William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Intruso en el polvo (1948)
(Intruder in the Dust)
(Nueva York: Random House, 1948, 247 págs.)


CAPÍTULO I

      Era mediodía justo aquel domingo por la mañana cuando el sheriff llegó a la cárcel con Lucas Beauchamp, aunque todo el pueblo (todo el condado en realidad) sabía ya desde la noche antes que Lucas había matado a un blanco.
       Él estaba allí esperando. Era el primero, parándose paseando intentando parecer ocupado o al menos inocente, bajo el cobertizo delante de la cerrada fragua enfrente de la cárcel donde sería menos probable que le viese su tío si o más bien cuando cruzase la plaza hacia la oficina a por el correo de las once.
       Porque también él conocía a Lucas Beauchamp… lo mismo que le conocían claro todos los blancos. Puede que él el que más, salvo quizá Carothers Edmonds, en cuyas tierras vivía Lucas a diecisiete millas del pueblo, porque él había comido una vez en casa de Lucas. A principios de invierno, cuatro años antes; él solo tenía doce por entonces y había sido así: Edmonds era amigo de su tío; habían sido condiscípulos en la Universidad del Estado, donde había ido su tío tras volver de Harvard y Heidelberg a aprender derecho suficiente para que le eligieran letrado del condado y el día antes había ido Edmonds al pueblo a ver a su tío por cosas del condado y se había quedado a pasar la noche con ellos y de noche cenando Edmonds le había dicho:
       —Ven mañana conmigo a los conejos —y luego a su madre—: Volverá mañana por la tarde. Irá un chico con él cuando salga con la escopeta —y luego a él otra vez—: Tiene un buen perro.
       —Él tiene un chico —dijo su tío. Y Edmonds dijo:
       —¿Caza también conejos su chico?
       Y dijo su tío:
       —Prometeremos que no estorbará al tuyo.
       Así que a la mañana siguiente, él y Aleck Sander se fueron con Edmonds. Hacía frío aquella mañana, el primer ramalazo de frío del invierno; los setos estaban tiesos y cubiertos de escarcha y el agua estancada de las cunetas de la carretera tenía una capita de hielo e incluso los bordes del agua corriente del arroyo Nine Mile brillaban frágiles y centelleantes como cristal mágico y de la primera granja que pasaron y luego de otra y otra y otra llegaba el aroma encalmado del humo de leña y pudieron ver en los corrales los calderos de hierro negros espumeantes y a las mujeres que aún con las cofias del verano o con sombreros de hombre viejos de fieltro y abrigos largos de hombre atizaban el fuego debajo y hombres con delantales de saco atados con alambre por encima del mono afilaban cuchillos o trajinaban ya por las pocilgas en que los cerdos gruñían y chillaban no sobresaltados del todo, sin alarma, alertados solo como si percibiesen ya aunque difusamente su destino inmanente y suculento; al caer la noche, por todo el territorio colgarían sus cadáveres abiertos en canal color sebo espectrales intactos inmovilizados por las patas en actitudes de correr frenético como si a toda prisa al centro de la tierra.
       Y no supo cómo fue. El chico, uno de los hijos del colono de Edmonds, mayor y más alto que Aleck Sander, que era a su vez más alto que él aunque tenían los mismos años, esperaba en la casa con el perro… un conejero auténtico, con algo de sabueso, con bastante, quizá sabueso más que nada, rojizo y negro-y-canela quizá con una pizca de perdiguero por algún lado, un lameollas, un perro de negro al que bastaba mirar para ver que tenía una afinidad una comunicación especial con los conejos parecida a la que dicen que tienen los negros con las mulas… y Aleck Sander tenía ya su palo de tuerca (una de esas tuercas grandes con que atornillan las vías férreas, ajustada a un pedacito de palo de escoba) con el que Aleck Sander podía tirarle girándolo a un conejo a la carrera casi con la misma precisión con que podía hacerlo con la escopeta… y Aleck Sander y el chico de Edmonds con palos iguales y él con la escopeta bajaron por la finca y por un prado hasta el arroyo donde el chico de Edmonds sabía que estaba el tronco para cruzar y no se dio cuenta, algo que podría esperarse e incluso disculparse en una chica pero en nadie más, ya iba a mitad del tronco y sin darle importancia él que aguantaba por las barandillas de las vallas el doble de trecho cuando de pronto la tierra invernal soleada familiar conocida dio vuelta de campana y lisa en la cara y sin soltar la escopeta todavía no se precipitaba fuera de la tierra sino del cielo claro y recordaba aún el tintineo leve claro de quebrado hielo y que apenas sintió el impacto del agua sino solo el del aire cuando emergió otra vez. Como había soltado además la escopeta tuvo que bucear, sumergirse de nuevo para hallarla, volver del aire helado al agua, que tampoco le produjo ninguna sensación, ni frío ni nada, y donde las prendas empapadas (botas y gruesos pantalones jersey y cazadora) no resultaban pesadas siquiera, solo embarazosas, y halló la escopeta y tanteó de nuevo el fondo luego y estiró un solo brazo hacia la orilla y nadando con los pies y asiéndose a una rama de sauce alargó la escopeta hacia arriba hasta que se la recogieron; el chico de Edmonds sin duda pues en aquel momento Aleck Sander le alargaba a él el extremo de un palo largo, casi un tronco, que le barrió los pies primero y le sumergió de nuevo y a punto estuvo de hacerle perder el asidero del sauce hasta que una voz dijo:
       —No le estorbes con el palo que no podrá salir —solo una voz, no porque pudiera no ser de Aleck Sander ni del chico de Edmonds sino porque no importaba de quién: escalando ya con ambas manos entre los sauces, la capita de hielo crujiéndole y tintineándole en el pecho, la ropa un plomo frío suave que no parecía que él se moviera dentro sino que parecía más bien como montada igual que un poncho o una lona: talud arriba hasta que vio dos pies con botas de goma que no eran ni los del chico de Edmonds ni los de Aleck Sander y luego las piernas, las perneras del mono saliendo de ellas, y escaló hasta allí y se irguió y vio a un negro con un hacha al hombro, chaquetón forrado de piel de cordero y sombrero de ala ancha de pálido fieltro como el de su abuelo, mirándole y fue entonces cuando recordaba haber visto por primera vez a Lucas Beauchamp; jadeante, tiritando y solo entonces sintiendo el efecto del agua fría, alzó la vista hacia la cara que solo le miraba sin piedad conmiseración ni nada parecido, ni sorpresa siquiera: mirándole solo, cuyo propietario nada había hecho por ayudarle a salir del arroyo, en realidad había ordenado a Aleck Sander que desistiera con el palo que había sido la única prueba de intento de ayuda que alguien había hecho… una cara a la que le echó menos de cincuenta y hasta de cuarenta salvo por el sombrero y por los ojos y dentro de una piel de negro pero eso no le importaba gran cosa al muchacho de doce años que tiritaba y jadeaba aún de la impresión y del esfuerzo porque lo que a ella afloraba no tenía ningún pigmento, ni siquiera la carencia de pigmento del blanco, no era arrogante ni burlón siquiera: solo huraño y sereno. Luego el chico de Edmonds le dijo algo pronunciando su nombre: señor Lucas algo y comprendió entonces quién era, recordando el resto de la historia, un trozo, un fragmento de la crónica del condado que muy pocos conocían mejor que su tío, quizá nadie: aquel hombre era hijo de uno de los esclavos del viejo Carothers McCaslin, bisabuelo de Edmonds, que no solo había sido esclavo de Carothers sino también su hijo: quieto y tiritando sin parar ya durante lo que le pareció otro minuto entero mientras el hombre le miraba allí plantado sin expresión alguna en la cara. Luego el hombre se volvió, ni siquiera dirigiéndose a ellos por encima del hombro, caminando ya sin esperar siquiera para comprobar que le oían, menos aún si le obedecían:
       —Vamos a mi casa.
       —Yo volveré a casa del señor Edmonds —dijo él. El hombre no se volvió. Ni contestó siquiera.
       —Llévale la escopeta tú, Joe —dijo.
       En fin le siguió, el chico de Edmonds y Aleck Sander detrás en fila india por la orilla hacia el puente y la carretera. Había dejado de tiritar pronto; ya solo tenía frío y estaba empapado y casi todo aquello desaparecería solo con que siguiera en movimiento. Cruzaron el puente. Estaba ya delante de la cerca tras la cual subía el camino que cruzaba el cercado de la casa de Edmonds. Era casi una milla; seguramente estaría ya seco y habría entrado en calor cuando llegara allí y aún creía que iba a cruzar la entrada e incluso después de saber que no lo haría o en realidad que no lo había hecho, dejada atrás ya, aún se decía que la razón era que aunque Edmonds fuese soltero y no hubiera mujeres en la casa, Edmonds mismo podría negarse a dejarle salir otra vez de casa hasta que le llevara con su madre, aún seguía diciéndose esto aunque ya supiese que la verdadera razón era que no podía ya concebir la idea de contradecir al hombre que caminaba delante de él que podría ser su abuelo, no por miedo ni por la amenaza de represalias siquiera sino porque el hombre que caminaba delante era sencillamente incapaz como su abuelo de concebir que un niño le contradijese y le contestase.
       Así que ni siquiera comprobó cuando cruzaron la entrada de la finca, no volvió la vista siquiera y ahora estaban no en el sendero bien delimitado y cuidado de la casa de un colono o un criado marcado por huellas de pisadas sino en una salvaje cortadura medio barranco y medio senda a caballo de un cerro que parecía también solitario independiente y huraño y luego vio la casa, la cabaña, y recordó el resto de la historia, la leyenda: que el padre de Edmonds había cedido en documento público a su primo carnal negro y a sus herederos a perpetuidad la casa y los diez acres de tierra en que se asentaba (una parcela oblonga emplazada para siempre en medio de la plantación de dos mil acres como un sello postal en el centro de un sobre) la casa de madera despintada, la despintada cerca de estacas puntiagudas cuyo portón despintado sin cierre abrió el hombre con la rodilla sin pararse aún ni mirar atrás una vez siquiera él siguiéndole y Aleck Sander y el chico de Edmonds a él, entrando en el recinto de la casa. No debía tener césped ni en verano siquiera; se lo imaginaba muy bien, pelado, sin yerbas ni matorrales de ningún tipo, barrido el polvo todas las mañanas por alguna de las mujeres de la casa de Lucas con una escoba de varillas de sauce en una intrincada serie de espirales y lazos superpuestos que irían borrando a medida que avanzara el día poco a poco, lentamente los excrementos y las crípticas huellas triangulares de las gallinas como (al recordarlo ahora a los dieciséis) un terreno en miniatura de la era de los grandes reptiles, los cuatro siguiendo lo que era menos que camino, porque su superficie era también de tierra pero más que senda, la ruta de pisadas que cruzaba a plomo recta entre dos bordes de latas y botellas vacías y fragmentos de porcelana y loza hincados en el suelo, por las escaleras sin pintar arriba y por la galería sin pintar por cuyo borde había más latas aunque más grandes: cubos vacíos de galón que en tiempos habrían contenido melaza o quizá pintura y gastadas vasijas de agua o leche y una lata de cinco galones para petróleo con la parte superior cortada y la mitad de lo que en tiempos había sido el tanque de agua caliente de la cocina de alguien (de la de Edmons sin duda) cortado longitudinalmente como un plátano: donde el verano anterior habían crecido flores y donde los tallos muertos y los secos y frágiles zarzillos se inclinaban y colgaban aún, y tras esto la casa misma, gris y gastada por el tiempo y no tanto sin pintar como independiente de la pintura y refractaria a ella de modo que no solo era la única continuación posible de aquel camino austero y descuidado sino que también era su coronación, lo mismo que las hojas cinceladas del acanto son capitel de la columna griega.
       Aquel hombre no se detuvo aún, subió las escaleras y cruzó la galería y abrió la puerta y entró y luego le siguieron él y el chico de Edmonds y Aleck Sander: un vestíbulo en penumbra casi oscuro incluso tras la claridad exterior y pudo advertir ya aquel olor que había aceptado toda la vida sin dudar como el olor que siempre hay donde viven gentes con algún vestigio de sangre negra lo mismo que creía que todos los que se apellidaban Mallison eran metodistas; luego un dormitorio: suelo gastado muy limpio sin pintar sin alfombra; en un rincón en sombras y cubierta con un edredón claro de retales una cama enorme con dosel procedente sin duda de la casa vieja del viejo Carothers McCaslin, y una cómoda barata desvencijada de Grand Rapids y de momento nada más o al menos poco más; solo después advertiría (o recordaría haber visto) la atestada repisa de la chimenea donde había una lámpara de petróleo con flores pintadas a mano y un jarrón lleno de restos de papel de periódico retorcido y sobre la repisa la litografía coloreada de un calendario de hacía tres años en la que Pocahontas con calzones de ante de flecos y plumas de jefe sioux o chipewa se apoyaba en una balaustrada de itálico mármol que daba a un jardín de clásicos cipreses y en sombras en el rincón opuesto al de la cama un retrato en cromolitografía de dos personas con un grueso marco dorado de madera en un caballete dorado. Pero no había visto nada de todo aquello entonces porque aquello le quedaba detrás y entonces no vio más que el fuego: la chimenea de piedra del campo revestida de arcilla en la que brillaba y humeaba en las cenizas grises un leño a medio consumir y al lado en una mecedora lo que le pareció un niño hasta que le vio la cara, y luego se paró lo suficiente a mirarla porque estaba a punto de recordar algo más que su tío le había contado sobre o al menos relacionado con Lucas Beauchamp, y mirándola comprendió por primera vez lo viejo que era, que debía ser en realidad el hombre: una mujer vieja y diminuta casi como una muñeca mucho más oscura que el hombre con chal y delantal, la cabeza envuelta en un pañolón blanco inmaculado y sobre él un sombrero de paja pintado con una especie de adorno. Pero no podía recordar qué le había dicho o contado su tío y luego olvidó incluso que hubiese recordado que se lo hubiera dicho, sentado ya él en la mecedora delante mismo de la chimenea donde el chico de Edmonds atizaba el fuego con trozos de troncos y astillas de pino y Aleck Sander acuclillado le sacaba las botas mojadas y luego los pantalones y poniéndose de pie se quitó la cazadora y el jersey y la camisa, habiendo ambos de rodear y pasar ante y bajo el hombre que estaba plantado en el estrado del hogar de espaldas al fuego con las botas de goma y el sombrero solo ya sin el chaquetón de piel de cordero y luego la vieja estaba de nuevo a su lado más baja que él mismo y que Aleck Sander que solo tenían doce años, con otro edredón claro de retales al brazo.
       —Desnúdese —dijo el hombre.
       —No, yo… —dijo él.
