cierta vez lo sacó un negro más corpulento que un toro, el primer esclavo negro que veían en su vida, apareció con el viejo sobre un hombro como si se tratara de un saco de harina y la boca —la del negro— llena de sonora sonrisa y de dientes como lápidas) flotaban, se desvanecían y eran sustituidos por otros rostros. La tierra, el mundo todo corría y fluía debajo de ellos como si el carro se moviese sobre una correa sin fin.
      »Y llegó la primavera, y el verano, y continuaban avanzando hacia un lugar que jamás habían visto y no podían siquiera imaginar, ¿cómo habían de tener deseos de llegar a él? Habían partido de un lugar perdido, allá, en la ladera de una sierra, y probablemente ninguno de ellos se sentía capaz de señalar el camino de vuelta, a excepción tal vez del padre, perpetuamente insensible, que había recorrido una parte del camino acompañado por elefantes morados y serpientes que, al parecer cazaba; entre su sereno y estático asombro campesino desfilaban rostros y parajes extraños.
      »Pero he aquí que, poco a poco, los caseríos y las tabernas se convirtieron en aldeas; las aldeas, en pueblos; los pueblos, en ciudades; y el campo Llano se vio surcado por magníficas carreteras y sembradíos donde trabajaban los negros bajo la mirada de hombres blancos montados en caballos de raza. Luego, más caballos finos, y nuevos hombres blancos muy bien vestidos, cuyos mismos rostros parecían diferentes a los de los montañeses, junto a tabernas donde no tenía acceso el viejo Sutpen, a no ser que utilizara la puerta trasera, y de las cuales se hacía arrojar, merced a sus modales montañeses, antes de tener el tiempo necesario para emborracharse a su placer (por eso comenzaron a avanzar rápidamente), sin risotadas ni mofas que acompañaran su expulsión; aunque las burlas y las risas de antes habían sido duras e hirientes.
      »Así aprendió; aprendió que hay diferencia entre blancos y negros, y entre blancos y blancos también. Una diferencia que no se mide por la habilidad para levantar yunques o sacar los ojos al prójimo; ni siquiera por la cantidad de whisky que uno es capaz de beber sin perder la fuerza necesaria para levantarse después y salir de la habitación. Comenzó a discernir esas cosas, sin darse cuenta cabal de ello. Seguía creyendo que todo dependía de cómo y dónde se viniera al mundo: con fortuna o sin ella; y opinaba que los afortunados debían mostrarse aún más tardos y retraídos que los desheredados en sacar ventaja de su suerte o en atribuirse mérito alguno por ella; puesto que no tenían otro mérito que el del azar. Pensaba que debía de animarles un sentimiento de ternura compasiva hacia los infortunados, cosa que éstos jamás sentirían por ellos. Pero ya descubriría por sí mismo lo demás, con el correr de los años. Recordaba cuándo lo había descubierto, porque en ese mismo instante tuvo la revelación de su propia inocencia. No le costó el segundo, el momento, sino el llegar a él; hubo un instante en que comprendió que ya no viajaban, no avanzaban, no se dirigían hacia un lugar, aunque tampoco se instalaron tranquila y definitivamente, fue un alto como otros muchos que hicieron durante el camino. Recordaba que en un sitio determinado experimentó la gradual diversidad de bienestar que media entre la presencia y la ausencia de calzado y ropas abrigadas, fue un establo, donde nació el hijo de su hermana, y, por lo que le era posible recordar (según dijo mi abuelo), fue concebido también.
      »Por fin habían hecho alto. No sabía dónde se hallaban. Al principio, por espacio de algunos días, semanas o meses, su instinto de campesino, adquirido en el ambiente que circundó su infancia o legado quizá por los dos hermanos desaparecidos (uno de los cuales llegó en sus correrías hacia el Oeste hasta el mismo río Misisipí), el instinto que le fue legado junto con las gastadas ropas de antes y otros desechos que dejaron en la cabaña cuando se alejaron por última vez y para siempre, aguzado por su práctica de pequeño cazador, hacía que estuviera siempre orientado, de modo que él mismo afirmaba que, con el tiempo, se sentiría capaz de hallar el camino de regreso a la choza de la montaña.
      »Pero todo eso había quedado atrás, ya no podría haber asegurado exactamente cuál fue el lugar de su nacimiento. Transcurrieron semanas y meses, un año tal vez, desde el instante en que perdió la cuenta de su edad y ya nunca más la recordó con precisión; y así se lo dijo mi abuelo, le dijo que no podía calcularla con menos de un año de aproximación. Ignoraba, pues, de dónde venía, dónde estaba y por qué se hallaba allí. Se contentaba con permanecer en aquel lugar, rodeado de rostros, casi todos los rostros que había conocido en su vida (a pesar de que su número decrecía, disminuía a pesar de los esfuerzos de la hermana soltera que, al poco tiempo, y sin haberse casado, según refirió mi abuelo, tuvo otro niño; disminuía a causa del clima, el calor húmedo) y vivía en una cabaña casi exactamente igual a la de la montaña; salvo que mientras ésta se levantaba de cara al viento fresco, la nueva se alzaba junto a un gran río suave, que a veces parecía no correr y otras veces corría hacia sus fuentes.
      »Hermanas y hermanos se sentían enfermos a veces después del almuerzo, y antes de la hora de cenar habían muerto. Regimientos de negros, custodiados por hombres blancos, plantaban y cultivaban cosas que le eran totalmente desconocidas. Al menos, el padre se ocupaba ahora en algo más que beber, pues salía de la cabaña después del desayuno y regresaba fresco a la hora de la cena, y los alimentaba.
      »Allí vivía también el hombre que era dueño de la tierra y de los negros y, en apariencia, también de los capataces blancos que vigilaban el trabajo. Moraba en la casa más enorme que Sutpen había visto hasta entonces y se pasaba las tardes (contaba cómo solía deslizarse entre la tupida arboleda del parque y, oculto allí, cuerpo a tierra, lo observaba) tendido en un sillón de hamaca hecho con tablas de barrica, entre dos árboles, descalzo, mientras un negro que vestía a diario mejores ropas que las que él, su padre o hermanos habían tenido nunca y esperaban tener en su vida, se ocupaba exclusivamente en servirle bebidas. El niño (tenía once, doce o trece años a la sazón, pues entonces comprendió que había perdido irrevocablemente la noción exacta de su edad) se pasaba la tarde allí y de tiempo en tiempo las hermanas asomaban a la puerta de la cabaña y le ordenaban a gritos que trajese agua o víveres; pero él prefería contemplar a aquel hombre que no sólo tenía zapatos, en pleno verano, sino que ni siquiera tenía la obligación de ponérselos.
      »A pesar de todo, no lo envidiaba. Codiciaba, sí, los zapatos y probablemente le hubiera gustado que su padre poseyese también un mono de paño que le alcanzase la jarra y transportase hasta su choza el agua y la leña que necesitaban sus hermanas para cocinar, lavar y mantener tibio el recinto; pues así el se hubiera ahorrado el trabajo. Tal vez comprendió también el placer que experimentarían sus hermanas, al verse así servidas, ante los vecinos (blancos como ellos, que habitaban en cabañas peor construidas y más descuidadas y abandonadas que las de los negros; aunque las nimbara todavía el brillante halo de la libertad de que carecían los caseríos de esclavos, a pesar de sus techos sanos y sus paredes encaladas).
      »En verdad, no sólo conservaba aún su inocencia, sino que ni siquiera había descubierto que la poseía. No envidiaba a aquel hombre, como no hubiera envidiado tampoco al montañés dueño de un hermoso rifle. Habría codiciado el rifle, pero sin dejar de apoyar y confirmar el orgullo y legítimo placer de su poseedor; pues no concebía la posibilidad de que éste sacara partido de la suerte que le dio el rifle, como podría habérsela dado a otro cualquiera, hasta el punto de decir: Como soy dueño de este rifle, mis brazos y piernas, mi sangre y mis huesos son superiores a los vuestros. Tal cosa sólo se concebiría como la consecuencia de un victorioso duelo de rifle, y ¿cómo enfrentar a otro, armado de negros elegantemente vestidos y del privilegio de poder pasarse las tardes en una hamaca con los pies descalzos? ¿Por qué se libraría semejante lucha, en caso de existir?
      »No sospechó tampoco su inocencia el día en que su padre lo envió a la casa grande con un recado. Había olvidado (o calló deliberadamente) el mensaje; aparentemente no conocía cuál era la ocupación de su padre, o lo que éste fingía hacer, ni qué relación guardaba ese trabajo con el resto de la plantación. Era muchacho de trece o catorce años, no lo sabía a punto fijo; estaba vestido con las ropas que el jefe de la plantación había dado a su padre y que, una vez usadas por éste, fueron acortadas y remendadas por una de sus hermanas hasta adaptarlas a su cuerpo; pero no pasaba por sus mientes la idea de cuál sería su aspecto o qué pensarían los otros de él, como a ninguno se le ocurriría pensar tal cosa de su propia piel. Recorrió el camino, traspuso el portón y siguió el sendero, entre los negros que no hacían otra cosa que plantar flores y recortar el césped el día entero, llegó a la casa, el porche, la puerta principal, pensando que por fin vería su interior y qué otras cosas ha de poseer el hombre que tiene un negro especialmente consagrado a servirle bebidas y quitarle los zapatos que ni siquiera tiene obligación de usar. No se le ocurrió que aquel hombre podría tener menos gusto en mostrarle el conjunto de sus propiedades que el montañés en mostrarle el cuerno para pólvora y el modelo de proyectil que acompañaban a su rifle. Porque todavía era inocente. Lo sabía sin sospecharlo; le contó mi abuelo que, antes de que el simiesco negro que le abrió la puerta acabara de decir lo que dijo, le pareció que se disolvía y que una parte de su ser volvía atrás, recorriendo en un relámpago los dos años de su permanencia en aquel lugar, como cuando uno atraviesa rápidamente una habitación mirando al pasar los objetos que hay en ella y luego se vuelve y observa esos mismos objetos por el otro lado y comprende que no los había visto hasta entonces; así se lanzó a través de aquellos dos años y vio una docena de cosas que sucedieron sin que él se percatara: ese modo especial, silencioso, con que sus hermanas mayores y las otras mujeres blancas miraban a los negros, sin temor ni aversión, pero con una suerte de animadversión reflexiva sin motivo ni causa conocidos, pues era algo heredado por blancos y negros a la par. El efluvio, el sentido de esto, pasaba entre las mujeres de pie a la puerta de sus derruidas cabañas y los negros que pasaban por el camino, sin explicarse suficientemente por el hecho de que los negros iban bien vestidos y no demostraban su antagonismo por medio de provocaciones o sarcasmos, sino haciéndose los desentendidos, demasiado desentendidos. Uno sabía que podía pegarles y que ellos no resistirían ni devolverían el golpe, según contó mi abuelo. Pero nadie lo hacía, porque no eran ellos el objeto del odio; quien los golpeara sabía que era como golpear un juguete, el globo de un niño, con una cara pintada, una cara plácida, tersa, distendida, a punto de estallar en carcajadas; y uno no se atrevía a pegar, porque el juguete estallaría y era mejor dejar que se alejase que permanecer allí, oyendo las risotadas.
      »Recordó conversaciones oídas ante la chimenea, cuando iban visitas a su casa o ellos iban a visitar a otra familia después de la cena, las voces femeninas serenas, graves, pero impregnadas de un no sé qué sombrío y hosco. Algún hombre, por lo general su padre cuando había bebido algunas copas de más, prorrumpía de pronto en una áspera recapitulación de sus propios méritos, el respeto que imponía su valor físico; y el niño de trece o catorce años adivinaba que hombres y mujeres hablaban de la misma cosa innominada, como se habla a veces de las privaciones sin mencionar el asedio, o de la enfermedad, sin hablar de la epidemia.
      »Recordaba que, cierta tarde, él y su hermana marchaban a lo largo del camino cuando oyeron el rumor de un carruaje que se acercaba a ellos; él se hizo a un lado y luego comprendió que su hermana estaba resuelta a no cederle el paso, que seguía caminando por el centro de la carretera, y en el ángulo de su cabeza erguida había una hosca e implacable altivez; él le gritó, y luego sólo vio polvo y caballos espantados que se alzaban de manos, arreos centelleantes y rayos de ruedas. En el carruaje había dos sombrillas, y la voz del cochero negro, tocado con chistera vociferaba: “¡Fuera de ahí, chica! ¡Sal del camino!”, y todo terminó de pronto, todo se alejó: el carruaje y el polvo, los dos rostros que, bajo las sombrillas, clavaban en su hermana miradas hostiles, y luego comenzó a tirar puñados de tierra en dirección a la polvareda que se desvanecía.
      »Y entonces supo, mientras el mayordomo negro semejante a un mono vestido le cerraba el paso con su cuerpo y le hablaba, que no se los había arrojado al cochero de color, sino al polvo mismo que levantaban las altaneras ruedas delicadas, y todo fue igualmente vano. Se acordó de una noche en que su padre entró muy tarde en la cabaña, entró a tropezones; él aunque abotagado todavía por el sueño interrumpido, alcanzaba a olfatear el tufo de whisky y percibía en la voz de su padre el mismo gozo feroz y vengativo: “Esta noche apaleamos a uno de los negros de Pettibone”. Al oírlo se espabiló y preguntó cuál de los negros de Pettibone había sido, y el padre le respondió que lo ignoraba, que en su vida lo había visto. Entonces preguntó qué había hecho el negro, y su padre dijo: “Demonios, ¡era el negro de ese condenado hijo de una perra de Pettibone!”. Sin duda, su pregunta implicaba lo que estaba implícito en la respuesta de su padre, pero entonces él no lo sabía, pues aún no había descubierto su inocencia: no se trataba de un negro real, ser viviente, carnes palpitantes capaces de sufrir y contraerse de dolor y gritar. Hasta le parecía verlos: la penumbra de los árboles turbada por la luz de muchas teas, los feroces rostros histéricos de los blancos, la cara de globo del negro. Quizá las manos de éste estarían atadas, pero ese detalle carecía de importancia; puesto que el rostro no lucharía por liberarse con esas manos, no, estaba suspendido entre ellos, alzado y sereno con su tensión de papel de seda. Luego, uno de ellos amagaría un golpe desesperado e ineficaz contra el globo y todos huirían a la carrera, envueltos y perseguidos por oleadas de risa suave, aterradora y penetrante. Y en ese instante estaba de pie, ante la puerta blanca cuyo vano interceptaba la silueta del negro simiesco, el negro que miraba sus ropas remendadas y míseras, sus pies descalzos, y no creo que hubiera tenido nunca la experiencia de un peine; pues ésa era una de las cosas que sus hermanas guardarían sin duda bajo siete llaves. Jamás se preocupó de su cabello ni de sus ropas, y mucho menos de los ajenos, hasta que vio a aquel mono negro que, sin mérito alguno de su parte, tuvo la dicha de ser educado en una casa de Richmond…
      —O aun de Charleston —interrumpió Shreve con un murmullo socarrón.
      —…mirándolos, y nunca supo cuáles fueron sus palabras, cómo le dijo, sin darle tiempo a dar su mensaje, que jamás volviera a llamar a la puerta principal, sino que entrara por la de servicio.
      »Ni siquiera recordaba cómo se alejó. De pronto descubrió que estaba corriendo a cierta distancia de la casa y siguiendo un rumbo que lo alejaba de la cabaña. No lloró, según dijo. Tampoco se enfureció. Pero necesitaba reflexionar, por eso le hacía falta ir a un sitio donde pudiera estar tranquilo y meditar, y sabía cuál era ese sitio. Se internó en el bosque. Afirma que él no se indicó a sí mismo un lugar fijo: su cuerpo, sus pies, lo hallaron por sí solos. Era un lugar donde una vereda señalada por las patas de los animales silvestres se perdía en un cañaveral, y un roble había caído sobre la senda formando una especie de caverna donde él instaló una parrilla de hierro en la cual solía asar los animalejos que cazaba. Se metió en la cueva, arrastrándose; se sentó, apoyando su espalda contra los raigones y pensó. Porque todavía no lo acababa de entender. No se había dado cuenta aún de que lo que lo turbaba y confundía era su inocencia, puesto que no lo comprendería hasta aclararla situación. Y rebuscaba entre su escaso caudal de experiencia algún elemento de comparación que le permitiera medirlo, y no lo hallaba. Le habían ordenado que llamara por la puerta trasera sin darle tiempo para entregar su mensaje, a él, nacido entre gentes cuyas casas no tienen puertas traseras, sino únicamente ventanas; y quien entra o sale por una ventana se oculta o huye, y él no pretendía ocultarse ni escapar. La verdad era que había venido por asuntos de negocios, con la buena fe comercial que, en su concepto, todos los hombres aceptan. Claro está que no pretendía que le invitase a comer, puesto que el tiempo, la distancia que media entre una olla y otra, no necesita ser medida en horas o días; tal vez no esperaba siquiera que lo hicieran pasar al interior de la casa. Pero tenía derecho a ser oído, puesto que venía, o había sido enviado, por asuntos de negocios (y aunque no recordaba de qué se trataba y posiblemente no lo comprendiera en aquel entonces, según dijo), eran asuntos relacionados con la plantación que mantenía y soportaba la tersa casa blanca y la impecable portada blanca ornamentada con herrajes de bronce y hasta el paño, el hilo y las medias de seda que revestían al simiesco negro que le dijo que se dirigiese a la puerta trasera sin darle tiempo a entregar su mensaje. Era como si lo enviaran con un trozo de plomo a unas balas ya moldeadas para que el propietario del magnífico rifle pudiera dispararlo, y el hombre saliera a la puerta dándole orden de dejar las balas sobre un tronco, al borde de la selva, sin darle tiempo a aproximarse para examinar el rifle.
      »No se enfureció; se lo repitió insistentemente mi abuelo. Quiso reflexionar porque comprendía que era necesario tomar alguna determinación; se veía obligado a tomar alguna resolución al respecto si quería vivir consigo mismo durante el resto de su existencia, y no sabía qué hacer por culpa de aquella inocencia que acababa de descubrir en sí mismo y con la cual se veía obligado a entrar en litigio (con la inocencia, no con el hombre ni con la tradición). Sólo podía compararla y pesarla con la analogía del rifle, y de ese modo no sacaba nada en limpio. Lo tomó con la más absoluta tranquilidad, dijo, sentado allí, abrazando sus rodillas, la espalda reclinada contra los raigones en la pequeña cueva junto a la vereda del bosque, allí desde donde veía pasar, cuando el viento soplaba en cierta dirección, un gamo a tres metros de distancia; discutía consigo mismo, serenamente, y ambos contrincantes estaban de acuerdo en que, si hubiera otra, una persona mayor y más experimentada… Pero no la había, estaban ellos solos, encerrados en un mismo cuerpo, disputando con toda tranquilidad: Pero yo soy capaz de pegarle un tiro. (No al negro simiesco. No era él el verdadero enemigo, como no lo fue tampoco el negro que su padre ayudó a azotar aquella noche.) El negro era solamente otro rostro inflado, otro globo satisfecho y abierto, distendido en esa risa suave, sonora y terrible; no se atrevía a hacerlo estallar. Su cara lo miraba a través del vano de la puerta entreabierta durante aquel instante en el cual, sin que se diera cuenta de ello, algo de su propio ser huyó. Y no pudo cerrarle los ojos, mientras los contemplaba en el inflado rostro, como lo contemplaba también el otro (el que ni siquiera tenía que ponerse los zapatos que compraba, el que estaba protegido y guardado de seres como Sutpen por la risa encerrada en el globo) desde algún lugar invisible donde en ese momento se escondía. Miraba al niño parado ante la puerta cerrada, con sus ropitas remendadas y sus pies anchos y descalzos, pero a través del niño y más allá de su cuerpo, divisaba al padre, a las hermanas y hermanos, con mirada de propietario, de rico, como los miró sin duda desde un principio: ganado, seres pesados y toscos, brutalmente evacuados a un mundo que no guardaba para ellos esperanza ni meta, capaces de reproducir a su vez con bestial y viciosa fecundidad, duplicándose, triplicándose, multiplicándose, llenando el espacio y la tierra de una raza cuyo porvenir era una sucesión de ropas remendadas y compuestas compradas a un crédito exorbitante, porque eran blancos, en comercios donde esas mismas ropas se regalaban a los negros. No tendrían otra herencia que el rostro del globo, inflado de risa que contempló cierto día a un olvidado antepasado sin nombre que llamó, siendo niño aún, a una puerta y a quien un negro dijo que llamara a la puerta de servicio: Pero le pudo pegar un tiro, se dijo a sí mismo; y el otro: No, sería inútil. Y el primero: ¿Qué hacemos, entonces? Y el otro: No sé. Y el primero: Yo puedo matarlo, puedo deslizarme a través de la arboleda y quedarme allí hasta que salga a tenderse en la hamaca: entonces lo mataré. Y el otro: No, sería inútil. Y el primero: ¿Qué hacer, entonces? Y el otro: No sé.
      »Después tuvo hambre. Llegó a la casa grande antes del almuerzo y ya no había sol en su escondite, aunque todavía se velan sus últimos rayos en las copas de los árboles vecinos. Pero el estómago ya le había dicho que era tarde y que sería más tarde aún cuando llegara a su casa. Y entonces, dijo, comenzó a pensar: Mi casa, mi casa; y al principio le pareció que estaba a punto de reírse y siguió repitiéndose que era risa, después de saber la verdad; hogar, y saliendo del bosque se acercó a él y, oculto todavía, lo observó: toscas paredes de troncos medio podridos, techo ruinoso en el que faltaban tejas que ellos no reponían, contentándose con colocar latas y cubos bajo las goteras; la cocinita anexa que estaba bien así, pues de cualquier modo, cuando hacía buen tiempo no importaba que careciese de chimenea, y cuando llovía, no la usaban para nada. En el frente, su hermana echaba agua, rítmicamente, en la tina de lavar ropa; su espalda uniforme bajo el vestido de guinga se volvía hacia 61, sus pies estaban metidos en un par de zapatos viejos del padre, desatados y rotos bajo las desnudas pantorrillas; anchas las caderas como las de una vaca. El trabajo mismo que ejecutaba en aquel instante era brutal y estúpidamente desproporcionado a su compensación, esencia primaria de la labor más ruda reducida a un crudo absoluto que sólo querría y podría soportar una bestia.
      »Y ahora (añadió) le asaltaba por vez primera la idea de qué respondería a su padre cuando el anciano le interrogara sobre el recado, ¿mentiría o no? Si mentía, lo más probable era que fuese descubierto en seguida; pues sin duda el hombre había enviado ya a uno de sus negros para descubrir por qué no se había hecho lo que su padre había dejado de ejecutar, excusándose… suponiendo, claro está, que el mensaje fuera ése, cosa muy verosímil, conociendo a su padre. De modo que sólo le quedaba la hermana, que no parecía esperarla llegada de la leña, sino su propio regreso para tener la oportunidad de ejercitar sus cuerdas vocales gritándole que fuese en busca de leña. Él no se negó ni puso objeciones, sencillamente no la oía, no prestaba atención a sus palabras, porque continuaba pensando. Entonces llegó el padre y la hermana lo acusó; y el padre lo obligó a salir en busca de leña, y no se dijo ni una palabra acerca del mensaje mientras cenaban ni mientras él se dirigía al jergón donde dormía, sin otro trámite previo que el de tenderse en él. Pero esa vez no durmió, permaneció quietecito, apoyada la cabeza en ambas manos, sin decir una palabra sobre el asunto porque aún no sabía si mentiría o no. Lo peor del caso (según dijo mi abuelo) era que todavía no se le había ocurrido lo más terrible de todo; permaneció acostado mientras en su interior disputaban los dos contrincantes, por riguroso turno, serenos, hasta echándose atrás para mostrarse tranquilos, razonables y pacíficos: Pero lo puedo matar. No, sería completamente inútil. ¿Qué haremos, entonces? No sé. Y él escuchaba, sin mucho interés, según afirmó, los oía sin prestarles atención. Porque no había medido lo que ahora le hacía meditar. Estaba allí, era cosa natural en un muchacho de su edad, y no paraba mientes en ello porque era lo que pensaría cualquier niño como él, y sabía que para poder vivir consigo mismo era necesario aclarar las cosas como un hombre, a fuerza de meditar. Aquel negro no me dejó siquiera decirlo que tenía que decir, de modo que ahora él (ya no se trataba del negro) lo ignora y no se hará lo que hay que hacer; y él no sabrá que no se hizo hasta que sea demasiado tarde; así pagará lo que le obligó a hacer a ese negro. Aunque hubiese ido a decirle que la casa o el establo ardían, el negro no me hubiera dejado decírselo. Y luego contó que repentinamente, ya no fue un pensamiento, fue algo que gritaba tan fuerte que podían oírlo sus hermanas desde el otro jergón, y su padre que, desde la cama que ocupaba con los dos hermanitos pequeños, llenaba la habitación de un ronquido alcohólico: ¡No me dejó siquiera decírselo! Era algo demasiado rápido y confuso para ser un pensamiento, todo le gritaba de pronto, todo bullía y se derramaba sobre él como la carcajada del negro: No me dejó siquiera decírselo, y papá no me preguntó si lo dije o no; y él no sabe ahora que papá le envió el mensaje; de modo que ya no importa que lo haya recibido o no, ni siquiera al mismo papá. Llegué hasta aquella puerta nada más que para oír de boca del negro que nunca volviese a llamar a la puerta principal, y el darle o no mi mensaje no puede beneficiarlo ni perjudicarlo a él; no hay en el mundo beneficio ni perjuicio que yo pueda hacerle. Fue así, aseguró, fue como una explosión, un resplandor brillante que desapareció sin dejar rastros ni cenizas: sólo una vasta llanura sin fronteras en medio de la cual se alzaba, como un monumento, la silueta de su intacta inocencia. Ella lo adoctrinaba con la misma calma con que hablaban hace un momento los otros, utilizando el ejemplo del rifle para enseñarle su lección, y cuando dijo ello en vez de él, quiso decir algo mucho más importante que todos los míseros mortales bajo el sol que pueden recostarse toda la tarde en una hamaca y quitarse los zapatos.
      »Y él pensó: “Si tratara de luchar contra los poseedores de espléndidos rifles, lo primero que haría sería conseguirme lo más parecido a un buen rifle que pudiera pedir, robar o fabricar, ¿no es así?”. Y se respondió “Así es”. “Pero ahora no se trata de rifles. De modo que para combatir contra ellos tienes que poseer lo que ellos tienen, lo que permite a ese hombre hacer lo que hace. Necesitas tierras, y negros, y una hermosa casa para combatir contra ellos. ¿Comprendes?”. Y él respondió nuevamente: “Si”. Aquella noche se fue.
      »Despertóse antes del amanecer y salió como había ido a acostarse: levantándose del jergón y abandonando la casa de puntillas. Nunca volvió a ver a ningún miembro de su familia.
      »Partió hacia las Indias Occidentales.
      Quintín no se había movido, ni siquiera para levantar la cabeza, inclinada en meditabunda actitud sobre la carta abierta que descansaba sobre el abierto libro de texto, delante de él y a cada lado del libro, sus manos; y la carta, medio elevada por la sola fuerza del pliegue transversal, como si hubiera aprendido la mitad del secreto de la suspensión.
      —Eso fue lo que refirió Sutpen. Él y mi abuelo se habían sentado en ese momento sobre unos troncos porque los perros se habían detenido. Es decir, la pista terminaba en un árbol: un árbol del cual el arquitecto no podía haber descendido y que, evidentemente, había escalado, pues encontraron el tronco de un pequeño pino con sus tirantes atados en un extremo, el que le había servido sin duda para subir al árbol. En un principio no entendieron el porqué de esos tirantes, y pasaron tres horas antes de que se percataran de que el arquitecto había recurrido a la arquitectura, a la física, para eludir su persecución, del mismo modo que el hombre recurre, en el momento de crisis, a lo que sabe mejor: el asesino, al homicidio; el ladrón, al hurto; el falsario, a la mentira. El arquitecto preveía la acción de los negros salvajes, aunque no pudo adivinar que Sutpen se procuraría también perros; escogió el árbol y transportó su largo palo de pino, calculó la tensión, la distancia y la trayectoria y luego atravesó la distancia que lo separaba del árbol más próximo, abismo que no podría haber salvado la más ágil de las ardillas voladoras, y siguió viajando así de un árbol a otro durante cerca de media milla antes de poner nuevamente pie en tierra. Pasaron tres horas antes de que uno de los negros salvajes (porque los perros no quisieron apartarse del árbol: decían que él estaba allí) diera con el lugar de su descenso. Por eso Sutpen y mi abuelo se sentaron sobre el tronco a conversar, y uno de los esclavos volvió al campamento en busca de víveres y el whisky sobrante, y convocaron a los demás con cuernos, y cenaron; pero mientras aguardaban, él prosiguió con su relato.
      »Se fue a las Indias Occidentales. Así lo dijo Sutpen: no explicó cómo se había enterado de la existencia y situación de las Indias Occidentales ni de dónde zarpaban los navíos que a ellas llevaban, ni cómo llegó a un puerto y embarcó en uno de esos navíos, ni qué le pareció el mar, ni cuáles fueron las asperezas de su vida de marino, que debió de haber sido muy dura para un muchacho de catorce o quince años, que veía el mar por primera vez en su vida y salía a navegar en 1823. Sólo dijo: “Entonces me fui a las Indias Occidentales”, sentado allí, sobre un tronco, junto mi abuelo, mientras los perros circundaban aún el árbol donde (según creían) estaba el arquitecto; puesto que no había otra solución. Y lo repitió con las mismas palabras treinta años más tarde, sentado en el despacho de mi abuelo (pero esta vez con su ropa fina, aunque un poco manchada y raída después de tres años de guerra), tintineantes los bolsillos de monedas y con su hermosa barba: barba, cuerpo e inteligencia habían llegado entonces a ese apogeo de todas las partes integrantes del hombre, en el cual éste puede decirse: Hice todo cuanto me propuse hacer. Ahora podría detenerme si quisiera; y nadie, ni siquiera yo mismo, podría acusarme de indolencia. Quizás sea éste el instante que invariablemente elige el Destino para traicionarnos, pero la cumbre nos parece tan sólida y estable que el primer paso de la caída permanece oculto por un espacio de tiempo. Lo decía con la cabeza erguida en esa actitud tan suya, que nadie supo de quién lo había copiado, ni dónde la había aprendido, como no fuera del mismo libro donde aprendió las palabras, las frases jactanciosas que (según decía mi abuelo) usaba hasta para pedir una cerilla con que encender su cigarro o para ofrecer un cigarro. Pero no había en ella nada de cómico ni de vanidoso, debido a esa inocencia que jamás perdió por completo, pues aquella noche, cuando por fin le dijo lo que debía hacer, se olvidó de ella y al cabo de los años ignoraba que aún la poseía.
      »Y se lo dijo mi abuelo, se lo dijo (fíjate bien) sin pedir disculpas ni compasión, sin dar explicaciones: le contó mi abuelo cómo había repudiado a su mujer, como los reyes de los siglos XI y XII: “Descubrí que, sin culpa suya, no era ni podía ser nunca un instrumento de ayuda o cooperación para el propósito que acariciaba; de modo que dispuse todo lo necesario para que nada le faltara, y la repudié”. Hablaba con mi abuelo en ese mismo tono, mientras ambos, sentados sobre un tronco, aguardaban a los negros que habían de regresar con los demás invitados y el whisky. “Y entonces partí hacia las Indias Occidentales. Fui a la escuela durante algunos meses del invierno, y aprendí algo acerca de ellas, lo suficiente para comprender que era el lugar más adecuado para llevar a cabo mis proyectos”. No recordaba cómo había ido a esa escuela. Es decir, no sabía cómo se le había ocurrido a su padre la idea de enviarlo a ella, qué visión o fantasma nebuloso se había plasmado, entre la bruma del alcohol, las azotainas a los negros y las tretas para eludir el trabajo que formaban la mente de su padre: una imagen que no era de ambición ni de gloria, que no deseaba ver a su hijo en mejores condiciones por su propio bien, ni siquiera un impulso de rebelión contra la casa cuyas goteras habían llovido sobre cien familias como la suya, familias que llegaron y vivieron bajo su techo y se desvanecieron sin dejar rastro, nada, ni siquiera trapos viejos o loza desportillada. Lo más probable es que lo hiciera movido por una envidia vengativa hacia dos o tres plantadores a quienes trataba de cuando en cuando. Sea como sea, lo cierto es que el muchacho concurrió a la escuela durante dos o tres meses del invierno: el adolescente de trece a catorce años en el aula llena de niños menores que él y más adelantados.
      »Probablemente, era más corpulento que el maestro (el tipo de maestro que enseñaría en esa escuela rural de una sola aula, perdida entre las plantaciones de Tidewater) y mucho más varonil que 61; probablemente llevó a la escuela, junto con su grave y atenta reserva de montañés, una buena dosis de insubordinación latente, de cuya existencia no se había dado cuenta, como no se percataba tampoco de que el maestro le tenía miedo. No era rudeza, ni tampoco podríamos llamarlo orgullo, más exacto sería afirmar que se trataba de esa confianza en sí mismo que infunde la vida solitaria de la montaña, ya que parte de su sangre (su madre era mujer montañesa, una escocesa que, según le contó Sutpen mi abuelo, nunca llegó a hablar bien en inglés) hablase formado entre las cumbres. Lo cierto es que esa parte de su serle impidió aprender de memoria áridas sumas y cosas semejantes: pero le permitió escuchar cuando el maestro leía en alta voz.
      »Fue enviado a la escuela, donde, dijo, “aprendí muy poco”, salvo que la mayoría de las acciones que puede realizar el hombre, sean malas o buenas, obtengan recompensa, alabanzas o reprobación, habían sido realizadas ya y sólo podían aprenderse en los libros. Por eso escuchaba cuando nos leía. Ahora comprendo que casi siempre recurría a la lectura en alta voz cuando comprendía que había llegado el instante en que la clase entera estaba a punto de levantarse e irse. Pero, sea cual fuese el motivo, lo cierto es que nos leía, y yo escuchaba sin saber que, merced a esa atención, me estaba equipando para poner en práctica mis proyectos futuros mucho mejor que si hubiese aprendido de memoria todas las sumas y restas de la cartilla. Así fue cómo aprendí lo referente a las Indias Occidentales. No sabía dónde estaban, aunque si hubiera previsto entonces que ello me sería útil algún día, lo hubiera aprendido también. Lo que aprendí es que existe un lugar llamado Indias Occidentales, donde van los pobres en barcos y se hacen ricos, no me importaba gran cosa cómo, siempre que sean inteligentes y valerosos; creía tener valor y creía que (si era posible adquirirla a fuerza de energía y voluntad, en la escuela del esfuerzo y la experiencia) tendría también la inteligencia. Recuerdo que una tarde, cuando terminaron las clases, me quedé esperando al maestro, un hombrecillo que parecía siempre polvoriento, corno si hubiera nacido y pasado toda su vida en buhardillas y depósitos. Recuerdo cómo se sobresaltó al verme, y en aquel momento pensé que, si lo hubiese golpeado, no se hubiese oído un grito, sino solamente el ruido del golpe; y una nube de polvo flotaría en el aire, como cuando se pega sobre una alfombra tendida en una cuerda. Le pregunté si era cierto cuanto nos había leído acerca de los hombres que se enriquecían en las Indias Occidentales.“¿Por qué no lo sería?” —repuso, retrocediendo—. “¿No oíste lo que leí en ese libro?”. “Y, ¿cómo puedo saber yo si lo que usted leía estaba realmente en el libro?”, dije: Yo era muy ingenuo, muy rústico, como ve. No había aprendido a leer mi propio nombre, aunque hacía ya tres meses que concurría a la escuela, creo que no aprendí más de lo que sabía cuando pisé el aula por primera vez. Pero era necesario que aprendiese, ¿comprende? Tal vez el hombre prepara su futuro de muchos modos, acumulando materiales para el cuerpo que será suyo mañana o el año venidero, y también actos y consecuencias irrevocables de esos actos que sus débiles sentidos y su inteligencia no pueden prever; pero que al cabo de diez, o veinte, o treinta años habrá de aceptar si quiere sobrevivir al acto. Quizá fuera ese instinto y no yo quien se aferré a uno de sus brazos cuando él retrocedió (yo no ponía en duda sus palabras. Creo que, en ese instante, a esa edad, fui capaz de comprender que no podía haberlo inventado; pues carecía de la cualidad que permite a un hombre engañar con mentiras, aunque sólo sea a un niño. Sin embargo, era menester cerciorarse por cualquier método a mi alcance. Y el único que estaba a mi alcance era él) y me clavó los ojos irritados; y mientras forcejeaba, yo me aferraba a él y le decía con gran serenidad: “Suponga usted que yo vaya allí y me encuentre con que todo es mentira”; pero él gritaba ya: “¡Socorro! ¡Socorro!”, y tuve que soltarlo. De modo que, cuando llegó el momento en que supe que, para llevar a cabo mis propósitos, necesitaba ante todo dinero, una gruesa suma de dinero, y en un futuro inmediato, me acordé de lo que nos había leído y fui a las Indias Occidentales, dijo mi abuelo.
      »Poco después, los otros invitados comenzaron a llegar y también llegaron los negros con una cafetera, un pernil de ciervo y el whisky (y también una botella de champaña que había pasado inadvertida, dijo mi abuelo) y Sutpen interrumpió su relato. Nada añadió hasta después de la comida cuando todos se pusieron a fumar mientras los negros y la jauría buscaban en todas direcciones. Tuvieron que llevarse los perros a viva fuerza para alejarlos del árbol y especialmente del retoño de pino en torno del cual había atado el arquitecto sus tirantes; pues no era solamente lo último que había tocado, sino lo que tocó con desafiante alegría cuando vio ante sí la oportunidad de eludir a sus perseguidores; y los perros olfateaban al hombre y su alegría, enfurecidos.
      »Negros y mastines se alejaron, hasta que, cerca del amanecer, uno de los esclavos gritó. (Él había permanecido silencioso, contaba mi abuelo, reclinado sobre el codo, con sus magníficas botas y los únicos pantalones que tenía y la camisa que se puso al salir del barro, cuando comprendió que tendría que ir en busca del arquitecto si quería verlo vivo, y se lavó y vistió. No hablaba ni escuchaba, probablemente, mientras los demás hablaban de algodón y política, fumaba en silencio el cigarro que le había dado mi abuelo y contemplaba el rescoldo mientras en su imaginación volvía a hacer el viaje a las Indias Occidentales que emprendió a los catorce años, sin saber adónde se dirigía ni qué probabilidades tenía de llegar a destino, sin saber si mentían o no los hombres que le aseguraron que el barco iba allí como no pudo saber si decía la verdad el maestro en lo referente al libro. Y nunca dijo si el viaje fue duro o no, y qué tuvo que soportar para efectuarlo. Pero en aquel entonces creía que lo único necesario era valor y sagacidad; poseía el primero y estaba dispuesto a adquirirla segunda en cualquier forma, y 10 más probable es que la áspera travesía lo consolara. Y los hombres que le aseguraron que el barco iba hacia las Indias Occidentales no mintieron, porque en aquel tiempo, decía mi abuelo, no hubiera creído en nada que fuera fácil.) El negro gritó: “¡Allí es!”, y todos se levantaron y encontraron el lugar donde el arquitecto había descendido y conseguido tres horas de delantera. Por consiguiente, era necesario apresurarse y no había tiempo para hablar; o al menos, él no parecía dispuesto a reanudar el relato.
