William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)
Sequía en septiembre (1931)
(“Dry September”)
Originalmente publicado en Scribner’s Magazine, LXXXIX (enero de 1931);
fue revisado y reimpreso, como «Drouth», en
These 13
(Nueva York: Jonathan Cape & Harrison Smith, 1931, 358 págs.)
I
A lo ancho del ensangrentado atardecer de septiembre, resultado de los sesenta y dos días pasados sin que lloviera, se propagó como el fuego en la sequedad de la hierba… el rumor, el cuento, lo que fuera. Algo acerca de la señorita Minnie Cooper y un negro. Agredida, insultada, aterrada: ninguno de ellos, reunidos en la barbería aquel sábado por la tarde, mientras el ventilador del techo revolvía el aire viciado sin refrescarlo, devolviéndoles en sucesivas oleadas el aroma estancado de pomadas y lociones, su aliento y olores rancios, supo con exactitud qué había ocurrido.
—Salvo que no fue Will Mayes —dijo uno de los barberos. Era un hombre de mediana edad, delgado, de una tez como la de la arena y un rostro manso, que estaba afeitando a un cliente—. A Will Mayes lo conozco bien. Es un buen negro. Y también conozco a la señorita Minnie Cooper.
—¿Y qué sabes de ella? —preguntó otro de los barberos.
—¿Quién es? —preguntó el cliente—. ¿Una joven?
—No —dijo el barbero—. Tendrá unos cuarenta años, digo yo. No está casada. Por eso no creo…
—¿Qué no crees tú, recontra? —dijo un joven corpulento, con una camisa de seda manchada por el sudor—. ¿No vas a dar por buena la palabra de una mujer blanca antes que la de un negro?
—No creo que fuese Will Mayes quien lo hizo —dijo el barbero—. A Will Mayes lo conozco bien.
—En tal caso, a lo mejor sabes quién fue. A lo mejor ya has tenido tiempo de sacarlo del pueblo. Eres un maldito protector, un enamorado de los negros.
—Yo no creo que nadie haya hecho nada. No creo que haya ocurrido nada. Dejo en vuestras manos todo lo que a las señoras que envejecen no habiéndose casado se les pase por la cabeza, y más si un hombre no puede…
—Entonces es usted un blanco indecente —dijo el cliente. Se movió bajo el delantal. El joven se había puesto en pie.
—¿Cómo que no? —dijo—. ¿Vas a acusar a una mujer blanca de estar mintiendo?
El barbero sostuvo en alto la navaja, encima del cliente que parecía a punto de levantarse. No se dio la vuelta.
—Es cosa de este clima de mierda —dijo otro—. Es suficiente para que un hombre haga cualquier cosa. Incluso a ella.
No rió ninguno.
—Yo no acuso a nadie de nada —dijo el barbero en su tono reposado, terco—. Sé muy bien, y todos ustedes también lo saben, que una mujer que nunca…
—¡Asqueroso enamorado de los negros!… —exclamó el joven.
—Cállate la boca, Butch —dijo otro—. Averiguaremos qué ha pasado con tiempo de sobra para hacer lo que sea preciso.
—¿Quién lo va a averiguar? —dijo el joven—. ¡Lo que ha pasado, no fastidies! ¡Venga ya!
—Tú eres un hombre blanco como hay que ser —dijo el cliente—. ¿Cierto? —con la barba enjabonada parecía una rata del desierto de las que salen en las películas—. Díselo a todos, Jack —dijo al joven—. Si en este poblachón no hay un hombre blanco como hay que ser, puedes contar conmigo aunque no sea más que un viajante, un forastero.
—Las cosas como son, caballeros —dijo el barbero—. Primero hay que averiguar la verdad del caso. A Will Mayes lo conozco bien.
—Pero… ¡por Dios! —exclamó el joven—. Y pensar que un hombre blanco en este pueblo…
—Cállate la boca, Butch —dijo el que habló en segundo lugar—. Tenemos tiempo de sobra.
