William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)
Una rosa para Emilia (1930)
(“A Rose for Emily”)
Originalmente publicado en The Forum, LXXXIII (abril de 1930);
revisado ligeramente en These 13
(Nueva York: Jonathan Cape & Harrison Smith, 1931, 358 págs.);
incluido por Malcolm Cowley en The Portable Faulkner
(Nueva York: Viking Press, 1946, 756 págs.)
I
Cuando murió la señorita
Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los
hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que
desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento
de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había
entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que
hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción
cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con
cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo
XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en
que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y
fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el
recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había
quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y
coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina,
ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían.
Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los
representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el
sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los
soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita
Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un
cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en
que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que
ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le
eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió
su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la
señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel
Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita
Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se
valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre
de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido
capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la
señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
la siguiente generación, con
ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad,
aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año
enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la
contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron,
citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le
interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle
ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a
la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de
corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada
caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así
pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de
regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y
llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que
aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o
diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro
vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a
unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un
olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando
el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero
estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de
polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas,
perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la
chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia,
con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la
señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro,
con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la
cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña
osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan
sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un
cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada.
Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos
pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando
pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban
el motivo de su visita.
No les hizo sentar; se detuvo en
la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó
su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía
de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en
Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al
Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos
autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del
sheriff, firmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó
la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no
pago contribuciones en Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen
datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
—Vea al coronel Sartoris. Yo no
pago contribuciones en Jefferson.
—Pero, señorita Emilia...
—Vea al coronel Sartoris (el
coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago
contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—.
Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la
señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del
mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los
mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años
después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido
—todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado.
Cuando murió su padre apenas si volió a salir a la calle; después
que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto.
Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron
recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado
negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la
cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre —cualquier
hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las
señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel
olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y
prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia
acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta
años.
—¿Y qué quiere usted que yo
haga? —dijo el Mayor.
—¿Qué quiero que haga? Pues
que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No creo que sea necesario —afirmó
el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o
alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos
quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó
cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor
juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia;
pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los
regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven—
se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron
del asunto.
—Es muy sencillo —afirmó
éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle
algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó
el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que
huele mal?
Al día siguiente por la noche,
después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca
de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como
ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio,
construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano,
mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si
estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía
de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron
cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando
hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada
ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron
lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo
largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había
desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a
sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban
que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y
creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran.
Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la
señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y
a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita
Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la
espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la
puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30
años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por
ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A
pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido
aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo
que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo,
esto alegró a la gente; al fin podían com-padecer a la señorita
Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se
humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la
desesperación de tener un penique de más o de menos..
Al día siguiente de la muerte de
su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita
Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como
siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la
puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se
mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para
disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a
valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en
sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..
No decimos que entonces estuviera
loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a
todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le
había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría
más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había
despreciado.
III
La señorita
Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba
el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una
muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los
vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y
serena...
Por entonces justamente la ciudad
acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el
verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La
compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al
frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de
piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su
rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por
el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar,
mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en
seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo
de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a
equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al
poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en
las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en
un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos
alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida,
aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar
seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.”
Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna
pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera
señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse
oblige— y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían
venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia
tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su
padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt,
aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda
relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al
funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó
a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero
¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va
a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la
boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las
ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el
vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de
paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un
rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia
seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había
motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que
nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última
representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este
contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su
impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el
arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde
de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus
dos primas vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al
droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una
mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y
altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido
estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer
el rostro del que se halla al pie de una farola.
—Necesito un veneno —dijo.
—¿Cuál quiere, señorita
Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga
—interrumpió—. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante.
Pero ¿qué es lo que usted desea...?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico?
Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
—Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo
arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz
tensa.
—¡Sí, claro —respondió el
hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para
qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba
mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los
ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el
arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del
paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir.
Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la
caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las
ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se
irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer.
Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con
él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues
Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía
bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre
de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!”
desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los
vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y
Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y
las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes
amarillos.
Fue entonces cuando las señoras
empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad
y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar
parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro
de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia
Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió
en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a
oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la
visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al
día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que
la señorita Emilia tenía en Alabama.
De este modo, tuvo a sus parientes
bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir.
Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a
casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del
joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata,
con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que
había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la
camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos
realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos
parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más
Grierson de lo que la señorita Emilia había sido.
Así pues, no nos sorprendimos
mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles
ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo
desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública;
pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de
facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este
tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la
señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En
efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días
después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la
puerta de la cocina, en un oscuro atardecer.
Y ésta fue la última vez que
vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia
por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al
mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada.
De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en
que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis
meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que
esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que
había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera
sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él.
Cuando vimos de nuevo a la
señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse
gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el
matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello
de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre
joven.
Todos estos años, la puerta
principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o
siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de
pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones
del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos
del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con
el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una
pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había
dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se
ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al
crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas,
con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les
enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las
revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así
permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la
señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que
colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen
de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.
Día tras día, año tras año,
veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y
encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la
señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto,
una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la
veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente
había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un
ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra
presencia, eso nadie podía decirlo; y de este modo la señorita
Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible,
impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en
aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de
ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba
enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener
alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba
nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la
tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso
bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza
apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo
y la falta de sol.
V
El negro encontró
a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta
principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz
baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera
y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia
llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día
siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita
Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de
su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas
sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de
ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de
confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea
suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella,
confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen
hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino
que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace
variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de
los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso
superior había una habitación que nadie había visto en los últimos
cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante
esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su
tumba.
Al echar abajo la puerta, la
habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció
invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para
una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre
atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa;
sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador;
sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre,
en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con
que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una
corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados
sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del
polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los
zapatos.
El hombre yacía en la cama.
Por un largo tiempo nos detuvimos
a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y
descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero
ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto
del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose
bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo
inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada
que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz
polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que
aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra
cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre
ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras
narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga
hebra de cabello gris.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar