William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)
Wash (1934)
(“Wash”)
Originalmente publicado en Harper’s Magazine, CLCVIII (febrero de 1934);
Doctor Martino and Other Stories
(Nueva York: Harrison Smith & Robert Haas, 1934, 360 págs.);
incluido por Malcolm Cowley en
The Portable Faulkner
(Nueva York: Viking Press, 1946, 756 págs.);
reescrito en su totalidad para ¡Absalón, Absalón!, capítulos 6 y 7
Sutpen estaba de pie ante el jergón en que yacían la madre y su criatura. Entre la tablazón alabeada y encogida de la pared, los primeros rayos del sol se filtraban y entraban en largas pinceladas que iban a dar contra sus piernas bien separadas, contra la fusta de montar que empuñaba, y sobre la silueta inmóvil de la madre, que estaba tendida mirándole con ojos calmos, inescrutables, huraños, la criatura a su lado, envuelta en una especie de tela deslucida, aunque limpia. Tras ellos, una negra se acuclillaba junto al tosco lar en el que ardía sin llama un fuego exiguo.
—Bueno, Milly. Pues lástima que no seas una yegua. Así podría darte una cuadra decente en el establo.
La muchacha en el jergón siguió sin mover un dedo. Se contentó con mirarle desde el suelo sin expresión, con un rostro juvenil, huraño, inescrutable, pálido aún tras los recientes dolores del parto. Sutpen cambió de sitio, introduciendo en las pinceladas astilladas de luz solar el rostro de un hombre de sesenta años.
—Griselda ha parido esta noche —dijo en voz queda a la negra acuclillada.
—¿Yegua o caballo? —dijo la negra.
—Caballo. Un potrillo que da gusto verlo. Y aquí… ¿qué ha sido? —señaló el jergón con la mano en que empuñaba la fusta.
—Ésa es yegua, digo yo.
—Ja —dijo Sutpen—. Un potrillo que da gusto verlo. Será la viva imagen de Rob Roy, con el que monté al ir al Norte en el 61. ¿Te acuerdas?
—Sí, amo.
—Ja —volvió a mirar el jergón. Nadie hubiera sido capaz de precisar si la muchacha aún lo miraba o no. Con la fusta señaló el jergón—. Haz todo lo que necesiten con lo que tengas para hacerlo —salió atravesando la puerta desbarajustada al trecho invadido por las malas hierbas (aún estaba apoyada en un rincón del porche, herrumbrosa, la hoz que Wash le pidió prestada tres meses antes para cortarlas) donde esperaba su caballo, al que Wash sujetaba por la brida.
Cuando el coronel Sutpen marchó a caballo para luchar contra los yanquis, Wash no le acompañó. «De la parcela del coroné y de sus negros mocupo yo», decía a todo el que le preguntase y a más de uno de los que no preguntaban nada, un hombre enclenque, lastrado por la malaria, de ojos claros, interrogantes, que tenía todas las trazas de rondar los treinta y cinco, si bien se sabía que no sólo tenía una hija sino también una nieta de ocho años. Era mentira, como sabía la mayor parte de aquellos a quienes se lo contó, los pocos hombres restantes, entre dieciocho y cincuenta años, aunque algunos había convencidos de que él realmente estaba convencido de que así era, si bien incluso éstos creían que no era tan insensato como para demostrarlo ni menos aún ponerlo a prueba con la señora Sutpen o con los esclavos de Sutpen. Sensatez tendría, o tal vez fuera pereza, o haraganería o desgana a la hora de la demostración, decían los demás, a sabiendas de que la única relación que lo asociaba con la plantación de Sutpen se debía al hecho de que desde años atrás el coronel Sutpen le había permitido ocupar una desbarajustada cabaña en un remanso cenagoso del río, dentro de la parcela de Sutpen, que éste había construido a modo de cabaña para pescar en sus tiempos de soltero, y que desde aquel entonces había caído en un completo deterioro por falta de uso, de modo que ahora parecía un animal envejecido o enfermo que se arrastrase aterradoramente hasta la orilla para abrevar en el momento de morir.
Los propios esclavos de Sutpen estaban enterados de esta afirmación. Se le reían a la cara. No era la primera vez que se rieron de él y lo llamaron escoria blanca a su espalda. Comenzaron a hacerle preguntas cuando estaban en grupo, saliéndole al paso por el camino que enlazaba el remanso con el viejo campamento de pesca.
