William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Mientras agonizo (1930)
As I Lay Dying
Nueva York: Jonathan Cape & Harrison Smith, 1930, 254 págs.)


A Hal Smith


Darl

      Jewel y yo salimos del algodonal, por el sendero, uno detrás del otro. Aunque voy a quince pies delante de él, cualquiera que nos observara desde el cobertizo del algodón podría ver el sombrero de paja de Jewel, roto y raído, sobresaliendo por encima de mí.
       El sendero, alisado por las pisadas y recocido cual adobe por los calores de julio, va derecho, como tirado a cordel, por entre los verdes liños de las plantas, hacia el cobertizo, situado en medio del algodonal. El sendero, alisado por tantas y tantas pisadas con obsesionante precisión, al llegar allí, se tuerce y rodea el cobertizo, formando cuatro ángulos de suaves vértices, para internarse de nuevo en el algodonal.
       El cobertizo está hecho de toscos troncos, de entre los cuales la argamasa ha tiempo cayó. Cuadrado, con el techado roto y a una sola vertiente, se recuesta cual una ruina desolada, pero deslumbrante, en medio de la luz solar: en paredes fronteras, dos grandes y únicas ventanas miran al sendero. Al llegar al cobertizo, yo, por mi parte, sigo el giro del sendero que lo rodea; Jewel, que continúa a quince pies detrás de mí, mirando siempre al frente, se cuela de una zancada por una de las ventanas. Siempre mirando al frente, con sus ojos claros como la madera incrustados en su cara de palo, atraviesa de cuatro zancadas el interior del cobertizo, con la rígida gravedad de uno de esos pieles rojas que hay de muestra en los estancos, vestido con un mono remendado y dotado de vida sólo de la cintura para abajo, y de una sola zancada, sale de nuevo al sendero por la ventana opuesta, en el momento mismo en que yo doblo la esquina. Otra vez en fila india, a una distancia de cinco pies, yendo Jewel ahora el primero, seguimos nuestro camino, sendero arriba, hasta el pie del despeñadero.
       El carro de Tull está junto al manantial, atado al poste, con las riendas enrolladas en el pescante. En el carro hay dos asientos. Jewel se para delante del manantial, coge la calabaza que cuelga de una rama del sauce y bebe. Me adelanto a él y remonto el sendero. Comienzo a oír la sierra de Cash.
       Cuando llego arriba, Cash acaba de dejar de serrar. Pisando sobre un montón de virutas, está tratando de ensamblar dos tableros. Amarillean como oro, tenuemente, entre los espacios de sombra, mostrando en sus flancos las suaves ondulaciones de las señales dejadas por la azuela. ¡Qué buen carpintero es Cash! Mantiene los dos tableros sobre el banco, ajustando sus bordes para que formen una cuarta parte de la caja. Se arrodilla, enfila con la mirada la superficie de los tableros, los deja luego, y vuelve a empuñar la azuela. Buen carpintero. Addie Bundren no podría desear uno mejor, ni una caja mejor en que descansar. Una caja así le dará confianza y comodidad. Sigo hasta la casa acompañado por el chac, chac, chac de la azuela.


Cora

      Pues ayer mismo recogí los huevos de los nidales y me puse a cocer. Las tortas me salieron pero que muy bien. Dependemos casi por completo de las gallinas que tenemos. Son buenas ponedoras las pocas que nos han dejado las zarigüeyas y otras alimañas. Y las culebras, en el verano. En menos que se dice, se cuela una culebra en un gallinero. El caso es que nos costaron mucho más de lo que mister Tull pensaba, y como le prometí que el gasto lo compensaríamos con los huevos que pusieran, ahora voy a tener que andar con mucho tiento, pues por mí se compraron. Sí que pudimos haber comprado unas gallinas más baratas; pero fui yo misma quien dio su conformidad cuando miss Lavington me dijo que me aconsejaba criar unas que fueran de buena casta, y porque hasta mister Tull admite que una buena casta de vacas o de cerdos, a la larga, trae más cuenta. Pero, como hemos perdido tantos huevos, no nos atrevemos a quedarnos con ninguno para nosotros, pues yo no podría soportar los gruñidos de mister Tull, ya que si se compraron las gallinas fue por mí. De forma y manera que cuando miss Lavington me habló de las tortas, pensé para mis adentros que yo misma podría hacerlas y ganar lo bastante de una sola vez como para aumentar en el equivalente de dos gallinas el valor limpio de mi averío. Y que, incluso, echando en ellas un huevo menos cada vez, los huevos me saldrían por nada. Y esta semana han puesto tantos, que no sólo he recogido bastantes más de los que pensaba vender y emplear en las tortas, sino que, además, aún me han quedado los suficientes como para que la harina y el azúcar y la leña del homo me salgan por nada. Así, que ayer me puse a cocer con más tiento que nunca, y las tortas me salieron pero que muy bien. Pero cuando fuimos esta mañana a la ciudad, miss Lavington me dijo que la señora había cambiado de parecer y que no iba a celebrar la reunión.
       —De todas formas, debiera quedarse con las tortas —me dice Kate.
       —Eso es —digo—, aunque hay que hacerse cargo de que ya no las necesita.
       —Debiera quedarse con ellas —dice Kate—. Claro que estas señoronas ricas de la ciudad pueden cambiar de parecer. Los pobres, no.
       Las riquezas no son nada a los ojos de Dios, pues Él sabe ver dentro de los corazones.
       —Quizá las pueda vender el sábado en la feria parroquial —digo—. Me salieron verdaderamente ricas.
       —No sacará ni dos dólares por cada una —dice Kate.
       —Bueno; en realidad, es como si no me hubieran costado nada —dijo—. Los huevos no tuve más que sacarlos de los nidales, y cambié una docena por azúcar y harina. En realidad, es como si las tortas no me hubiesen costado nada; hasta mister Tull sabe que los huevos que había en los nidales sobrepasan con mucho la cantidad que nos habíamos propuesto vender, de forma y manera que estamos como si nos hubiésemos encontrado los huevos o como si alguien nos los hubiese regalado.
       —Ella debiera quedarse las tortas, pues ella misma las encargó —dice Kate.
       Dios sabe ver dentro de los corazones. Si es voluntad suya que no pensemos todos igual sobre la honradez, no soy yo quién para discutir los divinos designios.
       —Yo estoy en que nunca tuvo necesidad de las tortas —digo—. Pero la verdad es que me salieron muy ricas.
       Tiene la colcha subida hasta la barbilla, a pesar del calor que hace; destapadas, solamente las manos y la cara. Descansa sobre la almohada con la cabeza en alto de forma que puede mirar por la ventana, y nosotros oímos a Cash cada vez que maneja la azuela o la sierra. Y aunque fuéramos sordos, casi podríamos, observando la cara de ella, oír a Cash, verle. Su cara está tan consumida, que los huesos se dibujan bajo la piel con líneas blancas. Tiene los ojos como dos velas que uno viera derretirse y caer su esperma en las arandelas de unos candeleros de hierro. Pero la salvación eterna y la gracia perdurable no han descendido aún sobre ella.
       —Salieron muy ricas —digo—. Pero no como las tortas que Addie solía hacer.
       Con sólo fijarse en la funda de la almohada, se puede saber cómo lava y plancha esta chica, si es que alguna vez lo ha hecho. ¡Ah, si abriera los ojos y se viera en manos y a merced de cuatro hombres y de este marimacho!
       —No hay mujer por estas tierras que amase y cueza como Addie Bundren —digo—. De seguro que si ella se levanta y se pone a cocer, no vendemos las demás nada.
       Debajo de la colcha no hace más bulto que una tabla, y ya sólo puede decirse que todavía alienta por el crujir de las hojas del jergón. Hasta su pelo permanece quieto y pegado a sus mejillas, a pesar de que la chica está a su lado, en pie, dándole aire con el abanico. Mientras la miramos, se pasa el abanico a la otra mano, sin dejar de dar aire con él.
       —¿Duerme? —chichisbea Kate.
       —No. Está mirando a Cash; allí —dice la chica.
       Podemos oír el ruido que hace la sierra en la tabla. Suena como un ronquido. Eula nos vuelve la espalda y mira por la ventana. Su collar hace juego con su sombrero rojo. Nadie diría que sólo le ha costado veinticinco centavos.
       —Debiera haberse quedado con las tortas —dice Kate.
       Me hubiera venido muy bien ese dinero. Pero, en realidad, es como si no me hubiesen costado nada, salvo el hecho de cocerlas. Le diré que todo el mundo puede cometer un error, pero que no todos saben salir de él sin pérdidas; que no todo el mundo puede comerse sus errores: eso es lo que le voy a decir.
       Alguien atraviesa el zaguán. Es Darl. No mira acá adentro cuando pasa frente a la puerta. Eula le sigue con los ojos mientras anda, hasta que él desaparece por la puerta trasera de la casa. Con una mano que levanta juguetea un poco con las cuentas del collar; después se atusa el pelo. Al darse cuenta de que la estoy mirando, sus ojos se turban.