      »Entonces se puso el sol y los demás tuvieron que regresar a la ciudad; todos se fueron, excepto mi abuelo, que quería oír el fin de la historia. Mandó decir por uno de los otros (era soltero en aquel entonces) que no regresaría aquella noche, y acompañó a Sutpen hasta que todo quedó sumido en tinieblas. Dos de los negros (se hallaban a la sazón a unas trece millas del campamento de Sutpen) habían regresado en busca de mamas y provisiones. Oscureció, y los esclavos comenzaron a encender teas de pino a cuya luz avanzaron un poco más, lo que el tiempo les permitió, ya que sabían muy bien que el arquitecto se vería obligado a detenerse a la caída del sol para no desorientarse.
      »Mi abuelo recordaba así la escena: él y Sutpen llevaban los caballos del cabestro (de cuando en cuando, se volvía y veía relucir los ojos de los animales a la luz de las teas y agitar sus cabezas, mientras las sombras se deslizaban en torno de sus ancas), la jauría y los negros (que estaban casi todos en cueros vivos, a excepción de unos pantalones en éste o aquél) que llevaban las humeantes teas de pino alzadas por encima de sus cabezas. Bajo la luz rojiza movíanse redondos cráneos, brazos fornidos y cuerpos recubiertos por el barro que “vestían” en la ciénaga, para resguardarse de los mosquitos: un barro seco, duro y reluciente corno vidrio o porcelana. Proyectaban sombras que en un instante eran más altas que ellos y, al siguiente, habían desaparecido; hasta los árboles, las malezas, los arbustos se desvanecían de un momento a otro, pero uno adivinaba su presencia, pues se los presentía con la respiración, como si, invisibles, comprimieran y condensaran el invisible ambiente que respiraban.
      »Y contó que Sutpen reanudó el relato, repitiéndole lo mismo sin percatarse de que era una segunda parte, y afirmó que hay en el destino de cada hombre (o en el hombre mismo) algo que obliga a la fatalidad a amoldarse a él como se amolda la ropa al cuerpo de quien la viste, como la casaca nueva que podría haber servido para mil hombres; sin embargo, después que alguien la ha usado por algún tiempo, ya no sirve para nadie más, como puede verlo cualquiera, aunque sólo examine una manga o una solapa. Así su destino…
      —El del demonio —dijo Shreve.
      —…se había adaptado a él, a su inocencia, a su prístina aptitud para el drama y su heroica sencillez infantil, del mismo modo que el magnífico uniforme de paño que durante cuatro años vistió a diez mil hombres, el que llevaba aquella tarde en que visitó el despacho de mi abuelo, treinta años después se hubiera amoldado a su gesto altanero y a la jerga forense que utilizaba para afirmar tranquilamente, con la franca inocencia que denominamos «infantiles» (aunque el niño es la única criatura viviente que jamás es inocente y franca) las cosas más sencillas y más espantosas. Le refirió nuevas cosas, entró en materia sin explicarle cómo había llegado a aquel punto de su relato, ni cómo sucedió lo que estaba refiriendo (era evidente que tenía unos veinte años cuando le ocurrieron tales aventuras, cuando se acurrucaba en la oscuridad junto a una ventana y disparaba los mosquetes que alguien cargaba y le pasaba luego).
      »Se introdujo, junto con mi abuelo, en aquella casa sitiada en Haití con la misma sencillez con que se trasladó a las Indias Occidentales, diciendo que decidió ir allá y allá se fue. Esta anécdota no continuaba la otra, sino que le había sido sugerida por la presencia de los negros que caminaban delante de ellos con sus antorchas. No explicó cómo arribó a su meta ni qué sucedió durante los seis años que mediaron entre el día en que decidió ir a las Indias Occidentales a fin de enriquecerse y aquella noche en que, transformado en capataz o algo así de un francés, dueño de un ingenio azucarero, se encontró sitiado en la casa con la familia de su patrón. Y mi abuelo dijo que entonces mencionó por primera vez aquello, fue una sombra que asomó un instante para desvanecerse luego; pero no del todo…
      —Se trata de una muchacha —dijo Shreve—.
      —No me digas nada; continúa.
      La sombra de aquella mujer que, según le refirió treinta años más tarde a su amigo, resultó inadecuada para sus Emes y fue repudiada, no sin asignársele ante todo lo necesario para su manutención. Junto a ellos había unos cuantos sirvientes mulatos aterrorizados a quienes de cuando en cuando alejaba de las ventanas obligándolos, a fuerza de empellones e injurias, a ayudar a la muchacha a cargar las armas que disparaban, a través del vano, Sutpen y el dueño del ingenio. Me imagino que mi abuelo, como tú ahora, repetiría: «¡Espere, espere un poco, por Dios!», hasta que por fin se detuvo y retrocedió para comenzar de nuevo con un poco de consideración hacia las causas y efectos; aunque no por la continuidad lógica de los hechos.
      »Quizá en aquel momento estuviesen otra vez sentados, al dar por terminada la marcha nocturna; y los negros ya habrían levantado las tiendas y cocinado la cena mientras ellos (Sutpen y mi abuelo) beberían una parte del whisky y comerían, y se sentarían luego ante el fuego para beber otra copa, y Sutpen repetiría el cuento, pero sin aclarar mucho las cosas: el cómo y el porqué estaba allí y qué era en aquel instante, pues no hablaba de sí mismo. Contaba una aventura. No se jactaba de sus hazañas: contaba lo que había sucedido a un hombre llamado Tomás Sutpen. La historia hubiera sido la misma si el protagonista no hubiera llevado nombre alguno, si se la refiriere a propósito de alguien o de nadie, una noche cualquiera, entre unas copas de whisky.
      »Tal vez eso contribuyó a detenerlo. Pero no fue suficiente para aclarar el relato. Todavía no estaba narrando las aventuras de un cierto Tomás Sutpen. Mi abuelo dice que la única referencia que hizo a los seis o siete años que pasaron, que debieron de transcurrir en alguna parte, fue la mención del patois que hubo de aprender para ejercer sus funciones de capataz en la plantación, y el francés que aprendió no para comprometerse en matrimonio quizá, pero sí para repudiar más tarde a la mujer que se casó con él.
      »Creyó (según dijo entonces) que bastaba con una buena dosis de valor y agudeza; pero a la larga descubrió que se había equivocado y lamentó no haber estudiado mejor cuando se sintió atraído por las Indias Occidentales, cuando descubrió que las gentes no hablaban todas el mismo idioma y que, si no quería que la ambición a la cual se había consagrado naciera muerta, además de valor e ingenio, necesitaría aprender otra lengua. Y la aprendió, supongo, como aprendió el oficio de marino; porque mi abuelo le preguntó por qué no se había buscado una muchacha con quien vivir y luego, a su lado, el aprendizaje hubiera sido placentero. Pero (contaba luego) sentado allí, mientras el resplandor de la hoguera danzaba sobre su rostro, ojos y barba, tranquila y brillante la mirada, Sutpen dijo: “Hasta aquella noche de la que hablo (y hasta mi primer matrimonio, me atrevería a añadir) yo era todavía virgen. Probablemente no me creerá usted; y si trato de explicarme no creerá, menos aún. Por ello sólo le diré que todo formaba parte del proyecto que acariciaba en mi mente”. Decía mi abuelo que fue la primera vez que le oyó decir algo con sencillez y serenidad. Le respondió: “¿Por qué no había de creerle?”, y él continuó mirándolo con la misma mirada límpida y tranquila, y dijo: “¿Me cree usted? Sin duda no tiene tan pobre opinión de mí como para pensar que a los veinte años nunca había sufrido ni ocasionado una tentación”. Y mi abuelo repuso: “Tiene razón. No debería creerlo, pero lo creo”. De manera que no se trataba de asuntos de faldas y menos de amoríos: la mujer, la jovencita, aquella sombra capaz de cargar un mosquete pero no de dispararlo por la ventana abierta, aquella noche (ni las otras siete u ocho noches que pasaron, acurrucados en las tinieblas, vigilando desde la ventana los cobertizos o graneros, o como se llamen los depósitos donde suele almacenarse la caña de azúcar, y los campos también, los campos incendiados y humeantes. Él contaba que ese olor lo inundaba todo, no se percibía otro aroma que ese tufo dulzón y penetrante, como si todo el odio inexorable, los mil años oscuros y secretos que engendraron ese odio, intensificaran el olor del azúcar; y mi abuelo contaba que Sutpen jamás tomaba azúcar en el café, cosa que él no se explicó hasta ese instante. Para cerciorarse, le preguntó y Sutpen le dijo que así era, en efecto; que nunca se atemorizó hasta que ardieron las plantaciones y los depósitos, y quedó olvidado el olor del azúcar quemado, pero que jamás toleró ese olor en todo el resto de su vida)… la niña asomó un segundo apenas en la narración, en una palabra casi, de modo que mi abuelo decía que era como si la hubiera visto un segundo al resplandor del fogonazo de un mosquete: un rostro inclinado, una mejilla, un mentón apenas dibujado tras la cortina de cabellos sueltos, un delgado brazo blanco que se levantaba, una mano delicada aferrando un bastón…, nada más.
      »No obtuvo más detalles ni informaciones sobre el punto ni acerca del cómo y el porqué pasó de la plantación que vigilaba al interior de la casa sitiada cuando los negros se lanzaron sobre él blandiendo sus machetes; como tampoco supo jamás cómo pasó de la ruinosa cabaña de Virginia a la plantación de caña. Lo primero (decía mi abuelo) le parecía más inverosímil aún que el viaje desde Virginia que, al fin y al cabo, supuso cierto espacio de tiempo y una distancia que hubo de ser salvada en cierto lapso; puesto que el tiempo es siempre más largo que la distancia. Mientras que el otro, el paso de los campos a la casa sitiada, hubo de ocurrir en una suerte de violenta abolición más breve que el tiempo necesario para referirla, una condensación temporal que era prenda de su propia violencia, y él lo refería en su agradable estilo anecdótico, levemente forense, tal como lo recordaba, impresionado por los hechos con la fuerza de una curiosidad impersonal y lejana que ni siquiera el miedo (la única vez que habló del miedo, usó el mismo proceso inverso, mencionando un momento en que no se atemorizó antes de que comenzara su miedo) lograba incitar especialmente. No tuvo miedo sino cuando todo estaba ya terminado, decía mi abuelo; porque el asunto no era para él sino eso, un espectáculo, algo que valía la pena contemplar porque quizá no volvería a suceder nunca. Su inocencia actuaba todavía y por eso no supo lo que era temor hasta después de terminado todo; no sospechó siquiera que, en un principio, no había sentido espanto; no se percató de que había hallado el lugar donde el dinero se obtiene rápidamente si se tiene valor e ingenio (pero él no hablaba de agudeza, sostenía mi abuelo. Lo que quería decir era “falta de escrúpulos”; pero ignoraba ese giro porque sin duda no figuraba en el libro que leía su maestro. Tal vez eso era lo que entendía por valor), pero donde la mortalidad estaba en proporción directa al dinero y el brillo de las monedas no era el del oro, sino el de la sangre. Ese rincón de la tierra pudo haber sido creado o reservado por el cielo (afirmaba mi abuelo) para teatro de todas las violencias, injusticias, odios y pasiones satánicas del apetito y la crueldad humana, como refugio de la desesperada furia de todos los parias, proscritos y condenados: el islote engarzado en un mar sonriente, preñado de furia y de un increíble color azul índigo, a medio camino entre lo que llamamos selva y lo que llamamos civilización, a medio camino entre el oscuro continente inescrutable del cual se raptaba violentamente la sangre negra, y los huesos, la carne, el pensamiento, el recuerdo, las esperanzas y deseos, y la otra tierra fría a la cual se les condenaba; la tierra y el país civilizado que habían expulsado una parte de su propia sangre, pensamiento y ansia, demasiado torpes para ser soportados más tiempo, y los habían depositado, desolados y sin hogar, en medio del océano solitario (sobre un islote perdido en una latitud que requeriría diez mil años de herencia ecuatorial para poder tolerar su clima; en un suelo abonado con la sangre negra de dos milenios de opresión y explotación, que acabó por florecer en una increíble paradoja de pacifica vegetación y flores encarnadas y cañas de azúcar del tamaño de un árbol, tres veces más altas que un hombre, cada una de cuyas libras, aunque ligeramente más voluminosas, tenía el mismo valor de una libra de ganga de plata, como si la naturaleza llevara sus libros e hiciera balances y ofreciera recompensas por los miembros desgarrados y los desolados corazones, aunque el hombre no lo haga; como si la semilla de la naturaleza y del hombre fuera regada por la sangre inútil y oreada por los vientos que hicieron huir en vano a los navíos perdidos, en medio de cuyo rugir se hundió en el mar azul el último jirón de vela junto con el postrer clamor desesperado y vano de niño o de mujer) lo plantado por el hombre también; los huesos intactos todavía, los cerebros en los que aún claman venganza la vieja sangre insomne ya desaparecida en la tierra que se pisa. Y él lo vigilaba todo, recorriendo pacíficamente la región montado en su caballo mientras aprendía el idioma (esa frágil hebra delgada, decía mi abuelo, que une las pequeñas aristas y ángulos superficiales de la secreta vida solitaria de los seres humanos, las une por un instante aislado antes de que vuelvan a hundirse en las tinieblas donde el espíritu clamó por vez primera sin ser oído y donde lanzará su último grito sin que llegue tampoco a otro ser), sin saber que cabalgaba sobre el volcán, oyendo por las noches cómo se estremecía y vibraba el aire con el redoble de los tambores y el rumor de los cantos, sin sospechar que oía al mismo corazón de la tierra.
      »Él creía (afirmaba mi abuelo) que la tierra era bondadosa y suave, que las tinieblas eran algo que se ve, o en las cuales no puede verse nada; vigilaba lo que debía y no sospechaba lo que estaba vigilando en sus diarias salidas de una fortaleza armada hasta que llegó, por fin, el día. Tampoco refirió aquello, cómo llegó el día, cuáles fueron los sucesivos acontecimientos que lo prepararon; parecía que los ignorase, según afirmaba mi abuelo, parecía como si no hubiese comprendido lo que a diario presenciaba, por culpa de esa inocencia: un hueso de cerdo al cual permanecía adherido un trozo de carne putrefacta, un puñado de plumas de pollo, un trapito sucio dentro del cual había unas piedras, que se encontró un día bajo la almohada del anciano sin que nadie supiera cómo había ido a parar allí; porque lo encontraron cuando ya habían desaparecido los sirvientes mestizos, y el patrón le dijo que las manchas del trapo no eran de tierra ni de grasa, sino de sangre, y lo que él tomó por la furia francesa del anciano era en realidad miedo, terror, que Sutpen contemplaba con interés y curiosidad porque el patrón y su hija no eran para él sino dos extranjeros.
      »Aquella noche le contó mi abuelo que hasta el comienzo del asedio no se le ocurrió ni una vez la idea de que ignoraba el nombre de pila de la muchacha, ni siquiera estaba cierto de haberlo oído. También le dijo, al pasar, como quien saca el comodín de un nuevo mazo de cartas y luego no puede acordarse si lo ha sacado o no, que la mujer del patrón había sido española; y fue mi abuelo, no Sutpen, quien comprendió que, hasta la primera noche del ataque, no había visto a la muchacha ni en una docena de oportunidades. Por fin hallaron el cadáver de uno de los mestizos; Sutpen lo buscó por espacio de dos días sin sospechar que estaba lanzándose contra un muro espeso de negros rostros misteriosos, un muro detrás del cual se venía preparando algo que no podía ser cualquier cosa, más tarde supo que así era, en efecto; y al tercer día encontró el cadáver en un lugar donde no podía menos de haberlo visto la primera hora del primer día, si hubiese estado allí.
      »Hablaba sentado sobre el tronco, contaba mi abuelo, refiriéndolo con ademanes adecuados; ese hombre a quien se había visto pelear desnudo contra uno de sus propios negros salvajes a la luz de la hoguera del campamento, mientras se edificaba su casa y que más tarde siguió luchando contra ellos en el establo, a la luz de una linterna, una vez que hubo obtenido la esposa capaz de colaborar en la consecución del proyecto que acariciaba, sin dar gran importancia a la pelea, ni estrechar manos o recibir felicitaciones en tanto se limpiaba la sangre y se ponía su camisa, pues, al terminar, el negro estaba tendido cuan largo era, palpitante el pecho, y otro negro le arrojaba agua a la cara. Allí estaba, sentado sobre el tronco, contándole mi abuelo cómo encontró por fin al mestizo (o al menos, su cadáver) y comenzó a percatarse de que la situación era seria. Luego, la casa y, atrincherados en ella, los cinco: el patrón, la hija, dos sirvientes y él, encerrados en aquel ambiente denso de humo y olor de caña ardiente, bajo el cielo turbio de resplandores y humareda, y el aire lleno de estremecimientos y vibraciones de tambores y cánticos; el islote perdido bajo su cúpula invertida de noches y días alternados como en un vacío donde era inútil esperar ayuda, donde no llegaban otros vientos que los alisios, los mismos vientos cansados que lo recorrían de un extremo a otro, cargados con las cansadas voces de mujeres asesinadas y niños sin hogar y sin tumba en el solitario mar que los aislaba; mientras las dos sirvientas y la muchacha, cuyo nombre de pila ignoraba aún, cargaban los mosquetes que el patrón y él disparaban no contra un enemigo, sino contra la noche haitiana, lanzando sus mezquinos y vanos fogonazos contra la oscuridad pensativa, palpitante y harta ya de sangre, en esa estación del año que media entre los huracanes y la primera esperanza de lluvia.
      »Y narró cómo a la octava noche se les acabó el agua, y en vista de que era necesario tomar alguna resolución, él dejó su mosquete y salió, y los dominó. Así dijo: “Salí y loe dominé”; y, cuando volvió, se comprometió en matrimonio con la muchacha, y mi abuelo exclamaba: “¡Espere usted, espere!”, añadiendo sin duda: “¡Pero si no la conocía, si me acaba de decir que cuando comenzó el asedio no sabía siquiera cuál era su nombre de pila!”. Y él lo miró un instante y repuso: “Si, pero como comprenderá usted, tardé un poco en reponerme”. No explicó qué había hecho.
      »Tampoco narró lo otro, lo que no tenía importancia dentro de su relato; dejó el arma en el suelo, hizo que alguien abriera el cerrojo de la puerta y lo volvió a cerrar tras él, avanzando en las tinieblas y los dominó; tal vez porque gritó más fuerte, o porque se mantuvo de pie, o porque soportó más de lo que ellos creían que la carne humana era capaz o debía soportar (debía, sí: eso fue lo terrible: encontrar una carne capaz de soportar más de lo que la carne debe soportar). Quizá, al fin, ellos también huyeron horrorizados de aquellos brazos y aquellas piernas blancas, iguales a las suyas, de las cuales también manaba sangre, y animados por el mismo espíritu indomable, que debió de haber salido del mismo fuego primario del cual surgieron los suyos; pero no pudo, no era posible. Le mostró las cicatrices mi abuelo quien afirmaba que una de ellas estuvo a punto de dejarle tan virgen como estaba para todo el resto de su vida.
      »Después amaneció y, por primera vez en ocho días, el día no llegó sonoro de tambores y el patrón con su hija salieron de la casa y, atravesando el trecho de tierra calcinada sobre la cual brillaba alegremente el sol, como si nada hubiera sucedido, se acercaron en medio de una increíble soledad desolada, en un silencio apacible, lo encontraron y se lo llevaron a la casa: cuando curó, estaba comprometido en matrimonio con la muchacha. Y entonces se detuvo.
      —Bien —dijo Shreve—, continúa.
      —Te digo que se detuvo —repuso Quintín.
      —Ya te he oído. ¿Qué detención fue ésa? ¿Cómo es posible que, después de comprometerse, se halla detenido; y, sin embargo, haya repudiado luego a su mujer? Dices que él aseguraba no recordar cómo había llegado a Haití; tampoco sabía cómo entró en la casa rodeada por los negros. ¡Me vas a decir ahora que no se acordaba siquiera de su casamiento? ¡Se comprometió y luego decidió detenerse; pero un buen día se encontró con que, en lugar de detenerse, estaba casado? ¿Y le has llamado solamente virgen?
      —Dejó de hablar, de contar —dijo Quintín.
      No se había movido, hablaba, en apariencia, con la carta que descansaba sobre el libro abierto, entre sus manos. Frente a él, Shreve había llenado nuevamente su pipa y acababa de fumarla. Otra vez la había dejado caída, en medio de la salpicadura de cenizas blancas que rodeaban el receptáculo, sobre la mesa, entre sus desnudos brazos cruzados con los cuales parecía apoyarse y abrazarse al mismo tiempo; pues aunque no eran sino las once, la habitación comenzaba a estar muy fría. A medianoche, sólo quedaría en el radiador el calor suficiente para que no se helaran las cañerías, y todavía (esa noche no efectuarla sus ejercicios respiratorios delante de la ventana abierta) iría a su dormitorio en busca de su salida de baño; más tarde, de su abrigo, y por fin, del abrigo de su amigo, que traería al brazo.
      —Sólo dijo que se comprometió en matrimonio —prosiguió Quintín— y luego dejó de contar. Se detuvo en seco, según contaba mi abuelo; así definitivamente, como si eso fuera todo: la historia íntegra o, al menos, todo lo que valía la pena de ser contado por un hombre a otro en una noche cualquiera, mientras circulan los vasos de whisky. Tal vez tenía razón.
      El rostro de Quintín estaba inclinado. Hablaba todavía en ese tono extraño, hosco y monocorde que obligó a Shreve desde un principio a mirarlo con profunda y reflexiva curiosidad, y en aquel momento seguía estudiándolo con su expresión de angelical asombro erudito que intensificaban, o creaban, sus gafas.
      —Sutpen se puso de pie, miró la botella de whisky y dijo: «Nada más, por esta noche. Vamos a dormir, pues mañana es necesario salir temprano. Tal vez podamos atraparlo antes de que se espabile». Pero no lo lograron.
      »Estaba ya avanzada la tarde cuando dieron con él, con el arquitecto; y lo alcanzaron porque se lastimó la pierna tratando de trasladarse al otro lado del río. Equivocó el cálculo del tiempo aquella vez, y los negros (con la jauría) lo acorralaron. Al rodearlo y obligarlo a salir, los esclavos lanzaban gritos ensordecedores. Mi abuelo decía que, sin duda, creían que el arquitecto había renunciado (al huir) a su condición de carne prohibida, y que les ofrecía voluntariamente un desafío que los negros aceptaron al perseguirlo y vencieron al atraparlo; por lo cual estaban facultados para cocinarlo y devorarlo luego, cosa que vencedores y vencido aceptarían como buenos deportistas, sin odios ni rencores.
      »Todos los que habían iniciado el día anterior la cacería regresaron, a excepción de tres; y trajeron consigo nuevos invitados, de manera que el grupo era entonces más numeroso que al comenzarla persecución. Obligaron al arquitecto a salir de su cueva, bajo la alta margen del río: el hombrecillo con una manga del levitón arrancada, el chaleco floreado lleno de manchas de agua y lodo, rastros de sus caídas en el río, y un pernil del pantalón hecho jirones, que dejaba ver la pierna vendada con un trozo del faldón de la camisa, un vendaje sanguinolento sobre la pierna hinchada…, su sombrero había desaparecido. Nunca lo encontraron, de manera que mi abuelo le regaló uno nuevo el día que se fue, cuando la casa estuvo terminada. El hecho aconteció en el despacho de mi abuelo, quien contaba que el arquitecto, al recibir el sombrero nuevo, se deshizo en lágrimas.
      »Aquel hombrecillo perseguido, con su rostro alocado y su barba de dos días, salió de la cueva luchando como un gato montés a pesar de su pierna herida; ladraban los perros y aullaban los negros con regocijada y mortífera expectativa, parecía que tuvieran la idea de que (si hubiese durado más de veinticuatro horas la carrera) habrían caducado automáticamente las reglas, y ellos no tendrían que esperar a que Sutpen se acercara con su bastón y alejara a golpes mastines y negros, para cocinarlo. Allí estaba el arquitecto, nada atemorizado, por cierto; apenas si respiraba con cierta agitación y, según contaba mi abuelo, su rostro se descomponía ligeramente a ratos porque los negros, en el ardor de la captura, habían maltratado su pierna herida. Les dirigió una alocución en francés, muy larga y con tal rapidez que mi abuelo decía que ni siquiera un francés hubiera comprendido todo lo que dijo. Pero sonaba bien; era fácil adivinar que el arquitecto no se disculpaba, fue un hermoso discurso, contaba mi abuelo, y añadía que Sutpen se volvió hacia él, pero él se acercaba en aquel instante al arquitecto alargándole la botella de whisky ya destapada. Entonces vio los ojos que brillaban en aquel rostro demacrado, ojos desesperados e indomables, invencibles e invictos aún, a pesar de las cincuenta y tantas horas de oscuridad y ciénaga, de insomnio y fatiga, sin aliento ni refugio al cual encaminarse ni esperanza de llegar a él: sólo la voluntad de soportarlo todo y la previsión de la derrota, pero a pesar de todo, invictos aún. Cogió la botella con una de sus pequeñas manos sucias, semejantes a la zarpa de! coatí, levantó la otra llevándola un instante hacia la cabeza, sin recordar que su sombrero había desaparecido, y entonces hizo un ademán que, según mi abuelo, era completamente indescriptible, un gesto que parecía reunir todo el infortunio y la derrota que el género humano ha padecido en un pellizco, entre sus dedos, como si fuera un puñadito de polvo que arrojó hacia atrás, por encima de su cabeza. Luego levantó la botella, hizo una reverencia mi abuelo, otra al grupo de jinetes que habían formado un círculo alrededor de él y lo contemplaban, y a continuación bebió el primer sorbo de whisky puro que tomaba en su vida, un sorbo que jamás podría haber imaginado tal como fue, del mismo modo que el brahmán no puede imaginar una situación tal que lo obligue a comer carne de perro.
      Quintín calló. En seguida, Shreve dijo:
      —Está bien: no te tomes el trabajo de explicarme que dejó de hablar, continúa.
      Pero Quintín no reanudó inmediatamente su relato: su voz inexpresiva, extrañamente muerta, su cuerpo laxo que sólo se movía para respirar, su rostro inclinado; ambos inmóviles, apenas respiraban, dos muchachos nacidos en el mismo año, uno en Alberta y otro en Misisipí, separados por un continente de distancia y, sin embargo, unidos y unidos en cierto modo, por una suerte de transubstanciación geográfica por esa Vía Continental, ese Río que no solamente recorre la tierra física cuyo cordón umbilical geológico es él mismo, no sólo atraviesa la vida espiritual de los seres que habitan en su cuenca, sino que es un Clima en sí y se ríe de los grados de latitud y de las temperaturas, aunque algunos de esos seres —Shreve, por ejemplo— no lo hayan visto jamás. Esos dos jóvenes, que cuatro meses atrás no se conocían y desde entonces dormían en el mismo dormitorio, comían en la misma mesa los mismos alimentos y leían los mismos libros para preparar sus lecciones del curso de primer ano, se miraban ahora a través de la mesa iluminada por la suave luz de la lámpara, la mesa sobre la cual yacía aquella frágil caja de Pandora, aquel pliego de papel escrito que había llenado de violentos e irracionales genios y demonios la acogedora celda monacal, la soñadora y fresca alcoba de lo más noble del mundo intelectual.
      —No te preocupes —dijo Shreve—. Continúa su relato.
      —Me llevaría treinta años —prosiguió Quintín—. Pasaron treinta años antes de que Sutpen contara mi abuelo nuevos episodios. Tal vez estuvo demasiado ocupado. Todo su tiempo libre fue absorbido por el afán de llevar a cabo el proyecto que acariciaba en su fuero interno y su única diversión consistió en pelear contra sus negros salvajes en aquel establo donde podían entrar los hombres sin ser vistos desde la casa, dejando sus caballos atados; porque en aquel tiempo ya se había casado, su casa estaba concluida y él había sido detenido por robo y luego puesto de nuevo en libertad, de manera que el asunto estaba definitivamente terminado. Tenía mujer y dos hijos; no, tres hijos, que habitaban, y sus tierras estaban desmontadas y sembradas con la semilla que le había prestado mi abuelo; de modo que ya se estaba haciendo rico sin tropiezos…
      —Sí —dijo Shreve—, pero, ¿qué fue ese asunto del señor Coldfield?
      —Lo ignoro —repuso Quintín—. Nadie lo supo nunca a ciencia cierta. Se trataba de una póliza de embarque; parece que convenció a Coldfield de que utilizase su crédito: uno de esos asuntos que, si salen bien, te dan fama de hábil; y si salen mal, te obligan a cambiar de nombre e ir a vivir a Tejas. Papá dijo que Coldfield, sentado tranquilamente en su pequeño comercio, vio duplicarse su mercadería cada diez años o, al menos, no perdió nada y comprendió que ésa era su oportunidad para continuar en el mismo ritmo; pero su conciencia no se lo permitía (no era cobardía, papá dice que tenía mucho valor). Entonces se presentó Sutpen ofreciéndose a hacerlo: si tenían éxito, se dividirían las ganancias; si fracasaban, Sutpen cargaría con la culpa. Dice mi padre que Coldfield estaba persuadido de que fracasaría, de que no se saldría con la suya; pero le era imposible alejar la idea de su cabeza. Por eso, cuando lo intentaron y fracasó, Coldfield se empeñó en compartir las responsabilidades como expiación y penitencia por haber pecado en su corazón durante tantos años. Coldfield nunca creyó que tendrían éxito, y cuando vio que la cosa marchaba, lo único que pudo hacer fue rechazar la parte que le correspondía en los beneficios. Cuando vio que el proyecto daba resultado, no cobró odio a Sutpen, sino a su propia conciencia: a su conciencia y a la región, la tierra que había creado esa conciencia y luego le ofrecía la oportunidad de hacer dinero sabiendo que no podía menos de rechazarla. Tan grande fue su odio hacia esa región que hasta se alegró cuando la vio acercarse cada vez más a una guerra fatal, perdida de antemano. Papá decía que se hubiera alistado en el ejército norteño; pero no era soldado y sabía que lo matarían o moriría a consecuencia de las privaciones, lo cual le impedirla estar presente el día en que el Sur comprendiera que estaba pagando las consecuencias de haber erigido su edificio económico, no sobre la roca de una severa moralidad, sino en las arenas inestables del oportunismo y la relajación moral. Por eso escogió la única actitud que, en su opinión, grabaría su desaprobación en los sobrevivientes capaces de remordimiento…
      —Si —dijo Shreve—. Fue noble. Pero, ¿y Sutpen?, ¿y su proyecto? Continúa.
      —Si —repuso Quintín—. El proyecto era hacerse cada vez más rico. Se abría ante él un horizonte luminoso y claro: la casa lista, más grande aun y más blanca que aquella ante cuya puerta se había presentado un día para oír de boca del negro disfrazado con ropas de mono que debía llamar a la puerta de servicio. Tenía su propia marca de negros, cosa que no poseía el hombre que se pasaba las tardes descalzo en la mecedora, y podía elegir a uno de ellos y enseñarle lo que debería hacer el día que llamase a su puerta un muchachito sin zapatos, vestido con los pantalones viejos del padre, adaptados y zurcidos. Pero las cosas habían cambiado mucho, dice mi padre, y aquel día que visitó el despacho de mi abuelo (treinta años después), no trató de disculparse, como no lo hizo tampoco la noche en que perseguían al arquitecto. Sólo quería explicar, se esforzaba por explicar, porque ya era viejo y lo sabía, que su enemigo era la vejez: el tiempo se abreviaba en su futuro, recortando sus posibilidades, aunque no dudaba de su carne y sus huesos, como no había dudado antes de su voluntad y su valor. Le dijo mi abuelo que aquel simbólico niño ante la puerta no era real, era el engaño de un muchachito atónito y desesperado; le dijo que ahora haría entrar a aquel niño en un lugar donde nunca más se vería obligado a llamar a una puerta blanca: no solamente para protegerlo, sino para que aquel niño, aquel extraño innominado, pudiera cerrar la puerta tras sí para siempre, cerrarla ante todo lo que conocía y mirar hacia adelante, siguiendo el curso de los rayos incógnitos dentro de los cuales sus descendientes, que quizá no escucharían jamás el nombre de aquel niño, aguardaban el instante de nacer. Y nunca les sería preciso saber que cierta vez fueron liberados para siempre de la brutalidad, como lo fueron los propios hijos de Sutpen…
      —No digas ahora que soy yo solo quien habla como tu padre —dijo Shreve—. Pero continúa. Los hijos de Sutpen; continúa.
      —Sí —dijo Quintín—. Los dos hijos.
      Pero pensaba en tanto: Sí: tal vez los dos somos papá. Tal vez nada sucede una vez y termina. Quizá el acaecer no es único; sino que, como las ondulaciones del agua cuando se ha hundido la piedra, avanza, se extiende, y la charca está unida por un angosto cordón umbilical de agua a otra charca próxima a la cual alimenta y alimentó. Si la segunda charca contiene agua a diversa temperatura, un conjunto molecular de cosas vistas, sentidas, recordadas, y refleja el cielo infinito e inmutable en un tono diverso, no importa: el eco acuoso de la piedra que ni siquiera vio, se mueve sobre su superficie siguiendo la misma ondulación, el mismo ritmo antiguo e indeleble. —Y pensaba—: Sí, ambos somos papá. O quizá mi padre y yo seamos Shreve, puede que seamos necesarios los dos para formar a Shreve; o Shreve y yo para constituir a papá; o Tomás Sutpen para formarnos a todos.
      — Si —prosiguió hablando Quintín— los dos hijos, varón y mujer, tan adecuados a su propósito por su edad y sexo que parecía que él los hubiera proyectado también; tan adecuados, por sus características físicas y morales, que era como si los hubiera elegido entre las celestiales manadas de querubes y serafines, del mismo modo que escogió a veinte negros en aquel canje que debe haber acaecido cuando repudió a su primera mujer y al niño, después de comprender que no se adaptaban a los fines y proyectos que él acariciaba. Decía mi abuelo que no se trató de un asunto de conciencia; pasaron treinta años, y una tarde Sutpen se sentó en su despacho y le dijo que, en un principio, su conciencia le había molestado un poco, pero que había discutido tranquila y razonablemente con ella hasta calmarla. Así discutió sin duda, con su conciencia el asunto de la póliza o reconocimiento de Coldfield (aunque más rápidamente, pues el tiempo urgía), hasta dejarlo solucionado. Estaba dispuesto a conceder que, desde cierto punto de vista, no había procedido con justicia; pero afirmaba que trató de resolver el asunto con altura. Podría haberla abandonado así, sencillamente, haberse puesto un buen día su sombrero y haberse marchado para siempre, y no lo hizo. Su derecho era sólido y valedero (y mi abuelo tendría que reconocerlo), no a toda la propiedad que había salvado con su propio esfuerzo, lo mismo que las vidas de los blancos que la habitaban; pero sí a una parcela específicamente descrita y que le había sido asignada en el contrato matrimonial que firmó de buena fe, sin reservas referentes a su origen oscuro y posesiones materiales; en tanto que ellos no sólo ocultaron parte de la verdad, sino que la falsearon de manera tan absurda que el engaño frustraba e inutilizaba (sin saberlo él) el motivo central de su proyecto y convertía en irónica decepción todo cuanto había sufrido y soportado durante su vida pasada, todo cuanto realizara en el futuro para convertir en realidad su sueño.
      »Entonces, voluntariamente, renunció a su derecho, y de todo lo que podría haber reivindicado y que muchos otros, en su lugar, hubieran conservado a todo trance, sólo pidió los veinte negros. Tal actitud estaba respaldada por todas las sanciones morales y legales del mundo, aunque no por la delicada sanción de la conciencia; y mi abuelo ya no le decía: “¡Aguarde, aguarde!”, porque era otra vez su inocencia, esa inocencia que estaba persuadida de que los ingredientes de la moral son como los de un pastel: una vez medidos, distribuidos y mezclados, se los pone en el horno y todo está concluido: ya no puede resultar sino un pastel o una torta. Allí estaba, sí, en el despacho de mi abuelo, tratando de explicar en una paciente y atónita recapitulación, no para que comprendiera mi abuelo, ni siquiera para sí mismo (pues su serenidad indicaba que hacía mucho tiempo que había renunciado a toda esperanza de comprenderlo), pero esforzándose por explicar al azar, al destino mismo, las etapas lógicas que lo habían llevado a un resultado tan absoluto y eternamente increíble, repitiendo la clara y sencilla sinopsis de su historia (que ambos conocían ya) como si tratara de hacérsela comprender a un niño desconcertante e intratable.