       —Desnúdese —dijo el hombre. Así que se quitó también la ropa interior mojada y luego estaba ya otra vez en la mecedora frente al fuego ahora brillante y llameante, envuelto en el edredón como un capullo, encerrado ya completamente en aquel inconfundible aroma de negros… aquel olor que si no fuera por algo que iba a sucederle en un espacio de tiempo medible ya en minutos se habría ido a la tumba sin considerar jamás especular una vez sola que quizá aquel olor no fuera en realidad el aroma de una raza ni siquiera en realidad de la pobreza sino quizá de una condición: una idea: una creencia: una aceptación, la pasiva aceptación por ellos mismos de la idea de que al ser negros no tenían por qué tener servicios para lavarse adecuadamente o a menudo o incluso que lavarse bañarse a menudo aún sin servicios para hacerlo; que era de hecho casi preferible que no lo hiciesen. Pero el olor nada significaba ahora o aún; aún tardaría una hora en suceder aquello y cuatro en captar él la amplitud de sus ramificaciones y lo que aquello le había hecho a él y hasta que no fuera un hombre adulto no comprendería, no admitiría que lo había aceptado. Así que solo lo olió y lo desechó luego porque estaba acostumbrado a él, lo había olido de vez en cuando toda su vida y seguiría oliéndolo: había pasado buena parte de aquella vida en casa de Paralee, en la cabaña de la madre de Aleck Sander en el patio de atrás de su casa, donde él y Aleck Sander jugaban de pequeños cuando hacía mal tiempo y Paralee les preparaba comidas completas entre dos comidas de la casa y él y Aleck Sander las comían juntos, sabiéndoles igual a los dos la comida; no podía imaginar una existencia en la que aquel aroma desapareciera para siempre. Lo había olido siempre, siempre lo olería, era una parte de su pasado inesquivable, era una parte fecunda de su herencia como sureño; ni siquiera tenía que rechazarla, en realidad ya no lo olía como no olía ya nunca el fumador de pipa ese hedor frío a pipa tan integrado ya en su ropa como los botones y los ojales, sentado adormilado un poco incluso en la exuberancia cálida acogedora rancia del edredón, saliendo un poco, no mucho, de su adormilamiento al oír que el chico de Edmonds y Aleck Sander se levantaban de donde habían estado acuclillados contra la pared y salían de la estancia, hundiéndose de nuevo en el cálido vaho del edredón mientras seguía allí plantado vigilándole aún, de espaldas al fuego y las manos cogidas atrás y salvo por las manos cogidas y la falta del hacha y el chaquetón de piel de cordero exactamente como cuando él había alzado la vista al salir del arroyo y le había visto por primera vez, el hombre de las botas de goma y el mono descolorido de negro pero con una gruesa cadena de reloj de oro cruzando el peto del mono y poco después de que entraran en la estancia él se había dado cuenta de que el hombre se giraba y cogía algo de la atestada repisa de la chimenea y se lo metía en la boca y luego vio lo que era: un mondadientes de oro como el que había tenido su abuelo: y el sombrero era de castor, gastado, hecho a mano, como aquel por el que había pagado su abuelo treinta y cuarenta dólares la pieza, no encasquetado recto sino un poco ladeado sobre la cara pigmentada como la de un negro pero con la nariz alta en el puente y hasta algo ganchuda y lo que miraba por ella o incluso desde detrás de ella no negro ni blanco tampoco, no arrogante en ningún sentido y ni burlón siquiera: solo intolerante, inflexible y sereno.
       Luego volvió Aleck Sander con su ropa, seca ya y casi caliente aún de la cocina y se vistió, pateando con las botas acartonadas; el chico de Edmonds acuclillado de nuevo contra la pared aún comía algo de la mano y él dijo:
       —Yo comeré en casa del señor Edmonds.
       El hombre ni protestó ni asintió. No se movió; ni le miró siquiera. Solo dijo, inflexible y tranquilo: «Ella la hizo ya y la ha servido»; y él pasando ante la vieja que se hizo a un lado junto a la puerta para dejarle paso, entró en la cocina: la mesa cubierta de un hule y colocada en el cuadrado claro y soleado de una ventana orientada al sur (no sabía cómo pudo saberlo pues no había ni señales, rastros, platos sucios que lo indicaran) habían comido ya el chico de Edmonds y Aleck Sander y se sentó y comió a su vez de lo que sin duda debía haber sido la comida de Lucas: berzas, una loncha de lomo rebozada con harina y frita, bollos grandes planos pálidos pesados medio crudos, un vaso de cuajada: comida de negro también, aceptada y rechazada luego también porque era exactamente lo que él había supuesto, era lo que comían los negros, porque era sin duda lo que les gustaba, lo que elegían; no porque (con doce años: no tendría su primera duda asombrada al respecto hasta la edad adulta) según su larga crónica no hubiesen tenido posibilidad de aprender a saborear otra cosa salvo los que comían de las cocinas de los blancos sino porque lo habían elegido entre todas las comidas porque se correspondía con sus palabras y su metabolismo; después, diez minutos más tarde y luego durante los cuatro años siguientes intentaría convencerse de que había sido la comida lo que le había desconcertado. Pero sabía que no era cierto; su equivocación, su error inicial, había estado allí desde el principio, no necesitaba siquiera la instigación del olor de la casa y el edredón para sobrevivir a lo que había aflorado (ni siquiera mirándole a él, solo asomándose) al rostro del hombre; levantándose por fin y con la moneda, el medio dólar ya en la mano al volver a la otra habitación: cuando vio por primera vez porque casualmente se topó con él de frente ahora el retrato de grupo de dorado marco en su caballete dorado y se acercó inclinándose para examinarlo en el rincón en sombras donde solo la hoja de oro brillaba, antes de darse cuenta de que iba a hacerlo. Era evidente que el retrato había sido retocado; desde detrás de la redonda bóveda de cristal de vagos reflejos como desde la bola de cristal de una adivina le miró a él a su vez de nuevo el rostro tranquilo y huraño bajo la jactanciosa inclinación del sombrero, cuello almidonado sin corbata prendido a una blanca camisa almidonada con un botón de cuello en forma de cabeza de serpiente y casi igual de grande, la cadena del reloj cruzando ahora chaleco de velarte bajo chaqueta de velarte y solo faltaba el mondadientes, y a su lado la mujer menuda pequeña con aire de muñeca con otro sombrero de paja pintado y un chal; es decir debía ser la mujer aunque no se parecía a nadie que él conociera y comprendió luego que era más que eso: había algo fantasmal, casi insoportablemente erróneo en el retrato o en ella: cuando habló ella, y él alzó la vista, el hombre plantado aún ante el fuego y la mujer sentada de nuevo en la mecedora en su sitio de siempre casi en el rincón y no le miraba a él ya y él supo que no le había mirado desde que había vuelto a entrar, pero dijo:
       —Esa es otra de las ocurrencias de Lucas —y él dijo:
       —¿Qué? —Y el hombre dijo:
       —A Molly no le gusta porque el hombre que la sacó le hizo quitarse el trapo de la cabeza —y era precisamente eso, tenía pelo; era como mirar un cadáver embalsamado a través de la tapa de cristal hermética de un ataúd y él pensó Molly, claro porque recordó qué era lo que su tío le había contado de Lucas o de ellos. Dijo:
       —¿Por qué se lo hizo quitar?
       —Se lo dije yo —dijo el hombre—. No quería un cuadro de negros del campo en casa —y él avanzó hacia ellos ya volviendo a meterse en el bolsillo el puño en que tenía el medio dólar y recogiendo la moneda de dos centavos y las dos de quince (todo lo que tenía) con él en la palma, diciendo:
       —Usted es del pueblo. Mi tío le conoce… El abogado Gavin Stevens.
       —Yo recuerdo también a su mamá —dijo ella—. La señorita Maggie Dandridge.
       —Esa era mi abuela —dijo él—. Mi madre también se apellidaba Stevens —y alargó las monedas: y en el mismo instante en que supo que ella las habría cogido supo que solo por ese preciso instante irrevocable llegaría ya siempre demasiado tarde, eternamente más allá del recuerdo, allí con la sangre cálida lenta tan lenta como los minutos mismos hacia el cuello y el rostro, eternamente con la abierta mano tonta y en ella los cuatro vergonzosos fragmentos de acuñada y troquelada escoria, hasta que al fin el hombre hizo algo que cumplió al menos la función de la piedad.
       —¿Para qué es eso? —dijo, sin moverse siquiera, sin inclinar siquiera la cabeza para ver lo que tenía en la palma; por otra eternidad y solo la sangre inmóvil muerta cálida hasta que al fin corrió violenta de modo que al menos pudiera soportar la vergüenza: y vio que la palma giraba no arrojando las monedas sino dejándolas caer desdeñosa y tintinearon en el suelo desnudo, saltando y una de las de cinco centavos rodó incluso lejos en un gran círculo barredor con un sonido seco diminuto como un ratoncito que se escurre; y luego su voz:
       —¡Recogedlo!
       Y nada más, el hombre no se movía, manos cogidas a la espalda, sin mirar nada; solo el aflujo de la sangre densa muerta ardiente desde la cual habló la voz sin dirigirse a nadie: «Recoged su dinero»; y oyó y vio a Aleck Sander y al chico de Edmonds llegar y hurgar entre las sombras junto al suelo. «Dádselo», dijo la voz; y vio al chico de Edmonds depositar sus dos monedas en la palma de Aleck Sander y sintió la mano de Aleck Sander acercar las cuatro a la suya inerte y meterlas en ella.
       —Ahora pueden irse a cazar ese conejo —dijo la voz—. Y no se acerquen al arroyo.


CAPÍTULO II

      Y volvieron a salir al luminoso frío (aunque eran las doce ya y hacía más calor del que probablemente hiciese en todo el día), de nuevo cruzando el puente del arroyo y (de pronto, mirando alrededor, habían recorrido media milla casi siguiendo el arroyo y no se había dado cuenta siquiera) el perro persiguió a un conejo hasta unas zarzas junto a un algodonal y ladrando histéricamente lo hizo salir de ellas de nuevo, el pequeño burujo frenético de color tostado que parecía un instante esférico y acoplado como una pelota y al siguiente largo como culebra, brotando de la espesura delante del perro, la chispita blanca del rabillo zigzagueando entre los surcos esquemáticos del algodonal como la vela de un barco de juguete en un estanque batido por el viento mientras al otro lado de la espesura Aleck Sander gritaba: «Tírale. ¡Tírale!» —luego: «¡Por qué no le tiraste!» y luego se volvió despacio y caminó seguido hasta el arroyo y sacó las cuatro monedas del bolsillo y las tiró al agua: y aquella noche en la cama sin conciliar el sueño se dio cuenta de que la comida no había sido solo lo mejor que Lucas podía ofrecer sino también lo único; él había ido allí aquella mañana no como invitado de Edmonds sino de la plantación del viejo Carothers McCaslin y Lucas lo sabía y él no y Lucas le había ganado por eso, plantado allí delante del hogar y sin mover siquiera las manos de la espalda había tomado sus propios setenta centavos y le había derrotado con ellos; y retorciéndose de rabia impotente pensaba en aquel hombre al que solo había visto una vez y de eso hacía solo doce horas, de quien como descubriría al año siguiente todos los blancos de todo aquel sector del territorio habían pensado durante muchos años: Primero tenemos que convertirle en un negro. Tiene que admitir que es negro. Luego quizá le aceptemos como parece querer que se le acepte. Porque empezó en seguida a enterarse de muchas más cosas relacionadas con Lucas. No porque las oyese: las supo, supo lo que cualquiera que conociese aquel condado podía contarle del negro que decía «señora» a las mujeres exactamente igual que cualquier blanco y que te decía: «caballero» y «señor» a ti si eras blanco pero que tú sabías que no lo creía en absoluto y él sabía que lo sabías pero que no estaba siquiera esperándote provocándote a hacer el movimiento siguiente, porque no le importaba en absoluto. Esto, por ejemplo.
       Fue un sábado por la tarde hace cuatro años en la tienda del cruce a cuatro millas de la finca de Edmonds donde los sábados por la tarde los colonos y arrendatarios y propietarios blancos o negros de los alrededores pasaban todos y solían parar con cierta frecuencia incluso a comprar cosas, mulas y caballos ensillados llenos de mataduras atados entre sauces y abedules y sicomoros en el pisoteado barro debajo del arroyo y sus jinetes desbordando la tienda propiamente dicha y desparramados por la polvorienta acera, de pie o acuclillados tomando una gaseosa y escupiendo tabaco y liando parsimoniosamente un cigarrillo y encendiendo con lenta cerilla la pipa apagada; aquel día había allí tres blancos jóvenes de una serrería próxima, algo borrachos todos, uno tenía fama de pendenciero y de violento y entró Lucas con el gastado traje negro de velarte que se ponía para ir al pueblo y los domingos y el gastado y magnífico sombrero y la gruesa cadena de reloj y el mondadientes, y algo pasó, la versión no decía qué, tal vez ni se supiese, quizá cómo entró Lucas allí sin hablar con nadie y se fue derecho al mostrador a hacer su compra (una caja de galletas de jengibre de cinco centavos) y luego se volvió y abrió un extremo de la caja y se sacó el mondadientes de la boca y lo guardó en el bolsillo del pecho y se echó una galletita en la mano y se la metió en la boca, o quizá no hiciese falta nada, el blanco allí súbitamente diciéndole cosas a Lucas, diciéndole: «¿Por qué andas tú tan tieso Edmonds de mierda hijo de puta?» y Lucas masticó la galleta y la tragó y con la caja ya inclinada de nuevo hacia la otra mano volvió muy despacio la cabeza miró un momento al blanco y luego dijo:
       —No soy Edmonds. Esos son gente nueva. Yo soy de los antiguos. Soy un McCaslin.
       —Tú sigue por ahí poniéndole esa cara a la gente y acabarás sirviendo de carnada a los cuervos —dijo el blanco. Y durante otro instante o por lo menos medio Lucas miró al blanco con un distanciamiento contemplativo y sereno; la caja que sostenía en una mano fue inclinándose despacio hasta que cayó otra galleta en la otra, alzando luego la comisura de los labios chupóse uno de los dientes de arriba muy sonoramente en el silencio brusco mas sin que implicase esto en modo alguno burla o impugnación ni aun desacuerdo, sin que implicase nada en absoluto más bien como abstraído, como podría chuparse un diente (si lo hacía) un hombre que comiera una galleta de jengibre en la más absoluta soledad, y dijo:
       —Sí, eso ya me lo han dicho. Y veo que los que lo dicen no son siquiera Edmonds —tras lo cual el blanco se incorporó de un salto y estirando la mano hacia atrás hacia el mostrador donde había una media docena de balancines de arado agarró uno y lo esgrimió y cuando iba ya a utilizarlo intervino el hijo del dueño de la tienda, un joven animoso que rodeando el mostrador o saltándolo fue y lo sujetó de modo que el balancín se estrelló inofensivo contra la estufa fría. Luego ya lo sujetó también otro hombre.
       —¡Fuera de aquí, Lucas! —dijo el hijo del propietario por encima del hombro. Pero Lucas seguía inmutable, tranquilo del todo, ni burlón siquiera, ni siquiera despectivo, ni siquiera muy alerta, la caja de chillones colores aún en la mano izquierda y la galletita en la derecha, mirando solo cómo el hijo del propietario y el otro sujetaban al blanco que soltaba tacos y espumarajos. «¡Largo de aquí imbécil, majadero!» gritó el hijo del propietario; y solo entonces se puso Lucas en marcha, sin prisa, dando vuelta despacio y yendo hacia la puerta y llevándose la mano derecha a la boca, para que cuando saliera por la puerta pudieran ver la firme presión de su masticación.
       Porque estaba el asunto de aquel medio dólar. Aunque la suma exacta fuese de setenta centavos en realidad y en cuatro monedas hacía mucho ya que las había transferido traduciendo en aquellas primeras y escasas fracciones de segundo en la moneda única en una entidad completa y única de masa y peso que no guardaba proporción alguna con su simple valor de cambio; pues a veces la capacidad de su espíritu para la pesadumbre o para torturarse o lo que fuese en fin se agotaba por último un instante y tranquilo incluso se decía Al menos tengo el medio dólar, al menos tengo algo porque no solo ya su error y la vergüenza, sino también sus protagonistas (el hombre, el negro, la habitación, el momento, el día mismo) se habían templado disipado en el símbolo redondo y duro de la moneda y era como si se viese tendido allí observando sin pesadumbre e incluso tranquilo cómo día a día la moneda crecía hasta su máximo gigantesco, hasta colgar fija al fin para siempre en la bóveda negra de su angustia como la luna muerta y definitiva y sin menguante y él mismo, su propia sombra diminuta gesticulante y pequeña contra ella en un eclipse frenético y vano pero también infatigable porque él no cejaría nunca, no podía ceder ya nunca ante quien había humillado no solo su virilidad sino también a toda su raza; todas las tardes después de clase y los sábados todos, salvo que hubiera un partido o que fuese de caza o hubiera otra cosa que desease o precisase hacer, iba al despacho de su tío, donde contestaba al teléfono o hacía recados, todo con cierta apariencia de responsabilidad, ya que no de necesidad. Era como mínimo indicio de su voluntad de asumir una parte al menos de su carga. Había empezado ya de niño, ya casi no se acordaba siquiera cuándo, por aquel apego ciego y total al único hermano de su madre que nunca había intentado racionalizar, y había seguido desde entonces; más tarde, a los quince y dieciséis y diecisiete años pensaría en el cuento del chico que tenía un ternero mimado al que aupaba todos los días para pasar la cerca del prado; pasaron los años y eran ya un hombre adulto y un toro aún aupado todos los días para que pudiera pasar la valla del prado.