Darl

      Padre y Vernon están sentados en el porche trasero de la casa. Padre vuelca tabaco de la tapa de su tabaquera en su labio inferior, manteniendo estirado el labio con el pulgar y el índice. Echan una mirada alrededor cuando yo cruzo el porche y sumerjo la calabaza y bebo.
       —¿Por dónde anda Jewel? —dice padre.
       Era yo todavía un chiquillo cuando aprendí que el agua sabe mucho mejor si antes ha estado un buen rato en un pozal de madera de cedro. Fresquita, con un ligero sabor semejante al aroma que despiden los cedros con el aire cálido de julio. Tiene que estar así seis horas, por lo menos, y hay que bebería en calabaza. Nunca se debe beber agua en vasijas de metal.
       Y de noche sabe aún mejor. Solía yo echarme sobre el jergón, en el zaguán, y aguardaba a sentirlos a todos completamente dormidos; y, cuando lo estaban, me levantaba y dirigía al pozal. El brocal negreaba en el negror de la noche; y la superficie tranquila del agua era un orificio redondo en la nada, donde yo, antes de agitarla y despertarla con el cazo, solía ver una estrella o dos en el pozal, y una estrella o dos en el cazo, antes de beber. Después crecí; cumplí más años. Y entonces esperaba a que todos se fueran a dormir, y así podía echarme, con los faldones de la camisa levantados, a oírles dormir, a sentirme sin tocarme, a sentir el fresco silencio cernirse sobre mis partes y a preguntarme si Cash, allá, en la noche, haría lo mismo, si lo habría estado haciendo durante los dos años últimos, antes que yo pudiera haberlo deseado o hubiera podido hacerlo.
       Los pies de padre están desfigurados por completo —sus dedos entumecidos, ganchudos y engarabitados, sin nada de uña en los meñiques—, por haber trabajado en duras faenas, en la humedad, calzado con zapatos de fabricación casera, cuando era niño. Sus zapatones están junto a la silla. Tienen el aspecto de haber sido cortados con un hacha de filo embotado, como hecha con un lingote de hierro. Vernon ha ido a la ciudad. Nunca le he visto ir a la ciudad con mono. Por su esposa, dicen. Ella enseñaba en una escuela. Antes.
       Tiro al suelo el agua que sobra, y me seco la boca con la manga. Va a llover antes de mañana. Tal vez antes que se ponga el sol.
       —Pues ha bajado a la cuadra —le digo—. A aparejar el caballo.
       Ha ido allí a divertirse con el caballo ese. Entrará en la cuadra y saldrá al prado. No verá al caballo por ninguna parte; está allá arriba, entre los pinitos del pimpollar, a la fresca. Jewel silba, una sola vez y penetrantemente. El caballo resopla; entonces Jewel lo ve, reluciente, durante un instante, gozoso, entre sombras azules. Y Jewel vuelve a silbar; el caballo va hacia él, ladera abajo, las patas nerviosas, las orejas en punta e inquietas, moviendo hacia arriba sus ojos desorbitados, y se para a diez pasos, de costado, observando a Jewel por encima de la crin, en atenta y traviesa actitud.
       —Venga usted acá, señorito —le dice Jewel.
       El caballo se acerca. Con rapidísimos temblores en su piel, tensa y recorrida por torbellinos de lenguas semejantes a llamas. Agitando la crin y la cola, y poniendo en blanco los ojos, el caballo emprende otra corta carrera, corcoveando, y se para de nuevo, firmes las patas, y así se queda, para observar a Jewel. Jewel marcha rápidamente hacia él, con las manos en las caderas. A no ser por las piernas de Jewel, diríase que ambos son dos estatuas talladas para un grupo salvaje al sol.
       Cuando ya Jewel casi lo va a agarrar, el caballo se alza sobre sus cuartos traseros y se deja caer de manos, de golpe sobre Jewel. Ahora Jewel está encerrado en un laberinto centelleante de cascos semejantes a una ilusión de alas; entre ellos, debajo del pecho levantado del caballo, Jewel se escurre con la relampagueante flexibilidad de una culebra. Por un instante, antes que la sacudida llegue a sus brazos, ve su cuerpo entero en vilo, horizontal, removiéndose como un látigo, hasta que agarra al caballo por las ventanas de la nariz y toca tierra de nuevo. Y se quedan ambos rígidos, estáticos, terríficos: el caballo, apoyado en sus patas traseras, tiesas y vibrantes, con la cabeza baja; Jewel, con los talones hincados, ahogando el resoplar del caballo con una mano, acariciándole el cuello con la otra, con incontables golpes cariñosos, insultándole con obscena ferocidad.
       Es un momento de rígido y espantoso vacío; el caballo tiembla y lanza quejidos. Luego Jewel se monta en el caballo. Cabalga cuesta arriba, como un torbellino, semejante al restallante azote de un látigo, recortándose en el aire su cuerpo pegado al del caballo. Ahora el caballo se queda plantado, la cabeza gacha, antes de lanzarse a la carrera. Descienden por el cerro, dando saltos, corcoveando, erguido Jewel, sujeto como una sanguijuela a la cruz del caballo, hacia el vallado, donde el caballo, al pararse, con el vientre casi a ras de tierra, hace trepidar sus cascos.
       —Bueno —le dice Jewel—. Ahora puedes estarte quietecito, si es que ya estás satisfecho.
       Dentro de la cuadra, antes que el caballo se pare, Jewel, a toda prisa, se desliza al suelo. El caballo se dirige al pesebre, seguido de Jewel. Y, sin mirar baria atrás, le suelta una coz, estampando uno de sus cascos en la pared. Como un pistoletazo. Jewel le da de patadas en el vientre; el caballo enarca el pescuezo hacia atrás, enseñando los dientes; Jewel le da de puñadas en el morro y se escurre hasta el sobrado, al que se sube. Pegándose al montón de heno, agacha la cabeza y escudriña por encima de los tabiques hacia la puerta. El sendero está solitario; ni siquiera puede oír desde allí la sierra de Cash. Se yergue y se pone a echar heno al pesebre, a brazadas, a toda prisa, hasta llenarlo.
       —Anda, come —dice al caballo—. Llénate esa maldita panza hasta que revientes, cabronazo, hijito de la gran zorra.