      »Y Sutpen dijo: “Yo, como usted sabe, tenía un proyecto. No interesa ahora si el proyecto que acariciaba era bueno o malo; el asunto es éste: ¿dónde estaba el error, qué hice de malo, qué omití en él, a quién o a qué perjudiqué con él, hasta el punto que lo indican los hechos? Tenía un propósito. Para realizarlo, necesitaba dinero, una casa, una plantación, esclavos, familia… e, incidentalmente, como es natural, esposa. Me propuse adquirirlos, sin pedir favores a nadie. Hasta expuse mi vida en cierta oportunidad, como le he dicho; aunque no corrí ese riesgo única y exclusivamente para obtener una esposa, por más que la conseguí. Esto tampoco interesa: baste decir que me casé, la acepté de buena fe, sin reservas en lo referente a mí mismo, como 10 esperaba de ellos. Fíjese usted: ni siquiera hice preguntas, como podía esperarse de una persona de origen humilde como yo, ajena a los usos de la aristocracia en sus tratos con otros aristócratas, y que, si las hubiera hecho, tenían derecho a ser perdonadas. Nada pedí; los acepté sobre su propia estimación mientras, por mi parte, me esforzaba por explicarles todo lo concerniente a mí y a mis padres y, a pesar de todo, me ocultaron deliberadamente el único factor que, según lo sabían perfectamente, me hubiera obligado a romper el trato, puesto que (de no ser así) no me lo habrían ocultado: no lo supe hasta que nació mi hijo. Y ni siquiera entonces obré con precipitación. Podría haberles recordado todos aquellos años perdidos, los años que me dejaban ahora retrasado, no sólo en el tiempo que su suma representaba, el que necesitaría ahora para llegar nuevamente a la posición alcanzada y perdida, pero no lo hice. Me contenté con explicarles que este nuevo factor hacía imposible que la mujer y el niño participaran en la consecución de mi proyecto, incorporándose a él; y no hice el menor esfuerzo para conservar aquello que había ganado con peligro de mi vida (como ya le dije) y que me había sido entregado con documentos firmados; sino que, por el contrario, renuncié a todo derecho y reclamación a fin de reparar cualquier injusticia que pudiera atribuírseme, y dejar asegurada la situación de aquellas dos personas a quienes privaba (en opinión de algunos) de los bienes que más tarde llegara a poseer. Fíjese usted, todo esto lo convinimos, llegamos a un acuerdo amistoso entre las dos partes. Y, sin embargo, al cabo de treinta años, pues han pasado más de treinta años desde que mi conciencia me aseguró finalmente que, si alguna injusticia cometí, ya había hecho lo posible por repararla”… y mi abuelo no decía ya: “¡Espere, espere!”, sino que gritaba, vociferaba tal vez: “¡Conciencia? ¿Conciencia? Santo Dios, hombre, ¿acaso esperaba usted otra cosa? Y ese instinto y afinidad por la desgracia que ha de sentir un hombre que ha pasado todo ese tiempo en un monasterio, para no decir nada de quien vivió como usted, ¿no le aconsejó nada mejor?, ¿no les dijo nada ese terror a las mujeres que debe usted haber asimilado junto con la primaria leche mamífera? ¿Qué suerte de inocencia abismal y archiciega era ésa que alguien le enseñó a llamar virginidad?, ¿qué conciencia capaz de negociar con usted le hubiera garantizado la inmunidad comprada a esa mujer con la sola moneda de la justicia?”.
      En ese instante, Shreve se dirigió al dormitorio para ponerse el batín. No dijo: «Aguarda»; se levantó y dejó a Quintín sentado ante la mesa, con el libro abierto y la carta; salió y regresó en batín, volvió a sentarse y cogió la pipa fría, aunque sin llenarla nuevamente ni encenderla, tal como estaba.
      —Pues bien —dijo—. Y aquella Navidad, Enrique lo trajo consigo a su casa, y el demonio levantó los ojos y vio el rostro a quien creía haber pagado y despedido veintiocho años atrás. Continúa.
      —Sí —dijo Quintín—. Papá dice que probablemente él mismo lo bautizó. Carlos Bon. Carlos Bueno. No se lo dijo mi abuelo, pero éste decía que lo hizo, que hubo de hacerlo. Formaba parte de la limpieza, como hubiera limpiado los cartuchos usados y las cápsulas de las balas después del asedio, si no hubiera estado enfermo (o comprometido); habría insistido en ello, por culpa de aquella conciencia que no daba a la mujer y al niño lugar alguno en el proyecto acariciado aunque hubiera cerrado los ojos y (si no engañado al resto del mundo, como lo hicieran ellos), al menos, por temor, habría obligado a los demás a callar el secreto. Esa misma conciencia no permitió que el niño, pues se trataba de un varoncito, llevara su apellido, ni el de su abuelo materno; pero tampoco le autorizó a seguir el camino acostumbrado, a buscar un marido rápido para la repudiada, que diera al niño un apellido auténtico. Él mismo eligió su nombre; así creía mi abuelo, el suyo y el de los demás, los Carlos Bon y Clitemnestras y Enrique y Judit, todos, toda su fecundidad de dientes de dragón, como la llamaba mi padre, quien decía…
      —Tu padre —interrumpió Shreve— parece tener a mano una enormidad de informes atrasados, después de haber aguardado durante cuarenta y cinco años. Si sabía todo eso, ¿por qué te dijo que la diferencia entre Enrique y Bon se debía a la cuarterona?
      —Porque entonces lo ignoraba. Mi abuelo no se lo dijo todo tampoco, del mismo modo que Sutpen tampoco le dijo toda la verdad mi abuelo.
      —Y entonces, ¿quién se la dijo?
      —Yo. —Quintín no se movió, no levantó los ojos mientras Shreve lo contemplaba—. Al día siguiente, después de aquella noche en que…
      —Ya comprendo —dijo Shreve—. Después que tú y la vieja tía… sí, comprendo. Continúa. Tu padre decía…
      —…decía que, sin duda, aquella tarde, esperó en la galería delantera la llegada de Enrique y el amigo que lo acompañaba, el amigo de quien escribió Enrique durante todo el otoño; quizá cuando Enrique estampó su nombre en la primera carta, Sutpen se dijo que no era posible, que hasta la misma ironía tiene un límite, pasado el cual se convierte en bufonería maligna, si no fatal, o inofensiva coincidencia. Papá decía que Sutpen no ignoraba que no se ha inventado nombre alguno que no sea llevado por alguien, o haya sido usado en el pasado: por fin llegaron y Enrique dijo: «Papá, éste es Carlos», y él…
      —El demonio —dijo Shreve.
      —…vio el rostro y comprendió que existen situaciones en las que la coincidencia no es más que un niñito que se lanza en un campo de fútbol para tomar parte en el juego y a quien los jugadores dejan atrás para ir a chocar en furioso encontronazo más allá de la cabecita indemne, así en medio de la lucha por esas realidades que se llaman «pérdida y ganancia» nadie recuerda al niño ni repara en quién entró y lo arrancó a la muerte. Sabía que estaba allí, ante su propia puerta, tal como lo había imaginado y proyectado, y he aquí que después de cincuenta años el niño perdido, sin nombre y sin hogar, venía a golpear a esa puerta y no existía bajo el sol ningún negro disfrazado de mono para abrirle la puerta y ordenarle que se fuese. Y agrega mi padre que, aun entonces, incluso sabiendo que Bon y Judit no se habían visto todavía, sintió y oyó cómo su proyecto (casa, posición, posteridad y todo lo demás) se derrumbaba como si hubiera sido hecho de humo, silenciosamente, sin crear torbellinos de aire desplazado ni dejar siquiera escombros. Y él no lo consideraba un castigo, no eran los pecados del padre que volvían al hogar para anidar en él, no lo creyó tampoco mala suerte, sino un mero error: el error que no pudo descubrir por sí mismo, y aquel día que fue a visitar mi abuelo, no fue a excusarse, sino a repasar los hechos para que un espíritu imparcial (y, según creía mi abuelo, dotado de formación jurídica) los examinara y, al descubrir el error, se lo señalara. ¿Comprendes?
      »No era un castigo moral, sino un antiguo error que un hombre valeroso y sagaz (ahora ya sabía que poseía la primera de estas cualidades y creía haber adquirido la otra) estaba en condiciones de dominar, si se mostraba capaz de descubrirlo. No se dio por vencido. Nunca capituló. Decía mi abuelo que sus acciones posteriores (su misma inactividad temporal que contribuyó a producir la situación que le aterraba) no fueron consecuencia de una pérdida de valor, sagacidad o inexorabilidad, sino resultante de su convicción de que todo provino de un error inicial, descubierto el cual, se proponía eludir todo riesgo de cometer otro.
      »Y por eso invitó a Bon a su casa, y durante las dos semanas de vacaciones (pero, en realidad, no tardó tanto tiempo; papá dice que lo más probable es que la señora Sutpen hubiera comprometido a Judit con Bon desde el instante en que vio el nombre de éste en la primera carta) vigiló a Bon, a Enrique y a Judit: o más bien, a Ron y a Judit; puesto que ya sabía lo referente a Bon y a Enrique a través de las cartas que éste había enviado desde la Facultad. Los vigiló durante dos semanas y no hizo nada. Después, los dos jóvenes regresaron, y el muchacho negro que traía semanalmente la correspondencia de Oxford al Ciento de Sutpen trajo para Judit algunas cartas que no eran de Enrique (cosa que tampoco era necesaria, según mi padre, porque la señora de Sutpen inundaba ya la ciudad y el condado entero con las noticias de un compromiso matrimonial que no existía aún) y él no hizo nada. No hizo absolutamente nada hasta que pasó la primavera, y Enrique escribió que regresaba en compañía de Bon, quien pensaba quedarse un día o dos antes de volver a Nueva Orleans.
      »Entonces Sutpen fue a Nueva Orleans. Nadie sabe si fue para encontrar a Bon y a su madre y resolver el asunto de una vez para siempre o no. Así como nadie sabe tampoco si vio a la madre mientras permaneció en la ciudad, si ella quiso recibirle o no; y, en caso de haberla visto, si trató de llegar a un acuerdo con ella, un soborno quizá, ya que dice mi padre que un hombre que cree que una mujer ultrajada, desdeñada y furiosa puede ser convencida a fuerza de lógica formal, creerá también que puede apaciguársela con dinero, y fracasó. Tampoco se sabe si Bon, presente a la sazón, rechazó la oferta; aunque nadie sospecha si Bon supo alguna vez que Sutpen era su padre o no; si trataba en algún momento de vengar a su madre y luego se enamoró realmente, sucumbiendo a esa corriente de castigo y fatalidad que, según la señorita Coldfield, había sido iniciada por Sutpen, quien había condenado a ella a toda su estirpe blanca y negra, sin distinción.
      »Pero, evidentemente, fracasó en su intento y llegó la otra Navidad; y Enrique y Bon volvieron al Ciento de Sutpen una vez más; y Sutpen comprendió que ya no había remedio, que Judit estaba enamorada de Bon y que ya no importaba que éste buscara la venganza, pues de cualquier modo ya estaba preso, hundido y condenado.
      »Pues bien, parece que aquella víspera de Navidad antes de la cena, mandó llamar a Enrique (dice papá que entonces, después de su viaje a Nueva Orleans, sabía ya lo suficiente acerca de las mujeres para comprender que sería inútil dirigirse a Judit) y se lo dijo. Sabía lo que le respondería, y eso fue lo que respondió, y recibió el mentís de su hijo y Enrique, por eso mismo supo que su padre le había dicho la verdad; y mi padre dice que él (Sutpen) preveía seguramente lo que iba a hacer su hijo y contaba con ello porque aún creía que sólo había incurrido en un insignificante error de táctica. Era un soldado de escaramuza que, rodeado por fuerzas superiores, no puede retirarse, y cree que si demuestra suficiente paciencia, calma, astucia y vigilancia, logrará dispersar al adversario y atacar a sus hombres uno por uno. Y Enrique lo hizo.
      »Probablemente, Sutpen previó también lo que haría después: se iría a Nueva Orleans a comprobar por si mismo la verdad de los hechos. Corría el año 1861, y Sutpen adivinaba lo que harían luego: no sólo lo que haría Enrique, sino lo que obligaría a hacer a Bon tal vez (puesto que era un demonio, aunque ya no era necesario serlo para prever la guerra) hasta adivinó que Enrique y Ron se alistarían en el cuerpo de estudiantes de la universidad. Quizá, a su manera, vigiló, supo en qué día aparecieron sus nombres en el registro, supo donde se hallaba la compañía antes de que mi abuelo fuese coronel del regimiento, hasta que lo hicieron en Pittsburgh Landing (Bon también fue herido allí) y volvió a casa para habituarse a carecer de brazo derecho, y Sutpen regresó en 1864 (con las dos lápidas) y se presentó en el despacho de mi abuelo aquella tarde, antes de que los dos regresaran a la guerra.
      »Tal vez no ignoró nunca dónde se encontraban Enrique y Bon, que formaban parte del regimiento de mi abuelo, el cual podía cuidarlos a su modo, sin saber siquiera que lo hacía… en caso de que necesitaran custodia; pues Sutpen debe de haber sabido todo lo referente a la prueba, a lo que hacía Enrique, manteniendo a los tres: Bon, Judit y é1 mismo, en suspenso, mientras luchaba contra su propia conciencia para obligarla a acceder a lo que quería, tal como lo había hecho su padre treinta años atrás.
      »Tal vez, hasta se estaba volviendo fatalista, como Bon, y dejaba a la guerra la oportunidad de dar fin al asunto dándole muerte a él, o a Bon, o a ambos (pero sin colaborar ni entremeterse, puesto que él mismo llevó a Bon a la retaguardia después de Pittsburgh Landing); o tal vez sabía que el Sur sería derrotado y ya no quedaría nada en pie, nada importaría ya ni merecería tanto dolor y protestas y muertes, no valdría la pena vivir para nada. Aquel día llegó al despacho, era su único día…
      —El del demonio —interrumpió Shreve.
      —…de licencia, después de llegar a su casa con las lápidas. Judit estaba, y me imagino que él la miró, y ella a él; y él dijo: »Tú sabes dónde está». Judit no le mintió, y él (que conocía bien a Enrique) añadió: »Pero aún no has tenido noticias de eh. Y Judit tampoco mintió ni trató de hacerlo, pues ambos sabían ya lo que diría la carta cuando llegase, de manera que era superfluo preguntar: «Cuando te escriba anunciándote su llegada, tú y Clite comenzaréis a hacer el traje de novia», aunque Judit no le hubiera dicho mentira alguna al respecto, de lo cual era incapaz.
      »Por eso emplazó una de las lápidas sobre el sepulcro de Elena y dejó la otra en el vestíbulo y fue a ver mi abuelo para explicarle todo, y ver si él descubría el error que Sutpen consideraba única causa de su dilema. Sentado allí, con su roto y viejo uniforme, sus guanteletes raídos, su cinto descolorido y (se empeñó en llevar el penacho a todo trance, aunque tuviera que dejar el sable) el penacho de su gorra, quebrado, sucio y ajado; abajo lo aguardaba el caballo ensillado y tenía que recorrer unas mil millas para encontrar su regimiento y, sin embargo, en esa única tarde de licencia permaneció sentado allí como si tuviera tres años por delante; como si no corriera la menor prisa su partida ni cosa alguna bajo el sol; como si, cuando partiera, no le quedara sino recorrer las doce millas que lo separaban del Ciento de Sutpen y mil días (años quizá) de monotonía y paz ubérrima; aún después de su muerte, permanecería allí, contemplando los hermosos hijos y nietos y biznietos multiplicados hasta perderse de vista, y a pesar de estar muerto y enterrado, conservaría la misma gallarda estampa varonil (como decía Wash Jones) pero no entonces. Entonces estaba perdido en la niebla de su propia batalla privada de moral individual: esa bizantina separación de un caballo en cuatro partes que (como decía mi abuelo), aunque Jericó se desplomase y Roma desapareciese, continuaba disputando si esto estaría bien o aquello mal, si no fuera por, mientras la sangre corría más lentamente y huesos y arterias se endurecían.
      »Afirma mi padre que en la vejez caen en esto los mismos hombres que mientras duró su elástica juventud reaccionaron a un solo y escueto Si o a un solo y escueto No tan instantáneo, completo y automático como el hacer girar la llave de la electricidad. Pero entonces estaba allí sentado, hablando, y mi abuelo no sabía de qué hablaba y estaba convencido de que Sutpen no lo sabía tampoco; porque éste no se lo había referido todo aún. Y otra vez la moral, decía mi abuelo: esa moral que no le permitía calumniar o falsear el recuerdo de su primera mujer, ni siquiera del primer matrimonio, por más que se sentía engañado en él, ante un amigo cuya prudencia y discreción le merecía la confianza suficiente para tratar de justificarse ante él; ni tampoco ante el hijo de otro matrimonio, aunque fuera para preservar la condición que fue ambición y triunfo de su vida, sólo como un postrer recurso. En este último caso, no vacilaría (decía mi abuelo), pero mientras no se viese obligado a ello no tomaría tal decisión. Se vio atrapado en su propio lazo y acabó por zafarse sin pedir ni recibir ayuda de nadie, ¡que aquel que se vea en el mismo caso haga como hizo él!
      »Allí estaba, discurriendo sobre el hecho de que el proyecto al cual consagró cincuenta arios de su vida había dejado, prácticamente, de asistir en el transcurso de ese medio siglo, fuese cual fuese el camino por él elegido; y mi abuelo ni siquiera sospechó qué camino estaba a punto de tomar, qué segunda elección se le presentaba, hasta que pronunció la última palabra, antes de levantarse y ponerse el sombrero y estrechar su mano izquierda y alejarse a caballo. Esta segunda elección o necesidad de decidirse resultaba para mi abuelo tan oscura como el motivo que produjo la primera decisión: el repudio; por eso no le dijo: “No sé cuál debería de elegir usted”, no por ser lo único que le quedaba por responder y decirlo implicaba menos aún que una respuesta, sino por la sencilla razón de que (dijera lo que dijese) implicaría menos que una respuesta, ya que Sutpen no lo escuchaba ni aguardaba contestación. No vino en busca de piedad ni había consejos que él fuera capaz de seguir. En cuanto a la justificación, ya se la había arrancado a su conciencia treinta años atrás. Sabía que no le faltaba valor y por más que comenzase a dudar de aquella agudeza que creyó poseer, no se le ocultaba que existía en alguna parte del mundo; que podía ser aprendida y que, en tal caso, él la aprendería. Quizá (decía mi abuelo) también creía que si la agudeza y el ingenio no lo libraban ahora, como lo hicieron antes, siempre le quedaba su valor; él le daría la voluntad y las fuerzas necesarias para iniciar por tercera vez el arduo camino hacia la meta, como se las dio la segunda vez.
      »Llegó al despacho, pero no en busca de piedad ni de auxilio, puesto que jamás aprendió a pedir ayuda a otro, como decía mi abuelo, ni ayuda, ni cosa alguna; y no hubiera sabido qué hacer con la que le ofreciese mi abuelo. Vino con su grave y tranquilo asombro pensativo, esperando quizá (si es que esperaba algo, si hacía otra cosa que pensar en alta voz) que su preparación jurídica le permitiría distinguir y aclarar aquel error inicial sobre el cual seguía insistiendo, el error que él mismo no pudo hallar: “Me veía en la necesidad de anular un hecho que me había sido impuesto, sin saberlo yo, durante el proceso constructivo de mi proyecto; ese hecho significaba la negación absoluta e irrevocable de ese proyecto o la alteración del primitivo plan para el proyecto que me impulsó a incurrir en esa negación. Escogí, y reparé plenamente (dentro de mis posibilidades), el perjuicio que pudo haber causado a otros mi elección, pequé por el privilegio de elegir como lo hice, más de lo que podía esperarse o exigirse de mí por vías legales. Y, sin embargo, ahora me hallo ante una segunda decisión cuyo factor más curioso no es, como señaló usted y a mí me lo pareció también en un principio, la aparición misma de esta necesidad de escoger por segunda vez; sino el hecho de que cualquiera de los dos caminos entre los cuales me es dado elegir me llevan al mismo resultado: o destruyo mi objetivo con mis propias manos, cosa que sucederá si se me obliga a jurar mi último triunfo, o si no actúo, permito que los acontecimientos sigan el curso que preveo y entonces mi objetivo se completará normalmente, con pleno éxito y naturalidad ante los ojos del mundo; pero de tal manera que a mis propios ojos será una mofa y una traición a aquel muchachito que, hace cincuenta años, se acercó a una puerta y fue expulsado. Todo el proyecto fue concebido y desarrollado con el objeto de vengarlo, hasta que Llegó el instante de la elección, esta segunda elección surgida de la primera, que a su vez me fue impuesta como resultado de un convenio o contrato que firmé con entera buena fe, sin ocultar nada; mientras la parte o partes contrarias me ocultaban precisamente el factor que destruía el proyecto íntegro por cuya consecución trabajaba yo, lo ocultaban tan bien que sólo descubrí la existencia del factor después del nacimiento del niño…
      Tu padre —dijo Shreve—, cuando tu abuelo le refería estas cosas, estaba tan perplejo ante sus palabras como lo estuvo tu abuelo al escuchar las del demonio, ¿no es así? Y cuando tu padre te las repetía, tú no habrías tenido la menor idea de lo que estaba diciendo, si no fuera porque estuviste allí y viste a Clite. ¿No es verdad?
      —Sí —repuso Quintín—. Mi abuelo era su único amigo.
      — ¿Del demonio?
      Quintín nada respondió, ni se movió. Hacía mucho frío en la habitación. El calor había huido de los radiadores: los helados tubos de hierro eran severa señal y recomendación para el sueño, la muerte pequeña, la renovación. Hacía ya rato que las campanas habían dado las once.
      —Está bien —dijo Shreve. Se arropaba en batín. Como antes se había abrazado dentro de su piel rosada y desnuda, sin vello casi—. Eligió. Eligió la lascivia. Yo también. Pero, continúa.
      Su salida no era frívola ni derogatoria. Nacía de esa incorregible y sentimental falta de sentimentalismo de los jóvenes, que suele adoptar el disfraz de una alegría dura y hasta grosera. Quintín, fuerza es decirlo, no le prestó atención y reanudó su relato como si nadie lo hubiese interrumpido, inclinado el rostro pensativo sobre la carta abierta y el libro abierto entre sus manos.
      —Aquella noche partió rumbo a Virginia. Contaba mi abuelo que se acercó a la ventana y lo vio cabalgar por la plaza en su flaco corcel negro, muy tieso, con el uniforme gris descolorido, y la gorra, con su penacho roto, un poco ladeada, aunque no tanto como en los viejos tiempos del sombrero de castor, como si (agregaba mi abuelo) no se mostrase arrogante como otros a pesar de su grado militar y sus prerrogativas; pero no porque la desgracia lo abatiera ni porque estuviera fatigado y rendido por la guerra, sino como si continuara meditabundo, luchando siempre por mantenerse a flote, libre y lúcido, encima de una vorágine de seres humanos tan irracionales como inesperados. No era que tratara de mantener la cabeza a flor de agua para respirar, ni siquiera sus cincuenta años de lucha y esfuerzo para establecer una posteridad; sino su código de lógica y moralidad, su fórmula de hechos y deducciones cuyo resultado y producto, una vez establecido, no lograba sobrenadar, ni siquiera flotar.
      »Mi abuelo lo vio acercarse a la posada de Holston, y vio al viejo Mac Caslin y a otros dos ancianos que salían a su encuentro. Sutpen, siempre a caballo, les habló sin levantar la voz, pero con un no sé qué de grave en sus ademanes y en el empaque forense y oratorio de sus hombros. Siguió su camino; podía llegar al Ciento de Sutpen antes del anochecer, de modo que probablemente se encaminó hacia el océano Atlántico en su corcel negro después de la cena, y él y Judit se miraron durante un minuto silenciosos: no era necesario que él dijese: “Lo impediré, si puedo”, ni que ella respondiese: “Impídelo entonces, si puedes”, sino solamente un adiós, un beso en la frente, sin lágrimas; una palabra a Clite y a Wash: de amo a esclavo, de señor a vasallo: “Bien, Clite, cuida de la señorita Judit. Wash, te mandaré un pedazo de los faldones de la levita de Abraham Lincoln desde Washington”. Y me imagino que Wash respondió como lo hacía bajo la enramada, con la damajuana y el cubo de agua de pozo: “Sí, coronel: ¡maten hasta el último de esos gusanos!”. Comió el pastel y bebió el áspero café de bellotas quemadas y se alejó.
      »Corría el año 1865 y el ejército (mi abuelo había vuelto a las filas también, con el grado de brigadier, aunque creo que por la única razón de que le faltaba un brazo) se había retirado a través de Georgia hasta llegar a Carolina, y todos sabían que ya no duraría mucho. Un día, Lee envió tropas de refuerzo a Johnston, y mi abuelo descubrió que uno de esos regimientos era el 23 de Misisipí. Él ignoraba lo sucedido: si Sutpen había logrado enterarse de que Enrique logró por fin que su conciencia se pusiera de acuerdo con él, como lo había hecho su padre treinta años atrás; si Judit había escrito a Sutpen, comunicándole noticias recibidas de Bon y resoluciones tomadas por ambos; o si los cuatro (como una sola persona) habían llegado al momento en que era indispensable hacer algo. Mi abuelo lo ignoraba. Sólo supo que, cierta mañana, Sutpen había llegado al cuartel general de su antiguo regimiento pidiendo (y recibiendo) autorización para hablar con Enrique: que le habló y se alejó nuevamente antes de la medianoche.
      —De modo que, al fin, logró que otro escogiera por él —dijo Shreve—. Al fin, se jugó el triunfo. Y regresó a casa y se encontró…
      —Espera —dijo Quintín.
      —…con lo que quería encontrar o, en cualquier caso, con lo que tenía que suceder…
      — ¡Espera, te digo! —dijo Quintín, sin moverse ni levantarla voz, esa voz sorda, tensa, ahogada—. Estoy narrándolo.
      Tendré que oírlo todo de nuevo —pensó—, tendré que oírlo todo de nuevo; ya lo estoy oyendo de nuevo, lo estoy escuchando de nuevo; jamás escucharé otra cosa, siempre esto; por lo vista es imposible que un hombre sobreviva, no diré ya a su padre, sitio que ni siquiera lo logran sus amigos y relaciones.
      —Volvió a casa —continuó narrando Quintín—, y encontró lo que preveía sin necesidad de avisos, aunque la misma Judit se lo hubiese hecho saber, declarándose vencida. Pero, según mi padre, nunca le hubiera confesado su derrota corno lo esperó (sin duelo, como decía la señorita Coldfield) y salió a su encuentro no con la furia y desesperación que él quizá esperaba, aunque nada sabía ni había aprendido acerca de las mujeres (corno opinaba mi padre) pero tampoco aguardaba esa calma glacial con que lo enfrentó, según cuenta Rosa Coldfield: el beso, después de dos años, sobre la frente, las voces, los dichos tranquilos, reprimidos, casi impersonales: «¿Y entonces?…». «Sí; Enrique lo mató». Y luego las breves lágrimas que cesaron en el instante de ser derramadas, como si la humedad consistiera en una sola capa delgada como el papel de cigarrillo y con forma de rostro humano; aquel: 9 ¡Ah!, Clite. ¡Ah!, Rosa. Y bien, Wash. No pude pasar atrás de las líneas yanquis para cortar un trozo de aquellos faldones de levita que te había prometido». Y la risotada, la risa contenida de Jones, la antigua estabilidad imbécil de aquel barro articulado que, como decía mi padre, vive más que las derrotas y los triunfos. «Y bien, Coronel, nos mataron, pero no nos han vapuleado todavía, ¿eh?». Y eso fue todo. Había vuelto a casa y ahora su problema eran la prisa, el tiempo fugitivo, la necesidad de apresurarse. Ahora ya no le importaba el valor ni la fuerza de voluntad —afirmaba mi padre— ni siquiera la agudeza. Ni por un instante le preocupó la idea de si podría o no iniciar un tercer camino. Sólo temía la posibilidad de no contar con el tiempo necesario para llegar a la meta y recuperar el terreno perdido. Tampoco desperdició el tiempo que le quedaba, ni la voluntad y el ingenio, aunque no cabe duda de que no creía que su fuerza de voluntad y su ingenio le pondrían al alcance de la mano la oportunidad deseada. Fue probablemente su coraje más que su agudeza lo que lo impulsó a comprometerse con la señorita Rosa a los tres meses y casi sin que ella se diese cuenta del hecho: Rosa, primera discípula y abogada de aquel culto de persecución al demonio cuyo principal objeto (mas no víctima) era el mismo Sutpen, se encontró comprometida con él antes de habituarse a verlo en la casa. Sí, más valor que voluntad, pero también un poco de ingenio: el ingenio adquirido en dolorosos retazos a lo largo de cincuenta años, tan pronto derrotado y retroactivo, como floreciente y pujante, como la semilla depositada en el vacío, en tierra de barbecho, o en un trozo de hierro. Parecía comprender, sin detenerse, en ese pasaje a través de la casa que continuaba ininterrumpidamente el largo trayecto desde Virginia sin otra pausa que la necesaria para recoger a Jones y arrastrarlo hacia los campos ahogados de maleza y los alambrados caídos, poniéndole en las manos un hacha o azadón, el único punto débil y vulnerable al asalto en la combatida soltería de la señorita Rosa, y logró rendirlo y dominarlo a su paso con algo de la inexorable maestría estratégica de su antiguo superior (el 23 de Misisipí formó parte durante cierto tiempo del cuerpo de Jackson). Y entonces su ingenio fracasó otra vez. Claudicó, se desvaneció en medio de la antigua lógica impotente y la moralidad que ya lo traicionaron antes. ¿Qué día fue?, ¿en qué surco se detuvo, con un pie hacia adelante, las insensibles manceras del arado en sus propias manos instantáneas e insensibles3 ¿qué poste de la valla quedó elevado en el aire, como si no tuviera peso, por la fuerza de músculos que no lo sentían; cuándo comprendió que su problema no residía solamente en la falta de tiempo, que contenía una hiperdestilación de esa carencia, que tenía más de sesenta años y que posiblemente no podría tener ya más de un hijo, que sólo le quedaba un hijo en las entrañas, como sabe quizá el viejo cañón que sólo le queda un proyectil por disparar? Por eso le propuso lo que le propuso, y ella hizo lo que él debió suponer que haría y hubiese adivinado si no se empeñase en esa ética completa y dotada de todas sus partes, pero que no quería funcionar ni moverse. De ahí la propuesta, el ultraje y la incredulidad; la marea, la explosión de indignación y de ira en alas de la cual Rosa desapareció del Ciento de Sutpen con sus faldas infladas por el aire sobre la inundación, ligera como una paja, con el sombrero (posiblemente, una toca de Elena que descubrió hurgando en el desván) fuertemente atado a la cabeza, rígido y precario por la rabia. Y él, de pie, con las riendas al brazo, tal vez con una suerte de sonrisa entre la barba y en los ojos, pero no era sonrisa, sino angustiosa concentración del pensamiento: la prisa, la urgencia, pero sin temor ni preocupación: comprendía que había errado el tiro esa vez, aunque felizmente era un amago con carga ligera y el viejo fusil nada perdió en él; sólo que la próxima vez podía faltar la pólvora necesaria para un amago y luego una descarga cerrada…, el hilo de su ingenio y su valor desembocaba en la misma laguna hacia la cual corría el hilo de sus días restantes, la cual estaba tan cerca que casi podía tocarla con la mano. Pero no era menester preocuparse aún, ya que (la antigua lógica, la vieja moral que nunca dejaron de traicionarle) todo combinaba perfectamente, proporcionándole la prueba concluyente de que había tenido razón (como lo supo desde un principio) y que lo sucedido era una simple quimera que no existía en realidad.
      — ¡Espera! —Dijo Shreve—. Ahora, déjame jugar un rato a mí. Ahora, Wash. Y él (el demonio) allí, de pie junto al caballo, el corcel ensillado, el sable en la vaina, el uniforme gris, aguardando el momento de que alguien lo guarde tranquilamente entre las polillas, y todo se ha perdido, menos el deshonor: luego la voz del fiel sepulturero que inauguró el drama y lo epilogará también saliendo de entretelones como la verdadera encarnación de Shakespeare: «Y bien, Coronel, tal vez nos hayan vapuleado, pero no nos han matado todavía, eh?».
      No era tampoco frivolidad. Era solamente esa colaboración protectora, esa sombra de alegría tras la cual se oculta el juvenil pudor de saberse emocionado. Ella hacía hablar así a Quintín, era la razón de su hosca actitud pensativa, de la ligereza de ambos, de la mofa forzada. Los dos jóvenes, supiéranlo o no, en la habitación fría (porque hacía mucho frío ya) estaban dedicados al mejor de los raciocinios, que al fin y al cabo no resultaba muy diferente de la ética de Sutpen y los exorcismos de Rosa Coldfield, en aquella alcoba dedicada y reservada para ello muy adecuadamente, ya que en ningún otro lugar podrían (la ética y la lógica) hacer menos daño. Espalda con espalda, ambos, reducidos a la última trinchera, decían «No» a la sombra de Misisipí, la sombra de Quintín, que en vida actuó y reaccionó con el mínimo de moralidad y lógica, y al morir había escapado definitivamente a esa esfera, y, muerta, permanecía no sólo indiferente, sino inexpugnable a ella, mil veces más poderosa que durante su vida. Nada malo se proponía Shreve; ni Quintín se dio por ofendido, ya que no se detuvo. Ni vaciló siquiera, quitó a Shreve la palabra de la boca, diciendo sin comas ni puntos ni párrafos:
      —…no tenía reservas para arriesgar salvas ahora, por eso espantó a ésa como tú espantarías un conejo oculto entre un matorral: con un puñado de barro seco que se arroja con la mano. Tal vez fue la primera sarta de cuentas del pequeño comercio que tenía en sociedad con Wash, donde solía indignarse contra sus clientes, los negros, los bandidos y los regateantes, hasta expulsarlos; luego cerraba la puerta y bebía hasta cegarse. Quizá el propio Wash entregó el collar, decía mi padre; él que lo había esperado en el portón el día que regresó de la guerra, é1 que (cuando Sutpen se alejó con su regimiento) decía a todo el mundo que él (Wash) cuidaba de la propiedad del coronel y de sus negros hasta que, pasado algún tiempo, él mismo llegó a creerlo. La madre de mi padre aseguraba que, cuando los negros de Sutpen oyeron lo que decía, comenzaron a detenerlo en el sendero que subía desde la hondonada donde se hallaba la antigua pesquería que Sutpen le había cedido para que viviese allí con su nietecita de ocho años. Eran demasiados para que les pagara a todos, o intentara hacerlo, y le preguntaban por qué no había ido a la guerra y él decía: 8 ¡Salid del paso, negros!» y entonces estallaban las carcajadas, y se preguntaban unos a otros (pero en realidad, la pregunta iba dirigida a é1): «¡Ved quién nos llama negros!» y él se lanzaba sobre los esclavos con un bastón, pero los otros se zafaban sin irritarse, burlones. Y Wash seguía llevando a la casa pescados y animales que cazaba (o robaba tal vez) y legumbres; y aunque era lo único que Judit y Elena y Clite tenían para comer, Clite no le permitía entrar en la cocina con la canasta, sino que decía: «Deténgase allí, hombre blanco. Deténgase donde está. No cruzó usted este umbral mientras el coronel estaba aquí, tampoco lo cruzará ahora». Lo cual era cierto, pero mi padre dice que había cierto orgullo en ello: en el mismo hecho de que él jamás intentó entrar en la casa aunque creía que, si lo intentase, Sutpen no permitiría que se lo arrojase de ella. Era (decía papá) como si él se dijese: La razón por la cual no entraré es que me niego a dar a uno de estos negros la oportunidad de decirme que no puedo, pues no voy a obligar a don Tomas a reprender a un negro ni a ser maldecido por su señora por culpa mía. Pero ambos bebían juntos bajo el emparrado en las tardes domingueras, y en los días de trabajo, Wash veía a Sutpen (gallarda estampa de hombre, como él decía) cabalgando en su corcel negro por la plantación, y dice mi padre que en aquel momento, el corazón de Wash se sentía a la vez tranquilo y orgulloso, y tal vez pensaba que este mundo donde los negros, que según la Biblia fueron creados y maldecidos por Dios y destinados a estar brutalizados y esclavizados al hombre blanco, se vestían y alojaban mejor que él y su nietecita, este mundo donde él caminaba entre befas y escarnio y ecos de risas de negros, no era sino un sueño, una ilusión y que, en el verdadero mundo, su propia apoteosis solitaria galopaba sobre un caballo negro de pura sangre.
      »Pensaba tal vez, según mi padre, que la Escritura dice que todos los hombres fueron creados a imagen de Dios y, por lo tanto, son iguales a los ojos del Creador y a Elle parecen idénticos, y contemplando a Sutpen pensaba: Es un hombre magnífico y altivo. Si el mismo Dios descendiese y cabalgara sobre la tierra, se presentaría en forma semejante. Tal vez, hasta entregó personalmente el primer collar y cada una de las cintas durante los tres años subsiguientes, mientras la niña maduraba rápidamente, como madura esa clase de chicuelas; o, en cualquier caso, reconoció cada una de las cintas cuando se las vio puestas, aunque ella le mintiera acerca de cómo y dónde las obtuvo, lo cual es poco probable; puesto que sabía perfectamente que hacía tres años que veía esas cintas en el escaparate y las conocía como a sus propios zapatos.
      »Y no era el único en reconocerlas, todos los demás: clientes y ociosos, blancos y negros, en cuclillas ante la galería del comercio, la miraban pasar, entre desafiante, tímida y orgullosa de sus collares y sus cintas. No demostraba ninguna de las tres emociones, pero sí un poco de todas: audaz, hosca y temerosa. Pero mi padre dice que el corazón de Wash permanecía tranquilo, aun después de haber visto el vestido y hablado de él, quizá un poco serio ya, mientras contemplaba su atemorizado rostro desafiante y reservado, y ella le decía (antes de que él preguntase, con excesiva insistencia, prematuramente) que la señorita Judit se lo había regalado y le ayudó a hacerlo; y dice mi padre que, posiblemente, comprendió entonces de pronto, brutalmente, que a su paso los ociosos de la galería lo contemplarían también a él, sabiendo lo que él acababa de sospechar que pensaban. Pero su corazón permanecía tranquilo a pesar de todo y, si contestó, dijo sin duda, acallando protestas y negativas: “¡Pues claro está! Si el coronel y la señorita Judit querían dártelo, espero que les habrás dado las gracias”… Sin alarmarse, decía mi padre, pero pensativo, serio.
      »Aquella tarde, mi abuelo partió a caballo para hablar con Sutpen sobre ciertos asuntos y no vio a nadie ante el comercio. Estaba a punto de acercarse a la casa, cuando oyó voces detrás del edificio y se encaminó hacia ellas y no pudo evitar el oír parte de sus palabras antes de que ellos percibiesen su llamada y de que él mismo pudiera esforzarse por no oír. No los veía aún, ni siquiera estaba a distancia de gritarles y llamarles la atención, pero decía que sabía precisamente lo que estaba sucediendo: Sutpen le había ordenado a Wash que trajese la jarra, entonces Wash habló y Sutpen se volvió lentamente. Antes de comprender lo que su interlocutor le estaba diciendo, vio que no traía la jarra, luego comprendió sus palabras. Sin volverse del todo, retrocedió de pronto, echando la cabeza hacia atrás, y miró a Wash, que estaba de pie, sin timidez, en actitud tenaz serena y firme.
      »Sutpen dijo: “¿Y qué me dices del vestido?”. Y afirmaba mi abuelo que la voz de Sutpen era cortante y seca, no la de Wash, que era tranquila y monótona, sin abyección, una voz calmosa y paciente: “Hace unos veinte años que lo conozco. Nunca me he negado a hacerlo que usted me ordenaba. Tengo más de sesenta años; en cuanto a ella, es una chicuela de quince”. Y Sutpen respondió: “¿Quieres decir que podría dañar a la niña? ¿Yo, que soy tan viejo como tú?”. Y Wash: “Si fuese usted otro, diría que tiene mi edad. Pero viejo o no, no le permitiría que aceptase ese vestido ni regalo alguno salido de sus manos. Pero su caso es diferente”. “¡Diferente! ¿Y cómo?”. Y contaba mi abuelo que Wash no respondió, y él entonces gritó nuevamente, pero ellos no lo oyeron, y Sutpen dijo: “¿Por eso me temes?”. Y Wash repuso: “No tengo miedo. Usted es valiente. No es que se haya comportado valerosamente en un segundo, minuto u hora de su vida y que tenga un papel firmado por el general Lee para acreditarlo. Es que usted tiene valor como tiene vida o aliento. Ahí está la diferencia. No necesito certificados de nadie para saber que es así. Y sé que lo que toque con sus manos, sea un regimiento de hombres o una chicuela ignorante o un perro de caza, lo hará usted a conciencia”. Y mi abuelo oyó que Sutpen se movía rápidamente, sin duda porque imaginaba lo que estaba pensando Wash, pero se contentó con decir: “¡Wash, trae la jarra!”. “Si, coronel”, repuso el otro.
