William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Drusilla (1935)
[Otro título en español: “Refriega en Sartoris”

(“Drusilla”)
Originalmente publicado, como “Skirmish at Sartoris”, en la revista Scribner’s,
v.97, no. 4 (abril 1935), págs. 193-200;
The Unvanquished
(Nueva York: Random House, 1938, 293 págs.)


I

      Cuando pienso en aquel día, en el antiguo escuadrón de padre con los caballos formados ante la casa, y padre y Drusilla a pie, con aquella urna electoral de los aventureros del Norte al frente, y las mujeres, tía Louise, la señora Habersham y todas las demás, delante de ellos, en el porche, y las dos filas de hombres y mujeres mutuamente encaradas como si ambas aguardasen que la corneta diera el toque de carga, creo comprender el motivo de todo ello. Me figuro que se debía a que el escuadrón de padre (así como, igualmente, todos los soldados del Sur) seguían considerándose soldados, aun cuando se hubieran rendido y reconocieran que les habían vencido. Quizá por la antigua costumbre de obrar en todo como un solo hombre: cuando se han vivido cuatro años en un mundo completamente regido por las acciones de los hombres, aun cuando entrañen peligro y lucha, tal vez no se quiera abandonar ese mundo: acaso el peligro y la lucha constituyan la explicación, porque los hombres han sido pacifistas por todas las razones posibles, salvo por evitar el riesgo y la batalla. Por tanto, el escuadrón de padre y todos los demás hombres de Jefferson, y tía Louise y la señora Habersham y todas las demás mujeres de Jefferson, eran enemigos en razón de que los hombres se habían rendido y reconocido que pertenecían a los Estados Unidos, pero las mujeres nunca se habían sometido.
       Recuerdo la noche que recibimos la carta y descubrimos por fin dónde estaba Drusilla. Fue justo antes de la Navidad de 1864, después de que los yanquis se marcharan tras haber quemado Jefferson, y ni siquiera sabíamos con certeza si la guerra aún continuaba o no. Lo único que sabíamos era que durante tres años la región había estado llena de yanquis, y que luego se marcharon y no quedó ni un solo hombre. A partir de julio, ni siquiera habíamos tenido noticias de padre desde Carolina, así que ahora vivíamos en un mundo de ciudades y casas quemadas y de plantaciones destruidas y campos habitados sólo por mujeres. Ringo y yo teníamos entonces quince años: nos sentíamos exactamente igual que si tuviéramos que comer y dormir y cambiarnos de ropa en un hotel construido únicamente para señoras y niños.
       El sobre estaba deteriorado y sucio, y lo habían abierto y luego vuelto a pegar; pero en él pudimos descifrar: Hawkhurst, Condado de Gibon, Alabama, aun cuando al principio no reconocimos la letra de la tía Louise. Iba dirigida a yaya; eran seis páginas de papel de empapelar, recortadas con tijeras y escritas por ambas caras con jugo de moras, y pensé en aquella noche de hacia dieciocho meses, cuando Drusilla y yo nos quedamos fuera de la cabaña en Hawkhurst y escuchamos pasar a los negros por el camino, la noche que me explicó lo del perro, lo de tener tranquilo al perro, y luego me pidió que le dijera a padre que la permitiera unirse a su escuadrón y cabalgar con él. Pero yo no se lo dije a padre. Quizá lo olvidé. Entonces se marcharon los yanquis, y padre y su escuadrón se fueron también. Seis meses más tarde tuvimos una carta suya, en la que explicaba que estaban combatiendo en Carolina, y, un mes después, recibimos otra de tía Louise diciendo que Drusilla también se había marchado: una carta breve, escrita en papel de empapelar, en la que podían distinguirse las lágrimas que tía Louise había derramado encima del jugo de moras porque no sabía dónde estaba Drusilla, pero se esperaba lo peor desde que Drusilla tratara deliberadamente de ocultar su condición de mujer, negándose a mostrar sentimiento alguno de aflicción no sólo por la muerte en combate de su prometido, sino tampoco por la de su propio padre, y daba por sentado que Drusilla estaba con nosotros y, aun cuando no confiaba en que Drusilla diese paso alguno para aliviar la ansiedad de una madre, esperaba que yaya si lo hiciera. Pero nosotros tampoco sabíamos dónde estaba Drusilla. Simplemente, se había esfumado. Era como si los yanquis, al pasar por el Sur, no sólo se hubieran llevado consigo a todos los hombres existentes, azules, grises, blancos y negros, sino también a una muchacha que por casualidad trataba de parecer y actuar como un hombre, después de que mataran a su novio.
       Como digo, llegó la otra carta. Sólo que yaya no estaba allí para leerla, porque ya había muerto entonces (era cuando Grumby retrocedió al pasar Jefferson, de modo que Ringo y yo pasamos una noche en casa y nos encontramos con la carta, después de que la remitiera la señora Compson), así que durante un tiempo no pudimos averiguar lo que tía Louise trataba de comunicarnos. Ésta también venía en el mismo papel de empapelar, seis páginas esta vez, pero tía Louise no había llorado sobre el jugo de moras: Ringo dijo que era porque debió escribirla con demasiada prisa.