Jewel

      Por eso se pone ahí fuera, bajo la mismísima ventana, a clavar y serrar esa condenada caja. Donde ella le vea. Donde todo el aire que aspire esté impregnado de sus martillazos y aserranes, donde ella puede verle y decir: «Mira, mira qué cajita te estoy haciendo». Ya le he dicho yo que se vaya a cualquier otra parte. Ya le dije: «Pero, por Dios, ¿es posible que quieras verla ahí dentro?». Lo mismito que cuando era chico y ella le dijo que si tuviera abono intentaría cultivar unas flores, y él agarró la cesta del pan y se la trajo llena de estiércol de la cuadra.
       Y ahí se están todos, como buharros. Esperando. Abanicándose. Pues ya le he dicho: «¿Es que no vas a dejar de estarte sierra que te sierra y clava que te clava, sin dejar dormir a nadie?…». Y sus manos, puestas sobre la colcha como dos raíces de esas desenterradas, que tratas de lavarlas y nunca las ves limpias. Estoy viendo el abanico y el brazo de Dewey Dell. Ya le he dicho que cuándo la va a dejar sola. Y venga de serrar y de clavar y de remover el aire tan aprisa delante de su cara, que si estás cansado no puedes ni respirar, y esa condenada azuela diciendo: «Ya falta menos, ya falta menos, ya falta menos», para que todos los que pasan por el camino se paren y lo vean, y digan qué buen carpintero es Cash. Si hubiese dependido de mí cuando Cash se cayó de la iglesia aquella, y si hubiese dependido de mí cuando padre se accidentó con aquella carga de madera que le cayó encima, no estaría ocurriendo que cualquier hijo de zorra por estas tierras venga a mirarla descaradamente, pues si hay Dios, ¡para qué diablos existe! Estaríamos los dos solos, yo y ella en la picoreta de un cerro, y yo echaría a rodar las piedras cerro abajo contra sus mismísimas caras, y las subiría y las volvería a arrojar cerro abajo, las caras y los dientes y todo a la porra, hasta que ella estuviera tranquila y esa condenada azuela dejara de decir: «Ya falta menos, ya falta menos, ya falta menos», y ya nos quedaríamos tranquilos.