       Abandonó el ternero. Faltaban ya menos de tres semanas para Navidad; todas las tardes después de clase y todos los sábados estaba o en la plaza o donde pudiera verlo, vigilarlo. Hubo otro día o dos de frío, luego calor, amainó el viento y se nubló el sol claro y llovió pero él siguió paseando la calle o se estaba allí quieto mientras los escaparates de la tienda iban llenándose ya de juguetes y artículos navideños y fuegos de artificio y luces de colores y ramos verdes y lentejuelas o en el vaporoso escaparate de la botica o de la barbería observaba los rostros campesinos, los dos paquetes (los cuatro puros de veinticinco centavos el par y el vaso de rapé para su esposa) envueltos con el papel de colorines en el bolsillo, hasta que al fin vio a Edmonds y se los dio para que los entregara el día de Navidad por la mañana. Pero solo con eso se deshizo (con interés doblado) de los setenta centavos. Aún quedaba aquel disco monstruoso muerto sin calor que colgaba nocturno en el abismo negro de la impotencia y de la cólera: Si al menos fuese primero un negro, solo por un segundo, un brevísimo segundo infinitesimal: así que en febrero empezó a ahorrar (los veinticinco centavos que le daba su padre a la semana y los veinticinco que como salario le daba su tío) hasta que en mayo tuvo suficiente y con la ayuda de su madre eligió el vestido de seda artificial estampado y se lo mandó, envió por correo a Molly Beauchamp, a nombre de Carothers Edmonds R. F. D. y sintió al fin algo así como alivio porque desapareció la cólera y lo único que no podía olvidar ya era la pesadumbre y la vergüenza; el disco aún colgaba en la bóveda negra pero ya casi tenía un año de vejez y por ello la bóveda misma no era ya tan negra con el disco ya palideciendo y hasta podía dormir debajo como hasta el insomne se adormila al fin bajo su luna menguante y sin brillo. Luego llegó septiembre; faltaba una semana para que empezaran las clases. Una tarde volvió a casa y le estaba esperando su madre.
       —Trajeron una cosa para ti —le dijo.
       Era una gran lata de melaza de sorgo casera fresca y supo en seguida de quién era antes de que ella terminara de hablar:
       —Te lo manda alguien de la finca del señor Edmonds.
       —Lucas Beauchamp —dijo él, gritó casi—. ¿Cuánto hace que se fue? ¿Por qué no me esperó?
       —No —dijo su madre—. No lo trajo él. Lo mandó. Lo trajo un chico blanco en una mula.
       Y eso fue todo. Volvían a estar como al principio; había que empezar todo de nuevo. Ahora era peor además, porque Lucas había ordenado a una mano blanca recoger su dinero y devolvérselo. Luego se dio cuenta de que ni siquiera podía empezar otra vez por el principio, porque coger la lata de melaza y plantarla de nuevo delante de la puerta de casa de Lucas solo sería repetir lo de las monedas, Lucas mandaría a alguien cogerla y devolverla, por no mencionar ya el que habría tenido que hacer el viaje en un caballito de Shetland que ya le resultaba pequeño y del que se avergonzaba pero su madre aún no quería que tuviese un caballo normal o al menos el tipo de caballo que él quería y que le había prometido su tío, diecisiete millas para llegar hasta la puerta y dejarla ante ella. No podía hacer más que eso; lo que le liberaría o podría liberarle quedaba no solo fuera de su alcance sino de su capacidad de comprensión incluso; solo podía esperar por ello si llegaba y arreglárselas sin ello en caso contrario.
       Y cuatro años después llevaba ya libre de ello casi dieciocho meses y creía que había terminado ya todo: la vieja Molly muerta y la hija casada que tenían ella y Lucas se trasladó a Detroit con su marido y se enteró luego por último por remota casualidad y tardío rumor de que Lucas vivía solo en la casa, solitario sin familia y huraño, no solo sin amigos ni de su propia raza al parecer sino orgulloso de ello. Le había visto otras tres veces, en la plaza del pueblo y no siempre en sábado… pero hasta después de un año de la última vez no cayó en la cuenta de que no le había visto nunca en el pueblo un sábado cuando venían los demás negros del campo y también la mayoría de los blancos ni incluso de que entre las ocasiones que le había visto mediaba un año casi exactamente y que la razón de que le viera entonces no había sido que la presencia de Lucas hubiera coincidido por casualidad con su propio paso casual por la plaza sino que había coincidido él con las visitas anuales obligadas de Lucas; pero en días laborables como los blancos que no eran labradores sino plantadores, que llevaban corbata y chaleco como los comerciantes y los médicos y los propios abogados, como si rechazase, se negase a aceptar incluso aquel pequeño sector de normas de conducta no ya del negro sino del negro rural, y siempre con aquel traje oscuro gastado de velarte tan evidentemente cepillado caro en los tiempos de la foto-retrato del caballete dorado y el elegante sombrero inclinado y la camisa blanca de almidonado peto de los tiempos de su propio abuelo y el cuello sin corbata y la gruesa cadena del reloj y el mondadientes de oro como el que su propio abuelo había llevado en el bolsillo del chaleco: la primera vez en el segundo invierno; había hablado él primero, pero Lucas le reconoció de inmediato, le dio las gracias por la melaza y Lucas le contestó exactamente como podría haberlo hecho su propio abuelo, la diferencia solo en las palabras, en la gramática:
       —Salió buena este año. Cuando la hacía recordé que a todos los chicos les gusta la melaza —y sin parar, hablando por encima del hombro—: Cuidado con los arroyos este invierno —y le vio después de esto otras dos veces: traje negro, sombrero, cadena de reloj; pero la vez siguiente Lucas no llevaba ya el mondadientes y esta vez le miró directamente, directamente a los ojos a metro y medio de distancia y pasó al lado y él pensó Me ha olvidado. Ya ni siquiera me recuerda hasta casi al año siguiente en que su tío le contó que Molly, su anciana esposa, había muerto hacía un año. Ni se molestó, ni se paró siquiera a preguntarse entonces cómo podía saberlo su tío (se lo había contado Edmonds evidentemente) porque estaba haciendo ya rápidamente un cálculo; y dijo pensó con un sentimiento de revancha, alivio, triunfo casi: Acababa de morirse entonces. Por eso no me vio. Por eso no llevaba el mondadientes: pensando casi con asombro: Estaba apenado. No hay que no ser negro para sufrir… y luego se dio cuenta de que estaba esperando, rondando por la plaza casi como había hecho hacía dos años cuando esperaba a Edmonds para entregarle los dos regalos de Navidad para que se los diese, durante los dos y luego tres y luego cuatro meses siguientes hasta que cayó en la cuenta de que había visto a Lucas en el pueblo siempre solo una vez por año en enero o febrero y comprendió por qué por vez primera: iba a pagar el impuesto anual por sus tierras. Y fue a finales de enero, una tarde clara y fría. Él estaba en la esquina del banco al tenue sol y vio salir a Lucas del juzgado y cruzar la plaza derecho hacia él, el traje negro y la camisa sin corbata y el elegante sombrero viejo con su fanfarrona inclinación y caminaba tan tieso que la chaqueta solo le tocaba los hombros colgaba de ellos y pudo ver también el brillo sesgado y oblicuo del mondadientes de oro y sintió los músculos de la cara esperando y luego Lucas alzó la vista y otra vez le miró directamente a los ojos quizá un cuarto de minuto y apartó la vista luego y siguió derecho y luego hasta se desvió un poco para no tropezar y pasó junto a él y continuó; ni volvió él tampoco la cabeza, quedándose plantado allí en el bordillo bajo el sol tenue y frío pensando Esta vez no pudo siquiera recordarme. Ni siquiera me conoció. Ni siquiera se ha molestado en olvidarme: pensando incluso como en paz ya: Todo ha terminado. Se acabó porque estaba ya libre, el hombre que le había asediado durante tres años dormido y despierto le había dejado en paz. Volvería a verle, claro; se cruzarían sin duda por la calle en el pueblo como aquel día todos los años mientras Lucas viviese pero eso sería todo: uno no sería ya el hombre sino solo el fantasma de aquel que había ordenado a los dos chicos negros que recogiesen su dinero y se lo devolviesen; el otro ya solo recuerdo de aquel niño que se lo había ofrecido y lo había tirado después, y que arrastraba en su virilidad solo un leve vestigio de la vergüenza antigua feroz en tiempos y la angustia y la necesidad no de revancha, de venganza sino simplemente de reequiparación, de reafirmación de su masculinidad y de su sangre blanca. Y algún día el uno ya no sería siquiera el espectro del hombre que había mandado recoger las monedas y para el otro vergüenza y angustia no serían ya algo recordado y recordable sino solo un susurro un murmullo como el gusto agridulce y amargo de la acedera que comía el muchacho en su niñez difunta, recordado ya solo en el instante de probarla y olvidado antes de poder emplazarlo y recordarlo; podía imaginárselos viéndose de viejos, muy viejos, en un punto de aquel calvario de terminaciones nerviosas inermes inanestesiables que a falta de término mejor llaman los hombres estar vivo en el cual no solo los años transcurridos sino el medio siglo de diferencia entre ellos sería tan indefinible e incalculable como otros tantos granos de arena en una pila de carbón y él diciéndole a Lucas: Yo soy aquel chico que cuando me dio usted la mitad de su comida intentó pagarle con algo que la gente de entonces llamaba setenta centavos de valor monetario y todo lo que se me ocurrió para salvar la cara fue tirarlos al suelo ¿no se acuerda? Y Lucas: ¿Hice eso yo? o viceversa, al revés y Lucas diciéndole: Yo soy aquel hombre que cuando usted tiró las monedas al suelo y no las quiso recoger mandé a dos negros recogerlas y devolvérselas ¿no se acuerda? y él esta vez: ¿Hice eso yo? Porque ya todo había acabado. Había ofrecido la otra mejilla y había sido aceptada. Era ya libre.
       Luego volvió cruzando la plaza, tarde, esa tarde de sábado (había habido partido en el campo del instituto) y oyó que Lucas había matado a Vinson Gowrie junto al almacén de Fraser; habían avisado al sheriff sobre las tres y se había comunicado por teléfono al otro extremo del condado, adonde había ido el sheriff aquella mañana a un asunto y donde era muy probable que le localizara un mensajero antes del amanecer del día siguiente: lo cual significaba muy poco pues aunque el sheriff hubiera estado en su oficina probablemente hubiese llegado demasiado tarde ya que el almacén de Fraser estaba en Beat Four y si el condado de Yoknapatawpha era el lugar menos adecuado del mundo para que un negro pegara un tiro a un blanco por la espalda Beat Four era además el último lugar del condado de Yoknapatawpha que un negro con algo de sentido (o cualquier otro forastero de cualquier color) elegiría para pegarle a alguien un tiro y menos a alguien apellidado Gowrie por la espalda o de frente; ya el último coche lleno de jóvenes y algunos no tan jóvenes que tenían por dirección comercial no solo los sábados por la tarde sino también el resto de la semana los billares y la barbería y algunos de los cuales quizá tuviesen también cierta relación vaga con el algodón los automóviles o la venta de terrenos y ganado, que apostaban a los combates de boxeo y a los partidos de la liga nacional, hacía mucho que habían dejado la plaza para recorrer a toda prisa las quince millas y estacionar frente a la casa del alguacil, adonde el alguacil había llevado a Lucas y según contaban le había esposado a la cama y ahora estaba sentado frente a él con una escopeta (y también Edmonds claro para entonces; hasta a un alguacil rural medio tonto se le habría ocurrido avisar a Edmonds que estaba solo a cuatro millas antes incluso que avisar al sheriff) por si los Gowrie y sus amigos y parientes decidían no esperar a que estuviera Vinson enterrado; Edmonds tenía que estar allí por supuesto; si Edmonds hubiera estado en el pueblo aquel día él le habría visto seguro por la mañana antes de ir al partido y si no le había visto era evidente que Edmonds estaba en casa, a solo cuatro millas; podría haberle avisado un mensajero y Edmonds podía estar ya en casa del alguacil antes casi de que el otro mensajero hubiera llegado a aprenderse el teléfono del sheriff y el mensaje que tenía que darle y corrido luego hasta el teléfono más próximo para poder usar ambos: lo que serían dos (Edmonds, de nuevo aguijoneó su atención algo en el centelleo de un segundo, y el alguacil) mientras que el Señor mismo tendría que pararse a contar a los Gowrie y los Ingrum y los Workitt y si Edmonds estaba ocupado cenando o leyendo el periódico o contando el dinero o cualquier cosa así el alguacil sería uno solo pese a la escopeta: pero en fin él estaba libre, sin detenerse apenas ya, siguiendo hacia la esquina donde giraría hacia casa y no hasta que vio cuánto sol, cuánta tarde aún quedaba en la calle entonces volvió sobre sus pasos varios metros basta que pensó por qué demonios no cruzaba derecho la plaza ya casi vacía hasta la escalera exterior que subía al despacho.