      »Y llegó un domingo; había pasado un año desde aquel día y tres desde que sugirió a Rosa la idea de que hicieran la prueba, y si tenían un varón y vivía, se casarían. No había amanecido aún, y él aguardaba el instante en que su yegua pariera el potrillo, hijo del corcel negro; por eso, cuando salió de la casa, antes del alba, Judit creyó que iba al establo. Nadie sabía qué era lo que Judit había llegado a sospechar acerca de su padre y la nieta de Wash, o si intervino en el asunto o no. Tampoco se sabía qué era lo que no pudo menos de saber de boca de Clite (quien podía habérselo dicho o haber callado) puesto que todo el vecindario, negros y blancos por igual, lo sabían desde que vieron pasar a la niña adornada con las cintas y collares que todos reconocían; nadie sabía qué fue lo que no quiso descubrir cuando cosió y probó aquel vestido (dice papá que Judit lo hizo con sus propias manos, le mintió la chicuela cuando se lo dijo a Wash: las dos estuvieron solas en la casona por espacio de una semana entera. ¿De qué habrán hablado?, ¿qué habrá dicho Judit mientras la niña aguardaba vestida de lo que ella llamaría “su ropa interior”; con su cara hosca, desafiante y reservada, siempre atenta?, ¿qué habrá respondido ella?, ¿habrá revelado lo que Judit se esforzaba por no ver? Nadie lo sabe). De manera que, cuando él no se presentó a la hora de comer, fue ella misma o envió a Clite hasta el establo y descubrió que la yegua había dado a luz durante la noche, pero su padre no estaba allí.
      »Mediada la tarde, topó con un muchachón, un adolescente, y le dio una moneda para que fuese hasta la vieja pesquería y preguntara a Wash dónde se encontraba Sutpen; el chico dobló, silbando, la esquina de la derruida cabaña y quizá vio primero la hoz, o quizá el cuerpo tendido entre la maleza que Wash no había cortado todavía y en el momento de lanzar un grito, divisó a Wash que lo miraba desde la ventana. Una semana después, aproximadamente, dieron con la comadrona negra, y ella dijo que ignoraba que Wash estuviera allí aquella madrugada cuando oyó el caballo y las pisadas de Sutpen y lo vio entrar y detenerse junto al jergón donde estaban la muchacha y la criatura, diciendo: “Penélope (era la yegua) dio a luz esta mañana. Un potrillo espléndido. Será la viva estampa de su padre cuando me llevó al Norte, el año 61. ¡Se acuerda usted?”; y la vieja negra dijo que sí recordaba: “Si, patrón”. Y él señaló bruscamente el jergón con el mango de su látigo de montar y dijo: “¡Y qué? Maldito sea tu cuero negro: ¡es caballo o yegua?”. Y ella le dijo. Él permaneció un instante inmóvil con el latiguillo apoyado contra la pierna, y las estrías de luz que se filtraban por la pared de troncos jugaban sobre él, sobre sus cabellos blancos y su barba, que no había encanecido aún; y dice la negra que entonces vio sus ojos y los dientes entre la barba y hubiera deseado huir, pero no podía porque sus piernas se negaban a levantarse y correr; y él miró otra vez a la muchacha yacente en el jergón y dijo: “Pues bien, Emilia, lástima que no seas una yegua tú también. En ese caso, podría ofrecerte un buen lugar en el establo”. Se volvió y salió. Pero ella no se sentía capaz de moverse todavía y no sabía que Wash estaba allí fuera; solamente oyó decir a Sutpen: “Apártate, Wash. No me toques”. Y luego a Wash con una voz suave que apenas llegaba a percibir: “Voy a tocarlo, coronel”. Y Sutpen, de nuevo: “¡Apártate, te digo!”, ya con aspereza, y oyó el chasquido del látigo que cruzaba la cara de Wash, pero no estaba segura de haber oído la hoz o no, porque en ese momento descubrió que podía moverse, levantarse, salir de la cabaña y perderse entre la maleza, a toda carrera…
      — ¡Aguarda! —Dijo Shreve— ¡aguarda! Quieres decir que por fin obtuvo el hijo que quería; y, sin embargo, él…
      —…hizo tres millas de ida y otras tantas de vuelta antes de la medianoche para buscar ala negra. Después se sentó en la derruida galería hasta que amaneció y la nieta dejó de chillar dentro de la cabaña y hasta oyó llorar a la criatura, mientras esperaba a Sutpen. Y dice mi padre que su corazón permanecía siempre sereno, aunque sabía lo que diría en cada cabaña del contorno antes de que cayera la noche, como había sabido lo que se dijo en los últimos cuatro o cinco meses, cuando el estado de su nieta (que él jamás trató de disimular) era ya imposible de equivocar: Por fin arregló Wash al viejo Sutpen. Le ha llevado veinte años, pero ahora tiene un crío del viejo Sutpen y éste tendrá que dejarse arrancar las carnes o cantar.
      »Eso (decía mi padre) era lo que pensaba mientras aguardaba afuera, en la galería, donde lo había enviado la negra vieja al obligarle a salir de la cabaña. Tal vez se apoyaba en el mismo poste donde, desde hacía dos años, se herrumbraba la hoz de Sutpen, mientras los aullidos de la nieta se repetían a intervalos regulares; pero su corazón permanecía sereno, sin preocuparse ni alarmarse. Y quizá mientras se debatía y vacilaba entre la bruma (esa moral suya que se parecía bastante a la de Sutpen, esa moral que le decía que tenía razón, aun contradiciendo los hechos, las costumbres y todo lo demás), él que nunca había tenido muy claras sus ideas, pues siempre lo relacionó todo con unos cascos que galopaban, aun en los tiempos de aquella antigua paz que nadie recordaba ya, y durante los cuatro años de aquella guerra a la cual no partió, el galope se había tornado más altivo, atronador y bizarro. Dice mi padre que tal vez entonces halló la respuesta, al asomar libre y distinta, sobre el cielo amarillo del amanecer, la gallarda estampa orgullosa del hombre que se acercaba al galope del corcel negro; y de pronto, los tanteos y vacilaciones se esfumaron liberándose, sin explicaciones ni justificaciones ni disculpas ni claudicaciones, sino como una apoteosis solitaria, cuya explicación estaba más allá del sucio contacto humano: Él es más grande que todos esos yanquis que nos dieron muerte a nosotros y a los nuestros, que mataron a su mujer y dejaron viuda a su hija y arrojaron a su primogénito de la casa, que robaron sus negros y asolaron sus campos. Es más grande que todo este condado, por el cual tanto luchó y que, en pago, le obliga a ganarse el pan y la carne con una miserable tenducha de pueblo. Es más grande que el desprecio y la negativa que debe apurar ahora, como el amargo cáliz de que habla la Escritura. ¿Cómo hubiera podido yo vivir veinte años a su lado sin que me tocara y transformara? Tal vez no soy tan grande corno él y no he galopado nunca. Pero, al menos, se me arrastró al mismo destino al que fue llevado. Él y yo todavía podremos hacerlo y lo haremos; siempre que él quiera mostrarme lo que quiere que yo haga. Y quizá se quedó allí, teniendo las riendas del caballo cuando Sutpen entró en la cabaña, y seguía oyendo el galope mientras la altiva silueta ecuestre pasaba y se desvaneció galopando a través de avatares que señalaban la acumulación de los años, del tiempo, hasta la meta magnífica en que galopaba sin fatigarse ni avanzar, siempre inmortal, bajo el sable elevado en alto y los estandartes que las balas habían hecho jirones, cuando se precipitaba por un ciclo de color de trueno.
      »Y estando allí, oyó a Sutpen que en el interior de la choza pronunciaba su única frase de saludo, pregunta y despedida a la nieta, y dice mi padre que, por espacio de un segundo, la tierra misma debe de haber desaparecido bajo los pies de Wash, mientras veía a Sutpen salir de la casa con el látigo en la mano, y pensaba tranquilamente, como en un sueño: No puedo haber oído lo que oí, lo que me consta haber oído. Es imposible. Por eso se levantó. Por el potrillo. No por mí ni por los míos. Ni siquiera por el suyo propio se levantó de la cama. Tal vez no sentía la tierra, ni estabilidad alguna, ni siquiera su propia voz cuando Sutpen le vio la cara (el rostro del hombre que en veinte años no había hecho un movimiento que no fuera para obedecer órdenes, como su propio caballo de silla) y se detuvo: “Ha dicho usted que si fuera una yegua podría darle un lugar decente en el establo”; quizá sin oír a Sutpen cuando dijo con repentina dureza: “¡Retírate! ¡No me toques!”; pero debe de haber oído, porque repuso: “Voy a tocarlo, coronel”; y Sutpen dijo: “ ¡Apártate, Wash!” otra vez, antes de que la vieja oyera el chasquido del látigo. Pero fueron dos los fustazos que cruzaron el rostro de Wash; aquella noche vieron que había dos costurones en él. Es posible que los dos golpes lo dejaran sin sentido, y que, en el instante de levantarse, tropezaran sus manos con la hoz…
      — ¡Espera! —Dijo Shreve— ¡por amor de Cristo, espera! Quieres decir que él…
      —…estuvo sentado todo el día junto a aquel ventanuco desde el cual se dominaba el sendero. Probablemente dejó caer la hoz y entró en la casa donde la nieta, tendida en el jergón, quizá haya preguntado con voz temblorosa qué sucedía, y él responderla: «¿Qué? ¿Qué ruido, querida?», y tal vez querría persuadirla de que comiese algo, la carne que probablemente trajera del comercio el sábado por la noche, o unos caramelos con que trató de tentada, unas monedas de almíbar solidificado y viejo encerrado en papelillos a rayas de colores; y comió y luego se sentó junto a la ventana, desde donde divisaba (por encima del cadáver y la hoz que yacían entre las malezas) el sendero. Porque estaba sentado allí cuando el muchachón dobló la esquina de la cabaña, silbando, y lo vio.
      »Dice mi padre que en aquel instante debe de haber comprendido que la cosa no pasaría de la puesta del sol; debe de haber presentido, mientras permanecía sentado allí, la reunión de hombres, caballos, perros y fusiles; los hombres extraños y vengativos, los hombres de la casta de Sutpen que se sentaban a su mesa allá en los tiempos en que él (Wash) no podía pasar del emparrado ni aproximarse a la casa; los hombres de primera fila, que enseñaron a los otros más humildes cómo se pelea en las batallas; los que quizá poseían documentos firmados por sus generales que los acreditaban como los primeros entre los valientes; los que galoparon en los días de antaño, altivos y arrogantes en sus caballos magníficos por magníficas plantaciones, símbolos también de admiración y esperanza, instrumentos de color y desolación; y era de ellos de quien se pretendía que él huyera, cuando sabía que tan grande era el peligro que le esperaba como el que dejaba atrás. Si escapaba, pasaría de un grupo de sombras malignas y jactanciosas a otro; puesto que ellos (los hombres) eran todos iguales en la tierra toda que él conocía, y él era ya viejo, demasiado viejo para alejarse mucho y por más que corriese, jamás lograría eludirlos. Había cumplido los sesenta años, y a su edad no podía esperarse que llegara tan lejos, más allá de los límites de la tierra donde vivían aquellos hombres, e imponer su orden y sus normas de convivencia.
      »Dice mi padre que, entonces, por primera vez en su vida, comenzó a comprender cómo los habían derrotado los del Norte, o cualquier otro ejército, a ellos, los bizarros, altivos y valientes, flor selecta y reconocida en todo el territorio, portadores del honor, el coraje y la dignidad. Se acercaba el crepúsculo y probablemente Wash sentía ya su proximidad; asegura papá que hasta le parecía oírlos: las voces, el murmurar de mañana, y mañana y mañana tras la furia inmediata. El viejo Wash Jones ha tropezado al fin. Creía tener a Sutpen, pero éste lo engañó. Creta haberlo atrapado, pero fue el viejo Jones quien quedó burlado. Y luego lo repitió en alta voz, a gritos quizá, dice mi padre: “Pero, coronel, ¡yo no esperaba nada de eso! ¡Usted sabe que no!”, hasta que la nieta, intranquila, despertó y habló nuevamente con voz temblorosa y él volvió a su lado y la calmó y siguió hablando consigo mismo; pero ahora con cuidado, en voz baja, sin gritos, pues Sutpen estaba cerca y podía oírlo: “Usted sabe que no. Usted sabe que jamás esperé ni pedí ni deseé nada de hombre alguno sobre la tierra, salvo de usted. Y nunca pedí semejante cosa. No pensé que sería necesario. Sólo me dije a mí mismo: No es necesario. ¿Qué necesidad tiene un sujeto llamado Wash Jones de interrogar o poner en duda al hombre de quien el mismísimo general Lee dijo, en una nota manuscrita, que era un valiente? ¡Valiente! (a gritos otra vez, olvidado de nuevo). ¡Valiente! Ojalá que ni uno solo de ellos hubiera regresado el año 65”. Y pensaba: Ojalá que su casta y la mía nunca hubieran respirado sobre la tierra. Mejor hubiera sido que todos los sobrevivientes hubiésemos sido volados de la faz de la tierra, y que otro Wash Jones viese toda su vida arrancada de él y marchitada como un tronco seco que se arroja a la hoguera. Y entonces llegaron. Debe de haberlos oído cuando descendieron por el camino con perros y caballos, debe de haber visto las linternas, pues la noche había caído ya. Y el mayor De Spain, que era sheriff en aquel entonces, se apeó y vio el cadáver; aunque asegura que no vio a Wash ni supo que estaba allí hasta que él mismo pronunció su nombre tranquilamente, desde la ventana, casi en su cara: “¿Es usted, mayor?”. De Spain le ordenó que saliera y dice que la voz de Wash estaba perfectamente tranquila cuando dijo que saldría al instante, demasiado serena, demasiado tranquila; tan serena y tranquila que dice De Spain que, en el primer momento, no comprendió que era demasiado tranquila: Al instante. Tan pronto como vea a mi nieta”. “Nosotros nos cuidaremos de ella —dijo el sheriff—. Usted, salga ahora”. “Sí, mayor —repuso Wash—, salgo al momento”. Y aguardaron ante la cabaña oscura.
      »Y dice mi padre que al día siguiente había cerca de cien personas que se acordaban de aquella cuchilla de carnicero que él siempre mantenía oculta, afilada como una navaja, la única cosa que cuidó en su desgarrada vida, lo único que lo enorgullecía…, pero cuando se acordaron ya era demasiado tarde. Por eso no comprendieron lo que estaba haciendo. Lo oyeron moverse en el interior tenebroso de la casucha, y luego la voz quejumbrosa y temblona de la nieta: “¿Quién es? Enciende la lámpara, abuelo”. Y la de Wash: “No es necesario encender la lámpara, querida. Sólo llevará un minuto”. Entonces De Spain sacó la pistola y conminó: “¡Tú, Wash! ¡Sal de ahí!”; pero Wash no respondía, pues seguía murmurando a la nieta: “Dónde estás?”. Y la voz quejumbrosa respondió: “Aquí. ¿Dónde quieres que esté? Pero, ¿qué es lo que..:”. Entonces De Spain dijo: “¡Jones!”, y ya subía a tientas los escalones desvencijados cuando oyó chillar a la muchacha.
      »Todos los hombres allí presentes aseguraban haber oído el ruido del cuchillo sobre las dos vértebras, pero De Spain nada dijo. Sólo dijo que Wash había salido a la galería, y que dio un salto atrás antes de darse cuenta de que Wash no corría hacia ellos, sino hacia la extremidad de la galería, donde estaba el cadáver; pero en ese momento no se acordó de la hoz. Retrocedió unos pasos, y vio que el anciano se inclinaba, volvía a erguirse y corría hacia él. Pero en verdad corría hacia todos ellos, contó De Spain, corría al encuentro de las linternas, de modo que todos vieron la hoz levantada por encima de su cabeza; corría en derechura hacia las linternas y los cañones de los fusiles, sin gritar ni hacer ruido alguno, mientras De Spain retrocedía ante él clamando: “¡Jones! ¡Detente! ¡Detente o te mato! ¡Jones! ¡Jones!, ¡Jones!.
      —Espera —dijo Shreve—. ¿Quieres decir que consiguió el hijo que quería, después de tanto trabajo, y luego se volvió y…
      —Sí; aquella tarde, sentado en el despacho de mi abuelo, con la cabeza echada hacia atrás, se lo explicaba con el mismo tono con que hubiera explicado aritmética a Enrique cuando éste estaba en el cuarto año: «¿Comprende usted? Yo sólo quería un hijo. Lo cual me parece, cuando contemplo el mundo contemporáneo, un don que nada tiene de exorbitante si lo pedimos a la naturaleza o al azar…».
      — ¡Quieres aguardar? —Dijo Shreve—. Con ese hijo que tanto trabajo le costó, allí a sus espaldas, en la cabaña, ¿tuvo que forzar al abuelo a matarlo primero a él y luego al niño?
      ¿Qué dices? —Preguntó Quintín—. No era un niño; era una chiquilla. ¡Oh! —Musitó Shreve—. Vamos, salgamos de esta maldita heladera y vámonos a la cama.


Capítulo VIII

      No habría ejercicios respiratorios aquella noche. La ventana permanecía cerrada sobre el patio glacial y vacío, del otro lado del cual las ventanas, con dos o tres excepciones, se habían oscurecido ya. Pronto las campanas tocarían la medianoche con notas melodiosas y tranquilas, tenues y límpidas como cristal en el gélido (había cesado de nevar) aire quieto.
      —De modo que el viejo envió al negro a llamar a Enrique —dijo Shreve—. Y Enrique llegó, y el viejo dijo: «No podrán casarse, porque él es tu hermano». Y Enrique repuso: «Mientes»; así, de pronto, sin espacio, sin intervalo, sin que nada se interpusiese, como cuando uno oprime el botón y se enciende la luz eléctrica. Y el viejo permaneció allí, sentado, sin moverse ni abofetearlo, por eso Enrique no repitió el mentís, porque supo que era la verdad. Sólo dijo: «No es cierto»; no dijo: «Yo no lo creo», sino o No es cierto»; porque ahora veía de nuevo el rostro de su padre y, demonio o no, se leía en él una suerte de dolor compasivo, no para consigo mismo, sino para con Enrique, que era joven, mientras él (el anciano) sabía que era dueño de su valor y hasta de su ingenio…
      Shreve estaba de pie junto a la mesa, enfrentando a Quintín una vez más. Con su abrigo mal abrochado encima del batín parecía un ser inmenso e informe, un oso hirsuto, y miraba a su amigo (el meridional, cuya sangre corría más veloz en el frío, más dúctil para compensar los violentos cambios de temperaturas tal vez, o tal vez más próxima a la superficie) hundido en su silla, con las manos en los bolsillos, como si quisiera abrigarse a sí mismo entre sus brazos, frágil y desvaído a la luz de la lámpara cuyo fulgor rosado ya nada conservaba de cálida intimidad. El aliento de ambos se convertía, en la helada habitación donde ya no había dos, sino cuatro personas, en una nube de vapor. Los que respiraban no eran ya dos individuos, sino algo a la vez superior e inferior a mellizos: el corazón y la sangre de la juventud. Shreve, pocos meses menor que Quintín, tenía diecinueve años. Los representaba; era una de esas personas cuya edad exacta nadie puede adivinar jamás, pues siempre representan precisamente la edad que tienen, y uno se dice que es imposible que la tengan porque la representan con demasiada exactitud para no sacar ventaja de su apariencia; por eso uno nunca cree implícitamente que tienen la edad que confiesan o que, desesperados, aceptan por fin, o que alguien les atribuye. Era fuerte y tenía voluntad suficiente para dos, para dos mil, para todos. No eran dos en un saloncillo de la Universidad de Nueva Inglaterra, sino uno solo que hace sesenta años estuvo en una biblioteca de Misisipí la víspera de Navidad. Jarrones y vasos llenos de muérdago colmaban los muebles y guirnaldas de verdura coronaban cuadros y adornos con el follaje característico de la Nochebuena sajona; una o dos ramitas adornaban la fotografía, el grupo —madre y dos niños— que se veía sobre el escritorio al cual estaba sentado el padre cuando entró aquel joven, y ellos —Quintín y Shreve— pensaron que cuando el padre habló y antes de que sus palabras dejaran de ser conmoción para cobrar sentido, Enrique había de recordar más tarde haber visto a través de la ventana y tras la cabeza de su padre, a la hermana y a su enamorado en el jardín, paseando pausadamente, baja la cabeza de ella, en actitud de intensa atención. La de él, inclinada sobre ella mientras paseaban lentamente, al compás de ese ritmo que no señalan los ojos, sino el corazón con sus latidos, para desaparecer al fin tras algún arbusto o macizo cubierto de florecillas blancas: jazmines, azahares o madreselvas, o quizá las múltiples rosas Cherokee sin aroma e imposibles de cortar, nombres y flores que Shreve, probablemente, jamás había oído ni contemplado, a pesar de que el aire templado capaz de hacerlas florecer había pasado por encima de su cabeza.
      Aquí, en Cambridge, no hubiera importado gran cosa que el tiempo fuese de pleno invierno en aquel jardín, y que en él no se vieran hojas ni capullos, aunque hubiera habido quien paseara por él en aquel momento, o después; ya que, a juzgar por los subsiguientes acontecimientos, en aquel jardín también reinaba la noche cuando Enrique entró en la biblioteca. Había pasado tanto tiempo que ya no importaba. De cualquier modo, no les importaba ya a ellos (Quintín y Shreve), pues, sin moverse, tan desencarnados como el padre que prohibió y decretó, como el hijo que negó y repudió, como el enamorado que aceptó y la novia que nunca estuvo de duelo, sin transiciones tediosas de hogar y jardín a caballo ensillado, ya galopaban por las sendas escarchadas de aquella noche de diciembre y aquella madrugada de Navidad, día de paz y regocijo, de muérdago y buena voluntad y grandes troncos en la chimenea. No eran tampoco dos en aquel instante, sino cuatro cabalgando en los dos caballos a través de la férrea oscuridad, y ello tampoco importaba, qué nombres o qué rostros tuvieran mientras corriese la sangre, la sangre inmortal, breve, reciente y perdurable, capaz de mantener la honra más allá de la vil conformidad sin arrepentimiento, y de amar por encima de la vergüenza fácil y obesa.
      —Y Bon lo ignoraba —dijo Shreve—. El viejo no se movió y esa vez Enrique no dijo: «Mientes», sino callo es cierto». Y el padre repuso, sencillamente: «Pregúntale a él. Pregúntale a Carlos, entonces». Y en aquel instante, Enrique comprendió que eso era lo que quería decir su padre desde un principio y lo que él mismo sabía cuando le dio el mentís, porque el padre no se había limitado a decir: «Es tu hermano»; sino «Él supo desde el primer instante que era tu hermano y el de Judit». Pero Bon lo ignoraba. Oye, ¿no recuerdas cómo dijo tu padre, que en ningún momento él, el viejo demonio, se preguntó cómo había hecho su primera mujer para encontrarlo, para seguir su pista; que ni una sola vez había pensado cómo pasó ella esos treinta años transcurridos desde el día en que él le abonó su cuenta y obtuvo su recibo (según la creía) y vio con sus propios ojos que ese documento era destruido, despedazado y arrojado a los cuatro vientos, nunca se preguntó nada de esto, sino únicamente se asombró del hecho de que ella lo hubiese buscado y tratado de dar con él? No fue, por consiguiente, ella quien se lo dijo a Bon. No hubiera querido hacerlo, sabiendo que él, el demonio, la considerarla culpable de tal revelación. O tal vez no se haya atrevido nunca. Quizá nunca se le ocurrió que nadie tan cercano a ella como ese hijo único de sus propias entrañas, necesitaría saber cómo se la había vejado y despreciado. O tal vez lo dijo antes de que él tuviera la edad necesaria para comprender palabras y cuando llegó el momento de comprender lo que se le decía, lo había oído tan a menudo y dicho con tal dureza que ya las palabras no tenían significado para ella; o porque ya no era necesario por haber llegado al punto en que, cuando creía estar diciéndolo, callaba; o porque, cuando creía callar, sólo era en realidad el insomnio, la furia que no perdonaba.
      »Tal vez ella no creía llegado el momento de decírselo. Quizá lo estaba preparando para la hora y el instante que no podía prever, pero que llegarían alguna vez; porque, si no llegaban, tendría que hacer lo de la tía Rosa y negar que había respirado alguna vez. El momento en que Bon, junto a su padre, no frente a él, en un lugar donde el destino, la suerte, la justicia o como ella lo llamase, pudiesen hacer el resto (y lo hicieron, mejor de lo que ella podría haber inventado, esperado o soñado, y tu padre dice que, siendo mujer, no debe de haberse sorprendido siquiera). Lo preparaba por sí misma, lavándolo y alimentándolo, y acostándolo y dándole juguetes y dulces y las diversiones, pasatiempos y necesidades de los demás niños en dosis bien medidas, como si fueran medicamentos, y con su propia mano; no porque fuese necesario, puesto que tenía el dinero suficiente para pagar a diez o comprar a ciento que lo hicieran por ella, la infeliz que él (el demonio) había rechazado voluntariamente, repudiándola para restablecer el equilibrio de su balance moral. Pero, como el millonario que podría pagar a cien servidores, pero posee el único caballo, la única doncella, el único acuerdo de corazón y músculo, momento y voluntad, y permanece con paciencia, vestido de trabajador, entre el sudor y el estiércol del establo, así la madre lo acercaba hacia el momento en que podría decirle: «Él es tu padre. El nos despreció a los dos y te negó su nombre. Ahora, ve». Y esperar, sentada, a que Dios terminara el asunto: pistola, cuchillo o potro, destrucción, dolor o congoja; Dios, para dar la señal de fuego o hacer girar la rueda del tormento. ¡Jesús, si me parece verlo!: ese niñito que ya había aprendido a esperar, antes de saber su propio nombre o el nombre de la ciudad donde vivía, que no podía pronunciarlos aún, el instante en que se le arrancaba de sus juegos y se le mantenía apretado entre dos manos duras de amor (al menos, así lo creía él entonces) contra dos rodillas rígidas, ese rostro que recordaba desde antes que comenzó todo recuerdo siempre presidiendo todos los placeres animales de paladar, estómago y entrañas, calor, placer y seguridad, contemplándolo repentinamente desde su altura en una suerte de fulgurante inmovilidad, y él tomaba la interrupción como cosa natural, como uno de los tantos fenómenos de la existencia; ese rostro lleno de furioso y casi intolerable noperdón, como una fiebre (sin amargura ni desolación, sólo una implacable voluntad de venganza), como otra manifestación del amor mamífero, sin saber de qué infiernos se trataba. Era demasiado pequeño para deducir un hecho claro de todo ese furor, ese odio, esa continua velocidad; no comprendía ni le importaba, por simple curiosidad creaba por sí mismo (sin ayuda, ¡quién lo hubiera ayudado!) su propia idea de ese Puerto Rico o Haití del cual sabía vagamente que había salido un día, como saben los niños ortodoxos que han venido del ciclo, o del repollo, o de donde fuese. Su caso era diferente, porque no pensaba (su madre no se lo proponía al menos) regresar allí (y, tal vez, cuando fuera uno tan viejo como ella, quedaría igualmente horrorizado al encontrar oculto entre sus pensamientos algo que oliese o supiese a un deseo de regresar). Uno debía fingir que ignoraba cuándo y por qué salió de allí; sólo sabía que había escapado y que la potestad que creó un lugar para que uno lo odiase lo había sacado a uno de él, a fin de que pudiese odiarlo a gusto y no olvidarlo jamás en una serena monotonía (aunque no precisamente en lo que podríamos llamar paz); que era menester agradecer al Señor el hecho de no recordar nada de él; pero al mismo tiempo, uno no debía, no se atrevía quizá, a olvidarlo. No sospechaba siquiera que aceptaba ya como cosa natural que no todos los niños tenían padres y que verse arrebatado todos los días de cualquier ocupación inocente con la que a nadie se molestaba, sin acordarse siquiera de los demás, por alguien más grande y más fuerte que uno y sumergirse por un minuto, por cinco tal vez, en un chorro de furia incomprensible y ansia feroz y deseo de venganza y rabia celosa, era parte de la niñez, recibida por todas las madres de sus propias madres, a su vez, de aquel Puerto Rico o Haití, o como se llame ese lugar del cual todos hemos venido, pero que nos es imposible recordar.
      »Sin duda, cuando él creciera y tuviera hijos, tendría que continuar la tradición (quizá resolvió en aquel instante que era demasiado trabajo y fatiga, y que él no tendría hijos, o esperaba al menos no tenerlos nunca) y, por lo tanto, nadie tenía padre ni un Puerto Rico o Haití personal, sino exclusivamente rostros maternales que se lanzaban sobre ellos en esos momentos casi previsibles, saliendo de una oscura, general y antigua afrenta o injuria que la carne real, viva y articulada no padeció, sino que se contentó con heredar, toda la carne de los niños que respiran y andan, brotando de aquella oscura paternidad ambigua y por ello mismo, hermanados perennemente, en todos los lugares que ilumina el sol…
      Quintín y Shreve se miraron, con ira tal vez, mientras su aliento sereno y regular se convertía en vapor, tenue y continuamente, en el nuevo aire sepulcral. Se miraron de modo extraño, con intensidad curiosa y serena, no como suelen mirarse dos muchachos, sino casi como se miran, desde su virginidad, un joven y una muchacha muy tierna aún…, una especie de búsqueda silenciosa y desnuda, y en cada mirada, el peso de la inmemorial obsesión de la juventud: no la carga aplastante del tiempo que acompaña a los viejos, sino su fluidez, los brillantes talones de todos los minutos perdidos a los quince y dieciséis años.
      —Luego creció y se liberó de la influencia de la madre, muy a pesar de ella (quizá a pesar de él mismo, a pesar de ambos) y ya no le importó. Descubrió que ella alimentaba algún propósito y no sólo dejó de importarle, sino que ni siquiera le importó ignorar cuál era ese propósito. Creció y descubrió que ello lo había estado formando y templando para convertirlo en instrumento de aquel proyecto al cual se tendía su mano implacable. Tal vez llegó a creer (o vio) que ella lo había engañado para darle esa forma y temple, y tampoco le importó; porque ya había aprendido sin duda que sólo existen tres cosas: respiración, placer y tinieblas, y que sin dinero no hay placer, y sin placer no existiría siquiera la respiración, sino un inhalar y exhalar de protoplasma de ciego inorganismo en una oscuridad donde jamás se enciende la luz. Tenía dinero, porque conocía que ella sabía que era el único medio con que contaba para obligarlo, cuando llegara el día esperado, a desempeñar su papel; por eso no se atrevía a mezquinárselo y sabía que él lo sabía también: es posible que hasta le exigiera dinero y la sobornara con este argumento: «Dame el dinero que te pido y no te preguntaré aún por qué ni para qué». O, tal vez, estaba ella tan ocupada apercibiéndolo que ya ni pensaba en el dinero, y probablemente nunca tuvo mucho tiempo para recordarlo y contarlo y preguntarse cuánto tenía en los intervalos del odio y el furor; por lo cual el único que fiscalizaba los gastos de Bon sería el abogado.
      »El (Bon) aprendió sin duda su primera lección: que podía dirigirse a su madre y arrollar al abogado en el momento en que se le antojara; como el caballo del millonario, que con sólo regresar un día un poco más sudado que de ordinario, obtiene al día siguiente un nuevo jinete o palafrenero. Claro está que sería 61: el abogado, aquel abogado con su millonaria loca particular a quien explotar; aquel abogado que no tenía tanto interés en su dinero como para fijarse si los cheques no venían de puño y letra de ella, aunque llevaran su firma; aquel abogado que (planeado y buscado por la madre de Bon antes de que él mismo pudiera recordarlo, previendo el día en que se le pusiera en posesión de tanto terreno rico y abonado) lo había estado arando, sembrando y cosechando, tanto a él como a su madre, como si ya hubiera sucedido todo; aquel abogado que quizá tenía la gaveta secreta de la secreta caja de caudales, y en ella el documento secreto, tal vez un plano lleno de alfileres de colores, como los que tienen los generales durante sus campañas, y todas las anotaciones en cifra: Hoy Sutpen acabó de robar a un indio ebrio cien millas cuadradas de tierras vírgenes; valor, veinticinco mil dólares. A las dos y treinta y un minutos de hoy salió de la ciénaga con el último tablón para la casa. Valor, en unión del terreno: cuarenta mil dólares. A las siete y cincuenta y dos minutos de la tarde de hoy se casó. Acusación de bigamia, valor igual a cero, salvo comprador inmediato. Paco probable. Sin duda, el mismo día se unió a su esposa. Calculemos un año. Y luego, con la fecha y la hora también: Hijo varón. Valor intrínseco, posible aunque no probablemente, venta forzosa de casa y terrenos más valor cosecha, descontando la cuarta parte del niño. Valor sentimental, más ciento por ciento más valor de la cosecha. Calculemos, en el término de diez años, uno a varios hijos. Valor intrínseco: venta forzada de casa y terreno cultivados más bienes muebles y dinero, menos parte correspondiente a los hijos. Valor afectivo: aumento anual del ciento por ciento para cada hijo, más valor intrínseco, más bienes y dinero, más crédito adquirido y corriente. Y más adelante, con indicación de fecha también: Hija, y se podía ver el signo de interrogación y las otras palabras que la seguían: ¿hija ¿hija?, ¿hija?, debilitándose; no porque se debilitara también el pensamiento, sino por el contrario: el pensamiento se detenía en seco y retrocedía un poco, abriéndose en abanico, como cuando colocamos una rama en mitad de un chorro de agua, abriéndose y ascendiendo lentamente a su alrededor en el lugar donde se encerró bajo la llave para sentarse tranquilamente y restar las sumas que Bon gastaba en prostitutas y champaña del capital de su madre, y calcular cuánto quedaría mañana y el mes próximo, y el año venidero, hasta que Sutpen estuviese bien maduro…, pensando en los buenos dólares que Bon dilapidaba en caballos, trajes, champaña, juegos de azar y mujeres (seguramente sabía lo de la cuarterona y el casamiento hecho por detrás de la iglesia, mucho antes de que lo supiera la madre, aunque hubiera sido un secreto; quizá hasta tenla un espía en el dormitorio, como parece haberlo tenido en el de Sutpen; quizá fue él mismo quien la puso allí, diciéndose como si hablara de un perro: Comienza a divagar. Necesita un apoyo. No un freno, sino un sostén liviano, una traba que le impida introducirse en terreno vedado y cercado), y que sólo él vigilaba, o se esforzaba por hacerlo hasta donde se atrevía, sin insistir demasiado porque sabía que basta que Bon fuese a hablar con su madre, y el caballo de carrera tendría un pesebre de oro macizo, si se le antojaba; y un nuevo jinete si el suyo no tenía cuidado.
      »Contaba el dinero y calculaba la parte que le correspondería en los próximos años si las cosas seguían al mismo ritmo, crucificado entre sus dos problemas: si le convendría más lavarse las manos en lo referente al aspecto Sutpen, liquidar el remanente y escapar a Tejas. Lo malo es que cuando pensaba en estas cosas se veía obligado a recordar las sumas que había dilapidado Bon, y que si se hubiera ido a Tejas diez o cinco años atrás, o el año anterior, hubiera sacado mucho más dinero. Por eso, de noche, mientras esperaba vela ventana se colorease de gris, se asemejaría a lo que decía de sí misma la tía Rosa y tendría que negar su propia respiración (o tal vez desearía no tener que hacerlo) si no fuese por aquel doscientos por ciento de acrecentamiento del valor intrínseco que se producía cada Año Nuevo; el agua, contenida por la rama, subía y se derramaba en torno suyo tranquila y continuamente, como la luz; y él permanecía allí, iluminado por el blanco y auténtico fulgor de la clarividencia (o penetración, o fe en los infortunios y locuras humanas, o como quieras llamarlo) que le mostraba no solamente lo que podría suceder, sino lo que acontecería en realidad. Y él se negaba a creer que tales cosas sucederían no porque le hubieran sido reveladas a manera de visión, sino porque habría en ello, necesariamente, amor, dignidad, honra y valentía. Creía que sucederla no porque fuese lógico y verosímil, sino porque era la contingencia más desdichada para todos que pudiera imaginarse; y aunque hubiera sido tan imposible demostrarle el vicio o la virtud, el valor y la cobardía sin hacerle ver al mismo tiempo los personajes reales en actividad, como probarle la muerte sin poner ante su vista el cadáver, creía en el infortunio a consecuencia de aquella formación ardua y rigurosa de eunuco que le enseñó a abandonar a Dios las alegrías y la buena fortuna de los hombres, esperando que, a su turno, Él entregase sus miserias y desatinos y desgracias a los piojos y pulgas de Coke y Littleton. Y la vieja sabina…
      Se miraron con ira. Era Shreve quien hablaba, aunque si no fuese por la leve diferencia que pusieron en ellos los diversos grados de latitud (diferencia que no era de tono ni de acento sino de giros idiomáticos y empleo de los vocablos), podría haber sido cualquiera, o ambos a la vez, los que así hablaban: pensaban como uno solo, mientras la voz que por azar hablaba era sólo el pensamiento trocado en sonido perceptible y oral. Ambos creaban, juntos, de cabos sueltos y fragmentos de viejas historias y habladurías, gentes que quizá nunca existieron en lugar alguno, sombras que no eran sombras de carne y hueso que vivieron y murieron; sino sombras de lo que (para uno de ellos, al menos para Shreve) eran otras tantas sombras, silenciosas como el visible murmullo de su aliento convertido en nubecilla de vapor.
      Las campanas comenzaron a tañer, melodiosas, lentas y lejanas tras la ventana cerrada y sellada por la nieve. Era la medianoche.
      —…esa vieja sabina, que ni por salvar su propia vida te habría dicho a ti, al abogado o a Bon o a persona viviente alguna qué era lo que quería, esperaba o preveía, porque era mujer y no había menester de esperar, desear o prever nada, bastaba con que esperase, desease y previese. (Además, tu padre dijo que cuando se tiene una buena dosis de odio enérgico no hace falta la esperanza, porque el odio solo te sostiene.)
