William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)
Un olor a verbena (1938)
(“An Odor of Verbena”)
The Unvanquished
(Nueva York: Random House, 1938, 293 págs.)
I
Era justo después de cenar. Acababa de abrir mi Coke encima de la mesa, bajo la lámpara; oí los pasos del profesor Wilkins en el pasillo y luego hubo un momento de silencio cuando puso la mano en el pomo de la puerta: debí haber comprendido. La gente habla fácilmente de presentimientos, pero yo no tuve ninguno. Oí sus pasos en las escaleras y después acercándose por el pasillo, y no tenían nada de extraño, porque, aun cuando hiciera ya tres cursos que vivía en su casa, y a pesar de que él y la señora Wilkins me llamaran Bayard dentro de casa, nunca hubiera entrado sin llamar en mi habitación, igual que yo no habría entrado en la de él ni en la de ella. Después, con uno de esos gestos por los que al fin flaquea la firmeza casi dolorosa del director de un colegio de jóvenes, abrió la puerta violentamente, golpeándola contra el tope, y apareció diciendo:
—Bayard. Bayard, hijo mío, querido hijo.
Debí haber comprendido. Debí estar preparado. O acaso lo estuviera, pues recuerdo que cerré el libro con cuidado, incluso dejando una señal, antes de levantarme. El profesor Wilkins estaba haciendo algo, manipulando algo; era mi capa y mi sombrero, que me tendía y que yo cogí, aunque no necesitaría la capa, a no ser, consideraba yo (a pesar de que era octubre, no había llegado el equinoccio), que las lluvias y el tiempo frío se presentaran antes de que volviera a ver aquella habitación, de manera que la capa me haría falta de todos modos para volver, si es que volvía, y pensé: «Dios mío, con que sólo hubiera hecho esto la noche pasada, si anoche hubiera abierto esa puerta de golpe, sin llamar, haciéndola rebotar contra el tope, yo podría haber estado allí antes de que ocurriera, junto a él, en el sitio que fuera, allí donde debiera caer abatido sobre la tierra y el polvo».
—Tu criado está abajo, en la cocina —añadió.
No fue sino años más tarde cuando me contó (alguien lo hizo; debió ser el juez Wilkins) que Ringo dio un manifiesto empujón a la cocinera y entró en la casa, hasta la biblioteca, donde él y la señora Wilkins estaban sentados, y dijo sin preámbulos, al tiempo que se daba la vuelta para marcharse:
—Esta mañana han matado al coronel Sartoris. Dígale que le espero en la cocina.
Y desapareció antes de que ninguno de los dos pudiera hacer movimiento alguno.
—Ha cabalgado cuarenta millas, pero se niega a tomar algo.
Ya íbamos hacia la puerta, detrás de la cual yo había vivido desde hacia tres años con aquel conocimiento, con lo que ahora sabía que había creído y esperado, y detrás de la cual había oído los pasos acercándose, sin descubrir nada en ellos.
—Si hay alguna cosa que yo pueda hacer.
—Si, señor —dije—. Un caballo de refresco para mi criado. Querrá volver conmigo.
—No faltaba más, coge el mío… el de la señora Wilkins —gritó.
Su tono de voz no cambió, pero habló a gritos, y supongo que en el mismo momento los dos nos dimos cuenta de que resultaba divertido: una yegua de mucho vientre y patas cortas, que era exactamente igual que una profesora de música solterona y a la que la señora Wilkins solía enganchar un faetón ligero; cosa que me cayó tan bien como si me hubieran echado encima un cubo de agua fría.
—Gracias, señor —dije—. No lo necesitaremos. Cuando vaya al establo por mi yegua, alquilaremos un caballo de refresco para él.
Lo que si me venía bien, porque, aun antes de terminar de decirlo, comprendí que aquello tampoco sería necesario, que Ringo se habría parado en la caballeriza de alquiler para ocuparse de ello antes de llegar al colegio mayor, y que su caballo de refresco y mi yegua estarían los dos ensillados y aguardando ya junto a la puerta lateral, y ni siquiera tendríamos que atravesar Oxford. A Loosh no se le habría ocurrido eso, si hubiera venido él a buscarme; habría ido directamente al colegio, a casa del profesor Wilkins, le habría dado la noticia, y luego se habría sentado, dejando que yo me encargase de todo a partir de entonces. Pero Ringo no actuaría así.
Salió de la habitación detrás de mí. Desde aquel momento hasta que Ringo y yo nos alejamos al galope en la calurosa y densa noche polvorienta, despierta y ansiosa por el retrasado equinoccio como una parturienta fuera de cuentas, él iría un poco delante o detrás de mi, y yo no lo sabría ni tampoco me importaría. Trataba de encontrar palabras para ofrecerme también su pistola. Casi pude oírle decir:
—¡Oh! No hace diez años que esta desgraciada tierra se ha recuperado de la fiebre, pero sus hombres deben seguir matándose mutuamente, aún debemos pagar la carga de Caín en su propia moneda.
Pero, en realidad, no lo dijo. Se limitó a seguirme, a mi lado o detrás de mi, mientras bajábamos las escaleras hacia el vestíbulo, donde esperaba la señora Wilkins, bajo la araña de cristal —una mujer canosa y delgada que me recordaba a yaya, no porque se pareciese a ella, sino porque la había conocido—, con el rostro erguido, tenso e inmóvil pensando: Quien a hierro mala, a hierro muere, lo mismo que habría pensado yaya, pensamiento al que me aproximaba, al que debía acercarme no porque fuese nieto de yaya y hubiera vivido en casa de la señora Wilkins durante tres cursos y tuviese casi la misma edad que su hijo cuando resultó muerto en una de las últimas batallas hacía nueve años, sino porque yo era entonces Los Sartoris. (Los Sartoris: eso había sido uno de los rápidos mensaje concomitantes, junto con él —por fin ha sucedido— del profesor Wilkins cuando abrió la puerta). Ella no me ofreció caballo ni pistola, no porque fuese una mujer, y por tanto más sabia que cualquier hombre, pues de otro moda los hombres no habrían prolongado la guerra otros dos años, después de saber que estaban vencidos. Simplemente, me puso las manos (era una mujer menuda, no más alta de lo que había sido yaya) en los hombros, y dijo:
—Da recuerdos a Drusilla y a tu tía Jenny. Y vuelve en cuanto puedas.
—Pero no sé cuándo podré —dije—. No sé de cuántas cosas tendré que ocuparme.
Si, incluso a ella le mentí; apenas habría transcurrido un minuto desde que él abriera la puerta de golpe, haciéndola rebotar contra el tope, y ya empezaba a darme cuenta, a ser consciente de que no tenía criterio para calibrar, salvo el que consistía, a pesar de mí mismo, a pesar de mi educación y de mi ambiente cultural (o quizás, a causa de ello), en lo que desde hacia algún tiempo sabía que estaba llegando a ser, y que temía que fuese puesto a prueba: recuerdo que, cuando sus manos aún descansaban sobre mis hombros, pensé: Por fin me ha llegado la ocasión de averiguar si soy lo que creo ser, o si sólo espero serlo; si voy a hacer lo que a mí mismo me he dicho que está bien, o si sólo desearía hacerlo.
Seguimos hacia la cocina; el profesor Wilkins venía a mi lado o detrás de mi, y continuaba ofreciéndome la pistola y el caballo de doce maneras distintas. Ringo estaba aguardando; recuerdo que entonces pensé que, fuera lo que fuera lo que nos ocurriese a cualquiera de los dos, yo jamás sería Los Sartoris para él. También tenía veinticuatro años, pero, en cierto modo, había cambiado menos que yo desde el día en que clavamos el cuerpo de Grumby a la puerta de la vieja prensa. Quizá fuese porque entonces era más alto que yo; aquel verano, cuando él y yaya vendían mulas a los yanquis, cambió mucho, y por eso yo tuve que cambiar más desde entonces, únicamente para estar a su altura. Estaba tranquilamente sentado en una silla, junto al fogón apagado, con la expresión de agotamiento de quien ha cabalgado cuarenta millas (en cierto momento, en Jefferson o cuando al fin se quedara solo en alguna parte del camino, había llorado; se le había pegado y secado el polvo en los surcos que las lágrimas le habían marcado en la cara), y tiene que cabalgar otras cuarenta, pero sin tomar nada, levantando hacia mí sus ojos ligeramente enrojecidos por la fatiga (o quizá fuese algo más que simple cansancio, y en ese caso yo nunca me pondría a su altura), incorporándose luego sin decir palabra para dirigirse a la puerta, mientras yo le seguía y el profesor Wilkins continuaba ofreciéndome el caballo y la pistola sin decirlo expresamente y pensando todavía (eso también lo notaba yo): A hierro muere. A hierro muere.
Tal como me había figurado, Ringo tenía dos caballos ensillados en el portillo: uno de refresco para él, y la yegua que padre me había regalado hacia tres años, que en cualquier momento podía cubrir una milla en menos de dos minutos y una milla cada ocho minutos durante toda la jornada. Él ya había montado cuando me di cuenta de que el profesor Wilkins quería estrecharme la mano. Nos la dimos; yo sabía que él estaba convencido de tocar carne que quizá no estuviera viva a la noche siguiente, y durante un momento pensé qué pasaría si le explicaba lo que me proponía hacer, porque ya habíamos hablado de eso, de si en la Biblia había algo sobre ello, algo de esperanza y paz para Su ciega y confundida progenie, a la que Él había escogido entre todas las demás para otorgarle la inmortalidad, No matarás, debía ser, porque, tal vez, hasta creyera que me lo había enseñado él, pero no había sido él, nadie me lo había enseñado, ni siquiera lo aprendí por mí mismo, porque, simplemente, se trataba de algo muy profundo para haberlo aprendido. Pero no se lo dije. Era demasiado viejo para someterle a esa presión, para que tolerase, siquiera en principio, semejante decisión; era demasiado viejo para hacerle seguir una idea que iba en contra de la sangre, de la educación y del ambiente cultural, como si un salteador le atacara de improvisa y le diera un golpe en la oscuridad; sólo los jóvenes pueden hacer eso, sólo uno lo suficientemente joven todavía como para entregarle gratis su juventud como explicación (no como excusa) de la cobardía.