       Aunque no había en realidad razón alguna claro para esperar que su tío estuviera aún en el despacho siendo sábado por la tarde pero en cuanto empezó a subir las escaleras pudo rechazar esto pues casualmente llevaba aquel día suelas de goma aunque pese a ello las escaleras de madera crujían y rechinaban si no ibas pisando por el extremo junto a la pared: pensando que él nunca había apreciado hasta entonces en realidad las suelas de goma, que no había nada igual para poder tener tiempo a decidir lo que querías hacer de verdad y luego pudo ver la puerta del despacho cerrada ya aunque era aún demasiado pronto para que su tío tuviese encendidas las luces pero además la puerta misma tenía ese aspecto que solo tienen las puertas cerradas así que hubiesen dado igual las suelas duras, abriendo la puerta con su llave cerrando luego por dentro con el pestillo y se llegó hasta la pesada silla de ruedas giratoria que había pertenecido a su abuelo antes que a su tío y se sentó tras la atestada mesa que usaba su tío en vez del buró antiguo de tiempos de su abuelo y por la que habían pasado los asuntos legales del condado durante más años de los que podía recordar él, puesto que en realidad su memoria era memoria o en todo caso suya y así la mesa destartalada y los documentos descoloridos y doblados por las puntas y las necesidades y pasiones que representaban y el condado delimitado y medido eran todos también coetáneos y uno, el último sol del día atravesando la morera ya por la ventana que había detrás de él hasta la mesa los documentos amontonados y revueltos el tintero la bandejita de los sujetapapeles y las plumas sucias y oxidadas y las escobillas de la pipa y la pipa de maíz volcada en su derrame de ceniza junto a la taza de café sucia sin lavar y el platito y la jarra colorada del stübe de Heidelberg llena de trozos retorcidos de periódico para encender las pipas como el jarrón que había en la repisa de la chimenea de la casa de Lucas aquel día y antes incluso de darse cuenta de que había pensado en ello se levantó llevándose la taza y el plato y cruzó la habitación recogiendo la cafetera y también la jarrita al pasar y en el lavabo vació los posos y lavó jarra y taza y llenó la cafetera y la puso y la jarra y la taza y el platito otra vez en la estantería y volvió a la silla y se sentó de nuevo tras no ausentarse prácticamente en realidad aún con tiempo de sobra para mirar la mesa y todo el desaliñado y sucio desorden conocido todo esfumándose hacia el anonimato de la noche mientras la luz del sol agonizaba: pensando recordando lo que había dicho su tío de que lo único que tenía el hombre era tiempo que no había entre él y la muerte que temía y rechazaba más que tiempo aunque él derrochase la mitad de ese tiempo inventando medios de conseguir pasar la otra mitad: y recordó de pronto sin motivo lo que le había estado ronroneando en la cabeza: Edmonds no estaba en casa ni siquiera en Mississippi; estaban operándole de cálculos biliares en un hospital de Nueva Orleáns, la voluminosa silla retumbando estruendosa en el suelo de madera casi tan ruidosa como un carro pasando por un puente de tablas cuando se levantó y luego se quedó quieto junto a la mesa hasta que se desvaneció el eco y se oía solo el sonido de su respiración: porque ya era libre: y luego ya se puso en marcha: porque su madre sabría a qué hora terminaban los partidos de béisbol aunque no pudiera haber oído gritos desde el otro extremo del pueblo y sabría que hasta a él le llevaría solo tanto de crepúsculo llegar a casa, saliendo cerrando la puerta luego escaleras abajo de nuevo, la plaza a oscuras ya y las primeras luces encendiéndose en la botica (ni en la barbería ni en los billares las habían apagado desde que el limpiabotas y el mozo abrieran las puertas y barrieran pelos y colillas a las seis de la mañana) y las comerciales también de modo que todo el condado salvo Beat Four tuviera algún sitio donde esperar hasta que pudiera llegar de la tienda de Fraser el aviso de que todo iba bien otra vez y podían sacar camiones y coches y carros y mulas de las calles y callejas laterales y volver a casa y acostarse: doblando la esquina esta vez y ya la cárcel, acechante, sin luz salvo el solitario rectángulo enrejado en la fachada arriba desde donde las noches normales los negros jugadores de dados y traficantes de whisky y lanzadores de cuchillos gritarían a la calle a sus chicas y mujeres y donde Lucas debía llevar ya tres horas (muy probablemente aporreando la puerta de acero para que alguien le llevara la cena, o quizá ya la hubiera tomado y ahora solo se quejara de su calidad pues debía considerarlo sin duda un derecho suyo junto con el resto del alojamiento y la manutención) aunque la gente parecía pensar que el solo y único objeto de todo aquel establecimiento público era elegir a un hombre como el sheriff Hampton de talla suficiente o al menos con el suficiente sentido y carácter para controlar el condado y colocar luego en los otros puestos a primos y parientes políticos que no habían logrado ganarse la vida en todas las demás actividades que habían emprendido durante su vida. Pero en fin él era libre ya y además probablemente hubiese terminado todo ya y aunque no hubiera terminado sabía lo que iba a hacer y aún había tiempo de sobra para hacerlo, podía hacerlo muy bien al día siguiente; lo único que tenía que hacer aquella noche era echarle a Highboy dos medidas más de avena para el otro día y al principio creyó además que tenía o iba a tener al menos en un momento un hambre rabiosa, sentado allí en la mesa de la familia en el comedor de la familia entre el lino blanquísimo y la plata y los vasos de agua y el cuenco de narcisos y gladiolos y unas cuantas rosas además y su tío dijo:
       —Me parece que tu amigo Beauchamp la ha hecho buena esta vez.
       —Sí —dijo él—. Van a obligarle a ser un negro por una vez en su vida.
       —¡Charles! —dijo su madre… comiendo de prisa, mucho y hablando de prisa y mucho también sobre el partido y esperando a tener hambre en cualquier segundo ya hasta que de pronto se dio cuenta de que hasta el último bocado había sido demasiado, masticándolo aún para echarlo hasta donde poder tragarlo, levantándose ya.
       —Me voy al cine —dijo.
       —No has terminado —dijo su madre y luego dijo—: Falta casi una hora para que empiece el programa —y luego ni siquiera solo para su padre y su tío sino para el tiempo todo para todo el mil y novecientos y treinta y cuarenta y cincuenta después de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo: «No quiero que ande por el pueblo esta noche. No quiero…» y luego por último un lamento un grito al supremo: al padre: desde aquella región de miedos y terrores hilvanada de noche en que parecían casi por elección habitar las mujeres o las madres más bien: «Charlie…» hasta que su tío posó la servilleta se levantó también y dijo:
       —Mira, esta es la ocasión dé destetarle. Quiero que me haga un recado —y fuera: en la galería de entrada en el frescor oscuro y al cabo de un rato su tío dijo—: ¿Qué? Venga.
       —¿No vienes tú? —dijo él. Luego dijo—: Pero ¿por qué? ¿Por qué?
       —¿Qué más da? —dijo su tío y luego dijo lo que él había oído ya al pasar delante de la barbería hacía dos horas—: Ya no importa. Ni a Lucas ni a ninguno de su raza le importa ya.
       Pero ya lo había pensado él mismo no solo antes de que lo dijese su tío sino antes incluso de que lo hubiera dicho quien lo había dicho delante de la barbería dos horas antes, y todo lo demás también en realidad: «De hecho el verdadero interrogante no es qué crisis afrontó tras la cual la vida no le sería soportable ya mientras no matase a un blanco por la espalda sino por qué de todos los blancos hubo de elegir a un Gowrie para pegarle un tiro y de todos los lugares posibles para hacerlo Beat Four. Anda. Pero no te retrases. Después de todo, uno ha de ser bueno hasta con sus padres de vez en cuando».
       Y sí claro uno de los coches y al parecer todos quizá habían vuelto a la barbería y a los billares así que Lucas estaba aún pacíficamente encadenado a la cama y el alguacil vigilándole sentado (probablemente en una mecedora) con la escopeta fría y probablemente la mujer del alguacil les hubiera servido allí la cena y Lucas con buen apetito, ávido por la suya no solo ya porque no tendría que pagarla sino porque no le pega uno un tiro a alguien todos los días: y ya parecía más o menos confirmado que el sheriff había recibido al fin recado y había mandado aviso de que volvería al pueblo aquella misma noche tarde y que se llevaría a Lucas al día siguiente por la mañana temprano y tendría que hacer algo, pasar el rato como fuese hasta que terminara la película para poder ir él también y cruzó la plaza hasta el patio del juzgado y se sentó en un banco en la soledad oscura fresca vacua entre mordidas sombras hojas primaverales inquietas sin viento bajo la extensión estrellada del cielo desde donde podía ver la marquesina iluminada del cine y quizá tuviera razón el sheriff; parecía capaz de entenderse con los Gowrie y los Ingrum y los Workitt y los McCallum hasta el punto de convencerles de que le votaran cada ocho años así que quizá supiera más o menos lo que harían en determinadas circunstancias o quizá tuvieran razón los de la barbería y los Ingrum y los Gowrie y los Workitt estuvieran esperando no a que hubieran enterrado a Vinson al día siguiente sino solo porque de allí a tres horas sería domingo ya y no querían hacer las cosas con prisas, resolver el asunto precipitadamente para que quedase liquidado hacia la media noche sin violar el descanso dominical: entonces empezaron a salir los primeros pasaron luego bajo la marquesina pestañeando en la luz e incluso vacilando un poco un instante o hasta un momento o dos incluso, volviendo a la mezquina tierra con un menguante vestigio del sueño de audacia y celuloide del corazón de modo que ya podía irse a casa, en realidad tendría que hacerlo: pues ella sabía por puro instinto cuándo habían acabado las películas lo mismo que sabía cuándo acababan los partidos y aunque no le perdonaría nunca en realidad el que fuese capaz de abotonarse sus botones y de lavarse detrás de las orejas al menos lo aceptaba y no saldría ella misma a buscarle sino que se limitaría a mandar a su padre y colocándose ya delante de los que salían del cine tendría la calle vacía hasta su casa, hasta que llegó a la esquina del patio en realidad y salió su tío de junto al seto, sin sombrero, fumando una de las pipas de mazorca.
       —Escucha —le dijo—. Hablé con Peddlers Field Old Town, con Hampton, y había telefoneado ya al juez Fraser y Fraser mismo fue a casa de Skipworth y vio a Lucas esposado a la cama y no hay problema, está todo tranquilo por allí esta noche y mañana por la mañana Hampton habrá metido ya a Lucas en la cárcel.
       —Ya sé —dijo él—. No le lincharán hasta mañana por la noche después de las doce, después de que hayan enterrado a Vinson y haya pasado ya el domingo —siguiendo sin pararse—: Por mí no hay problema. Lucas no tenía por qué esforzarse tanto por no ser un negro solo por causa mía.
       Porque él era ya libre: en la cama: en la fresca habitación familiar en la fresca oscuridad familiar porque sabía lo que iba a hacer y se le había olvidado al final decirle a Aleck Sander que le diese a Highboy más comida para el día siguiente pero podría hacerlo igual por la mañana porque aquella noche iba a dormir pues disponía de algo diez mil veces más rápido lo menos que contar que míseras ovejas; iba a dormirse en realidad tan rápido que quizá no le diese para contar ni diez: con rabia, un suplicio casi insoportable de cólera y afrenta: cualquier blanco para pegarle un tiro por la espalda que no fuese aquel de entre todos absolutamente todos los blancos: el menor de seis hermanos de los que uno había estado ya un año en la penitenciaría federal por resistencia armada siendo desertor del ejército y otra condena en la granja penal del estado por fabricar whisky, y una ramificación de primos y parientes políticos que cubrían todo un extremo del condado y cuyo número total ni siquiera hubiesen podido llegar a calcular sin echar cuentas ni las viejas abuelas y las tías solteronas siquiera: todo un catálogo de camorristas granjeros cazadores de zorros tratantes de ganado y de madera que no serían los últimos siquiera en parte alguna que permitiesen que uno de los suyos fuera asesinado por alguien sino solo de los últimos dado que estaba a su vez unido e interrelacionado y emparentado por matrimonio con otros camorristas cazadores de zorros fabricantes de whisky ni siquiera en simple clan o tribu sino en una raza una especie que ya antes había convertido su cerril ciudadela en fortín frente al condado y también frente al gobierno federal, pues no era simplemente que habitaran allí ni había sido solo corrompida sino traducida y transfigurada mágicamente toda aquella región de cerros de pinos solitarios parcamente salpicados de fincas pequeñas y pendientes aserraderos peripatéticos y destilerías ilegales de whisky donde los agentes del orden del pueblo no iban siquiera salvo que les mandasen y donde los forasteros blancos no se aventuraban a alejarse de la carretera después de oscurecer y ningún negro nunca (donde como dijo una vez un talento local el único forastero que entraba alguna vez impunemente era Dios y solo de día y en domingos y fiestas de guardar) en sinónimo de independencia y de violencia: una idea con fronteras físicas como una cuarentena por epidemia de modo que solitaria única y sola entre todo el condado era conocida por el resto de este por el número de su coordenada planimétrica (Beat Four) lo mismo que a mediados de los años veinte la gente sabía dónde estaba Cicero Illinois y quiénes vivían allí y qué hacían aunque nadie supiese en qué estado estaba Chicago ni le importase un bledo: y por si esto no bastase elegir el momento en que el único blanco o negro (Edmonds) de todo el condado de Yoknapatawpha o de Mississippi o de Norteamérica o del mundo también en realidad que pudiese tener algún deseo no digamos ya poder y capacidad (y se le escapó la risa aquí aunque estaba a punto ya de quedarse dormido, recordando que él había llegado a pensar al principio que si Edmonds hubiese estado en casa habría cambiado eso las cosas en algún sentido, recordando la cara el sombrero inclinado erguido allí como un barón o duque o caballero o miembro del congreso delante del hogar las manos a la espalda y sin bajar siquiera la vista hacia ellos sino ordenando solo a los dos chicos negros que recogieran las monedas y se las devolvieran; sin tener que recordar ya siquiera que su tío le recordaba siempre desde que era lo bastante mayor para comprender lo que significaban las palabras que ningún hombre podía interponerse entre otro y su destino porque ni siquiera su tío con todo su Harvard y su Heidelberg podría haber indicado un hombre tan temerario e iluso como para interponerse entre Lucas y simplemente lo que él quería hacer) de intentar interponerse entre Lucas y el violento destino que este se había buscado estaba echado boca arriba en la sala de operaciones de un hospital de Nueva Orleáns: sin embargo era aquello lo que Lucas había ido a elegir, aquel momento aquella víctima y aquel lugar: otra tarde de sábado y la misma tienda donde había tenido ya antes problemas con un blanco una vez por lo menos: elegir la primera tarde de sábado conveniente y propicia y con un colt antiguo de un solo tiro de un calibre y un modelo que ni hacían ya siquiera que era precisamente el arma que podía tener Lucas lo mismo que era el único hombre aún vivo del condado que tenía un mondadientes de oro se estuvo esperando en la tienda (el único lugar donde seguro que tarde o temprano un sábado por la tarde pasarían todos los de aquel sector del condado) a que apareciera la víctima y le disparó y nadie sabía aún el motivo y por lo que él había oído aquella tarde o hasta que finalmente se fue de la plaza aquella noche aún nadie se lo había preguntado siquiera desde entonces pues el porqué era lo que menos le importaba a Lucas pues él parecía llevar veinte o veinticinco años buscando con afán infatigable e incesante aquel único momento culminante; le siguió por entre los árboles hasta un buen trecho de la tienda y le disparó por la espalda a una distancia a la que podía oírle la gente que estaba en la tienda y allí quieto seguía de pie ante el cadáver la pistola disparada guardada pulcramente de nuevo en el bolsillo de la cadena cuando llegaron los primeros al escenario del delito donde habría sido sin duda linchado inmediatamente inconteniblemente de no ser por el mismo Doyle Fraser que le había salvado del balancín de arado siete años antes y el viejo Skipworth, el alguacil: un hombrecillo reseco enjuto y sordo como una tapia poco más alto que un crío esmirriado con una gran pistola niquelada metida en un bolsillo de la chaqueta y en el otro una trompetilla de gutapercha colgada al cuello de una tirilla de cuero crudo como un cuerno de caza que en esta ocasión mostró desde luego un vigor y un valor casi injustificados, sacando a Lucas (que no ofreció la menor resistencia, se limitó a observar también en este caso con aquel mismo plácido distanciamiento sin interés burlón siquiera) de entre la gente y se lo llevó a su casa y le encadenó al pilar de la cama hasta que llegara el sheriff y se hiciera cargo de él y se lo llevara al pueblo y lo guardara mientras los Gowrie y los Workitt y los Ingrum y el resto de sus invitados y parientes pudieran enterrar a Vinson y pasara el domingo y estuvieran ya frescos y sin trabas para la próxima semana y sus deberes y créase o no pasó incluso la noche, los gallos vacilantes en la falsa aurora luego el intermedio y luego la algarabía sonora y delicada de los pájaros y por la ventana del este pudo ver recortados los árboles contra la luz gris y luego al propio sol furioso y alto sobre los árboles deslumbrándole y era ya tarde, esto seguro que le pasa a él también: pero en fin estaba libre y se sentía mejor después del desayuno y siempre podía decir que iba a la escuela dominical pero en fin nada tendría que decir saliendo por atrás, a zancadas: atravesando el patio trasero hasta el corral y atravesándolo y a través de los árboles hasta el ferrocarril y la estación y luego a la plaza otra vez luego pensó de un modo más simple que eso y luego dejó de pensar en ello del todo, por el pasillo y por la galería y bajando a la calle y fue allí donde recordaría luego haber caído por primera vez en la cuenta de que no había visto a ningún negro salvo a Paralee cuando le había llevado el desayuno; los domingos por la mañana a aquella hora habría visto normalmente en casi todas las galerías doncellas o cocineras con los delantales limpios del domingo con escobas o quizá hablando de galería a galería por los espacios de jardín contiguos y los niños también limpios y restregados para la escuela dominical asiendo sudadas moneditas aunque quizá fuese un poquito pronto para aquello o quizá por mutuo acuerdo o prohibición incluso no habría aquel día escuela dominical, solo servicios y así en cierto instante mutuo concordado digamos a las once y media el aire todo del cielo del condado de Yoknapatawpha reverberaría sin ruido como en un rielar calorífico con un conjuro concertado calma los corazones de estos hombres furiosos y afligidos la venganza es mía dice el Señor no matarás salvo que era ya un poco tarde para decir eso, también, deberían habérselo mencionado ayer a Lucas, pasada la cárcel la ventana del segundo piso enrejada cuyos intersticios un domingo normal habrían rebosado de manos oscuras y tras ellos hasta algún relampagueo que otro de blanco de ojos en las sombras y voces dulces llamando y bromeando con las chicas negras y mujeres que pasaban o se paraban por la calle y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que Paralee aparte no había visto a ningún negro desde la tarde del día antes, aunque no sabría hasta el día siguiente que los que vivían en el Hollow y en Freedmantown no habían vuelto a trabajar desde el sábado por la noche: ni en la plaza tampoco, ni en la barbería siquiera, donde el domingo por la mañana era el mejor día del limpiabotas limpiando zapatos y cepillando ropa y haciendo recados y preparando baños para los mecánicos y camioneros solteros que vivían en habitaciones alquiladas y los jóvenes y los no tan jóvenes que trabajaban duro toda la semana en los billares y el sheriff ya había vuelto por fin al pueblo y hasta había sacrificado su domingo para ir a buscar a Lucas: escuchando: oyendo la charla: una docena que habían ido corriendo a la tienda de Fraser la tarde del día antes y vuelto con las manos vacías (y él dedujo que un coche lleno había vuelto de noche incluso, andaban bostezando y haraganeando ahora y quejándose de falta de sueño: y eso debía añadirse también a la cuenta de Lucas) y él había oído todo esto también antes y hasta había pensado en ello antes de eso:
       —No sé si Hampton se traería una pala. No va a necesitar otra cosa.