      »La vieja sabina, no tan vieja, tampoco, pero abandonada sin duda, así como uno mantiene las maquinarias limpias y aceitadas y las carboneras repletas del mejor carbón, pero no se preocupa de lustrar los metales o encerar las cubiertas; abandonadas, sin duda, en lo exterior. No serla obesa, no, quemaba demasiado rápidamente para eso; lo consumía todo en el conducto que media entre las gargantas y el estómago, sin hallar placer en la masticación, que no sería sino una molestia más; ni encontrar gusto en su ropa, puesto que gastar la vieja y comprar la nueva era una fatiga sobreañadida; ni complacerse en la gallarda estampa que él (ninguno de ellos dijo “Bon”) luciría sin duda, vestido con los ricos pantalones que se adaptaban a su pierna y las ricas casacas que se adaptaban a sus hombros; ni en el hecho de que era el joven mejor provisto de relojes y gemelos y ropa de Holanda fina, y caballos, y coches de ruedas amarillas (para no decir nada de las muchachas) en comparación con los demás; puesto que todo ello era una molestia inevitable a la cual había que resignarse antes de que él pudiera servirle de algo, del mismo modo que hubo de pasar por la dentición, y la varicela y los ágiles huesecillos infantiles antes de que pudiera servirle de algo.
      »La vieja sabina obtendría los informes falsos del abogado como partes que llegan del frente de batalla al cuartel general, quizá hasta tenía un negro especialmente apostado en la antecámara del abogado con el único objeto de comunicárselos, una sola noticia en dos años o cinco en dos días, cuando empezaba a sentir ansias de noticias y a perseguir al letrado…, informes, comunicados, estamos siguiendo la pista de Sutpen en Tejas, o Misuri, o California (California era lo mejor, ¡estaba tan lejos!; resultaba adecuadísima, porque la distancia misma obligaba a dar crédito, aceptar y creer) y de un día para otro le echaremos el guante, de modo que no se preocupe usted.
      »Y no lo hacía, no se preocupaba; le bastaba con pedir su carruaje y visitar al abogado, con su vestido negro que parecía un trozo de chimenea vieja, sin sombrero tal vez, con un chal por la cabeza; sólo le faltaba una escoba y un cubo. Y entraría repentinamente diciendo: “Ha muerto. Sé que ha muerto; ¿cómo es posible?, ¿cómo pudo ser?”, pero no con el sentido que daba a estas palabras la tía Rosa: ¿Dónde hallaron o inventaron una bala que pudiera matarlo?; sino clamando: ¿Cómo se le ha dejado morir sin reconocer sus errores y pagarlos y arrepentirse de ellos? Y en los dos segundos siguientes estuvieron a punto de atraparle (él, el abogado, le mostró la carta auténtica, escrita en lengua inglesa, que ella no comprendía, la carta recién abierta que le había enviado por mano del negro en el instante en que ella entraba, y el abogado que ya tenía práctica, puso la fecha conveniente en la carta mientras le daba la espalda, en los dos segundos que le llevó sacar el documento del fichero), sí, atraparle; se acercaron a él hasta convencerse ampliamente de que vivía, tanto se aproximaron que pudo sacarla del despacho antes de que se sentara y la dejó otra vez en el carruaje, rumbo a su casa, donde, entre espejos florentinos, colgaduras parisienses y cortinas con borlas, conservaba la apariencia de fregona, con su vestido negro; aquel vestido que ni la propia cocinera hubiera usado cuando estaba nuevo todavía, cinco o seis años atrás, aferrando la carta que no podía leer (tal vez la única palabra que reconocía en ella era el vocablo “Sutpen”) en una mano y echando hacia atrás, con la otra, un mechón lacio de cabellos grises.
      »No contemplaba la carta corno si la leyera, y aunque hubiera podido hacerlo, tampoco la habría mirado así. Se lanzó sobre ella, cayó sobre ella como si apenas tuviera un minuto para leerla, un segundo más antes de que se desvaneciera ante sus ojos, antes de que se inflamase y, en vez de ser leída, se consumiera, dejándola allí sentada, con un jirón negro, deshecho, carbonizado entre las manos.
      »Y él (ninguno de ellos dijo “Bon”) …estaría allí contemplándola, lo bastante crecido ya para comprender que lo que había llamado infancia no fue infancia; que otros niños habían sido formados por padres y madres, en tanto que él había sido creado de nuevo desde el instante mismo en que comenzó a recordar; y otra vez, cuando su cuerpo dejó de ser el de un nenito para convertirse en un niño; y otra vez, cuando dejó de ser niño para ser hombre; creado por un abogado y una mujer. Creyó que ella lo lavaba y alimentaba y metía en la cama y halagaba su paladar y sus gustos por él mismo, pero llegó el instante en que se dio cuenta de que no eran para él esos cuidados, esos dulces y diversiones; sino para un hombre que no había llegado aún, a quien ella no había visto jamás, que era tan diverso del niño como la dinamita que destruye la casa, la familia, y hasta el pueblo entero se diferencia del viejo trozo de papel tranquilo, que preferiría volar, ligero y sin rumbo, con el viento o el alegre serrín; o los viejos productos químicos apacibles que prefieren permanecer inmóviles y oscuros en la vieja tierra serena, tal como estaban antes de que el caballero entremetido con sus gruesas gafas viniera, los desenterrara y purificara, los mezclara y amasara… Creado por una mujer y un abogado mercenario (aquella mujer que desde antes de su primer recuerdo lo había estado proyectando y preparando para algún momento que llegaría y pasaría, y después él no sería para ella sino un fértil terreno bien abonado; aquel abogado que desde antes de su primer recuerdo, según lo comprendía entonces, lo había estado arando y plantando, regando y abonando como si ya lo fuese) y Bon la observaba, negligentemente apoyado sobre la chimenea, tal vez con su rico traje, nimbado por el sahumerio de harén de lo que podríamos llamar fácil santidad, la miraba escudriñar aquella carta sin pensar siquiera: Estoy viendo a mi madre al desnudo, pues si su odio era desnudez, la había usado durante tantos años, que ya podía ejercer oficio de ropas, como (según dicen) suelen hacer la modestia y el pudor…
      »Y se fue. Se fue a la universidad a los veintiocho años. No sabía ni le importaba tampoco cuál de los dos (su madre o su abogado) decidieron que fuese a la universidad, ni por qué, puesto que supo desde un principio que ambos se proponían algún fin, y no le importaba lo suficiente este objetivo para ponerse a averiguarlo. Sabía que el abogado sabía que su madre alimentaba un proyecto; pero que ella ignoraba que el abogado, a su vez, alimentaba los suyos y que aceptaba tranquilo que su madre lograra sus objetivos, siempre que él (el abogado) alcanzase los suyos un segundo antes o, por lo menos, en el mismo instante.
      »Se fue a la universidad; dijo “:Muy bien”, se despidió de la cuarterona y se fue a la universidad, él, que durante los últimos veintiocho años nunca había oído una orden: “Haz lo que hacen los demás; termina esta tarea para mañana a las nueve, o para el viernes o el lunes”; quizá la cuarterona que ellos, o el abogado al menos, habían utilizado de ligero freno (no cadena) que le habían puesto para que no entrase en terreno vedado. Quizá su madre descubrió lo de la cuarterona y el niño y la ceremonia, y vio más allá de lo que había visto el abogado (o de lo que quiso ver, pues no consideraba a Bon alocado, y sí un poco tonto) y lo mandó llamar. Él, sabiendo lo que sucedía, se apoyó negligentemente contra la chimenea con algo semejante a una sonrisa, detrás de la cual no se adivinaba nada. Probablemente, ella lo miraría con el lacio mechón de cabellos grises caído, sin tomarse el trabajo de echarlo hacia atrás; porque en ese instante no escudriñaba una carta, sino que lo miraba con ojos fulgurantes y su voz trataba de intimidarlo con toda la urgencia del temor y la alarma; pero ella la reprimía porque no podía hablarle de traición sin habérselo dicho antes, y ahora, en ese momento, no se atrevía a revelarlo. El la miraba tras la sonrisa que no era sonrisa, sino un velo que ocultaba algo que no quería dejar adivinar, reconociéndolo todo, diciendo: “¡Y por qué no? Todos los jóvenes lo hacen. La ceremonia también. Yo no me propuse lograr el niño, pero ahora que lo tengo… Y no es mala la criatura”. Ella lo observaría furiosa, sin atreverse a decir lo que quería decir porque había dejado pasar demasiado tiempo ya sin decir otra cosa que lo que podía: “Pero tú… Es diferente”. Y él (ella no tendría necesidad de decírselo; él ya lo sabría, porque ya sospechaba por qué lo mandaron llamar, aunque no supiera ni le importaba el proyecto acanalado por su madre desde que había comenzado su primer recuerdo, antes de que pudiera tomar, enamorado o no, una mujer cualquiera): “¡Por qué no? Por lo visto, los hombres se ven obligados a casarse, tarde o temprano. Y se trata de alguien a quien conozco y que no da trabajo. Y ya está hecho lo de la ceremonia, toda esa molestia ya pasó. En cuanto a una pamplina, como esa partecilla de sangre negra..:”, sin necesidad de hablar mucho, sin necesidad de decir: He nacido y venido a este mundo con tan pocos padres, que tengo demasiados hermanos a quienes ultrajar y abochornar mientras viva; y, por consiguiente, demasiados descendientes a quienes legar, a mi muerte, mi pequeña herencia de humillación y daño. Pero no dijo eso, sino “esa partecilla de sangre negra”; y luego contempló su rostro, esa desesperada urgencia, ese temor, para partir en seguida, besó tal vez la mano que descansó en la suya y tocó sus labios como la mano de una muerta, por el esfuerzo de aferrarse desesperadamente a este o aquel recurso.
      »Quizá en el momento de salir dijo: Irá a verlo a él (al abogado), si aguardase cinco minutos más, la vería ponerse el chal. Probablemente, esta noche lo sabré todo… si me tomo el trabajo de averiguarlo. Y, probablemente, lo supo; y primero, si es que lo encontraron antes de la noche o pudieron enviarle un recado, porque ella fue a ver al abogado. Y siguió puntualmente el juego de éste.
      »Tal vez antes de que ella comenzara a narrarle el asunto, comenzó a brillar ese fulgor blanco, como cuando uno levanta la celosía, tal vez ella vio su mano escribir en el espacio en blanco donde nunca se leyó nítidamente ¿hija?, ¿hija?, ¿hija? Porque es posible que ése fuera, precisamente, el problema que preocupó y atormentó al abogado desde un principio, y desde que ella le hizo prometer que jamás revelaría a Bon el nombre de su padre, estuvo aguardando y preguntándose cómo se las compondría para hacerlo, pues sabía que si lo dijera a Bon, éste le daría crédito o no, no estaba cierto; pero en cambio, estaba segurísimo de que Bon iría a decirle a su madre que el abogado se lo había dicho todo, y en ese caso, estaba perdido. No es que hubiera algún daño, no lo habría ni cambiaría la situación; pero es que hubiera contradicho y desobedecido a esa clienta paranoica.
      »Tal vez mientras, sentado en su despacho, sumaba y restaba el dinero y añadía la suma que pensaba arrancarle a Sutpen (jamás se preocupó por lo que diría Bon el día en que se enterase de todo: probablemente, hacía tiempo que le tributó el homenaje de creerlo demasiado tonto e indolente para investigar por sí mismo lo de su padre, pero no tan alocado que dejara de obtener su ventaja una vez que alguien le indicara cuál era el camino a seguir; quizá si se le hubiera ocurrido la idea de que por amor, o sentido del honor, o cualquier otra cosa debajo del sol o por jurisprudencia, Bon se negaría a hacerlo, él (el abogado) estaría dispuesto a demostrar que ya no respiraba). Tal vez era eso lo que le torturaba: cómo colocar a Bon en la alternativa de descubrirlo por sí mismo o de que alguien (su padre o su madre) se lo revelaran. Por consiguiente, en cuanto ella salió del despacho o, por lo menos, en cuanto tuvo tiempo de abrirla caja de caudales y buscar en la gaveta secreta y certificarse de que la universidad donde estaba Enrique era la de Misisipi, antes de que su mano escribiese con trazo firme en el espacio en blanco donde nunca alcanzó a leerse nítidamente el ¿hija?, ¿hija?, ¿hija? y con la fecha al lado: 1859. Dos hijos. Digamos, 1860, veinte años. Aumento del doscientos por ciento sobre el valor intrínseco anual, más bienes muebles y dinero, más crédito obtenido. Valor aproximado en 1860, cien mil dólares. Pregunta: amenaza de bigamia. Sí o no. Posiblemente, no. Amenaza de incesto: probablemente, sí. Y la mano retrocedió antes de estampar el punto final subrayando el probablemente, y escribiendo debajo la palabra: ciertamente.
      »Y eso tampoco le importó; se contentó con decir: “Está bien”. Quizá sabía ya que su madre ignoraba lo que quería y no lo sabría jamás, motivo por el cual le sería imposible derrotarla (tal vez la cuarterona le había enseñado que es inútil esforzarse por derrotar a las mujeres, y que si uno es lo bastante despierto y rehuye enredos y escándalos, no intenta siquiera lograrlo) y sabía que el abogado sólo quería el dinero. Por ello, si evitaba el error de creerse capaz de dominarlo todo, si se mantenía en silencio y a la expectativa, tal vez lograría una parte. Por eso dijo: “Está bien”, y dejó que su madre pusiese en sus maletas las ropas finas; y tal vez hizo una de sus indolentes visitas al abogado y lo contempló desde detrás de aquello que podría llamarse “sonrisa”, mientras el letrado se ocupaba de hacer embarcar los caballos en el vapor y le compraba, quizá, otro criado personal, y se ocupaba del dinero y demás asuntos; lo contemplaba detrás de su sonrisa mientras el otro hacía el papel de padre severo y le hablaba de erudición, cultura, griego y latín, las cosas que lo equiparían y pulirían para la posición que estaba destinado a ocupar en la vida; y agregaría que el hombre decidido a obtenerlas, podía hacerlo sin salir de su biblioteca, si tenía la suficiente fuerza de voluntad; pero que a pesar de todo había algo, una calidad especial de cultura, que sólo la monotonía claustral, monástica, de una universidad… digamos desconocida y pequeña, sí (pero aristocrática, aristocrática)… y él (ninguno dijo “Bon”. En ningún momento hubo confusión cuando Shreve pronunciaba la palabra “él”) escuchaba cortésmente, silencioso, tras aquella expresión inescrutable.
      »Por fin preguntó, interrumpiendo, siempre afable y cortés, sin ironía ni sarcasmo: “¿Qué universidad dijo usted que era?”. Hubo un instante de agitación mientras el abogado hojeaba los papeles hasta encontrar aquel en que estaba escrito el nombre que sabía de memoria desde el primer día en que habló con la madre: “La Universidad de Misisipí, en.” ¿Dónde dijiste que era?
      —En Oxford —dijo Quintín—. Está a unas cuarenta millas de…
      —«…Oxford». Y luego los papeles quedarían de nuevo inmóviles, porque él comenzaba a hablar de una diminuta universidad que apenas contaba diez años; de cómo allí nada lo apartaría de sus estudios (puesto que allí la misma sabiduría sería virginal, o al menos, no muy manoseada) y cómo se le ofrecía la oportunidad de observar otro aspecto del país, la vida provinciana en la cual arraigaban sus altos destinos (suponiendo que el desenlace de la guerra que se presentaba como inminente fuera feliz, cosa que todos esperaban y nadie ponía en duda ni por un instante), los destinos del hombre que sería y del poderío económico que representaría después del deceso de su madre. Él seguiría escuchando tras aquella expresión y diría al fin: «Entonces, ¿no recomienda usted el derecho como profesión?». Y por un instante, el abogado callaría, pero un segundo apenas, un silencio tan breve e imperceptible que no podría llamársele pausa; y respondería, sin apartar sus ojos de Bon: «No se me había ocurrido la idea de que le agradaba a usted el derecho». Y Bon: «Tampoco me agradó practicar con un florete, cuando tuve que hacerlo. Pero recuerdo al menos una ocasión en mi vida en que me alegré mucho de haberlo hecho». Y el abogado, con aplomo y serenidad: «Entonces, ciertamente, ¡estudie usted derecho! Su madre de usted estará de…, quedará encantada». «Está bien», dijo él, no dijo adiós; ¿para qué?
      »Tal vez no se despidió siquiera de la cuarterona, de aquellas lágrimas y lamentaciones y abrazos, los suaves brazos de desolado color de magnolia que aferrarían sus rodillas y (digamos) un metro más arriba de esos invertebrados grillos de acero, esa expresión que no era sonrisa, sino máscara impenetrable. Porque es imposible vencerlas: uno escapa (y agradece a Dios cuando puede escapar, huir de esa capa maciza de dos metros de espesor, de esa solidaridad densa que cubre la tierra entera y en la cual hombres y mujeres están enclavados por parejas, como quillas de un juego de bolos; gracias a los dioses, cualesquiera que sean, por esa quilla masculina sin caderas, liviana y ágil, fácil de mover, allí donde las caderas femeninas amplias y horadadas de cámaras de cartuchos, las mantienen sujetas). Sin decir adiós: está bien.
      »Y una noche subió a la planchada, a la luz de las antorchas, y sólo estaba allí el abogado para despedirle, no por cariño, sino para certificarse de que tomaba realmente el vapor. Y el nuevo criado negro, en el camarote, abriría las maletas desplegando las magníficas ropas, y las damas ya estarían reunidas en el salón para la cena, y los hombres en el despacho de bebidas, preparándose, pero él no: él permanecía solo, apoyado contra la borda, fumando tal vez, mirando cómo la ciudad se alejaba titilando y resplandeciendo hasta desaparecer. Luego cesaría todo movimiento y el vapor quedaría suspendido de las propias estrellas, inmóvil y sin avanzar, colgado de las dos cuerdas de humo cuajadas de chispas que ascendían verticales de las chimeneas.
      »Quién sabe qué pensamientos, qué grave sopesar y descartar, él que sabía desde hace años que su madre acariciaba algún propósito y el abogado también tenía los suyos, aunque sabía que sólo le interesaba el dinero, sin ignorar que las masculinas limitaciones del abogado, por más conocidas que le fuesen, no lo hacían menos peligroso que esa incógnita X que era su madre; y ahora, esto, el estudio, la universidad, cuando había cumplido veintiocho años. Y no solamente eso, sino una universidad especial de la cual jamás había oído hablar hasta entonces, que no existía diez años atrás, y sabiendo que era el abogado quien la había escogido para él… qué grave, intenso, casi ceñudo: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué esta universidad especial, entre todas las demás?, apoyado allí, tal vez en la soledad, entre las jadeantes maquinarias y el humo, llegando a tocar casi la verdad, adivinando que sus jirones, como los trozos de un rompecabezas, aguardaban sigilosos al alcance de su mano, entremezclados, confusos e irreconocibles todavía, pero prontos a unirse en un todo que le revelaría de un solo golpe, como el fulgor de un relámpago, el sentido de su vida entera, el pasado, Haití, la infancia, el abogado, la mujer que tenía por madre.
      »Y quizá allí, bajo sus pies, estaba la carta, oculta en la oscuridad de la bodega, bajo la cubierta en la cual se hallaba la carta que no estaba dirigida a Tomás Sutpen. Ciento de Sutpen, sino al caballero Enrique Sutpen, residente en la Universidad de Misisipí, cerca de Oxford, Misisipí. Cierto día, Enrique se la mostró, y no hubo un suave fulgor que se iba intensificando poco a poco, sino un relámpago, un resplandor (se mostró a él, que no sólo carecía de padre visible, sino que se había encontrado desde la infancia circundado por una insomne conjuración empeñada en persuadirle de que jamás había tenido padre, que su madre surgió de una estancia en el limbo, de aquel estado de bienaventurada amnesia en el cual se refugian nuestros débiles sentidos para resguardarse de las oscuras fuerzas sin Dios que la débil carne humana es incapaz de resistir, para hallarse encinta, clamando, chillando y forcejeando no contra la implacable angustia del parto, sino como protesta contra el ultraje de sus abultadas entrañas; que él había sido engendrado en ella no mediante el proceso habitual, sino engastado en su cuerpo y luego arrancado de él por el viejo e infernal principio masculino inmortal de todos los desenfrenados terrores, de todas las tinieblas), un resplandor dentro del cual permaneció, mirando el rostro inocente de aquel joven diez años menor que él, mientras una parte de su ser decía: Tiene mi frente, mi cráneo, mi mandíbula, mis manos. Y: Espera. Espera. Aún no puedes saber. Aún no puedes saber si lo que ves es lo que miras o lo que crees. Espera. Espera, agregaba la otra.
      »La carta que él —no se trataba ahora de Bon, Shreve lo sabía y Quintín comprendió sin dificultad ni esfuerzo lo que quería decir su amigo …escribió tan pronto como anoté aquel postrer añadido en su informe, después del ¿hija? ¿hija? ¿hija? mientras pensaba: Ahora es indispensable que lo ignore, nadie debe decírselo antes de que llegue allí y él y la hija…, sin el más lejano recuerdo del amor juvenil de su propia adolescencia, y aunque lo hubiera tenido, no le habría dado crédito, pero estaba dispuesto a hacer uso de él como del orgullo y el valor. No pensaba en la importuna sangre rebelde y callada ni en las manos ágiles, ansiosas por tocar, sino en el hecho de que Oxford y el Ciento de Sutpen estaban a un día de distancia, viajando a caballo, y Enrique ya instalado en la universidad, y por eso, quizá por una vez en su vida, el abogado creyó en Dios: Mi querido señor Sutpen: El nombre del suscripto le es desconocido, lo mismo que su posición y fortuna, a pesar de toda su consideración refleja y (espero) su valor, es tan desconocido, que no espera ver a usted personalmente, ni que usted lo vea a él pero su valor es reflejo del de dos personas de posición y fortuna: una de ellas, gran dama, viuda y madre, habita en el retiro adecuado a su condición en la misma ciudad en la que está fechada esta carta, y la otra, un caballero joven, hijo de ella, que cuando ésta llegue a sus manos o poco tiempo después, se presentará corno postulante ante el mismo Tribunal de sabiduría y ciencia en que usted se halla. Por él me atrevo a escribirle. No: no diré que es por él, no permitiré que la dama a quien me refiero, su madre, ni el propio joven sospechen que empleé ese término, ni aun dirigiéndome a quien, como usted, es retoño afortunado de la primera familia de su región. En verdad, más me valdría no haberle escrito. Pero lo hago; ya es irrevocable; si halla usted en esta carta algo que trascienda a humildad, no lo tome como venido de la madre, ni mucho menos del hijo, sino de la pluma de quien desde su humilde posición de asesor legal y hombre de negocios al servicio de la dama y el joven arriba citados, se siente lleno de gratitud y lealtad hacia quienes (no lo confieso, lo proclamo) le han dado pan, techo y fuego durante un período lo suficientemente largo para enseñarle reconocimiento y fidelidad, aunque no los hubiera conocido antes. Esto le ha llevado a una decisión cuyos medios no alcanzan a su fin por la sencilla razón de que él es solamente lo que es y se proclama, y no lo que quisiera ser. Por ello, caballero, no reciba usted esta carta como una insolente y no solicitada información redactada por mí, sino como una presentación (por torpe que sea) hecha a una joven cuya posición no ha menester de ser detallada ni recapitulada allí donde serán leídas estas líneas, de otro joven cuya posición no ha menester de ser detallada ni recapitulada aquí, donde han sido escritas. Sin adiós; está bien; él, que tenía tantos padres que ya no le quedaba amor ni dignidad para recibir o infligir, ni honra o vergüenza para compartir o legar, para quien tanto daba un sitio como otro, lo mismo que un gato: la Nueva Orleans cosmopolita o el bucólico Misisipí; sus propias lámparas florentinas, heredadas y heredables, sus retretes dorados y espejos de cornucopia, o el diminuto instituto perdido en un remanso, la universidad que no contaba diez años de vida. Lo mismo era el champaña en el tocador de la cuarterona que el whisky en la tosca mesa nueva de una celda monacal; y aquel joven rústico, heredero bucólico que, probablemente, no había pasado jamás una docena de noches fuera de su casa paterna (salvo las que pasó, quizá, vestido de pies a cabeza y tendido ante una hoguera en el bosque, oyendo correr a la jauría) hasta que llegó a la universidad; aquel joven que imitaba sus ropas, porte, palabras y todo sin percatarse de que lo hacía, el mismo que una noche, ante la botella, dijo bruscamente…, no, bruscamente no, más bien tímidamente, vacilando: y él (el cosmopolita, diez años mayor que ese joven, reclinado negligentemente, vestido con una de esas batas de seda que el otro nunca había visto antes y creía destinadas exclusivamente a las mujeres) vio cómo se ruborizaba intensamente, sin dejar de mirarlo de frente, en los ojos, mientras balbuceaba vacilante, brusco, con áspera y total falta de ilación “Si tuviera un hermano, no quisiera que fuese menor”. Y él: “¡Ah!”. Y el joven: “No; querría que fuese mayor que yo”. Y él: “Ningún hijo de terrateniente quiere hermanos mayores”. Y el joven: “Yo sí”, mirándolo de frente, al esotérico, al sibarita, de pie, erguido y cenceño (porque era muy joven aún), con el rostro como la grana, pero la cabeza alta y serena la mirada: “Yo sí; y querría que fuese tal como eres tú”. Y él: “¿De veras? El whisky está a tu lado. Bebe o pásalo”.
      »—Y ahora —anunció Shreve— vamos a hablar de amor.
      Pero no era menester que lo dijera, como no fue necesario que especificara antes quién era «él», puesto que ninguno de los dos pensaba en otra cosa; todo lo anterior era trabajo concluido que había que hacer y no había quien lo hiciera excepto ellos dos, del mismo modo que tiene que haber alguien que reúna las hojas secas antes de encender la fogata de San Juan. Por eso no les importaba quién hablara, puesto que las palabras solas no realizaban la tarea ni completaban el trabajo, sino un feliz matrimonio de la palabra y el oído, dentro del cual cada uno de ellos, antes del ruego, de la exigencia, perdonaba, condonaba y olvidaba las fallas del otro: fallas en la creación de esa sombra que estaban discutiendo (o, mejor dicho, dentro de la cual existían) y la audición filtraba y descartaba lo falso para conservar lo verdadero, lo que se adaptaba al preconcepto, a fin de llegar al amor, donde podría haber paradojas e inconsecuencias, pero no fallas ni falsedad.
      —Y ahora, el amor. Seguramente sabía ya todo lo referente a ella antes de verla: cómo era, cómo transcurrían sus horas en ese mundo femenino de provincia, del cual no han de saber mucho ni siquiera los hombres de la familia; debe de haberse enterado de todo sin necesidad de formular una sola pregunta. ¡Jesús!, debe de haber desbordado de él, como una sustancia hirviente que se derrama. Noches y noches mientras Enrique aprendía de él cómo se pasea negligentemente por un dormitorio, con bata y chinelas de mujer, nimbado por un tenue pero inconfundible efluvio de perfume femenino, fumando un cigarro con ademán femenil, pero con un aire de seguridad íntima tan indolente y moral, que sólo el más arriesgado de los hombres se hubiera atrevido a hacer la comparación (sin esfuerzo por enseñar o desempeñar el papel de mentor…, aunque, tal vez, sí; quién sabe cuántas veces miró la cara de Enrique sin pensar: Allí, si no fuera por la levadura de la sangre que no tenemos en común, está mi cráneo, mi frente, mis órbitas, la forma y ángulo del mentón y la mandíbula; y detrás, un poco de mi propio pensar, y todo eso él podría verlo también en mi rostro si supiera mirar como yo, sino: Allí, detrás de un tenue velo, un poco oscurecido por esa sangre extraña cuya mezcla fue necesaria para que existiera, está el rostro del hombre que nos formó a los dos desde aquella tiniebla ciega e incierta a que damos el nombre de futuro; allí, allí, en cualquier momento o segundo, penetraré a fuerza de voluntad, intenso esfuerzo y necesidad terrible, y arrancaré la levadura extraña y no contemplaré el rostro de mi hermano a quien no conocí y por ello no eché nunca de menos; sino el de mi padre, cuya ausencia ha proyectado una sombra de la cual nunca pudo evadirse mi espíritu. Cuántas veces habrá pensado, viendo esa buena voluntad pronta, pero sin abyección, esa humildad que no renunciaba al orgullo, esa total entrega del espíritu cuya envoltura era la inconsciente imitación de ropa, vocabulario y modalidad, ¿Qué es lo que no puedo hacer con estos huesos y carne dispuestos, si se me antoja; esos huesos y carne y espíritu que nacieron de la misma fuente que los míos; pero en medio de tranquila paz y serenidad, corriendo bajo un sol monótono, pero siempre brillante, mientras la que él me legó nació en medio del odio, el ultraje y el no perdón y corrió en la sombra? ¿Qué no podría moldear yo con esta arcilla maleable y dispuesta que no pudiera moldear su mismo padre, a qué forma de bien que sin duda hay, es necesario que haya, en esa sangre, mientras nadie puede tomarla y moldearla en mí y pronto será demasiado tarde? En otros momentos, debe de haberse dicho que eran pamplinas, que no podía ser cierto, que esas coincidencias sólo se dan en los libros, al pensar con su fatalismo, su cansancio, su incorregible tendencia a la soledad: Este pequeño bastardo insignificante… ¿Cómo haré para librarme de él?; y luego la voz, la otra voz: No es eso lo que piensas en realidad; y él: No. Pero sí pienso que es un joven bastardo insignificante, y los días, las tardes en que salían a cabalgar juntos (Enrique lo copiaba también en esto, aunque era mejor jinete que Bon, sin lo que Bon habría llamado “escuela», quizá, pero más acostumbrado; pues para él cabalgar era tan natural como andar a pie y era capaz de montar cualquier cosa en cualquier parte y en competencia con cualquiera otra) y se sentía ahogado y sumergido en la brillante corriente irreal de las palabras de Enrique, trasladados (los tres: él, Enrique y la hermana a quien no había visto ni tenía curiosidad alguna por ver) a un mundo de cuento de hadas, en el que sólo existían ellos; cabalgaba junto a Enrique, escuchando, no era necesario preguntar ni estimular a hablar a ese joven que no sospechaba siquiera que el hombre que estaba a su lado podía ser su hermano y que, cada vez que su aliento pasaba por las cuerdas vocales, decía: De aquí en adelante, nuestra casa será tuya y nuestras vidas (la de mi hermana y la mía) serán tuyas también; y Bon se preguntaba (o no se preguntaba tal vez) si las circunstancias se invirtieran, si Enrique fuese el extraño y él (Bon) el heredero, y supiera lo que sospechaba, dicta lo mismo. Y por fin, accedía y decía por último: «Perfectamente. Iré a tu casa contigo la próxima Navidad», pero no para ver el tercer habitante del cuento de hadas forjado por Enrique, no para ver a la hermana, pues ni una sola vez pensó en ella: se contentó con escuchar, pero pensaba: Por fin le veré, veré a quien se me educó para no ver, para no desear ni esperar siquiera ver; aquel sin el cual he aprendido ya a vivir. Pensaba que entraría en la casa y vería al hombre que lo había engendrado y entonces sabría: un relámpago, un instante de indiscutible reconocimiento entre los dos, y ya sabría con certeza y para siempre, pensando quizá: Eso es todo lo que deseo. No hace falta que me reconozca. Le haré comprender inmediatamente que no es necesario que lo haga, que no lo espero ni me mortifica su conducta, y él me hará saber también rápidamente que soy su hijo, pensando tal vez con aquella misma expresión que podría llamarse sonrisa, pero no lo era en realidad, que era algo impenetrable hasta para el joven bastardo insignificante: Al menos, soy el hijo de mi madre: yo no sé qué es lo que quiero. Porque sabía exactamente lo que quería: decirlo, el contacto físico (aunque fuera secreto y escondido), el contacto físico de esa carne entibiada, antes de su nacimiento, por la misma sangre que le había legado y que entibiaba ahora sus carnes, y que, a su vez, él legaría para que corriese, cálida y vocinglera, en venas y miembros cuando aquella otra y la suya propia hubiesen muerto.
      »Y llegó Navidad, y los dos cabalgaron las cuarenta millas hasta el Ciento de Sutpen. Enrique seguía hablando, seguía manteniendo ligero, inflado e iridiscente con su aliento infatigable el vacío maravilloso, el mágico globo dentro del cual los tres vivían y se movían tal vez, en actitudes espectrales: él y el amigo y la hermana a quien el amigo no había visto jamás y en la cual (aunque Enrique no lo sabía) no pensó tampoco, contentándose con escuchar desde sus pensamientos más imperiosos lo que sobre ella decía Enrique. Éste no se percataba siquiera de que, a medida que se acercaban a la casa, Bon se volvía más silencioso, tenía menos que decir acerca de cualquier tema y hasta (cosa que Enrique ignoraría ciertamente) menos que escuchar. Y penetró en la casa, y tal vez alguien que lo observase hubiera visto en su cara una expresión muy semejante a aquélla…, a aquel ofrecerse con humildad y orgullo a la vez, a esa entrega total, que había en el rostro de Enrique, y tal vez decía entre sí: No solamente ignoro lo que quiero, sino que, por lo visto, soy mucho más joven de lo que me creía. Y vio cara a cara al hombre que podría ser su padre y nada sucedió: ninguna conmoción, ninguna carne cálida y comunicada que la palabra, demasiado lenta, no lograría trabar… nada.
      »Y pasó allí diez días, no sólo el esotérico, el sibarita, la hoja de acero en vaina de seda recamada que Enrique comenzó a copiar en la universidad, sino la obra de arte, molde y espejo de cortesanía y moda que la señora de Sutpen (según decía tu padre) aceptó, insistiendo (¿no es eso lo que decía tu padre?) en que permaneciese así (y lo habría comprado, pagándolo al precio de Judit, si no hubiera entre los cuatro mejor postor ¿no es eso lo que decía tu padre?) y no fue para ella otra cosa hasta que desapareció llevándose a Enrique, y ella nunca lo volvió a ver; y sus días se llenaron de guerra y peligro y dolor y mala comida hasta que llegó a olvidarse de que lo había olvidado, pasado algún tiempo. (Y la niña, la hermana, la doncella; ¡Jesús!, quién sabe lo que ella vio aquella tarde cuando ambos jóvenes se acercaron por la alameda, qué plegaria, qué virginal sueño pensativo llegado a caballo desde alguna tierra fabulosa, no el duro hierro de chimenea, sino aquel Lancelote sedeño y trágico de treinta años, diez años más que ella, y cansado, harto de todas las experiencias y placeres que las cartas de Enrique crearon, sin duda, para ella.)
      »Llegó el día de la partida, y nada. Él y Enrique se alejaron, y nada. No hubo en la despedida señal alguna en el rostro donde podría (y estaba dispuesto a creer) haber visto la verdad por sí mismo, sin necesidad de señal alguna, si no fuera por la barba. Fue como el día de la llegada; ningún signo en los ojos que podían ver su cara, puesto que no había barba que la ocultase y podían leer en ella la verdad, si estaba allí, pero no pestañearon. Entonces supo que sí estaba en su cara, pues el otro la habla reconocido tan exactamente como reconocería Enrique, la próxima Navidad, en la biblioteca, que su padre no mentía por el mismo hecho de que nada dijo y nada hizo.
      »Quizá pensó, se preguntó, si no sea éste el por qué de la barba, si no sería posible que el otro se escondiese detrás de la barba en previsión de ese mismo día, y en tal caso, ¿por qué, ¿por qué? Pensaba ¿Por qué? ¿Por qué; ¡era tan poco lo que deseaba! Le habría bastado una señal secreta si así lo quería; él la hubiese comprendido, la hubiera aceptado con alegría, así, rápida y oculta, aunque no comprendiese por qué. Y pensaba: ;Dios mío!; soy joven, joven, y no lo sabía siquiera; no me han dicho que soy joven, sintiendo la misma desolación y vergüenza que se siente viendo claudicar al padre en una cuestión de —valor físico. Pensaba: Debí de haber sido yo quien claudicara; yo, no aquel que nació de la misma sangre que corre por las venas de ambos, antes de que se contaminase y corrompiese por aquello que había en las de mi madre y que él no pudo tolerar. ¡Aguarda! —dijo Shreve, aunque Quintín no había pronunciado palabra: era apenas un algo, un replegarse de la silueta laxa y agobiada de Quintín, que presagiaba la palabra, por eso Shreve dijo: “¡Aguarda, aguarda!”, antes de que su amigo comenzase a hablar—. Porque él no la había visto siquiera. Sí, claro está que la vio, tuvo oportunidades de sobra para verla, no le quedó otro remedio, puesto que la señora de Sutpen se ocupó de ello: diez días de entrevistas proyectadas, dispuestas y ejecutadas como las campañas de los generales muertos en los libros de texto, entrevistas en la biblioteca, en el salón, y paseos en coche, por la tarde, todos planeados con tres meses de antelación, cuando la señora leyó la primera carta de Enrique donde se mencionaba el nombre de Ron; hasta que por fin, Judit comenzó a sentirse la hembra de una pareja de pececillos de colores. Y él le hablaba, le decía lo que puede decirse a tina muchacha campesina que probablemente no había visto hasta entonces hombre alguno, fuese joven o viejo, que no oliese tarde o temprano a estiércol; le hablaba como solía hablar a la vieja señora sentada en los dorados sillones de la sala, con la única diferencia de que, en un caso, estaba obligado a hacer todo el gasto de la conversación, y en el otro, no podía escaparse siquiera, sino que tenía que esperar a que viniese Enrique para rescatarlo. Tal vez ya pensaba en ella entonces, cuando no estaba ocupado diciéndose a sí mismo: No puede ser; no podría mirarme así día tras día sin hacer signo alguno, si fuese cierto. Hasta se decía que ella es presa fácil, como cuando uno ha dejado el champaña sobre la mesa y se dirige hacia el aparador en busca del whisky, y por casualidad pasa junto a un sorbete de limón que está allí, en una bandeja, y uno lo mira y se dice: “Eso también sería fácil; pero, ¿quién lo desea?”. ¿Te parece bien?
      —Pero eso no es amor —dijo Quintín.