     Querida hermana:
     Creo que esto sea una novedad para ti, como lo fue para mi, aunque espero e imploro que para ti no signifique el doloroso golpe que para mí supuso, ya que es naturalmente imposible, pues tú sólo eres su tía mientras que yo soy su madre. Pero no es en mí misma en quien pienso, porque soy una mujer, una madre, una mujer del Sur, y durante los últimos cuatro años nuestro sino ha sido soportarlo todo. Pero, cuando pienso en mi marido, que entregó su vida para salvaguardar una herencia de hombres valientes y mujeres intachables, contemplando desde el cielo a una hija que deliberadamente ha despreciado aquello por lo cual murió él, y cuando pienso en mi hijo, huérfano de padre, que un día me preguntará por qué el sacrificio de su padre no fue suficiente para preservar el buen nombre de su hermana…
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      Así estaba formulada. Ringo sujetaba una astilla encendida para que yo leyese, pero al cabo de un rato tuvo que prender otra, y sólo llegamos a cuando Gavin Breckbridge murió en Shiloh antes de que él y Drusilla tuvieran tiempo de casarse y a que el más alto destino de una mujer del Sur —ser la novia-viuda de una causa perdida— estaba reservado para Drusilla, que no sólo lo despreció, no sólo se convirtió en una mujer perdida y en una vergüenza para la memoria de su padre, sino que, además, estaba viviendo ahora de un modo que tía Louise ni siquiera expresaría en palabras, pero que yaya comprendería cuál era, aunque al menos había que dar gracias a Dios de que padre y Drusilla no tuvieran realmente ningún parentesco de sangre, siendo la mujer de padre, y no él, quien era prima carnal de Drusilla. Por tanto, Ringo encendió otra astilla y pusimos las hojas de papel de empapelar en el suelo, y luego averiguamos de qué se trataba: Drusilla había desaparecido hacía seis meses, y no había noticias de ella, a excepción de que vivía y de que una noche se había presentado en la cabaña donde habitaban tía Louise y Denny (y esto lo había subrayado), no sólo con atuendos masculinos, sino como un vulgar soldado raso, y les contó que había sido miembro del escuadrón de padre durante seis meses, acampando por la noche en compañía de hombres dormidos y sin molestarse siquiera en montar la tienda para ella y padre excepto cuando hacía mal tiempo, y que Drusilla no sólo no mostraba pudor ni remordimiento, sino que, además, pretendía no comprender lo que tía Louise estaba diciendo: que, cuando tía Louise le dijo que ella y padre debían casarse inmediatamente, Drusilla le contestó:
       —¿Es que no puedes entender que estoy cansada de enterrar maridos en esta guerra? ¿Que no cabalgo en el escuadrón de primo John para encontrar marido, sino para fustigar a los yanquis?
       Y tía Louise le replicó:
       —Al menos no le llames primo John cuando puedan oírte extraños.



II

      La tercera carta ni siquiera vino dirigida a nosotros. La recibió la señora Compson. Drusilla y padre estaban en casa entonces. Era primavera, la guerra había terminado y estábamos ocupados en talar los cipreses y robles de la cañada para construir la casa; Drusilla trabajaba junto con Joby, Ringo, padre y yo, como un hombre más, con el cabello más corto de como lo llevaba en Hawkhurst, el rostro curtido de cabalgar a la intemperie y el cuerpo delgado de vivir como los soldados. Tras la muerte de yaya, Ringo, Louvinia y yo dormíamos los tres en la misma cabaña, pero después del regreso de padre, Ringo y Louvinia se mudaron con Joby a la otra, y ahora padre y yo dormíamos en el jergón que antes ocupábamos Ringo y yo, mientras Drusilla dormía en la cama, detrás de la colcha que hacia de cortina, donde se acostaba yaya. Así, una noche me acordé de la carta de tía Louise y se la enseñé a Drusilla y a padre, que se enteró de que Drusilla no había escrito a tía Louise para decirle dónde estaba, y le dijo que debía hacerlo, de manera que un día llegó la señora Compson con la tercera carta. Drusilla, Ringo y Louvinia estaban en la serrería de la cañada, y yo también vi aquélla, escrita con jugo de moras en papel de empapelar sobre el que tampoco esta vez había lágrimas, y era la primera visita que la señora Compson nos hacía desde la muerte de yaya, pero ni siquiera se bajó del surrey [es decir, el coche eléctrico fabricado por Columbia en a principios del siglo XIX], sino que se quedó ahí sentada, sujetando el parasol con una mano y el chal con la otra, mirando alrededor como si Drusilla fuera a salir de casa o a dar la vuelta a la esquina y no se tratase simplemente de una chica flaca y curtida, con pantalones y camisa de hombre, sino quizás, de un oso o una pantera domesticada. Ésta venía a decir lo mismo que las otras: que tía Louise se dirigía a una extraña para ella, pero no para yaya, y que había veces en que el buen nombre de una familia significaba el buen nombre de todas, y que ella no esperaba, naturalmente, que la señora Compson se mudara y se fuese a vivir con padre y Drusilla, porque incluso eso llegaría ya demasiado tarde para guardar las apariencias de aquello que, de todos modos, no había existido jamás. Pero que la señora Compson también era una mujer, tía Louise estaba convencida de ello, una mujer del Sur, además, tía Louise no lo ponía en duda, sólo que esperaba e imploraba que la señora Compson se ahorrara el espectáculo de ver a su propia hija, si es que la señora Compson tenía alguna, ultrajando y mofándose de todos los principios sureños de pureza y de virtudes femeninas por los que habían muerto nuestros maridos, aunque, una vez más, tía Louise confiaba en que el marido de la señora Compson (la señora Compson era mucho más vieja que yaya, y al único marido que había tenido le habían encerrado por loco hacía mucho tiempo, porque en las ociosas horas de la tarde solía reunir a ocho o diez negritos de las cabañas y ponerles en línea frente a él, al otro lado del riachuelo, colocándoles batatas en la cabeza sobre las cuales disparaba con un rifle; acostumbraba decirles que él podría fallar una batata, pero que no podía fallar a un negro y que, por lo tanto, debían quedarse absolutamente inmóviles) no hubiera sido uno de ellos. Así que tampoco pude sacar una conclusión de aquélla, y sigo sin entender de qué hablaba tía Louise, y tampoco creo que lo comprendiera la señora Compson.