Darl

      Nos quedamos observando cómo da la vuelta a la esquina y sube los escalones. No nos mira.
       —¿Listos? —dice.
       —En cuanto enganches —le digo—. Espera.
       Se detiene; mira a padre. Vernon escupe, sin moverse. Escupe con digna y deliberada precisión sobre el polvo amontonado al pie del porche.
       Padre se estriega lentamente las manos en las rodillas. Tiene su mirada puesta más allá del morro del despeñadero, por encima del campo. Jewel le observa un momento; luego se va al balde y se echa otro trago.
       —Me molesta la indecisión, no puedo remediarlo —dice padre.
       —Esto va a suponer tres dólares —le digo.
       En la giba de padre, la camisa está un tanto descolorida. No hay ni una mancha de sudor en su camisa. Jamás le he visto una mancha de sudor en su camisa. Hace mucho, cuando tenía veintidós años, estuvo enfermo por trabajar al sol, y suele decir a la gente que, si sudase alguna vez, se moriría. Supongo que se lo cree.
       —Pero si ella no dura hasta que volváis… Se llevaría un disgusto —dice.
       Vernon escupe en el polvo. Probablemente lloverá mañana.
       —Cuenta con que sí —dice padre—. Quiere ponerse en marcha en seguida. —La conozco bien. La prometí que yo tendría la yunta aquí y todo listo, y cuenta con ello.
       —Pues de fijo necesitamos esos tres dólares —le digo.
       Se pone a mirar al campo y estriega sus manos en las rodillas. Desde que se le cayeron los dientes, cuando engulle, su boca se hunde con lentas repeticiones. Los cañones de la barba dan a su mandíbula inferior ese aspecto propio de los perros viejos.
       —Lo mejor sería que lo decidierais cuanto antes; así podríamos ir allá y traer una carga antes que oscurezca —digo.
       —Cállate, Darl. Madre no está tan enferma —me dice Jewel.
       —Cierto —dice Vernon—. Está más en sus cabales que hace una semana. A la hora que tú y Jewel volváis, ya se habrá levantado.
       —Eso tú lo sabrás —le dice Jewel—. Tú, que te has pasado el tiempo mirándola. Tú, y los tuyos.
       Vernon le mira. Los ojos de Jewel parecen madera clara en su cara, intensamente roja. Es un palmo más alto que todos nosotros; siempre lo fue. Les he dicho que por eso madre le castigaba y le pegaba siempre mucho. Porque llenaba más que ninguno la casa. Les he dicho que por eso le puso de nombre Jewel, joya.
       —Cállate, Jewel —le dice padre.
       Aunque parece no estar muy al tanto de la conversación. Tiene su mirada perdida en el horizonte, al tiempo que se estriega las rodillas.
       —Podías pedir prestado el carro de Vernon; luego iríamos en vuestra busca —le digo—. En el caso de que ella no nos espere.
       —Pero ¿quieres cerrar ya esa condenada boca? —me dice Jewel.
       —Ella quiere ir en el nuestro —dice padre.
       Se estriega las rodillas.
       —Nada me fastidiaría más.
       —Mira que estarse ahí echada, viendo cómo Cash se afana con esa maldita… —dice Jewel.
       Lo dice broncamente, salvajemente, sin pronunciar la palabra. Como un chiquillo en la oscuridad que quisiera darse ánimos y que, de pronto, enmudeciera, asustado de su propia voz.
