William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)
Música negra (1934)
(“Black Music”)
Originalmente publicado en Doctor Martino and Other Stories
(Nueva York: Harrison Smith & Robert Haas, 1934, 371 págs.);
Collected Stories
(Nueva York: Random House, 1950, 900 págs.)
I
Esto que sigue es cosa de Wilfred Midgleston, favorito de la fortuna, elegido por los dioses. A lo largo de cincuenta y seis años, un mero espesamiento de las antiguas y bravuconas compulsiones y circunscripciones de los relojes y las campanas, tan sobradas de redaños, se encontró por la vida, cuando iba de paseo, con la viva estampa de un individuo, un paseante de corta estatura, cabreadizo, anodino, al que ni hombre ni mujer se volvió jamás a mirar dos veces, reflejado en los monótonos escaparates de las calles monótonas y duras. Y entonces refulgió en lo más alto del firmamento, en lo insondable, su apoteosis, que para él cuando menos no fue breve, sobre su tierra perdida, como la del Elías de antaño.
Me lo encontré en Rincón, una localidad que no es grande; es más pequeña incluso que un petrolero de espaldar bamboleante, de los que descuellan sobre los muelles de acero de la Universal Oil Company, más largo en toda su eslora que una calle jalonada por las viviendas y las palmeras, empedrada de polvo, cuajada de huellas de pies planos, allí donde cae la violencia de la sombra en pleno día y la violencia de las estrellas grandes en plena noche.
—Vino de Estados Unidos —me dijeron—. Lleva aquí veinticinco años. No ha cambiado en absoluto desde el día en que llegó, quitando que la ropa que traía se le ha caído a trozos de puro vieja, y que no habrá aprendido más de diez palabras en español —sólo por eso se notaba que era viejo, porque iba tirando a trancas y barrancas: prácticamente no había aprendido una sola palabra de la lengua que hablaban las personas con las que llevaba veinticinco años de convivencia, entre las que daba la impresión de que se había propuesto hallar la muerte y tener entierro. Daba la impresión: no tenía oficio ni beneficio, era un hombre mansurrón, sin remedio, que parecía un contable de los que aparecen en las fábulas satíricas de George Ade, aunque vestido como iría un mendigo a una reunión social de buen tono en una iglesia presbiteriana y en torno a 1890, y además parecía bastante contento.
Bastante contento y bastante pobre, dicho sea de paso.
—O es pobre de solemnidad o da el pego de maravilla. Pero ahora no hay quien le toque un pelo de la ropa. Eso se lo dijimos hace mucho, mucho tiempo, cuando vino por aquí. Anda, le dijimos, ¿por qué no te dedicas a lo tuyo y te lo gastas como quieras y lo disfrutas como se merece? Seguramente de todo eso ya se habrán olvidado a estas alturas. Y es que si yo me tomara la molestia y asumiera el riesgo del robo, y luego afrontara la adversidad de tener que pasar el resto de mis días en un agujero inmundo como éste, con toda seguridad disfrutaría bien a gusto de aquello que me había tomado la molestia de apropiarme.
—¿Disfrutar de qué? —dije yo.
—De la pasta. De la pasta que robó, que por eso tuvo que venir a dar aquí con sus huesos. Si no, ¿por qué cree que iba a haber venido, y encima a quedarse veinticinco años? ¿Sólo por ver el paisaje?
—Pues no es que actúe como si fuera muy rico. No lo parece —dije.
—Eso es de cajón. Pero un tipo como ése, con esa cara… No creo ni que tuviera el seso suficiente para robar con bien. Ni creo que tuviera el seso suficiente para conservar el producto del robo. Supongo que tiene usted razón. Creo que lo único que sacó en claro fue el darse a la fuga y el cargar con la culpa. Eso sí, alguien que vive en el sitio del que huyó se está pegando la gran vida y además va a cantar dos veces por semana al coro de la iglesia.
—¿Es eso lo que sucede? —pregunté.
—Se lo digo yo que sí. Algún cabronazo, demasiado rico para poder permitirse el lujo de que lo pillen robando, se echa atrás y deja que ese pobre idiota le saque las castañas del fuego, un pobre idiota que ni siquiera en toda su vida había visto dos mil quinientos dólares juntos. Dos mil quinientos parecen una cantidad desmedida cuando es otro quien los tiene, pero cuando uno tiene que salir por piernas de la noche a la mañana y emprender una huida a lo largo de mil millas, corriendo con todos los gastos, ¿cuánto le parece a usted que pueden durar dos mil quinientos dólares?
—¿Cuánto le duraron? —pregunté.
—Unos dos años, por Dios se lo digo. Y luego ahí resulta que yo… —calló. Me miró fijamente, malencarado y eso que yo había pagado el café y el pan que estaba sobre la mesa, entre los dos. Me fulminó con la mirada—. ¿Usted quién se cree que es, a todo esto? ¿William J. Burns?[1]
—No lo creo. No tenía intención de ofenderle. Sólo tenía curiosidad por saber cuánto tiempo le duraron los dichosos dos mil quinientos dólares.
—¿Y quién ha dicho que tuviera dos mil quinientos dólares? Yo sólo he puesto un ejemplo. Nunca llegó a tener nada, ni siquiera dos mil quinientos centavos. Y, si es que los tuvo, los escondió, y aquí se ha quedado desde entonces. Vino aquí a gorronearnos a nosotros, los blancos, y cuando se hartó de dar la lata le dio por gorronearles también a los nativos. Y un blanco ha tenido que caer muy bajo cuando es tan picajoso en sus tratos con los demás que prefiere vivir entre los indígenas antes de desenterrar sus dineros y vivir como un blanco decente.
—Es posible que nunca llegase a robar nada —dije.
—¿Y entonces qué demonios está haciendo aquí?
—Yo también estoy aquí.
—No sé yo si no se habrá dado usted a la fuga…
—Así es —dije—. No lo sabe.
—Pues claro que no, porque eso será asunto tuyo. Cada cual tiene sus propias cosas, sus asuntos privados, y eso no hay quien lo respete tan a rajatabla como yo. Lo que sí sé es que un hombre blanco tiene que tener razones de mucho peso… A lo mejor ahora ya no las tiene. Pero a mí no me venga con el cuento de que un blanco es capaz de venirse a vivir y a morir aquí si no tiene razones de mucho peso.
—¿Y piensa usted que el robo de un dinero es la única razón posible?
Me miró asqueado, con desprecio.
—¿Se ha traído un ama de cría con usted? Pues más le valdría, al menos hasta que entienda lo suficiente de la naturaleza de los hombres y pueda viajar solo. Y es que la naturaleza de los hombres, igual me da quién sea, igual me da que cante en el coro de la iglesia, lleva a los hombres a robar siempre y cuando piensen que pueden salirse con la suya. Si eso aún no lo ha entendido, más le vale volver por donde ha venido y quedarse en casita, donde los suyos puedan cuidar de usted.
Pero en ese momento había visto a Midgleston, que estaba al otro lado de la calle. Se había parado junto a un grupillo de niños desnudos que jugaban en medio de la polvareda, a la sombra: un hombre menudo, cabreadizo, con unos pantalones de dril bastante sucios, que además no estaban hechos para él.
—Sea lo que fuere —dije—, no parece preocuparle.
—Ah. Es él. Ni siquiera tiene seso suficiente para saber cuándo no tiene necesidad de preocuparse de nada.
Bastante contento y bastante pobre. Por fin le llegó el turno de compartir el café y el pan conmigo. No, eso no es así. Por fin logré escabullirme del resto de sus compatriotas venidos a menos, como era el caso de mi primer informante: hombres desaliñados, sucios, por lo común sin afeitar, que eran inevitables en las cantinas y en los cafés, bocazas, violentos, empeñados en mantener la superioridad de la raza blanca y su propio concepto de la injusticia y de la ofensa entre los dientes blancos, los rostros serios, oscuros, corteses, fatales, especulativos y extranjeros, y por fin invité a Midgleston a desayunar conmigo. Tuve que invitarle y tuve que insistir. Se presentó a la hora convenida con los mismos pantalones sucios, aunque con una camisa blanca, enterita, planchada, y vino además afeitado. Aceptó la invitación sin servilismo, sin desconfianza, sin avidez. Pero cuando levantó el tazón, que no tenía asa, vi que las manos le temblaban tanto que tardó bastante en llevársela a los labios. Vio que estaba observando el temblor de sus manos y me miró a la cara por vez primera y vi que sus ojos eran los ojos de un anciano.
—No he comido apenas nada en un día o algo más —dijo con un residuo de excusa por su torpeza.
—¿Quiere decir que no ha comido nada en dos días? —le dije.
—Este clima tan caluroso… No es mucho lo que se necesita. Uno se siente mejor cuando no come demasiado. Eso fue lo más engorroso cuando llegué. Antes, en mi tierra, siempre tuve un buen diente.
—Ah —dije. Ordené entonces que nos trajeran algo de carne a pesar de sus protestas. Pero se zampó el desayuno, se lo zampó enterito.
—Usted mire qué pinta tengo —dijo—. No he desayunado tanto como hoy desde hace veinticinco años. Pero cuando uno se las va apañando, es difícil abandonar los viejos hábitos. No, señor. Desde que me marché de mi tierra nunca había desayunado tanto como hoy.
—¿Tiene planes de regresar a su tierra? —le pregunté.
—Me temo que no, no. Aquí me encuentro bien. Puedo vivir con poca cosa, con sencillez, sin que se me amontone nada. Soy mi propio jefe durante todo el día; antes era delineante en el estudio de un arquitecto. No. No creo que vaya a regresar —me miró. Su rostro demostraba una gran atención; estaba vigilante incluso, como un niño a punto de contar algo, a punto de delatarse—. No adivinaría usted dónde duermo ni siquiera en cien años.
—No. No cuento con adivinarlo. Dígame, ¿dónde duerme?
—En un desván, encima de una cantina que hay por allá. El edificio es propiedad de la Compañía, y la señora Widrington, la esposa del señor, Widrington, el gerente, me permite dormir en el desván. Está bastante alto, es silencioso, sólo hay alguna rata de vez en cuando. Allí donde fueres, ya se sabe, haz lo que vieres. Sólo que esto no es precisamente Roma; más bien Villaconejos. Pero tampoco es eso —me miró—. No lo adivinaría jamás.
—No —dije—. No lo adivinaría jamás.
Me miró.
—Me refiero a la cama que ocupo.
—¿La cama que ocupa?
—Ya se lo he dicho: no lo adivinaría jamás.
—No —le dije—. No pienso intentarlo.
—La cama que ocupo es un rollo de papel encerado, del que se emplea para reforzar los techos.
—¿Un rollo de qué?
—De papel encerado, del que se emplea para reforzar los techos —lo dijo con el rostro iluminado, pacífico; lo dijo con voz sosegada, rebosante de contento y de tranquilidad—. A la noche lo desenrollo y me acuesto, y a la mañana siguiente lo enrollo y lo dejo apoyado en el rincón. Así tengo el cuarto limpio durante todo el día. ¿No le parece una idea estupenda? Nada de sábanas, no hay que hacer la colada, nada de nada. Enrollo la cama entera como si fuese un paraguas y me la llevo bajo el brazo cuando me apetece ir con la música a otra parte.
—Vaya —dije—. ¿Así que no tiene familia?
—No. Conmigo, no. No.
—Entonces, ¿tiene familia allá en su tierra?
Estaba muy reposado. No fingió que le ocupara nada de lo que había en la mesa. Tampoco puso los ojos en blanco, aunque meditó pacíficamente unos momentos.
—Sí. En mi tierra tengo esposa. Es probable que este clima no le sentara nada bien. Esto no le iba a gustar. Pero está estupendamente. Nunca he dejado de pagar las cuotas del seguro; he pagado bastante más de lo que supondrá usted que sería capaz de ahorrar un delineante de arquitecto con un salario de setenta y cinco dólares a la semana. Si le dijera la cantidad exacta le sorprendería. Ella me ha ayudado a ahorrar; es una buena mujer. Así que eso es lo que le queda. Se lo ha ganado, el mérito es suyo. Además, a mí el dinero no me hace falta.
—Entonces no tiene planes de regresar a su tierra.
—No —repuso. Se me quedó mirando; de nuevo puso una expresión parecida a la de un niño que está a punto de delatarse—. Dese cuenta, algo he hecho.
—Ah. Entiendo.
Habló entonces en voz baja:
—No es lo que usted piensa. No es lo que los otros —movió el mentón en un breve gesto con el que abarcó a los demás— piensan. Nunca he robado ningún dinero. Siempre se lo dije a Martha, que es mi esposa. «Verá usted, señora Midgleston: el dinero se gana tan fácil que no vale la pena arriesgarse, ni tomarse la molestia de robarlo. Basta con que uno trabaje. ¿Hemos sufrido alguna vez por ello?», le dije. «Desde luego, no vivimos como viven algunos. Pero es que unos han nacido para una cosa y otros para otra. Y el que ha nacido para ser un renacuajo lo pasará mal cuando se empeñe en ser salmón. Como mucho, será sanguijuela.» Eso es lo que le decía yo. Y ella ha cumplido con su parte y nos llevamos muy bien; si le dijera a cuánto asciende la póliza de mi seguro se iba a sorprender. No; ella no ha tenido que sufrir por ello. Ni lo piense.
—No —dije.
—Pero… algo he hecho. Sí, señor.
—¿Algo ha hecho? ¿Y no lo puede contar?
—Algo. Algo que no correspondería hacer si uno tuviera el sino de un simple mortal.
—¿Qué es lo que ha hecho?
Me miró.
—No me da ningún miedo contárselo. Nunca me ha dado ningún miedo contarlo. Lo que pasa es que estos tipos —volvió a sacudir levemente el mentón— nunca lo hubiesen entendido. Ni siquiera se habrían enterado de qué estaba hablando. Pero usted sí lo entenderá. Usted sí —me miró a la cara—. Hubo una época de mi vida en que fui un farno.
—¿Un farno?
—Un farno. ¿No se acuerda de los libros antiguos, en los que aparecían bebiendo vino tinto? ¿No se acuerda de que algunas veces los senadores de la Antigua Roma y de la Antigua Grecia decidían arrancar un viñedo, o talar un bosque de los que usaban los dioses? En él construían residencias de verano para correrse sus buenas juergas allí donde no los oyese la policía, y entonces los dioses tampoco los oían, aunque a los dioses no les iba a hacer ninguna gracia que se casaran con mujeres que iban corriendo por ahí en pelota picada, y por eso el dios de los bosques, que se llamaba…
—Pan —dije.
—Eso es, Pan. Era el que mandaba a esas criaturas que eran mitad hombre y mitad cabra para meterles miedo.
—Ah —dije—. Entiendo: un fauno.
—Eso es. Un farno. Eso es lo que fui en otra época de mi vida. Me educaron en la religión; nunca he consumido tabaco ni licores; ahora mismo no creo que termine por ir al infierno. Claro que la Biblia dice que aquellos hombrecillos eran seres mitológicos. Pero yo sé bien que no es así, y por eso he estado y estoy un tanto aislado del sino que ha de correr un simple mortal. Porque hubo un día, en otra época de mi vida, en el que fui un farno.
II
En el estudio en el que Midgleston había trabajado de delineante se hablaba mucho del lugar en sí y de los incomparables planes que para el lugar albergaba la señora Van Dyming a la vez que manufacturaban los proyectos correspondientes, los planos y esbozos. El terreno constaba de un prado, una loma con orientación sur, en la que crecían las vides, y un trecho de bosque.
—Una muy buena tierra, decían. Pero nadie quería vivir en ella.
—¿Y por qué no? —dije.
—Porque allí pasaban cosas. Se contaba que mucho tiempo atrás un hombre venido de Nueva Inglaterra se asentó en aquel paraje y plantó las vides para comercializar las uvas. Iba a hacer jalea, o algo así. La cosecha fue buena, pero cuando llegó la hora de la vendimia no pudo recoger la uva.
—¿Por qué no la pudo recoger?
—Porque se había roto una pierna. Tenía unas cuantas cabras y un carnero que no lograba mantener fuera del viñedo. Lo intentó de mil maneras, pero le fue imposible impedir que el carnero entrase en el viñedo. Y cuando el hombre fue al viñedo a recoger las uvas para preparar los tarros de jalea, el carnero arremetió contra él, lo embistió y se rompió una pierna. Así que a la primavera siguiente se marchó el hombre que había venido de Nueva Inglaterra.
»Y aún hablaban de otro hombre, de un italiano que vivía por la otra linde del bosque. Recolectaba las uvas y hacía vino con ellas, y le fueron bien las cosas vendiendo el vino. Pasado un tiempo las cosas le iban realmente tan bien que tenía más clientes que vino para suministrar. Por eso, cuando empezó a rebajar el vino y a adulterarlo con agua y alcohol, se fue haciendo rico de verdad. Al principio se servía de un caballo y una carreta para llevarse las uvas por un camino particular que atravesaba el bosque, pero al hacerse rico se compró un camión, y aún adulteró el vino un poco más que antes, y se hizo aún más rico y se compró un camión mayor. Y una noche cayó una tormenta cuando estaba fuera de su casa, recogiendo las uvas, y esa noche no llegó a casa. A la mañana siguiente lo encontró su mujer. El camión había patinado, se había salido de la carretera y había volcado. El italiano estaba muerto debajo del vehículo.
—No entiendo yo por qué todo eso ha dado mala fama al lugar —dije.
—Muy bien, como quiera. Yo me limito a contarle lo que sé. Los campesinos de los alrededores no pensaban igual que usted. Puede ser que fuese porque sólo eran eso, simples campesinos. De todos modos, ninguno estaba dispuesto a vivir en aquel paraje, y por eso el señor Van Dyming compró el terreno que ni regalado. Para la señora Van Dyming. Un regalo, un juguete. Antes incluso de que terminásemos de trazar los planos, la señora se marchaba en un tren especial con muchas de sus amistades sólo por echar un vistazo al terreno, y eso que entonces no había ni una cabaña construida, y la hierba del prado crecía hasta la estatura de un hombre, y la loma de las viñas estaba descuidada, las viñas todas enmarañadas. Sin embargo, allá que se iba y se plantaba con los demás ricachones de Park Avenue, para explicarles que allí se podría construir la casa comunal, que se iba a hacer de tal manera que recordase al Coliseo, y más allá el garaje de la comunidad, que se iba a hacer de tal manera que recordase a la Acrópolis, y que todas las viñas serían arrancadas de cuajo para aterrazar la loma y crear un teatro al aire libre, donde todos ellos podrían actuar en las obras teatrales de todos los demás. Y les contaba que en el prado habría un lago donde se podrían remolcar de una orilla a otra una galera romana por medio de un motor de gasoil, y en la galera habría colchonetas y demás para tenderse a la bartola mientras almorzaban.
—¿Y qué decía el señor Van Dyming de todo eso?
—No creo que dijera gran cosa. Se había casado con ella, ya lo entenderá. Una vez va y dice: «Oye, Mattie», y ella se da la vuelta en redondo, en medio del estudio del arquitecto, delante de todos, y le suelta: «Ni se te ocurra llamarme Mattie». Él se quedó callado un rato, pero luego dijo: «No ha nacido ella en Park Avenue. Ni tampoco en Westchester. Ella ha nacido en Poughkeepsie. Su apellido de soltera es Lumpkin».
»Pero nadie lo diría al verla. Cuando salía su foto en el periódico, con todos los diamantes que le había regalado Van Dyming, no se decía que la señora de Carleton Van Dyming había sido, de soltera, la señorita Mathilda Lumpkin, natural de una localidad de clase obrera como Poughkeepsie. No, señor. Eso no se atrevían a decírselo a la cara ni los periódicos. Y supongo que el señor Van Dyming tampoco se lo había dicho nunca, sólo que aquel día en el estudio se le olvidó. Por eso, va ella y le suelta: “Ni se te ocurra llamarme Mattie”. Y él se tuvo que callar y quedarse quieto, acoquinado. Se parecía más o menos a mí, según se decía. Y se quedó golpeando uno de sus cigarrillos carísimos contra el guante, con una cara que parecía que hubiera pensado en sonreír un poco, aunque enseguida se diese cuenta de que tampoco le iba a servir de nada.
»Primero se construyó la casa. Estaba muy bien; el señor Van Dyming había hecho los planos. Supongo que quizás esa vez llegó a decir algo más, que no sólo la llamó Mattie. Y supongo que aquella vez a la señora Van Dyming no se le ocurrió soltarle a la cara ese “Ni se te ocurra llamarme Mattie”. A lo mejor él le prometió que no iba a interferir en todo lo demás. De todos modos, la casa estaba realmente muy bien. Estaba en la loma, cerca de la linde del bosque. Estaba hecha de troncos. Pero tampoco es que fuera muy de troncos. Quedaba muy bien en el paraje, encajaba con toda naturalidad. Con troncos donde había que poner troncos, y buen ladrillo de ciudad y planchas de madera allí donde no había que poner troncos. Estaba en su sitio, encajaba de maravilla, estaba realmente muy bien. No se trataba de que nadie se enojase, no sé si me explico.
—Sí, creo que ya entiendo lo que quiere decir.
—Pero en todo lo demás él no interfirió; la dejó hacer con su Acrópolis y todo lo demás —me miró con gran atención—. A veces pensaba yo que…
—¿Qué? ¿Qué dice que pensaba?
—Ya le he dicho que él y yo éramos de la misma talla, que nos parecíamos bastante —me miró—. Como si hubiésemos podido hablar de tú a tú a pesar de toda su ropa cara y su lujo de Park Avenue, a pesar de sus bancos y sus ferrocarriles, a pesar de ser yo un delineante con un salario de setenta y cinco dólares a la semana, que vivía en Brooklyn y que ya tampoco era joven. Como si en cualquier momento le hubiera podido decir lo que se me pasara por la cabeza, y él me hubiera podido decir a las claras lo que pensaba, y como si nos hubiéramos podido entender perfectamente. Por eso a veces me daba por pensar… —me miró con atención, pero no como si estuviera dando palos de ciego—. A veces los hombres son más sensatos que las mujeres. Saben qué es lo que hay que dejar en paz, y las mujeres no siempre saben cuándo es hora de olvidarse de algo y dejarlo estar. Para eso no hace falta ser religioso en el buen sentido ni religioso en el mal sentido. Ni siquiera hace falta ser religioso —me miró con atención. Al cabo de unos instantes habló en tono tajante, resuelto, irrevocable—. Esto le va a parecer una solemne tontería.
—No. Claro que no. No, ni mucho menos.
Me miró un momento y luego apartó la mirada.
—No. Le parecerá una tontería. Pero tómese su tiempo.
—No, no. Le aseguro que no, se lo juro. Quiero que me lo cuente. No soy yo uno de esos que creen que todo el mundo ya lo sabe todo —me miró—. Nos ha costado un millón de años hacer que las cosas sean como son —le dije—. Y un hombre se puede hacer y se puede agotar y puede acabar enterrado en menos de setenta años. ¿Cómo va a esperar nadie que un hombre sepa siquiera lo suficiente para dudar de todo?
—Eso es verdad —dijo—. Eso es muy verdad.
—¿Y qué era lo que a veces le daba por pensar?
—A veces me daba por pensar que de no haber sido por mí se habrían servido de él. Se habrían servido del señor Van Dyming tal como se sirvieron de mí.
—¿Quiénes? —nos miramos uno al otro, muy serios, muy callados.
—Sí, hombre. Los mismos que se sirvieron del carnero con aquel que vino de Nueva Inglaterra y de la tormenta con el italiano.
—Ah. Habrían utilizado al señor Van Dyming en su lugar… si no hubiera estado usted presente. ¿Y cómo lo utilizaron?
—Eso es lo que le voy a contar. Le voy a contar cómo me eligieron y cómo se sirvieron de mí. No sabía yo que me habían elegido. Pero me eligieron para hacer algo que está más allá del sino que ha de correr un simple mortal. Fue el día en que el señor Carter (que era el jefe, el arquitecto) recibió del señor Van Dyming un mensaje para que se diera prisa. Creo que ya le he contado que la casa estaba terminada, y habían ido muchos de sus amigotes para ver los trabajos de los obreros, que ya habían empezado la construcción del Coliseo y de la Acrópolis. Llegó entonces el mensaje para que se acelerasen los planos y las obras. Ella quería ante todo los planos del teatro, el que se había de construir en la ladera en la que crecían las vides. Era lo que quería que se construyese primero, para que luego sus acompañantes se pudieran instalar a contemplar la construcción de la Acrópolis y el Coliseo. Ya había dado la orden de que se arrancasen de raíz todas las viñas, y el señor Carter puso entonces los planos del teatro en una cartera y me dio libre el fin de semana para que se los llevara en mano.
—¿Dónde estaba ese lugar?
—No lo sé. Estaba en los montes, en los montes apacibles en los que nunca han vivido demasiadas personas. Se respiraba una especie de aire verde, y gélido, y soplaba el viento. Cuando soplaba entre los pinos sonaba como un órgano, sólo que era un sonido no tan domesticado como el de un órgano. Ni domesticado ni manso; sonaba asilvestrado. Pero no sé del todo bien dónde estaba. El señor Carter tenía el billete listo, y me dijo que alguien saldría a recibirme cuando llegara a la estación de ferrocarril.
»Así que llamé por teléfono a Martha y fui a casa a preparar mis cosas para el viaje. Cuando llegué, mi mujer tenía mi mejor traje recién planchado, el de los domingos, y mis zapatos bien lustrados. No me pareció que fuera lo más sensato, puesto que mi intención era sólo llevar los planos y volver. Pero Martha me dijo que yo ya le había dicho qué clase de personas me iba a encontrar allí. “Y tienes que estar tan elegante como el que más”, me dijo. “Porque todos ellos son ricos y salen en los periódicos, pero tú vales lo mismo que cualquiera de ellos.” Fue lo último que me dijo antes de montar en el tren, con mi mejor traje y la carpeta de los planos: “Tú vales lo mismo que cualquiera de ellos, por más que salgan en los periódicos”. Y así empezó la cosa.
—¿Qué fue lo que empezó? ¿El viaje? ¿El tren se puso en marcha?
—No. El tren llevaba en marcha un buen rato; ya estábamos en el campo. Yo aún no sabía que me habían elegido. Iba sentado cómodamente en el tren, con la carpeta encima de las rodillas, donde no la perdiera de vista. Cuando fui al coche restaurante a tomar un vaso de agua no sabía que me habían elegido a mí. Me llevé la carpeta y estaba allí de pie, mirando por la ventana y bebiendo despacio en un vasito de papel. Había un ribazo junto al cual corría el tren, y una valla blanca que lo cercaba, y del otro lado de la valla vi algunos animales, pero el tren circulaba a demasiada velocidad, y no pude ver qué clase de animales eran.
»Me volví a llenar el vaso de papel y estaba bebiendo a sorbos, mirando el ribazo y la valla y los animales que estaban del otro lado del cercado, cuando de golpe y porrazo me sentí como si me hubieran arrancado de la tierra. Veía el ribazo y veía la cerca, pero los vi dar vueltas a lo lejos. Y fue entonces cuando la vi. Y nada más verla fue como si me hubiese reventado dentro de la cabeza. ¿Sabe qué fue lo que vi?
—¿Qué fue lo que vio?
Me miró.
—Vi una cara. Una cara en el aire, que me estaba mirando por encima de la valla blanca, en lo alto del ribazo. No era la cara de un hombre, porque tenía cuernos, y no era la cara de una cabra, porque tenía barba y me miraba con ojos como los de un hombre, y tenía la boca abierta como si me dijese algo cuando reventó dentro de mi cabeza.
—Sí. ¿Y entonces…? ¿Qué hizo después?
—Usted se está diciendo: «Éste vio una cabra del otro lado de la valla». Ya lo sé. Pero yo no le he pedido que lo crea, téngalo bien presente. Y es que hace veinticinco años que no me tomo la molestia de que la gente me crea o no. A mí con eso me basta. Y supongo que eso es todo lo que importa.
—Sí —le dije—. ¿Qué hizo después?
—Me encontré tendido, con la cara empapada y la boca y el gaznate como si los tuviera en llamas. El hombre retiraba en ese momento la botella de mi boca (allí había dos hombres, el revisor y el mozo de cuerda) e intenté sentarme. «En esa botella hay whiskey», dije.
»“Pues claro que no, caballero”, dijo el hombre. “Sabe usted de sobra que no le daría yo una gota de whiskey a un hombre como usted. Sólo con verle está bien claro que usted no se ha tomado una copa en toda su vida. ¿Sí o no? Diga, diga.” Le dije que no. “Pues claro que no”, me dijo. “Por la manera en que se cayó con esa curva está clarísimo que es usted de la Asociación de Damas Abstemias. De todos modos, se ha llevado un buen golpetazo en la cabeza. ¿Qué tal se encuentra ahora? Tenga, tome otro sorbo de este reconstituyente.”
»“Me parece que eso es whiskey”, dije.
—¿Y era whiskey?
—No lo sé. Lo he olvidado. A lo mejor entonces sí lo supe. A lo mejor supe qué era cuando me tomé otra dosis. Pero eso es lo de menos, porque entonces la cosa ya había empezado.
—¿Había empezado por efecto del whiskey?
—No. Aquello era mucho más fuerte que el whiskey. Como si fuese aquello lo que bebía de la botella, aquello, y no yo. Y es que los hombres sostuvieron la botella en alto y uno dijo: «Pues, la verdad, se lo bebe usted como si no fuera whiskey. Pero seguro que enseguida sabrá si es o no es, ¿verdad?».
»Cuando el tren se detuvo en la estación indicada en el billete, todo estaba de un color verde intenso, la luz y los montes. Allí estaba la carreta; los dos hombres me ayudaron a bajar del tren y me pusieron en la mano la carpeta, y entonces me quedé parado y tan sólo dije: “Adelante, en marcha”. Eso es lo que dije: “Adelante, en marcha”. Y los dos hombres se me quedaron mirando igual que me está mirando usted.
—¿Como le estoy mirando yo?
—Sí. Pero usted no tiene por qué creerme. Y les indiqué que esperasen mientras iba yo a por un silbato.
—¿Un silbato?
—Allí había un colmado. Un colmado y el depósito de mercancías, y luego los montes, y el frío intensamente verde, sin un rayo de sol, y una polvareda tirando a pálida en medio de la cual esperaba la carreta. Entonces arr…
—Pero ¿y el silbato? —dije.
—Lo compré en el colmado. Era de hojalata, con varios agujeros. No supe muy bien cómo cogerle el tranquillo. Eché la carpeta con los planos a la carreta y dije: «Adelante, en marcha». Eso fue lo que dije. Uno de ellos tomó la carpeta de la carreta y me la devolvió. «Oiga usted, caballero», me dice, «¿esto no tiene ningún valor?». Yo la volví a echar al interior de la carreta y dije: «Adelante, en marcha».
»Íbamos todos juntos en el pescante, yo en medio de los dos. Cantamos. Hacía frío, y circulamos por la orilla del río, cantando, hasta llegar al molino, donde nos detuvimos. Mientras uno de los dos entraba en el molino empecé a quitarme toda la ropa.
—¿A quitarse la ropa?
—Sí. El traje de los domingos. Me lo quité todo y lo fui echando al polvo, por Dios mismo se lo juro.
—¿Y no hacía frío?
—Pues claro que hacía frío. Claro que sí. Cuando me desnudé del todo sentí el frío en el cuerpo. Uno de ellos volvió del molino con un jarro y bebimos del jarro…
—¿Y qué había en el jarro?
—No lo sé. No me acuerdo. No era whiskey. Lo sé por la pinta que tenía. Era transparente como el agua clara.
—¿Y no supo qué era por el olor?
—Es que yo no tengo olfato. No sé cómo se llama exactamente eso, pero ya desde niño no lograba captar determinados olores. Dicen que por eso me he quedado viviendo aquí veinticinco años.
»Total, que bebimos y me fui caminando hasta la barandilla del puente. Y en el momento mismo en que me asomé me vi en el agua. Y en ese momento supe que había sucedido. Lo supe porque mi cuerpo era tan humano como el de cualquier hombre, pero mi cara era la misma cara que había reventado dentro de mi cabeza cuando estaba a bordo del tren, la cara que tenía barba y cuernos.
»Cuando volví a la carreta volví a beber del jarro y aún cantamos, sólo que al cabo de un rato me puse por fin la ropa interior y los pantalones porque ellos se empeñaron, y así seguimos camino, cantando.
»Cuando avistamos la casa salté de la carreta. “Seguro que no querrá usted bajarse aquí”, me dijeron. “Estamos justo en el pasto donde tienen encadenado al toro.” A mí me dio lo mismo. Me bajé de la carreta con mi traje de los domingos y mi chaleco y la carpeta en la mano, y la flauta de hojalata.
III
Calló. Me miró muy serio, muy quieto.
—Sí —dije—. Sí. ¿Y entonces… qué?
Me siguió mirando.
—Yo nunca le he pedido que crea nada, ¿verdad que no? Eso se lo tengo que decir tantas veces como sea preciso —tenía la mano en la pechera—. La verdad es que hasta ahora ha tenido mucho que tragar, y no habrá sido fácil. Pero no se apure, porque le voy a ahorrar la tensión.
Del bolsillo de la pechera sacó una cartera de lona. Estaba toscamente cosida, con torpeza, y estaba ensuciada por el exceso de uso. La abrió. Pero antes de que extrajera el contenido me volvió a mirar con atención.
—¿Suele ser usted indulgente?
—¿Indulgente?
—Con los demás. Con lo que creen ver los demás. Y es que no hay nada que sea exactamente igual para dos personas distintas. Una cosa nunca resulta igual a dos personas, pues todo depende del lado desde el que se mire.
—Ah —dije—. Indulgente, claro. Sí. Sí.
De la cartera sacó una hoja de periódico doblada. La hoja estaba amarillenta por la antigüedad que tenía, los dobleces rotos y cuidadosamente pegados con hilos sucios. La desdobló con todo cuidado, con el máximo esmero, y le dio la vuelta y la depositó sobre la mesa para que yo la viera.
—No la vaya a coger —dijo—. Es bastante vieja, y es el único ejemplar que tengo. Léala.
La miré: la tinta desleída, la página emborronada, con una fecha de veinticinco años atrás:
UN MANÍACO ANDA SUELTO EN LOS MONTES DE VIRGINIA
DESTACADA DAMA DE LA SOCIEDAD NEOYORQUINA
ATACADA EN SU PROPIO JARDÍN
La señora de Carleton Van Dyming, de Nueva York y Newport, atacada por un loco semidesnudo y un toro enfurecido en el jardín de su residencia de verano. El maníaco logra escapar. La señora Van Dyming, muy afectada.
A partir de ahí seguía, con sus imágenes y sus dibujos, para relatar que la señora Van Dyming, que estaba esperando a un propio del estudio de su arquitecto, que debía llegar de Nueva York, hubo de levantarse de la mesa en que estaba cenando con sus invitados para recibir, según supuso, al recadero del arquitecto. El relato continuaba con las palabras de la propia señora Van Dyming:
Fui a la biblioteca, adonde había indicado que hicieran pasar al recadero del arquitecto, pero allí no había nadie. Estaba a punto de tocar la campanilla para llamar al lacayo cuando se me ocurrió salir a la puerta de la casa, puesto que es costumbre entre los lugareños acercarse a la entrada y negarse a pasar y a marcharse hasta que aparezca el señor o la señora de la casa. Fui hasta la puerta y allí no había nadie.
Salí al porche. La luz estaba encendida, pero no vi a nadie. Me dispuse a volver al interior de la casa, pero el lacayo me había dicho con toda claridad que la carreta había regresado al pueblo, por lo que pensé que el hombre al que esperaba tal vez se hubiera alejado por el césped, desde donde podría ver el lugar en que se estaba construyendo el teatro, en donde aquel mismo día los obreros habían empezado a allanar el terreno arrancando las viejas vides. Me encaminé en aquella dirección. Casi había llegado al final del césped cuando algo me llevó a darme la vuelta. Vi, silueteado entre el porche, donde estaba encendida la luz, y el punto en que me encontraba, a un hombre agachado y que saltaba a la pata coja, y vi con espanto, o más bien entendí, que se encontraba a punto de quitarse los pantalones.
Grité para llamar a mi esposo. Cuando lo hice, el hombre liberó la otra pierna y se dio la vuelta y vino corriendo hacia mí, con un cuchillo en alto (vi el relumbre de la luz del porche en la larga hoja del cuchillo), y un objeto plano y cuadrado en la otra mano. Me di la vuelta y eché a correr, chillando, hacia el bosque.
Perdí por completo el sentido de la orientación. Sencillamente eché a correr como una loca para salvar la vida. Descubrí que me encontraba en donde estuvo el antiguo viñedo, entre las viñas, y que iba corriendo de tal modo que me alejaría de la casa. Oía al hombre correr detrás de mí, y de pronto le oí emitir un extraño sonido. Era como si un niño se empeñase en tocar un silbato de baratillo, y entonces me di cuenta de que era el silbido de su respiración, pues llevaba la hoja del cuchillo sujeta entre los dientes.
De repente, algo me sobrepasó y me adelantó con un tremendo rugido entre los matorrales. Pasó a toda velocidad tan cerca de mí que le pude ver los ojos resplandecientes, y vi la forma de una bestia enorme, con cuernos, en la que poco después reconocí al toro de raza Durham más apreciado que tiene Carleton [el señor Van Dyming], un animal tan peligroso que el señor Dyming se ve obligado a mantenerlo encerrado y atado. Se encontraba en libertad y pasó de largo y se me escapó, con lo que por ese lado no podía seguir yo mi huida, mientras el loco del cuchillo me cortaba la retirada. Estaba rodeada; me detuve de espaldas a un árbol y me puse a gritar pidiendo auxilio.
—¿Cómo se escapó el toro? —le pregunté.
Me estaba mirando muy atento a la cara mientras leía el periódico, como si fuese yo un profesor a punto de ponerle nota a un trabajo de clase.
—Cuando yo era pequeño, me encargaba de vender suscripciones para la Police Gazette, y por cada una que vendía me daban una recompensa. Una de las recompensas que me dieron fue una maquinita que al parecer abría todos los cerrojos. Ya no la uso nunca, pero aún la llevo en el bolsillo, a manera de amuleto o algo así, digo yo. En cualquier caso, aquella noche la llevaba encima —miró el periódico que seguía sobre la mesa—. Supongo que todo el mundo cuenta lo que cree haber visto. Por eso tiene uno que creer lo que ellos piensan que creen. Pero en ese periódico no se cuenta cómo se quitó las chinelas (por poco me parto el pescuezo al resbalar cuando pisé una de las dos) para correr más deprisa, ni cómo la oía en mi interior yo haciendo ump-ump-ump como un caballo de tiro, ni cómo cuando por fin aflojó la marcha daba yo otro silbido con la flauta de hojalata para que apretase el paso por el miedo.
»Ni siquiera fui capaz de seguirla de cerca, porque llevaba encima la carpeta y además tenía que tocar cada tanto el silbato; era como si no fuese capaz de cogerle el tranquillo, no sé cómo. Pero a lo mejor fue porque tuve que empezar a tocarlo muy de repente, sin haber tenido tiempo de ensayar mejor, y además a todo correr. Total, que tiré la carpeta y entonces sí la alcancé, estaba de espaldas contra un árbol, y el toro no paraba de correr dando vueltas alrededor del árbol, sin molestarla, sólo dando vueltas alrededor, armando un alboroto de cuidado, y ella estaba allí apoyada y murmuraba “Carleton, Carleton”, como si le diera miedo despertarlo.
El relato del periódico continuaba así:
Me quedé apoyada contra el árbol, cada vez más convencida de que con cada vuelta que daba el toro tarde o temprano terminaría por descubrir mi presencia. Por eso dejé de dar voces. Entonces llegó el hombre a donde estaba yo, y lo pude ver a las claras por primera vez. Se paró delante de mí; durante un momento de espanto y de alborozo pensé que era el señor Van Dyming.
—¡Carleton! —dije en voz baja.
No me respondió. De nuevo estaba agachado; vi entonces que algo hacía con el cuchillo que tenía en la mano.
—¡Carleton! —grité.
—A saber cómo se le cogerá el tranquillo a este cacharro —murmuró, ajetreado con el cuchillo asesino.
—¡Carleton! —grité—. ¿Tú estás loco?
Entonces me miró. Vi que no era mi esposo, vi que estaba a merced de un loco, de un maníaco, y de un toro enfurecido. Vi que el hombre se llevaba el cuchillo a los labios, y de nuevo emitió un alarido pavoroso. Y me desmayé.
IV
Y eso era todo. La crónica del periódico pasaba a referir tan sólo que el loco se había esfumado sin dejar ni rastro, y que la señora Van Dyming se encontraba sujeta a cuidados de su médico particular, y que un tren especial esperaba para transportarla junto con todos sus criados e invitados, sin que faltara ni uno, de vuelta a Nueva York; y que en una breve entrevista el señor Van Dyming había informado a la prensa de que sus planes para introducir diversas mejoras en el lugar quedaban definitivamente suspendidos, y que de hecho había puesto el terreno a la venta.
Doblé el periódico con el mismo esmero que hubiese puesto él.
—Vaya —dije—. Así que eso es todo.
—Sí. Desperté al día siguiente ya con el sol en el cielo, en algún punto del bosque. No supe ni cuándo me había dormido ni, al principio, en dónde estaba. No pude recordar al principio qué había hecho. Pero eso no es de extrañar. Supongo que un hombre no puede perder un día de su vida sin enterarse al menos. ¿No le parece?
—Sí —dije—. Es lo mismo que opino yo.
—Y es que sé que no soy tan perverso, a ojos de Dios, como me temo que parezco a ojos de muchos hombres. Y supongo que ni los mismos demonios ni esas cosas y tampoco el Diablo en persona son tan perversos a ojos de Dios como lo son según muchos hombres que afirman saber un montón de los asuntos divinos. ¿No le parece que es así?
La cartera se hallaba abierta encima de la mesa. Pero no devolvió el periódico a su interior, no de inmediato. Entonces dejó de mirarme, y en su rostro se pintó la desconfianza, de nuevo con un deje infantil. Extendió la mano a la cartera, pero no la retiró de inmediato.
—Eso no es todo, o no lo es exactamente —dijo con la mano dentro de la cartera, la vista baja, y en su rostro esa expresión mansurrona, anodina, en la que asomaba un bigotillo poco poblado—. Cuando era niño me gustaba mucho leer, y leía mucho. ¿Usted suele leer mucho?