El cliente se incorporó. Miró a quien acababa de hablar.
—¿Sostiene usted que cualquier excusa le vale a un negro por haber agredido a una mujer blanca? ¿Pretende insinuar que es usted un hombre blanco y que lo va a tolerar? Más le vale volverse al Norte, que es de donde viene. En el Sur no queremos ver ni en pintura a los indeseables como usted.
—Pero ¿qué Norte ni qué niño muerto? —dijo el segundo—. Yo he nacido en este pueblo.
—Pero… ¡por Dios! —gritó el joven. Miró en derredor con los ojos en tensión, desconcertado, como si tratara de acordarse de lo que iba a decir, de lo que había pensado hacer. Se pasó la manga por el rostro sudoroso—. Que me aspen si voy a dejar yo que una mujer blanca…
—Díselo a todos, Jack —dijo el viajante—. Por Dios que si se les…
La puerta mosquitera se abrió de golpe. Apareció un hombre que se plantó en el local con los pies separados y el corpachón en equilibrio. Llevaba la camisa blanca y abierta; llevaba un sombrero de fieltro. Con una mirada acalorada, de atrevimiento, recorrió el grupo. Se llamaba McLendon. Había estado al mando de un batallón en el frente, en Francia, y lo habían condecorado con una medalla al valor.
—Bueno —dijo—, ¿os vais a quedar ahí sentados y dejar que un hijo de negra viole a una mujer blanca en las calles de Jefferson?
Butch de nuevo se puso en pie de un brinco. La camisa de seda se le quedó pegada a los hombros. En los sobacos se le había formado una media luna.
—¡Es justo lo que les estaba diciendo! Eso mismo es lo que yo…
—Pero… vamos a ver: ¿es seguro? —dijo un tercero—. No es el primer susto que se lleva esa señorita a causa de un hombre, ya lo dice Hawkshaw. ¿No se dijo que un hombre se había plantado en el tejado de la casa y que la vio desnudarse, hace más o menos un año?
—¿Cómo? —dijo el cliente—. ¿A qué viene esto?
El barbero lo había obligado poco a poco a sentarse; se reclinó a su pesar, con la cara levantada, mientras el barbero aún lo oprimía contra el sillón.
McLendon se volvió como una centella hacia el tercero que habló.
—¿Que si es seguro? ¿Y eso qué más dará? ¿O es que pensáis dejar que esos hijos de negra se salgan con la suya como si tal cosa, y así hasta el día en que uno lo haga de verdad?
—¡Es justo lo que les estaba diciendo! —exclamó Butch. Soltó una retahíla de palabras malsonantes sin mayor sentido.
—Vamos, vamos —dijo un cuarto participante—. No nos acaloremos, no hablemos tan fuerte.
—Eso es —dijo McLendon—. No hace ninguna falta hablar más. Yo ya he dicho lo que tenía que decir. ¿Quién está conmigo?
Cargó el peso del corpachón sobre los talones, mirando a todos con aire desafiante.
El barbero sujetó la cara del viajante con la navaja en alto.
—Primero hay que averiguar la verdad del caso. A Will Mayes lo conozco bien. Él no ha sido. Vayan a buscar al sheriff, hagamos las cosas como hay que hacerlas.
McLendon le lanzó en el acto una mirada furibunda. El barbero no se acoquinó. Parecían dos hombres de distintas razas. El resto de los barberos había dejado de atender a sus clientes, recostados en los sillones.
—¿Tú vas a decirme a la cara —dijo McLendon— que le tomas la palabra a un negro antes que a una blanca? Tú eres un asqueroso enamorado de los negros, te lo digo yo.
El tercero en tomar la palabra se puso en pie y sujetó a McLendon por el brazo. También él estuvo en el ejército.
—Vamos, vamos. A ver si se aclara todo esto de una vez. ¿Alguien sabe realmente qué es lo que ha ocurrido?
—¿Aclararlo? ¡Al infierno! —McLendon se soltó dando una sacudida con el brazo—. Los que estén conmigo que me sigan. Los que no… —miró desafiante en derredor, pasándose la manga por la cara.