       —Ella lo quiere así por la misma razón que quiere ir en el carro nuestro —dice padre—. Descansará más tranquila si sabe que está bien hecha, si es la suya. Siempre fue muy suya. Ya la conocéis.
       —Pues que se salga con la suya —dijo Jewel—. Pero ¿por qué diablos vais a esperar que sea la…?
       Y mira a la nuca de padre con sus ojos claros, como de madera.
       —Claro —dice Vernon—. Ella aguardará a que esté terminada. Aguardará a que todo esté listo, hasta que llegue su hora. Y tal como están ahora los caminos, no te supondrá mucho llevarla hasta la ciudad.
       —Se está preparando para llover. Está visto que no tengo suerte. Nunca la tuve —se estriega las manos en las rodillas—. Y todo por ese doctor de los demonios, que lo mismo llega a una hora que a otra. No puede avisarle hasta muy tarde. Si por acaso viniera mañana y le dijera a ella que la hora se acercaba, ella no esperaría. Perdería entonces la cabeza, y con nada del mundo se la tranquilizaría. Estaría impaciente por llegar al cementerio ese de los suyos, el de Jefferson, donde tantos de su misma sangre la esperan. La prometí que yo y los chicos la llevaríamos allá todo lo aprisa que las mulas caminen, de forma y manera que pueda descansar tranquila —se estriega las manos en las rodillas—. Nada me fastidiaría más.
       —Si no estuvieseis todos quemándoos la sangre por llevarla allá… —dice Jewel con esa áspera y salvaje voz suya—. Y Cash, todo el día al pie mismo de la ventana clavando y serrando esa…
       —Ella lo quiere así —dice padre—. Lo que pasa es que tú no le tienes ningún afecto. Nunca se lo has tenido. Nosotros no tenemos por qué agradecer nada a nadie —dice—, ni yo ni ella. Nunca hasta ahora hemos tenido que agradecer nada a nadie, y ella descansará más tranquila si es así, y si sabe que ha sido uno de su misma sangre el que ha serrado los tableros y ha clavado los clavos. Siempre ha sido de las que les gusta dejarlo todo bien recogido.
       —Esto va a suponer tres dólares —le digo—. ¿Quieres que vayamos o no? —padre se estriega las rodillas—. Estaremos de vuelta mañana, al ponerse el sol.
       —Bueno —dice padre.
       Mira el horizonte —tiene el pelo enmarañado—, mascando tabaco lentamente con sus encías.
       —Pues vámonos —dice Jewel.
       Baja los escalones. Vernon escupe limpiamente en el polvo.
       —Hasta que se ponga el sol, pues —dice padre— no quiero que la hagáis esperar.
       Jewel echa un vistazo atrás; luego da un rodeo a la casa. Entro en el zaguán. Antes de llegar a la puerta, oigo las voces. Volcándose un poco, cerro abajo, lo mismo que nuestra casa, una brisa sopla siempre por el misino zaguán hacia arriba. Una pluma que cayese junto a la entrada se levantaría e iría a rozar el techo, y retrocedería hasta alcanzar la corriente que gira, para descender luego hacia la puerta trasera. Lo mismo las voces. Cuando entras en el zaguán suenan como si estuvieran hablando en el aire que se cierne sobre tu cabeza.