       Porque no fue ella: fue la señora Habersham, que nunca había venido a casa, y a la que yaya, que yo supiera, jamás había visitado. Pues la señora Compson no se quedó, ni siquiera se apeó del surrey, sino que siguió sentada en él, dignamente estirada bajo su chal, mirándome a mí y luego a la cabaña como si en verdad no supiera lo que iba a salir de ella o de detrás de ella. Después, dio unos golpecitos en la cabeza del conductor negro con el parasol, y se alejaron, los dos viejos caballos marchando de prisa por el camino de entrada y luego por el camino de la ciudad. A la tarde siguiente, cuando subí de la cañada para ir a la fuente con el cubo de agua, había cinco surreys y buggies delante de la cabaña, y en el interior había catorce mujeres que habían recorrido las cinco millas desde Jefferson con la ropa de los domingos que los yanquis y la guerra les habían dejado: sus maridos habían muerto en la guerra o vivían en Jefferson, ayudando a padre en lo que él estuviera haciendo, porque aquéllos eran tiempos extraños. Sólo que, como digo, quizá los tiempos nunca sean extraños para las mujeres: sólo son algo constante y monótono, lleno de las repetidas locuras de los hombres de la familia. La señora Compson estaba sentada en la mecedora de yaya, aún sosteniendo el parasol, erguida bajo su chal y con aire de haber visto al fin lo que esperaba ver, es decir, la pantera. La señora Habersham era quien sujetaba la cortina para que entraran las demás, mirando la cama donde dormía Drusilla y mostrándoles luego el jergón en que dormíamos padre y yo. Entonces me vio y preguntó:
       —Y éste, ¿quién es?
       —Es Bayard —le contestó la señora Compson.
       —Pobre criatura —dijo la señora Habersham. Así que me detuve. Pero no pude menos que oírles. Parecía una reunión de un círculo de damas bajo la dirección de la señora Habersham porque, de vez en cuando, se olvidaba de hablar en voz baja:
       —Madre tendría que venir, habría que mandarla a buscar inmediatamente. Pero, a falta de su presencia… nosotras, las damas de la comunidad, madres también… la criatura, probablemente engañada por un romántico galán… antes de comprender al precio que debía…
       —¡Silencio! ¡Silencio! —dijo la señora Compson, y luego preguntó otra:
       —¿Cree usted verdaderamente…?
       —¿Y qué otra cosa? —replicó la señora Habersham, olvidándose de hablar en voz baja, como era debido—. ¿Qué otra razón puede mentar usted por la que ella debiera ocultarse todo el día ahí, en el bosque, levantando cargas pesadas, como troncos y…?
       Después me marché. Llené el cubo en la fuente y volví a la serrería, donde Drusilla, Ringo y Joby mantenían en marcha la sierra de banda, mientras la mula, con los ojos vendados, iba dando vueltas entre el aserrín. Entonces, Joby emitió una especie de ruido, nos paramos todos para mirar, y allí estaba la señora Habersham con otras tres, que atisbaban detrás de ella con los ojos brillantes y muy abiertos, contemplando a Drusilla, que se quedó ahí, de pie, entre el aserrín y las virutas, con sus toscos y polvorientos zapatos, el mono de trabajo y la camisa sucios y sudados, el rostro veteado de sudor y la corta cabellera llena de aserrín.
       —Soy Martha Habersham —dijo—. Soy una vecina y espero llegar a ser una amiga —y añadió—: Pobre criatura.
       Simplemente, la miramos: cuando por fin habló Drusilla, se parecía a Ringo y a mí después de que padre, bromeando, nos dijera algo en latín.
       —¿Señora? —dijo Drusilla. Porque yo sólo tenía quince años; aún no comprendía de qué se trataba; simplemente me quedé ahí, escuchando, sin pensarlo mucho, como cuando hablaban en la cabaña—. ¿Mi situación? ¿Mi…?