—Sí. Bastante —le dije, sólo que no me escuchaba.
—Yo leía historias de piratas y vaqueros, y me imaginaba que era el jefe de los piratas o de los vaqueros, y eso que era un pobre chavalillo que no había visto el océano más que en Coney Island, como no había visto un árbol más que en Washington Square, y sólo muy de vez en cuando. Pero leía aquellas historias y creía, como cualquier otro chiquillo, que un buen día… la vida no le gastaría una broma tan pesada como era el hecho de que me diera la vida y luego… Cuando llegué a casa aquella mañana para prepararme a coger el tren, va Martha y me dice: «Tú vales lo mismo que cualquiera de esos Van Dyming, por más que salgan en los periódicos. Si todos los que se lo merecen salieran en los periódicos, no cabrían ni en Park Avenue ni en Brooklyn», me dice.
Retiró la mano de la cartera. Esta vez extrajo sólo un recorte, de una columna, que me pasó, amarillento y emborronado, no muy extenso:
MISTERIOSA DESAPARICIÓN
SE SOSPECHA DE INTIMIDACIÓN CON VIOLENCIA
Wilfred Middleton, arquitecto de York, desaparece en la casa de campo de un millonario.
La policía busca el cadáver del arquitecto, pues se cree que puede haber sido asesinado por un loco en los montes de Virginia.
El suceso podría estar relacionado con el misterioso ataque sufrido por la señora Van Dyming.
El vecindario de los montes colindantes, aterrorizado.
… Virginia, 8 de abril de…
Wilfred Middleton, de 56 años, arquitecto de la Ciudad de Nueva York, desapareció misteriosamente en algún momento del pasado 6 de abril cuando iba de camino a la casa de campo del señor Carleton Van Dyming, en las inmediaciones. Llevaba en su poder unos valiosos dibujos que aparecieron esta mañana cerca de la finca de Van Dyming, con lo que se dispone así de la primera pista. El jefe de la policía, Elmer Harris, se ha hecho cargo del caso, y en estos momentos espera la llegada de una brigada de la policía de Nueva York, momento en el cual promete una rápida solución del caso si cuenta con la ayuda de diestros criminólogos.
Lo más desconcertante en toda su experiencia
«Cuando resuelva esta desaparición —ha dicho el jefe Harris—, también hallaré la solución al ataque que sufrió la señora Van Dyming en la misma fecha».
Middleton deja esposa, la señora Martha Middleton, residente en la calle…, de Brooklyn.
Me estaba observando con atención.
—No hay más que un error en toda la crónica —dijo.
—Sí —repuse—. Han escrito mal su apellido.
—Me estaba preguntando si se daría usted cuenta. Pero no, ése no es el error… —tenía en la mano otro recorte, que en ese momento desdobló. Era como los otros dos; amarillento, apenas legible. Lo miré, miré la borrosa y apacible letra impresa a través de la cual, como si fuese una red fina y podrida, de algún modo se había filtrado la violencia de antaño, sin dejar siquiera el gesto inerte caer en el polvo apaciguado—. Lea, lea esto. Pero no se trata del error en el que estoy pensando, porque eso en su momento no lo podían saber…
Yo ya estaba leyendo sin escucharle. Era una carta reimpresa, de la sección en la que se daban consejos y se hacían reclamaciones:
Nueva Orleáns, Louisiana
10 de abril de…
Al señor director, New York Times
Nueva York, N. Y.
Estimado señor director:
En el número del pasado 8 de abril de este año se han equivocado en uno de los nombres. Se trata de Midgleston, no Middleton. Le agradecería que corrigiera este error en las secciones de Local y Metropolitana, por ser la prensa un arma al servicio del bien y también del mal que llega a los hogares de todos los norteamericanos. Y un poder de semejante calado no se puede permitir el lujo de incurrir en errores, ni siquiera sobre personas tan bondadosas como lo son tantos hombres y tantas mujeres aun cuando no salgan a diario en los periódicos.
Agradeciéndole de nuevo la atención prestada, le saluda atentamente,
UN AMIGO
—Oh —dije—. Entiendo. Usted lo corrigió.
—Sí. Pero ése no es el error. Si lo hice, fue por ella. Ya sabe usted cómo son las mujeres. Seguro que hubiese preferido no verlo en los periódicos antes que verlo mal escrito.
—¿De quién me habla?
—De mi esposa. De Martha. El error es más bien si los recibió o si no.
—No termino… Mejor será que me lo cuente.
—Eso es precisamente lo que estoy haciendo. Yo recibí dos del primero, el que relataba la desaparición, pero aguardé hasta que se publicara la carta. Entonces los metí los dos en un papel, y puse encima de los dos «Un amigo», para meterlo todo en un sobre y enviárselo. Pero no sé si los llegó a recibir o no. Ése fue el error.
—¿El error?
—Sí. Ella se mudó. Se mudó a vivir a Park Avenue cuando le pagaron el monto del seguro. Lo vi en un periódico ya después de llegar aquí. Refería que la señora Martha Midgleston, de Park Avenue, se había casado con un joven que estuvo relacionado con la Maison Payot de la Quinta Avenida.[2] No se decía en qué momento se mudó, así que no sé si llegó a recibirlos o no.
—Ah, vaya —dije. Estaba guardando los recortes con todo cuidado en la cartera de lona.
—Sí, señor. Las mujeres son así. A un hombre no le cuesta mucho seguirles la corriente de vez en cuando, tenerlas contentas. Y es que se lo merecen; lo pasan muy mal. Sólo que no era yo. A mí me hubiera dado lo mismo cómo lo escribieran. ¿Qué es un apellido para un hombre que ha hecho algo, que ha estado fuera del sino que corresponde a los simples mortales?
N. del T.:
[1] Director del FBI entre 1921 y 1924. Dimitió a raíz de un escándalo financiero y
se dedicó a escribir novelas de detectives.
[2] El nombre del lugar en que trabaja el marido de su mujer es un apellido corriente
en francés, pero en inglés puede haber un juego de palabras a partir de payer,
«pagador», o to pay, “pagar”, dando a entender que el joven trabaja en alguna
institución financiera; asimismo, se sobrentiende pay out, con lo que se da a entender
que hay soborno y chantaje.
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