—A ve, ¿y tú por qué nas ío a la guerra, blanco?
Hacía un alto, miraba el corro de rostros negros y ojos y dientes blancos tras los que rondaba la irrisión.
—Pues porque tengo hija y familia de las que cuidar —decía—. ¡Fuera de mi camino, negros de mierda!
—¿Negros? —coreaban—. ¿Negros? —se reían—. ¿Y quién es ese pelao pa llamarnos negros?
—Desde luego… —decía él—. Si me fuera, no dejaría yo el cuidado de los míos en manos de unos negros.
—Ni ná más tiene ése que la cabaña de abajo, donde el coroné no nos iba a dejá viví a ninguno de nosotros.
Los maldijo en esa ocasión. A veces se abalanzaba contra ellos enarbolando el primer palo que encontrase por tierra y ellos evitaban por muy poco la acometida, aunque parecieran rodearle aún con sus risas de negros, carcajadas de irrisión y desprecio, inalcanzables, dejándole jadeando, impotente, rabioso. Una vez sucedió en la trasera misma de la casa grande. Fue después de que llegaran las noticias aciagas de los montes de Tennessee y de Vicksburg, después de que Sherman pasara por la plantación y la mayoría de los negros se marchasen tras él. Prácticamente todo lo demás se lo llevaron las tropas federales, y la señora Sutpen mandó a Wash aviso de que podía quedarse con las uvas moscateles que estaban ya maduras en el emparrado de la parte de atrás. Esta vez fue una de las criadas de la casa, una de las pocas negras que quedaron; esta vez la negra tuvo que retroceder por las escaleras de la cocina, y allí se dio la vuelta.
—Quieto donde estás, blanco. Quieto justo ahí donde estás. Tú no has subido esta escalera mientras estuvo aquí el coroné, y ahora ni se te ocurra pensar que puedes.
Era cierto. Pero también había una especie de orgullo: él nunca intentó entrar en la casa grande, por más que creyese que, de haberlo hecho, Sutpen le habría recibido, le habría franqueado el paso.
«Bien, pero no pienso yo dar a ninguna negra como tú la ocasión de decirme que no puedo ir a donde me dé la gana —se dijo—. No pienso dar al coroné la ocasión de maldecir a una negra por mí». Y lo pensó por más que Sutpen y él hubieran pasado más de una tarde juntos, en los contados domingos en que no había nadie más en la casa. Quizá en el fondo supiese que era porque Sutpen no tenía otra cosa que hacer, siendo un hombre que no era capaz de soportarse sin la compañía de otro. Sin embargo, seguía siendo cierto que los dos pasaron tardes enteras bajo la parra en que maduraban las uvas moscateles, Sutpen en la hamaca y Wash en cuclillas, apoyado contra uno de los postes, un pozal de agua de la cisterna entre los dos, tomando vaso a vaso de lo mismo, de la misma damajuana. Entre tanto, en los días laborables veía la fina estampa de aquel caballero: eran de la misma edad, casi nacidos el mismo día, aunque ninguno de los dos (acaso porque Wash tenía una nieta, y el hijo de Sutpen aún era un joven estudiante) lo creyó nunca, y lo veía con su fina estampa a lomos del semental negro galopar por la plantación. En ese instante su corazón se aquietaba y se henchía de orgullo. Le daba la sensación de que ese mundo en el que los negros, de los que la Biblia afirmaba que fueron creados y maldecidos por Dios, condenados a ser bestias de carga y vasallos de todos los hombres de piel blanca, se encontraban mejor y gozaban de mejores viviendas e incluso de vestimenta mejor que él y los suyos, ese mundo en el que siempre percibía en derredor los ecos burlones de la risa de los negros, no era sino sueño e ilusión, y que el verdadero mundo era en cambio ese otro, a través del cual su personal, solitaria apoteosis parecía galopar en el purasangre negro, pensando en que la Biblia decía también que todos los hombres fueron creados a imagen y semejanza de Dios, y que por tanto todos los hombres daban la misma imagen a ojos de Dios, y así pudo decir, como si de sí mismo hablase, «un caballero de fina estampa, con orgullo: si Dios mismo bajase a recorrer esta tierra como es, así es como querría aparecerse».