       —Si —dijo la señora Habersham—. Sin madre, sin una mujer que… reducida a tales apuros… —con la mano, hizo una especie de seña hacia las mulas, que no se habían detenido, y a Joby y a Ringo que la miraban con los ojos en blanco, mientras las otras tres, detrás de ella, seguían atisbando a Drusilla—, para ofrecerle no sólo nuestra ayuda, sino también nuestra simpatía.
       —Mi situación —dijo Drusilla—. Mi sit… Ayuda y sim… —entonces, ahí de pie, se puso a repetir—: ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
       Y echó a correr como una cierva que sale disparada y después decide a dónde quiere ir; dio una vuelta justo en el aire y se dirigió hacia mí, saltando ágilmente por encima de troncos y tablones, con la boca abierta, repitiendo, «John, John», en voz baja: por un momento, me confundió con padre, hasta que despertó y descubrió que no era él; se detuvo, sin dejar siquiera de correr, igual que se detiene un pájaro en el aire, quieto, pero aún frenético de movimiento.
       —¿Eso es lo que crees tú también? —dijo.
       Luego se alejó. De vez en cuando podía distinguir sus pisadas, espaciadas y rápidas, nada más entrar en el bosque, pero cuando salí de la cañada no alcancé a verla. Sin embargo, los surreys y los buggies seguían frente a la cabaña, y vi a la señora Compson y a las demás en el porche, mirando a través del prado hacia la cañada, de modo que no me acerqué. Pero, antes de llegar a la otra cabaña, donde Vivían Louvinia y Joby y Ringo, vi a Louvinia, que subía por la colina desde la fuente, llevando su cubo de cedro lleno de agua y cantando. Después entró en la cabaña y la canción se cortó en seco, y así me enteré de dónde estaba Drusilla. Pero no me oculté. Me acerqué a la ventana, miré al interior y vi a Drusilla, que acababa de volverse desde donde había estado con la cabeza apoyada en los brazos, sobre la repisa de la chimenea, cuando Louvinia entró con el cubo de agua y una ramita de árbol gomero en la boca y el sombrero viejo de padre encima del pañuelo de la cabeza. Drusilla estaba llorando.
       —Entonces, es eso —dijo—. Bajar hasta la serrería para decirme que en mi situación… simpatía y ayuda… unas desconocidas; jamás en la vida había visto a ninguna de ellas y me importa un bledo lo que ellas… Pero ¿tú y Bayard? ¿Es eso lo que creéis? Que John y yo… que nosotros… —entonces Louvinia se movió. Su mano fue más rápida que la sacudida hacia atrás de Drusilla, y se posó plana en el peto de su mono; después, la tomó en sus brazos, como solía abrazarme a mi, mientras Drusilla lloraba a lágrima viva—. Que John y yo… que nosotros… Y Gavin muerto en Shiloh y la casa de John quemada y su plantación destruida, que él y yo…
       Fuimos a la guerra para fustigar a los yanquis, ¡no para cazar mujeres!
       —Ya sé que no —dijo Louvinia—. Calle ya. Calle.
       Y, más o menos, eso es todo. No tardaron mucho. No sé si la señora Habersham hizo que la señora Compson mandara a buscar a tía Louise, o si tía Louise les concedió un plazo para presentarse ella misma después. Porque Drusilla, Joby, Ringo y yo seguíamos ocupados en la serrería y padre en la ciudad; desde que se marchaba a caballo por la mañana, no le volvíamos a ver hasta cuando regresaba, a veces tarde, por la noche. Porque entonces corrían tiempos extraños. Durante cuatro años habíamos vivido con un solo objetivo, incluso las mujeres y niños, que no podían combatir: echar a las tropas yanquis del país; creíamos que, cuando eso ocurriera, todo habría terminado. Y ahora que aquello se había producido, y aún antes de que empezara el verano, oía padre decir a Drusilla:
       —Nos han prometido tropas federales; el propio Lincoln prometió mandarnos tropas. Entonces se arreglarán las cosas.
       Eso lo dijo un hombre que durante cuatro años había mandado un regimiento con el declarado propósito de expulsar del país a las tropas federales. Parecía como si no nos hubiéramos rendido en absoluto, como si hubiésemos unido fuerzas con los hombres que habían sido nuestros enemigos para combatir contra un nuevo adversario cuyos medios no siempre pudiéramos penetrar, pero cuyas intenciones siempre podríamos temer. De modo que él estaba todo el día ocupado en la ciudad. Estaban reconstruyendo Jefferson, el edificio del tribunal y los almacenes, pero padre y los otros hombres hacían más que eso; ni a Drusilla, ni a mí ni a Ringo se nos permitía ir a la ciudad para ver de qué se trataba. Entonces, Ringo se escabulló un día y se fue a la ciudad y, al volver, me miró con ojos un tanto desorbitados, preguntándome:
       —¿Sabes lo que ya no soy?
       —¿Qué?
       —Ya no soy un negro. Me han abolido.
       Entonces le pregunté qué era, si es que ya no era un negro, y me enseñó lo que tenía en la mano. Era un billete de dólar, nuevo, girado contra el Tesorero Residente de los Estados Unidos en el condado de Yoknapatawa, Mississippi, y firmado «Cassius Q. Bendow, Alguacil Provisional», con pulcra caligrafía de funcionario y una gran «X» irregular al pie de ella.
       —¿Cassius Q. Bendow? —dije.
       —Exacto —dijo Ringo—. El tío Cash, que conducía el carruaje de los Bendow hasta que se marchó con los yanquis hace dos años. Ahora ha vuelto y van a elegirle alguacil de Jefferson. En eso están ocupados amo John y los demás blancos.
       —¿Un negro? —exclamé—. ¿Un negro?
       —No —replicó Ringo—. Ya no hay más negros en Jefferson ni en ningún otro sitio.
       Entonces me contó que habían llegado de Missouri dos agentes de Washington con un documento para organizar a los negros en el Partido Republicano, y que padre y los demás hombres estaban tratando de evitarlo.
       —No, señor —dijo—. Esta guerra no ha terminado. Simplemente empezó bien. Antes, cuando veías a un yanqui, le conocías porque nunca llevaba otra cosa que un rifle, un ronzal de mula o un manojo de plumas de gallina. Ahora no le conoces y, en vez del rifle, lleva un puñado de estos efectos en una mano, y un montón de papeletas de voto para los negros en la otra.
       Estábamos atareados, como digo, y sólo veíamos a padre por la noche. A veces, Ringo y yo, e incluso Drusilla, le echábamos una mirada y no le hacíamos ninguna pregunta. De manera que no tardaron mucho, porque Drusilla ya estaba vencida; tenía las horas contadas, sin saberlo, desde aquella tarde en que las catorce damas subieron a los surreys y buggies para volver a la ciudad, hasta otra tarde, cerca de dos meses después, cuando oímos los gritos de Denny aun antes de que el carro entrara por el portón, con tía Louise sentada en uno de los baúles (eso es lo que derrotó a Drusilla: los baúles. En ellos se guardaban sus vestidos, que no se había puesto en tres años; Ringo jamás la había visto con un vestido hasta que llegó tía Louise), vestida de luto, con un crespón enlazado en el mango de la sombrilla, pero hacia dos años, cuando estuvimos en Hawkhurst, no llevaba luto, aunque tío Dennison estaba entonces tan muerto como ahora. Llegó a la cabaña y se apeó del carro, llorando ya y hablando con el mismo tono en que formulaba las cartas, de manera que había que hacer una rápida pirueta para sacar algún sentido de sus palabras.
       —He venido para apelar a ellos una vez más con lágrimas de madre, aunque no creo que sirva de nada, pues hasta el último momento he implorado para que la inocencia de este muchacho quedara intacta, pero será lo que deba ser, y al menos podremos llevar la carga los tres juntos.
       Se sentó en medio de la habitación, en la mecedora de yaya, sin siquiera dejar el parasol en el suelo ni quitarse el sombrero, mirando el jergón en que dormíamos padre y yo, y luego la colcha colgada del montante para hacerle un cuarto a Drusilla, aplicándose a la boca un pañuelo que llenaba toda la cabaña de un olor a rosas marchitas. Entonces entró Drusilla, que venía de la serrería, con los toscos zapatos embarrados, la camisa y el mono sudados, y el pelo quemado por el sol y lleno de aserrín, y tía Louise le lanzó una mirada y empezó a llorar de nuevo, diciendo:
       —Perdida, perdida. Gracias a que Dios Misericordioso se llevó a Dennison Hawk antes de que viviera para ver lo que yo veo.
       Ya estaba vencida. Aquella noche, tía Louise le hizo ponerse un vestido; la vimos salir corriendo de la cabaña con él puesto, y bajar la colina en dirección a la fuente, mientras nosotros esperábamos a padre. Llegó y entró en la cabaña, donde tía Louise seguía sentada en la mecedora de yaya, con el pañuelo delante de la boca.
       —Qué agradable sorpresa, miss Louise —dijo padre.
       —No es agradable para mi, coronel Sartoris —le replicó tía Louise—. Al cabo de un año, no creo que pueda llamársele sorpresa. Aunque no deja de ser un sobresalto.
       De manera que padre también salió y bajamos a la fuente, y encontramos a Drusilla escondida detrás del abedul grande, agachada, como si tratara de ocultarle las faldas a padre, incluso cuando la levantó.
       —¿Qué es un vestido? —dijo él—. No tiene importancia. Vamos. Levántate, soldado.