Tres se pusieron en pie. El viajante, en su sillón, se incorporó.
—Venga —dijo, y dio un tirón de la tela que le colgaba del cuello—. Quíteme este trapo. Yo estoy con él. No vivo aquí, pero por Dios les aseguro que si nuestras madres y nuestras esposas y nuestras hermanas… —se pasó la tela por la cara y la tiró al suelo. McLendon seguía plantado en medio. Maldijo a los demás. Otro se puso en pie y dio un paso hacia él. Los demás permanecieron sentados con evidente incomodidad, sin mirarse unos a los otros, hasta que uno por uno se fueron levantando y se le sumaron.
El barbero recogió la tela del suelo. La dobló con esmero.
—Caballeros, no lo hagan. Will Mayes no ha sido. Lo sé con certeza.
—Vámonos —dijo McLendon. Se volvió. Del bolsillo de atrás asomaba la culata de una voluminosa pistola automática. Salieron. La puerta mosquitera se cerró resonante en el aire estancado del local.
El barbero limpió la navaja con cuidado, en un visto y no visto, y la guardó antes de ir a la trastienda y tomar su sombrero del colgador.
—Volveré en cuanto me sea posible —dijo a los demás barberos—. No puedo permitir… —y salió a la carrera. Los otros dos barberos lo siguieron hasta la puerta y la sujetaron antes de que batiese, asomándose a la calle a mirarle marchar. No se movía una brizna de aire, que dejaba un regusto metálico en la base de la lengua.
—¿Y qué podrá hacer? —dijo el primero.
—Dios, Dios, Dios —decía el otro para sus adentros.
—No me ponía yo en la piel de Will Mayes, ni en la de Hawk, estando McLendon como está.
—Dios, Dios, Dios —susurró el otro.
—¿Tú de veras crees que ha sido él? ¿Crees que se lo hizo él a la señorita? —dijo el primero.
II
Tendría treinta y ocho o treinta y nueve años. Vivía en una casita de madera con su madre, que estaba impedida, y con una tía flaca, cetrina, infatigable. Todas las mañanas, entre las diez y las once, salía al porche con una redecilla de tocador rematada con encajes, y se sentaba en el balancín a columpiarse hasta el mediodía. Después de comer se echaba una siesta hasta que refrescaba la tarde. Luego, con uno de los tres o cuatro vestidos nuevos, de tul, que compraba todos los veranos, iba al centro a pasar la tarde en las tiendas, con el resto de las señoras, que manoseaban los artículos a la venta y regateaban con un tono de voz frío, inmediato, sin la menor intención de comprar nada.
Era de familia acomodada no de las mejores de Jefferson, aunque sí suficientemente buena y todavía era tirando a esbelta, si bien dentro de lo corriente; tenía unos modales y una forma de vestir luminosos, pero un tanto deslucidos. Cuando era joven llamaba la atención su esbeltez, su cuerpo nervioso, y una especie de viveza endurecida que le permitió durante un tiempo cabalgar en la cresta de la ola de la vida social del pueblo, según ejemplificaba la fiesta del instituto y la vida social de la iglesia entre sus coetáneos, cuando eran aún tan niños que no tenían conciencia de clase.
Fue la última en darse cuenta de que estaba perdiendo terreno, de que aquellos entre los cuales brilló con luz propia y más llamativa que otras empezaban a disfrutar de los placeres del esnobismo, en el caso de los varones, y de las represalias en el caso de las hembras. Fue entonces cuando su rostro comenzó a perder esa luminosidad un tanto deslucida. Aún se presentaba con ella en las fiestas, en los pórticos en sombra, en los jardines bañados por la luz del verano, como si fuese una máscara o un estandarte, con el aturdimiento del enfurecido repudio de la verdad en su mirada. Una noche, en una fiesta, oyó conversar a un chico y dos chicas, compañeros de clase. Nunca volvió a aceptar una invitación.