Sutpen regresó en 1865 a lomos del semental negro. Parecía haber envejecido diez años al menos. Su hijo había muerto en acto de servicio durante el mismo invierno en que murió su esposa. Regresó con una mención al valor escrita de puño y letra del general Lee y regresó a una plantación que estaba en la ruina, en la que durante todo un año su hija subsistió gracias en parte al exiguo haber del hombre al que quince años antes él dio permiso para vivir en aquel destartalado campamento de pesca, cuya existencia misma él había olvidado en su día. Wash acudió a recibirle a su regreso, y salió a su encuentro igual que siempre: aún enjuto, aún sin edad definida, con su mirada clara, interrogativa, su aire de desconfianza, su punto de servilismo, su aire de familiaridad.
—Bueno, coroné: a lo mejor nosandao una buena tunda, pero entoavía no nosan matao, ¿eh?
De ese tenor fue la conversación entre ambos durante los cinco años siguientes. Era un whisky de mala calidad el que bebían juntos, servido de un caneco de barro, y no era en el emparrado de las uvas moscateles. Era en la trastienda del tenducho que Sutpen se las apañó para montar en el camino de más paso: un cuartucho de tablones, con sus estantes, donde Wash hacía de mozo y dependiente, y vendía queroseno y provisiones elementales y pirulíes rancios, de colores llamativos, y abalorios de medio pelo y cintas de encaje, a los negros o a los blancos depauperados o a los que eran como Wash, que hasta allí se llegaban a pie, o en unas mulas que estaban en los huesos, resueltos a regatear hasta el tedio por cantidades despreciables y con un hombre que en sus buenos tiempos pudo recorrer al galope (el semental negro aún vivía; el establo en donde apacentaba a su progenie, tan bien cuidada, estaba en mejores condiciones que la casa misma en que vivía el amo) al galope diez millas en cualquier dirección sin cruzar la linde de su fértil propiedad, y que en la batalla había encabezado la carga de sus tropas con valentía, hasta la hora en que Sutpen, enfurecido, cerraba el tenderete y atrancaba las puertas a cal y canto por dentro. Entonces recalaban Wash y él en la trasera, con el caneco. Pero las charlas entre ellos ya no eran sosegadas, como lo eran cuando Sutpen se tumbaba en la hamaca y largaba sus arrogantes monólogos, mientras Wash se acuclillaba junto al poste y soltaba risotadas. Ahora, los dos tomaban asiento, aunque Sutpen se sirviera de la única silla disponible y Wash recurriese a cualquier caja o barril que le quedara a mano, y sólo durante un rato, puesto que no tardaba Sutpen en alcanzar la fase de furia impotente de quien no se da por derrotado, en la cual se ponía en pie tambaleándose y acaso desplomándose, y juraba que volvería a empuñar su pistola, a montar el negro semental, y cabalgaría sin compañía de nadie hasta Washington para pegarle un tiro a Abraham Lincoln, que ya estaba muerto, y a Sherman, que era ya un ciudadano particular.
—¡A matarlos! —gritaba—. ¡Acabaré con ellos, que son unos perros sarnosos!
—Claro, coroné; claro que sí, coroné —replicaba Wash, y sujetaba a Sutpen en el momento en que iba a desplomarse—. ¡Acabe con toasa chusma!
Luego daba el alto a la primera carreta que acertara a pasar por allí, o a falta de eso recorría a pie una milla entera, hasta la casa del vecino más cercano, para pedirle la suya prestada y regresaba para recoger a Sutpen y llevarlo a su casa. Ahora ya entraba en la casa. Llevaba mucho tiempo haciéndolo, llevando a Sutpen a su casa en la carreta que fuera, hablándole durante el trayecto, engatusándole con murmullos y halagos, hasta que lograba que entrase en cintura y se moviera por sí solo, igual que si fuera un caballejo, o un negro semental. La hija salía a recibirlos y les sujetaba la puerta abierta sin decir palabra. Wash cargaba con el peso al atravesar la que en tiempos fuese una puerta de un recibidor suntuoso, pintada de blanco, rematada por una lucerna en forma de abanico, importada cristal a cristal de Europa, que ahora cubría un tablón claveteado allí donde faltaba un cristal, y la alfombra de terciopelo, que había perdido todo su apresto, y al subir las anchas escaleras, que ya no eran sino sombra en decadencia de tablones pelados entre dos franjas de pintura deslucida, llevándolo al dormitorio. Caía ya la noche, y dejaba caer la carga de cualquier manera sobre la cama, y la desvestía, y tomaba asiento en una silla. Al cabo de un rato acudía la hija a la puerta.