       —Ya le prestarán una pala allí.
       —Sí… si queda qué enterrar. En Beat Four también hay gasolina.
       —Yo creía que de eso se iba a cuidar el viejo Skipworth.
       —Claro. Pero es Beat Four. Harán lo que Skipworth les diga mientras él tenga al negro. Pero se lo va a entregar a Hampton. Entonces se armará. Hope Hampton puede ser sheriff del condado de Yoknapatawpha pero solo es un hombre más en Beat Four.
       —No. Hoy no harán nada. Entierran a Vinson esta tarde y quemar a un negro justo cuando entierran a Vinson sería una falta de respeto.
       —Sí claro. Quizá lo hagan de noche.
       —¿En noche de domingo?
       —¿Y qué culpa tienen los Gowrie? Eso debería haberlo pensado Lucas antes de elegir un sábado para matar a Vinson.
       —No sé, la verdad. Por otra parte Hope Hampton no va a dejar que le quiten un preso así por las buenas.
       —¿Un asesino negro? ¿Qué habitante de este condado o de este estado va a ayudarle a proteger a un negro que mata blancos a tiros por la espalda?
       —O de todo el Sur.
       —Eso. O de todo el Sur.
       Había oído antes todo aquello: fuera de nuevo ya: solo que su tío podía decidir salir al pueblo antes de la hora de ir a recoger la correspondencia del mediodía a correos y si su tío no le veía entonces podía realmente decirle a su madre que no sabía dónde estaba y por supuesto pensó primero en el despacho vacío pero si iba allí sería allí concretamente adonde iría también su tío: porque (y recordó de nuevo que, se le había olvidado darle a Highboy más pienso aquella mañana también pero era ya demasiado tarde y además ya llevaría pienso para él) sabía exactamente lo que iba a hacer: el sheriff había salido del pueblo hacia las nueve; la casa del alguacil quedaba a quince millas por un camino de grava no demasiado bueno pero el sheriff iría sin duda y estaría de vuelta sobre el mediodía con Lucas ya, aunque se parase a ganarse unos votos de paso; él se iría a casa mucho antes y ensillaría a Highboy y ataría una bolsa de pienso a la silla y enfilaría recto en dirección contraria a la tienda de Fraser y cabalgaría en aquella dirección única inmutable doce horas seguidas que serían hasta aproximadamente media noche de aquel día y le daría el pienso a Highboy y descansaría hasta el amanecer o incluso más si así lo decidía y haría luego las doce horas de vuelta que serían dieciocho en realidad o puede que veinticuatro incluso o hasta treinta y seis pero al fin todo resuelto concluido terminado, no más furia y afrenta tener que estar tumbado allí en la cama aguantando intentando conciliar el sueño contando ovejas y dobló la esquina y siguió por el otro lado de la calle y bajó al cobertizo delante de la cerrada fragua, las gruesas puertas dobles de madera no cerradas con aldaba o pestillo sino con una cadena con candado que pasaba por un agujero taladrado de cada una de modo que la cadena al estar floja creaba un entrante casi como un nicho; parado allí nadie podría haberle visto ni desde la parte de arriba de la calle ni desde abajo ni siquiera al pasar (cosa que de cualquier modo no haría su madre hoy) salvo que se parasen a mirar y ahora ya las campanas empezaban a tocar estrofa y antistrofa dulces pausadas discordantes de campanario remolineado de palomas a campanario por todo el pueblo, calles y plaza un súbito y decoroso circular de hombres con sus trajes oscuros y mujeres con vestidos de seda y sombrillas y chicas y muchachos de dos en dos, móviles decorosos bajo aquel dulce estruendo dentro de aquel clamor musical: desaparecieron, plaza y calle vacías de nuevo aunque siguieran las campanas tocando un rato, habitantes del cielo, ciudadanos sin base del aire inmenso demasiado arriba demasiado lejos insensibles a la tierra reptante luego cesando golpe a golpe sin prisas desde el estremecimiento subterrenal de órganos y el monótono frenético y fresco de las palomas asentadas. Su tío le había dicho hacía dos años que no tenía nada de malo decir tacos; por el contrario, no solo era útil sino insustituible pero como todas las demás cosas valiosas solo lo era por ser el suministro limitado y si lo desperdiciabas a lo tonto cuando lo necesitabas con urgencia podías encontrarte en bancarrota así que dijo Qué carajo hago yo aquí luego se dio él mismo la respuesta obvia: no estaba allí para ver a Lucas, había visto a Lucas ya sino para que Lucas pudiera verle a él otra vez si así lo deseaba, mirarle a él también y no solo desde el borde de la mera muerte anónima sino desde el estruendo gasolinesco de la apoteosis. Porque él era libre. Ya no tenía que responder por Lucas, él no era ya el guardián de Lucas; le había descargado de tal obligación el propio Lucas.
       Luego de pronto la calle vacía se llenó de hombres. Pero no eran muchos, ni dos docenas, silenciosa y súbitamente como surgidos de la nada. Sin embargo parecían llenarla, bloquearla, hacerla de pronto prohibida como si no que nadie pudiera pasarlos, circular por ella, utilizarla como calle sino que nadie se atrevería, se aproximaría siquiera lo bastante para ensayar la maniobra lo mismo que la gente se mantiene a distancia de un cartel que dice Alta Tensión o Explosivo. Él les conocía, les reconoció a todos; a algunos les había visto incluso y les había oído en la barbería dos horas antes (los jóvenes u hombres de menos de cuarenta solteros, los sin casa que se bañaban el sábado y el domingo en la barbería) camioneros y mecánicos, el engrasador de la desmotadora de algodón, un dependiente de la botica y aquellos a los que podías ver toda la semana en los billares o rondándolos que no hacían nada en absoluto que se supiera, que tenían coches y gastaban dinero que exactamente nadie sabía en realidad cómo ganaban en los burdeles de Memphis o Nueva Orleáns los fines de semana… los hombres que según su tío había en todas las poblaciones pequeñas del Sur, que no dirigían nunca los alborotos ni siquiera los instigaban pero eran siempre el núcleo de ellos debido a su disponibilidad masiva. Luego vio el coche; lo reconoció ya desde lejos incluso sin saber en realidad o en realidad sin pararse a pensar cómo, saliendo de su escondite a la calle y cruzándola luego hasta llegar al grupo que no hacía ruido alguno sino que solo estaba allí bloqueando la acera junto a la valla de la cárcel y que se desbordaba por la calzada mientras el coche se acercaba no de prisa sino con mucha calma, casi decorosamente como debería andar un coche un domingo por la mañana, y montó la acera delante de la cárcel y paró. Conducía el ayudante del sheriff. No hizo ademán siquiera de salir. Luego se abrió la puerta de atrás y apareció el sheriff: un hombre grande, tremendo sin grasa alguna y ojillos duros y pálidos en un rostro agradable frío blando casi que sin siquiera mirarles se volvió y sujetó la puerta abierta. Entonces salió Lucas, despacio y rígido, exactamente como un hombre que ha pasado la noche encadenado al pilar de una cama, fallando un poco o tropezando o al menos inclinando la cabeza por el quicio de la puerta, de modo que al salir se le cayó el sombrero de la cabeza a la acera casi entre los pies. Y era la primera vez que veía a Lucas sin sombrero y en aquel preciso instante comprendió que con la posible excepción de Edmonds los que estaban en la calle mirándole probablemente fueran los únicos blancos del condado que le habían visto sin sombrero: observando cómo, aún inclinado como había salido del coche, Lucas intentaba torpemente recoger el sombrero. Pero ya lo había recogido el sheriff en una flexión aparatosa pero que reflejaba una pasmosa agilidad y se lo devolvió a Lucas que aún inclinado parecía pugnar también hacia el sombrero. Pero el sombrero recuperó casi de inmediato su antigua forma y Lucas ya estaba estirado, erguido salvo la cabeza, la cara, mientras limpiaba el sombrero frotándolo en la manga del antebrazo rápido ligero diestro como quien afila una navaja de afeitar. Luego giró la cabeza, la cara hacia atrás y hacia arriba también y en un movimiento casi de barrido volvió a ponerse el sombrero en la cabeza con la inclinación habitual que el viejo sombrero pareció adoptar como si lo hubiese tirado allí solo y erguido ya con el traje negro arrugado también por la noche que debía haber pasado (tenía una gran mancha de tizne de un lado del hombro al tobillo como si hubiera estado tumbado en un suelo sin barrer mucho tiempo en la misma postura sin poder moverse) Lucas les miró por primera vez y él pensó Ahora. Ahora me verá y luego pensó Me vio. Y como si nada y luego pensó No ha visto a nadie porque aquella cara ni siquiera les miraba sino que solo miraba hacia ellos, arrogante y serena y sin más reto que miedo: remoto, impersonal, meditabundo casi, huraño y sereno, pestañeando un poco por el sol incluso después del ruido, una inspiración respiratoria que surgió de un punto indeterminado del grupo y una voz aislada dijo:
       —Vuelve a tirárselo, Hope. Pero esta vez con la cabeza dentro.
       —Vosotros largaos de aquí muchachos —dijo el sheriff—. Volved a la barbería —volviéndose, dirigiéndose a Lucas—: Venga, vamos.
       Y no hubo más, la cara durante otro instante mirando no a ellos sino solo hacia ellos, el sheriff camino ya de la entrada de la cárcel cuando Lucas se volvió al fin para seguirle y apresurándose un poco podría ensillar a Highboy incluso y salir del corral antes de que su madre empezara a mandar a Aleck Sander a buscarle para que fuera a comer. Luego vio que Lucas paraba y se volvía y estaba en un error porque Lucas sabía incluso dónde estaba él entre la gente antes de volverse, mirándole directamente antes de dar la vuelta incluso, hablándole:
       —Usted, joven —dijo Lucas—. Dígale a su tío que quiero verle —se volvió luego otra vez y siguió caminando tras el sheriff aún algo agarrotado el traje negro manchado, el sombrero pálido y arrogante a la luz del sol; la voz del grupo dijo:
       —Qué coño de abogado. Cuando los Gowrie le dejen esta noche no va a necesitar ni enterrador —pasando al sheriff que también se había parado y les miraba diciendo con voz suave blanda fría sin calor:
       —Ya os he dicho que os larguéis de aquí amigos. No voy a repetirlo.


CAPÍTULO III

      Así que si se hubiera ido a casa derecho desde la barbería por la mañana y ensillado a Highboy la primera vez que lo pensó estaría ya a diez horas de distancia, quizá cincuenta millas.
       Ya no se oían campanas. La gente que anduviese por la calle ahora tendría que ir ya a los servicios vespertinos menos protocolarios más íntimos, recorriendo decorosamente la oscuridad mordida de sombra de farola en farola; así que cumpliendo la pausa silenciosa del descanso dominical él y su tío habrían de cruzarse con ellos sin detenerse, reconociéndolos metros antes sin saber o incluso pararse a pensar cuándo o cómo o por qué lo habían hecho… no por la silueta ni siquiera la voz era precisa: la presencia, quizá el aura; quizá solo la yuxtaposición: esta entidad viva en este punto este momento de este día, como si te bastase eso para reconocer a la gente entre la que has vivido toda la vida… saliendo del hormigón a la yerba del margen para pasar, dirigiéndose a ellos (su tío) por el nombre, quizá intercambiando unas palabras, una frase sin pararse y al hormigón de nuevo.
       Pero esa noche la calle estaba vacía. Las casas mismas parecían cerradas y al acecho y tensas como si quienes en ellas vivían, que en aquella tibia noche de mayo estarían sentados (los que no hubiesen ido a la iglesia) en las galerías oscuras un ratito después de la cena en las mecedoras o las hamacas, hablando quedamente entre ellos o quizá hablando de una galería a otra si las casas estaban lo bastante próximas. Pero esa noche solo se cruzaron con un hombre y no andaba sino que estaba parado justo tras el portón de entrada de la cerca de una casa pequeña pulcra como una cajita de zapatos construida el año anterior entre otras dos ya lo bastante juntas para que se oyese el ruido de las cisternas de los retretes respectivos (su tío había explicado aquello: «Si has nacido y te has criado y has vivido toda la vida donde solo podías oír a las lechuzas por la noche y a los gallos al amanecer y los días húmedos te llegaba el rumor del vecino más próximo cortando leña a dos millas, te gusta vivir donde puedas oír y oler a la gente a derecha e izquierda cuando tiran de la cadena del retrete o abren una lata de salmón o de sopa»), él mismo más oscuro que las sombras y desde luego más silencioso y quieto… un labrador que se había trasladado al pueblo hacía un año y tenía ahora una tienda en una callecita mísera con clientes principalmente negros, al que no vieron siquiera hasta que estuvieron a su altura casi aunque él les había reconocido ya o al menos a su tío a cierta distancia y estaba esperándoles, hablándole a su tío antes ya de que llegaran a su altura:
       —Un poco pronto, ¿no cree, abogado? Los de Beat Four habrán tenido que ordeñar el ganado y luego cortar leña para el desayuno de mañana antes de cenar y bajar al pueblo.
       —Puede que al ser la noche del domingo decidan quedarse en casa —dijo su tío cordialmente, sin parar siquiera: a lo que el otro dijo casi lo mismo que había dicho aquella mañana el hombre de la barbería (y él recordó que su tío le había hablado una vez del escaso vocabulario que necesitaba en realidad un hombre para pasar cómoda e incluso eficientemente por la vida, de que no ya al nivel del individuo sino al de todo su tipo y raza y especie unos cuantos tópicos simples satisfacían sus escasas y sencillas pasiones y necesidades y apetitos):
       —Bueno. Ellos no tienen la culpa de que sea domingo. Ese hijoputa debió pensarlo antes de ponerse a matar blancos un sábado por la tarde —luego siguió hablando a sus espaldas mientras ellos seguían, alzando más la voz—: Mi mujer no se encuentra bien esta noche, además no quiero andar por allí mirando la fachada de esa cárcel. Pero dígales que me den una voz si hace falta ayuda.