Cora

      Fue la cosa más conmovedora que he presenciado jamás. Fue como si él supiera que nunca más volvería a verla, como si supiera que Anse Bundren le estaba apartando del lecho mortuorio de su madre, para que nunca más volviese a verla con vida. Siempre he dicho que Darl era diferente de todos ellos. Siempre he dicho que él es el único parecido a la madre, el único que le tenía algún afecto. No como ese Jewel, por quien tanto padeció ella al traerlo al mundo y al que ha criado entre sus faldas y tanto le ha consentido cuando él cogía una rabieta o se amurriaba, ideando diabluras para endemoniarla. Lo que es yo, yo le habría sacudido de cuando en cuando. No será él quien venga a decir adiós a su madre. No será él quien desperdicie la ocasión de sacarse esos tres dólares por dar a su madre el beso de despedida. Es un Bundren de pies a cabeza, que a nadie quiere, que no se preocupa más que de ganarse algo con el menor esfuerzo.
       Mister Tull dice que Darl les pidió que esperasen. Dijo que Darl casi les suplicó de rodillas que no le coligasen a dejar a su madre en tal estado. Pero por nada del mundo se perderían Anse y Jewel la ocasión de ganarse esos tres dólares. Nadie que conozca a Anse esperaría otra cosa; pero es inconcebible que ese muchacho, ese Jewel, venda todos esos años de abnegación y de la más completa predilección (lo que es a mí no me engañan; mister Tull dice que mistress Bundren quería a Jewel menos que a ninguno; pero yo estoy al cabo de la calle; yo sé que ella sentía debilidad por él, porque veía en él lo mismo que le hacía soportar a Anse Bundren cuando mister Tull decía que ella debería envenenarle) por tres dólares y niegue a su madre moribunda el beso de adiós.
       Pues… durante las tres últimas semanas he estado viniendo siempre que he podido, viniendo a veces cuando no debiera, abandonando incluso a los míos y mis deberes, para que tuviera la compañía de alguien en sus últimos momentos, y no fuera a enfrentarse con lo desconocido sin un rostro familiar a su lado que le diera valor. Y no es que yo quiera que se me agradezca; espero que un día hagan lo mismo conmigo. Pues, a Dios gracias, entonces, veré a mi lado las caras de los míos, a quienes tanto quiero, y que son de mi propia sangre, pues, gracias a mi marido y a mis hijos, he sido más dichosa que otros, por muchas pruebas que haya habido que atravesar.
       Vivía ella sola, a solas con su orgullo, tratando de hacer creer a la gente otra cosa, ocultando que a todo lo que llegaban los suyos era a soportarla, pues aún no se había enfriado en el ataúd, y ya llevaban recorridas cuarenta millas para enterrarla, con menosprecio de la voluntad de Dios, negándose a que ella descansara en la misma tierra que esos Bundrens.
       —Pero ella lo ha querido —me dijo mister Tull—. Era su deseo descansar entre los suyos.
       —Y entonces, ¿por qué no se fue en vida? —le dije—. Pues porque ninguno de ellos se lo habría impedido, ni siquiera el pequeño, lo suficientemente viejo ya para ser tan egoísta y duro de corazón como los otros.
       —Fue por deseo suyo —me dijo mister Tull—. Yo se lo oí decir a Anse.
       —Y tú creerías a Anse, naturalmente —le dije—. Él es como quisieras ser tú. No me digas.
       —¿Y por qué no he de creerle una cosa en que no le va nada en decirla? —me dijo mister Tull.
       —No me digas —le dije—. El puesto de una mujer está al lado de su marido y de sus hijos, viva o muerta.
       —Bueno; no todos somos iguales —me dijo.
       Ojalá sea así.
       He tratado de vivir rectamente ante Dios y ante los hombres, para honrar y confortar a mi cristiano marido y por amor y respeto de mis cristianos hijos. De forma y manera que cuando deje esta vida, consciente de mi deber y del pago que merezco, estaré rodeada de rostros queridos, llevándome como recompensa el beso de despedida de todos los míos, de todos los que amo. No como Addie Bundren, muriendo abandonada, escondiendo su orgullo y su corazón destrozado. Contenta de dejar la vida. Yaciendo ahí, con la cabeza en alto, para poder ver a Cash construir el ataúd, sin quitarle ojo para que no chapucee; en compañía de esos hombres que no se preocupan de nada, excepto de si tendrán tiempo de ganarse otros tres dólares antes que empiece a llover, antes que el río vaya demasiado crecido para pasarlo. Si ellos no se hubiesen determinado a hacer esa última carga, la habrían cargado a ella en el carro, sobre una colcha, y entonces habrían pasado el río y luego se habrían detenido para dar tiempo a que muriese de muerte tan cristiana como cabe esperar en ellos.
       Excepto Darl. Fue la cosa más conmovedora que haya presenciado jamás. A veces, durante cierto tiempo, pierdo por completo la fe en la naturaleza humana; me asalta la duda. Pero Dios Nuestro Señor siempre acaba por devolverme la fe y mostrarme su bondadoso amor a las criaturas. Mas no por Jewel, al que tanto ha querido ella; por él, no. Lo que es él, solo pensaba en esos tres dólares. Fue por Darl, de quien todos dicen que es un raro, un perezoso, que anda siempre haraganeando por ahí, ni más ni menos que Anse; al contrario que Cash, tan buen carpintero, atareado más de lo que puede, y que Jewel, siempre ocupado en algo que le proporcione algunas perras o dando que hablar, y que esa chica, casi en cueros, que siempre está encima de Addie con un abanico, de forma y manera que, si alguien trata de hablarla o darle ánimos, ha de responder ella a toda prisa, como si tratase de impedir a todos que se le acerquen para nada.
       Fue por Darl. Vino hasta la puerta, y se quedó allí, mirando a su moribunda madre. No hizo más que mirarla, y yo sentí renacer en mí el bondadoso amor de Dios Nuestro Señor y su gran misericordia. Yo vi que con Jewel ella no hacía más que aparentar, mientras que lo había entre ella y Darl era comprensión y verdadero amor. No hizo más que mirarla, sin ni siquiera acercarse a donde ella pudiera verle para que no se sobresaltara, pues sabía que Anse le estaba aguardando y que nunca más volvería a verla. No dijo nada; tan solo estuvo mirándola.
       —¿Qué es lo que quieres, Darl? —dijo Dewey Dell, sin parar de abanicar, en voz alta, de prisa, sin permitir que se acercara.
       No respondió. No hizo más que quedarse en pie y mirar a su madre moribunda. En su corazón no cabían palabras.