Observó a las chicas con las que había crecido y las vio casarse y tener casa propia e hijos; ningún hombre la frecuentó mucho hasta que los hijos de las otras chicas llevaban años llamándole «tía», al tiempo que sus madres les contaban, con voz emocionada, qué popular había sido la tía Minnie cuando era joven. Entonces en el pueblo empezó a vérsela pasear en coche con el cajero del banco los domingos por la tarde. Era un viudo de unos cuarenta años, un hombre subido de color y más bien exagerado, siempre con un aroma de loción de barbería o de whiskey. Fue dueño del primer automóvil que hubo en el pueblo, un coche pequeño y rojo; Minnie fue la primera en tener sombrerito de automovilista, con velo, que se vio en el pueblo. Entonces la gente empezó a decir «Pobre Minnie». «Pero si ya tiene edad de cuidarse por sí misma», dijeron otros. Fue entonces cuando empezó a pedir a sus antiguas compañeras de clase que sus hijas la llamasen «prima» en vez de «tía».
Habían pasado ya doce años desde que la opinión pública la relegó a la condición de adúltera, y ocho desde que el cajero se marchó a un banco de Memphis, de donde volvía un solo día, por Navidad, que pasaba en la fiesta anual de los solteros, en un club de caza, a la orilla del río. Resguardados tras los visillos, los vecinos veían pasar a los invitados de la fiesta, y durante las visitas que se hacían unos a otros en el día de Navidad le hablaban a ella de él, le contaban la buena planta que tenía, le decían que, por lo visto, había prosperado mucho en la ciudad, y con ojos encendidos, en secreto, contemplaban su rostro luminoso y deslucido. A esas horas por lo común ya le olía a whiskey el aliento. Se lo suministraba un joven, un empleado del tenderete de los refrescos: «Pues claro que lo compro para la viejilla. También tiene su derecho a divertirse un rato, digo yo».
Su madre ya no salía de su habitación; la tía demacrada era la que se ocupaba de la casa. En ese decorado, los vestidos llamativos de Minnie, y sus días desocupados, vacíos, tenían la calidad de una irrealidad enfurecida. Salía por las noches ya sólo con mujeres, con vecinas, para ir al cine. Todas las tardes se ponía uno de sus vestidos nuevos e iba sola al centro, en donde sus jóvenes «primas» ya paseaban cuando se ponía el sol, con las cabezas delicadas, sedosas, los brazos delgados, torpes, las caderas marcadas, cohibidas, cogidas del brazo unas con otras, o chillando y riendo por lo bajo con los chicos, de dos en dos, en el tenderete de los refrescos, cuando ella pasaba de largo y recorría los apretados escaparates de las tiendas, las puertas en las que los hombres sentados a tomar el fresco ya nunca seguían sus pasos con la mirada.
III
El barbero recorrió veloz la calle en la que las farolas aisladas, envueltas por los insectos enjambrados, despedían un fulgor rígido, violento, suspendido en el aire inerte. Había acabado el día envuelto en una capa de polvo; sobre la plaza a oscuras, ceñido por un velo de polvo exhausto, el cielo estaba claro como el interior de una campana de latón. Por el este llegaba el rumor de la luna creciente.
Cuando los alcanzó, McLendon y otros tres se introducían en un coche aparcado en un callejón. McLendon alargó el cuello y sacó la cabezota por la ventanilla.
—Vaya, ha cambiado de opinión, ¿eh? —le dijo—. Pues me alegro, maldita sea. Le juro por Dios que si mañana se llega a saber en el pueblo lo que dijo hace un rato…
—Vamos, vamos —dijo el otro ex militar—. Hawkshaw es buena gente. Venga, Hawk: sube.
—Will Mayes no ha sido, caballeros —dijo el barbero—. Y lo digo aun en caso de que alguien haya hecho lo que se cuenta. Todos ustedes saben tan bien como yo que no hay un solo pueblo donde tengan negros mejores que los nuestros. Y también saben que hay señoras a las que les da por pensar en lo que hacen los hombres, por más que no haya razón ninguna, y la señorita Minnie, de todos modos…
—Claro, claro —dijo el militar—. Sólo queremos charlar con él un rato, eso es todo.