       —Supongo que ya saben que pueden contar con usted, señor Lilley —dijo su tío. Continuaron. «¿Ves? —dijo su tío—. Él no tiene nada contra lo que llama los negros. Si se lo preguntas, probablemente te dirá que le gustan más incluso que algunos blancos que conoce y te lo dirá convencido. Puede que anden siempre robándole unos centavos de aquí y de allá en la tienda y hasta que se lleven quizá cosas (paquetes de chicle o azulete o un plátano o una lata de sardinas o unos cordones para los zapatos o una botella de desrizador) escondidas debajo de la chaqueta y del delantal y él lo sabe; puede incluso que él les dé algunas cosas gratis: huesos y carne que se le estropeen en la caja de hielo y caramelos que estén muy pasados y la grasa de cerdo que se le ponga rancia. Él lo único que quiere es que se porten como negros. Que es exactamente lo que está haciendo Lucas: perdió los estribos y asesinó a un blanco (es probable que el señor Lilley esté convencido de que eso es lo que quieren hacer todos los negros) y ahora los blancos lo agarrarán y lo quemarán, todo normal y en orden y ellos mismos obrando exactamente como él cree que querría Lucas que obrasen: como blancos; ambos observando implícitamente las reglas: el negro actuando como un negro y las gentes blancas actuando como gentes blancas y sin rencores en el fondo por ninguna de las partes (puesto que el señor Lilley no es un Gowrie) cuando la cólera se aplaque; de hecho el señor Lilley puede que fuese uno de los primeros que aportase dinero en metálico para el funeral de Lucas y para el sustento de su viuda y sus hijos si los tuviera. Lo que demuestra una vez más que el hombre que puede causar más aflicción es aquel que se aferra ciegamente a los vicios de sus ancestros».
       Podían ver ya la plaza, vacía también… apagadas tiendas anfiteátricas, el lápiz blanco y grácil del monumento a los confederados frente a la mole acechante del juzgado que se remontaba en columnado encumbramiento hasta las cuatro esferas tenues del reloj iluminadas cada una por solo una bombilla desvaída que contrastaba tanto frente a aquellos cuatro clamores mecánicos e inmóviles de conjuro y aviso como el brillar de una luciérnaga. Luego la cárcel y en aquel momento, con un relampagueo y fulgor y girar de luces y estruendo de motor diminuto de pronto frente a la vasta noche y el desierto pueblo pero insolente al mismo tiempo brotó de la nada un coche que dio la vuelta a la plaza; una voz, una voz de joven chilló desde él (no palabras ni siquiera un grito: un chillido significativo y sin significado) y el coche siguió dando la vuelta a la plaza, completando su círculo y volvió a la nada y se desvaneció. Ellos giraron hacia la cárcel ya.
       Era de ladrillo, cuadrada, bien proporcionada, cuatro columnas de ladrillo en vez de bajorrelieve en la fachada y hasta una cornisa de ladrillo bajo los aleros porque era vieja, de una época en que la gente se tomaba su tiempo para construir hasta las cárceles con gracia y con esmero y recordó que su tío le había dicho una vez que no eran los juzgados ni incluso las iglesias sino las cárceles los verdaderos anales de la historia de un condado, de una comunidad, puesto que no ya las iniciales olvidadas y crípticas y las palabras e incluso frases gritos de desafío y acusación garrapateados en las paredes sino que los mismos ladrillos y piedras conservan en sí, no en solución sino en suspensión, intactos sugerentes poderosos e indestructibles, los calvarios vergüenzas y aflicciones con que corazones hace mucho ya polvo ni recordado ni marcado se habían debatido y quizá reventado. Y era verdad sin duda en aquel caso porque aquella cárcel y una de las iglesias eran los edificios más antiguos del pueblo, el juzgado y todo el resto de la plaza lo habían reducido a escombros las fuerzas de ocupación federales en 1864, después de un combate. Porque garrapateado en uno de los paños del montante a un lado de la puerta estaba el nombre de soltera de una joven, escrito por su propia mano en el cristal con un diamante aquel mismo año y él subía a veces dos y tres al año hasta allí hasta la galería a mirarlo, críptico ahora al revés, no para sentir el pasado sino para entender de nuevo la eternalidad, la inmortalidad e inmutabilidad de la juventud… el nombre de una de las hijas del carcelero que había entonces (y su tío que tenía explicación para todo no de datos sino muy por encima más allá de secas estadísticas hacia algo mucho más conmovedor por ser verdad: pues conmovía el corazón y no tenía nada que ver con lo que dijese la mera información comprobable, le había contado también esto: que aquella parte del Mississippi era nueva entonces, una aldea un asentamiento una comunidad de menos de cincuenta años todavía y que todos los hombres que habían entrado en posesión de aquello casi hacía más o menos el tiempo del más viejo trabajaban unidos para velar por la existencia del pueblo, realizando las tareas esenciales junto con las superfluas no por dinero o por política sino para preparar un territorio para sus descendientes, de modo que uno podía ser entonces carcelero o posadero o herrador o vendedor de verduras a domicilio y ser aun así lo que el abogado y el plantador y el médico y el párroco llamaban un señor) que estaba asomada a aquella ventana aquella tarde y vio cómo cruzaban el pueblo en retirada los maltrechos restos de una brigada de confederados, y sus ojos se encontraron de pronto cruzando aquel espacio con los del andrajoso y sucio teniente que mandaba una de aquellas diezmadas compañías, no rayando en el cristal el nombre de él también, no solo porque una joven de aquella época jamás habría hecho tal sino porque no sabía su nombre por entonces, y menos aún que seis meses después había de ser su esposo.
       De hecho la cárcel aún parecía como una residencia con la galería de madera con su barandilla cruzando la fachada de la planta baja. Pero encima la pared de ladrillo no tenía más ventanas que el único y elevado rectángulo enrejado y él pensó otra vez en aquellas noches de los domingos que parecían pertenecer ya a una época tan muerta como Nínive en que desde la hora de la cena hasta que el carcelero apagaba las luces y les gritaba por las escaleras que se callaran, las manos ágiles y oscuras asomaban por los sombríos intersticios mientras voces dulces impenitentes despreocupadas gritaban hacia abajo hacia las mujeres con delantales de cocineras o de niñeras y las chicas con sus ropas baratas y chillonas compradas por correo o los otros jóvenes a los que no habían cogido aún o que les habían cogido y les habían soltado el día anterior, reunidos en un grupo en la calle. Pero aquella noche hasta la habitación de atrás estaba a oscuras aunque no fuesen aún las ocho y se los imaginó no apretujados quizá pero desde luego todos juntos, a distancia de un codo si es que no tocándose y desde luego muy callados, nada de risas esta noche ni tampoco de charla, sentados allí a oscuras muy pendientes de las escaleras porque no sería la primera vez que a las bandas de blancos no solo todos los gatos negros les pareciesen pardos sino que ni siquiera se molestasen en contarlos.
       Y la puerta de entrada estaba abierta, de par en par a la calle algo que no había visto nunca ni en verano aunque la planta baja fuera la zona de vivienda del carcelero, y en una silla inclinada y apoyada en la pared del fondo de modo que quedaba frente a la puerta bien visible desde la calle, había un hombre que no era el carcelero ni siquiera uno de los ayudantes del sheriff. Porque él también le había reconocido: Will Legate, que tenía una finquita a dos millas del pueblo y era uno de los mejores leñadores, la mejor escopeta y el mejor cazador de ciervos de todo el condado, sentado en la silla inclinada sosteniendo la sección de dibujos en colores del periódico del día de Memphis, y apoyado en la pared a su lado no el rifle gastado con el que había matado más ciervos (había matado hasta conejos a la carrera con él) de los que él incluso recordaba sino una escopeta de dos cañones, que al parecer sin bajar siquiera o mover el periódico les había visto ya y hasta reconocido antes de que cruzaran la entrada y estaba ya mirándoles fijamente mientras subían por el camino y los escalones y cruzaban la galería y entraban: en cuyo momento, apareció por una puerta de la derecha el propio carcelero: un hombre barrigudo quisquilloso desaseado con una expresión de preocupación furia y acoso, una pistola enfundada sobre la canana a la cintura que parecía tan incongruente y fuera de lugar como un sombrero de seda o una argolla de esclavo de hierro del siglo quinto, quien cerró la puerta por la que había salido, gritándole a su tío:
       —¡Ni siquiera cierra la puerta de entrada! ¡Está ahí sentado con ese tebeo de mierda esperando a que entre quien quiera!
       —Yo hago lo que me dijo el señor Hampton que hiciera —dijo Legate con una voz agradable y ecuánime.
       —¿Es que Hampton cree que ese tebeo va a pararle los pies a Beat Four? —gritó el carcelero.
       —No creo que a él le preocupe aún Beat Four —dijo Legate aún en un tono agradable y ecuánime—. Esto es todavía para consumo local nada más.
       Su tío miró a Legate.
       —Parece que resulta. Vimos el coche (o uno de ellos) dar la vuelta a la plaza al subir. Supongo que han pasado también por aquí.
       —Bueno sí, creo que una o dos veces —dijo Legate—. Puede que tres veces. No les he hecho demasiado caso en realidad.
       —Y ojalá siga resultando —dijo el carcelero—. Porque desde luego es seguro que tú no vas a pararle los pies a nadie con ese chisme de retrocarga.
       —Por supuesto —dijo Legate—. Yo no pienso pararles los pies. Si hay suficiente gente que se decida y se mantenga firme en su decisión, no creo que nada pueda impedirles hacer lo que creen que tienen que hacer. Y además, os tengo a ti y a esa pistola que tienes para ayudar.
       —¿Yo? —gritó el carcelero—. ¿Yo interponerme en el camino de los Gowrie y los Ingrum por setenta y cinc dólares al mes? ¿Solo por un negro? Y si no eres tonto tampoco tú lo harás.
       —Yo sí que lo haré —dijo Legate con su voz tranquila y agradable—. Yo aguantaré. El señor Hampton me paga cinco dólares por ello. —Luego a su tío—: Supongo que quiere usted verle.
       —Sí —dijo su tío—. Si el señor Tubbs no tiene inconveniente.
       El carcelero miró fijamente a su tío, furioso, atormentado.
       —Así que tiene usted que meterse en esto también. No puede dejar que se las arregle él solo —se volvió bruscamente—. Vamos —y abrió la marcha cruzando la puerta junto a la que estaba apoyada la silla inclinada de Legate, entró en el pasillo posterior por el que subía la escalera a la planta siguiente, dando un manotazo al interruptor de la luz al pie de las escaleras y encendiéndola y empezó a subirlas, su tío luego él siguiendo mientras él observaba el bulto y la depresión que formaba la pistolera en la cadera del carcelero. De pronto pareció que este iba a parar; hasta su tío lo creyó, parando también, pero el carcelero siguió diciendo por encima del hombro: «No me interprete mal. Voy a hacer lo que pueda; también juré mi cargo». Elevó un poco la voz, tranquila aún, solo que en tono más fuerte: «Pero que nadie crea que voy a decir que me agrada. Tengo una mujer y dos hijos; ¿qué bien les haría si me dejase matar protegiendo a una mierda de negro asqueroso?». Elevó aún más la voz; no tranquila ya: «Y si dejo que ese montón de inútiles hijos de puta me quiten a un preso, ¿cómo voy a soportarlo yo después?». Entonces se paró y se volvió en el escalón por encima de ellos, más alto que ambos, la expresión una vez más de acoso y furia, el tono de la voz furioso y afrentado: «Habría sido mejor para todos que le hubieran liquidado ayer mismo cuando le agarraron…».
       —Pero no lo hicieron —dijo su tío—. Y no creo que lo hagan. Y si lo hicieran, dará igual en el fondo. O lo hacen o no lo hacen y si no lo hacen no hay problema y si lo hacen haremos todo lo que podamos, usted y el señor Hampton y Legate y los demás, lo que tenemos que hacer, lo que podamos. Así que no tiene por qué preocuparse. ¿Entendido?
       —Sí —dijo el carcelero. Luego se volvió y siguió subiendo, soltándose del cinturón el manojo de llaves por debajo de la canana, hasta la gruesa puerta de roble que coronaba el final de las escaleras (era de una sola pieza maciza labrada a mano de un grosor de unos cinco centímetros, provista de un voluminoso candado moderno en una barra de hierro hecha a mano que atravesaba dos armellas de hierro que como las gruesas bisagras en forma de risette habían sido también forjadas a mano, moldeadas a golpe de martillo cien años antes en aquella fragua de la acera de enfrente donde él había estado esperando el día anterior; el verano pasado un día un forastero, un hombre de ciudad, un arquitecto que le recordaba algo a su tío, sin sombrero y sin corbata, zapatos de tenis y unos pantalones de franela raídos y lo que quedaba de una caja de botellas de champán en un descapotable que debía haber costado tres mil dólares, metiéndose no a cruzar la ciudad sino por ella, sin hacer daño a nadie solo metiendo el coche en la acera y atravesando tras ella la luna de un escaparate, muy borracho, muy alegre, con menos de cincuenta centavos en efectivo en el bolsillo pero todo tipo de tarjetas de identificación y un talonario de cheques cuyas matrices indicaban una cuenta en un banco de Nueva York de unos seis mil dólares, que insistió en que le metieran en la cárcel pese a que tanto el alguacil como el propietario de la luna solo pretendían convencerle de que se fuera al hotel y la durmiese para poder extender un cheque por el valor de la luna y la pared: hasta que por fin el alguacil lo metió en la cárcel, donde se durmió como un bendito y los del garaje mandaron a por el coche y a la mañana siguiente el carcelero telefoneó al alguacil a las cinco en punto para que viniera a llevarse a aquel hombre porque había despertado a toda la casa hablándoles desde su celda a los negros de la celda común. Así que vino el alguacil y lo sacó de allí y luego quiso salir con el grupo de calle a trabajar y no le dejaron y el coche estaba listo ya también pero aún no quería irse, en el hotel aquella noche y dos noches después su tío le llevó incluso a cenar, y allí él y su tío hablaron durante tres horas de Europa y París y Viena y él y su madre escuchando también aunque su padre se había excusado: y allí aún dos días después intentando que su tío y el alcalde y los concejales y por último hasta los propios supervisores le dejaran comprar toda la puerta o si no se la vendían toda, por lo menos la barra y la armella y las bisagras) y abrió con la llave y tiró de la puerta hacia fuera.
       Pero habían salido ya del mundo del hombre, de los hombres: gente que trabajaba y tenía hogares y criaba familias e intentaba ganar algo más de dinero del que quizá se mereciese utilizando medios justos por supuesto o legales al menos, para gastar un poco en divertirse y ahorrar también un poco para la vejez. Porque en el mismo instante en que la puerta de roble se abrió pareció expandirse hacia fuera y hacia abajo hacia él la rancia vaharada de toda la degradación y la vergüenza humanas… un olor a creosota y excremento y vómito rancio e incorregibilidad y reto y rechazo como algo palpable contra el avanzar y ascender de sus cuerpos cuando subían los últimos peldaños hacia un pasillo que era parte de la estancia principal en realidad, la celda común, separada del resto de la estancia por una mampara de tela metálica como un gallinero o una perrera, en la cual en literas alineadas contra la pared del fondo yacían cinco negros inmóviles, con los ojos cerrados pero sin el menor rumor de ronquidos, sin ruido alguno de ningún género, allí tendidos inmóviles disciplinados silenciosos bajo el polvoriento resplandor de una sola bombilla sin pantalla como si hubieran sido embalsamados, el carcelero parándose de nuevo, las manos apoyadas en la tela metálica mientras contemplaba furioso las formas inmóviles. «Mírelos», dijo el carcelero con aquella voz demasiado alta, demasiado aguda, al borde justo de la histeria: «Mansos como corderitos pero no hay ni uno solo de estos jodidos que duerma de verdad. Y no se lo reprocho, con una pandilla de blancos furiosos en el pueblo que están deseando entrar aquí a media noche con pistolas y latas de gasolina. Vamos», dijo y se volvió y siguió. Poco más allá había una puerta en la tela metálica, no cerrada con candado sino enganchada solo con una aldaba y una armella como si fuera una perrera o un granero pero el carcelero no paró.