Dewey Dell

      La primera vez que yo y Lafe recogíamos juntos copos de algodón, liño adelante. Padre no quiere sudar, pues la enfermedad se lo llevaría, a él y a todo el que venga a ayudamos. Y a Jewel no le importa nada, ni tan siquiera su familia: no parece ser de ella. Y Cash, sierra que sierra, en tablones como quien dice, los días largos, cálidos, tristes y amarillentos, para clavarios en algo. Y padre se piensa que los vecinos se conducirán siempre lo mismo, pues siempre se ha sentido demasiado propicio a consentirlos que trabajen por él para que se haya dado cuenta de nada. Ni creo que Darl se haya dado cuenta tampoco, pues está sentado a la mesa, con la mirada perdida más allá de la cena y de la lámpara, con los ojos llenos del campo que se saca del cráneo, con las órbitas henchidas de lejanía.
       Recogíamos juntos los copos de algodón, liño adelante, los árboles cada vez más cercanos y más cercana la sombra secreta y recogíamos copos camino de la sombra secreta, yo con mi talega y Lafe con la suya.
       Pues me dije: «Puede que yo lo haga o que no, cuando la talega esté medio llena», pues me dijo que si la talega está llena cuando lleguemos a los árboles, no habrá sido por mí. Me dije que si no está de Dios que yo lo haga, la talega no se llenará, y volveré por el liño de al lado; pero si la talega está llena, no podré remediarlo. Será que yo tenía que hacerlo, y que no podía remediarlo. Y recogíamos los copos de algodón, camino de la sombra secreta, y nuestros ojos se hundían los unos en los del otro, al tocarse mis manos y sus manos, y yo sin decir nada. Yo dije: «¿Qué estás haciendo?». Y él dijo: «Estoy echando los copos en tu talega». Y de esta manera estuvo llena cuando llegamos al final del liño, y yo no pude remediarlo.
       Y así ocurrió que yo no pude remediarlo. Ocurrió entonces, y entonces yo vi a Darl y vi que se había dado cuenta. Dijo que lo sabía sin decir palabra, igual que si dijera que madre se estaba muriendo: sin decir palabra; y supe que él lo sabía, porque si él lo hubiera dicho con palabras, yo no me hubiera creído que él había estado allí ni que nos viera. Pero él dijo que lo sabía, y yo dije: «¿Es que vas a contárselo a padre, es que quieres matarle?». Sin decir palabras lo dije, y él dijo: «¿Por qué?», sin decir palabra. Y por eso puedo hablarle, pues le conozco y le odio, porque él lo sabe.
       Está en la puerta, mirándola.
       —¿Qué es lo que quieres, Darl? —digo.
       —Se está muriendo —dice—. Y esa vieja zopilote de Tull viene a verla morir; pero yo me las entenderé con ellos.
       —¿Cuándo va a morirse? —le digo.
       —Antes que volvamos —dice él.
       —Entonces, ¿por qué te llevas a Jewel? —le digo.
       —Le necesito para que me ayude a cargar.



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