      — ¿Por qué no? Escucha, ahora, el porqué. ¿Qué fue lo que te dijo la vieja, la tía Rosa: que hay cosas que tienen que ser necesariamente, existan o no, tienen que ser con muchísima mayor razón que otras cosas que tal vez existen y a nadie le importa un comino si existen o no? Ahí está el motivo. Él no tenía tiempo todavía. ¡Jesús!, estoy cierto de que sabía que debía ser así. Como opinaba el abogado, no era ningún tonto; lo malo es que no era esa clase especial de no-tonto por quien lo tomaba el abogado. Seguramente adivinaba lo que iba a suceder. Es corno si tú, después de pasar de largo junto al sorbete, absolutamente cierto de que llegarías adonde la botella de whisky, supieras, sin embargo, que mañana por la mañana desearás el sorbete; entonces, alargarás el brazo para tomar el whisky y comprenderás que quieres el sorbete en ese mismo instante, quizá ni siquiera llegaste hasta el aparador, quizá volviste los ojos hacia el champaña que está sobre la mesa, entre la cristalería sucia y el ajado damasco, y comprendiste de pronto que tampoco querías volver allí. No se trata de elegir entre el champaña, el whisky y el sorbete; sino que repentinamente (había comenzado ya la primavera en aquella región donde nunca había pasado él una primavera, y tú me has dicho que el norte del Misisipí es zona más recia que la Luisiana, llena de violetas y cornejos y flores tempranas sin aroma cuando todavía las noches y la tierra son un poco frías y los duros botones, apretados como el seno de las jovencitas, aparecen en los alisos y algarrobos, en las hayas y los arces, y hasta en los cedros había algo de juventud que él jamás había visto hasta entonces) descubres que lo único que quieres es ese sorbete y que no has deseado otra cosa desde largo tiempo, que lo has deseado desesperadamente; además, sabes que no tienes otro trabajo que el de tornarlo. No es que esté al alcance de cualquiera, no, está allí para ti, y te basta con mirar la copa para comprender que es como una flor: si otra mano la cogiera, se erizaría de espinas, pero no las tiene para tu mano. Y él no estaba habituado a eso, pues todas las otras copas, dispuestas y dóciles ante su voluntad no habían contenido sorbete, sino champaña o, por lo menos, vino de mesa. Más aun: el colegir que lo que sospechaba podía ser cierto, y el saber que podía ser verdadero o falso. Y quién podría asegurar si no fue quizá la posibilidad misma del incesto, puesto que todos los que hemos estado enamorados (sin tener hermanas: no sé lo que dirán los demás) sabemos lo que es la vana disipación del contacto carnal; quién no ha comprendido que, terminado ese breve todo, es menester alejarse del amor y el placer, recogiendo previamente nuestros propios desechos: sombreros, pantalones y zapatos que hemos de arrastrar por el mundo, y alejarnos, puesto que si los dioses perdonan y practican estas cosas y el inmenso acoplamiento soñador que flota, olvidado de todo, por encima del instante presuroso y molesto, el no era, es, fue, sólo constituye un requisito propio de elefantes y ballenas ligeros e inflados como gigantes globos. Pero es posible que, si hay también pecado, no se nos permita huir, desprendernos, regresar… ¿No es así?
      Hizo una pausa; en ese momento hubiera sido fácil interrumpirle. Quintín podría haber hablado, pero no lo hizo. Permaneció sentado como antes con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, agobiados los hombros que se inclinaban hacia adelante, el rostro bajo, y un no sé qué pequeño que lo hacía parecer más menudo de lo que era en realidad por su estatura y esbeltez, esa mezcla de delicadeza de huesos y articulaciones que, a pesar de sus veinte años, conservaba aún un postrer eco de la adolescencia, en comparación con la querúbica corpulencia del que lo enfrentaba, menor en apariencia, pues su misma superioridad en peso y desplazamiento lo hacía parecer más joven: así como un rollizo muchachuelo de doce años parece también menos que el adolescente de catorce a quien lleva diez a quince kilogramos de peso, pues el niño de catorce poseyó antaño esa robustez y la perdió, vendiéndola (con o sin consentimiento previo) para obtener ese estado de doncellez que no es atributo de la niña ni del varón.
      —No sé —repuso Quintín.
      —Perfectamente —dijo Shreve—. Quizá yo tampoco lo sé. Sólo que, por Cristo, algún día has de enamorarte. No es posible que te venzan por ese camino. Sería algo así como si Dios, después de hacer nacer a Jesús y ver que tenía en Sus manos herramientas de carpintero, nunca le hubiera dado nada que hacer con ellas. ¡No crees esto?
      —No sé —dijo Quintín. Permaneció inmóvil; Shreve lo observaba. Hasta cuando callaban, sus respiraciones se evaporizaban suave y silenciosamente en el aire sepulcral. Hacía rato habían sonado las campanas de la medianoche.
      — ¿Acaso quieres decir que no te importa? —Quintín no contestó nada—. Tienes razón. No lo digas, porque sabría queme estarías mintiendo. Pues bien, escucha entonces. Nunca tuvo que preocuparse por ese cariño porque él se cuidaba solo. Tal vez sabía que había un sino, una fatalidad que pesaba sobre él, como te dijo la tía Rosa de esas cosas que necesariamente tienen que ser, existan o no, para que haya un balance en los libros y se estampe la palabra PAGADO en la vieja página; y el que lleva esos libros, sea quien fuere, pueda sacarla de la carpeta y arrojarla al fuego, librarse de ella. Tal vez ya sabía que, cualquiera que fuere la obra del anciano, y buena o perversa su intención al realizarla, no sería él quien pagara al fin la cuenta; y ahora que la vejez lo había dejado en bancarrota, ¿quién había de pagarla sino sus dos hijos, los que él engendró? ¡No era así como se procedía antiguamente? El viejo, cargado de días, débil y ya incapaz de nuevos años, sería atrapado a la larga, y capitanes y acreedores dirían: «Anciano, ya no te queremos a ti». Y respondería: «A Dios sean dadas gracias, he engendrado en torno de mí hijos que llevan el fardo de mis iniquidades y persecuciones; sí, tal vez, ellos librarán mis rebaños y manadas de la mano del enemigo a fin de que pueda reposar mis ojos en mis posesiones y mis siervos, sobre generaciones de ellos y ver mis descendientes centuplicados cuando el alma me abandone al fin». Él supo desde un principio que aquel amor se cuidaría por sí mismo. Posiblemente, por eso no tuvo que pensar en ella durante los tres meses que mediaron entre el de septiembre y aquella Navidad, mientras Enrique le hablaba de ella diciendo, con cada respiración: Mi vida y la suya han de existir dentro y encima de tu vida. Ya no era menester desperdiciar más tiempo en ese amor una vez que se presentó, disparándole el tiro por la culata; por eso Bon no se ocupó en escribirle cartas (a excepción de aquella última) que ella conservaba; por eso jamás se le declaró ni le dio un anillo para que la señora de Sutpen lo exhibiera por la comarca. Porque el sino pesaba también sobre ella: el mismo, demasiado anciano y débil ya para que nadie lo reclamase como pago de una deuda. Quizá Sutpen no tuvo que esperar siquiera a que él llegase, la Navidad siguiente, a verla, para comprenderlo todo; tal vez eso fue lo que resultó de los tres meses en que Enrique habló sin que Bon lo escuchase: No me hablan de una jovencita, de una doncella, sino de un estrecho terreno virgen, delicado y buen cercado de valladar, ya arado y dispuesto, de modo que sólo será necesario que yo arroje en él la simiente y lo acaricie nuevamente, alisándolo. La volvió a ver aquella Navidad y lo supo con certeza; luego lo olvidó, regresó a la universidad y no recordó siquiera que lo había olvidado, porque ya no tenía tiempo.
      »Tal vez, en algún día de aquella primavera de la cual me hablaste, se detuvo y dijo con toda tranquilidad: Perfectamente. Quiero acostarme con quien podría ser mi hermana. Perfectamente; y luego se olvidó también de eso. Porque no tenía tiempo. Es decir, sólo le quedaba el tiempo, pues debía de esperar. Pero no a ella: ése era asunto arreglado. Era por lo otro. Quizá creyó que lo encontraría en el saco de la correspondencia cada vez que el negro regresaba del Ciento de Sutpen, y Enrique seguía convencido de que esperaba carta de ella, cuando en realidad pensaba: Tal vez entonces me lo dirá. Entonces tendrá que escribirme: “Soy tu padre. Quema este papel, y yo lo haré. O, de lo contrario, una hoja, un trozo de papel, con una sola palabra de su puño y letra: “Carlos”, y yo sabré lo que quiere decir y no será menester que me pida que lo eche al fuego. O un mechón de su cabello, o una limadura de sus uñas, y yo los conocería, porque ahora creo que toda mi vida supe cómo serían su cabello y sus uñas y sería capaz de distinguirlos entre mil mechones y mil uñas. Y no llegó; la carta de Bon iba a ella cada quince días, y la respuesta nunca faltó, y él pensaba: Si me devolviera una de mis cartas, cerrada, ya sería una señal. Pero nada sucedió y Enrique comenzó a hablar de una breve estancia en el Ciento de Sutpen, al regreso, y él aceptó.
      » Dijo: Será Enrique quien reciba la carta, la carta que diga que no es conveniente que yo venga en esa época; por lo visto, está resuelto a no reconocerme como hijo, pero al fin lo obligaré a confesar que lo soy. Y tampoco (legó esa carta, fijóse la fecha y se la comunicó a la familia del Ciento de Sutpen y no llegó la carta.
      »Y él pensó: Será entonces; yo le he ofendido; tal vez esto era lo que él aguardaba; quizá su corazón saltó en el pecho, cuando se dijo: Sí, sí; renunciaré a ella, renunciaré al amor y a todo; será barato, muy barato, aunque me diga: “No me vuelvas a mirar a la cara; recibe en secreto mi reconocimiento y mi cariño, y vete”; y yo lo haré. Jamás le exigiré que me diga qué hizo mi madre para justificar su actitud para con ella y conmigo mismo. Llegó el día y ambos recorrieron a caballo las cuarenta millas y volvieron a trasponer el portón y a recorrer la alameda.
      »El ya sabía lo que hallaría en la casa: aquella mujer a la que había visto una sola vez, adivinándola, la jovencita a quien adivinó sin necesidad de verla siquiera; el hombre a quien había visto diariamente, observándolo desde su terrible ansia sin lograr penetrarlo nunca; la madre que, llevándose a Enrique aparte, antes de que hubieran estado seis horas en la casa, en aquella primera visita de Navidad, le comunicó lo del compromiso matrimonial antes de que el novio pudiera relacionar el nombre de la hija con su rostro, de modo que probablemente, cuando regresaron a la universidad y sin darse cuenta de lo que hacía, Enrique ya había dicho a Bon lo que se proponía su madre (él, que vale había dicho lo que acariciaba en su propia mente); por ello, es posible que antes de que tuviera lugar esta segunda visita (corría el mes de junio… ¿cómo estaría entonces la zona septentrional del Misisipí?, ¿qué fue lo que le dijiste? Las magnolias en flor y los sinsontes y, cincuenta años después, cuando se alejaron y lucharon y perdieron y regresaron al hogar, el Día de las Condecoraciones, los veteranos con sus uniformes grises bien cepillados y planchados y las espurias medallas de bronce que en ningún momento tuvieron significado, y las jovencitas escogidas, vestidas de blanco con cinturones carmesíes y la banda que tocaba Dixie mientras los viejecitos temblorosos gritaban a voz en cuello, aunque uno se admirase de que les quedara aliento suficiente para marchar hasta allí y hasta para llegar a sentarse en la tribuna) corría el mes de junio, con sus magnolias y sus sinsontes, bajo la claridad de la luna, y los cortinajes se mecían a impulsos de la brisa de junio, y adentro, música, violines y triángulos entre los miriñaques, ondulantes y reverenciosos, y Enrique, un poco achispado tal vez, cuando debería de haber dicho “Exijo conocer tus intenciones con respecto a mi hermana”; pero en lugar de decirlo, se ruborizaba otra vez al claro de la luna, de pie, erguido y ruborizado, porque cuando se tiene orgullo suficiente para ser humilde no es menester acoquinarse (él, que cada vez que respiraba, decía: Te pertenecemos, haz lo que quieras con nosotros), decía: “Yo solía pensar que odiaría al hombre a quien tuviera que ver día tras día cuando cada uno de sus actos, movimientos y palabras me estaría diciendo: `Yo he visto y tocado partes del cuerpo de tu hermana que tú no verás ni tocarás nunca”: pues bien, ahora sé que lo odiaré, y por eso quiero que tú seas ese hombre”, sabiendo que Bon adivinaba lo que quería decir, lo que se esforzaba por decir, pensando, diciéndose a sí mismo (Enrique): No se trata solamente de que sea mayor que yo y haya sabido más de lo que sabré en mi vida y recuerda más de todo ello; sino por mi propia voluntad libérrima, y no tiene importancia el que yo lo supiese o no en aquel momento, le entregué mi vida y la de Judit…
      —Pero eso tampoco es amor —dijo Quintín.
      —Perfectamente —repuso Shreve—. Escucha: recorrieron las cuarenta millas, traspusieron los portones y llegaron a la casa. Y esta vez Sutpen no estaba. Y Elena no sabía adónde había ido, persuadida a su manera blanda y voluble de que se había marchado a Menfis o tal vez a San Luis, en viaje de negocios; a Judit y a Enrique no les importaba un ardite la ausencia; y solamente Bon adivinó adónde había ido, diciéndose: Naturalmente: no estaba seguro; tuvo que ir allí para cerciorarse. Y ahora se lo decía en alta voz, rápidamente para no oír el pensamiento: Pero si sospechaba, ¿por qué nunca me dijo nada? Yo lo habría hecho, hubiera llegado a él primero, yo que tengo la sangre manchada y corrompida por lo que hay en mi madre. Se hablaba en voz alta y con rapidez, diciéndose: Eso es lo que pasta, tul vez me ha tomado la delantera para esperarme; no me dejó mensaje alguno porque no quiere que los demás lo sospechen aún; y sabe que, tan pronto como me entere de su ausencia, comprenderé adónde se ha marchado. Pensando en los dos, la sombría mujer vengativa que era su madre y el hosco varón, duro como las peñas, que le había visto a diario por espacio de diez años sin la mínima alteración en su fisonomía, enfrentándose en huraño armisticio de más de treinta años en aquel recargado y barroco saloncillo de la casa que llamaba «hogar» porque, en apariencia, todos parecían tener un hogar; aquel hombre que (ahora estaba cierto de ello) era su padre, sin mostrar humildad (de lo cual él, Bon, se enorgullecía), sin decir siquiera Me equivoqué, sino Lo reconozco, admito que es así… ¡Jesús!, piensa en su corazón durante aquellos dos días mientras la vieja señora le ponía a Judit delante de los ojos a cada instante; puesto que desde la última Navidad no hacía otra cosa que esparcir la nueva del compromiso por toda la comarca, aunque en tono confidencial: ¿no te dijo acaso tu padre que hasta había llevado a Judit a Menfis para comprar un ajuar de novia, aquella primavera?
      »Judit ni accedía ni se resistía a que la pusieran ante los ojos de Bon, existía, sencillamente, vivía y respiraba como Enrique, que una mañana de primavera se despertó y, tendido en su cama, inmóvil, hizo sus cuentas, sumó las cifras y dedujo el balance, diciéndose: Muy bien: estoy tratando de convertirme en lo que él quiere que sea, en mi opinión; puede hacer conmigo lo que le venga en gana; hasta con que me diga lo que desea y yo lo haré; aunque me pidiese alga que a mis ojos fuera la deshonra, lo haría. Pero Judit, que era mujer y, por lo mismo, más penetrante, no tomaba cuenta de la deshonra, se contentaba con decir: Muy bien. Haré lo que él me pida y por ello mismo, jamás me pedirá nada que yo considere deshonroso. Por consiguiente (quizá él la besó aquella vez, quizá fue la primera vez que la besaban, y ella era demasiado inocente para mostrarse coqueta o pudorosa y hasta para darse cuenta de que estaban contemporizando con ella; probablemente se limitó a mirarlo con una suerte de asombro tranquilo y vacuo ante el hecho de que el novio, en apariencia, la besaba a una por primera vez exactamente como lo haría un hermano, siempre que a ese hermano se le ocurriera o pudiera ser obligado a besarla a una en la boca), cuando transcurrieron los dos días y él se hubo ido, Elena pudo lanzar un chillido cuando ella se lo dijo: “¡Cómo! ¿Ni promesa, ni juramento, ni anillo?”, y ella, atónita, no pudo responderle una palabra, no pudo mentirle siquiera, porque era la primera vez que se le ocurría que, en efecto, no había habido pedida de mano.
      »Piensa en su corazón mientras cabalgaba hacia el río y luego en el vapor mismo, cuya cubierta recorría sin descanso, sintiendo debajo de sus pies las máquinas que lo acercaban día tras día al instante que aguardaba desde que tuvo la edad necesaria para comprender. Como es natural, de cuando en cuando, se lo repetía en voz alta y rápida: Eso es todo. Sólo quiere cerciorarse previamente, para ahogar el viejo: Pero, ¿por qué lo hace así? ¿Por qué no lo hizo allí? El sabe que jamás reclamaré una parte de sus bienes, ganados a costa de tanto sacrificio, mortificación y desprecio (así me lo dijeron; no él, sino los otros) como él solo conoce; él lo sabe tan bien que no se le ha de haber ocurrido jamás, y sabe que a mí no se me hubiera ocurrido tampoco que éste podía ser un motivo; puesto que, además de generoso es inflexible, sin duda entregó a mi madre todos los bienes que en común poseía con ella, los entregó, a ella y a mí, como indemnización por su repudio, y no porque esa línea de conducta lo mortificase, engañase y mantuviese en suspenso durante otro lapso innecesario, puesto que él no importaba, no importaba que él padeciese o fuese crucificado: lo malo es que tenía que repetirse continuamente que él no lo hubiera hecho de ese modo, aunque hubiera nacido de aquella misma sangre, ya corrompida por lo que su madre hizo o fue.
      »Cada vez más cerca, llegó al punto en el cual expectativa, incertidumbre, prisa y todo parecieron fundirse en una sublimación de entrega y rendición pasiva, en el cual sólo pensaba: Perfectamente; perfectamente. Aunque sea así. Aunque él lo quiera así. Prometeré no verla nunca más. No verlo nunca más a él. Y llegó a casa. Y nunca supo si Sutpen había estado allí o no; nunca lo supo. Lo sospechó, pero nunca lo supo…, su madre era la misma histérica, sombría, inmutable fiera a quien había dejado en septiembre; nada pudo saber por ella en forma indirecta y no se atrevió a preguntarle sin ambages. El mismo hecho de adivinar lo que se ocultaba tras las hábiles preguntas del abogado (si le habían gustado la universidad y las gentes de la región y si tal vez, o tal vez, no había encontrado amigos entre las familias del condado) le suministró una nueva prueba de que Sutpen no había estado allí; o al menos, de que el abogado ignoraba su visita, ya que ahora que creía adivinar el plan del asesor al enviarlo a esa universidad especial, las preguntas que le formuló no contenían indicios que indicaran que éste se hubiera enterado de alguna novedad en ínterin. (O lo que habría podido deducir de aquella entrevista con el abogado, entrevista brevísima, casi la más corta que tuvieron, a excepción de la última, como es natural, la que había de producirse el próximo verano, cuando Enrique estuviera con él.) En efecto, el abogado no se atrevía a interrogarle abiertamente, del mismo modo que Bon tampoco se atrevía a formular preguntas directas a su madre. Porque, aunque el abogado, más que tonto o torpe, lo consideraba algo alocado e imprudente, nunca pensó ni por un momento que él (Bon) iba a comportarse como la suerte de tonto que fue al cabo.
      »Por consiguiente, nada dijo al abogado y éste nada le dijo a él, pasé el estío y llegó septiembre sin que su madre o el letrado le hubiesen preguntado si deseaba o no regresar a la universidad. Por fin tuvo que manifestarlo él mismo diciendo que tenía pensado regresar, y entonces supo que acababa de perder esa jugada, pues en el rostro del abogado sólo se reflejó el asentimiento cortés de un apoderado. Y volvió a la universidad, donde le esperaba (¡oh, sí!, le esperaba) Enrique, quien ni siquiera le dijo: “No has contestado mis cartas. No le has escrito a Jude, porque ya había dicho antes: Mi hermana y, yo, con todo lo que somos y poseemos, somos tuyos. Quizá le escribió entonces a Judit por el primer correo negro que partió rumbo a Ciento de Sutpen, diciéndole que había pasado un verano tranquilo, sin novedades, por lo cual nada tenía que comunicarle. Escribiría tal vez en el sobre Carlos Bon, con letra clara y bien visible, mientras pensaba: Tendrá que ser eso. Quizá la devolverá, lid vez, si vuelve, ya nada podrá detenerme y sabré por fin qué es lo que voy a hacer. Pero la carta no le fue devuelta. Y las siguientes, tampoco.
      »Pasó el otoño, llegó la Navidad, y volvieron a cabalgar hacia el Ciento de Sutpen, y tampoco esa vez estaba en casa el jefe de la familia, se hallaba en el campo, había ido a la ciudad, había salido de cacería, algo… Sutpen no estaba cuando ellos llegaron y Bon comprendió que no esperaba encontrarlo, diciéndose: Ahora; ahora; ahora. Ahora llegará. Esta vez llegará, y yo soy joven, muy joven, pues aún no sé lo que voy a hacer. Por eso, lo que hacía aquella tarde, a la hora crepuscular (porque sabía que Sutpen había vuelto y estaba ya en la casa; era como un vendaval, algo oscuro y gélido que soplaba sobre é1, y se detuvo pensativo, serio, atento, pensando: ¿Qué es? ¿Qué sucede? Y lo supo; sintió que el otro penetraba en la casa y exhaló el aliento contenido de sus pulmones en profundo suspiro de alivio, en tanto que su corazón se tranquilizaba también) cuando paseaba por el jardín al lado de Judit y hablaba con ella con automática y elegante galantería (y Judit meditaba acerca de ello como pensó en aquel beso del verano pasado: De modo que es esto. Esto es el amor, dolorida otra vez por esa nueva desilusión, pero erguida aún) no hacía sino aguardar, diciendo entre sí: Tal vez me mandará llamar ahora. Al menos me lo dirá; pero la verdad era que ya no lo esperaba: Ahora está en la biblioteca, ha enviado a su negro en busca de Enrique; ahora Enrique entra en la habitación. Por eso, cuando al fin se detuvo y se volvió hacia Judit, había en su rostro una especie de sonrisa, y sujetándola por los codos la hizo girar sobre sí misma con suavidad y dulzura hasta que la casa quedara frente a ella, y le dijo: “Vete. Quiero estar solo y pensar en el amor”. Ella se fue como había recibido su beso aquel día, sintiendo quizá el contacto ligero e instantáneo de la palma de su mano sobre la espalda. Y él se quedó al í, frente a la casa, hasta que salió Enrique; ambos se miraron largo rato en silencio y, volviéndose, pasearon juntos por el parque, atravesaron el baldío y llegaron al establo donde, probablemente, hubiera algún negro. Allí ensillaron los dos caballos con sus propias manos y aguardaron hasta que llegó el criado con las dos maletas de viaje. Y tal vez, ni siquiera entonces preguntó: “Pero, ¿no ha mandado un mensaje para mí?”.
      Shreve calló. Es decir, los dos: Shreve y Quintín, se percataron de que había cesado de hablar, hasta cierto punto, pues ninguno de los dos advirtió cuándo había comenzado, ya que carecía de importancia (y probablemente, ninguno tenía conciencia de la distinción) cuál de ellos usaba de la palabra. Y ahora ya no eran dos, sino cuatro los que cabalgaban a través de la oscuridad, a lo largo de las escarchadas sendas de aquella víspera de Navidad: cuatro y luego dos solamente: Carlos-Shreve y Quintín-Enrique, y los dos convencidos de que Enrique estaba pensando: Él (refiriéndose a su padre) nos ha aniquilado a todos, sin ocurrírsele por un instante decir: El (refiriéndose a Bon) lo sabía o lo sospechaba desde un principio; por eso ha procedido de este modo, por eso no contestó mis cartas durante el último verano ni le escribió a Judit, por eso nunca le propuso casamiento.
      Lo creían, estaban ciertos de que eso era lo que pensaba Enrique en el momento en que salió de la casa; y él y Bon se miraron en silencio durante largo rato antes de dirigirse hacia la caballeriza para ensillar, pero que lo había pasado por alto porque no lo creía aún, aunque supiera que era la verdad, porque había comprendido con la más completa desolación cuál era el secreto de toda su actitud hacia Bon desde aquel primer momento instintivo en que lo vio dieciséis meses atrás; pero no quería creer, se veía obligado a resistirse a esa evidencia. Por eso fueron cuatro los que cabalgaron sobre dos caballos a través de la noche y luego a través de la resplandeciente Navidad escarchada del Misisipí septentrional, pasando como parias ante las casonas solariegas de las plantaciones: bajo el llamador de cada puerta había una rama de pino, y de las arañas pendían guías de muérdagos; sobre las mesas se veían tazones de caldo y ponches; y de las chimeneas encaladas de las cabañas de los esclavos subía el humo azulado de la leña.
      Siguieron, rumbo al río y al vapor. También se celebraba la Navidad a bordo: el mismo muérdago, el mismo caldo y ponche. Tal vez, indudablemente, una cena de Navidad y baile, pero no era para ellos: los dos jóvenes, en la noche glacial, permanecían de pie en el puente de mando, sin hablarse, puesto que no había nada que decir. Los dos (los cuatro) suspendidos en ese intervalo, esa probación impuesta por Enrique, que sabía, que no quería creer aún, que iba deliberadamente a comprobarlo y a certificarse de algo que —según creían Shreve y Quintín— equivaldría para él a la muerte.
      Y, siempre unidos, los cuatro desembarcaron en un muelle de Nueva Orleans, la ciudad que Enrique no conocía (ya que toda su experiencia cosmopolita, fuera de su permanencia en la universidad, se limitaba probablemente a uno o dos viajes a Menfis, con su padre, para comprar ganado o esclavos) y que ahora no tenía tiempo de ver… Enrique, que sabía y a pesar de todo no creía, y Bon, a quien Compson había calificado de fatalista, pero que —según Shreve y Quintín— no opuso resistencia a la decisión de Enrique porque no le importaba lo que éste se propusiera, y no le importaba por la sencilla razón de que él mismo ignoraba desde tiempo atrás qué era lo que haría; los cuatro se sentaron en el salón de lujo recargado y barroco, el salón inventado por Shreve y probablemente bastante aproximado a la verdad, mientras la hija haitiana del plantador francés de azúcar y de la mujer que el suegro de Sutpen le habla definido como «una española» (aquella mujer gordinflona, de cabello renegrido, estriado de gris, desgreñado y grueso como las cerdas de la cola de un caballo, piel apergaminada e implacables ojos negros hundidos, única facción sobre la cual no pesaba la edad, porque en ellos no había olvidado; la mujer que Shreve y Quintín habían inventado también, y probablemente se aproximaba bastante a la verdad) no les decía una palabra, puesto que era innecesario, ya estaba dicho; no les dijo: «¿Se ha enamorado mi hijo de su hermana de usted?»; sino «¿De modo que ella se ha enamorado de él?» y permaneció sentada, riendo con carcajada larga y dura, riendo de Enrique, que no podría haberle mentido aunque hubiera querido, que no necesitaba responderle siquiera Si o No.
      Allí estaban los cuatro, en aquella habitación de Nueva Orleans, en 1860; del mismo modo que, en cierto sentido, estaban también en esa alcoba fría como una tumba, en Massachusetts en 1910. Y Ron, tal vez probablemente, (levó a Enrique a conocer a la cuarterona y al niño, como había dicho Compson, aunque ni Quintín ni Shreve creyeron que aquella visita afectara a Enrique como dijo Compson.
      La verdad es que Quintín no mencionó siquiera a su amigo las palabras de su padre acerca del episodio. Quizá era porque Quintín no prestó atención cuando su padre lo refirió aquella tarde, en su casa; quizá en aquel momento, sentado en la galería en el cálido atardecer de septiembre, lo pasó por alto sin escucharlo, como habría hecho Shreve; ya que los dos jóvenes opinaban —y no les faltaba razón— que la cuarterona y la criatura eran para Enrique un aspecto más de Bon, indigno de ser envidiado, pero no de ser imitado si hubiese sido posible, si hubiese tiempo y lugar para imitarlo, paz, no entre los hombres de la misma raza y la misma patria, sino paz entre las almas jóvenes y combatidas, y el hecho incontrovertible que los distanciaba, ya que ni Enrique, ni Bon, ni Shreve, ni Quintín eran los primeros jóvenes que parecían creer (o procedían como si lo creyesen) que las guerras surgen a veces con el exclusivo objeto de solucionar los problemas y resentimientos de la gente joven.
      Y la vieja señora formuló una sola pregunta a Enrique y permaneció sentada, riéndose de él; y en ese instante Enrique lo supo, ambos lo supieron. Ya la otra entrevista se abreviaría, la entrevista con el abogado sería la más corta de todas. Porque el abogado no cesó de vigilarlo; tal vez hasta le escribió alguna carta durante el segundo otoño mientras aguardaba y allá lejos nada sucedía en apariencia (posiblemente, el abogado fue el motivo por el cual Bon no contestó las cartas de su amigo ni las de Judit durante el verano: porque no llegaron a sus manos) una carta, dos o tres páginas de vuestro modesto y seguro servidor que en resumen, podían condensarse en pocas palabras: Ya sé que es usted loco; pero ¿qué clase de tontería se propone hacer? Y Bon era lo suficientemente despierto para hacer la síntesis. Vigilándolo, despreocupado aún, pero molesto, dándole tiempo de sobra para que recurriese a él, dándole una semana íntegra tal vez (una vez que él, el abogado, logró echar el guante a Enrique y descubrir gran parte de sus pensamientos sin que él lo sospechara) antes de echar el guante al propio Bon, y probablemente se mostró tan hábil para lograrlo, que ni siquiera Bon previó lo que se preparaba. Fue una entrevista brava. Ya no había secretos entre ellos, sino cosas que se callaban; el abogado estaba sentado ante su escritorio (y quizás en la gaveta oculta yacía el legajo al cual acababa de añadir el interés compuesto del año anterior, sumado al valor intrínseco, amor y orgullo a razón del doscientos por ciento) y daba la impresión de estar preocupado y molesto; pero no inquieto, puesto que tenía en sus manos todos los resortes (según lo sabía perfectamente) y estaba convencido, además, de que Bon no era esa especie de tonto; aunque muy pronto cambiaría de opinión acerca de la lentitud y torpeza que antes le atribuyó. Lo miraba y decía con voz suave y untuosa, puesto que ya no había secretos y quien sabía ahora que Bon sabía todo lo que habría de saber en su vida o necesitaría saber para dar el golpe proyectado: «¿Sabe usted que es un joven afortunado? La mayor parte de nosotros, cuando tenemos la suerte de realizar nuestra venganza, hemos de pagar por ella, y a veces en dólares contantes y sonantes. En cambio, usted no sólo está en condiciones de obtener su venganza y rehabilitar el nombre de su madre, sino que el bálsamo que aliviará su herida tendrá un valor colateral susceptible de ser convertido en todo aquello que un joven necesita, las cosas a que tiene derecho y que, gústenos o no, sólo podemos obtener a cambio de dólares contantes y sonantes». Y Bon no preguntaba: «¿Qué quiere usted decir?», ni se movía aún; es decir, el abogado no se percató de que había comenzado a moverse, pues continuaba en el mismo tono suave y cordial. Más todavía, más que la venganza misma, como si fuese el coronamiento de la venganza, este ramillete de una tarde, esta florecilla silvestre sin aroma a quien nadie echará de menos y que bien podría florecer en su solapa mejor que en la de otro cualquiera, esta…, ;cómo dicen los muchachos?, «linda chica…», y en ese instante vena a Bon, tal vez los ojos, tal vez los pies que comenzaban a moverse Y en seguida (pistola, revólver, lo que fuese) con su pistola y todo, estaría acorralado junto a la pared, tras la silla caída, gruñendo: «¡Retírese! ¡Deténgase!», y aullando luego «¡Socorro, socorro!»; y por fin, aullaría solamente, al oír y sentir sus propios huesos destrozados antes de poder zafar sus dedos de la pistola, y sus vértebras también, cuando Bon lo abofeteó con la palma de la mano en una mejilla y con el dorso en la otra. Quizá oyó la voz de Bon que decía: «Calle. Silencio. No le haré daño»; o tal vez fuera el abogado que había en él quien dijo «Silencio», y el obedeció, sentándose de nuevo en la silla enderezada y recostándose a medias sobre el escritorio. Fue el abogado que había en él quien le obligó a callar el Pagará usted por lo que ha hecho y a quedarse allí, medio tendido, vendada su mano lastimada con un pañuelo mientras Bon, de pie, le miraba y asía la pistola por el caño y la dejaba colgar a lo largo de su pierna.
      Al cabo, dijo: «Si estima usted que es necesaria una reparación, ya sabe que…». Y el otro, sentado, secándose la mejilla con el pañuelo: «Estuve en un error. No interpreté sus sentimientos en este asunto. Le pido a usted perdón». Y Bon: «Concedido. Como usted quiera. Aceptaré una disculpa o una bala, como prefiera». Y el abogado (en cuya mejilla quedaba un tenue rojo que palidecía gradualmente pero nada más, nada en los ojos ni en la voz): «Veo que está dispuesto a cobrarse hasta el último átomo por mi desdichado error…, el ridículo que he hecho. Aunque estuviera persuadido de tener de mi parte el derecho (cosa de la cual no estoy seguro), me veía obligado a responderle como lo hice. No estoy a la par de usted con una pistola». Y Bon: «¿Con cuchillo y florete tampoco?». Y el abogado, suave y sin esfuerzo: «Tampoco con cuchillo y florete». De modo que ya no era necesario que dijese: Pagará usted por lo que ha hecho, pues ya lo haría Bon por él, mientras permanecía allí, de pie, con su pistola laxa, pensando. Sólo con pistola, cuchillo o florete. Entonces, nunca podré derrotarlo. Sería capaz de pegarle un tiro; lo haría sin remordimiento, como a una serpiente o al individuo que me traicionase con mi mujer. Y aun así él me vencería. Pensando: Sí, me ha vencido, mientras él, él…
      — ¡Escucha! —Dijo Shreve, casi a gritos—. Sería cuando estaba tendido en un dormitorio de aquella casa particular de Corinto, después de Pittsburgh Landing, mientras se curaba su hombro herido, dos años después, y llegó la carta de la cuarterona (tal vez la carta que contenía la fotografía de ella con el niño) alcanzándole al fin, esa carta que pedía dinero con tono lastimoso y le anunciaba que el abogado se había ido a Tejas o a México o alguna parte, por fin y que ella, la cuarterona, no daba tampoco con el paradero de su madre, por lo cual era indudable que el abogado la había asesinado antes de robar sus bienes, puesto que era muy propio de ellos dos el huir o hacerse matar sin dejar nada para ella.
      »Sí, ahora lo sabían todo. Y, ¡Jesús!, piensa en él, en Bon, que tanto deseaba saberlo, que nunca conoció a su padre ni supo nada de él, sino que fue creado de algún modo extraño por aquella mujer que no le dejaba jugar con otros niños y aquel abogado que daba o negaba permiso a la mujer cada vez que compraba un pan o un trozo de carne…, esos dos seres que ni hallaron placer ni supieron de pasión al engendrarlo, ni padecieron al darlo a luz. Si uno de ellos le hubiese dicho la verdad, nada de lo que sucedió habría sucedido, mientras Enrique, que tenía padre y apoyo, y seguridad, y todo, oyó la verdad de boca de ambos, en tanto que a él (Bon) no se la decían. Y piensa en Enrique, que al principio dijo que era mentira y luego, cuando supo que era verdad, siguió diciendo: “Yo no lo creo”, y en ese “No lo creo” halló fuerza suficiente para repudiar su estirpe y su hogar, para erigirse en defensor de su desafío; más luego, al defenderse, descubrió que su causa era engañosa y que entonces más que nunca le estaba prohibido el acceso al hogar. ¡Jesús! Piensa en el fardo que pesaba sobre él, hijo de dos metodistas o de una larga serie invencible de metodistas) y educado en la comarca provinciana del Misisipí septentrional; ¡enfrentarse de pronto con un incesto, nada menos que un incesto, entre tantas cosas como podrían haberle sido destinadas, algo contra lo cual se rebelaban por principio su herencia y educación, una situación que no le ayudaban a resolver ni el incesto ni la educación, como comprendía con toda claridad! Por eso quizá, esa noche, cuando salieron a pasear por las calles y Bon dijo por fin: “Y… ahora ¿qué?”; él repuso: “Espera, espera. Aguarda a que me acostumbre a la idea”. Y pasaron dos o tres días más, y Enrique dijo: “No lo harás. No lo harás”. Y entonces fue Bon quien interrumpió, diciendo: “Espera; soy tu hermano mayor: ¿cómo te atreves a decir tú no lo harás?”. Y pasó otra semana, tal vez Bon le refirió lo de la cuarterona, y Enrique le miró y dijo: “¿No te basta con eso?”. Y Bon respondió: “¿Quieres tú que sea suficiente?”, y Enrique dijo: “Aguarda, aguarda. Dame tiempo para que me acostumbre a la idea”. ¡Jesús! Piensa cómo habrá hablado Enrique durante aquel invierno y luego, aquella primavera siguiente en la que resalió elegido Lincoln y se realizó la convención de Alabama, v el Sur comenzó a separarse de la Unión, y hubo dos presidentes en los Estados Unidos y llegaron por telégrafo las noticias referentes a Charleston, y Lincoln reclutó su ejército y todo estaba resuelto ya, irrevocablemente, y Enrique y Bon decididos a marchar sin necesidad de mutuas consultas, ellos que de cualquier modo aunque jamás hubieran llegado a conocerse, habrían ido a la guerra, y ahora más que nunca, pues al fin y al cabo una guerra no es cosa de desperdiciar… Piensa cómo habrán hablado, cómo habrá dicho Enrique: “Pero, ¿es indispensable que te cases con ella? ¿Es menester que lo hagas?”. Y Bon respondería sin duda: “Él debería de habérmelo dicho. Él tenía la obligación de decírmelo por sí mismo. Yo fui recto y jugué limpio, esperé. Ahora sabes por qué esperé. Le di todas las oportunidades para que me lo confesara. Y no lo hizo. Si lo hubiera hecho, yo habría accedido inmediatamente, habría prometido no veros nunca más: ni a ti, ni a ella, ni a él. Pero no me dijo nada; al principio creí que era porque él mismo lo ignoraba aún. Después que supe que no era así y, a pesar de todo, seguí esperando. Pero él no me dijo nada. Te dijo a ti, me mandó un recado, como se manda decir a un mendigo o a un vagabundo que se alejen, por medio de algún negro. ¿No lo comprendes?”. Y Enrique respondería: “Piensa en Judit, nuestra hermana. ¡Piensa en ella!”. Y Bon: “Perfectamente. Piensa tú en ella. ¿Y qué?”; porque los dos sabían lo que haría Judit cuando lo descubriese, porque los dos sabían que una mujer es capaz de mostrar altivez y pundonor en todo, menos cuando se trata de cariño; y Enrique diría: “Si, lo veo, lo comprendo. Pero es necesario que me des tiempo para que me acostumbre a la idea. Eres mi hermano mayor; hazlo por mí, ¡es tan poca cosa!”. Piensa en los dos: Bon, que ignoraba lo que iba a hacer y tenía que fingir que lo sabía; y Enrique, que sabía lo que iba a hacer, y tenía que fingir que lo ignoraba.