       —Le puso usted en la celda, ¿verdad? —preguntó su tío.
       —Órdenes de Hampton —dijo el carcelero sin volverse—. No sé qué le va a parecer eso al próximo blanco que piense que no se sentirá tranquilo mientras no mate a alguien. Pero quité todas las mantas de la litera.
       —¿Quizá porque no va a estar aquí lo suficiente para poder dormir? —dijo su tío.
       —Ja ja —dijo sin alegría el carcelero con aquella voz tensa aguda y estridente—. Ja ja ja ja —y siguiendo a su tío él pensó que de todos los objetivos humanos era el asesinato el que tenía una necesidad más imperiosa de intimidad; que el hombre es capaz casi de cualquier cosa con tal de preservar la soledad en la que evacua o hace el amor pero hará cualquiera realmente por aquella en la que toma vida, hasta por homicidio, aunque con ningún acto pueda destruirla más completa e irrevocablemente; una puerta de acero enrejada moderna esta vez con una cerradura incorporada del tamaño de un bolso de mujer que el carcelero abrió con otra llave del manojo y luego empujó, el rumor de sus pisadas casi tan rápido como si volviese corriendo pasillo atrás hasta que el ruido de la puerta de roble que coronaba las escaleras las silenció, y más allá la celda iluminada por otra bombilla única tenue polvorienta manchada de moscas tras una mampara de alambre que llegaba hasta el techo, no mucho mayor que un trastero y en realidad justo lo suficientemente ancha para la litera doble adosada a la pared, de cuyos dos catres no solo habían sido retiradas las mantas sino los colchones también, él y su tío entrando y aun así todo lo que veía era lo primero que había visto: el sombrero y la chaqueta negra colgando pulcramente de un clavo en la pared: y recordaría después con asombro y alivio: Le han cogido ya. Ya no está. Es demasiado tarde. Ya ha terminado todo. Porque no sabía lo que debía esperar, salvo que no era aquello: una pulcra capa de hojas de periódico cubriendo limpiamente los desnudos muelles del somier del catre de abajo y otra sección desplegada con una pulcritud similar en el de arriba, para proteger los ojos de la luz y al propio Lucas tumbado sobre el periódico extendido, dormido, boca arriba, con un zapato por almohada y las manos dobladas en el pecho, muy pacífico o tanto como los viejos cuando duermen, la boca abierta y respirando en un jadeo leve superficial espasmódico; y él se inclinó sintiendo una oleada insoportable casi no de afrenta ya sino de cólera, contemplando la cara que por primera vez, indefensa al fin por un momento, revelaba la edad, y las largas y nudosas manos del viejo que tan solo un día antes le había pegado un tiro por la espalda a otro ser humano, yaciendo allí tranquilas y pacíficas sobre la pechera de aquella camisa blanca anticuada almidonada cuyo cuello cerraba un botón de bronce oxidándose ya y con forma de flecha, casi tan grande como la cabeza de una culebra pequeña, pensando: No es más que un negro en realidad aunque se dé esos aires y estire tanto el cuello y se ponga esa cadena de reloj de oro y se niegue a llamar señores a los demás aunque pronuncie la palabra. Solo un negro podría matar a un hombre, y aun más de un tiro por la espalda, y dormir luego como un bendito en cuanto encuentra algo lo bastante liso para poder tumbarse; aún mirándole cuando sin moverse por lo demás cerró Lucas la boca y alzó los párpados, los ojos miraron fijo arriba otro segundo. Luego, la cabeza aún inmóvil, giró los ojos hasta ver a su tío pero inmóvil aún: solo tumbado allí mirándole.
       —Bueno, amigo —dijo su tío—. Por fin ha armado usted una buena.
       Entonces Lucas salió de su inmovilidad. Se incorporó rígido y balanceó rígidamente las piernas por el borde del catre, asiendo una de ellas por la rodilla con las manos y girándola tal como suele hacerse con una puerta alabeada para abrirla o cerrarla, gruñendo y gimiendo no ya franca ruidosa y descaradamente sino con complacencia, como gruñen y gimen los viejos que tienen alguna molestia intrascendente con la que llevan tanto familiarizados y a la que tan acostumbrados y habituados están ya que ya ni siquiera constituye un dolor y que si llegase realmente a curárseles alguna vez se sentirían desnudos y perdidos; él escuchando y mirando con aquella rabia todavía y ya desconcierto también ante aquel asesino no ya al borde de la horca sino del linchamiento, que no solo se quejaba parsimoniosamente de una rigidez en la espalda sino que lo hacía como si tuviera todo un largo resto de vida natural en que afrontar cada vez que se moviese aquel viejo impedimento familiar.
       —Eso parece —dijo Lucas—. Por eso le he hecho llamar. ¿Qué va a hacer usted conmigo?
       —¿Yo? —dijo su tío—. Nada. Yo no me llamo Gowrie. No soy siquiera de Beat Four.
       Moviéndose rígidamente de nuevo Lucas se inclinó y atisbó alrededor de los pies, buscó luego debajo del catre y sacó al fin el otro zapato y se incorporó de nuevo y empezó a girarse decrépito y rígido para mirar tras sí cuando su tío se inclinó y sacó el primer zapato del catre y lo dejó caer al lado del otro. Pero Lucas no se los puso. En vez de eso, volvió a sentarse, inmóvil, 1 manos en las rodillas, pestañeando. Luego, hizo un ges con una mano que descartaba por completo Gowries, linchadores, venganza, holocausto todo.
       —Ya pensaré en eso cuando entren aquí —dijo—. Me refiero a la cuestión legal. ¿No es usted el abogado del condado?
       —Oh —dijo su tío—. Será el fiscal del distrito el que le ahorque o le mande a Parchman… no yo.
       Lucas pestañeaba aún, pero despacio: solo con regularidad. Él le observó. Y de pronto se dio cuenta de que, Lucas no miraba a su tío en absoluto y que parecía llevar tres o cuatro segundos sin mirarle.
       —Comprendo —dijo Lucas—. Entonces puede usted aceptar mi caso.
       —¿Aceptar su caso? ¿Defenderle ante el juez?
       —Voy a pagarle a usted —dijo Lucas—. No se preocupe.
       —Yo no defiendo a asesinos que matan por la espalda —dijo su tío.
       Lucas hizo otra vez el gesto aquel con una de sus manos nudosas y oscuras. «Olvidemos el juicio. Aún no hemos llegado a eso». Y entonces vio que Lucas miraba ya a su tío, con la cabeza baja de modo que le miraba desde abajo a través de los mechones canosos de las cejas… una mirada astuta atenta, reservada y Lucas dijo: «Quiero contratar a alguien…» y se detuvo. Y él pensó recordó mirándole a una señora anciana, muerta ya, solterona, una vecina que llevaba una peluca teñida y tenía siempre en una estantería de la despensa un cuenco grande de pastas caseras para todos los niños de la calle, que un verano (no podría tener él más de siete u ocho años entonces) les enseñó a jugar al quinientos: a todos: sentándose en la mesita de cartas en la galería lateral con rejilla en cálidas mañanas de verano y ella se mojaba los dedos y cogía una carta de la mano y la ponía en la mesa, la mano aún no sobre ella claro sino justo posada cerca hasta que el jugador siguiente revelaba descubría por algún movimiento o gesto de triunfo o emoción o quizá justo solo por respirar con más intensidad o rapidez su intención de echar un triunfo o una carta más alta, ante lo cual ella decía en seguida: «Un momento. Me equivoqué de carta» y volvía a ponerla con las demás en la mano y jugaba otra. Eso era exactamente lo que había hecho Lucas. Antes había estado sentado quieto y silencioso pero ahora estaba absolutamente inmóvil. No parecía ni respirar siquiera.
       —¿Contratar a alguien? —dijo su tío—. Ya tiene usted abogado. Yo había aceptado ya su caso antes de venir aquí. Le diré lo que tiene que hacer en cuanto me haya dicho lo que sucedió.
       —No —dijo Lucas—. Yo quiero contratar a alguien. No tiene por qué ser un abogado.
       Entonces fue su tío quien miró a Lucas fijamente.
       —¿Para qué?
       Él les miraba. No era ya una partida infantil de las quinientas en que no se jugaba nada. Se parecía más a las partidas de póker que él había presenciado.
       —¿Va a aceptar usted el asunto o no? —dijo Lucas.
       —Así que no me va a decir usted lo que quiere que haga hasta que no haya aceptado hacerlo —dijo su tío—. Muy bien, hombre —dijo su tío—. Ahora yo voy a explicarle a usted lo que hay que hacer. ¿Qué pasó ayer allí exactamente?
       —Así que no le interesa el asunto —dijo Lucas—. Aún no me ha dicho ni que sí ni que no.
       —¡No! —dijo su tío, ásperamente, demasiado alto, conteniéndose pero hablando ya otra vez antes de haber apaciguado la voz hasta una especie de calma explícita furiosa—. Porque no tiene usted ningún asunto que ofrecer a nadie. Está en la cárcel, y depende solo de la gracia de Dios el que esos Gowrie condenados no le saquen a rastras de aquí y le cuelguen de la primera farola que vean. No comprendo aún por qué le han dejado llegar hasta el pueblo, la verdad…
       —Eso no importa ahora —dijo Lucas—. Lo que necesito es…
       —¡Eso no importa! —dijo su tío—. Dígales a los Gowrie que no importa cuando entren aquí esta noche. Dígale a Beat Four que lo olvide…
       Paró; de nuevo con un esfuerzo que era casi visible volvió a aplacar la voz hasta aquella paciencia furiosa. Hizo una inspiración profunda, expulsó luego el aire.
       —Vamos. Dígame exactamente lo que pasó ayer.
       Durante otro instante Lucas siguió sin contestar. Continuó sentado en el catre, manos en las rodillas, huraño y sereno, sin mirar ya a su tío moviendo vagamente la boca como saboreando algo. Por fin dijo:
       —Eran dos individuos, socios en una serrería. Al menos compraban la leña cuando la cortaba la serrería… —¿Quiénes eran? —dijo su tío.
       —Uno era Vinson Gowrie.
       Su tío miró fijamente a Lucas un largo instante. Pero habló ya con voz tranquila y serena.
       —Lucas —dijo— ¿ha pensado alguna vez que si hubiese tratado con respeto a los blancos y lo hubiera hecho además sinceramente, quizá no estuviera sentado aquí ahora?
       —Voy a empezar a hacerlo ahora, sí —dijo Lucas—. Trataré con mucho respeto a esa gente que va a venir a sacarme a rastras de aquí y a quemarme.
       —No le va a pasar nada… hasta que vaya ante el juez —dijo su tío—. ¿No sabe que ni siquiera Beat Four se toma libertades con el señor Hampton… al menos aquí en el pueblo?
       —El sheriff Hampton está ahora en su casa durmiendo.
       —Pero está abajo el señor Will Legate con una escopeta.
       —Yo no conozco a ningún Will Legate.
       —El cazador de ciervos. El hombre que es capaz de matar un conejo a la carrera con un treinta treinta.
       —Ja —dijo Lucas—. Esos Gowrie no son ciervos. Puede que sean gatos monteses y panteras pero ciervos no.
       —Está bien —dijo su tío—. Me quedaré aquí si eso le tranquiliza a usted. En fin. Vamos a ver. Vinson Gowrie y otro individuo andaban comprando madera juntos. ¿Qué otro individuo?
       —Vinson Gowrie es el único nombre que ya se ha hecho público.
       —Y se ha hecho público su nombre porque le pegaron un tiro por la espalda en pleno día —dijo su tío—. En fin, es una forma de lograrlo. Bueno, bien —dijo su tío—. ¿Quién era el otro tipo?
       Lucas no contestó. No se movió; quizá no hubiera oído siquiera, seguía allí tranquilo, despreocupado, ni esperando siquiera en realidad: solo sentado allí mientras su tío le miraba. Luego su tío dijo:
       —Bueno. Bien. ¿Qué hacían con la leña?
       —La apilaban según iba cortándola la sierra para venderla toda en cuanto la terminasen de serrar. Solo que el otro se la llevaba de noche, venía ya tarde después de oscurecer con un camión y cogía una carga y la llevaba a Glasgow o a Holly Mount y la vendía y se embolsaba él el dinero.
       —¿Cómo lo sabe usted?
       —Les vi. Les vigilaba —él no lo dudó ni un instante siquiera porque aún se acordaba de Ephraim, el padre de Paralee antes de que se muriera un viejo, viudo, que se pasaba casi todo el día dormitando y desperezándose en una mecedora en el porche de Paralee en verano y delante del fuego en invierno y que de noche recorría los caminos, sin ir a ningún sitio en concreto, paseando solo, a veces se alejaba cinco o seis millas del pueblo para regresar luego al amanecer ya a dormitar y desperezarse todo el día en la mecedora.
       —Está bien —dijo su tío—. ¿Luego qué?
       —Eso es todo —dijo Lucas—. Él solo robaba una carga de leña o así cada noche.
       Su tío miró fijamente a Lucas durante unos diez segundos. Dijo con una voz que reflejaba un desconcierto tranquilo, apaciguado casi:
       —Entonces usted cogió la pistola y fue a resolver aquel asunto. Usted, un negro, cogió la pistola y fue a resolver un pleito entre dos blancos. ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía esperar?
       —Eso da igual —dijo Lucas—. Yo quiero…
       —Iba usted a la tienda —dijo su tío— pero se encontró primero por casualidad con Gowrie y le siguió al bosque y le dijo que su socio estaba robándole y naturalmente él le insultó y le llamó mentiroso aunque fuese cierto, es lógico, qué iba a decir él: puede que hasta le derribara a usted de un puñetazo y siguió su camino y usted le pegó un tiro por la espalda…
       —Jamás me ha derribado nadie de un puñetazo —dijo Lucas.
       —Pues tanto peor —dijo su tío—. Tanto peor para usted. No se trata siquiera de defensa propia. Lo mató sin más de un tiro por la espalda. Y luego se quedó allí junto a él con la pistola en el bolsillo y dejó que llegaran los blancos y lo agarraran. Y si no hubiera sido por ese alguacil canijo y reumático que no tenía nada que hacer allí en primer lugar, y en segundo no tenía nada que hacer en ningún sitio, y solo cobra un dólar por preso cada vez que entrega una citación o una orden de detención, tuvo el valor suficiente para tener a raya al maldito Beat Four entero dieciocho horas hasta que Hope Hampton consideró adecuado o recordó o se acercó para llevarle a usted a la cárcel… mantener a raya a toda aquella gente eso ni usted ni todos los amigos que pudiese reunir en cien años…
       —Yo no tengo amigos —dijo Lucas con un orgullo terco e inflexible, y luego algo más aunque su tío estaba hablando ya:
       —Desde luego que no. Y si los hubiera tenido alguna vez ese disparo por la espalda les habría mandado también al otro mundo… ¿Qué? —dijo su tío—. ¿Qué dijo usted?
       —Dije que pagaré lo que haga falta —dijo Lucas. —Comprendo —dijo su tío—. Usted no recurre a los amigos; usted paga al contado. Sí. Comprendo. Escúcheme bien. Mañana comparecerá usted ante el gran jurado. Ellos formularán la acusación. Luego si quiere conseguiré que el señor Hampton le traslade a Mottstown o más lejos incluso, hasta que se reúna el tribunal al mes que viene. Entonces se declarará usted culpable; convenceré al fiscal del distrito para que le deje hacerlo porque es usted un anciano ya y nunca ha tenido problemas; bueno, al menos que les conste al juez y al fiscal del distrito, pues ellos no viven dentro de un radio de cincuenta millas del condado de Yoknapatawpha. Luego no le ahorcarán; le enviarán a la penitenciaría; lo más probable es que no viva lo suficiente para que le den la libertad condicional pero por lo menos allí no podrán agarrarle los Gowrie. ¿Quiere que me quede aquí esta noche a hacerle compañía?
       —Creo que no —dijo Lucas—. Anoche me tuvieron despierto hasta el amanecer y he de procurar dormir un poco. Si usted se queda aquí no parará de hablar hasta mañana.
       —Bien —dijo ásperamente su tío. Luego, dirigiéndose a él—: Vamos —dirigiéndose ya hacia la puerta. Se detuvo—: ¿Quiere usted algo?
       —Podría mandarme tabaco —dijo Lucas—. Puede que esos Gowrie me den tiempo para fumarlo.
       —Mañana —dijo su tío—. Tiene usted que dormir mucho esta noche —y siguió, él detrás, su tío cediéndole el paso en la puerta de modo que se hizo a un lado a su vez y se quedó mirando atrás hacia la celda mientras su tío cruzaba la puerta y la cerraba, la gruesa barra de acero entrando resonante en su encaje de acero con un rumor denso oleaginoso de irrevocabilidad irrefutable similar a aquella misma fatalidad definitiva y engrasada cuando como decía su tío las máquinas del hombre le hubiesen borrado y anulado al fin en la tierra y, sin objetivo propio ya sin que quedase nada ya que destruir, cerrada la última puerta en su propia apoteosis sin progenitor tras un candado solo sensible al último toque de eternidad su tío siguiendo, pisadas rechinando y resonando pasillo adelante y luego el matraqueo áspero de nudillos en la puerta de roble, mientras él y Lucas se miraban aún a través de las rejas de acero, Lucas de pie también ahora en medio de la celda bajo la luz y mirándole con lo que fuese en la cara de modo que él pensó por un momento que Lucas había dicho algo en voz alta. Pero no había dicho nada, no emitía sonido alguno: mirándole solo con aquella urgencia muda paciente hasta que resonaron los pies del carcelero acercándose por las escaleras y se oyó el rumor de la barra en la armella en la puerta.
       Y el carcelero colocó la barra de nuevo y pasaron delante de Legate que seguía con su tebeo en la inclinada silla con la escopeta al lado frente a la puerta abierta, fuera luego ya por el camino abajo hasta la portilla y la calle, cruzando la portilla donde su tío había girado ya hacia casa: parando, pensando un negro un asesino que dispara contra los blancos por la espalda y no le afecta lo más mínimo.
       Y dijo:
       —Creo que Skeets McCowan andará por la plaza. Tiene una llave de la tienda. Podría llevarle a Lucas tabaco esta noche —su tío se detuvo.
       —Eso puede esperar hasta mañana —dijo su tío.
       —Sí —dijo él, percibiendo que su tío le observaba, sin preguntarse siquiera qué haría si su tío decía no, no esperando siquiera en realidad, solo allí de pie quieto.
       —Está bien —dijo su tío—. No tardes. —Con lo que pudo haberse puesto en marcha ya. Pero no lo hizo aún.
       —Yo creí que decías que no iba a pasar nada esta noche.
       —Sigo creyendo que no pasará —dijo su tío—. Pero nunca se sabe. La gente como los Gowrie no le dan mucha importancia a la muerte ni a morir. Pero le dan mucho valor a los muertos y a cómo mueren… sobre todo a los suyos. Si consigues ese tabaco, deja que se lo suba Tubbs y tú vete a casa.
       Así que no tuvo que decir sí siquiera esta vez, volviéndose su tío primero y luego él, hacia la plaza y caminó hasta que dejó de oírse el rumor de las pisadas de su tío, luego paró y quedó quieto allí hasta que la silueta negra de su tío se hubo convertido ya en el brillo blanco del traje de lino y esfumado después de la última farola y si se hubiera ido a casa y hubiese cogido a Highboy por la mañana en cuanto reconoció el coche del sheriff serían ocho horas ya, cuarenta millas casi, volviendo hacia la entrada los ojos de Legate vigilándole, reconociéndole ya por encima del tebeo incluso antes de que llegara a la puerta y si siguiera recto ya podría ir por el camino de detrás del seto y entrar en el corral y ensillar a Highboy y salir por el prado y dar la espalda a Jefferson y a los negros asesinos a todo y dejar que Highboy galopara al ritmo que quisiera y hasta donde quisiera aun cuando se hubiera agotado por fin y aceptase ir al paso, solo con tal que siguiera dando la cola a Jefferson y a los negros asesinos: a través del portón por el sendero por la galería y otra vez salió en seguida el carcelero por la puerta de la derecha, su expresión pasando ya a ser de rabia atormentada.
       —Otra vez —dijo el carcelero—. ¿Es que no te bastó?
       —Olvidé una cosa —dijo él.
       —Pues espera a mañana —dijo el carcelero.
       —Deja que vaya ahora, hombre —dijo Legate con voz ecuánime—. Si lo deja ahí hasta mañana pueden pisoteárselo.
       Así que el carcelero dio la vuelta; subieron otra vez las escaleras, el carcelero retiró de nuevo la barra de la puerta de roble.
       —La otra da igual —dijo él—. Ya podré por las rejas —y no esperó, se cerró la puerta tras él, oyó que la barra volvía a entrar en la armella pero aun así no tendría más que dar unos golpecitos, oyendo las pisadas del carcelero que volvían a alejarse escaleras abajo pero aun así solo tendría que gritar bien fuerte y patear el suelo y ya le oiría Legate de cualquier modo, pensando
       Quizá me recuerde aquel maldito plato de carne con berzas y hasta quizá me diga que solo puede recurrir a mí, que no le queda nadie más a quien recurrir y con eso será suficiente… caminando de prisa, luego la puerta de acero y Lucas no se había movido, plantado aún en medio de la celda debajo de la luz, mirando la puerta cuando él llegó a ella y paró y dijo con una voz tan áspera como la de su tío:
       —Bueno, ¿qué quiere usted que haga?
       —Ir allí y verle —dijo Lucas.
       —¿Ir a dónde y ver a quién? —dijo él. Pero lo entendía perfectamente. Tenía la sensación de haber sabido desde el primer momento lo que sería; pensó con cierto alivio incluso Así que eso es todo aun cuando su voz chillase maquinal con una incredulidad ofendida: «¿Yo? ¿Yo?». Era como algo que hubieras eludido y temido durante tantos años que pareciese ya como toda tu vida, luego a pesar de todo te pasaba y únicamente era dolor, solo hacía daño y terminaba todo, concluía todo, se consumaba todo.
       —Le pagaré —dijo Lucas.
       Así que no estaba escuchando, ni siquiera ante aquel tono suyo ultrajado incrédulo asombrado: «¿He de ir allí y abrir aquella tumba?». No pensó ya siquiera Así que esto es todo lo que va a costarme aquel plato de carne con verdura. Porque había dejado atrás eso ya hacía mucho cuando la cosa aquella (lo que fuese) se había apoderado de él hacía cinco minutos al volver a mirar a través de aquel abismo inmenso, casi insalvable que se abría entre él y el viejo asesino negro y vio, oyó que Lucas le hablaba a él no porque fuese él mismo, Charles Mallison hijo, ni porque hubiera comido el plato de verdura y se hubiera calentado en su casa, sino porque de todos los blancos con que Lucas tendría posibilidad de hablar entre aquel momento y el momento en que pudieran sacarle a rastras de la celda y bajarle por las escaleras al extremo de una soga, solo él vería la ansiedad muda desesperada de sus ojos. Le dijo:
       —Acérquese. —Lucas lo hizo, se aproximó, asiéndose a dos de las rejas como un niño a una valla. Aunque él no recordaba haberlo hecho vio al mirar hacia abajo sus propias manos asiendo también dos de las rejas, los dos pares de manos, las negras y las blancas, asiendo las rejas mientras se miraban por encima de ellas.
       —Pero bueno —dijo—. ¿Por qué?
       —Vaya y mírele —dijo Lucas—. Si es ya demasiado tarde cuando vuelva, le firmaré ahora mismo un papel que diga que le debo lo que considere que vale.
       Pero él aún no escuchaba; lo sabía: hablaba para sí:
       —Serán diecisiete millas de noche para llegar allí…
       —Nueve —dijo Lucas—. Los Gowrie entierran en la iglesia de Caledonia. Se coge la primera a mano derecha que va hacia las montañas justo detrás del puente del arroyo Nine-Mile. Puede llegar allí en media hora en el automóvil de su tío.
       —… y me arriesgo a que me cacen los Gowrie cavando en esa tumba. He de saber por qué. Ni siquiera sé lo que tengo que buscar. ¿Por qué?
       —Yo tengo un colt cuarenta y uno —dijo Lucas. Así debía ser; lo único que él no sabía en realidad era el calibre… aquel arma práctica y eficaz y bien cuidada aunque tan arcaica extraña y única como el mondadientes de oro, que probablemente (sin duda) había sido el orgullo del viejo Carothers McCaslin medio siglo atrás.
       —Bueno —dijo—. ¿Y qué?
       —Que no le mataron con ningún colt del cuarenta y uno.
       —¿Con qué le mataron?
       Pero Lucas no contestó a esto, siguió plantado allí en su lado de la puerta de acero, las manos un poco cerradas e inmóviles asiendo las dos rejas, inmóvil salvo por el movimiento leve de la respiración. Ni esperaba él en realidad que lo hiciese, sabía que Lucas jamás contestaría a aquello, que no diría más, que no explicaría más a ningún blanco, y sabía por qué, como sabía por qué había esperado para explicarle a él, un niño, lo de la pistola cuando no se lo había dicho ni a su tío ni al sheriff que habría sido el más indicado para abrir la tumba y mirar el cadáver; le sorprendía que Lucas hubiese estado tan a punto de hablarle a su tío del asunto y percibió, apreció de nuevo aquel don de su tío que movía a la gente a explicarle cosas que a nadie más le explicarían, induciendo incluso a los negros a contarle lo que su naturaleza les prohibía contarles a los blancos: recordando al viejo Ephraim y el anillo de su madre aquel verano hacía ya cinco años… una baratija con una piedra de imitación; eran dos en realidad, idénticos, que su madre y su compañera de habitación de Sweetbriar Virginia ahorrando de sus asignaciones habían comprado e intercambiado para llevar hasta la muerte como suelen hacer las jovencitas, y la compañera de habitación se había hecho mayor ya y vivía en California con una hija que iba ya a Sweetbriar y ella y su madre no se veían desde hacía muchos años y quizá no volviesen a verse nunca pero su madre aún conservaba el anillo: luego un día desapareció; él recordaba que despertaba por la noche tarde y veía luces en el piso de abajo y sabía que ella estaba aún buscándolo: y el viejo Ephraim que estaba siempre allí sentado en su tosca mecedora en la galería de Paralee un buen día le dijo que por medio dólar le encontraría el anillo y él le dio a Ephraim el medio dólar y aquella misma tarde se marchó a pasar una semana en un campamento de exploradores y volvió y encontró a su madre en la cocina donde había cubierto la mesa con periódicos y vaciado encima de ella la olla de piedra donde ella y Paralee guardaban la harina de maíz y allí estaban ella y Paralee repasando la harina con tenedores y por primera vez en una semana se acordó del anillo y volvió a casa de Paralee y allí estaba Ephraim sentado en la mecedora en la galería y Ephraim dijo, «Está debajo del comedero de los cerdos de la finca de su papá»: Ephraim ni necesitó explicarle cómo entonces porque por entonces él lo había recordado ya: señora Downs: una blanca vieja que vivía sola en una casa sucia cuadradita como una caja de zapatos que olía como una cueva de raposas en las afueras del pueblo en un asentamiento de casas de negros, en la cual entraban y salían negros continuamente durante todo el día y sin duda la mayor parte de la noche: quien (esto no por Paralee que siempre parecía no saber o al menos no tener tiempo en el momento para hablar de ello, sino por Aleck Sander) no solo adivinaba el futuro y curaba de maleficios sino que encontraba cosas: allí se había ido el medio dólar y él creyó tan de inmediato y tan implícitamente que el anillo estaba ya localizado que desechó aquella fase automáticamente y para siempre y fue solo lo secundario de la cosa y el corolario lo que despertó su interés, diciéndole a Ephraim: «¿Ha sabido toda esta semana dónde estaba y no se lo dijo a nadie?» y Ephraim se le quedó mirando un rato, meciéndose incesante y plácidamente y chupando una pipa fría llena de ceniza a cada balanceo produciendo un sonido como el de un pequeño cilindro asmático: «Podría habérselo dicho a su mamá. Pero ella necesitaría ayuda. Así que esperé por usted. Los jóvenes y las mujeres, esos no tienen prisa. Pueden escuchar. Pero un hombre de mediana edad como su pa o su tío, esos no pueden ya. No tienen tiempo. Están demasiado ocupados con los hechos. Procure no olvidarlo; algún día puede serle útil. Si necesita hacer alguna vez algo que se salga de lo normal, no pierda el tiempo con los hombres; procure que le ayuden las mujeres y los niños». Y recordó no tanto la rabia como la indignación de su padre, su rechazo casi furioso, su transferencia de todo el asunto a un campo de principios morales asediados y atacados, e incluso su tío que no había tenido hasta entonces más problema que él para creer cosas que todos los demás individuos adultos ponían en duda solo por el hecho de ser incomprensibles, mientras su madre hacía serena y terca los preparativos para ir a la finca que hacía un año que no visitaba y hasta su padre no iba por allí desde varios meses antes de que se perdiese el anillo y su tío se negó incluso a conducir el coche así que su padre contrató a un hombre del garaje y él y su madre fueron hasta la finca y con la ayuda del casero encontraron el anillo debajo del comedero de los cerdos. Solo que no se trataba de un anillito oscuro y sin valor intercambiado hacía veinte años por dos jovencitas sino de la muerte por vergonzosa violencia de un hombre que moriría no porque fuese un asesino sino porque tenía la piel negra. Pero Lucas no iba a contarle nada más y él lo sabía; y pensó con una especie de furia violenta: ¿Creer? ¿Creer qué? Porque Lucas ni siquiera le pedía que creyera algo; no le pedía siquiera un favor, no hacía ninguna súplica final desesperada a su humanitarismo y su piedad sino que iba a pagarle incluso siempre que el precio no fuera exagerado, por recorrer solo diecisiete millas (no, nueve: recordó ya que al menos había oído aquello) en la oscuridad y arriesgarse a que le cazasen profanando la tumba de un miembro de un clan de hombres que estaban ya a punto de entregarse a un frenesí de cólera sangrienta, sin decirle siquiera por qué. Pero volvió a intentarlo, pues sabía que Lucas no solo sabía que él iba a ir sino que sabía que él sabía qué respuesta iba a obtener.
       —¿Con qué arma le dispararon, Lucas? —Y obtuvo exactamente lo que hasta Lucas sabía que había supuesto él:
       —Le pagaré —dijo Lucas—. Dígame el precio, un precio razonable y se lo pagaré.
       Hizo una prolongada inspiración y luego expulsó el aire mientras se miraban a través de las rejas, empañados los ojos del viejo observándole, inescrutables misteriosos. No había en ellos angustia en realidad y él pensó pacíficamente No solo me derrota, sino que en ningún momento ni por un segundo lo dudó siquiera.
       —Está bien —dijo—. Pero el que yo lo vea no servirá de nada, aunque pudiera apreciar lo de la bala. En fin, piense lo que eso significa. Tengo que desenterrarle, sacarle de aquel hoyo antes de que me cacen los Gowrie y traerle al pueblo para que el señor Hampton pueda mandar a por un especialista a Memphis que pueda aclarar lo de las balas —miró a Lucas, el viejo se asía suavemente a las rejas por el interior de la celda y ni siquiera le miraba a él ya. Hizo de nuevo una inspiración honda—. Pero lo principal es sacarle de allí y llevarle adonde pueda mirarle alguien antes de… —miró a Lucas—. Tendré que ir hasta allí y desenterrarle y volver al pueblo antes de media noche o de la una hasta puede que la media noche sea ya demasiado tarde. No veo cómo voy a poder. No voy a poder.
       —Procuraré esperar —dijo Lucas.



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