—¿Hablar? ¡Al infierno! —dijo Butch—. Cuando acabemos con la…
—¡Cállate de una vez, por lo que más quieras! —dijo el militar—. ¿O es que quieres que todo el pueblo…?
—¡Díselo, qué cuerno! —dijo McLendon—. Diles a todos que como permitan que una mujer blanca…
—Vámonos ya. Ahí está el otro coche.
El segundo coche frenó con un chirrido y levantó una polvareda en la entrada del callejón. McLendon arrancó el suyo y tomó la delantera. Se posó el polvo como la bruma en las calles. En las farolas se formaba un nimbo como si estuviesen sumergidas. Salieron del pueblo.
El camino, con roderas profundas, doblaba a cada trecho en ángulo recto. También flotaba el polvo sobre el camino, suspendido sobre la tierra. La masa oscura de la fábrica de hielo, en la que el negro Mayes trabajaba de vigilante nocturno, se recortaba en el cielo.
—Mejor será parar aquí, ¿no? —dijo el militar. McLendon no contestó. Aceleró el coche y frenó con brusquedad. Los faros se proyectaban en la pared lisa.
—A ver, caballeros —dijo el barbero—. Si está aquí, ¿no es prueba de que no fue él? ¿No les parece? De haber sido él, habría huido. ¿No se dan cuenta de eso? —llegó el segundo coche y se detuvo. McLendon bajó. Butch lo siguió de un brinco—. A ver, caballeros…
—¡Apaga las luces! —dijo McLendon. Se abatió en derredor la callada negrura de la noche. No se oía nada más que el ansia con que respiraban en la polvareda reseca, en la que llevaban dos meses viviendo; luego, los pasos cada vez más lejanos de McLendon y de Butch al caminar sobre la grava. Al cabo, la voz de McLendon.
—¡Will! ¡Will!
Por el este, y muy baja, se extendía la pálida hemorragia de la luna. Se henchía sobre las lomas y tintaba de plata el aire, el polvo, de modo que pareció que respirasen, que viviesen en un cuenco de plomo fundido. No se oía el canto de una sola ave nocturna, ni el susurro de un insecto; no se oía nada más que sus respiraciones, y el inapreciable chasquido del metal que se contraía en los coches. Cuando se rozaban uno con otro parecía que sudaran en seco, ya que no se apreciaba ni rastro de humedad.
—¡Dios! —dijo uno—. Vámonos de aquí.
Pero no se movió nadie hasta que comenzaron a apreciar ruidos difusos en la negrura, allá delante. Salieron entonces de los coches y aguardaron en tensión, en la callada oscuridad. Otro ruido: un resoplido, una súbita expulsión de aire, una maldición de McLendon en voz baja. Aguantaron unos instantes antes de echar a correr. Corrieron en tropel, trastabillando, como si huyesen de algo impreciso.
—Mátalo, mata de una vez a ese hijo de mala negra —susurró una voz. McLendon les salió al paso.
—Aquí no —dijo—. Metedlo en el coche.
—¡Mátalo, mata a ese hijo de mala negra! —susurró la misma voz. Llevaron al negro a rastras hasta el coche. El barbero se había quedado allí esperando. Había roto a sudar y notó que iba a tener una arcada.
—¿Qué lo que pasa, señore? —dijo el negro—. Yo noecho ná. Por Dios se lo juro, señor John.
Alguien sacó unas esposas. Se ajetrearon en torno al negro como si fuera un poste, callados, concentrados, entrometiéndose unos en lo que hacían los otros. El negro se prestó a que lo esposaran, mirando sin cesar, rápido, de un rostro en penumbra al siguiente rostro en penumbra.
—¿Quién hay, señore? —dijo a la vez que se interesaba por verles la cara, hasta que uno por uno percibieron su aliento y notaron su olor a sudor. Dijo un nombre, acaso dos—. ¿Qué dicen usté quecho yo, señor John?