      »Llegó otra Navidad: la de 1861, y no recibieron noticias de Judit, puesto que ella no sabía a ciencia cierta dónde estaban, ya que Enrique no había autorizado a Bon para que le escribiera aún. Poco después oyeron hablar de la nueva compañía, los reclutas de la universidad que se organizaban en Oxford, tal vez eso era lo que habían estado aguardando. Y se embarcaron otra vez rumbo al Norte; a bordo se notaba mayor alegría y nerviosismo que en aquella Navidad pasada, como suele suceder cuando acaba de iniciarse una guerra, antes de que el escenario se llene de mala comida, soldados heridos, viudas y huérfanos, pero esta vez tampoco tomaron parte en las celebraciones. Acodados sobre la borda, miraban las aguas revueltas, pasaron dos o tres días, hasta que al fin Enrique exclamó, gritó repentinamente: “¡Pero si lo han hecho muchos reyes! ¡Y hasta duques! ¡Había un duque de Lorena, llamado Juan no sé cuánto, que se casó con su hermana! El Papa lo excomulgó, pero eso no les causó daño alguno. ¡No les causó daño alguno! ¡Seguían siendo marido y mujer! ¡Seguían vivos, seguían amándose!”; y luego añadió con voz fuerte y rápida: “Pero tienes que esperar. Tienes que darme tiempo. Tal vez la guerra lo resuelva todo y no sea necesario”. Aquí, sin duda, tu padre estaba en lo cierto: cabalgaron hasta Oxford sin asomar por el Ciento de Sutpen, firmaron el registro de la compañía y se ocultaron luego a esperar. Enrique autorizó a Bon para escribir una sola carta: la enviarían con un negro que entraría subrepticiamente, de noche, y la entregada a la doncella de Judit, y ella envió como respuesta su retrato en el relicario de metal; se adelantaron, siempre a caballo, hasta que el regimiento acabó de hacer estandartes y recorrer el estado despidiéndose de las muchachas, y partió hacia el frente.
      »¡Jesús! ¡Piensa en ellos! Porque Bon sabía perfectamente lo que hacía Enrique, del mismo modo que supo lo que pensaba desde el primer día en que se vieron. Tal vez adivinaba más claramente aún la probable conducta de Enrique, por lo mismo que ignoraba lo que él mismo haría. Y siguió ignorándolo, esperando que un día estallara de golpe y se aclarase; entonces sabría que desde el primer instante lo había adivinado y previsto, de modo que no era necesario molestarse: bastaba con vigilar a Enrique mientras trataba de conciliar lo que él (Enrique) sabía que estaba por hacer con todas las voces de la herencia y la educación que clamaban: ¡No; no; no puedes; no debes…, no has de hacerlo! Tal vez estaban ya en la línea de fuego, las granadas pasaban raudas por encima de sus cabezas para ir a estallar a lo lejos, con un rumor sordo; y mientras aguardaba el momento de lanzarse a la carga, Enrique diría de nuevo: “Pero aquel duque de Lorena lo hizo. Debe de haber muchísimos en el mundo que lo han hecho, sin que se sepa; muchos que sufrieron y murieron y están ahora en el infierno por haberlo hecho. Pero lo cierto es que lo hicieron, y ahora ya no importa; hasta los que conocemos, no son sino nombres vacuos, y ya nada importa ahora”. Y Bon lo observaba, lo escuchaba y pensaba: Es que yo mismo ignoro lo que voy a hacer, y él adivina mi indecisión sin darse cuenta de que, la intuye. A mi vez, si le dijera en este momento que lo voy a hacer, tomaría una resolución y me diría: “No lo harás”. Es posible que tu padre tuviera razón en esto, que ellos pensaran que la guerra, probablemente, resolvería el problema y les evitaría el trabajo de hacerlo. Al menos, Enrique lo esperaba, pues es posible que tu padre acertara también al decir que a Bon no le importaba; ya que las dos personas que podrían haberle dado un padre se negaron a hacerlo, nada le importaba ahora, ni la venganza, ni el amor, ni cosa alguna: sabía que ni la venganza lo compensaría ni apaciguaría su espíritu el amor.
      »Tal vez no fuera Enrique quien le prohibió escribir a Judit, sino que el propio Bon no lo hizo porque ya nada le importaba, ni siquiera ignorar lo que estaba a punto de hacer.
      »Pasó un año; Bon se había convertido en oficial y se dirigían rumbo a Shiloh, sin sospecharlo tampoco, conversando mientras avanzaba la columna. El oficial se ponía al lado de la fila en que marchaba el soldado y Enrique clamaba otra vez, bajando su voz desolada y ansiosa: “¿No sabes aún lo que harás?”, mientras Bon lo miraba un instante con esa expresión que se asemejaba a una sonrisa: “Supón que te dijera que no pienso volver a verla”; y Enrique marchaba a su lado, silencioso, con la mochila y el mosquete de dos metros y medio, y de pronto comenzaba a jadear, jadeaba y jadeaba bajo la mirada de Bon: “Ahora tengo que adelantarme mucho a ti; vamos a entrar en combate, vamos a lanzarnos a la carga y yo estaré al frente, delante de ti..?”, y Enrique, jadeante: “¡Calla, calla”; y Bon mirándolo siempre con esa débil contracción en la comisura de los labios y los ojos: “…y ¿quién podría saberlo? Ni siquiera tú mismo; ¿quién podría adivinar si una bala yanqui me alcanzó o no, en el mismo instante en que apretabas el gatillo, antes quizá..:”. Y Enrique jadeaba y miraba al cielo con rabia, mostrando los dientes con el rostro sudoroso y los nudillos muy blancos que aferraban la culata del mosquete. Luego decía, jadeante: “¡Calla!, ¡calla!, ¡calla!, calla!”. Después vino Shiloh, el segundo día y la batalla perdida; la brigada se retiró a Pittsburgh Landing…
      »— ¡Escucha! –Gritó Shreve–; ¡espera, espera, espera! (mirando con ira a Quintín, jadeando también, como si tuviera que dar a su sombra, además de palabras, aliento para que le obedeciese). ¡Aquí también se equivocó tu padre! Él dijo que Bon había sido herido, pero no fue así. ¿Quién se lo hubiera dicho? ¿Quién le dijo a Sutpen, o a tu abuelo cuál de los dos fue el herido? Sutpen lo ignoraba porque no estuvo allá, tampoco estuvo allí tu abuelo; puesto que en esa misma batalla perdió su brazo derecho. ¿Quién les dijo eso, entonces? Enrique no fue, puesto que su padre lo vio una sola vez, y no tuvieron tiempo para hablar de heridas; además, hablar de heridas en el Ejército Confederado de 1865 era como hablar de hollín a los que trabajan en minas de carbón; no fue tampoco Bon, puesto que Sutpen no lo volvió a ver hasta su muerte; no fue Bon, fue Enrique el herido; Bon dio con él al fin, se inclinó para recogerlo y Enrique se resistió, luchó, diciendo: “¡Deja! ¡Déjame morir! ¡Entonces ya no tendré que saberlo!”; y Bon repuso: “Entonces es que quieres que yo vuelva a ella”; y Enrique permaneció allí, forcejeando y jadeando, sudoroso el rostro y el labio inferior, donde se hundían sus dientes, cubiertos de sangre; y Bon dijo: “Di que quieres que yo vuelva a su lado. Tal vez, si lo dices, no lo haga. Dilo”; y Enrique allí, luchando, con la mancha de sangre fresca que se agrandaba sobre su camisa, mostrando los dientes y con el rostro bañado en sudor hasta que Bon extendió los brazos y lo cargó sobre sus hombros…
      Primero habían sido dos, después, cuatro; ahora eran dos otra vez. La habitación era verdaderamente sepulcral: tenía algo de rancio, estático y moribundo que trascendía cualquier frío intenso y cortante. Y, a pesar de todo, se quedaron en ella, aunque a diez metros de distancia les aguardaba una tibia cama. Quintín no se había puesto siquiera el abrigo, que yacía en el suelo hasta el cual se había deslizado desde el brazo de la silla en que lo colocó Shreve. No se defendían del frío. Lo soportaban en una flagrante exaltación de austeridad física, transmutada en la congoja espiritual de los dos jóvenes que sufrieron cincuenta años atrás, cuarenta y ocho para ser más exactos, luego cuarenta y siete, cuarenta y seis, puesto que corría el año 64 y el 65 cuando aquel jirón de ejército, harapiento y diezmado, recorrió Alabama y Georgia y entró en Carolina, barrido no por un ejército victorioso que seguía sus huellas, sino por una marea inmensa de nombres de batallas perdidas por ambos bandos: Chickamauga, Franklin, Vicksburgh, Corinto, Atlanta…, batallas perdidas, no sólo por escasez de hombres y falta de abastecimientos y material bélico, sino por culpa de los generales que no deberían de haber sido generales, que no lo eran por su preparación y conocimiento de la moderna estrategia o su aptitud para aprenderla, sino por el derecho divino de decir: «¡Vaya usted allá!», derecho que les confería el más cerrado de los sistemas de casta; o porque los generales nunca vivían lo suficiente para aprender cómo se libran batallas cuidadosas, prudentes, accesorias, puesto que eran tan anticuados como Ricardo o Rolando o Du Guesclin: a los veintiocho, treinta o treinta y dos años lucían penachos y capas forradas de paño color grana y capturaban buques de guerra con cargas de caballería, pero jamás tenían trigo, ni carne; ni balas; eran capaces de derrotar tres ejércitos separados en otros tantos días y luego derribaban sus propios valladares para robar carne de sus propios depósitos. En una noche, y con un puñado de hombres, incendiaban heroicamente y destruían aprovisionamientos enemigos por valor de un millón de dólares; y a la noche siguiente un vecino los sorprendía en la cama con su mujer, y eran pasados por las armas…
      Dos, cuatro, luego dos otra vez, según Quintín y Shreve; los dos, los cuatro, los dos hablando siempre: el que ignoraba lo que iba a hacer, y el que sabía lo que se vería obligado a hacer y a pesar de todo, no podía aceptar la idea. Enrique, que buscaba ejemplos para justificar el incesto, hablando de su duque Juan de Lorena como si tuviera la esperanza de evocar esa sombra excomulgada y condenada para que ella le dijera personalmente que todo estaba bien; así es cómo las gentes de todos los tiempos han tratado de evocar a Dios o al demonio para justificar lo que ansiaban sus glándulas: los dos, los cuatro, los dos frente a frente en la sepulcral habitación: Shreve, el canadiense, hijo de los vendavales y el cierzo, con salida de baño y el abrigo encima, levantado el cuello hasta las orejas, Quintín, el meridional, retoño delicado y melancólico del calor húmedo y la lluvia incesante, vestido con las adecuadas ropas livianas que trajo de Misisipí, mientras su abrigo (tan ligero e inútil para su objeto como el traje) permanecía tendido en el suelo, sin que él se molestara siquiera en levantarlo:
      …estamos en el invierno del 84; el ejército se había retirado a través de Alabama hasta llegar a Georgia; Carolina quedaba a sus espaldas, y Bon, el oficial, pensaba:
      «O nos copan y nos aniquilan, o el viejo José consigue zafarse y, en ese caso, estableceremos contacto con Lee frente a Richmond, donde tendremos por lo menos el privilegio de capitular».
      Y de pronto, un día se le ocurrió la idea, se acordó que aquel regimiento de Jefferson cuyo coronel era su padre formaba parte del cuerpo de Longstreet y es posible que, desde ese instante, toda la retirada le pareciera un medio para ese fin: llevarlo a donde estaba Sutpen, dar una postrera oportunidad a su padre. Sin duda le pareció que ése era el verdadero motivo por el cual no había logrado llegar a una decisión acerca de su conducta futura. Quizá pensó por espacio de un segundo: «¡Dios mío, soy joven todavía; a pesar de los cuatro años transcurridos, soy joven aún»; pero un segundo solamente, porque en el mismo instante se dijo: «Pues bien: seré joven, entonces. Pero sigo creyendo, aunque probablemente lo que creo es que la guerra, los padecimientos, estos cuatro años de mantener vivos a sus hombres, vivos y en buenas condiciones para poder cambiarlos, cuerpo y sangre, por mayor superficie de terreno a precio ínfimo, lo habrán transformado (aunque sé que es imposible) no hasta el punto de decirme: `Perdóname; pero sí eres mi hijo mayor. Protege a tu hermana. Nunca trates de volver a vernos”».
      Y llegó el año 65, y del ejército occidental sólo quedó una férrea voluntad de retroceder lema y tenazmente, bajo el fuego de mosquetes y granadas; quizá ya ni siquiera echaban de menos el calzado, los capotes y la comida, por eso Bon pudo escribir sobre la captura del betún de chimenea como lo hizo en la carta que envió a Judit, cuando supo por fin lo que iba a hacer, y se lo dijo a Enrique, quien exclamó:
      — ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —No por el incesto, naturalmente; sino porque al fin iban a hacer algo concreto, al fin iba a ser algo, aunque sólo fuese el irrevocable repudio de su antigua herencia y educación que significaba la aceptación del infierno eterno. Quizá hasta podía dejar el tema de su duque de Lorena, porque ya podía decir:
      —El infierno adónde vamos no es el suyo, ni el del Papa: es el de mi madre, y el de mis abuelos y bisabuelos, y no eres tú sólo quien va a caer en él, sino nosotros, los tres…, no, los cuatro. De modo que, al fin, estaremos todos reunidos en el lugar que nos corresponde; puesto que, aun en el caso de que él sólo fuera a parar allí, tendríamos que seguirle, ya que los tres somos otras tantas ilusiones que él engendró; y tus ilusiones forman parte de ti, lo mismo que las carnes, los huesos, los recuerdos… Estaremos reunidos en el tormento, ya no será necesario acordarse del amor y de la impureza, y puede ser que en el tormento ya no se acuerde uno de por qué está ahí Y si no recordamos todo esto, el suplicio no ha de ser tan terrible.
      Después, estaban en Carolina aquellos meses de enero y febrero del 65, y lo que quedaba de ellos había retrocedido incesantemente por espacio de un año íntegro; los separaba de Richmond un trecho más breve del que habían recorrido ya; disminuía la distancia que los separaba del fin. Para Bon no era la distancia que los alejaba de la derrota sino el espacio entre él y el otro regimiento, entre él y la hora, el minuto:
      —No tendrá que preguntarme nada; en cuanto mi carne toque la suya, yo mismo lo diré: «No es menester que te aflijas; ella no me verá nunca más».
      Luego, el mes de marzo, en Carolina, y siempre retroceder lenta y tenazmente, atento el oído al Norte, porque era la única dirección desde la cual podía llegar a oírse algo; en todas las demás, la lucha había concluido, y lo único que esperaban oír del Norte era la noticia de la derrota.
      Y un día (era oficial; probablemente sabía, había oído decir, que Lee destacó algunas tropas y las envió para reforzar su ejército; tal vez supo los nombres y números de los regimientos que estaban para llegar) divisó a Sutpen. Quizá éste no le vio en realidad, y él pudo decirse la primera vez: «Ésa es la razón: él no me vio», de modo que tuvo que cruzarse en el camino de Sutpen, buscar su oportunidad y crearla. Y entonces, por segunda vez, contempló el rostro inexpresivo semejante a un peñasco, los pálidos ojos penetrantes que no pestañeaban, la fisonomía en que distinguió sus propias facciones, el rostro que lo reconoció, pero nada más. Nada más, eso fue todo, no sucedió nada; quizá inspiró una vez profundamente, calladamente, con esa expresión que a primera vista podría parecer una sonrisa, pensando: «Podría obligarlo. Podría acercarme a él y obligarlo», sabiendo muy bien que no lo haría jamás porque todo había terminado por fin. Y tal vez aquella misma noche, o alguna noche de la semana siguiente, mientras acampaban (porque hasta el mismo Sherman tenía que acampar a veces, por la noche), mientras las hogueras daban un poco de calor (al menos el calor es barato y no se acaba ni consume), Bon dijo:
      —Enrique, antes de que transcurra mucho tiempo todo habrá terminado ya: no nos quedará nada que hacer: ni siquiera el privilegio de retroceder lentamente por una razón, por el honor y los vestigios de nuestro orgullo. Ni siquiera por Dios: es evidente que marcharnos sin PI desde hace cuatro años, pero se ha olvidado de notificárnoslo. Ya no sólo careceremos de ropas y zapatos sino hasta de la necesidad de usarlos; no solo carecemos de tierra y alimentos, sirvo de hambre, puesto que ya hemos aprendido a prescindir también de eso; pues bien, si no tienes Dios ni necesitas alimentos, vestidos y techo, nada les queda al honor y al orgullo para encaramarse y aferrarse y blandirlo en el aire. Y si has perdido el honor y el orgullo, nada importa ya. Lo malo es que queda en ti algo que vive sin importarle del honor y el orgullo; algo que retrocede durante un año entero sin otro objeto que el de sobrevivir; algo que, probablemente, cuando esto termine ,y no nos quede ni siquiera la derrota, se negará a sentarse a morir al sol y penetrará en los bosques, errando y buscando sin descanso, cuando no lograrían moverlo la voluntad y el férreo soportar, buscando raíces y cosas semejantes…, la vieja carne sensitiva, sin sueños, sin inteligencia, que no sabe la diferencia entre la desesperanza y la derrota, Enrique.
      Y entonces Enrique comenzaría a decir:
      ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! jadearía repitiendo: ¡Gracias a Dios! —Y diciendo—: No trates de explicarlo, hazlo de una vez.
      Y Bon:
      — ¿Me das permiso? ¿Me das permiso, en calidad de hermano?
      Y Enrique:
      — ¿Hermanos? ¿Hermanos? Tú eres el mayor; ¿por qué me interrogas a mí? Y Bon:
      —No; él no me ha reconocido nunca. Se limitó a amenazarme. Tú eres el hijo y el hermano. ¿Cuento con tu autorización, Enrique?
      Y Enrique:
      —Escribe. Escribe. Escribe.
      De modo que Bon escribió la carta, después de cuatro años, y Enrique la leyó y la despachó. Pero no se alejaron en seguida, siguiendo el camino de la carta. Continuaron retrocediendo lenta y porfiadamente, atento el oído al Norte para saber cuándo llegaría el final, porque se requiere un carácter de bronce para abandonar una empresa que marcha al fracaso, y hacía ya un alto que retrocedían lentamente, de manera que ya no les quedaba voluntad, sino la fuerza necesaria, la costumbre arraigada de soportar y soportar. Una noche se detuvieron nuevamente, ya que Sherman también había hecho un alto, y un asistente recorrió la línea del vivac hasta que dio con Enrique y dijo:
      —Sutpen, el coronel desea verlo en su tienda de campaña.
      — Por consiguiente, tú y la vieja señora, la tía Rosa, fuisteis allá aquella noche y la decrépita negra, Clite, trató de deteneros, de detenerla; se aferró a tu brazo y dijo: «No deje usted que suba allá arriba, amito», pero tú tampoco podías detenerla porque ella tenía toda la energía de cuarenta y cinco años de odio, como si fueran cuarenta y cinco años de carne cruda, y la pobre Clite sólo tenía cuarenta y cinco años de desolación y espera; y en cuanto a ti, ni siquiera querías ir allí, para empezar. Por eso tampoco pudiste detenerla, y en ese momento viste que lo de Clite no era ni desconfianza; sino miedo, terror. No te lo dijo claramente, pues estaba guardando el secreto en consideración al hombre que había sido también su padre y de la familia desaparecida, cuyo inviolado mausoleo arcaico seguía custodiando. No te lo dijo claramente, como tampoco te dijo claramente que había estado en la habitación el día en que trajeron el cadáver de Carlos Bon y Judit sacó de su bolsillo el relicario de metal que le había dado, con su retrato; tampoco te dijo, todo brotó del espanto y el terror cuando después que te hubo soltado y, aferrada al brazo de la tía Rosa, sintió cómo ésta apartaba bruscamente su mano y se dirigía hacia la escalera: entonces Clite corrió hacia ella y esta vez la tía Rosa se detuvo en el segundo escalón, volvióse y derribóla con el puño, como si hubiese sido un hombre y subió la escalera; mientras Clite permanecía tendida en el suelo, esa viejecita de ochenta años que no medía más de un metro y medio y parecía un atadito de trapos limpísimos, hasta que tú fuiste para ayudarla a levantarse: su brazo parecía un palito, liviano, duro y quebradizo como un palo, y te miró y comprendiste que no era furia, ni terror de negra; puesto que no temía por sí misma, sino por aquella cosa que estaba arriba, lo que escondía desde hacía cuatro años, y no te lo dijo claramente porque supo guardar el secreto aun en medio de su terror; pero, a pesar de todo, algo te dijo, o por lo menos, tú lo comprendiste repentinamente…
      Shreve calló; no importaba mucho, puesto que nadie le escuchaba. Tal vez él lo comprendió. Luego, bruscamente, se quedó sin palabras, aunque no se percató de ello. Porque ya ninguno de los dos estaba en la habitación. Ambos estaban en Carolina, cuarenta y seis años atrás, y ya no eran cuatro, sino algo más, una mezcla más íntima; pues ahora los dos eran Enrique Sutpen y los dos eran Bon, una combinación de ambos distinta de ellos; y aspiraban el mismo humo que había brotado de aquellas hogueras del vivac, cuarenta y seis años atrás, para disolverse en la lejanía, aquellas hogueras que ardían en el pinar, mientras en rededor se sentaban hombres macilentos y andrajosos que no hablaban de la guerra y, sin embargo, cosa extraña (o quizá nada extraña), se sentaban mirando hacia el Sur, allá donde, sumidos en la oscuridad, velaban los centinelas; los centinelas que, con la vista clavada en el Sur, veían resplandecer y titilar los fuegos de los vivaques Federales, múltiples, tenues, abrazando la mitad del horizonte, y contaban diez hogueras por cada una de las suyas; entre ellos (centinela rebelde y hoguera yanqui) las avanzadas yanquis vigilaban también la oscuridad, tan próxima a la línea enemiga que cada una podía oír el desafío de los oficiales adversarios pasando de centinela en centinela, hasta perderse en la distancia, y —ahogada ya la voz— otra voz invisible, cautelosa, que penetraba las lejanías, decía:
      — ¡Hola, rebelde?
      —Qué quiere?
      — ¿Dónde vais?
      —A Richmond.
      —Nosotros también. ¿Por qué no nos esperáis?
      —Os esperamos.
      Los hombres que estaban sentados junto a la hoguera no oían este desafío; pero sí al asistente que pasaba de un fuego a otro preguntando por Sutpen, y le enviaban más adelante, hasta que por fin Llegó a la hoguera, al tronco abrasado, con su monótono mensaje:
      —Sutpen, estoy buscando a Sutpen.
      Enrique se incorporó y dijo:
      — ¡Presente!
      Estaba muy delgado, crecida la barba, roto el uniforme; a causa de los cuatro años transcurridos y del hecho de no haber alcanzado su estatura definitiva cuando partió, medía unos cinco centímetros menos de lo que prometía y pesaba unos quince kilogramos menos de lo que pesaría pocos años después de terminada la contienda, si es que sobrevivía a ella.
      — ¡Presente! —dijo—. ¿Qué sucede?
      —El coronel desea verlo.
      El asistente regresó solo. Enrique también recorrió solo, en medio de las sombras, un sendero surcado por hondas rodadas, un sendero revuelto y cortado por el paso de los cañones que avanzaron por él aquella tarde y Llegó por fin a la última tienda, una de las pocas que les quedaban: la pared de loa resplandecía débilmente bajo la luz de una vela que ardía dentro y, ante la puerta, la silueta de un centinela le dio el Quién vive.
      —Sutpen —respondió Enrique—. El coronel me ha mandado llamar.
      El centinela flanquea el paso con un gesto. Enrique inclinado, entra en la tienda y la cortina de lona cae a sus espaldas en el instante en que alguien, el único morador de la tienda, se levanta de su silla plegadiza detrás de la mesa que ilumina la vela, y su sombra se eleva alta y majestuosa sobre la pared de lona. Él (Enrique) hace el saludo ante el brazal gris que ostenta galones de coronel, ante el rostro barbado, la nariz prominente, el mechón caído de cabellos grisáceos… un rostro que el joven no reconoce; no porque hace cuatro años que ha dejado de verlo ni por no esperar verlo en aquel momento y lugar, sino por la sencilla razón de que no lo ve. Hace el saludo al brazal galoneado y no se mueve hasta que el otro dice:
      —Enrique.
      Ni siquiera entonces se sobresalta. Permanece inmóvil, los dos permanecen inmóviles, mirándose. El anciano avanza primero, aunque se encuentran en el centro de la tienda y allí se abrazan y besan antes de que Enrique comprenda que se ha movido, que estaba a punto de avanzar, impulsado por esa proximidad de la carne que, en un instante reflejo, abroga y reconcilia aunque todavía no perdone (y tal vez no perdone jamás), y queda de pie mientras su padre le aprisiona la cara entre las manos y lo mira.
      —Enrique —dice Sutpen—. ¡Hijo mío!
      Luego se sientan, uno a cada ludo de la mesa, en las sillas reservadas para los oficiales; entre ambos está la mesa sobre la cual se ve un mapa desplegado y la vela encendida.
      —Te hirieron en Shiloh, según me dijo el coronel Willow —dice Sutpen.
      —Sí, señor —responde Enrique.
      Está a punto de agregar: «Carlos me trajo consigo», pero no lo hace porque adivina lo que va a suceder. Ni siquiera piensa: «Es imposible que Judit le haya escrito lo de la carta» o «Debe de haber sido Clite quien le hizo saber de algún modo que Carlos le había escrito». No piensa en estas cosas. Le parece cosa lógica y natural que su padre conozca la solución que él y Bon han tomado: ese vínculo de sangre que movió a Bon a escribir, a él a permitírselo y al padre a saberlo en un mismo instante idéntico, después del lapso de cuatro años, fuera del tiempo. Ahora se acerca, ahora llega, exactamente como lo previo:
      —Enrique, he visto a Carlos Bon.
      Enrique calla; ya llega. No dice una sola palabra, se limita a mirar a su padre, los dos visten el uniforme de color gris marchito, una sola vela, una tosca tienda que los aísla de esa tiniebla en cuyo seno se enfrentan patrullas vigilantes y en la cual duermen, a la intemperie, hombres exhaustos que esperan la Llegada de la aurora y la reanudación del fuego y de la fatigosa retirada; y, sin embargo, en un instante, desaparecen tienda, gris y vela, y están en la biblioteca adornada de muérdago, en el Ciento de Sutpen, cuatro años atrás, y la mesa no es una mesilla portátil para desplegar mapas militares, sino el pesado escritorio de palo de rosa tallado sobre el cual se ven la fotografía de su madre, su hermana y él mismo, detrás está su padre y, al fondo, la ventana queda al jardín donde pasean Bon y Judit al ritmo lento en el cual el corazón se adapta al paso y los ojos sólo necesitan mirarse en otros ojos.
      —Enrique, ¿vas a permitir que se case con ella?
      Enrique tampoco responde. Todo está dicho ya, han pasado cuatro años de dura lucha y ahora, venga la victoria o la derrota, al menos ha obtenido una de las dos; y está en paz, aunque sea la suya una paz hecha de desolación.
      —Enrique, él no puede casarse con ella.
      Y ahora Enrique habla:
      —Ya lo has dicho antes. Te lo dije entonces. Y ahora ya no falta mucho, pronto no nos quedará nada: ni honra, ni orgullo, ni Dios; pues Dios nos abandonó hace cuatro años, sólo que no creyó necesario advertírnoslo; sin calzado ni ropa ni necesidad de ellos; sin tierras que nos proporcionen esos alimentos que ya no necesitamos, y cuando no tienes Dios, ni honor, ni orgullo, nada importa ya, fuera de la vieja carne estúpida a quien no le importa la victoria ni la derrota, que ni siquiera quiere morir, que sale a los bosques y a los campos en busca de raíces y hierbas. Sí lo he decidido. Hermano o no, lo he decidido. Lo haré, lo haré.
      —Enrique, él no puede casarse con ella.
      —Sí; en un principio dije sí; pero todavía no había decidido nada. No le di permiso. Pero ahora, después de cuatro años para decidirme, lo haré. Estoy resuelto a hacerlo. — Enrique, él no debe casarse con ella. El padre de su madre me dijo que su mujer había sido española. Yo di crédito a sus palabras; sólo después de su nacimiento descubrí que su madre tenía sangre negra.
      Enrique no dijo nunca que no se dio cuenta del momento en que salió de la tienda. Recuerda, sí, que se inclinó para pasar por la puertecilla y pasó junto al centinela; recuerda que recorrió nuevamente el sendero revuelto, con sus ondas rodadas, tropezando en la oscuridad entre los surcos, a ambos lados de los cuales las hogueras moribundas se habían convertido en rescoldos que apenas le permitían distinguir a los hombres que dormían, tendidos en el suelo. «Deben ser más de las once —pensó—. Y mañana, otras ocho millas. Si no fuese por esos malditos cañones. ¿Por qué no se los dará el viejo José a Sherman? ¡Entonces sí que haríamos veinte millas diarias! Nos uniríamos a Lee. Por lo menos Lee se detiene y pelea de cuando en cuando.»
      Lo recuerda; recuerda que no regresó a su hoguera, sino que se detuvo en un paraje solitario y se recostó contra un pino, tranquila y espontáneamente, con la cabeza echada hacia atrás para poder ver las ramas enhiestas, que parecían talladas en hierro forjado, inmóviles, recortándose sobre las brillantes estrellas frías de la primavera naciente, y pensó:
      «Espero que se habrá acordado de agradecerle al coronel Willow el habernos permitido hacer uso de su tienda»; y pensó, no en lo que iba a hacer, sino en lo que se vería obligado a hacer. Porque ya sabía lo que iba a hacer: dependía de lo que hiciese Bon, de lo que Bon le obligase a hacer, puesto que ya sabía que lo haría.
      «Ahora debo ir hacia él —pensó—. Son más de las dos y pronto amanecerá.»
      Llegó el alba, o poco faltaba, y hacía frío: un cierzo que penetraba bajo el delgado uniforme Lleno de remiendos, bajo el cansancio y la mala nutrición; la capacidad pasiva, no la decisión voluntaria, de soportar y soportar; había un poco de luz, la necesaria para distinguir el rostro dormido de Bon entre los demás hombres que yacían, envueltos en sus mantas, bajo el capote extendido; una luz suficiente para despertar a Bon y que éste reconociera su rostro (o tal vez algo emanado de la mano de Enrique), pues no habló ni preguntó quién era: se limitó a levantarse y echarse el capote sobre los hombros. Luego se acercó al rescoldo y comenzaba a reavivar el fuego a puntapiés cuando Enrique le dijo:
      —Espera.
      Bon se detuvo, observándolo. Ya podía distinguir su expresión. Le dijo: —Te helarás. Tienes frío ya. No has dormido, ¿no es cierto? Toma. Se quitó el capote de sus hombros, y se lo alargó.
      —No —dice Enrique.
      —Sí; tómalo. Yo buscaré mi manta.
      Bon envolvió a Enrique con el capote y, cogiendo su propia manta arrugada, se la echó sobre los hombros; ambos se alejaron un poco y se sentaron sobre un tronco. Llegó la aurora; el Este se teñía de gris, pronto se volvería rosado, y luego rojo de balas y recomenzaría una vez más la fatigosa retirada, huyendo de la destrucción, rumbo a la derrota, aunque todavía faltaba un poco. Aún les quedaba un breve lapso para sentarse juntos sobre el tronco, a la tenue luz del amanecer: uno con su capote, el otro, envuelto en la manta, y sus voces no hacían más ruido que la misma aurora silenciosa.
      —De modo que no te asusta el incesto, sino la mezcla de sangre.
      Enrique no responde.
      — ¿Y no me envió ningún mensaje? ¿No te dijo que me llamaras? ¿No me envió ningún recado, ni una palabra? Porque eso era todo lo que tenía que hacer ahora, hoy, hace cuatro años, o en cualquier momento de estos cuatro años. Nada más que eso. No era menester que me lo pidiera ni me lo exigiera: yo me hubiera ofrecido. Antes de que tuviera tiempo de decírmelo yo le habría respondido: «No la veré nunca más». No era necesario que hiciese esto, Enrique. No era necesario para detenerme que te dijese que soy negro. Podría haberlo logrado sin necesidad de esto, Enrique.
      ¡No! —Exclama Enrique—. ¡No! ¡No! Yo iré, yo…
      Se levantó de un salto, con el rostro contraído. Entre la suave barba que cubra las sumidas mejillas, Bon alcanzaba a distinguir sus dientes; brillaba el blanco de sus ojos, como si éstos se revolvieran en las órbitas a medida que sus pulmones emitían la jadeante respiración… De pronto, el jadear cesó, contuvo el aliento y los ojos miraron al que continuaba sentado en el tronco. Se oyó una voz tenue como el aliento que se expira:
      —Has dicho que podría haberte detenido. ¿Qué quieres decir?
      Ahora fue Bon quien guardó silencio; sentado en el tronco, contempló el rostro que se inclinaba sobre él. Y Enrique prosiguió con la misma voz apagadísima: — ¿Y ahora? ¿Quieres decir que tú…?
      —Si. ¿Qué otra cosa puedo hacer ahora? Le dejé la elección; hace cuatro años que le estoy dando la oportunidad de elegir.
      —Piensa en ella, no en mí, en ella.
      —Lo estoy haciendo. Hace cuatro años que lo hago. En ti y en ella. Pero ahora pienso en mí mismo.
      —No —dice Enrique—. No. No.
      — ¿No puedo?
      —No lo harás.
      — ¿Quién me detendrá, Enrique?
      —No —dice Enrique—. No. No. No.
      Y Bon lo miraba, otra vez veía el blanco de sus ojos mientras, allí sentado, contemplaba a su amigo con aquella especie de leve sonrisa. De pronto, la mano de Bon desapareció bajo la manta para reaparecer con la pistola cogida par el cañón, con la culata en dirección a Enrique.
      —Entonces —dijo—, hazlo ahora.
      Enrique miró el arma; en aquel instante, además de jadear, temblaba. Cuando volvió a hablar, su voz no era ni siquiera una exhalación, era una aspiración sofocada: —Eres mi hermano.
      —No, no lo soy. Soy el negro que va a dormir con tu hermana; a menos que me detengas, Enrique.
      De pronto, Enrique se apoderó de la pistola, arrancándola de la mano de Bon y permaneció así, con el arma en la mano, jadeante. Bon vio nuevamente el blanco de sus ojos mientras, sentado sobre el tronco, lo observaba con aquella débil contracción de los labios y los ojos que apenas podría llamarse sonrisa.
      —Hazlo ahora, Enrique.
      Enrique giró sobre sí mismo, arrojó lejos de sí la pistola y se inclinó aferrando los hombros de Bon con ambas manos, jadeando.
      — ¡No lo harás! —dijo—. ¡No lo harás! ¿Me oyes?
      Bon, inmóvil bajo las manos contraídas, conservaba su leve mueca irónica; su voz sonó, más tenue que el primer céfiro que balanceaba las ramas de los pinos: —Tendrás que impedírmelo, Enrique.
      —Y no huyó —dijo Shreve—. Podría haberlo hecho, pero no lo intentó siquiera. ¡Jesús! Tal vez se dirigió a Enrique y le dijo: «Me voy, Enrique»; y quizá los dos se alejaron juntos y cabalgaron uno al lado del otro, eludiendo las patrullas yanquis durante todo el trayecto hasta Misisipí, hasta llegar a aquel portón. Uno al lado del otro, pero sólo entonces uno se adelantó o quedó atrás; sólo entonces Enrique picó espuelas y volvió grupas para enfrentar a Bon, y sacó la pistola. Judit y Clite oyeron el disparo, y tal vez Wash Jones andaba por allí, rondando el fondo de la casa y por eso pudo ayudar a las dos mujeres a llevar el cadáver a la casa y tenderlo en una de las camas, y fue Wash quien se dirigió a la ciudad para decírselo a la tía Rosa, quien llegó alborotadísima aquella misma tarde para hallar a Judit de pie, sin una lágrima, ante la puerta cerrada, aferrando el relicario que le había dado, con su retrato adentro; pero que ahora ya no contenía su retrato, sino el de la cuarterona con el hijito. Y tu padre tampoco sabía eso: por qué ese negro hijo de una perra sacó el retrato y colocó en su lugar el de la cuarterona, por eso inventó una razón para explicarlo. Pero yo si sé, y tú también. ¿No sabes? ¿No comprendes? —Miró a Quintín con ira, inclinándose sobre la mesa, informe e hirsuto como un oso con su envoltura de ropas heterogéneas—. ¿No lo sabes? Fue porque se dijo a U. mismo: «Si Enrique no cumple con su amenaza, todo andará bien, podré sacarlo y destruirlo. Pero si lo hace, será la única manera de decirle a ella: Yo no valía la pena, no llores por mí. ¿No es cierto? ¿No es verdad? Por Dios, ¿no es así, como te digo?
      —Sí —repuso Quintín.
      —Vamos —dijo Shreve—. Salgamos de esta heladera y acostémonos.



Capítulo IX

       Al principio, tendido en la cama, en medio de las tinieblas, sintió más frío que antes, como si hubiera existido un diminuto principio de débil calor en aquella solitaria lamparilla eléctrica que Shreve acababa de apagar y ahora la oscuridad férrea e impenetrable se hubiese unificado con las férreas y glaciales sábanas entre las que descansaba la carne relajada, cubierta por delgadas ropas nocturnas. Luego, las tinieblas comenzaron a respirar, a retroceder; la ventana abierta por Shrew se dibujó tenuemente sobre el débil resplandor ultraterreno de la nieve exterior a medida que bajo el peso de la oscuridad, la sangre se movía y corría con tibieza creciente.
      —La Universidad de Misisipí —dijo la voz de Shreve en la oscuridad, a la derecha de Quintín—. Bayardo atenuado en cuarenta millas (porque eran cuarenta millas, ¿no es así?) saliendo del desierto, en el desborde semestral de su altivo pundonor.
      —Sí —dijo Quintín—. Formaban parte de la décima promoción de alumnos, a partir de la fundación de la institución.
      —No sabía que hubiese en Misisipí diez personas que estudiasen al mismo tiempo — dijo Shreve.
      Quintín no respondió. Desde su cama contemplaba el rectángulo de la ventana, sentía correr la sangre tibia por venas, brazos y piernas. Y entonces, a pesar de estar abrigado y por más que, mientras permaneció sentado en la fría habitación había tiritado suave y continuamente, comenzó a estremecerse de pies a cabeza, en forma violenta, sin poderlo evitar, hasta que la cama comenzó también a temblar. Shreve lo oyó, volvióse y se incorporó sobre el codo para mirarlo, aunque Quintín se sentía perfectamente. Se encontraba bien allí tendido, aguardando con tranquila curiosidad a que llegase la próxima sacudida violenta e inesperada.
      — ¡Jesús! ¿Tanto frío tienes? —Preguntó Shreve—. ¿Quieres que te cubra con los abrigos?
      —No —repuso Quintín—. No tengo frío; estoy bien. Me siento perfectamente. —Entonces, ¿por qué te estremeces así?
      —No sé; no puedo evitarlo. Pero me siento bien.
      —Bueno. Pero dime si necesitas los abrigos. ¡Jesús!, si tuviera que pasar nueve meses en un clima semejante poca gracia me haría venir desde el Sur. Tal vez ni siquiera vendría, si pudiera quedarme allí. Espera; escucha. No es que me chancee; sólo quisiera comprenderlo, de ser posible; y no sé cómo expresarlo mejor. Porque es algo que los míos no tienen. O si lo tuvieron, todo sucedió hace mucho tiempo, más allá de las aguas, y ya no queda nada que nos lo recuerde día tras día. No vivimos entre abuelos derrotados y esclavos manumitidos (o, por lo contrario, ¿eran los tuyos los manumitidos y los negros quienes fueron derrotados?) y balas en la mesa del comedor y cosas por el estilo, que nos están recordando continuamente que es menester no olvidar. ¿De qué se trata?, ¿es algo que se respira, algo en que se vive, como la atmósfera?, ¿una suerte de vacío lleno de ira espectral e indomable, de orgullo, de gloriarse en sucesos que ocurrieron y terminaron hace medio siglo? ¿una especie de perpetuo derecho de filiación, de padre a hijo y de hijo a padre, el de nunca perdonar al general Sherman, a fin de que siempre, mientras los hijos de vuestros hijos engendren hijos, no sean otra cosa que descendientes de una larga estirpe de coroneles muertos en la carga de Picket, en Manassas?
      —De Gettysburgh —corrigió Quintín—. Tú no podrías comprenderlo. Es necesario haber nacido allí.
      —Entonces, ¿lo comprendería? —Quintín guardó silencio—. ¿Lo comprendes tú, acaso?
      —No sé. Sí, claro que sí, lo comprendo.
      Respiraron en la oscuridad. Después de un instante, Quintín dijo:
      —No sé.
      —Si; no sabes. Ni siquiera sabes lo de la vieja señora, la tía Rosa.
      La señorita Rosa.
      —Está bien. Ni siquiera entiendes lo de ella. Sólo sabes que, al final, no quiso ser un espectro. Que después de cincuenta años no pudo aceptar la idea de dejarlo morir en paz. Que después de cincuenta años, no sólo se sintió capaz de levantarse e ir allá a terminar lo que había dejado inconcluso, sino que encontró alguien que la acompañase y se introdujese en aquella casa cerrada porque su instinto o no sé qué le dijo que no estaba terminado. ¿Lo sabías?
      —No —repuso pacíficamente Quintín.
      Percibía el sabor del polvo; aun ahora, sintiendo en la cara el peso helado y puro del aire nevado de Nueva Inglaterra, percibía el sabor y el tacto del polvo de aquella noche inmóvil (o, mejor dicho, movida por un soplo de horno) del septiembre de Misisipí. Hasta olía a la anciana sentada a su lado en el carricoche, olía el viejísimo chal impregnado de alcanfor y hasta el paraguas de algodón negro dentro del cual (cosa que él no descubrió hasta que llegaron a la casa) había ocultado un hacha y una linterna. Percibía el tufo del caballo, oía el seco chirrido de las livianas ruedas sobre el ingrávido polvo que todo lo impregnaba, y lo sentía moverse, perezoso y reseco, sobre su carne sudorosa del mismo modo que creía oír el único suspiro profundo del dolor de la tierra árida levantándose hacia las imponderables y lejanas estrellas. Y ella habló entonces por primera vez desde que salieron de Jefferson, desde que se encaramó en el carricoche con una suerte de ansia torpe, incierta y temblorosa (que él creyó surgida del miedo y la alarma hasta que descubrió su error) sin darle tiempo a ayudarle, y se sentó en la extremidad de la banqueta, muy pequeñita bajo su raído chal, aferrando el paraguas, inclinada hacia adelante como si así pudiera llegar más pronto a destino, llegar inmediatamente después del caballo y antes de que él, Quintín, adivinase su deseo, su necesidad y frustrase su consecución.
      —Ahora —dijo de pronto— ya estamos en sus tierras. Su propiedad, la de Elena y sus descendientes. Tengo entendido que los han despojado de ella, pero aún le pertenece a él, a Elena y sus descendientes.
      Pero Quintín ya sabía eso. Antes de que ella hablase, se dijo: «Ahora, ahora», y le pareció (lo mismo que en aquella larga tarde calurosa, en la diminuta casita tórrida) que si detenía el vehículo y escuchaba atentamente, oiría el galopar de los cascos y vería en cualquier momento al caballo negro con su jinete atravesar el camino, delante de ellos, y adelantarse velozmente; aquel jinete que, en otros tiempos, fue dueño y señor de cuanto se divisaba desde un punto determinado, allí donde cada brizna, rama, casco y talón le estaba recordando siempre (si alguna vez llegaba a olvidarlo) que él era lo más importante a sus ojos (y a los suyos propios); el que marchó a la guerra para protegerlo y perdió la guerra y regresó a casa para descubrir que había perdido más que la guerra, aunque no todo; el mismo que dijo: Al menos, me queda la vida, y no era cierto, pues sólo le quedaba la vejez, la respiración, el horror, el desprecio y la indignación: lo único que quedaba para contemplarlo con los mismos ojos de antes era la muchacha que había visto de niña, la que sin duda lo miraba pasar desde una ventana o una puerta cuando él pasaba sin verlo, lo miraba como se mira a Dios, como lo hubiera mirado ella, probablemente, ya que todo cuanto se divisaba le pertenecía también a él. Quizá se detenía a la puerta de la cabaña para pedir agua, y ella, acarreando el cubo, recorría la milla que los separaba del manantial para traérsela fresca y transparente, sin ocurrírsele la idea de decirle: «El cubo está vacío», como no se lo hubiera dicho a Dios; esto era lo único, puesto que, por lo menos, respiraba todavía.
      Ahora Quintín comenzó a respirar profundamente, después de un lapso tranquilo en la tibia cama, comenzó a respirar con hondas inspiraciones la embriagadora tiniebla pura, nacida de la nieve. Ella (la señorita Coldfield) no le permitió trasponer el portón.
      —Deténgase —le dijo repentinamente, y él sintió revolotear la pequeña mano un instante sobre su brazo y pensó: «Pero, ¡si tiene miedo!».
      Ya la oía jadear, y su voz era un lamento de tímida, pero férrea resolución: —No sé qué hacer; no sé qué hacer. («Yo sí —pensó él—. Volver a la ciudad y meterme en la cama.»)
      Pero no lo dijo. Se quedó mirando, a la luz de las estrellas, los dos inmensos soportes de madera podrida que ya no sostenían portón alguno, preguntándose desde qué dirección llegaron aquella tarde Enrique y Bon; preguntándose qué era lo que proyectaba la sombra que Bon no pudo pasar vivo: si era un árbol viviente que todavía daba hojas y las perdía, o un árbol desaparecido, quemado años atrás para dar calor y preparar alimentos, o simplemente desaparecido; o si había sido uno de los dos soportes mismos; pensando, ansiando que estuviera allí Enrique para detener a la señorita Coldfield y obligarla a regresar; diciéndose que si Enrique estuviese allí en aquel instante, no habría disparos que nadie pudiese oír.
      —Ella tratará de impedírmelo —lloriqueó Rosa Coldfield—, estoy cierta. Tal vez aquí, tan lejos de la ciudad y a estas horas, es capaz de permitir a ese negro… Y usted no trajo ni siquiera una pistola, ¿no es verdad?
      —No, señora —repuso Quintín—. ¿Qué es lo que ella esconde? ¿Qué podría ser?, ¿qué importancia tiene? Volvamos a la ciudad, doña Rosa.
      Ella no respondió , dijo, sencillamente:
      —Eso es lo que necesito descubrir. —Siguió inclinada hacia adelante, temblorosa, clavando los ojos en la alameda bordeada de árboles que unían sus copas allá arriba, para fijarlos en el lugar donde debería de estar la derruida envoltura de la casa—. Y ahora, tendré que descubrirlo. —Lloriqueó, compadeciéndose a sí misma con asombrosa lástima. Repentinamente, se movió—. ¡Vamos! —susurró, preparándose a bajar del carricoche.
      — ¡Aguarde! —Dijo Quintín—. Vayamos hasta la casa. Hay media milla de distancia todavía.
      — ¡No, no! —cuchicheó en un enérgico susurro tenso, lleno de esa misma resolución extraña, implacable y aterrorizada, como si no fuese ella quien tenla que ir a descubrir el misterio, sino un instrumento pasivo de algo o alguien que ya lo sabía todo—. Ate el caballo aquí, ¡pronto!
      Bajó torpemente, antes de que él pudiera ayudarle, y aferrada al paraguas. A Quintín le parecía escuchar aún su lloroso jadeo mientras aguardaba, junto a los soportes del portón, a que él alejase la yegua del camino y atase las riendas a un arbusto que nacía en la acequia llena de malezas. No la distinguía, pues estaba casi pegada al poste; pero cuando él se acercó, se puso a su lado. Todavía sollozaba jadeante mientras recorrían la avenida arbolada, surcada por profundas rodadas. La tiniebla era densa, ella tropezó y él la sostuvo. Después, ella se aferró de su brazo apretándolo entre sus dedos rígidos, muertos, duros, como si su mano toda fuese un montoncillo de alambres.
      —Tendré que darle el brazo —lloriqueó—. Y usted no tiene siquiera una pistola… ¡Aguarde! —Se detuvo: él se volvió y, sin verla, logró oír su agitada respiración y luego un rumor de telas. En seguida, sintió que algo duro le golpeaba el brazo—. ¡Tome ! — Susurró ella—, ¡tómela!
      Era un hacha pequeña, según le dijo el tacto, no la vista; un hacha de mango muy gastado y cabeza pesada, mellada, cargada de orín.
      — ¿Qué? —interrogó.
      — ¡Tómela! —Volvió a susurrar la voz—. Como usted no trajo pistola… Siempre es algo.
      —Un momento —dijo él—. ¡Aguarde!
      —Venga. —Lloriqueó—. Deje que me apoye en su brazo, estoy temblando. Prosiguieron la marcha, ella colgada de un brazo; el hacha en la otra mano.
      —Lo más probable es que la necesitemos, de cualquier modo, para entrar en la casa —dijo Rosa, avanzando trabajosamente a su lado, arrastrándolo casi—. Sé que ella nos está observando desde alguna parte. —Lloriqueó—. La siento. Pero si conseguirnos llegar a la casa, entrar en ella…
      La alameda era interminable. Quintín la conocía: de niño, de muchacho, la había recorrido, llegando hasta la casa, en aquella época en que las distancias parecían larguísimas (para el hombre adulto, la eterna milla llena de incidentes de su infancia, se convierte en menos que un tiro de piedra) y, sin embargo, ahora le parecía que jamás llegaría a ver la casa; de pronto, comenzó a repetir sus palabras:
      —Pero si conseguimos llegar a la casa, entrar en ella… —En el mismo instante se recobró, diciéndose—: No tengo miedo: lo que sucede es que no me gusta estar aquí. No quiero saber qué es lo que está oculto allá adentro.
      Por fin, llegaron. Apareció amenazante, cuadrada y enorme, con sus chimeneas derruidas, el techo un poco inclinado; durante un instante, a medida que se adelantaban hacia ella, con paso rápido, Quintín divisó a través del edificio un jirón irregular de cielo en el cual brillaban tres estrellas cálidas, como si la casa tuviera una sola dimensión y estuviese pintada en una cortina de lienzo con un desgarrón. Luego, casi al pie del edificio, el pesado aire de horno dentro del cual se movían comenzó a llenarse, con lenta y tardía violencia, de un tufo de desolación y podredumbre como si la madera que la formaba fuese carne. Ahora, ella trotaba a su lado, la mano temblorosa apoyada sobre su brazo, aferrándolo siempre con la misma energía inerte y rígida, sin hablar, sin pronunciar palabra, pero emitiendo un continuo lloriqueo, sonido que era casi un lamento.
      Evidentemente, nada veta, de modo que Quintín tuvo que conducirla hasta donde adivinaba la presencia de unas gradas y allí la retuvo, murmurando, cuchicheando, copiando —sin percatarse de ello— la prisa tensa y desmayada de la anciana:
      —Aguarde, por aquí; cuidado, ¡ahora! Están podridas estas gradas.
      La llevó, casi en vilo, escalera arriba, empujándola desde atrás por los codos como se levanta a los niños; sentía algo enérgico, implacable y dinámico que bajaba por los brazos delgados y rígidos hasta sus palmas, y subía luego por sus propios brazos, tendido en su cama de Massachusetts, recordó que de pronto había pensado, comprendido, dicho entre sí:
      «Pero no, no tiene pizca de miedo. Algo le sucede, pero no tiene miedo», sintiéndola huir de sus manos y atravesar la galería. La alcanzó cuando, jadeante, se detuvo ante la puerta principal.
      —Y ahora, ¿qué? —susurró.
      —Fuércela —murmuró ella—. Está cerrada con Llave, clavada. Usted tiene el hacha: fuércela.
      —Pero… —comenzó a protestar Quintín.
      — ¡Fuércela! —musitó ella airadamente—. Pertenecía a Elena. Yo soy su hermana, su única heredera viva. ¡Fuércela, pronto!
      Él empujó la puerta, que no se movió. A su lado, la señorita Rosa jadeaba. — ¡Apresúrese! —dijo—. Fuércela.
      —Oiga, señorita Rosa —interrumpió Quintín—. Escuche.
      —Deme usted el hacha.
      —Espere. ¿Quiere usted de veras entrar ahí?
      —Entraré —lloriqueó ella—. Deme usted el hacha.
      —Aguarde —dijo él.
      Avanzó a lo largo de la galería, siguiendo a tientas la pared, moviéndose con cautela, puesto que ignoraba dónde faltaban tablones o había maderas podridas, hasta que llegó a una ventana. Las persianas estaban cerradas y, en apariencia, atrancadas, pero cedieron sin dificultad a la presión del hacha sin producir mucho ruido: una barricada débil e insegura, hecha por una persona anciana y débil, una mujer o un hombre torpe. Quintín ya había insertado el hacha bajo la hoja de la ventana cuando descubrió que no había cristal, y sólo le quedaba pasar a través del marco vacío. Permaneció allí por un instante, diciéndose a sí mismo que era menester entrar, que no tenía miedo, que no le interesaba, sencillamente, saber lo que allí podría ocultarse.
      — ¿Y bien? —Susurró la señorita Coldfield desde la puerta—. ¿La ha abierto ya? —Sí —repuso él. No susurró, aunque tampoco levantó mucho la voz; la habitación tenebrosa que se abría ante él repitió su palabra con el tono hueco y profundo de los cuartos vacíos—. Espere usted aquí. Veré si consigo abrir la puerta.
      «Ahora no tendré otro remedio que entrar», pensó encaramándose sobre el antepecho. Sabía que la habitación estaba desierta, se lo dijo el eco de su propia voz y, sin embargo, avanzó lenta y cautelosamente, como lo había hecho al recorrer la galería, tanteando la pared con una mano, siguiendo sus curvas y ángulos hasta que encontró la puerta y la franqueó.
      Ya estaba en el vestíbulo; le parecía oír la respiración agitada de la señorita Coldfield del otro lado del muro, muy cerca. Las tinieblas eran densas; nada veía, sabía que no veía nada, que era imposible ver; y, sin embargo, descubrió que sus párpados y músculos oculares se esforzaban desesperadamente, mientras puntos rojos se disolvían y entremezclaban delante de él, corriendo y desapareciendo de sus retinas.
      Siguió avanzando; sintió por fin el contacto de la puerta y oyó la sollozante respiración de la anciana, al otro lado mientras buscaba la cerradura. Y en ese instante, a sus espaldas, resonó como un pistoletazo el rumor de una cerilla al encenderse; antes de que apareciese la diminuta llama todos sus órganos se levantaron en doloroso sobresalto; quedó petrificado un momento, aunque un resto de cordura clamaba silenciosamente en su cerebro:
      «¡No hay peligro! ¡Si lo hubiera, no habría encendido esa cerilla!».
      Luego pudo moverse y se volvió para contemplar a un ser pequeñito, con aire de gnomo, grandes faldas abultadas y cofia, un gastado rostro color de café que lo miraba, sosteniendo la cerilla sobre su cabeza con una manecita de muñeca, arrugada y color de café. Dejó de mirarla para observar la cerilla que se consumía hasta rozarle los dedos; la miró serenamente mientras encendía una segunda cerilla en la llama de la primera y se volvía; entonces vio el tronco aserrado junto a la pared y la lámpara que sobre é1 había: ella levantó el tubo y acercó la cerilla a la mecha. Lo recordaba allí, tendido en su cama de Massachusetts, respirando agitadamente, ahora que la paz y la tranquilidad habían huido otra vez. Se acordaba que ella no le dijo una sola palabra, no le preguntó «¿Quién es usted?» o «¿Qué quiere hacer aquí?», se acercó con un gran manojo de enormes llaves antiguas de hierro, como si hubiera sabido siempre que llegaría ese instante y que era inútil oponerse.
      Abrió la puerta y se retiró un poco para dar paso a la señorita Coldfield. Las dos mujeres permanecieron silenciosas, como si Clite, después de mirar a la otra, hubiese comprendido que era inútil; entonces se volvió a él, a Quintín, y poniéndole una mano sobre el brazo, dijo:
      —Amito, no la deje usted subir.
      Y quizá lo miró y comprendió que también era inútil; porque, volviéndose, se llegó a la señorita Coldfield, le tocó el brazo y exclamó:
      — ¡No suba usted allí, Rosita!
      Ésta apartó la mano de un golpe y siguió avanzando hacia la escalera (entonces vio que también traía una linterna; y recordó haberse dicho: «Sin duda estaba dentro del paraguas, junto con el hacha») y Clite repitió: « Rosita» y corrió tras ella, por lo cual la señorita Coldfield dio media vuelta en el segundo escalón y derribó a Clite de un puñetazo, como lo hubiera hecho un hombre, y siguió subiendo la escalera.
      Ella (Clite) quedó tendida en el desnudo piso de la habitación vacía y desconchada, como un atadito informe de trapos limpios, silenciosos.
      Cuando Quintín estuvo a su lado, advirtió que no había perdido el sentido, sus ojos abiertos parecían tranquilos; permaneció de pie, pensando:
      «Si, ella es la dueña del terror».
      Cuando la levantó, fue lo mismo que si levantara un puñado de palitos envueltos en trapos, casi no tenía peso. No logró mantenerse en pie, él tuvo que sostenerla, y sintió en sus miembros un débil movimiento, un propósito, hasta que comprendió que trataba de sentarse en la última grada. La ayudó a hacerlo.
      — ¿Quién es usted? —dijo ella.
      —Soy Quintín Compson,
      —Si; recuerdo a su abuelito. Suba usted y hágala bajar. Oblíguela a salir de allá. Sea cual fuere su culpa, yo y Judit y él ya la hemos expiado. Vaya y tráigala. Hágala salir de allí.
      Y él subió la escalera de gastados escalones desnudos; a un lado, la pared rota y desconchada; al otro, la balaustrada con huecos intermitentes entre sus columnillas. Recordaba que, al mirar atrás, la vio en el mismo lugar, sentada como la dejó; pero ahora (y él no lo había oído entrar) se hallaba en el vestíbulo un desgarbado muchachón mulato, de camisa y traje de labor descoloridos, pero muy limpios, y con los brazos colgantes. En su cara de idiota —tez del color del cuero y boca ancha y floja— no se advertía sorpresa ni emoción alguna.
      Quintín se acordaba de haber pensado en ese momento: «El vástago, el heredero indicado (aunque no obvio)», cuando oyó los pasos de la señorita Coldfield y vio la luz de la linterna que se acercaba por el vestíbulo del primer piso. Ella llegó, pasó de largo, tropezó levemente y, al reportarse, lo miró de frente como si jamás lo hubiese visto en su vida, con ojos ciegos muy abiertos, como los de un sonámbulo, y ese rostro —que siempre tuvo el color del sebo— teñido de una blancura exangüe más honda, más intolerable todavía, y pensó:
      «¿Qué? ¿De qué se trata ahora? No es sorpresa y nunca fue temor. ¿Es posible que sea triunfo?».
      Y ella pasó de largo, y siguió avanzando. Clite le dijo al muchacho: —Llévala al portón, hasta el carricoche.
      Él permaneció inmóvil, pensando: «Debería irme con ella», y luego: «Pero ahora, es menester que yo también lo vea. Es indispensable. Tal vez mañana lo lamente, pero es menester que lo vea». Y cuando volvió a bajar las escaleras (y recordaba haber pensado entonces: «Quizá mi rostro se parece ahora al de ella, pero no es una sensación de triunfo») sólo quedaba Clite, sentada como antes en el último escalón, sentada, inmóvil, en la misma actitud en que la había dejado. Ni siquiera lo miró cuando se alejó. Tampoco logró alcanzar al mulato y a la señorita Coldfield.
      Estaba demasiado oscuro para marchar de prisa, pero al cabo de poco rato, percibió sus voces delante de él. Ella había apagado la linterna; Quintín se acordaba de haber pensado: «No es posible que tenga miedo de dejar ver luz ahora». Pero lo cierto es que no la usó más y él se preguntó si marcharía del brazo del muchachón; se lo preguntó hasta que oyó la voz del negro, con voz monótona, sin énfasis ni interés:
      —Por aquí se va mejor.
      No obtuvo respuesta, aunque a la distancia le permitía oír (o creía oírlo, al menos) su jadeo sollozante. Después oyó otro rumor y comprendió que ella acababa de tropezar y caer; le parecía ver al desgarbado mulato con su cara floja parado en mitad de la senda, mirando hacia el lado donde sonó el rumor de la caída, aguardando sin interés ni curiosidad mientras él (Quintín) corría hacia el sonido de las voces:
      — ¡Eh, negro! ¿Cómo te llamas?
      —Me llamo Bond.
      — ¡Ayúdame a levantarme! ¡No eres un Sutpen, no es necesario que me dejes aquí, tirada en el polvo!
      Cuando detuvo el carricoche a la puerta de su casa, ella no se apresuró a descender sola. Permaneció sentada hasta que Quintín bajó y se acercó a su lado; permaneció sentada, aferrados el paraguas con una mano y el hacha con la otra hasta que él la llamó por su nombre. Entonces se estremeció; él la ayudó a bajar levantándola en vilo: era casi tan ingrávida como Clite. Cuando se movió, parecía una muñeca mecánica, por eso Quintín la ayudó, acompañándola hasta el portón, y recorriendo a su lado el senderito hasta llegar a la casita de muñecas. Allí encendió la luz y contempló su rostro de sonámbula, inmóvil, los grandes ojos oscuros muy abiertos mientras permanecía en pie, siempre aferrada al paraguas y al hacha, con el vestido negro y el chal manchados de polvo a consecuencia de la caída, el sombrero negro torcido e inclinado hacia adelante.
      — ¿Está usted bien ya? —le preguntó.
      —Si, sí; estoy perfectamente. Buenas noches.
      «Ni siquiera dice gracias —pensó él—, sólo buenas noches.»
      Ya fuera de la casa, respiró honda y aceleradamente, se encaminó hacia el carricoche y descubrió que estaba a punto de echar a correr, pensando en silencio: «¡Jesús, Jesús!», mientras aspiraba honda y aceleradamente el aire de horno, el aire de la noche en que pendían las brillantes estrellas lejanas, su propia casa estaba a oscuras; se hallaba todavía usando el látigo cuando enfiló hacia el camino de entrada y luego a los establos. Saltó del coche, desató la yegua y arrancándole los arreos, los arrojó en el cobertizo destinado a ellos sin detenerse a colgarlos, sudoroso, respirando honda y aceleradamente. Cuando al fin se dirigió hacia la casa, echó a correr. No pudo remediarlo; tenía veinte años; no tenía miedo, pues lo que había visto no podía ocasionarle mal alguno y, sin embargo, echó a correr.
      Aun dentro de la oscura casa familiar, con los zapatos en la mano, siguió corriendo escalera arriba hasta llegar a su propia alcoba y comenzó a desnudarse rápidamente sudando, jadeando.
      «Debería tomar un baño», pensó.
      Luego se halló tendido en la cama, desnudo, enjugándose el cuerpo con la camisa que acababa de quitarse, siempre sudoroso y jadeante, de modo que cuando con ojos fatigados de esforzarse en las tinieblas, apretando en la mano la camisa casi seca ya, se dijo: «He estado soñando», era lo mismo, ya no había diferencia: despierto o dormido, había recorrido aquel vestíbulo del primer piso, entre los muros desconchados y el resquebrajado cielo raso, rumbo a la débil luz que salía de la última habitación, y en su umbral se detuvo diciendo: «No, no», y luego: «Pero es necesario; tengo que hacerlo», y entró, entró en la estancia desnuda, cerrada, cuyas persianas y postigos también estaban atrancados, donde ardía débilmente una segunda lámpara sobre la mesa tosca. Despierto o dormido, era lo mismo: la cama, la almohada y las sábanas amarillentas, la consumida cara amarillenta con sus párpados cerrados, casi translúcidos yacente sobre la almohada, las manos consumidas cruzadas sobre el pecho como si fuese ya cadáver; despierto o dormido, era lo mismo y lo sería mientras viviese.
      — ¡De modo que es usted…?
      —Enrique Sutpen.
      — ¿Y ha estado aquí..?
      — Durante cuatro años.
      — ¿Y regresó a su hogar…?
      —Para morir. Si.
      — ¿Para morir?
      —Sí, para morir.
      — ¿Y ha estado aquí..?
      —Durante cuatro años.
      —De modo que es usted…
      —Enrique Sutpen.
      Hacía mucho frío en la habitación; dentro de pocos minutos las campanas darían la una; el frío tenía algo compuesto, sobreañadido, como si se preparara para la pausa muerta que precede al amanecer.
      —Y ella esperó tres meses antes de regresar a buscarlo —dijo Shreve—. ¿Por qué hizo semejante cosa?
      Quintín no respondió. Permaneció quieto y rígido, de espaldas; sobre su rostro sentía la noche glacial de Nueva Inglaterra; y en su cuerpo rígido, en sus miembros, corría la sangre tibia; respiraba honda pero lentamente y sus ojos muy abiertos se dirigían a la ventana, mientras pensaba:
      «Nunca más habrá paz. Nunca más habrá paz. Nunca más. Nunca más. Nunca más».
      — ¿Crees tú que fue porque sospechaba lo que sucedería cuando ella lo divulgase o tomase alguna medida?, ¿que, en ese caso, todo terminaría y que el odio es como la bebida o los estupefacientes y ello lo usaba desde hacía tanto tiempo que ya no se atrevía a privarse de él destruyendo la fuente, la propia semilla y raíz de la adormidera?
      Quintín tampoco respondió palabra.
      —Pero al fin y al cabo se acostumbró a la idea de salvarlo por su propio bien, de traerlo a la ciudad donde los médicos podían salvarlo, y entonces lo dijo todo, consiguió una ambulancia y hombres y fueron todos allí. Y la vieja Clite, probablemente, atisbaba desde lo alto de la casa desde hacía tres meses, esperando la llegada de eso y quizá tu padre tuvo razón esta vez y cuando ella vio la ambulancia que avanzaba por la alameda, pensó que era el carromato negro de cuya llegada había prevenido hacía ya tres meses al muchachón negro, avisándole que vigilara; el carromato que llevaría a Enrique a la ciudad para que los blancos lo ahorcaran por haber matado a Carlos Bon. Y me imagino que fue él quien mantuvo el depósito oculto bajo la escalera bien lleno de leña y desperdicios durante todo ese tiempo, como ella le había ordenado, con petróleo y todo, desde hacía tres meses, hasta que llegase la hora en que pudiera aullar desesperadamente.
      Las campanas comenzaron a dar la una. Shreve calló, como si aguardara que cesase el sonido o como si las escuchara. Quintín permaneció quieto, como si él también escuchara, aunque no lo hacía; las oyó sin prestar atención, como escuchaba a Shreve, sin oír ni responder, hasta que callaron, muriendo en el aire glacial, delicadas, tenues y musicales como un cristal que se golpea. Y él, Quintín, lo veía también, aunque no había estado allí; la ambulancia, en la cual la señorita Coldfield iba sentada entre el conductor y otro hombre, probablemente un delegado del sheriff; con su chal, indudablemente, y quizá, hasta con su paraguas, aunque probablemente ya no se encerraban en él hachas ni linternas; la ambulancia trasponiendo el portón y avanzando cautelosamente por la alameda, sobre las hondas rodadas heladas que comenzaban a fundir su capa de escarcha; tal vez fue el aullido, tal vez fue el delegado del sheriff o el conductor, o quizá ella misma gritó primero: «¡Está incendiada!”, aunque ella no hubiera gritado eso, habría dicho: «¡Pronto! , ¡pronto!», inclinándose hacia adelante, como aquella noche, la mujeruca furiosa, hosca, implacable, pero más alta que un niño. Pero la ambulancia no podía ir muy de prisa por aquel camino, cosa que Clite sin duda sabía muy bien y con la cual contaba. Pasarían tres minutos largos antes de que pudieran llegar a la casa. La monstruosa envoltura podrida, seca como leña, arrojaba ya nubes de humo por las grietas de la techumbre, como si estuviese hecha de tela metálica y llena de rugidos; pero debajo de ella quedaba algo que clamaba, algo humano, puesto que clamaba con palabras humanas, aunque la razón que las motivase no lo fuese.
      El conductor y el delegado bajarían de un salto y detrás de ellos, la señorita Coldfield, y todos correrían hacia la galería hasta donde los seguía, como un espectro, aquel ser que aullaba, fantasma insustancial que los miraba perdido entre el humo. El delegado del sheriff volviéndose, correría en su persecución; pero él huiría, sin que disminuyera ni se alejara su aullido. Y ellos también correrían hacia la galería, metiéndose entre la humareda, mientras la señorita Coldfield gritaba con voz dura: «¡La ventana!, ¡la ventana!» al hombre que se detuvo ante la puerta. Pero ésta no estaba cerrada, giró sobre sus goznes y una bocanada ardiente salió del interior de la casa. La escalera íntegra estaba envuelta en llamas. Y a pesar de todo, fue menester sujetarla; Quintín lo veía claramente: la pequeña anciana furibunda no emitía el más leve sonido, forcejeaba con ira silenciosa y amarga, manoteando, arañando y mordiendo a los dos hombres que la sujetaban, que la arrastraban hacia el jardín, bajando las gradas de la galería en el preciso instante en que la corriente de aire creada al abrir la puerta principal estalló como pólvora entre las llamas y se llevó todo el vestíbulo del piso bajo.
      Quintín lo veía; veía al delegado sujetando a la anciana mientras el conductor llevaba la ambulancia a lugar seguro y regresaba; las tres fisonomías tenían algo de extraño ya, puesto que le habían dado crédito; los tres clavaban ojos iracundos y atónitos en la casa condenada. Quizá, en un momento dado, Clite apareció en aquella ventana desde la cual había vigilado incesantemente el portón, día y noche, por espacio de tres meses: la trágica cara de gnomo bajo la inmaculada cofia sobre un rojo fondo de incendio, asomó por un segundo, entre dos volutas de humo, y los contempló sin demostrar la menor expresión de triunfo ni más desesperación de la que solía leerse en ella, serena tal vez por encima de los tablones deshechos, antes de que un segundo penacho de humo oscureciera la ventana.
      Y él, Jaime Bond, el vástago, el último de su estirpe, también lo veía y por vez primera aullaba con razón humana, ya que entonces é1 mismo comprendía por qué aullaba. Pero no pudieron atraparlo. Lo oían, parecía estar siempre a la misma distancia; pero no lograron acercarse a él y, al cabo de algún tiempo, no localizaban siquiera la dirección desde la cual llegaban los aullidos. Ellos —conductor y delegado— sujetaron a la señorita Coldfield, que se debatía (Quintín los veía a los tres; no había estado presente, pero los veía) luchando y forcejeando como una muñeca de pesadilla, silenciosamente, arrojando un poco de espuma por la boca; mientras su rostro, a la luz del sol, se coloreaba ante un postrer reflejo purpúreo, en el instante en que la casa se desplomaba, entre el rugido del fuego, y sólo quedaba la voz del muchacho idiota.
      —De modo que fue la tía Rosa la que regresó a la ciudad en la ambulancia —dijo Shreve.
      Quintín no respondió, ni siquiera corrigió: La señorita Rosa. Se quedó quieto, contemplando la ventana sin pestañear, aspirando la helada oscuridad embriagadora, purísima, fulgurante de nieve.
      —Y ella se metió en cama porque todo había concluido ya, no quedaba nada allá, salvo aquel muchacho idiota rondando en torno de las cenizas y las chimeneas saqueadas, aullando hasta que viniese alguien a expulsarlo. No pudieron prenderlo y nadie logró nunca alejarlo mucho, a veces dejaba de aullar durante un breve lapso. Después se le oía de nuevo. Y ella murió.
      Quintín guardó silencio, mirando la ventana; luego, no pudo distinguir si era la ventana misma o el pálido rectángulo que dibujaba sobre sus párpados, pero lo vio asomar. Comenzó a plasmarse en la misma actitud extraña, liviana, desafiando toda ley de gravedad…, la carta doblada salida de aquel estío de glicinas, allá en Misisipí, el aroma del cigarro, el vuelo sin rumbo de las luciérnagas.
      —El Sur —dijo Shreve—; el Sur. ¡Jesús! No me admira que os sobreviváis a vosotros mismos años y años. —Ya se perfilaba claramente; pronto, dentro de unos instantes, lograría descifrar las palabras; ya era casi posible, ahora, ahora.
      Tengo veinte años y soy más viejo que muchos que han muerto ya —dijo Quintín. Y han muerto más de los que llegaron a los veintiún años —repuso Shreve.
      Ahora él (Quintín) ya podía leerla, terminarla, aquella escritura burlona irónica, inclinada, que venía de un atenuado Misisipí a través de la nieve férrea:
      …o, tal vez, la hay. A nadie puede dañar, sin duda, el creer que ella no ha perdido el privilegio de ser insultada, y quedar atónita, sin perdonar; sino que, por el contrario, ella misma ha alcanzado el lugar o lindero donde los objetos de su ofensa o conmiseración no son ya espectros, sino gentes verdaderas, blancos reales del odio y la compasión. A nadie perjudica el esperarlo. ¿Ves?, he escrito «esperan», no «pensar». Quede, pues, como una esperanza. Uno no podrá escapar de la censura que indudablemente merece; otros no quedarán privados de la compasión que (esperémoslo, mientras lo estamos esperando) tanto han deseado; aunque sólo sea por la razón de que están a punto de recibirla, quieras que no. El tiempo era hermoso, aunque algo frío y fue necesario emplear picos para cavar la sepultura; sin embargo, en uno de los últimos terrones vi un gusano que estaba vivo, no me cabe duda de ello, cuando lo tocó el pico, aunque al caer la tarde quedó nuevamente congelado.
      —De modo que fueron necesarios Carlos Bon y su madre para liquidar al viejo Tomás; y Carlos Bon y 1a cuarterona para eliminar a Judit; y Carlos Bon y Clite para eliminar a Enrique; y la madre y la abuela de Carlos Bon lo eliminaron a él. De modo que se necesitan dos negros para eliminar a un Sutpen, ¿eh?
      Quintín no respondió; evidentemente, Shreve tampoco esperaba respuesta, pues continuó sin hacer pausa alguna:
      —Perfectamente, magnifico; todo queda arreglado, el libro está en orden, puedes sacar todas las páginas y quemarlas, salvo una sola cosa: ¿Sabes cuál es? Quizá ahora esperaba contestación, quizá hizo una pausa para producir mayor efecto o para dar mayor énfasis; pero nada obtuvo de Quintín.
      —Te queda un negro todavía: un negro Sutpen. Claro está que no puedes atraparlo, y casi nunca lo ves y jamás lograrás aprovecharlo para nada. Pero allí lo tienes todavía. A veces, por las noches, lo oyes aún, ¿no es verdad?
      —Si. —repuso Quintín.
      —Pues bien, ¿quieres saber lo que pienso? —Ahora sí esperaba contestación, y la obtuvo:
      —No —dijo Quintín.
      — ¿Quieres saber lo que pienso?
      —No —repitió Quintín.
      —Pues te lo diré. Pienso que, a la larga, los Jaime Bond conquistarán el hemisferio occidental. Naturalmente, no lo veremos nosotros, y, a medida que avancen hacia los polos, ellos se blanquearán otra vez, como los conejos y las aves para no contrastar tanto con la nieve. Pero seguirán siendo siempre Jaime Bond; y dentro de unos cuantos milenios yo, que te miro ahora, habré nacido también de las entrañas de los reyes africanos. Ahora quiero que me digas una sola cosa más. ¿Por qué odias el Sur?
      —No lo odio —dijo Quintín con rapidez, en seguida, inmediatamente—. No lo odio — repitió.
      «No lo odio», pensó, jadeando en aquel aire glacial, en la férrea oscuridad de Nueva Inglaterra. «¡No!, ¡no! ¡No lo odio! ¡No lo odio!»


FIN

Cronología

1807 Nace Tomás Sutpen en la región montañosa del oeste de Virginia. Familia blanca, muy pobre, de ascendencia angloescocesa. Familia numerosa.
1817 Los Sutpen van a vivir a Tidewater, Virginia. Tomás cumple diez años de edad.
1818 Nace Elena Coldfield, en Tennessee.
1820 Tomás Sutpen, a los catorce años, huye de su casa.
1827 Tomás Sutpen se casa con su primera mujer en Haití.
1828 Goodhue Coldfield llega a Jefferson, condado de Yoknapatawpha, en el Misisipí, con su madre, mujer, hermana e hija Elena.
1829 Nace, en Haití, Carlos Ron.
1831 Al saber que su mujer tiene sangre negra, Sutpen la repudia, lo mismo que al hijo.
1833 Sutpen se presenta en el condado de Yoknapatawpha, Misisipi, obtiene tierras y construye su casa.
1834 Clitemnestra (Clite) nace de una esclava de Sutpen.
1838 Sutpen contrae matrimonio con Elena Coldfield.
1839 Nace Enrique Sutpen, en el Ciento de Sutpen.
1841 Nace Judit Sutpen.
1845 Nace Rosa Coldfield.
1850 Wash Jones y su hija se instalan en la pesquería abandonada de la plantación de Sutpen.



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