De modo que no dije nada. Simplemente, le estreché la mano y monté a mi vez, y Ringo y yo partimos al galope. Ya no teníamos que cruzar Oxford, y en seguida (había una luna en forma de hoz, como el talón de una bota hollando la tierra húmeda) se extendió entre nosotros el camino de Jefferson, por el que había viajado por primera vez con padre hacía tres años y que recorrí dos veces por Navidad y luego en junio y en septiembre, y dos veces de nuevo en Navidad, y después en junio y en septiembre otra vez, y desde entonces cada curso escolar yo solo en la yegua, sin saber siquiera que aquello era la paz; y ahora, en esta ocasión que quizá fuera la última de quien no iba a morir (estaba convencido de ello), pero que, acaso, nunca más volvería a ir con la cabeza alta. Los caballos cogieron el paso que mantendrían durante las cuarenta millas. Mi yegua conocía el largo camino que tenía delante, y Ringo también tenía un buen animal. En el establo habría hablado con Hilliard para que le diera un buen caballo. Quizá lo consiguieran las lágrimas, los surcos de polvo reseco, entre los que me habían mirado sus ojos enrojecidos por el esfuerzo, pero más bien creo que se habría debido a la misma cualidad que solía capacitarle para reponer la provisión de hojas de papel con membrete del Ejército de los Estados Unidos que durante aquel tiempo utilizaron él y yaya, un excesivo aplomo obtenido de una relación demasiado larga y demasiado estrecha con blancos: con aquélla a quien llamaba yaya, y con aquél con quien había dormido desde que ambos nacimos hasta que padre reconstruyó la casa. Nos dirigimos una vez la palabra; luego, nada más.
—Podríamos cazarle —dijo—. Como hicimos aquel día con Grumby. Pero no creo que eso le sentara bien a esa piel blanca con la que andas por ahí.
—No —le contesté.
Seguimos cabalgando; era octubre; aún había mucho tiempo para que floreciera la verbena, aunque tendría que llegar a casa para comprender que era necesaria; mucho tiempo aún para la verbena del jardín en que tía Jenny, con un par de viejas manoplas de caballería de mi padre, se entretenía junto al anciano Joby entre los cuidados macizos, pacientemente logrados, entre los antiguos nombres, pintorescos y olorosos, pues aunque era octubre, todavía no habían llegado las lluvias y, por tanto, tampoco el rocío para traer (o dejar atrás) las primeras noches, mitad cálidas, mitad frías, del veranillo de San Martín —el adormecido aire helado y vacío para los gansos, pero lánguido aún por el añejo y polvoriento aroma cálido de las uvas y el sasafrás—, noches en que antes de hacerme hombre e ir a la universidad a estudiar Derecho, Ringo y yo, con farol, hacha, saco y seis perros (uno para seguir el rastro y otros cinco simplemente para ladrar, para poner la música) solíamos cazar zarigüeyas en los pastos donde aquella tarde, escondidos, vimos a nuestro primer yanqui, montado en el brioso caballo, y donde hacia un año podía oírse el pitido de los trenes que ya no pertenecían a mister Redmond desde mucho tiempo atrás, y que en algún instante, en algún momento de aquella mañana, también había perdido padre, junto con la pipa que, según Ringo, estaba fumando, y que se le resbaló de la mano cuando cayó abatido. Continuamos la marcha hacia la casa donde ahora yacería en el salón, con su uniforme militar (el sable también), y donde Drusilla estaría esperándome bajo el festivo refulgir de todas las arañas, con su vestido amarillo de baile y el ramito de verbena en el pelo, sosteniendo las dos pistolas cargadas (también podía imaginar eso, yo, que no había tenido presentimiento alguno; la vela en la engalanada y resplandeciente habitación, ceremoniosamente arreglada para las honras fúnebres, no alta ni esbelta como una mujer, sino como una persona joven, chico o chica, inmóvil, vestida de amarillo, el rostro en calma, el peinado simple y severo, una ramita de verbena balanceándose en cada oreja, los brazos con los codos flexionados, las manos a la altura de los hombros, las dos idénticas pistolas de duelo apoyadas en ellos, una en cada mano, sin apretarlas: la sacerdotisa de un ánfora griega en un breve ritual de violencia).
II
Drusilla dijo que él abrigaba un sueño. Yo ya había cumplido veinte años, y ella y yo solíamos pasear por el jardín durante el atardecer de los días de verano, mientras esperábamos a que llegara padre del ferrocarril. Acababa de cumplir los veinte; era el verano anterior a mi ingreso en la universidad para licenciarme en Derecho, cosa que padre decidió, y cuatro años después del día, de la tarde en que padre y Drusilla impidieron que Cash Bendow se convirtiera en alguacil de los Estados Unidos y volvieron a casa sin haberse casado todavía: la señora Habersham les metió en su carruaje y les llevó de nuevo a la ciudad, sacando a su marido de su pequeño y oscuro cuchitril del nuevo banco y haciéndole firmar la declaración voluntaria de padre por haber matado a los dos aventureros del Norte, y ella misma llevó a padre y Drusilla ante el pastor para comprobar que se casaban. Además, padre había reconstruido la casa en el mismo lugar renegrido donde se había quemado la otra, encima del mismo sótano, sólo que más grande, mucho más grande. Drusilla dijo que la casa era la emanación del sueño de padre, igual que el velo y el ajuar de novia eran el efluvio del suyo. Y tía Jenny se vino a vivir con nosotros, de modo que teníamos jardín (Drusilla no se habría preocupado de las flores más de lo que se hubiese preocupado padre en persona, quien, aun ahora, incluso a los cuatro años de que todo terminara, todavía parecía vivir y respirar en aquel último año de guerra, cuando ella cabalgaba con ropa de hombre y el pelo corto, como cualquier otro miembro del escuadrón de padre, a través de Georgia y de las dos Carolinas, frente al ejército de Sherman) para que ella recogiese ramitos de verbena y se los pusiera en el pelo, porque decía que el aroma de la verbena era el único que podía percibirse por encima del olor de los caballos y de la intrepidez, de modo que era el único que merecía la pena llevar. El ferrocarril apenas acababa de empezarse entonces, y padre y mister Redmond no seguían siendo simplemente socios, sino también amigos, lo que, según decía George Wyatt, era probablemente una prueba para padre; solía marcharse de casa al romper el alba, montado en Júpiter, y bajaba cabalgando hasta la vía sin terminar con dos alforjas de monedas de oro que pedía prestadas el viernes para pagar a los hombres el sábado, manteniéndose del sheriff a una distancia de dos traviesas, tal como decía tía Jenny. Como digo, al atardecer paseábamos despacio entre los macizos de flores de tía Jenny, mientras Drusilla (que ahora se ponía vestidos, aunque, si padre se lo hubiese permitido, habría seguido llevando pantalones gastados todo el tiempo) se apoyaba descuidadamente en mi brazo y yo olía la verbena en su cabello, igual que había olido la lluvia en ellos y en la barba de padre hacía cuatro años, cuando él y Drusilla y tío Buck MacCaslin dieron con Grumby y luego volvieron a casa y nos encontraron a Ringo y a mí algo más que simplemente dormidos: evadidos en el interior de ese olvido que Dios o la Naturaleza, o lo que sea, nos había proporcionado momentáneamente a quienes habíamos tenido que realizar más de lo que podía exigirse a unos niños, porque debería existir algún límite de edad, para los jóvenes al menos, más abajo del cual uno no debería tener que matar. Aquello fue un sábado por la noche; nada más llegar él, observé cómo limpiaba y recargaba la derringer, y nos enteramos de que el hombre muerto era casi un vecino, un hombre de la colina que había estado en el primer regimiento de infantería, el que votó para que mi padre abandonase el mando; y nunca sabríamos si aquel hombre intentó o no robar a padre, por que padre disparó con demasiada rapidez, sino sólo que dejaba esposa y varios hijos en una cabaña de sucio suelo en las colinas, a quienes padre envió algún dinero al día siguiente y ella (la esposa) entró en casa dos días después, cuando estábamos sentados a la mesa, comiendo, y arrojó el dinero a la cara de padre.
—Pero nadie podría tener un sueño más grande que el del coronel Sutpen —dije.
Había sido lugarteniente de padre en el primer regimiento, y le eligieron coronel cuando la tropa destituyó a padre después de la segunda batalla de Manassas, y fue a Sutpen, y no al regimiento, a quien padre jamás perdonó. Era un hombre vulgar, insensible y cruel que había llegado al país unos treinta años antes de la guerra nadie sabía de dónde, aparte de que padre decía que con sólo mirarle a la cara se comprendía que no se atrevería a decirlo. Había conseguido algunas tierras y sacado dinero de alguna parte, sin que tampoco se explicara nadie cómo lo había logrado —contaba padre que, según creían todos, robaba en los vapores, como tahúr o como bandolero declarado—, construyó una casa grande, se casó y se estableció como un caballero. Después lo perdió todo en la guerra, como todo el mundo, y también la esperanza de tener descendencia (su hijo mató al prometido de su hija la víspera de la boda y desapareció), pero volvió a su casa y, sin ayuda de nadie, se puso a reconstruir la plantación. No tenía amigos para pedir dinero prestado ni nadie a quien dejárselo; ya había pasado de los sesenta años pero empezó a reconstruir su hogar, dejándolo tal como era antes; se contaba que tenía demasiado que hacer para ocuparse de política o de cualquier otra cosa; que, cuando padre y los otros hombres organizaron los jinetes enmascarados para impedir que los aventureros del Norte promovieran una insurrección entre los negros, se negó a tener algo que ver con ellos. Padre dejó de odiarle lo suficiente como para ir a ver personalmente a Sutpen, y él (Sutpen) salió a la puerta con un farol sin invitarles siquiera a entrar para discutirlo; padre le preguntó: «¿Está usted con nosotros o contra nosotros?», y él respondió: «Estoy con mi tierra. Si cada uno de ustedes rehabilitara su propia tierra, el país se bastaría a sí mismo», y padre le desafió a que sacara el farol y lo pusiera encima de un tronco de árbol, donde ambos pudieran verse al disparar, y Sutpen se negó.
—Nadie podía tener un sueño más grande que ése.
—Si. Pero su sueño sólo tiene relación con Sutpen. El de John, no. Él piensa en todo este país, al que intenta levantar sin ayuda ajena, para que todo su pueblo, no sólo sus parientes ni su antiguo regimiento, sino todo el pueblo, negros y blancos, las mujeres y los niños de las lejanas colinas que ni siquiera tienen zapatos… ¿No comprendes?
—Pero ¿cómo pueden sacar algo bueno de lo que él quiere hacer por ellos, si están… después de que él ha…?
—¿Matado a algunos de ellos? Supongo que incluyes a esos dos aventureros del Norte que tuvo que matar para que se celebraran las primeras elecciones, ¿no es cierto?
—Eran hombres. Seres humanos.
—Eran norteños, extranjeros que no tenían nada que hacer aquí. Eran piratas.
Seguimos paseando, con su peso apenas perceptible sobre mi brazo y su cabeza justo a la altura de mi hombro. Siempre había sido algo más alto que ella, incluso aquella noche en Hawkhurst, cuando escuchamos a los negros pasar por el camino, y ella había cambiado poco desde entonces —el mismo cuerpo recio de muchacho, la misma cabeza reservada e inexorable con el pelo salvajemente cortado que yo había visto desde el carro, por encima de los enloquecidos negros que cantaban mientras nos metíamos en el río— y su cuerpo no tenía la esbeltez de las mujeres, sino la de un muchacho.
—Un sueño no es algo muy seguro en lo que confiar, Bayard. Lo sé; una vez tuve uno. Es como una pistola cargada con un gatillo fino como un cabello: si permanece vivo el tiempo suficiente, alguien terminará herido. Pero, si es un sueño bueno, vale la pena. No hay muchos sueños en el mundo, pero hay muchas vidas humanas. Y una vida humana, o dos docenas…
—¿No valen nada?
—No. Nada en absoluto… Escucha. Oigo a Júpiter. Te echo una carrera hasta casa.
Ya estaba corriendo, con las faldas, que no le gustaba llevar, remangadas casi hasta las rodillas, y las piernas corriendo debajo de ellas de la misma forma en que corren los chicos, como también cabalgaba exactamente igual que los hombres.
Yo tenía veinte años entonces. Pero, a la vez siguiente, tenía veinticuatro; había estado tres años en la universidad, y al cabo de dos semanas volvería a Oxford para terminar el último curso y licenciarme. Era el verano pasado, en agosto, y padre acababa de derrotar a Redmond para la legislatura del Estado. El ferrocarril ya estaba acabado, y la asociación entre padre y Redmond se había disuelto hacía tanto tiempo que la mayoría de la gente habría olvidado que fueron socios alguna vez si no hubiese sido por la enemistad que existía entre ellos. Había habido un tercer socio, pero apenas recordaba nadie su nombre; él y su nombre se habían esfumado en la furia del combate que se entabló entre padre y Redmond casi antes de que empezaran a ponerse los rieles, entre el implacable autoritarismo y la voluntad de dominio de padre (la idea fue suya; primero se le ocurrió lo del ferrocarril, y luego metió a Redmond en el asunto), y aquella cualidad de Redmond (como decía George Wyatt, no era un cobarde, o padre jamás se habría asociado con él) que le permitía soportar todo lo que padre le hacia, aguantando, aguantando, aguantando hasta que algo (ni su voluntad ni su valor) se rompió en él. Durante la guerra, Redmond no había sido soldado, tubo negocios de algodón con el Gobierno; podría haber ganado dinero, pero no lo tenía, cosa que todo el mundo sabía y padre también, aunque se burlaba de él por no haber olido la pólvora. Estaba equivocado; supo quién era cuando se hizo demasiado tarde para detenerse, como un borracho que llega a un punto en que ya es demasiado tarde para parar, en que se promete a si mismo que lo hará y tal vez esté convencido de que lo hará, pero es demasiado tarde. Por fin llegaron al punto (ambos habían invertido todo lo que podían hipotecar o pedir prestado para que padre fuera de uno a otro lado de la vía, pagando a los obreros y los envíos de rieles en el último momento posible) en que incluso padre se dio cuenta de que uno de los dos tendría que retirarse. De manera que (ya no se hablaban; lo arregló el juez Bendow) se entrevistaron y convinieron en comprar o vender, señalando un precio que, en relación con lo que habían invertido, era ridículamente bajo, pero que cada uno de ellos creía que el otro no podría reunir: al menos, padre aseguraba que Redmond estaba convencido de que él no podría reunirlo. De modo que Redmond aceptó el precio, y descubrió que padre disponía de aquel dinero. Y, según padre, así fue cómo empezó aquello, aunque tío Buck MacCaslin dijo que padre no podía poseer media participación ni siquiera en un cerdo, cuánto menos en un ferrocarril, sin disolver el negocio ni ser enemigo jurado o amigo hasta la muerte de su reciente socio.
Se separaron, pues, y padre terminó el tendido de la vía. Por aquella época, al ver que iba a concluirla, cierta gente del Norte le vendió una locomotora a crédito, a la que dio el nombre de tía Jenny, con una aceitera de plata en la cabina que llevaba su nombre grabado; y el verano pasado, el primer tren hizo su entrada en Jefferson, con la máquina adornada de flores y padre sentado en la cabina, haciendo sonar una y otra vez el silbato al pasar por casa de Redmond; y se pronunciaron discursos en la estación, con más flores y una bandera de la Confederación y chicas con vestidos blancos y cintas rojas y una banda de música, mientras padre, de pie en el quitapiedras de la locomotora, hacía una directa y absolutamente innecesaria alusión a mister Redmond. Así fue. No podía dejarle en paz. Inmediatamente después, George Wyatt se acercó a mi, y me dijo:
—Estemos o no equivocados, nosotros, los muchachos, y la mayor parte de la gente del condado sabemos que John tiene razón. Pero debe dejar tranquilo a Redmond. Sé lo que anda mal: ha tenido que matar a demasiada gente, y eso no es bueno para un hombre. Todos sabemos que el coronel es valiente como un león, pero Redmond tampoco es un cobarde, y no sirve de nada provocar todo el tiempo a un hombre valiente porque haya cometido un error. ¿No puedes hablar con él?
—No lo sé —dije—. Lo intentaré.
Pero no tuve oportunidad. Es decir, pude haberle hablado y él me hubiera escuchado, pero no me habría oído, pues tan pronto como se bajó del quitapiedras de la locomotora entró en la contienda para la legislatura. Quizá era consciente de que, para salvar las apariencias, Redmond tendría que enfrentarse a él, aun cuando él (Redmond) debía saber que cuando el tren apareciese en Jefferson no tendría una sola probabilidad contra padre, o acaso Redmond hubiera anunciado ya su candidatura y padre entrara en liza precisamente por eso, no lo recuerdo. El caso es que compitieron en un duro encuentro en el que padre continuó importunando a Redmond sin razón ni necesidad, puesto que los dos sabían que padre conseguiría un triunfo aplastante. Así fue y pensamos que se quedaría satisfecho. Quizá también lo creyera él mismo, como el borracho cree que ha terminado con la bebida; y era aquella tarde en que Drusilla y yo paseábamos por el jardín, y yo mencioné algo de lo que había dicho George Wyatt, y ella me soltó el brazo y, haciéndome dar la vuelta para que la mirara a la cara, me dijo:
—¿Y eso lo dices tú? ¿Tú? ¿Te has olvidado de Grumby?
—No —dije—. Jamás le olvidaré.
—Nunca lo harás. No te lo permitiría yo. Hay cosas peores que matar a un hombre, Bayard. Hay cosas peores que el que le maten a uno… A veces creo que lo más hermoso que le puede pasar a un hombre es amar algo, preferiblemente a una mujer, mucho y muy en serio, y luego morir joven, porque habrá creído lo que no pudo dejar de creer y habrá sido lo que no pudo (¿no pudo?: no quiso) dejar de ser.
Luego me miró de un modo en que jamás lo había hecho. Entonces no comprendí el significado, y no lo entendería hasta esta noche, porque entonces ninguno de los dos sabíamos que padre moriría dos meses después. Sólo entendí que me miraba como nunca lo había hecho, y que el olor a verbena en su pelo pareció multiplicarse cien veces, hacerse cien veces más intenso y llenar toda la oscuridad, bajo la cual iba a producirse algo que yo no había soñado jamás. Entonces, dijo:
—Bésame, Bayard.
—No. Eres la mujer de padre.
—Y ocho años mayor que tú. Y también prima tuya en cuarto grado. Y tengo el pelo negro. Bésame, Bayard.
—No.
—Bésame, Bayard.
De modo que incliné el rostro hacia ella. Pero no se movió, quedándose como estaba: levemente apartada de mí por la cintura, mirándome; ahora fue ella quien dijo:
—No.
De modo que la rodeé con mis brazos. Entonces vino a mi, abandonándose como las mujeres quieren y saben, los brazos —en los codos y las muñecas, la fuerza para dominar caballos— en mis hombros, empleando las muñecas para apretar mi cara contra la suya, hasta que dejó de necesitarlas; pensé entonces en la mujer de treinta años, símbolo de la antigua y eterna Serpiente, y en los hombres que habían escrito acerca de ella, y comprendí el insuperable abismo existente entre la vida y la leyenda: aquellos que pueden, lo hacen; aquellos que no pueden y sufren lo suficiente por ello, lo escriben. Después me solté, volví a verla, me miraba con aquellos ojos oscuros e impenetrables, observándome ahora por encima de su rostro inclinado; vi cómo levantaba los brazos casi con el mismo ademán que cuando me rodeó con ellos, como si repitiera el vacío y ceremonioso gesto de prometerlo todo, para que yo no lo olvidara jamás, flexionando los codos hacia adentro mientras llevaba la mano al ramito de verbena en su pelo, yo derecho y rígido, frente a la cabeza ligeramente inclinada, la corta cabellera a trasquilones, el tieso arco curiosamente solemne de los brazos desnudos fulgurando tenuemente bajo la postrera luz, cuando se quitó el ramito de verbena y me lo puso en la solapa, y pensé que la guerra había intentado acuñar a todas las mujeres sureñas de su clase y de su generación dentro de un solo tipo y que no lo había logrado: el sufrimiento, la experiencia idéntica (la suya y la de tía Jenny casi habían sido la misma, salvo que tía Jenny había pasado algunas noches con su marido antes de que le trajeran de vuelta a casa en un carro de municiones, mientras que Gavin Breckbridge sólo era prometido de Drusilla) asomaba a sus ojos, pero, más allá, estaba la indomable mujer individual; no como tantos hombres que vuelven de las guerras para ir a vivir a territorios reservados por el Gobierno, como otros tantos bueyes, castrados y vacíos de todo salvo de una misma experiencia que no pueden ni se atreven a olvidar, pues de otro modo dejarían de existir en el mismo instante, casi intercambiables, a no ser por el antiguo hábito de responder a un nombre dado.
—Ahora tendré que decírselo a padre —dije.
—Si —contestó ella—. Debes decírselo. Bésame.
Así que volvió a ocurrir lo mismo de antes. No. Dos veces, mil, y jamás fue igual: la eterna y simbólica mujer de treinta años con un joven, un muchacho, acumulativa y retroactiva cada vez, infinitamente cambiante en cada aspecto cuyo recuerdo excluye a la experiencia, en cada aspecto en que la experiencia precede al recuerdo; la habilidad inagotable, la sabiduría virginal hasta el exceso, los sagaces músculos secretos guiando y dominando, igual que en muñecas y codos yacía aletargado el dominio de caballos; retrocedió, dándose ya la vuelta, sin mirarme al hablar, sin haberme mirado, alejándose rápidamente en la oscuridad.
—Díselo a John. Habla esta noche con él.
Me proponía hacerlo. Fui a casa y entré inmediatamente en el Despacho; no sé por qué, me dirigí al centro de la alfombra, delante del hogar apagado, y ahí me quedé, tieso como un soldado, con la vista al frente, mirando al otro lado de la habitación, por encima de su cabeza, y dije:
—Padre —y después me contuve. Porque él ni siquiera me oía.
—¿Sí, Bayard? —dijo, pero no me oyó, aunque estaba sentado detrás de la mesa de despacho sin hacer nada, inmóvil, tan en calma como yo envarado, con un cigarro apagado en la mano que apoyaba sobre la mesa, y una botella de brandy y un vaso lleno e intacto junto a la otra, envuelto en calma y absorto en la victoria, sea cual fuere la que sentía, después de que a últimas horas de la tarde llegara el abrumador resultado final de la votación. De manera que esperé hasta después de la cena. Entramos en el comedor y nos quedamos de pie el uno junto al otro hasta que entró tía Jenny, y detrás Drusilla, con su vestido amarillo de baile, dirigiéndose directamente hacia mí, lanzándome una mirada vehemente e inescrutable y yendo a su sitio, donde esperó a que yo le retirara la silla mientras padre apartaba la de tía Jenny. Él ya se había animado, no para entablar conversación, sino más bien para sentarse a la cabecera de la mesa y responder a Drusilla, que hablaba con una especie de febril y chispeante locuacidad, contestándole de vez en cuando con aquella arrogancia cortés e intolerante que en los últimos tiempos había adquirido cierto tono forense, como si el mero hecho de haber entrado en una contienda política, rebosante de violenta y hueca oratoria, le hubiera convertido retroactivamente en abogado, a él, que era cualquier cosa menos un abogado. Después, tía Jenny y Drusilla se levantaron y nos dejaron solos; entonces me dijo: «Espera», a pesar de que no hice movimiento alguno para seguirlas, y mandó a Joby a por una de las botellas de vino que se había traído de Nueva Orleáns la última vez que estuvo allá a pedir dinero prestado para liquidar sus primeras acciones particulares del ferrocarril. Luego, volví a erguirme como los soldados, mirando al frente, por encima de su cabeza, mientras él seguía sentado, medio retirado de la mesa, con un poco de barriga, si bien no demasiado, y el pelo algo canoso, aunque su barba era tan fuerte como siempre, con el falso aire forense de los abogados y la intolerante mirada que en los últimos años había cobrado esa película transparente que tienen los ojos de los animales carnívoros y desde detrás de la cual miran a un mundo que ningún rumiante ve jamás, o que quizá no se atrevan a ver, y que yo había visto antes en los ojos de los hombres que habían causado demasiadas muertes, que habían matado tanto que, por mucho que vivieran, nunca más volverían a estar solos. Volví a decir: «Padre»», y se lo conté.
—¿Eh? —dijo—. Siéntate —me senté, le miré, observé cómo llenaba los dos vasos, y esta vez comprendí que se trataba de algo peor que no prestar atención: ni siquiera le importaba—. Estás progresando en tus estudios de Derecho, me lo ha dicho el juez Wilkins. Me alegro de saberlo. Hasta ahora no te he necesitado en los negocios, pero me harás falta en adelante. Ya he cumplido la parte activa de mis propósitos, cosa en la que no podías ayudarme; actué como el país y la época exigían; tú eras demasiado joven para ello y yo deseaba protegerte. Pero, ahora, el país y también los tiempos están cambiando; lo que haya de venir, será un asunto de consolidación, de triquiñuelas y dudosas trapacerías, y en eso yo resultaría un niño de pecho, pero tú, preparado en cuestiones legales, podrás mantener tu posición… nuestra posición. Si, he cumplido mi objetivo, y ahora debo efectuar una pequeña limpieza moral. Estoy cansado de matar hombres, sea cual sea la necesidad o el motivo. Mañana, cuando vaya a la ciudad para ver a Ben Redmond, iré desarmado.
III
Llegamos a casa justo antes de medianoche; tampoco tuvimos que atravesar Jefferson. Antes de cruzar el portón, vi las luces, las arañas, en el vestíbulo, en el salón y en lo que tía Jenny (sin esfuerzo alguno, o, quizá, sin intención de su parte) había enseñado a llamar, incluso a Ringo, la sala de visitas, derramándose fuera, entre el pórtico y más allá de las columnas. Entonces vi los caballos, el tenue brillo del cuero y los destellos de las hebillas encima de las siluetas negras, y luego también a los hombres —Wyatt y otros del antiguo escuadrón de padre—, y había olvidado que estarían allí. Había olvidado que estarían allí; recuerdo que pensé, pues me encontraba cansado y agotado por el esfuerzo: «Tendrá que empezar ahora, esta noche. Ni siquiera dispondré hasta mañana para comenzar a resistir». Tenían un vigilante afuera, un piquete, supongo, porque parecieron saber de inmediato que veníamos por el camino de entrada. Wyatt salió a recibirme; detuve la yegua y les miré a él y a los otros, agrupados a unas yardas detrás, con esa curiosa solemnidad como de buitre que los hombres del Sur asumen en tales circunstancias.
—Hola, muchacho —dijo George.
—¿Fue? —pregunté—. ¿Fue él…?
—Todo fue justo. Cara a cara. Redmond no es un cobarde. John tenía la derringer dentro de la bocamanga como siempre, pero no la tocó, no hizo ni un movimiento para sacarla.
Yo le había visto hacerlo, me lo enseñó una vez: la pistola (no llegaba a cuatro pulgadas) se ajustaba de plano en su muñeca izquierda mediante una presilla de alambre, que había hecho él mismo, y un muelle viejo de reloj; alzaba las dos manos al mismo tiempo, cruzándolas, y disparaba por debajo de la mano izquierda, casi como si ocultara a sus propios ojos lo que hacia; una vez, al matar a un hombre, la bala le hizo un agujero a través de la manga de su propia chaqueta.
—Pero querrás entrar en la casa —dijo Wyatt. Comenzó a apartarse y luego añadió—: Nosotros nos ocuparemos de esto en tu lugar. Yo lo haré —yo no había movido la yegua, y tampoco había hecho ademán de hablar, pero él continua aprisa, como si ya lo hubiera ensayado todo, su discurso y el mío, y supiera lo que yo iba a contestar y sólo hablase igual que si se quitara el sombrero al entrar en una casa o empleara la palabra «señor» al dirigirse a un extraño—. Tú eres joven, sólo un muchacho, no tienes ninguna experiencia en esta clase de asuntos. Además, tienes que pensar en las dos señoras de la casa. Él habría comprendido perfectamente.
—Creo que puedo ocuparme de ello —respondí.
—Claro —dijo él. No hubo absolutamente ninguna sorpresa en su voz, porque ya lo había ensayado—: Creo que todos sabíamos que contestarías eso.
Entonces se echó atrás; casi como si fuese él, y no yo, quien ordenara moverse a la yegua. Pero todos le imitaron, todavía con aquella untuosa y voraz solemnidad. Luego vi a Drusilla, de pie en lo alto de la escalinata, bajo la luz que salía de la puerta abierta y de las ventanas, como en el escenario de un teatro, con el vestido amarillo de baile, e incluso desde donde estaba podía oler la verbena en su pelo, mientras ella seguía inmóvil, aunque emanando algo más fuerte que el ruido de dos pistoletazos: algo ávido y a la vez apasionado. Entonces, aunque había desmontado y alguien se había hecho cargo de mi yegua, me pareció seguir en la silla y verme entrar a mi mismo, como cualquier otro actor, en aquel escenario que ella había reclamado, mientras que en segundo término Wyatt y los otros, el coro, permanecían en pie con la untuosa solemnidad que el hombre del Sur muestra en presencia de la muerte: ese ceremonial romano engendrado por un protestantismo nacido entre la bruma e injertado en esta tierra de sol violento, de brusca transición de la nieve al sol abrasador, que ha producido una raza insensible a las dos cosas. Subí los escalones hasta aquella figura rígida, amarilla y fija como un cirio, que sólo se movió para extenderme una mano. Allí nos quedamos los dos, mirando el grupo que formaban los hombres, con los caballos demasiado juncos, en un apretado montón más allá de ellos, bajo el contorno de luz que venía de la puerta y de las refulgentes ventanas. Un caballo piafó y resopló, haciendo sonar los arneses.
—Gracias, caballeros —dije—. Mi tía y mi… Drusilla les están agradecidas. No es necesario que se queden. Buenas noches.
Se dieron la vuelta, murmurando. George Wyatt se detuvo y me miró, volviendo la cabeza.
—¿Mañana? —dijo.
—Mañana.
Después se marcharon, con el sombrero en la mano y andando de puntillas incluso en el terreno, por la suave y blanda tierra, como si en la casa hubiera alguien despierto que intentara dormir, o alguien dormido a quien pudieran despertar. Luego desaparecieron y Drusilla y yo nos volvimos y cruzamos el pórtico; su mano levemente posada en mi muñeca, pero descargando dentro de mí esa oscura y apasionada voracidad como con una sacudida eléctrica, su rostro a la altura de mi hombro, su pelo a trasquilones con un ramito de verbena en cada oreja, sus ojos mirándome fijamente con fiera exaltación. Entramos y atravesamos el vestíbulo, con su mano guiándome, sin apretar la mía, hasta llegar al salón. Entonces, me di cuenta por primera vez —el cambio que produce la muerte— no de que sólo era materia, sino de que yacía inerte. Pero no le miré todavía, porque cuando lo hiciera se me cortaría el aliento; me dirigí a tía Jenny, que acababa de levantase de una silla detrás de la cual se erguía Louvinia. Era la hermana de padre, más alta que Drusilla pero no mayor que ella; su marido resultó muerto, nada más empezar la guerra, por una granada de una fragata federal en Fort Moultrie; hacía seis años que había venido de Carolina a vivir con nosotros. Ringo y yo fuimos a buscarla en el carro al empalme de Tennessee. Era un enero claro y frío, con hielo en los surcos del camino; volvimos justo antes de oscurecer, con tía Jenny junto a mí en el pescante sosteniendo un parasol de encajes, y Ringo en la cama del carro, cuidando de un cesto que contenía dos botellas de jerez añejo, dos esquejes de jazmín que ahora eran arbustos en el jardín, y dos cristaleras de colores que había salvado de la casa de Carolina, donde habían nacido ella y padre y tío Bayard, y que padre le había colocado sobre una de las ventanas de la sala de visitas en forma de abanico; al subir por el camino de entrada, padre (que ya había vuelto del ferrocarril) descendió los escalones, la bajó en volandas del carro y dijo: «Hola, Jenny», y ella contestó: «Hola, Johnny», y se echó a llorar. Ella también se quedó de pie mirándome mientras me acercaba: el mismo pelo, la misma nariz arrogante, los mismos ojos de padre, salvo que eran atentos y muy juiciosos en vez de intolerantes. No dijo nada en absoluto; sólo me besó, con las manos suavemente apoyadas en mis hombros. Entonces habló Drusilla, como si hubiera aguardado a que acabase la vacía ceremonia con una especie de asombrosa paciencia, y una voz como de campana: nítida, insensible, monocorde, suave y triunfante:
—Ven, Bayard.
—¿No será mejor que te acuestes ahora? —dijo tía Jenny.
—Sí —dijo Drusilla, con su tono terso y arrobado—. ¡Oh, si! Habrá mucho tiempo para dormir.
La seguí, su mano guiándome de nuevo, sin apretarme; entonces lo miré. Era lo mismo que me había imaginado —sable, plumas y todo—, pero con aquel cambio, aquella diferencia irrevocable que esperaba encontrar y que, sin embargo, no había asimilado, como cuando se toman alimentos que el estómago se niega a digerir durante un rato; la pena, la infinita aflicción, mientras miraba el rostro que conocía —la nariz, el pelo, los párpados cerrados sobre la intolerancia—, la cara de la que ahora, por primera vez en mi vida, comprendía que descansaba; las manos ya vacías y rígidas bajo la invisible mancha de lo que había sido (antiguamente, sin duda) sangre inútilmente derramada, que ahora parecían torpes en su misma indiferencia, demasiado torpes para haber realizado las fatales acciones con las que, después, siempre debió despertarse y dormirse, y quizá estuviera contento de hallarse, por fin, tendido: esos curiosos apéndices, para empezar, torpemente concebidos, con los cuales, sin embargo, tanto ha aprendido a hacer el hombre por si solo, mucho más de lo que estaban destinados a hacer, o mucho más de lo que se les pudiera perdonar que hicieran, y que ya habían abandonado esa vida que tan salvajemente había conducido su intolerante corazón; y entonces comprendí que al cabo de un momento empezaría a jadear. De manera que Drusilla tuvo que repetir dos veces mi nombre antes de que la oyese, haciéndome girar para encontrarme al instante con tía Jenny y Louvinia, que nos observaban, oyendo ya a Drusilla, borrado el insensible timbre de campana, su voz susurrando en la callada habitación habitada por la muerte con un apasionado y agónico abatimiento:
—Bayard.
Se puso frente a mi, muy cerca; de nuevo el aroma de verbena pareció multiplicarse cien veces mientras me alargaba, una en cada mano, las dos pistolas de duelo.
—Tómalas, Bayard —dijo, con el mismo tono en que había dicho «Bésame» el verano pasado, apretándolas ya en mis manos, mirándome con aquella exaltación ávida y apasionada, hablando con una voz lánguida y arrebatada de esperanzas—: Tómalas, las he guardado para ti. Te las doy. ¡Oh! Me lo agradecerás, te acordarás de mí, de quien puso en tus manos lo que dicen que sólo es atributo de Dios, de quien arrebató lo que pertenece al cielo para dártelo a ti. ¿Las sientes? ¿Los largos cañones fieles, puros como la justicia, los gatillos (los has disparado) veloces como el justo castigo, ligeros los dos, invencibles y fatales como la forma física del amor?
De nuevo vi sus brazos doblarse en ángulo, hacia adentro y luego hacia arriba, al quitarse del pelo los dos ramitos de verbena con dos movimientos más rápidos que la vista al seguirlos, poniendo ya uno de ellos en mi solapa y aplastando el otro con la mano libre, mientras seguía hablando con aquella voz rauda y apasionada, en un tono no más alto que un murmullo:
—Toma. Uno te doy para que lo lleves mañana (no se marchitará), el otro lo tiro, así… —dejó caer a sus pies el capullo aplastado—. Renuncio a ella. Renuncio a la verbena para siempre jamás; la he olido por encima del aroma de la intrepidez; eso es lo único que quería. Ahora, deja que te mire —se echó atrás, mirándome fijamente: el rostro exaltado y sin lágrimas, los febriles ojos brillantes y ávidos—. Qué hermoso eres: ¿lo sabías? Qué hermoso: joven, para que te sea permitido matar, para que te sea permitida la venganza, para que con las manos desnudas lleves el fuego del cielo que derribó a Lucifer. No; yo. Yo te lo di; yo lo pongo en tus manos. ¡Oh!, me lo agradecerás, te acordarás de mí cuando yo haya muerto y tú seas un anciano que se diga a si mismo: «Lo he probado todo». Será con la mano derecha, ¿verdad?
Se movió; sin darme cuenta de lo que se proponía, me cogió la mano derecha, con la que aún sujetaba una de las pistolas; sin comprender por qué lo había hecho, se agachó y la besó. Después se quedó absolutamente inmóvil, aún agachada, en aquella actitud de humildad furiosamente jubilosa, con sus ardientes labios y sus cálidas manos rozando todavía mi carne, levemente, como hojas muertas, pero transmitiendo esa oscura y apasionada carga de batería, que condenaba para siempre toda paz. Porque las mujeres son sabias: un contacto, labios o dedos, y el conocimiento, la clarividencia incluso, pasa directamente al corazón sin molestar para nada al cerebro perezoso. Se incorporó ahora, mirándome fijamente con una intolerable y asombrada incredulidad que llenó su rostro durante un minuto completo, mientras sus ojos se quedaban enteramente vacíos; me pareció quedarme ahí durante todo un minuto, esperando a que se llenaran sus ojos, mientras tía Jenny y Louvinia nos observaban. No había vida alguna en su rostro, la boca ligeramente abierta y descolorida como una de esas bandas de goma con que las mujeres cierran los tarros de fruta. Luego afluyó a sus ojos una expresión de amargura y delirante decepción.
—Pero, si no es… —dijo—. Él no es… Y le he besado la mano —añadió, con un espantado susurro—. ¡Le he besado la mano!
Rompió a reír, subiendo de tono las carcajadas hasta convertirse en un chillido que no dejaba de ser risa, gritando de risa, tratando de ahogar la estridencia con la mano puesta sobre la boca, derramándose entre sus dedos como vómito, aún observándome a través de la mano con sus incrédulos ojos decepcionados.
—¡Louvinia! —exclamó tía Jenny. Las dos se acercaron a ella. Louvinia la cogió, sosteniéndola, y Drusilla volvió el rostro hacia ella.
—¡Le he besado la mano, Louvinia! —gritó—. ¿Lo has visto? ¡Le he besado la mano!
La risa volvió a ascender, de nuevo convirtiéndose en chillido, pero siendo risa aún, otra vez tratando de contenerla, como un niño pequeño que se ha llenado demasiado la boca.
—Llévala arriba —dijo tía Jenny.
Pero ya iban hacia la puerta, Louvinia casi llevándola en vilo, la risa disminuyendo a medida que se acercaban a la puerta, como si aguardara a llegar al más amplio espacio del vacío y resplandeciente vestíbulo para volver a elevarse. Luego se apagó; tía Jenny y yo nos quedamos ahí parados, y comprendí que en seguida empezaría a jadear. Notaba sus comienzos, como se siente el principio del vómito, como si no hubiera suficiente aire en la habitación, en la casa, en ninguna parte bajo el denso y cálido cielo rasante en el cual no llegaba a consumarse el equinoccio, nada de aire para respirar, para los pulmones. Ahora fue tía Jenny quien repitió dos veces «Bayard», antes de que la oyera.
—No intentarás matarle. Muy bien.
—¿Muy bien? —dije.
—Si, muy bien. No hagas caso a Drusilla, una pobre joven histérica. Y no le hagas caso a él, Bayard, porque ahora está muerto. Y tampoco a George Wyatt y a esos otros que te estarán esperando mañana por la mañana. Sé que no tienes miedo.
—¿Pero de qué serviría? —dije—. ¿De qué serviría? —entonces casi empezó; lo contuve justo a tiempo—. Debo vivir con mi conciencia, ¿comprendes?
—Entonces, ¿no es sólo Drusilla? ¿No es sólo él? ¿Ni sólo George Wyatt ni Jefferson?
—No —contesté.
—¿Me prometes que dejarás que te vea mañana, antes de irte a la ciudad?
Fijé la vista en ella; nos miramos el uno al otro un instante. Luego me puso las manos en los hombros, me besó y me soltó, todo en un solo movimiento.
—Buenas noches, hijo —murmuró.
Después se marchó ella también, y ya podía empezar aquello. Sabía que dentro de un momento le miraría y aquello se produciría, y le miré, notando el aliento largamente retenido, el hiato anterior a su comienzo, pensando que tal vez debiera decir «Adiós, padre», pero no lo hice. En lugar de ello, me dirigí al piano y, con cuidado, dejé las pistolas encima de él, logrando aún que el jadeo no se hiciera muy fuerte demasiado pronto. Luego salí al porche (no sé cuánto tiempo pasaría), miré por la ventana y vi a Simón, en cuclillas sobre un taburete, a su lado. Simón había sido su criado personal durante la guerra y, cuando volvieron a casa, Simón también vestía uniforme: la guerrera de un soldado confederado con una estrella de un general de brigada yanqui; y ahora también la llevaba puesta, igual que habían vestido a padre, y se había encuclillado sobre un taburete, a su lado, sin llorar, sin derramar las fáciles lágrimas que sólo constituyen un rasgo vano del hombre blanco y que los negros desconocen totalmente, sino sólo quedándose ahí, quieto, con el labio inferior colgándole un poco; alzó el brazo y tocó el ataúd, rígida la negra mano de aspecto frágil como un puñado de ramas secas, y luego la dejó caer; una vez torció la cabeza y vi sus ojos enrojecidos y sin parpadear, girando dentro de sus órbitas como los de un zorro acorralado. Para entonces, ya había empezado; jadeé, ahí parado, y así fue: el dolor y la pena, la desesperación, contra la cual se yerguen los trágicos y mudos huesos insensibles que pueden soportarlo todo, absolutamente todo.
IV
Poco después dejaron de cantar las chotacabras y oí el primer pájaro del día: un sinsonte. También había cantado durante toda la noche, pero ahora era la canción de la mañana, y no ya los indolentes silbos aletargados. Luego empezaron todos: los gorriones del establo, el tordo que anidaba en el jardín de tía Jenny, y también oí una codorniz en el prado, y ya había luz en la habitación. Pero no me levanté en seguida. Seguí tumbado en la cama (no me había desvestido), con las manos debajo de la cabeza, y el tenue olor de la verbena de Drusilla, que venía de donde estaba mi chaqueta, sobre una silla, observando cómo crecía la luz, viendo cómo el sol la teñía de rosa. Al cabo de un rato oí venir a Louvinia por el patio de atrás y entrar en la cocina; oí la puerta y luego el prolongado estrépito de su brazada de leña al caer en el cajón. Pronto empezarían a llegar los carruajes y los buggies por el camino, pero todavía faltaba un poco, porque ellos también esperarían para ver lo que yo me proponía. Así, pues, la casa estaba en calma cuando bajé al comedor, y no se oía ruido alguno, salvo los ronquidos de Simón en el salón, que probablemente seguiría agachado en el taburete, aunque no miré adentro para comprobarlo. En cambio, me quedé de pie junto a la ventana del comedor, bebiendo el café que me había traído Louvinia, y después me encaminé hacia el establo; vi a Joby, observándome desde la puerta de la cocina mientras cruzaba el patio, y, en el establo, Loosh levantó la vista hacia mí por encima de la cabeza de Betsy con una almohaza en la mano; pero Ringo no me miró en absoluto. Entonces cepillamos a Júpiter. No sabía si seríamos capaces de hacerlo sin que hubiese problemas, porque padre siempre aparecía él primero, y le acariciaba y le decía que se estuviera quieto y él se quedaba como un caballo de mármol (o más bien, de pálido bronce), mientras Loosh le almohazaba. Pero también se quedó quieto conmigo, algo nervioso pero quieto; al terminar, eran casi las nueve, y pronto empezarían a llegar, así que le dije a Ringo que llevase a Betsy hasta casa.
Fui a casa y entré en el vestíbulo. Hacia algún tiempo que no me había sorprendido el jadeo, pero ahí estaba una parte del cambio, aguardando, como si por el hecho de estar muerto y de no necesitar ya aire se lo hubiera llevado todo consigo, todo lo que había abarcado y reclamado y exigido entre los muros que él mismo había construido. Tía Jenny debía estar a la espera; en seguida salió del comedor, sin un rumor, vestida, con el pelo semejante al de padre, peinado y alisado por encima de los ojos, que se distinguían de los de padre en que no eran intolerantes, sino sólo atentos y graves y (también era sabia) sin compasión.
—¿Ya te vas? —preguntó.
—Si —la miré. Si, a Dios gracias, sin compasión—. Ya ves, quiero que piensen bien de mi.
—Yo lo hago —repuso ella—. Aunque te pasaras el día escondido en el sobrado del establo, seguiría haciéndolo.
—Tal vez, si ella supiera que voy a ir. Que de todos modos voy a marcharme a la ciudad.
—No —dijo—. No, Bayard —nos miramos mutuamente. Después, añadió, a media voz—: Muy bien. Está despierta.
Así que subí las escaleras; con calma, sin prisa, porque si hubiera ido con rapidez, el jadeo podría haber empezado de nuevo, o quizá me hubiese tenido que parar un momento en el recodo o en el descansillo, y entonces no habría continuado. De manera que subí con paso lento y firme, crucé el pasillo que conducía a su puerta, llamé y abrí. Estaba sentada junto a la ventana, con algo suave y suelto para llevar por la mañana en la alcoba, sólo que no parecía una mujer en su habitación al despertar, porque no tenía cabellera que le cayese por los hombros. Levantó la vista, se quedó sentada, mirándome con sus febriles ojos brillantes, y me acordé de que yo aún llevaba el ramito de verbena en la solapa, y de pronto rompió a reír otra vez. La risa no pareció brotar de sus labios, sino desatarse por toda su cara como si fuera sudor, como cuando uno vomita hasta que le duele pero tiene que seguir vomitando, derramarse por toda su cara, excepto por sus ojos, los ojos refulgentes e incrédulos que me miraban más allá de las risotadas, como si pertenecieran a otra persona, como si fuesen dos inertes fragmentos de brea o de carbón yaciendo en el fondo de un receptáculo rebosante de agitación.
—¡Le he besado la mano! ¡Le he besado la mano!
Entró Louvinia, tía Jenny debió mandarla inmediatamente detrás de mí; otra vez con paso lento y constante, para que no empezara todavía, bajé la escalera hasta donde estaba tía Jenny, bajo la araña del vestíbulo, como ayer aguardó la señora Wilkins en la universidad. Tenía mi sombrero en su mano.
—Aunque te escondieras todo el día en el establo, Bayard —repitió. Cogí el sombrero: en tono tranquilo, amable, como si hablara con un extraño, con un invitado, añadió—: En Charleston vi burlar el bloqueo a mucha gente. En cierto modo, eran héroes, ¿sabes?, no porque contribuyeran a prorrogar la Confederación, sino en el sentido en que David Crockett o John Sevier lo serían para muchachitos o jovencitas tontas. Había uno, un inglés, que no tenía nada que hacer allí; estaba allí por el dinero, por supuesto, como todos ellos. Pero para nosotros era el Davy Crockett, porque en aquella época todos nos habíamos olvidado de lo que significaba el dinero, de lo que podía hacerse con él. En tiempos, debió ser un caballero, o estar relacionado con caballeros, antes de cambiarse el nombre, y poseía un vocabulario de siete palabras, aunque debo admitir que se las arreglaba muy bien con ellas. Las cuatro primeras eran: «Yo tomaré ron, gracias», y luego, cuando se bebía el ron, empleaba las otras tres, a través del champán y dirigidas a algún pecho con volantes o a cualquier vestido escotado: «Luna sin sangre». Luna sin sangre, Bayard.
Ringo me esperaba con Betsy junto a los escalones de la entrada. Siguió sin mirarme, hermético el rostro, cabizbajo, incluso al tenderme las riendas. Pero no dijo nada, ni yo miré atrás. Y, desde luego, partí justo a tiempo; en el portón me crucé con el carruaje de los Compson, el general se quitó el sombrero y yo hice lo mismo al pasar. Había cuatro millas hasta la ciudad, pero apenas había recorrido dos cuando oí al caballo acercarse por detrás, y no volví la vista porque sabía que era Ringo. No miré atrás; venía en uno de los caballos de tiro, se puso a mi lado y durante un momento me miró directamente a la cara, el rostro resuelto y hosco, los ojos enrojecidos, girando desafiantes y efímeros; seguimos cabalgando.
Ya estábamos en la ciudad: la larga y sombreada calle que daba a la plaza, el edificio nuevo del tribunal al fondo; eran las once: mucho después del desayuno y antes de mediodía, de modo que en la calle sólo había mujeres que quizá no me reconocerían, o que, al menos, no interrumpirían bruscamente su paseo parándose en seco, como si las piernas englobaran las súbitas miradas y el aliento retenido, que no comenzarían hasta que entráramos en la plaza, y yo pensaba: «Ojalá pudiera hacerme invisible hasta llegar a las escaleras de su despacho y empezar a subirlas». Pero no podía; llegamos al establecimiento de Holston y vi la hilera de pies a lo largo de la barandilla de la galería bajarse aprisa y en silencio, y no los miré, paré a Betsy y esperé a que desmontara Ringo, luego puse pie a tierra y le di las riendas.
—Espérame aquí —dije.
—Voy contigo —dijo, en voz baja.
Nos quedamos ahí de pie, bajo las todavía discretas miradas, hablando reservadamente, como dos conspiradores. Entonces vi la pistola, su contorno en el interior de la camisa, probablemente la que le cogió a Grumby el día en que le matamos.
—No, no vienes.
—Si, voy.
—No, no vienes.
Y eché a andar por la calle, bajo el sol ardiente. Ya era casi mediodía, y no sentía ningún olor aparte del de la verbena en mi chaqueta, como si ella absorbiera todo el sol, todo el rabioso calor suspendido en el cual el equinoccio parecía no haberse fijado, y lo destilara, de manera que me movía en una nube de verbena, igual que si anduviese bajo una nube de humo de cigarro. Entonces, George Wyatt apareció a mi lado (no sé de dónde había salido) y otros cinco o seis del antiguo escuadrón de padre a unas yardas detrás de él, y la mano de George me cogió del brazo, arrastrándome a un portal, fuera de las miradas, ávidas como aliento retenido.
—¿Te has traído la derringer? —me preguntó George.
—No —le contesté.
—Bien —dijo él—. Son cosas delicadas para jugar con ellas. Aparte del coronel, nadie sabría manejar una en forma conveniente; yo, jamás podría. Así que toma ésta. La he probado esta mañana y sé que funciona perfectamente. Toma.
Ya me estaba metiendo la pistola en el bolsillo cuando pareció sucederle lo mismo que le pasó anoche a Drusilla al besarme la mano: algo que por contacto se comunicaba directamente al sencillo código por el que se regía, sin pasar para nada a través del cerebro; de manera que él también se echó súbitamente hacia atrás, con la pistola en la mano, mirándome con sus pálidos ojos ofendidos y hablando con un susurro lleno de furia.
—¿Quién eres tú? ¿Te llamas Sartoris? ¡Por Dios Santo, si tú no le matas, yo lo haré!
No se produjo entonces el jadeo, fueron unas terribles ganas de reír, como lo había hecho Drusilla, y de decir: «Eso es lo que dijo Drusilla». Pero no lo hice.
—Yo me ocupo de esto —dije—. Usted no entra en ello. No necesito ninguna ayuda.
Entonces, su feroz mirada fue extinguiéndose poco a poco, igual que cuando se baja la luz de un farol.
—Bueno —dijo, volviéndose a guardar la pistola en el bolsillo—. Tendrás que perdonarme, hijo. Debí comprender que no harías nada que impidiera a John descansar tranquilo. Iremos detrás de ti y te esperaremos al pie de la escalera. Y recuerda: es un hombre valiente, pero ha estado sentado él solo en ese despacho desde ayer por la mañana, esperándote, y tiene los nervios de punta.
—Lo recordaré —dije—. No necesito ayuda ninguna —eché a andar cuando, de repente, se me escapó sin previo aviso—: Luna sin sangre.
—¿Cómo? —dijo él.
No contesté. Entonces crucé la plaza, bajo el sol achicharrante, con ellos detrás, aunque no cerca, de modo que no volví a verles hasta después, acorralado por las aún remotas miradas que tampoco me seguían todavía, simplemente detenidas donde se encontraban, ante las tiendas y en torno a la puerta del edificio del tribunal, esperando. Seguí andando con paso firme, envuelto en el ahora violento aroma del ramito de verbena. Entonces cayó sobre mí la sombra; no me detuve, miré una vez al pequeño letrero borroso, clavado en el muro de ladrillo, B. J. Redmond. Abogado, y empecé a subir la escalera, los peldaños de madera, manchados de escupitajos de tabaco, donde se arrastraban las pesadas y perplejas botas de campesinos con algún litigio en ciernes, y seguí por el oscuro corredor hasta la puerta que otra vez llevaba el rótulo, B. J. Redmond, y llamé una sola vez y abrí. Estaba sentado detrás de la mesa de despacho, no mucho más alto que padre, pero más grueso, como un hombre que se pasa la mayor parte del tiempo sentado y escuchando a la gente, recién afeitado y con una camisa limpia; abogado, pero sin cara de abogado: un rostro más delgado de lo que el cuerpo indicaba, en tensión (y sí, trágico; lo comprendo ahora) y agotado bajo los limpios y recientes golpes firmes de la navaja de afeitar, sosteniendo una pistola de plano sobre la mesa, frente a él: suelta bajo su mano y sin apuntar a nada. En la habitación, bien ordenada, limpia y deslustrada, no había olor a bebida ni tampoco a tabaco, aunque sabía que él fumaba. No me detuve. Me dirigí a él con paso firme. De la puerta a la mesa no había veinte pies, pero me pareció andar en un estado como de sueño, donde no existieran el tiempo ni la distancia, como si por el mero hecho de caminar no pretendiera abarcar más espacio que él en su posición sentada. No hablamos. Fue como si los dos comprendiéramos cuál sería el intercambio de palabras y su inutilidad; como si él hubiera dicho: «Sal, Bayard. Márchate, muchacho», y después: «Entonces, saca. Te dejaré sacar», y habría sido igual que si jamás lo hubiese dicho. Así que no dijimos nada; simplemente, me acerqué a él con paso firme, mientras la pistola se elevaba de la mesa. La observé, vi la desviada inclinación del cañón y supe que no me acertaría, a pesar de que su mano no temblaba. Avancé hacia él, hacia la pistola en la mano, firme como una roca, no oí la bala. Quizá ni siquiera oyese el estampido, aunque recuerdo la súbita eflorescencia anaranjada y la humareda cuando surgieron delante de su camisa blanca, igual que aparecieron frente a la grasienta guerrera confederada de Grumby; seguí observando el ángulo oblicuo del cañón, comprendiendo que no me apuntaba a mi, y vi el segundo resplandor anaranjado y el humo, y aquella vez tampoco oí la bala. Entonces me detuve; ya había terminado. Vi cómo la pistola descendía a la mesa con cortas sacudidas; le vi soltarla y reclinarse en el asiento, con ambas manos sobre la mesa; le miré a la cara: yo también sabía lo que significaba anhelar aire cuando en el ambiente circundante no había nada para llenar los pulmones. Se levantó, empujando la silla hacia atrás con un gesto compulsivo, al tiempo que hacia un extraño movimiento al bajar la cabeza; con ella aún inclinada hacia un lado y un brazo extendido como si no pudiera ver su otra mano apoyada en la mesa, como si no pudiera mantenerse en pie por si solo, se dio la vuelta, cruzó la habitación, cogió su sombrero de la percha y, con la cabeza todavía echada para un lado, y una mano extendida, avanzó torpemente a lo largo de la pared, pasó delante de mi, abrió la puerta y salió. Era valiente; nadie lo negaba. Bajó aquellas escaleras y salió a la calle, donde esperaban George Wyatt y los otros seis del antiguo escuadrón de padre, y hacia donde los demás hombres ya habían empezado a correr; avanzó entre ellos con el sombrero puesto y la cabeza alta (me contaron que alguien le gritó: «¿Ha matado también a ese muchacho?»), sin decir palabra, mirando al frente y dándoles la espalda, camino de la estación, a donde acababa de entrar el tren del Sur; subió a él sin equipaje, sin nada, y se marchó de Jefferson y de Mississippi para nunca más volver.
Oí sus pasos en las escaleras, luego en el corredor, después en la habitación, pero durante un rato todavía (no muy largo, desde luego) seguí sentado detrás de la mesa, en la misma postura que había permanecido él, con la pistola aún caliente, plana bajo mi mano, que cada vez se me entumecía más entre la pistola y mi frente. Entonces levanté la cabeza; la pequeña habitación estaba llena de hombres.
—¡Dios mío! —exclamó George Wyatt—. ¿Le quitaste la pistola y luego no le acertaste, fallaste dos veces? —entonces, se contestó a si mismo: la misma afinidad por la violencia que tenía Drusilla, y que en el caso de George era el auténtico dictamen de su carácter—: No; espera. Entraste aquí sin llevar siquiera una navaja y le dejaste fallar dos veces. ¡Santo Dios de los Cielos! —se volvió, gritando—: ¡Largaos de aquí! Tú, White, galopa a Sartoris y di a su familia que todo ha terminado y que él está bien. ¡Vamos!
De modo que se marcharon, desaparecieron; pronto sólo quedó George, que me miraba con aquella fría mirada sin brillo, especulativa, pero sin comprensión.
—¡Bueno, por Dios Santo…! ¿Quieres un trago?
—No —contesté—. Tengo hambre. No he desayunado nada.
—Supongo que no, si te has levantado esta mañana con la intención de hacer lo que has hecho. Vamos, iremos al establecimiento de Holston.
—No —dije—. No. Allí, no.
—¿Por qué no? No has hecho nada de lo que tengas que avergonzarte. Yo mismo no lo hubiera hecho así. En todo caso, le hubiera disparado una vez. Pero ésa es tu forma de ser, pues de otro modo no lo habrías hecho.
—Si —dije— volvería a hacerlo.
—¡Maldita sea! Pues yo no. ¿Quieres venir a mi casa? Tendremos tiempo de comer y de llegar luego a tiempo para…
Pero tampoco podía hacer eso.
—No —dije—. Después de todo, no tengo hambre. Creo que me iré a casa.
—¿No quieres esperar y volver conmigo?
—No. Me adelantaré.
—En cualquier caso, no quieres quedarte aquí —volvió a echar una mirada por la habitación (donde aún persistía levemente el olor a humo de pólvora en alguna parte del cálido aire muerto, aunque invisible ahora), parpadeando un poco con sus fieros ojos, sin brillo e introvertidos—. ¡Bueno, por Dios Santo! —volvió a repetir—. Quizá tengas razón, tal vez haya habido demasiadas muertes en tu familia sin que… Vamos.
Salimos del despacho. Esperé al pie de las escaleras y pronto llegó Ringo con los caballos. Volvimos a cruzar la plaza. Ya no había pies encima de la barandilla del establecimiento de Holston (eran las doce en punto), pero un grupo de hombres, parados ante la puerta, levantaron sus sombreros y yo alcé el mío, y Ringo y yo seguimos adelante.
No fuimos aprisa. Dentro de poco sería la una, quizá más tarde; los carruajes y los buggies en seguida empezaran a salir de la plaza, así que me aparté del camino al final de los pastos y paré la yegua, tratando de abrir el portón sin desmontar, hasta que Ringo bajó y la abrió. Cruzamos el prado bajo el severo y ardiente sol; ya podía ver la casa, pero no miré. Entonces llegamos a la sombra, a la densa y sofocante sombra sin aire de la cañada del río; allí donde habíamos construido el corral para esconder las mulas yanquis, las viejas estacas seguían metidas entre la maleza. Al poco, oí el agua, y luego vi los destellos del sol. Desmontamos. Me tumbé de espaldas, pensé: «Ya puede empezar eso otra vez, si quiere». Pero no empezó. Me dormí. Concilié el sueño casi antes de dejar de pensar. Dormí durante casi cinco horas y no soñé nada en absoluto, aunque me desperté llorando, con lágrimas demasiado intensas para contenerlas. Ringo estaba junto a mí, agachado, y se había ido el sol, aunque había un pájaro de alguna clase que seguía cantando en alguna parte, y sonó el silbido del tren de la tarde con destino al Norte y los breves y entrecortados resoplidos de salida tras haber parado en nuestro apeadero. Al cabo de un rato empecé a calmarme, y Ringo trajo su sombrero lleno de agua del riachuelo, pero, en cambio, bajé yo mismo hasta el agua y me lavé la cara.
Todavía quedaba mucha luz en los pastos, aunque las chotacabras habían empezado a cantar y, cuando llegamos a casa, había un sinsonte cantando en el magnolio la canción nocturna, la indolente y aletargada, y de nuevo la luna como el contorno de un talón impreso en la arena mojada. Ahora sólo había una luz en el vestíbulo, de modo que todo había concluido, aunque no podía oler las flores ni por encima de la verbena en mi chaqueta. No había vuelto a dirigirle otra mirada. Tuve intención de hacerlo antes de salir de casa, pero no lo hice, no volví a verle, y todos los retratos que teníamos de él eran malos, porque un retrato no podría haber representado su muerte, del mismo modo que la casa no podría haber cobijado su cuerpo. Pero no necesitaba verle de nuevo, porque él estaba allí, siempre estaría allí; quizá, lo que Drusilla denominaba su sueño no era algo que él poseyera, sino algo que nos había legado y que nosotros nunca olvidaríamos, que incluso podría asumir su forma corpórea dondequiera que nosotros, negros o blancos, cerráramos los ojos. Entré en casa. No había luz en la sala de visitas, excepto el último resplandor del ocaso que entraba por la ventana del oeste, por la cristalera de colores de tía Jenny; estaba a punto de subir las escaleras cuando la vi allí, sentada junto a la ventana. No me llamó, y yo no pronuncié el nombre de Drusilla; simplemente, crucé la puerta y me quedé ahí parado.
—Se ha ido —dijo tía Jenny—. Tomó el tren de la tarde. Se ha marchado a Montgomery, a casa de Dennison.
Denny se había casado hacia cosa de un año; vivía en Montgomery y estudiaba Derecho.
—Comprendo —dije—. Entonces, no sabe… —pero aquello también era inútil; Jed White debió llegar antes de la una y se lo habría dicho. Y, además, tía Jenny no contestó podría haberme mentido, pero no lo hizo.
—Ven acá —dijo. Me acerqué a su silla—. Arrodíllate. No puedo verte.
—¿No quieres la lámpara?
—No. Arrodíllate —me puse, pues, de rodillas, junto a su mecedora—. De modo que has pasado una tarde de sábado absolutamente espléndida, ¿no es cierto? Cuéntamela.
Entonces me puso las manos sobre los hombros. Las vi alzarse como si ella tratase de detenerlas; las sentí sobre los hombros como si tuvieran vida aparte, e intentaban hacer algo que, por mi bien, ella procuraba contener y evitar. Entonces abandonó, o no fue lo bastante fuerte, porque ascendieron y me apretaron la cara con fuerza, y súbitamente las lágrimas brotaron y manaron por su rostro, del mismo modo que la risa había fluido por el de Drusilla.
—¡Oh, malditos Sartoris! —exclamó—. ¡Malditos! ¡Malditos!
Cuando cruzaba el vestíbulo, se encendió la luz del comedor y oí a Louvinia poner la mesa para la cena. De modo que la escalera quedó muy bien iluminada. Pero el pasillo de arriba estaba a oscuras. Vi abierta la puerta de ella (esa inconfundible manera en que queda abierta la puerta de una habitación cuando ya nadie vive en ella) y comprendí que no había aceptado que ella se hubiese realmente marchado. Así que no miré al interior de la alcoba. Me dirigí a la mía y entré. Y, entonces, durante un largo momento, creí seguir oliendo la verbena en mi solapa. Lo creí hasta que hube atravesado la habitación y mirado la almohada en que yacía: un solo ramito (sin poner atención, ella solía arrancar una media docena de flores y todas eran del mismo tamaño, casi de la misma forma, como si las hubiera troquelado una máquina) llenando la alcoba, las sombras, el crepúsculo, con aquel aroma del cual ella decía que podía apreciarse por encima del olor de los caballos.
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