William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Victoria en el monte (1932)
(“Mountain Victory”)
Originalmente publicado en Saturday Evening Post, CCV (2 de diciembre de 1932);
Doctor Martino and Other Stories (1934);
Cuentos reunidos (1946)



I

      Por la ventana de la cabaña los cinco vieron a la comitiva subir fatigosamente por la senda embarrada y hacer un alto en la cancela. Primero llegó un hombre a pie, con un caballo sujeto por las bridas. Llevaba un sombrero de ala ancha bien encasquetado, de modo que le cubría el rostro, y la forma del cuerpo la envolvía un capote gris y desgastado del que sólo asomaba su mano izquierda, con la que sujetaba las riendas. La brida tenía adornos repujados en plata, el caballo era un bayo de pura sangre, escuálido, con salpicaduras de barro, que por toda ensilladura llevaba una manta azul marino, del ejército, sujeta con dos cordeles. El otro caballo era un alazán compacto, bajo, de cabeza grande, muy inferior al otro y, como el otro, estaba salpicado de barro. Llevaba una brida improvisada con cordeles y alambre, y una silla reglamentaria, del ejército, en la cual, sujeto y sin apoyarse en los estribos, se agazapaba algo informe y poco mayor que un niño, que a tanta distancia parecía no llevar prendas de vestir conocidas por los hombres.
      Uno de los tres que estaban apostados en la ventana de la cabaña se retiró deprisa. Los otros, sin volverse, le oyeron atravesar el interior y regresar enseguida con un fusil de cañón largo.
      —No, eso no —dijo el viejo.
      —¿No has visto ese capote? —dijo el joven—. Un capote de rebelde.
      —No lo consentiré —dijo el otro—. Se han rendido. Ya han dicho que se dan por vencidos.
      Por la ventana vieron detenerse los caballos en la cancela. Era de nogal combado, en una cerca de piedra que descendía de cualquier manera una cuesta desolada, en marcado relieve sobre el valle, y aun sobre otra cordillera más lejana que se disolvía en el cielo bajo, disuelto.
      Observaron descender a quien montase el segundo caballo, y le vieron depositar las bridas en la misma mano izquierda del hombre de gris que sujetaba las del purasangre. Vieron a aquel ser cruzar la cancela y subir por la senda y desaparecer bajo el ángulo de la ventana. Lo oyeron llegar al porche y llamar a la puerta. No se movieron; lo oyeron llamar de nuevo.
      —Id a ver —dijo al cabo el más viejo.
      Una de las mujeres, la de más edad, dejó la ventana sin hacer ruido con los pies, puesto que iba descalza. Acudió a la puerta y abrió. La luz fría y lluviosa de la moribunda tarde de abril cayó sobre ella, sobre una mujer menuda, de rostro nudoso e inexpresivo, con un vestido gris, sin forma. Frente a ella, al otro lado de la solera, se encontraba un ser poco mayor que un mono grande, vestido con un voluminoso capote azul de soldado raso del ejército federal, que llevaba amarradas a la cabeza, como una tienda de campaña, y colgadas sobre los hombros, varias piezas de lona, que bien pudo haber cortado del toldo de la carreta de uno de los abastecedores que siguen al ejército; dentro del orificio, la mujer no acertó a ver nada más que el blanco de los ojos, momentáneos y fantasmales, mientras de un solo vistazo el negro examinaba a la mujer que estaba descalza ante él, con su vestimenta de percal desgastado, y el desolado, estéril interior de la cabaña.
      —Mi amo, el comandante Soshay Weddel, presenta sus respetos y dice que desea sitio para dormir, para él y su mozo y dos caballos —dijo con voz pomposa, campanuda, como un loro de repetición. La mujer lo miró. Su rostro era como una máscara desgastada—. Hemos andado por allá lejos, batiéndonos con los yanquis —dijo el negro—. Sacabó. Volvemos pa casa.
      La mujer pareció hablar desde algún lugar situado tras su rostro, como si hablase tras una efigie o un biombo decorado.
      —Voy a preguntar.
      —Les pagaremos —dijo el negro.
      —¿Que pagarán? —calló y pareció sopesarlo—. Esto no es ni de lejos un hotel de montaña.
      El negro hizo un gesto ampuloso.
      —Esos lo de menos. En peores sitios hemos pasao más duna noche. Usté sólo dígales que es el señor Soshay Weddel.
      Vio entonces que la mujer miraba más allá de donde estaba él. Se volvió y vio que el hombre del capote gris y desgastado ya había subido a media senda, pasada la cancela. Se acercó hasta el porche y se quitó con la mano izquierda el sombrero de ala ancha, flexible, en donde ostentaba una renegrida insignia de oficial de campo de los confederados. Tenía el rostro oscurecido, los ojos oscuros, el pelo negro, un rostro a un tiempo grueso, pero demacrado, y arrogante. No era alto, aunque sacaba al negro casi una cabeza. El capote estaba raído por el tiempo pasado a la intemperie, descolorido a la altura de los hombros, donde más a plomo cae la luz. Llevaba los faldones deshilachados, a jirones, salpicados por el barro; la prenda llevaba sucesivos remiendos, y la había cepillado una y mil veces; había perdido todo su apresto.
      —Buen día, señora —dijo—. ¿Dispone de sitio donde estabular a mis caballos, y de cobijo que darnos al mozo y a mí, sólo para pasar la noche?
      La mujer lo miró con aire estático, meditabundo, como si acabara de ver una aparición sin alarmarse.
      —Tendré que ir a ver —dijo.
      —Le pagaré —dijo el hombre—. Sé qué tiempos corren.
      —Tendré que preguntárselo —dijo la mujer. Se volvió, se detuvo. El viejo apareció a su espalda. Era robusto, vestía ropa vaquera, tenía un pelo crespo, grisáceo, y los ojos claros.
      —Soy Saucier Weddel —dijo el hombre de gris—. Voy de camino de regreso a Mississippi, vengo desde Virginia. ¿Estamos ya en Tennessee?
      —Esto es Tennessee —dijo el otro—. Adelante.
      Weddel se volvió hacia el negro.
      —Lleva los caballos a la cuadra —le dijo.
      El negro regresó a la cancela, un bulto informe bajo el revestimiento de lona y el capote, con la arrogancia y la chulería que adoptó nada más ver a la mujer descalza, nada más ver el estéril, pobre interior de la cabaña. Empuñó las riendas de ambos y comenzó a dar voces a los caballos, vociferando de un modo innecesario, con oficio, a lo que los caballos no hicieron el menor caso, como si estuviesen ya de sobra acostumbrados a su trato. Fue como si el propio negro no prestara atención a sus gritos, como si los alaridos fueran meramente concomitantes con la acción de conducir a los caballos lejos de la puerta, como un efluvio que tanto los caballos como el negro aceptaron y relegaron en un mismo instante.


II

       A través de la pared de la cocina, a la muchacha le llegaban las voces de los hombres en la sala, de la que su padre le ordenó salir en cuanto el desconocido se acercó a la casa. Tendría unos veinte años: una chica grandullona, de cabello liso, sencillo, las manos grandes, lisas, descalza, con una sola prenda de vestir hecha con la arpillera de los sacos de harina. Estaba pegada a la pared, inmóvil, la cabeza un tanto ladeada, los ojos muy abiertos, quietos, vacíos, como los de un sonámbulo, escuchando a su padre y al recién llegado, que acababan de entrar en la sala.
      La cocina era un cobertizo de tablones añadido a la pared de troncos de la cabaña propiamente dicha. Entre los troncos, a su lado, la arcilla con que se rellenaron las rendijas, reseca hasta quedar hecha polvillo por el calor de la cocina, se había desprendido en bastantes sitios. Agachándose con un movimiento lento y lozano y sin ruido, como el susurro de sus pies descalzos en el suelo, acercó el ojo a una de estas rendijas. Vio una mesa sobre la que había una jarra de arcilla y una caja de cartuchos de mosquete con la marca Ejército de Estados Unidos grabada en la tapa. A la mesa estaban sentados sus dos hermanos en sendas sillas de anea, aunque sólo el menor, el chico, que miraba hacia la puerta, bien lo sabía ella, llegó a oír que el desconocido se encontraba en la sala. El hermano mayor sacaba los cartuchos uno a uno de la caja, los apretaba y los colocaba de pie sobre la palma de la mano, como un remedo de tropas en un desfile, de espaldas a la puerta en donde ella sabía que se hallaba el desconocido. «Vatch le habría pegado un tiro —dijo para sus adentros a la vez que se agachaba—. Supongo que aún ha de hacerlo».
      Volvió a oír ruido de pasos y su madre llegó a la puerta de la cocina, cruzándola y ocluyendo en un instante el orificio. Pero ella no se movió, ni siquiera cuando entró su madre. Se agachó hasta la rendija, la respiración regular, plácida, oyendo a la madre trastear con las arandelas de los fogones a su espalda. Vio entonces al desconocido por primera vez y contuvo la respiración sin ser siquiera consciente de que no respiraba. Lo vio de pie junto a la mesa, con el capote deslucido, el sombrero en la mano izquierda. Vatch no levantó la mirada.
      —Me llamo Saucier Weddel —dijo el desconocido.
      «Soshay Weddel», musitó la chica en el relleno reseco, en las rendijas polvorientas y desmoronadizas de la pared. Lo veía cuan alto era, con el capote manchado y remendado y cepillado, con la cabeza erguida y el rostro desgastado, macilento casi, marcado por una suerte de fatiga indómita y sin embargo arrogante, como un ser llegado de otro mundo, que respirase otro aire, que tuviera otra clase de sangre que diera calor a sus venas. «Soshay Weddel», musitó.
      —Tome un poco de whiskey —dijo Vatch sin moverse.
      De pronto, como sucedió cuando contuvo la respiración, dejó de escuchar por completo lo que se decían, como si ya no tuviera necesidad de oír nada, como si tampoco la curiosidad tuviera sitio en el ambiente en que moraba el desconocido y en el que también moraba ella en esos momentos, mientras miraba al desconocido de pie junto a la mesa, mirando a Vatch, Vatch vuelto en su silla, con un cartucho en la mano, mirando ahora al desconocido. Musitó y respiró rápido en la rendija por la que le llegaban las voces sin acalorarse, sin significado preciso, emanadas de esa vanidad siniestra y ardiente, violenta y pueril, que tienen los hombres.
      —Supongo que éstos los reconoce nada más verlos, claro.
      —¿Por qué no? También los usamos nosotros. No siempre tuvimos ni tiempo ni pólvora para pararnos a fabricar los nuestros. Por eso tuvimos que utilizar los de ustedes de vez en cuando. Sobre todo al final.
      —Tal vez los reconocería mejor si uno le reventase en toda la cara.
      —Vatch… —la chica miró a su padre, porque fue quien habló. Su hermano menor estaba un tanto erguido en su silla, adelantado, la boca entreabierta. Tenía diecisiete años. Pero el desconocido pese a todo permanecía mirando con calma a Vatch, el sombrero pegado contra el capote desgastado, en el rostro esa expresión entre arrogante y fatigada y un tanto socarrona.
      —Muestre la otra mano —dijo Vatch—. No tenga miedo de soltar la pistola.
      —Claro —dijo el desconocido—. No me da ningún miedo mostrarla.
      —Pues tome un poco de whiskey —dijo Vatch, y empujó el caneco hacia él con un gesto de desaire, desdeñoso.
      —Le estoy infinitamente agradecido —dijo el desconocido—. Pero me lo impide el estómago. Durante estos tres años de guerra he tenido que pedir disculpas a mi estómago; ahora, con la paz, debo pedir disculpas por él. Pero si pudiera pedirle un vaso para mi mozo… Tras estos cuatro años sigue sin soportar el frío.
      «Soshay Weddel», musitó la chica en el polvo desmoronadizo del que llegaban las voces aún sin levantar, pero ya para siempre irreconciliables, ya condenadas, una víctima ciega, otra ciego ejecutor:
      —Tal vez por la espalda aún los reconocería mejor.
      —Tú, Vatch…
      —Alto, señor. Si estuvo en el ejército un año al menos, también habrá echado a correr alguna vez. Puede que más de una si se las vio con el Ejército de Virginia Norte.
      «Soshay Weddel», musitó la chica agachándose. Vio a Weddel, que aparentemente se dirigía hacia ella con un vaso de cristal grueso en la mano izquierda y el sombrero arrugado bajo el mismo brazo.
      —No es por ahí —dijo Vatch. El desconocido se detuvo y miró a Vatch—. ¿Adónde pretende ir?
      —A llevarle esto a mi mozo —dijo el desconocido—. A la cuadra. Pensé que era por esta puerta… —estaba de perfil, el rostro exhausto, altivo, desgastado, las cejas enarcadas, altas, con una expresión inquisitiva, socarrona, arrogante.
      —Aléjese de esa puerta.
      Pero el desconocido no se movió. Sólo volvió un poco la cabeza, como si meramente hubiese variado la dirección de la mirada.
      «Está mirando a papá —musitó la chica—. Está esperando a que papá se lo diga. Vatch no le da miedo. Ya lo sabía yo».
      —Le he dicho que se aleje de esa puerta —dijo Vatch—. Condenado negro, negro de mierda…
      —Ah, vaya. Así que es por mi cara, no por mi uniforme —dijo el desconocido—. Y eso que usted peleó durante cuatro años para darnos la libertad, según tengo entendido.
      Ella entonces oyó de nuevo al padre.
      —Salga por donde entró y dé la vuelta a la casa, forastero.
      «Soshay Weddel», dijo la chica. Tras ella, la madre trajinaba en los fogones. «Soshay Weddel», dijo. No lo dijo en voz alta. Volvió a musitar respirando hondo, con calma, sin prisa. «Suena como la música. Es como una canción.»


III

       El negro estaba acuclillado a la entrada del establo, cuyas cuadras desvencijadas se hallaban desiertas del todo, con la excepción de sus dos monturas. A su lado tenía un morral desgastado y abierto. Se entretenía en abrillantar un par de finos zapatos de salón con un trapo y una lata en la que sólo quedaba un fino aro de betún pegado a la circunferencia del fondo. A su lado, en un tablón descansaba el zapato que ya había lustrado. La piel estaba resquebrajada; la suela era tosca, y estaba claveteada recientemente, con tosquedad y mano torpe.
      —Gracias a Dios sean dadas de que nadie nos vea las plantas de los pies —dijo el negro—. Y gracias a Dios sean dadas de que esa chusma no sea más que escoria montañesa. Cómo me iba a fastidiar que lo viesen a usté los yanquis con eso en los pies —frotó el zapato, lo miró entornando los ojos, le echó el aliento, lo volvió a frotar contra la cara externa del muslo.
      —Ten —dijo Weddel, y le tendió el vaso. Contenía un líquido incoloro como el agua.
      El negro hizo un alto, con el zapato y el trapo en el aire.
      —¿Qué? —dijo. Miró el vaso—. ¿Eso qué es?
      —Bébetelo —dijo Weddel.
      —Eso es agua. ¿Pa qué me trae agua?
      —Tómalo —dijo Weddel—. No es agua.
      El negro tomó el vaso con cautela. Lo sostuvo en alto como si contuviera nitroglicerina. Lo miró, pestañeó, se acercó el vaso a la nariz. Pestañeó.
      —¿De dónde ha sacao esto? —Weddel no contestó. Había tomado el zapato ya terminado y lo estudiaba. El negro sostuvo el vaso bajo la nariz—. Esto huele casi como tendría que oler —dijo—. Pero que me aspen si lo pruebo. Esa chusma lo que quiere es envenenarle —inclinó el vaso y dio un sorbo a regañadientes, bajándolo a la vez que pestañeaba.
      —Yo no he bebido nada —dijo Weddel. Dejó el zapato en donde estaba.
      —Más le vale —dijo el negro—. Cuando me he tirado yo años empeñao en cuidar dusté y llevarlo de vuelta a casa, ques lo que me dijo su parienta que hiciera ante todo, y usté va y se tira a dormir en casa de esta chusma como si fuera un mendigo, como un negro empeñado en dar esquinazo a la patrulla… Ni pensarlo quiero —se llevó el vaso a los labios y lo inclinó a la vez que echó la cabeza atrás de un solo gesto. Bajó el vaso vacío; tenía los ojos cerrados—. ¡Uff! —dijo, y sacudió la cabeza con un temblor violento—. Esto huele bien y sienta que da gusto. Pero que me aspen si tiene buena pinta. Supongo que más le vale dejarlo en paz, como ha hecho ya. Cuando se empeñen en darle de beber, usté me lo trae pacá. Yo ya he aguantado tanto que no me sentará mal aguantar un poco más, todo sea por su parienta.
      Tomó de nuevo el zapato y el trapo. Weddel se agachó sobre el morral.
      —Quiero mi pistola —dijo.
      El negro se detuvo, el zapato y el trapo en el aire.
      —¿Paqué? —se inclinó y oteó la cuesta embarrada en dirección a la cabaña—. ¿Es que esa chusma son yanquis? —dijo en un susurro.
      —No —respondió Weddel, y rebuscó en el morral con la mano izquierda. El negro no pareció oírle.
      —¿En Tennessee estamos? Usté me dijo que estábamos en Tennessee, donde está Memphis, aunque no me dijo que todo esto, venga parriba, venga pabajo, eran ya tierras de Memphis. Y lo que sí sé es que a esa chusma no la vi nunca cuando fui a Memphis aquella vez con su señor padre de usté. Pero si usté lo dice… ¿Y ahora me viene con que esa chusma de Memphis son yanquis?
      —¿Dónde está la pistola? —dijo Weddel.
      —Ya se lo he dicho —dijo el negro—. Actuando como usté, dejando que esa chusma nos vea venir a pie por la senda, llevando a César de la brida por pensar que sacansao, y diciéndome que yo monte mientras sigue usted a pie, cuando si es a pie lo dejo yo tirado cualquier día de su vida, y bien lo sabe, por má que tenga yo cuarenta y usted veintiocho… Se lo vía decí a su mamá de usté. Se lo vía decí.
      Weddel se puso en pie, en la mano un pesado revólver de percutor. Lo sopesó con su única mano, lo amartilló y lo dejó. El negro lo observó acuclillado como un mono, envuelto en el capote azul de la Unión.
      —Déjeso en paz —dijo—. La guerra ya sacabao. Bien claro nos lo dijeron en Ferginia, digo yo.[1] Ya no lace falta ninguna la pistola. Así que déjela en paz, ¿me oye?
      —Me voy a dar un baño —dijo Weddel—. ¿Está mi camisa…?
      —¿Un baño? ¿En dónde? Si esa chusma montañesa no sabañao en su vida…
      —En el pozo. ¿Está mi camisa lista?
      —Lo que de ella queda… Deje esa pistola en paz y póngala en su sitio, señó Soshay. Si no, a su mamá de usté se lo vía decí. A tos se lo vía decí. Ojalá estuviera aquí el amo, su señor padre, que en gloria esté.
      —Ve a la cocina —dijo Weddel—. Les dices que me quiero dar un baño en el pozo. Pídeles que echen aquella cortina.
      La pistola había desaparecido bajo el capote gris. Se dirigió al establo en que se encontraba el purasangre. El caballo le rozó con el morro, los ojos despavoridos, suaves. Él le devolvió la caricia con la mano izquierda. Relinchó sin hacer demasiado ruido, y resopló con aliento dulzón y cálido.


IV

       El negro entró en la cocina por la puerta de atrás. Se había despojado de la lona con que se cubría y ahora llevaba una gorra de soldado raso que, como el capote, le quedaba excesivamente holgada, con lo que descansaba sobre su cabeza de tal manera que el borde, sin apoyar del todo, oscilaba levemente con cada uno de sus movimientos, como si tuviera vida propia. Era del todo invisible, salvedad hecha del trozo de la cara que quedaba entre la visera y el cuello cerrado, como si fuese un trofeo de la tribu de los dayaks, casi igual de encogida que una cabeza reseca e igual de polvorienta, como si la cubriese la blanca palidez de las cenizas de leña al frío. La mujer de más edad estaba en los fogones, en donde la fritura chisporroteaba; no alzó la mirada cuando entró el negro. La chica se encontraba de pie en el centro de la estancia, sin hacer nada en absoluto. Miró al negro, lo miró con ojos serios, velados, guardados, sin pestañear, despacio, y lo vio cruzar la cocina con ese aire de confianza jactanciosa y caricaturizada y volver un tronco junto a los fogones para sentarse en él.
      —Pues si éste es el tiempo que tienen aquí a todas horas —dijo—, igual me da a mí que los yanquis se queden con tó este país —abrió el capote y dejó al descubierto las piernas y los pies, envueltos de cualquier manera, sin forma, enormes, en alguna sustancia fangosa e indiscriminada que recordaba la piel de un animal, y que les daba el aire de dos animales embarrados, del tamaño de perros a medio crecer, tranquilamente tendidos en el suelo; se arrimó un poco hacia la chica, cuando la chica pensó con calma «Es piel; ha despellejado a un bicho para abrigarse los pies con la piel»—. Pues sí señor —dijo el negro—. Yo na más quiero volver pa casa, y que los yanquis se queden con todo lo que les dé la gana.
      —¿Dónde viven ustedes? —dijo la chica.
      El negro la miró.
      —En Mississippi. En el Dominio. ¿Aquí nunca han oído hablar de Countymaison? ¿No lo tienen oído?
      —¿Countymaison?
      —Eso es. El abuelo del señó lo llamó Countymaison por ser más grande que un condado, ni a caballo se recorre en un día. En una mula no se llega de punta a punta entre que amanece y anochece. De ahí el nombre —se frotó las manos despacio en los muslos. Había vuelto el rostro hacia los fogones, y olisqueó ruidosamente. Había desaparecido ya la cenicienta cobertura de sus facciones, dejándole la cara de un negro apagado, marchito, la boca algo desencajada, como si se le hubieran aflojado los músculos de tanto usarlos, como dos cintas de goma, pero no los músculos de masticar, sino los de hablar—. Me paice a mí que ya no estamos muy lejos de casa. A lo menos, esa carne de puerco huele igual que la de allá donde viven los míos.
      —Countymaison —dijo la chica embelesada, en tono de fascinación, mirando al negro con sus ojos serios, sin pestañear. Volvió entonces la cabeza y miró a la pared, el rostro perfectamente sereno, perfectamente inescrutable, sin premura, con una intención profunda, absorta.
      —Eso es —dijo el negro—. Hasta los yanquis tienen oído por dónde para Countymaison, la hacienda de los Weddel, y bien saben del señó Francis Weddel. A lo mejó lo han visto ustés pasar por estos pagos en carruaje[2], aquella vez que fue a Washnton a decirle a su presidente de ustés que no le hacía ninguna gracia la manera en que su presidente de ustés trataba entonces a los suyos. Tol camino hasta Washnton lo hizo con dos negros en el carruaje, que lo condujeron y se encargaron de calentarle las piedras para que no le entrase el frío en los pies, y el hombre se adelantó a los demás con una carreta y caballos de refresco. A su presidente de ustés le llevó dos osos enteros y ocho costillares de venado bien ahumados. Cualquier cosa me juego a que su papá de usté, o el padre de su papá, tuvieron que verlo pasar. Seguro que pasó por delante de su misma casa —siguió charlando con volubilidad, con un tono de cantinela soporífera, y poco a poco le fue a más el brillo de las facciones, un resplandor apagado aún, debido al calor reinante, mientras la madre trajinaba en los fogones y la chica, inmóvil, estática, los pies descalzos y curvados, lisos, pegados a los ásperos tablones del suelo, el cuerpo grande, joven, liso, sustancial y mamífero, pegado a la áspera prenda que lo cubría, mirando atenta al negro, con su mirada inefable, sin pestañear, la boca un tanto entreabierta.
      El negro siguió desgranando su cháchara, los ojos cerrados, la voz interminable, rotunda, con aire de perezosa intolerancia, como si aún estuviera en su casa y no hubiese pasado la guerra y no hubieran llegado incómodos rumores de libertad y de cambio, y él (mozo de establo, en la jerarquía doméstica de un hombre dado a los caballos) pasara la tarde en las cabañas de los esclavos, entre el resto de los peones de la hacienda, hasta que la mujer de mayor edad sirvió la cena y salió de la estancia, cerrando la puerta a su espalda. Abrió los ojos al oír el trajín y miró primero a la puerta y luego a la chica. Ella miraba la pared, la puerta cerrada por la que acababa de desaparecer su madre.
      —¿Qué, no le dejan sentarse a la mesa con ellos, o qué? —le dijo.
      La chica miró al negro sin parpadear.
      —Countymaison —dijo—. Dice Vatch que él también es negro.
      —¿Quién? ¿Él? ¿Negro? ¿El señó Soshay Weddel? Amo a ve: ¿quién es el tal Vatch? —la chica lo miró—. Esos porque no han estado ustés en ninguna parte, porque nunca han visto nada de nada. Esto de vivir aquí en el monte, a pelo, es lo que tiene: aquí no se ve ni el humo de las velas. ¿Un negro, él? Ojalá su señá madre le oyera decir lo que acaba de decir —miró alrededor, toda la cocina, apagado y marchito, los ojos en blanco, sin detenerse, de un lado y de otro. La chica lo miraba.
      —Y allá… ¿las chicas llevan zapatos a todas horas? —le dijo.
      El negro siguió recorriendo la cocina con la mirada.
      —¿Y dónde guardan ustés esa agua de manantial de Tennessee? ¿En qué rincón la tienen?
      —¿Agua de manantial?
      El negro pestañeó despacio.
      —Ese coroseno que tan bien se bebe.
      —¿Queroseno?
      —El aceite de lámpara de color claro que se beben ustés. ¿No queda un poquito escondido por alguna parte?
      —Ah —dijo la chica—, el maíz, quiere decir.
      Fue a un rincón y levantó uno de los tablones del suelo mientras el negro la miraba atento. Sacó otra jarra de arcilla. Llenó hasta el borde otro vaso de cristal grueso y se lo dio al negro, al que vio vaciárselo de un trago en el gaznate con los ojos cerrados.
      —¡Uff! —volvió a decir, y se pasó el dorso de la mano por la boca—. ¿Qué fue lo que me preguntó? —dijo.
      —Que si las chicas de Countymaison llevan zapatos.
      —La señá sí. Si no los tuviera, el señó Soshay podría vender un centenar de negros para comprarle un par… A ve: ¿quién es el que dijo que el señó Soshay es negro?
      La chica lo miró.
      —¿Y está casado?
      —¿Casao? ¿Quién? ¿El señó Soshay? —la chica lo miraba—. ¿Y de dónde iba a sacar el tiempo pa casarse, si no hemos hecho más que pelear con los yanquis desde ya va pa cuatro años, eh? Cuatro años lleva sin pasá por la casa, en donde no hay señá con quien se case —miró a la chica, los blancos de los ojos algo inyectados en sangre, la piel brillante con los tenues fulgores, constantes. Al entrar en calor parecía que también hubiese aumentado de talla—. ¿Ya usté qué más le da que esté casao o no?
      Se miraron uno al otro. El negro la oía respirar. Luego ella dejó de mirarle, aunque no había pestañeado una sola vez ni había ladeado la cabeza.
      —No me paice a mí caya tenido tiempo pa pensar en chicas, y menos si van descalzas —dijo ella. Se dirigió a la pared y se agachó de nuevo en la rendija del suelo. El negro la miró. Entró la mujer de mayor edad y tomó otro plato de los fogones, marchándose sin haberlos mirado a ninguno de los dos.


V

       Los cuatro, los tres hombres y el chico, estaban sentados en torno a la mesa con la cena. La comida, variada, se había servido en platos bastos. Los cuchillos y tenedores eran de hierro. Sobre la mesa se encontraba el caneco de arcilla. Weddel se había quitado el capote. Estaba afeitado, con el cabello húmedo, aún peinado para atrás. En el pecho, los pliegues de la camisa espumeaban a la luz de la lámpara, la manga derecha, vacía, sujeta sobre la pechera con un fino alfiler de oro. Bajo la mesa, los desgastados y remendados zapatos de salón descansaban entre las botas recias de los otros dos hombres y los pies descalzos del chico.
      —Vatch dice que eres negro —dijo el padre.
      Weddel se había recostado un poco en la silla.
      —Entonces, eso lo explica todo —dijo—. Estaba pensando que tenía él un mal genio congénito. Y, además, tiene que portarse como uno de los vencedores.
      —¿Eres negro? ¿Sí o no? —dijo el padre.
      —No —dijo Weddel. Miraba al chico, el rostro curtido y desgastado un tanto socarrón. Por la nuca se había cortado el cabello, largo aún, de cualquier manera, acaso con una navaja, o con una bayoneta. El chico lo miraba en total y embelesada inmovilidad. «Como si fuese una aparición», pensó. «Un espectro. Y puede que lo sea»—. No —dijo—, no soy negro.
      —Entonces, ¿quién eres? —dijo el padre.
      Weddel se sentó de costado en la silla, la mano apoyada en la mesa.
      —¿Es que en Tennessee se pregunta a los huéspedes quiénes son? —dijo. Vatch estaba llenando un vaso con el contenido del caneco. Estaba cabizbajo, las manos grandes, encallecidas. El rostro también lo tenía endurecido. Weddel lo miró—. Creo que sé cómo se sienten aquí —dijo—. Supongo que una vez me sentí del mismo modo. Pero es difícil mantener ese sentimiento a lo largo de cuatro años. En estos cuatro años ha sido difícil mantener cualquier sentimiento.
      Vatch dijo algo de súbito, algo áspero. Dejó el vaso de un golpe en la mesa, derramando parte del licor. Parecía agua, aunque tenía un aroma violento, dinámico. Parecía que poseyera una volatilidad inherente, parte de la cual se difundió sobre la mesa, sobre la espuma de la camisa de lino desgastada y pese a todo inmaculada que llevaba Weddel, golpeando de súbito, helado, la tela que se le pegó a la piel.
      —Vatch —dijo el padre.
      Weddel no se movió; su expresión seguía siendo arrogante, socarrona, cansina.
      —No era su intención —dijo.
      —Cuando yo tenga esa intención —dijo Vatch—, no parecerá un accidente.
      Weddel miraba a Vatch.
      —Creo que ya lo dije —dijo—. Me llamo Saucier Weddel. Soy de Mississippi. Vivo en un lugar llamado Contalmaison. Lo construyó mi padre, que fue quien le dio el nombre. Era un jefe de los choctaw llamado Francis Weddel, del cual es probable que no hayan oído ustedes hablar. Era hijo de una choctaw y un emigrante francés de Nueva Orleáns, general de Napoleón y caballero de la Legión de Honor. Se llamaba François Vidal. Mi padre una vez viajó a Washington en su carruaje para reconvenir al presidente Jackson por el trato que su Gobierno daba entonces al pueblo choctaw, enviando por adelantado la carreta de un proveedor con regalos y caballos de refresco, y al mando de esta carreta iba el Hombre, el encargado de los nativos, que era choctaw por los cuatro costados y era primo de mi padre. En los viejos tiempos, el Hombre era el título hereditario del cabeza de nuestro clan, pero después de europeizarnos al igual que los blancos perdimos ese título, que pasó a manos de la rama que se negó a quedar contaminada por la asimilación, aunque sí conservamos los esclavos y las tierras. El Hombre vive ahora en una casa poco mayor que las cabañas de los negros; es poco más que un criado de cierta categoría. Fue en Washington donde mi padre conoció a mi madre y se casó con ella. Murió en la guerra contra los mexicanos. Mi madre murió hace un par de años, en el 63, debido a una complicación de la neumonía que contrajo cuando supervisaba el enterramiento de unos objetos de plata durante una noche de lluvia, cuando las tropas federales entraron en el condado, y también de alimentos inapropiados, aunque mi criado se niega a creer que esté muerta. Se niega a creer que el país hubiese permitido al Norte privarle del café que mi madre importaba de la Martinica y de la galleta molida que tomaba todos los domingos a mediodía y los miércoles por la noche. Cree que el país debiera haberse alzado en armas antes. Pero es que no es más que un negro, miembro de una raza oprimida a la que sobrecarga la libertad. Lleva una lista al día de mis fechorías, que piensa contar a mi madre cuando lleguemos a casa. Yo fui al colegio en Francia, pero no me esforcé apenas. Hasta hace dos semanas era comandante de infantería en un regimiento del Mississippi, a las órdenes de un hombre llamado Longstreet, del cual sí es posible que hayan oído hablar.
      —Así que era comandante —dijo Vatch.
      —Pues sí, ése parece haber sido mi delito, sí.
      —Ya he visto antes a un comandante de los rebeldes —dijo Vatch—. ¿Quiere que le cuente en dónde lo vi?
      —Cuente —dijo Weddel.
      —Estaba tendido junto a un árbol. Allí tuvimos que parar a guarecernos, y él estaba tendido junto al árbol y nos pidió agua. «¿Tienes agua, amigo?», dijo. «Sí, tengo agua», le dije. «Tengo agua en abundancia.» Tuve que reptar; no me pude poner en pie. Me acerqué a rastras hacia él y lo levanté, de modo que apoyase la cabeza contra el árbol. Y le sujeté la cabeza contra el árbol.
      —¿No tenía a mano una bayoneta? —dijo Weddel—. Ah, lo olvidaba: no le fue posible ponerse en pie.
      —Volví reptando a mi lugar. Tuve que reptar un trecho de unos cien metros, donde…
      —¿De vuelta?
      —Estaba demasiado cerca. ¿Cómo se va a disparar bien de tan cerca? Tuve que volver reptando, y el maldito mosquete…
      —¿Maldito mosquete? —Weddel se había recostado de lado en la silla, la mano sobre la mesa, el rostro socarrón, sardónico incluso, contenido.
      —Fallé el primer disparo. Había sujetado bien su cabeza contra el árbol, lo vi mirarme con los ojos bien abiertos, y fallé. Le alcancé en el cuello y tuve que disparar de nuevo por culpa del maldito mosquete.
      —Vatch —dijo el padre.
      Vatch tenía las manos encima de la mesa. La cabeza, la cara, eran como las del padre, sólo que sin la parsimonia del padre. Era un rostro enfurecido, inmóvil, imprevisible.
      —Fue por culpa del maldito mosquete. Tuve que disparar tres veces. Y le quedaron tres ojos en fila, tres ojos en la cara apoyada contra el árbol, los tres abiertos, como si me mirase con los tres. Le hice otro ojo para que viese aún mejor. Pero tuve que disparar dos veces por culpa del maldito mosquete.
      —Tú, Vatch —dijo el padre. Se puso en pie, con las manos sobre la mesa, apoyando todo el peso de su cuerpo macilento—. No haga caso de Vatch, forastero. La guerra ha terminado.
      —No me importa lo que diga —dijo Weddel. Se llevó la mano al pecho, donde desapareció en la espuma de los pliegues de lino mientras miraba a Vatch atento, con ojos alerta, socarrones, sardónicos—. He visto a demasiados como él, durante demasiado tiempo. Difícil iba a ser que me importase lo que dijera uno más.
      —Tome un poco de whisky —dijo Vatch.
      —¿Qué es lo que se empeña en dejar claro?
      —Maldita sea la pistola —dijo Vatch—. Tome un poco de whisky.
      Weddel puso la mano de nuevo en la mesa. En vez de servirle, Vatch sostuvo el caneco en alto sobre el vaso. Miraba más allá de Weddel, por encima del hombro. Éste se volvió. La chica había llegado a la estancia y estaba plantada en la puerta, con su madre tras ella. La madre habló como si se dirigiera al suelo que pisaban sus pies.
      —He intentado sujetarla, tal como me dijiste. Lo he intentado. Pero es más fuerte que un hombre y es más terca que varios juntos.
      —Vuélvete allá —dijo el padre.
      —¿Que vuelva? ¿Yo? —dijo la madre hablando con el suelo.
      El padre pronunció un nombre que Weddel no captó; ni siquiera se dio cuenta de que se le había escapado.
      —Vuélvete.
      La chica se movió. No estaba mirando a ninguno de los presentes. Se acercó a la silla en la que estaba el capote desgastado y remendado de Weddel, poniendo al descubierto los cuatro tajos deshilachados en los que se había cortado el forro de piel negra, acaso con una navaja. Estaba mirando el capote cuando Vatch la sujetó por el hombro, pero fue a Weddel a quien miró la chica.
      —Usted lo ha cortado para darle los trozos a ese negro, para que se envolviera los pies con ellos —dijo la chica. El padre sujetó a Vatch a su vez. Weddel no había movido un músculo, y miraba por encima del hombro; a su lado, el chico hubo de levantarse de la silla sujeto por los brazos, el rostro joven y aflojado, inclinado hacia la lámpara. Pero al margen de la respiración de Vatch y la del padre no se oyó nada en la estancia.
      —Aún soy más fuerte que tú —dijo el padre—. Aún valgo lo mismo que tú, o algo más.
      —No siempre será así —dijo Vatch.
      El padre volvió a mirar a la chica por encima del hombro.
      —Vuélvete allá —dijo. La chica se volvió y regresó hacia la entrada, con pasos sigilosos, como si tuviera los pies de goma. El padre volvió a pronunciar el nombre que Weddel no captó, y esta vez tampoco lo captó, y ni siquiera fue consciente de que se le había escapado. Salió por la puerta la chica. El padre miró a Weddel. La actitud de éste no había cambiado, quitando que una vez más tenía la mano oculta en la pechera de la camisa. Se miraron uno al otro, el rostro frío, nórdico, y el rostro a medias galo y a medias mongol, emaciado y desgastado, como una máscara de bronce, con los ojos como los de los muertos, en los que ha cesado la visión, pero no la vista—. Tome sus caballos y váyase —dijo el padre.


VI

       Estaba oscura la entrada de la casa, con el negro frío del monte en abril, que ascendía del suelo en torno a las piernas desnudas de la chica, en torno a su cuerpo, envuelto por una sola y áspera prenda.
      —Cortó el forro de su capote para que el negro se abrigase los pies —dijo—. Lo hizo por un negro.
      Se abrió la puerta a su espalda. Recortado en la luz de la lámpara apareció un hombre, y la puerta se cerró a su espalda.
      —¿Es Vatch o es el padre? —dijo la chica. Algo le golpeó en la espalda: una correa de cuero—. Miedo me daba que fuese Vatch —dijo antes de que la correa le diese de nuevo.
      —Vete a la cama —dijo el padre.
      —A mí me podrás azotar, pero a él no —dijo la chica.
      Volvió a caer la correa con toda su fuerza: un sonido espeso, plano, blando, que alcanzó sus carnes inmediatamente bajo la tela de arpillera.


VII

       En la cocina, desierta, el negro permaneció unos momentos más sentado en el tronco al que dio la vuelta, junto a los fogones, mirando la puerta. Entonces se puso en pie con cuidado, una mano en la pared.
      —¡Uff! —dijo—. Ojalá tuviésemos en el dominio un manantial del que manara eso. Tol ganao terminaría pisoteado, seguro.
      Pestañeó ante la puerta, aguzó el oído y avanzó, con aire astuto, inquieto, alerta. Alcanzó el rincón y levantó el tablón suelto agachándose con cuidado, apoyándose contra la pared. Sacó el caneco, con lo que perdió el equilibrio y se roció el contenido del mismo por la cara, una cara ridícula, de pasmarote, por el sobresalto. Se incorporó y se sentó en el suelo, con el caneco entre las rodillas antes de levantarlo y beber. Dio un trago largo.
      —¡Uff! —dijo—. En el dominio esto había que dárselo a los cerdos. Esta escoria de montañeses, este hatajo de ignorantes… —volvió a beber, y con el caneco bien sujeto ante los labios asomó en su semblante una expresión de preocupación primero, de consternación después. Dejó el caneco en el suelo y quiso ponerse en pie, pero cayó encima del recipiente y por fin se levantó, agachado, tambaleándose, babeando, con la misma expresión de consternación dolida en el rostro. Entonces cayó de bruces al suelo, derribando el caneco.


VIII

       Se agacharon donde estaba el negro, hablando uno con el otro a media voz, Weddel con la camisa de pliegues en la pechera, el padre y el chico.
      —Vamos a tener que espabilarlo —dijo el padre.
      Pusieron en pie al negro. Con su única mano, Weddel le enderezó la cabeza de un tirón y lo zarandeó.
      —Jubal —dijo. El negro largó un manotazo con torpeza.
      —Dejanme en paz —murmuró—. Fueraquí.
      —¡Jubal! —dijo Weddel.
      El negro dio una sacudida, repentina y violenta.
      —Que me dejen paz —dijo—. Se lo vía decí al Hombre. A tos se lo vía decí —calló un momento—. A los jornaleros. A tos los negros del campo.
      —Vamos a tener que espabilarlo —dijo el padre.
      —Sí —dijo Weddel—. Siento mucho todo esto. Tendría que habérselo advertido a ustedes, pero es que no pensé que hubiera otra jarra a la que encontrase tan fácil acceso —se agachó y pasó su única mano por debajo de la espalda del negro.
      —Déjelo —dijo el padre—. Ya nos ocupamos entre Jule y yo —entre el padre y el chico levantaron al negro. Weddel abrió la puerta. Salieron al negro frío del monte. Más abajo se veía la silueta del granero. Llevaron al negro por la cuesta—. Saca los caballos, Jule —dijo el padre.
      —¿Los caballos? —dijo Weddel—. Ahora es imposible que monte. No se tendrá tieso a lomos de un caballo.
      Se miraron uno al otro, cada uno atento a la voz del otro, en medio de un silencio gélido.
      —¿No se va a marchar ahora? —dijo el padre.
      —Lo siento, pero dese cuenta de que ahora no me puedo marchar. Habrá que esperar a que se haga de día y esté sobrio. Entonces nos marcharemos.
      —Déjelo aquí. Déjele un caballo. Usted puede marchar con el otro. No es más que un negro de mierda.
      —Lo siento, pero no puedo hacer eso después de estos cuatro años —su voz sonó socarrona, casi sardónica, aunque con esa cualidad de fatiga indomable—. Me he ocupado de él hasta este momento; creo que es mi deber llevarlo sano y salvo a casa.
      —Se lo he advertido —dijo el padre.
      —Y yo se lo agradezco. Nos iremos en cuanto se haga de día. Si Jule tuviera la amabilidad de ayudarme a llevarlo al establo…
      El padre había dado un paso atrás.
      —Jule, deja a ese negro en el suelo —dijo.
      —Aquí se va a helar —dijo Weddel—. Es preciso que lo lleve al establo —levantó a duras penas al negro y lo apoyó contra la pared, agachándose para echarse el cuerpo inerte del negro sobre el hombro. Levantó el peso con facilidad, aunque no entendió por qué hasta que oyó de nuevo al padre.
      —Jule, sal de ahí ahora mismo.
      —Sí —dijo Weddel en voz baja—, marcha. Ya lo subo yo por la escalera —oía la respiración del chico, acelerada, ágil, joven, tal vez presa de la excitación. Weddel no se detuvo a especular, ni tampoco pensó en el tono histérico con que habló el chico.
      —Yo le ayudaré.
      Weddel no puso objeciones. Abofeteó al negro para espabilarlo y guiaron sus pies en cada uno de los peldaños de la escalera, aupándolo al subir. A mitad de la escalera se detuvo y volvió a soltar manotazos.
      —Se lo vía decí a tos. Se lo vía decí al Hombre. A su mamá de usté se lo vía decí. A los jornaleros. A tos los negros del campo.


IX

       Se tendieron uno junto al otro en el pajar, bajo el capote y las dos mantas de las ensilladuras. No había heno. El negro roncaba con un aliento apestoso, espeso, fétido. Abajo, en los establos, el purasangre de vez en cuando piafaba. Weddel se había tumbado boca arriba con el brazo sobre el pecho, sujetándose con la mano el muñón del otro brazo. Arriba, por las rendijas del tejado, veía el cielo, el frío penetrante, el cielo negro del que mañana caería otra vez la lluvia, al igual que durante todos los días en que siguieran en los montes. «Si es que salgo de estos montes —dijo en voz baja, inmóvil, boca arriba, junto al negro que roncaba—. Me llegó a preocupar. Supuse que se había agotado, que había perdido el privilegio de tener miedo, pero no ha sido así. Y ahora soy feliz. Moderadamente feliz». Permanecía rígido, boca arriba, en la fría oscuridad, pensando en su hogar. «Contalmaison. Nuestras vidas se resumen en los ruidos y así adquieren algún sentido. La victoria. La derrota. La paz. El hogar. Por eso hemos de hacer tanto para inventar significados que se correspondan con los ruidos, tantísimo hay por hacer. Sobre todo si uno tiene la suerte suficiente de salir victorioso: tantísimo hay por hacer. Es bonito que a uno le zurren, es apacible que le zurren. Que le zurren y luego tenderse bajo un techo agrietado, a pensar en el hogar —el negro roncaba—. Tantísimo que hacer —como si viese las palabras tomar forma en silencio, en la oscuridad, encima de su boca—. Qué pasaría, digamos, si un hombre en el elegante vestíbulo del hotel Gayoso, en Memphis, de pronto se echara a reír a carcajadas. Pero soy bastante feliz…». Y oyó entonces el ruido. Permaneció completamente inmóvil, sujetando con la mano la culata de la pistola, cálida bajo el muñón del brazo derecho, escuchando el ruido sigiloso, infinitesimal casi, que ascendía por la escalera. Pero no hizo movimiento alguno hasta que vio el orificio de la trampilla borrarse vagamente.
      —Quieto en donde estás —dijo.
      —Soy yo —dijo una voz: la voz del chico, de nuevo con esa cualidad ágil, acelerada, que ni siquiera en ese instante se detuvo Weddel a sopesar para tacharla de excitación, y que ni siquiera le movió a comentario alguno. El chico llegó a cuatro patas, atravesando las pajas resecas, sibilantes, que cubrían el suelo—. Adelante, dispare —dijo. A gatas se asomó sobre Weddel con la respiración entrecortada, jadeante—. Ojalá estuviera muerto. Cuántas ganas tengo de estar muerto. Ojalá estuviéramos muertos los dos. Podría querer yo lo mismo que quiere Vatch. ¿Por qué tenían que hacer ustedes dos una parada aquí?
      Weddel no se había movido.
      —¿Por qué quiere Vatch verme muerto?
      —Porque todavía escucha los alaridos que daban ustedes. Yo antes dormía con él, y se despierta de noche y una vez el padre tuvo que impedirle que me estrangulara sin haberse despertado del todo, sudoroso, escuchando todavía los alaridos que daban ustedes. Sin otra cosa que las armas descargadas, dando alaridos, dijo Vatch, como espantapájaros en un maizal, a todo correr —lloraba, aunque no muy fuerte—. ¡Malditos sean ustedes! ¡Así se pudran en el infierno!
      —Sí —dijo Weddel—. También yo he oído esos alaridos. En cambio, ¿tú por qué quisieras estar muerto?
      —Porque ella quiso venir. Sólo que tuvo que…
      —¿Quién? ¿Tu hermana?
      —… tuvo que pasar por la estancia antes de salir. El padre estaba despierto. «Si sales por esa puerta», le dijo, «no se te ocurra volver». Y ella le dijo que no era eso lo que se proponía. Pero Vatch también estaba despierto, y le dijo: «Si quieres que se case contigo, que sea rápido, porque en cuanto amanezca vas a estar viuda». Y ella vino a decírmelo. Pero yo también estaba despierto. Ella me pidió que se lo dijera a usted.
      —¿Que me dijeras el qué? —dijo Weddel. El chico lloraba en silencio, con una especie de desesperación paciente y absoluta.
      —Le dije que como usted sea un negro, y si ella lo hiciera, le dije que yo…
      —¿Qué? ¿Si ella hiciera el qué? ¿Qué es lo que quiere ella que me digas?
      —Que hay una ventana en el desván donde dormimos ella y yo. Hay una escalera de mano, la hice yo mismo para volver de caza, de noche, y que podría usted emplear para entrar. Pero yo le dije que como usted sea un negro, y si ella lo hiciera, le dije que yo…
      —Vamos a ver —dijo Weddel bruscamente—. Haz el favor de dominarte un poco. ¿O es que no te acuerdas? Yo sólo la he visto una vez, cuando entró en la estancia y tu padre le mandó que saliera.
      —Pero en ese momento la vio, y ella lo vio a usted.
      —No —dijo Weddel.
      El chico dejó de llorar. Seguía inmóvil junto a Weddel.
      —¿No? ¿Cómo que no?
      —No lo pienso hacer. No voy a subir por esa escalera.
      El chico pareció quedar pensativo un rato, a su lado, inmóvil, encima de él, respirando ahora despacio, sin ruido. Habló en un tono pensativo, casi de ensoñación.
      —Fácil lo mataba ahora mismo. No tiene más que un brazo, y aunque sea mayor que yo… —se movió de pronto, con una rapidez prácticamente increíble. La primera impresión que tuvo Weddel fue cuando notó las manos duras y demasiado grandes del chico en el cuello. No se movió—. Fácil lo mataba ahora mismo. Y a nadie le iba a importar.
      —Chsst —dijo Weddel—. No tan alto.
      —A nadie le iba a importar —sujetaba a Weddel por el cuello conteniéndose a duras penas, con torpeza. Weddel notó que se empezaba a asfixiar, y notó que el temblor se agotaba por sí solo en algún punto de los antebrazos del chico, antes de llegar a sus manos, como si la conexión entre cerebro y manos no fuera del todo completa—. A nadie le importaba. Quitando que Vatch se pondría como loco.
      —Tengo una pistola —dijo Weddel.
      —Pues pégueme un tiro. Adelante.
      —No.
      —¿No? ¿No qué?
      —Ya te lo he dicho.
      —¿Me jura que no lo hará? ¿Me lo jura?
      —Escucha un momento —dijo Weddel, y siguió hablando con una especie de paciencia apaciguadora, como si hablase a un niño pequeño con palabras de una sola sílaba—. Yo sólo quiero volver a mi hogar. Nada más que eso. Llevo cuatro años lejos de mi hogar y de los míos. ¿No lo entiendes? Lo que quiero es ver qué me queda allí después de estos cuatro años.
      —Allí… ¿a qué se dedica usted? —las manos del chico se habían aflojado, pese a su dureza, en torno al cuello de Weddel, aunque los brazos aún los tenía rígidos—. ¿Se dedica a cazar durante el día entero y durante toda la noche si le viene en gana, con un buen caballo que montar, con negros a su servicio, que le lustran las botas y le ensillan el caballo, y usted se acomoda en la galería de la casa a comer hasta que se le hace hora de salir a cazar de nuevo?
      —Eso espero. Pero hace cuatro años que no estoy allí, date cuenta. Por eso no sé lo que me espera cuando llegue.
      —Lléveme con usted.
      —Date cuenta de que no sé lo que me espera allí cuando llegue. Es posible que allí ya no haya nada, ni caballos que montar, ni animales que cazar. Allí estuvieron los yanquis, y mi madre murió poco después, y no sé qué es lo que se puede esperar que encuentre cuando llegue, ni lo sabré hasta que llegue y lo vea con mis propios ojos.
      —Trabajaré. Los dos trabajaremos. Usted se puede casar en Mayesfield. No está demasiado lejos.
      —¿Casar? Ah. Tu… Entiendo. ¿Y cómo sabes tú que yo no estoy casado? —el chico cerró entonces las manos en su cuello, zarandeándolo—. ¡Ya basta!
      —Como me diga que ya tiene esposa, lo mato —dijo el chico.
      —No —dijo Weddel—, no estoy casado.
      —¿Y no piensa subir por esa escalera?
      —No. No la he visto más que una vez. Es posible que no la reconociera si la volviese a ver.
      —Ella no piensa igual. Yo a usted no le creo. Me está mintiendo.
      —No —dijo Weddel.
      —¿Es porque le da miedo?
      —Sí. Eso es.
      —¿Le da miedo Vatch?
      —No, Vatch no. Es sólo que me da miedo. Creo que mi suerte se ha agotado. Sé que me ha durado mucho; ahora me da miedo descubrir que se me ha olvidado cómo tener miedo. Por eso no me puedo arriesgar. No me puedo arriesgar a descubrir que ya no estoy en contacto con la verdad. No es como el bueno de Jubal. Él cree que yo aún le pertenezco; nunca creerá que estoy ahora liberado. Ni siquiera me permitirá decírselo. Él no tiene por qué preocuparse por la verdad, entiéndelo.
      —Nosotros podríamos trabajar. Ella a lo mejor no se parece a las mujeres de Mississippi, las que llevan zapatos a todas horas, pero los dos podríamos aprender. No le haríamos a usted avergonzarse de nosotros ante nadie.
      —No —dijo Weddel—. No puedo.
      —Entonces váyase. Ahora mismo.
      —¿Cómo quieres que me vaya ahora? Ya ves que Jubal no se tiene en pie, no puede montar a caballo —el chico no contestó de inmediato; pasado un instante Weddel notó la tensión, la inmovilidad absoluta, aunque él no captó ningún sonido. Supo que el chico se había acuclillado, sin respirar, y que miraba a la escalera—. ¿Cuál de ellos? —susurró Weddel.
      —Es el padre.
      —Voy a bajar. Tú quédate aquí. Y guárdame la pistola.


X

       En la oscuridad, con la altura, el aire era frío, helador. En la vasta e invisible oscuridad yacía el valle, el frío opuesto, la cordillera invisible y negra en la negrura del cielo. Sujetándose el muñón del brazo perdido sobre el pecho, temblaba despacio, sin descanso.
      —Váyase —dijo el padre.
      —La guerra ha terminado —dijo Weddel—. La victoria de Vatch no es de mi incumbencia.
      —Llévese a sus caballos y a su negro y váyase de aquí.
      —Si está pensando en su hija, no la he visto más que una vez y no cuento con volver a verla nunca.
      —Váyase —dijo el padre—. Tome lo que es suyo y váyase de aquí.
      —No puedo —se encararon uno con el otro en la oscuridad—. Al cabo de estos cuatro años he adquirido inmunidad y no tengo por qué huir como un cobarde.
      —Le doy de plazo hasta el alba.
      —En Virginia, durante cuatro años, he tenido mucho menos. Y esto es Tennessee —pero el otro se había dado la vuelta y se disolvió por la negrura de la cuesta. Weddel volvió al establo y subió la escalera del pajar. Inmóvil sobre el negro que roncaba se había acuclillado el chico.
      —Déjelo aquí —dijo el chico—. No es más que un negro de… Déjelo y váyase.
      —No —dijo Weddel.
      El chico estaba en cuclillas sobre el negro que roncaba. No miraba a Weddel, aunque entre ellos se encontraban, apacibles e insonoras, la arboleda, la detonación seca y cortante, el trueno brusco y despavorido del caballo que se encabrita, el humo que asciende en una columna.
      —Le puedo enseñar por dónde hay un atajo para bajar al valle. En menos de dos horas estará lejos de los montes. Con el alba estará a más de diez millas.
      —No puedo. Él también quiere llegar a su hogar. Es preciso que lo lleve a casa —se agachó; con su única mano extendió torpemente el capote, cubriendo mejor al negro. Oyó alejarse al chico, pero no lo miró. Al cabo de un rato zarandeó al negro—. Jubal —dijo. El negro gimió; se giró pesadamente, se volvió a dormir. Weddel se acuclilló a su lado, igual que había hecho el chico—. Pensé que lo había perdido para siempre —dijo—. La paz y la quietud, la capacidad de tener miedo de nuevo.


XI

       La cabaña estaba desolada, escuálida con el recio frío del alba, cuando los dos caballos pasaron por delante de la cancela desvencijada y salieron al camino pisoteado, el negro en el purasangre, Weddel en el alazán. El negro se estremecía. Iba encorvado, con las rodillas recogidas, el rostro casi invisible bajo la capucha de lona.
      —Ya le dije yo que nos iban a envenená con esa güita que tienen —dijo—. Ya se lo dije. Son unos brutos, unos palurdos montañeses. Y usté no sólo les ha dejao que me envenenen, sino candemás me trae el veneno de su propia mano. ¡Ay, Señó, Señó…! No sé yo si algún día llegaremos a casa.
      Weddel se volvió a mirar la cabaña, la casa desgastada por el tiempo, impávida, en donde no había señal de vida, ni siquiera una columna de humo.
      —Digo yo que tendrá un joven apuesto, un galán —lo dijo en voz alta, meditabundo, socarrón—. Y ese chico, Jule… Dijo que hemos de llegar a la arboleda de los laureles, donde desaparece el camino, y tomar por un prado a la izquierda. Dijo que no debíamos atravesar esa arboleda.
      —¿Eso lo dice quién? —dijo el negro—. Yo no voy pa ninguna parte. Yo me vuelvo a dormirla en el pajar.
      —De acuerdo —dijo Weddel—. Desmonta.
      —¿Que desmonte?
      —Necesito los dos caballos. Ya podrás caminar cuando termines de dormirla.
      —Se lo vía decí a su señá madre —dijo el negro—. A tos se lo vía decí. Les vía decí que al cabo de cuatro años sigue usté sin tené seso, que no sabe ni reconocé a un yanqui a la que lo ve. Y se pasa la noche con unos yanquis y les deja que envenenen a uno de los negros de la señá. A tos se lo vía decí.
      —Y yo que pensaba que te ibas a quedar aquí… —dijo Weddel. También temblaba él—. Pero frío no tengo —dijo—. Frío no tengo.
      —¿Quedarme aquí? ¿Y cómo demonios iba a llegá usté a la casa sin mí, eh? ¿Qué le digo yo a la señá cuando llegue sin usté y me pregunte dónde sa quedao?
      —Vamos —dijo Weddel. Picó espuelas para poner al paso al alazán. Miró en silencio a la casa y siguió el camino. A su espalda, en el purasangre, el negro murmuraba y mascullaba sus cantinelas de desconsuelo. El camino, la larga cuesta por la que habían subido trabajosamente el día anterior, ahora era descendente. Estaba embarrado, pisoteado, con abundantes rocas, desgarrado entre la tierra yerma y el pedregal, bajo el cielo que se iba disolviendo, bajando a sacudidas hacia la linde en donde estaban los pinos y los laureles. Al cabo de un tiempo había desaparecido la cabaña.
      —Así que ahora me doy a la fuga —dijo Weddel—. Cuando llegue a casa, muy orgulloso de esto no estaré. O sí, sí lo estaré. Significará que estoy vivo. Todavía vivo, puesto que conozco el miedo y el deseo. Como la vida es una afirmación del pasado y una promesa hecha al futuro… Sigo estando vivo. Ah —era la arboleda de los laureles. A menos de trescientos metros parecía que hubiese brotado inmóvil y oscuramente secreto en el aire que era en su mayor parte de agua. Sujetó las riendas con brusquedad, y el negro, agazapado, gimoteante, el rostro del todo oculto, lo adelantó sin advertirlo hasta que el purasangre decidió pararse por su propia cuenta—. Pero no se ve ningún camino… —dijo Weddel, y en ese momento una figura salió a la carrera hacia ellos. Weddel sujetó las riendas colocándoselas bajo la entrepierna y ocultó la mano bajo el capote. Vio entonces que era el chico. Llegó a todo correr. Tenía blanco el rostro, en tensión, una notable seriedad en la mirada.
      —Es por allí, más allá —dijo.
      —Gracias —dijo Weddel—. Muy amable de tu parte, haber venido a enseñarnos el camino, aunque ya lo hubiésemos encontrado, digo yo.
      —Sí —dijo el chico como si no se hubiese enterado. Ya llevaba de las riendas al alazán—. Por allá, pasados los arbustos. No se ve el camino hasta que no se ponen los pies en él.
      —¿En qué? —dijo el negro—. Se lo vía decí. Al cabo de cuatro años no tiene usté más seso…
      —Calla —dijo Weddel. Se dirigió al chico—. Te estoy agradecido. Y te tendrás que quedar con eso a falta de algo mejor. Ahora, ya puedes volver a casa. Ya encontraremos el camino. Seguro que todo va bien.
      —Ellos también conocen el camino —dijo el chico. Tiró del ronzal del alazán—. Vamos.
      —Espera —dijo Weddel, y retuvo las riendas. El chico aún dio algún tirón del ronzal a la vez que miraba a la arboleda—. Así que nosotros tenemos una opción y ellos tienen una opción. ¿Es eso?
      —¡Maldito sea usted! ¡En el infierno se pudra! —dijo el chico con una especie de flojera frenética—. Estoy harto de esto, estoy harto, no puedo más.
      —Bueno —dijo Weddel. Miró en derredor, socarrón y sardónico, con el rostro macilento, fatigado, desgastado—. Pero yo he de seguir. No me puedo quedar aquí, no podría ni aunque tuviera una casa, un techo bajo el cual vivir. Así que ahora he de escoger entre tres posibilidades. Y eso es lo que a cualquier hombre lo trastoca, esa alternativa adicional. Justo cuando ha terminado de comprender que vivir consiste en elegir mal entre dos alternativas, resulta que ha de escoger entre tres. Anda, tú vuelve a casa.
      El chico se dio la vuelta a mirarlo.
      —Podríamos trabajar. Podríamos volver ahora a la casa, puesto que el padre y Vatch están… Podríamos bajar a caballo el monte, dos en un caballo, dos en el otro. Podríamos volver por el valle, podría casarse usted en Mayesfield. No le daríamos vergüenza, se lo aseguro.
      —Pero ella tiene un joven pretendiente, ¿sí o no? Seguro que tiene a alguien que la espera en la iglesia los domingos y la acompaña a casa caminando y come con ella los domingos y a lo mejor hasta se pelea con los otros jóvenes por ella.
      —Entonces, ¿no nos va a llevar?
      —No. Vuélvete a casa.
      El chico permaneció unos momentos sujetando el ronzal del caballo, cabizbajo. Se dio la vuelta.
      —Pues entonces, vamos. Tendremos que darnos prisa.
      —Un momento —dijo Weddel—. ¿Qué vas a hacer?
      —Iré un trecho con usted. Vamos —arrastró al alazán hacia delante, hacia un lado del camino.
      —Basta —dijo Weddel—. Tú vuélvete a casa. La guerra ha terminado, y Vatch lo sabe de sobra.
      El chico no respondió. Condujo al alazán hacia la maleza. El purasangre se quedó atrás.
      —¡Arre, César! —gritó el negro—. Espere, señó Soshay. No vía bajá montando nun…
      El chico miró por encima del hombro sin detenerse.
      —Usted se queda ahí —dijo—. Usted se queda donde está.
      La senda era poco más que una cicatriz inapreciable que se internaba con sucesivas revueltas en la maleza.
      —Ahora ya lo veo —dijo Weddel—. Anda, vuélvete.
      —Iré un trecho con usted —dijo el chico, aunque con voz tan queda que Weddel descubrió que contenía la respiración y estaba tenso, alerta. Respiró de nuevo cuando el alazán trastabilló con paso envarado.
      «Tonterías —pensó—. De aquí en cinco minutos me tiene jugando a los indios como si tal cosa. Quise recuperar la capacidad de pasar miedo, pero me parece que me he excedido». Se ensanchó la senda; el purasangre se acercó despacio, el chico entre los dos. Volvió a mirar al negro.
      —Usted se queda en donde está, ya se lo he dicho —dijo.
      —¿Y por qué? —dijo Weddel. Observó el rostro emaciado y tenso del chico. «Ahora ya no sé si estoy jugando a los indios o no», se dijo—. ¿Por qué ha de quedarse ahí atrás, eh?
      El chico miró a Weddel. Se detuvo y detuvo el paso del alazán.
      —Podríamos trabajar. No le daríamos vergüenza —dijo.
      El rostro de Weddel era tan escueto como el del chico. Se miraron uno al otro.
      —¿Te parece que nos hemos equivocado al elegir? Tuvimos que elegir. Tuvimos que escoger una alternativa entre tres.
      De nuevo fue como si el chico no le hubiera oído.
      —No irá a pensar que soy yo, ¿verdad? Júrelo.
      —No, te lo juro —habló en voz baja, atento al chico. Hablaban como dos hombres, o como dos niños.
      —¿Qué piensas que deberíamos hacer?
      —Volver. Ahora ya se habrán marchado. Podríamos… —tiró del ronzal del alazán. El purasangre los alcanzó de nuevo y se adelantó.
      —¿Quieres decir que podría ser por aquí? —dijo Weddel, y de pronto clavó espuelas y el alazán dio una sacudida al chico, que se aferró al ronzal a duras penas—. Suelta de una vez —dijo. El chico se agarró a la brida, arrastrado por el caballo hasta que los dos animales volvieron a estar a la misma altura. A lomos del purasangre, el negro iba encaramado con las rodillas altas, hablando aún por los codos, embadurnado de palabrería fácil, gastado de tanto hablar, como un zapato viejo de tanto caminar.
      —Se lo he dicho y se lo he dicho otra vez —dijo el negro.
      —¡Suelta! —dijo Weddel, y espoleó al alazán, con lo que golpeó con el hombro al chico—. ¡Suelta de una vez!
      —¿No piensa volver? —dijo el chico—. ¿No va a volver?
      —¡Suelta! —dijo Weddel. Se le veían los dientes un poco bajo el bigote; levantó las manos el alazán a fuerza de tanta espuela. El chico soltó la brida y se agazapó agarrado al cuello del purasangre; Weddel se volvió a mirar cuando el alazán se levantó de manos y vio al chico lanzarse adelante hasta el lomo del purasangre, desplazando hacia atrás al negro hasta que desapareció.
      —Pensarán que va usted montado en el caballo bueno —dijo el chico con un hilillo de voz, entre jadeos—. Les dije que usted iría montado… ¡Montaña abajo! —gritó a la vez que el purasangre se le fue adelantando—. ¡El caballo podrá hacerlo! ¡Sálgase de la senda! Sálgase de… —Weddel espoleó el alazán, estando casi a la misma altura, los dos caballos alcanzaron el recodo por donde doblaba la senda y se internaba por una masa de laureles y rododendros—. ¡Quédese en donde está! —gritó—. ¡Por fuera de la senda! —Weddel espoleó el alazán. Tenía pintada en el rostro una fina mueca de exasperación, de cólera, casi como una sonrisa.
      Seguía todavía la sonrisa pintada en su rostro muerto cuando dio por tierra con el pie aún sujeto al estribo. El alazán brincó al oír el restallido y arrastró a Weddel hacia la senda, deteniéndose y relinchando al tiempo, resoplando una sola vez antes de ponerse a pacer. El purasangre en cambio se apresuró al tomar la curva rápidamente, la manta retorcida en el vientre, poniendo los ojos en blanco y saltando por encima del cadáver del chico, tendido de costado contra una piedra, los brazos echados para atrás, las palmas de las manos abiertas, como una mujer con las faldas levantadas al saltar para cruzar un charco. Se volvió en redondo y permaneció sobre el cuerpo de Weddel, relinchando con la cabeza echada hacia atrás, atento a la arboleda de los laureles y la gota de humo de pólvora negra que se desdibujaba al esfumarse.
      El negro estaba a cuatro patas cuando los dos hombres salieron de la arboleda. Uno de ellos iba corriendo. El negro lo vio correr, lo oyó gritar en un tono monocorde.
      —¡Maldito imbécil! ¡Maldito imbécil! ¡Maldito imbécil!
      Lo vio luego detenerse de pronto y soltar el fusil. Ovillado en el suelo, el negro lo vio quedarse inmóvil, como si fuese de piedra, sobre el fusil caído al suelo, con una expresión de sobresalto, de aturdimiento, como si acabara de despertar de un sueño. Luego el negro vio al otro. En el gesto que hizo al agacharse, el segundo hombre levantó el fusil e hizo ademán de cargarlo de nuevo. El negro no se movió. A cuatro patas observó a los dos hombres blancos, los iris de los ojos agitados, enloquecidos en medio del blanco inyectado en sangre. Luego también se movió, y aún a cuatro patas se volvió y se dejó caer hacia donde yacía Weddel, bajo el alazán, para ovillarse sobre Weddel y volverse a mirar y ver al segundo hombre alejarse despacio por la senda, subiendo, cargando el fusil. Lo vio detenerse. No cerró los ojos ni apartó la vista. Vio el fusil alargarse y lo vio subir y disminuir despacio, hasta tornarse un punto sobre la forma blanca del rostro de Vatch, como un punto final al final de una página. Ovillado, los ojos del negro se desbocaron, enloquecidos, insistentes, enrojecidos, como los de un animal acorralado.



Notas de la traducción:

[1] La rendición del ejército confederado se hizo oficial en el juzgado del condado de Appomattox, Virginia, el 9 de abril de 1865. Al parecer, Weddel y Jubal estuvieron presentes en el acto.

[2] Si el lector ha seguido los relatos en el orden en que los dispuso Faulkner, sí ha visto pasar a Francis Weddel, como sucede efectivamente en el último de los relatos de la tercera parte, «¡He ahí…!».



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