       Pero estaba vencida, como si con sólo permitirles que le pusieran el vestido, la hubiesen azotado, como si con el vestido no pudiera defenderse ni escapar. Así, nunca volvió a bajar a la serrería, y ahora que padre y yo dormíamos en la cabaña con Joby y Ringo, ni siquiera la veía, salvo a la hora de las comidas. Estábamos ocupados talando árboles, y ahora todo el mundo hablaba de las elecciones y de que padre les había dicho a los dos agentes del Gobierno, delante de todos los hombres de la ciudad, que jamás se celebrarían las elecciones si Cash Bendow o cualquier otro negro se presentaban a ellas, y los agentes le habían desafiado a que las interrumpiera. Además, la otra cabaña solía estar todo el día llena de damas de Jefferson; se hubiera creído que Drusilla fuese hija de la señora Habersham y no de tía Louise. Comenzaban a aparecer inmediatamente después de desayunar y se quedaban todo el día, de manera que tía Louise se sentaba a cenar con su vestido de luto, pero sin parasol ni sombrero, con una especie de madeja negra de hacer punto que siempre llevaba consigo y nunca terminaba, el pañuelo al alcance de la mano, doblado entre su cinturón (sólo que comía bien; comía incluso más que padre, porque sólo faltaba una semana para las elecciones y creo que pensaba en los agentes), y negándose a hablar con nadie, excepto con Denny; y Drusilla se esforzaba en comer, con la cara tensa y demacrada, y una expresión como si la hubieran azotado hacía mucho y ya sólo tuviera los nervios resentidos.
       Entonces, Drusilla abandonó; la derrotaron. Porque era fuerte; no era mucho mayor que yo, pero había dejado que tía Louise y la señora Habersham eligieran el juego, y les había ganado a las dos hasta aquella noche en que tía Louise se puso a espaldas de ella y escogió un juego al que no podía perder. Yo subía a cenar; las oí hablar dentro de la cabaña antes de que pudiera detenerme.
       —¿No puedes creerme? —dijo Drusilla—. ¿No puedes entender que en el escuadrón yo no era más que otro hombre no muy distinto de los demás, y que desde que llegamos a esta casa no soy sino otra boca que John tiene que alimentar, simplemente una prima de la mujer de John y no mucho mayor que su propio hijo?
       Y casi me imaginé a tía Louise, ahí sentada, con aquella labor de punto que nunca progresaba.
       —¿Pretendes decirme que tú, una mujer joven, has tenido tratos día y noche con él, un hombre todavía joven, durante un año, recorriendo el país de una a otra parte sin vigilancia ni obstáculos de ninguna clase…? ¿Crees que soy tonta de remate?
       De manera que aquella noche tía Louise la venció; acabábamos de sentarnos a cenar cuando tía Louise me miró, como si hubiera estado esperando a que cesara el ruido del banco.
       —Bayard, no te pido perdón por esto, porque tú también tienes que llevar esta carga; eres una victima inocente, lo mismo que Dennison y yo… —entonces miró a padre, clavado en el respaldo de la mecedora de yaya (la única silla que teníamos); llevaba su vestido negro, y junto al plato tenía la madeja negra de hacer punto—. Coronel Sartoris —dijo—, soy una mujer; debo exigirle lo que el marido a quien he perdido y el hijo mayor que no tengo le pedirían, quizás, a punta de pistola… ¿Quiere usted casarse con mi hija?
       Salí afuera… Me moví de prisa; oí el leve ruido seco de la cabeza de Drusilla al caer sobre la mesa, entre sus brazos abiertos, y el que hizo el banco cuando padre se levantó a su vez; al pasar yo delante de él, estaba de pie junto a Drusilla, con la mano sobre la cabeza de ella.
       —Te han vencido, Drusilla —dijo.



III

      La señora Hebersham llegó a la mañana siguiente, antes de que hubiéramos terminado de desayunar. No sé cómo tía Louise le mandó recado tan aprisa. Pero allí estaba, y ella y tía Louise arreglaron la boda para dos días más tarde. No creo que supieran siquiera que aquél era el día en que padre dijo a los agentes que Cash Bendow jamás saldría elegido alguacil de Jefferson. Tampoco creo que hubiesen prestado más atención a ello que si todos los hombres hubieran decidido que al cabo de dos días todos los relojes de Jefferson se retrasaran o adelantaran una hora. Tal vez ni siquiera se habían enterado de que iban a celebrarse elecciones, que al día siguiente codos los hombres del condado cabalgarían hacia Jefferson con pistolas en los bolsillos, y que los agentes ya tenían acampados a sus electores negros, bajo vigilancia, en una desmotadora de algodón, en las afueras de la ciudad. Tampoco creo que se hubieran preocupado de ello. Porque, como decía padre, las mujeres no creen que nada pueda estar bien ni mal, ni incluso ser muy importante, si puede decidirse a través de pedacitos de papel escritos, depositados en una urna.
       Iba a ser una boda a lo grande; se invitaría a todo Jefferson, y la señora Habersham planeaba traer las tres botellas de madeira que reservaba desde hacia cinco años, cuando tía Louise empezó a llorar de nuevo. Pero cayeron rápidamente en la cuenta: todas ellas acariciaban las manos a tía Louise y le daban vinagre a oler, y la señora Habersham dijo:
       —Desde luego. Pobrecita. Una ceremonia pública ahora, después de un año, sería pregonar que…
       Por tanto, decidieron dar una recepción, porque la señora Habersham dijo que una pareja de casados podían celebrar una recepción en cualquier momento, incluso diez años después de la boda. De manera que Drusilla iría a la ciudad, se reuniría con padre y se casarían tan rápida y sigilosamente como fuera posible, con sólo dos testigos, yo y algún otro, para legitimar el acto; ni siquiera asistiría ninguna de las damas. Después, volverían a casa y celebrarían la recepción.
       Así que empezaron a llegar al día siguiente, por la mañana temprano, con cestas de comida, manteles y vajilla de plata, como para una comida de la iglesia. La señora Habersham trajo un velo y una guirnalda, y todas ayudaron a Drusilla a vestirse, sólo que tía Louise le hizo ponerse el capote de cabalgar de padre por encima del velo y de la guirnalda, y Ringo trajo los caballos, bien cepillados y almohazados, y yo ayudé a montar a Drusilla, mientras tía Louise y todas las demás observaban desde el porche. Pero, al partir no me di cuenta de que Ringo había desaparecido, ni siquiera cuando, bajando ya por el camino oí a tía Louise llamar a gritos a Denny. Louvinia fue quien lo contó, explicando que, después de marcharnos, las señoras pusieron y adornaron la mesa, colocando el almuerzo nupcial, y que todas vigilaban el portón, y de vez en cuanto tía Louise seguía llamando a voz en grito a Denny, cuando vieron a Ringo y a Denny llegar al galope por el camino de entrada, montados en una sola mula, y que Denny traía los ojos tan desorbitados como pomos de puerta y que venía vociferando:
       —¡Les han matado! ¡Les han matado!
       —¿A quiénes? —chilló tía Louise—. ¿Dónde habéis estado?
       —¡En la ciudad! —gritó Denny—. ¡A los dos Burden! ¡Les han matado!
       —¿Quién les ha matado? —exclamó tía Louise.
       —¡Drusilla y primo John! —aulló Denny. Louvinia dijo que tía Louise empezó entonces a dar fuertes gritos.
       —¿Quieres decir que Drusilla y ese hombre no se han casado todavía?
       Pues nosotros no tuvimos tiempo. Quizá si lo hubieran tenido Drusilla y padre, pero, cuando llegamos a la plaza, vimos a la multitud de negros amontonados a la puerta del hotel, guardados por seis u ocho forasteros blancos, y de pronto vi a los hombres de Jefferson, a los hombres que padre conocía y yo también, corriendo por la plaza hacia el hotel, todos con la mano en la cadera, de la forma en que corre un hombre que lleva una pistola en el bolsillo. Y después vi a los que componían el escuadrón de padre, formados ante la puerta del hotel, bloqueándola. Entonces me dejé caer del caballo, observando a Drusilla, que forcejeaba con George Wyatt. Pero él no la tenía sujeta; sólo agarraba el capote, y luego ella atravesó la fila de hombres y corrió hacia el hotel, con la guirnalda ladeada en la cabeza y el velo ondeando por detrás. Pero George me sujetó. Tiró el capote al suelo y me retuvo.
       —¡Suélteme! —dije—. Padre.
       —¡Tranquilo! —dijo George, sujetándome—. John sólo ha entrado a votar.
       —¡Pero son dos! —exclamé—. ¡Suélteme!
       —John tiene dos balas en la derringer
[es decir, las pistolas tremendamente pequeñas, de bolsillo, que se popularizaron en el siglo XIX] —dijo George—. Cálmate.
       Pero me retuvieron. Entonces oímos tres disparos y todos nos volvimos y miramos a la puerta. No sé cuánto duró.
       —Los dos últimos han sido de la derringer —dijo George.
       No sé cuánto tiempo pasó. El viejo negro que servia de camarero a la señora Holston, y que era demasiado viejo incluso para ser libre, asomó una vez la cabeza, diciendo, «¡Santo Dios!», y volvió a desaparecer. Entonces salió Drusilla, llevando la urna electoral, con la guirnalda a un lado de la cabeza y el velo enrollado alrededor del brazo y, a continuación, padre, detrás de ella, cepillando con la manga su nuevo sombrero de castor. Luego se elevó un clamor; les oí aspirar el aire cuando empezaron a dar el grito de guerra que los yanquis solían escuchar.
       —¡Yaaaaa…!
       Pero padre alzó la mano y se callaron. Después no se oyó nada más.
       —También oímos una pistola —dijo George—. ¿Te dieron?
       —No —le contestó padre—. Les dejé disparar primero. Todos lo oísteis. Podéis jurarlo por mi derringer, muchachos.
       —Si —repuso George—. Todos lo oímos.
       Entonces, padre les dirigió una mirada a todos ellos, a todas las caras que había a la vista, pausadamente.
       —¿Hay alguien que quiera discutir esto conmigo? —preguntó.
       Pero no se oyó nada, ni tampoco se movió nadie. La multitud de negros seguía en la misma posición en que les vi al llegar, con los blancos del Norte manteniéndoles agrupados. Padre se puso el sombrero, le cogió a Drusilla la urna, la ayudó a montar en su caballo y se la entregó de nuevo. Luego, volvió a mirar en derredor, a todos ellos.
       —Estas elecciones se celebrarán en mi casa —dijo—. Por este acto, nombro a Drusilla Hawk comisario de escrutinio hasta que se depositen los votos y se haga el recuento. ¿Alguno de ustedes tiene algo que objetar? —pero, antes de que empezaran a gritar, les calló con un gesto—. Ahora no, muchachos —dijo. Se volvió a Drusilla—. Ve a casa. Yo iré a ver al sheriff luego te seguiré.
       —Ni hablar de eso —dijo George Wyatt—. Algunos muchachos acompañarán a Drusilla. Los demás iremos contigo.
       Pero padre no se lo permitió.
       —¿No comprendes que trabajamos por la paz mediante la ley y el orden? —dijo—. Cumpliré con mi obligación y luego os seguiré. Haced lo que digo.
       De modo que nos pusimos en marcha. Cruzamos el portón con Drusilla al frente, llevando la urna electoral en el pomo del arzón: nosotros, los hombres de padre y unos cien más: subimos cabalgando hasta la cabaña, donde los surreys y buggies seguían estacionados; Drusilla me pasó la urna, desmontó, volvió a cogerla y echó a andar hacia la cabaña, pero se detuvo en seco. Me figuro que ella y yo nos acordamos al mismo tiempo, y creo que los demás, los hombres, comprendieron de pronto que algo iba mal. Porque, como decía padre, supongo que las mujeres nunca se rinden: no sólo ante la victoria, sino tampoco ante la derrota. Porque así fue como nos detuvimos cuando tía Louise y las demás señoras salieron al porche, y entonces padre me adelantó, apartándome de un empellón, y saltó a tierra, junto a Drusilla. Pero tía Louise ni siquiera le miró.
       —De manera que no os habéis casado —dijo.
       —Lo olvidé —dijo Drusilla.
       —¿Lo olvidaste? ¿Lo olvidaste?
       —Yo… —balbuceó Drusilla—. Nosotros…
       Entonces, tía Louise nos miró a nosotros; pasó la vista por la fila que formábamos, erguidos en las sillas; a mí me miró exactamente igual que a los demás, como si no me hubiera visto en su vida.
       —¿Y quiénes son ésos, por favor? ¿Tu olvidadizo séquito nupcial? ¿Tus padrinos de asesinato y robo?
       —Han venido a votar —dijo Drusilla.
       —A votar —dijo tía Louise—. ¡Ah! A votar. Después de obligar a tu madre y a tu hermano a vivir bajo un techo de libertinaje y adulterio, ¿crees que también puedes forzarles a vivir en una cabaña electoral, al amparo de la violencia y el derramamiento de sangre, no es así? Dame esa urna —pero Drusilla no se movió, quedándose ahí parada, con el vestido roto, el velo arrugado y la retorcida guirnalda colgándole del pelo por unos cuantos alfileres. Tía Louise bajó los escalones; no sabíamos lo que iba a hacer: simplemente, nos quedamos quietos y vimos cómo le arrebataba la urna a Drusilla y la arrojaba al patio, añadiendo—: Entra en la casa.
       —No —replicó Drusilla.
       —Entra en la casa. Yo mandaré a buscar a un pastor.
       —No —repitió Drusilla—. Se trata de unas elecciones. ¿No lo entiendes? Soy comisario de escrutinio.
       —¿Así que te niegas?
       —Tengo que hacerlo. Es mi deber —parecía una niña pequeña a la que hubieran sorprendido jugando en el barro—. John dijo que yo…
       Entonces, tía Louise rompió a llorar. Se quedó inmóvil, con su vestido negro, sin la labor de punto y, por primera vez que vieran mis ojos, sin siquiera empuñar el pañuelo, llorando, hasta que se le acercó la señora Habersham y la condujo dentro de la casa. Después, votaron. Eso tampoco duró mucho. Colocaron la urna sobre el tronco aserrado en que lavaba Louvinia, y Ringo trajo el jugo de moras y un trozo de visillo viejo, y lo recortaron para hacer papeletas de voto.
       —Todos los que quieran que el honorable Cassius Q. Bendow sea alguacil de Jefferson, que escriban «Si» en su papeleta; los que estén en contra, «No» —dijo padre.
       —Yo las escribiré y así ganaremos tiempo —dijo George Wyatt.
       De modo que hizo un montón con las papeletas y las escribió, apoyándolas en su silla de montar, y a medida que las iba escribiendo, los hombres las cogían y las dejaban caer en la urna, mientras Drusilla les iba llamando por su nombre. Podíamos oír a tía Louise, que seguía llorando dentro de la cabaña, y veíamos a las demás señoras observándonos a través de la ventana. No se tardó mucho.
       —No es necesario molestarse en hacer el recuento —dijo George—. Todos han votado «No».
       Y eso es todo. Los hombres regresaron luego a la ciudad, llevándose la urna, mientras padre y Drusilla, con el vestido y el velo de novia desgarrados, les observaban erguidos al lado del tronco. Sólo que esta vez padre no pudo impedírselo. El grito retumbó de nuevo, fuerte y tenue, discordante y fiero, como cuando los yanquis solían escucharlo entre el humo y el galopar de los caballos.
       —¡Yaaaaay, Drusilla! —aullaron—. ¡Yaaaaaay, John Sartoris! ¡Yaaaaaay!



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