—Ahora ya estamos bien —le decía—. Usté no se preocupe por nada, señorita Judith.
Oscurecía del todo, y pasado un rato se tendía en el suelo, junto a la cama, aunque no a dormir, porque al cabo de un tiempo —a veces antes de la medianoche— el hombre que ocupaba la cama se agitaba y gemía y hablaba.
—¿Wash?
—Aquí me tiene, coroné. Vuélvase a dormir. Entoavía no nos han liquidao, ¿eh? Usté y yo aún podemos con ellos.
Ya entonces había visto la cinta con que se ceñía su nieta la cintura. Quince años tenía y ya era mocita en sazón, con la precocidad con que suelen las de su tipo. Sabía de dónde había salido esa cinta; a lo largo de tres años se la había visto a diario junto con otras chucherías por el estilo, aun cuando ella hubiese mentido al relatar de dónde la sacó, cosa que no hizo, por ser a un tiempo osada, huraña y temerosa.
—Pos claro —dijo—. Si el coroné te la quiere regalá, espero que al menos layas dao las gracias.
Tenía el corazón tranquilo, lo tuvo incluso cuando vio el vestido y observó el rostro con que guardaba el secreto, desafiante y temeroso, cuando ella le contó que la señorita Judith, la hija, le había ayudado a confeccionarlo. Pero adoptó un aire de rara seriedad cuando abordó a Sutpen después de que cerrase aquella tarde el tenderete, siguiendo al otro a la trastienda.
—Trae el caneco —ordenó Sutpen.
—Espere —dijo Wash—. Será sólo un minuto.
Tampoco negó Sutpen lo del vestido.
—¿Y qué hay con eso? —dijo.
Wash lo miró de frente a los ojos arrogantes y habló con voz queda.
—Mirusté: le conocío desde hace va pa veinte años. Aún no me negao nunca a hacer lo que me dice. Y paso de los sesenta. Y ella no es más cuna cría de quince.
—¿Me vas a decir que le he hecho daño? ¿Yo, un hombre ya tan viejo como tú?
—Así fuesusté otro hombre, diría yo que es tan viejo como yo. Y, viejo o no viejo, no la dejaría yo tener ese vestido, ni ná que viniera de sus manos. Perustés distinto.
—¿Distinto? ¿Qué quieres decir?
Sólo que Wash no respondió; únicamente le miró con ojos pálidos, interrogantes, sobrios.
—A ver —dijo Sutpen—, entonces… ¿por qué tienes miedo de mí?
La mirada de Wash ya no era de interrogación. Era de aplomo, de serenidad.
—Yo no le tengo miedo. Ustés valiente. No es que sea usté un valiente cundía o una hora o un minuto lo fuera y tenga un papel donde lo dice y lo firma de puño y letra el general Lee. Es que ustés valiente así como está vivo y coleando. Y ahí está la diferencia. Ninguna falta hace que nadie laya firmado nada que me lo diga, que yo lo sé bien. Y sé igual que lo mismo da qué toquen sus manos, igual da que sea un regimiento de hombres o una moza ignorante o un perro perdiguero, que meterá en cintura lo que toque.
Fue Sutpen quien alejó la mirada y se volvió bruscamente.
—Saca el caneco —dijo con voz tajante.
—Pos claro, coroné —dijo Wash.
Así que aquel domingo al alba, dos años después, tras ver a la partera negra, que había ido a buscar a pie, recorriendo a buen paso las tres millas, entrar por la puerta desquiciada tras la cual yacía entre gemidos su nieta, aún estaba su corazón en calma, aunque le reconcomiese la preocupación. Estaba al corriente de lo que se decía por ahí, los negros en sus cabañas por todo el terreno, los blancos que se pasaban el día entero haraganeando delante del tenderete, mirándolos en silencio a los tres: a Sutpen, a él mismo, a su nieta, con sus aires de descaro y desafío muy mermados a medida que su estado era día a día más evidente, como tres actores que deambulasen por un escenario. «Ya sé lo que se dicen unos a otros —pensó—. Casi les oigo decirlo: Wash Jones por fin ha puesto en su sitio al viejo Sutpen. Le ha costado veinte años, pero por fin le ha ajustado las cuentas al viejo Sutpen».
Faltaba todavía un rato para que amaneciera del todo. Desde la casamata, donde lucía débil la lámpara tras el marco alabeado de la puerta, la voz de su nieta le llegaba con la constancia de un reloj, a la vez que sus pensamientos se frenaban aterrados, avanzando a tientas, pendientes a saber cómo del atronar de los cascos de los caballos al galope, hasta que a galope tendido se destacó de todo lo demás la fina y orgullosa estampa del hombre a lomos del fino y orgulloso corcel, y entonces aquello hacia lo cual avanzaba a tientas en sus pensamientos se destacó del mismo modo con total claridad, no a modo de justificación, ni de explicación siquiera, sino como apoteosis solitaria, explicable, inalcanzable y libre de toda la suciedad que pudiera producir el contacto del ser humano: «Él es más grande que todos los yanquis que mataron a su esposa y a su hijo, que le robaron a sus negros y arruinaron sus tierras; es más grande que todo este desgraciado país que se ha hecho a su medida y en pago del cual se ha encargado de llevar un tenducho en medio del campo, con el que se gana el pan y la sal; es más grande que todo escarnio y toda negación que se haya llevado a los labios, como el cáliz amargo del Libro. ¿Y cómo es posible que haya yo vivido a su lado por espacio de veinte años sin que me alcanzase ni me conmoviera ni me transformara? Acaso no sea yo tan grande como él, acaso no haya yo galopado. Pero al menos he sido arrastrado por dondequiera que haya ido él. Y entre él y yo aún podemos y siempre podremos, puesto que de ser así él me mostrará qué es lo que tiene en mente, qué pretende que yo haga».
Amaneció. De pronto acertó a ver la casamata y la vieja negra que lo miraba desde la puerta. Entonces cayó en la cuenta de que ya no se oía la voz de su nieta.
—Es una niña —dijo la negra—. Ya puede ir a decírselo si quiere —y volvió adentro.
—Una niña —se repitió—, una niña —con asombro, oyendo los caballos galopar, viendo destacarse de nuevo aquella figura orgullosa, desgajada del resto. Le pareció verla pasar de largo, al galope a través de los avatares que jalonaron la acumulación de los años, del tiempo, hasta el espléndido clímax en el que galopara ya sin fatiga y sin progreso, por y para siempre inmortal bajo el sable que blande en alto y las banderas desgarradas por los disparos que descienden en un cielo del color del trueno y del sulfuro, acaso pensando por vez primera en su vida que tal vez Sutpen fuese un viejo como él mismo. «Mira que tener una niña… —con ese asombro, y se sumó al asombro una sorpresa placentera y pueril—. Posí, señor. Que me aspen si no he vivido al fin y al cabo tanto que soy bisabuelo».
Entró en la cabaña. Lo hizo con torpeza, de puntillas, como si ya no viviese allí, como si la recién nacida que acababa de inspirar el aire y llorar a la luz lo hubiera desposeído, por más que fuese de su propia sangre. Ya entonces sobre el jergón acertó a ver poco más que el óvalo borroso, el semblante exhausto de su nieta. Oyó a la negra acuclillada junto al lar.
—Más le vale ir a decírselo si es que piensa ir. Sa hecho de día.
Pero esto no hizo falta. Le bastó con doblar la esquina del porche, el rincón en que estaba apoyada la hoz que le pidió en préstamo tres meses antes para desbrozar las malas hierbas que estaba pisando, cuando el propio Sutpen apareció a lomos del viejo corcel. Dio por hecho que por eso salió el otro tan temprano siendo un domingo, y esperó mientras el otro desmontaba, y tomó las riendas de la mano de Sutpen, con una expresión rayana en la imbecilidad en su rostro macilento, teñida por un deje triunfal y cansino.
—Es una niña, coroné —le dijo—. Que me aspen si no es usté tan viejo como yo.
Sutpen pasó por delante de él y entró en la casamata. Él se quedó plantado con las riendas en la mano y escuchó los pasos del otro al acercarse al jergón. Oyó lo que dijo Sutpen, y algo se detuvo en seco en su interior antes de seguir su camino.
Había salido el sol, el sol raudo de las latitudes de Mississippi, y le pareció hallarse bajo un cielo extraño, en un extraño paraje, familiar si acaso como son las cosas familiares en los sueños, en los sueños en que uno se precipita al vacío sin haberse asomado antes al abismo. «No puedo haber oído lo que creo haber oído —pensó con calma—. Sé que no es posible». Sin embargo, aquella voz, aquella voz familiar que pronunció aquellas palabras, seguía hablando ahora con la vieja negra, diciendo algo a propósito de un potrillo parido aquella misma mañana. «Por eso ha madrugado tanto —pensó—. Era por eso. No era ni por mí ni por los míos. Ni por los suyos iba a madrugar tanto».
Salió Sutpen. Bajó al trecho invadido por los hierbajos con una parsimonia que habría sido prisa cuando era joven. Aún no había mirado del todo a Wash.
—Dicey se va a quedar a cuidarla. Tú más vale… —y pareció reparar en que Wash se le había encarado, y calló—. ¿Qué?
—Usté ha dicho… —su voz al propio Wash le sonó átona, huidiza, como la de un sordo—. Usté ha dicho que si fuese yegua podría darle una cuadra decente en el establo.
—¿Y? —dijo Sutpen. Abrió mucho los ojos y los entornó, casi como un hombre que flexionase y cerrase los puños, cuando Wash avanzó hacia él ligeramente encorvado. El mismísimo pasmo mantuvo a Sutpen inmóvil un momento, pendiente del hombre al que durante veinte años nunca vio hacer más movimiento que los que él le ordenase, al igual que el caballo que montaba. De nuevo abrió los ojos y los entornó; sin moverse, pareció que retrocediera y se irguiera del todo—. Atrás. Ni se te ocurra tocarme un pelo de la ropa, Wash —le dijo de manera tajante, imperiosa.
—Posí que le vía tocá, coroné —replicó Wash con esa voz átona, queda, casi amable, a la vez que avanzaba.
Sutpen alzó la mano con que empuñaba la fusta. La negra vieja asomó por la puerta desquiciada su jeta negra, de gárgola, de gnomo erosionado.
—¡Atrás, Wash! —dijo Sutpen. Le asestó un fustazo. La negra vieja bajó de un salto a los hierbajos, con la agilidad de una cabra, y huyó. Sutpen volvió a azotar a Wash en la cara, con lo que éste se hincó de rodillas. Cuando Wash se puso en pie y avanzó hacia él una vez más, sujetaba en ambas manos la hoz que tres meses antes pidió prestada a Sutpen, la hoz de la que Sutpen no volvería a tener necesidad.
Cuando volvió al interior de la casamata, su nieta se movió en el jergón y lo llamó en tono quejumbroso.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ha sido el qué, cariño?
—Ese barullo de ahí fuera.
—No ha sido nada —dijo con bondad. Se arrodilló y le tocó la frente acalorada con torpeza—. ¿Quieres algo más?
—Un sorbo de agua —dijo con un gemido—. Llevo aquí tumbada un buen rato con ganas de beber agua, pero a nadie le importa, nadie me hace caso.
—Tranquila —dijo con ánimo de apaciguarla. Se puso trabajosamente en pie y fue en busca de la jarra del agua, que le acercó a los labios para que bebiera a la vez que le sujetaba la cabeza. La vio volverse hacia la criatura con un semblante absolutamente pétreo. Pero pasado un segundo se fijó en que lloraba en silencio.
—Ya, ya está —dijo—. No llores. La vieja Dicey dice que es una niña preciosa. Todo irá bien. Ya ha pasado lo peor. No tienes que llorar, ¿eh?
Pero siguió llorando en silencio, casi con hosquedad, y él volvió a levantarse y permaneció incómodo junto al jergón, pensando lo mismo que pensó cuando vio así a su mujer, y luego a su hija: «Mujeres. Para mí, un misterio. Primero parece que los quieren, y cuando los tienen no hacen más que llorar. Un misterio. Para mí y para cualquiera». Se marchó y acercó una silla a la ventana, donde tomó asiento.
Durante toda la larga, luminosa, soleada mañana, estuvo sentado a la ventana, a la espera. De vez en cuando se ponía en pie y se acercaba de puntillas al jergón. Pero su nieta dormía, el rostro a la vez huraño y calmo y fatigado, la niña encajada en el brazo. Volvió a la silla a sentarse, a esperar, preguntándose por qué tardaban tanto, hasta que recordó que era domingo. Estaba allí sentado a media tarde cuando apareció por la esquina de la casamata un mozalbete blanco, casi un chiquillo aún, que dio un grito ahogado y miró despavorido e hipnotizado un instante a Wash, en la ventana, antes de darse la vuelta y salir corriendo. Wash se puso en pie y regresó de puntillas al jergón.
La nieta estaba despierta, tal vez por el grito del chico, aunque no lo hubiera oído.
—Milly —le dijo—, ¿tienes hambre?
No le contestó; apartó la cara al otro lado. Prendió el fuego en el lar y cocinó lo que había llevado a la casa el día anterior: tocino en salazón y unas tortas de maíz apelmazadas. Echó agua en la perola del café y la calentó. Pero ella no quiso probar bocado cuando le llevó el plato, así que se lo comió él en silencio, solo, dejando los platos como quedaron antes de volver a la ventana.
Le pareció percibir a los hombres que ya se congregaban con los caballos y los perros y las armas, los curiosos, los vengativos hombres cortados por el mismo patrón que Sutpen, los que se sentaban a su mesa en los tiempos en que Wash aún tenía que acercarse a la casa sin pasar del emparrado de uva moscatel, hombres que habían indicado el camino, que habían mostrado a otros de menos valentía cómo plantar batalla, cómo combatir, y que tal vez también poseyeran papeles firmados por los generales, en los cuales se dijera que habían estado entre los más destacados, entre los más valerosos, que habían galopado en los viejos tiempos, arrogantes y orgullosos con sus espléndidas monturas, por plantaciones espléndidas, símbolo también de admiración y esperanza, instrumentos también de la desesperanza y la pesadumbre.
A éstos contaba con ver y de éstos contaba con huir. Se le ocurrió que no tenía tanto de qué huir cuanto algo hacia lo cual huir. Si huyese, estaría escapando tan sólo de un cúmulo de sombras maliciosas, jactanciosas, para vérselas con otro igual, puesto que los hombres estaban todos cortados por el mismo patrón, todos en todas las tierras que había alcanzado a conocer, siendo él, por añadidura, demasiado viejo para huir, para llegar muy lejos. Nunca podría escapar de ellos; un hombre de más de sesenta años difícilmente iba a llegar lejos en su huida. No se alejaría lo suficiente para escapar de los límites de las tierras en que vivían aquellos hombres, en donde imponían el orden y el gobierno de los vivos. Acaso por vez primera en toda su vida comenzó a comprender cómo había sido posible que los yanquis o cualquier otro ejército les hubieran dado una buena tunda a los galantes, a los orgullos, a los valientes, a los reconocidos, a los elegidos y a los mejores de todos ellos, los llamados a ostentar la valentía y el honor y el orgullo. Tal vez, de haber ido a la guerra con ellos lo hubiera descubierto antes. Pero, de haberlo descubierto antes, ¿qué hubiera hecho de su vida? ¿Cómo hubiera sido capaz de soportar durante cinco años el recuerdo de cómo fue su vida antes?
Empezaba a ponerse el sol. La niña había llorado un rato. Cuando fue al jergón vio que su nieta le estaba dando el pecho con expresión aún de desconcierto, de hosquedad, insondable.
—¿No tienes hambre?
—No quiero nada.
—Deberías comer algo.
Esta vez ella no le contestó, siguió mirando a la niña. Él volvió a la silla y vio que se había puesto el sol. «Mucho no puede faltar», pensó. Ya los percibía muy cerca, a los curiosos y a los vengativos. Le pareció que incluso alcanzaba a oír lo que decían de él, la corriente soterrada de creencias, más allá de la furia inmediata: el viejo Wash Jones por fin se ha dado un batacazo. Creyó tener a Sutpen bien sujeto, pero Sutpen lo engañó. Creyó que tenía al coronel obligado a casarse con la moza o a pagar los platos rotos. Pero el coronel se negó.
—¡Pero eso no me lo podía yo esperar, coroné! ¡Bien sabe usté que no! —exclamó en voz alta, y le sobresaltó su propia voz. Calló y miró a la nieta, que lo estaba mirando.
—¿Y ahora con quién hablas?
—No es nada. Estaba pensando, he hablado sin darme cuenta.
El rostro de la muchacha volvía a ser borroso, un óvalo huraño y desdibujado en la penumbra.
—Pues supongo que sí. Supongo que tendrás que gritar más fuerte, hasta desgañitarte, si es que pretendes que te oiga, y tendrás que ir hasta allá, a la casa. Y supongo que por mucho que te desgañites no conseguirás que vuelva por aquí.
—Tranquila —le dijo—. Tú no te preocupes.
Pero sus pensamientos ya discurrían por su curso: «Bien sabe usté que no. Bien sabe usté que nunca esperé ni pedí ni quise nada de otro hombre, quitando lo que de usté esperé. Y eso nunca se lo pedí. No creí que fuera necesario, y me dije no tengo necesidá. ¿Qué necesidá va a tener uno como Wash Jones, paqué va a dudar del hombre del que el general Lee en persona dijo en una nota escrita de su puño y letra que era un valiente? ¡Valiente! —pensó—. ¡Más nos habría valido que no volviera ninguno cabalgando en el 65!» pensando Más nos valdría que los de su calaña y los de la mía nunca hubiéramos respirado en esta tierra. Más nos valdría que cuantos quedaran de nosotros fueran borrados de la faz de la tierra antes que otro Wash Jones hubiera de ver cómo la vida entera se le arranca a tiras y se le encoge cual cáscara reseca que se desprecia y se arroja al fuego y se arruga.
Se detuvo su pensamiento, se aquietó. Oyó los caballos de pronto, con toda claridad; vio al cabo el farol y el movimiento de los hombres, el destello de los cañones de las pistolas a la luz móvil. Siguió sin moverse. Ya estaba oscuro; captó las voces y los ruidos en la maleza, a medida que rodeaban la casamata. Vio acercarse el farol, cuya luz se proyectó sobre el cadáver entre los hierbajos, y lo vio detenerse, los caballos altos, sombríos. Uno desmontó y se agachó con el farol en alto sobre el cadáver. Empuñaba una pistola. Se irguió y miró a la casa.
—Jones —dijo.
—Aquí estoy —dijo Wash con toda calma desde la ventana—. ¿Es usted, comandante?
—Sal.
—En un instante —repuso—. En cuanto vea cómo está mi nieta.
—De ella nos ocuparemos nosotros. Tú sal de ahí.
—Pos claro, comandante. Ahora mismito.
—Prende un farol. Que se te vea bien.
—Claro, claro. En un instante.
Oyeron su voz en el interior de la casamata, aunque no le vieron ir raudo hasta la rendija de la chimenea en que guardaba el cuchillo de carnicero, el único objeto de toda su deslucida vida del que estaba orgulloso, el único en que ponía esmero, puesto que lo tenía afilado cual navaja de afeitar. Se acercó al jergón, oyó la voz de la nieta:
—¿Quién anda ahí? Enciende el candil, abuelo.
—No va a hacer falta la luz, pequeña. No será más que un instante —dijo, y se arrodilló a tientas hacia la voz, susurrando—: ¿Dónde estás?
—Aquí mismo —dijo con voz inquieta, angustiada—. ¿Dónde iba a estar? ¿Qué es…? —le tocó la cara con la mano—. ¿Qué es…? ¡Abuelo! ¡Ab…!
—¡Jones! —dijo el sheriff—. ¡Sal aquí ahora mismo!
—Enseguida, comandante —dijo. Se puso en pie y se movió ágilmente. Sabía incluso a oscuras dónde localizar la lata de queroseno, tal como sabía que estaba llena, puesto que no hacía aún ni siquiera dos días que la llenó en la tienda, y allí la conservó hasta que halló quién le llevara a la casa, pues cinco galones pesaban lo suyo. Aún quedaban ascuas prendidas en el lar; además, el desquiciado edificio era como la yesca: las ascuas, el lar, las paredes reventaron en una única llamarada azul. Recortado contra la llamarada lo vieron los hombres a la espera, en un instante de desatino, brincar hacia ellos con la hoz en alto antes de que los caballos reculasen y se pusieran de manos y volvieran grupas. Sofrenaron a las monturas y las volvieron hacia el resplandor, aunque pese a todo, recortada en relieve, la figura macilenta seguía en su carga desbocada contra ellos, con la hoz en ristre.
—¡Jones! —gritó el sheriff—. ¡Alto! ¡Alto, o disparo! ¡Jones! ¡Jones!
Pese a todo, la figura macilenta, enfurecida, persistió en su carga recortada sobre el resplandor y el rugir de las llamas. Con la hoz en ristre, cargó contra ellos, contra los ojos despavoridos de los caballos, contra el relumbre de los cañones de las armas, sin un solo grito, sin un sonido siquiera.
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