McLendon abrió de un tirón la portezuela.
—¡Adentro! —gritó.
El negro no se movió.
—¿Y qué van hacé conmigo, señor John? Yo noecho ná. Señore blanco, mi capitane, yo noecho ná. Por Dios lo juro —llamó a otro por su nombre.
—¡Adentro! —dijo McLendon. Golpeó al negro. Los otros respiraron con entrecortados siseos y lo golpearon, dándole mamporros al azar, y él se revolvió y los maldijo, y blandió las manos esposadas ante las caras de todos ellos, y al barbero lo alcanzó en la boca, y el barbero también le soltó un golpe—. Metedlo aquí —dijo McLendon. Lo empujaron. Él dejó de debatirse y se introdujo por donde le decían y se sentó sin moverse a la vez que los demás ocupaban sus sitios. Se sentó entre el barbero y el soldado, contrayendo las extremidades de manera que no los rozara siquiera, pasando velozmente los ojos de un rostro al otro. Butch se había encaramado al estribo. El coche siguió la marcha. El barbero se llevó un pañuelo a la boca.
—¿Qué pasa, Hawk? —dijo el soldado.
—Nada —respondió el barbero. Habían vuelto a la carretera y se habían alejado del pueblo. El segundo de los coches se quedó atrás, perdido entre la polvareda que se levantaba a su paso. Siguieron adelante, cada vez a mayor velocidad; la última franja de las casas quedó atrás.
—¡Maldita sea, cómo apesta el cabrón! —dijo el soldado.
—Eso lo arreglamos rápido —dijo el viajante que iba al lado de McLendon. Sujeto al estribo, Butch maldijo el aire caliente que lo envolvía. El barbero se inclinó de repente a tocar al brazo de McLendon.
—Déjame salir, John —dijo.
—Pues más te vale bajar de un salto, enamoradito de los negros —dijo McLendon sin volver la cabeza. Conducía deprisa, con agilidad. Tras ellos, los faros sin fuente del otro coche resplandecían en la polvareda. Al cabo, McLendon enfiló por un camino más estrecho. Tenía sendas roderas que indicaban la falta de uso. Conducía hasta una fábrica de ladrillos abandonada, una serie de montículos rojizos y hornos sin fondo, asfixiados por las malas hierbas y las zarzas. Alguna vez se utilizó para pastos, hasta que un día el dueño echó en falta a una de sus mulas. Aunque sondeó cautelosamente en los depósitos con una vara bien larga, ni siquiera llegó a rozar el fondo de ninguno.
—John… —dijo el barbero.
—Pues salta en marcha —dijo McLendon, con el coche a toda velocidad por las roderas del camino. Al lado del barbero, el negro tomó la palabra:
—Señor Henry…
El barbero se incorporó. El estrecho túnel que formaba la carretera siguió pasando veloz ante sus ojos. El movimiento del coche era como el de un escape de horno recién apagado: más frío tal vez, pero completamente plano. El coche iba dando botes de una rodera a la otra.
—Señor Henry —dijo el negro.
El barbero comenzó a dar furiosos tirones de la manilla de la puerta.
—¡Cuidado, ahí! —dijo el soldado, pero el barbero ya había abierto la puerta de una patada y se había colgado del marco, apoyado en el estribo. El soldado se estiró por encima del negro y lo sujetó, pero él ya había saltado. El coche siguió su camino sin aminorar la velocidad.
El ímpetu lo lanzó volando por encima de los hierbajos cubiertos de polvo, derecho a la cuneta. Se levantó el polvo a su alrededor, y en un perverso crujido apenas perceptible, un crujido de brotes sin savia, quedó tendido, medio asfixiado, a punto de vomitar, hasta que pasó de largo el segundo de los coches. Entonces se puso en pie y echó a caminar cojeando hasta alcanzar el asfalto y allí doblar camino del pueblo, sacudiéndose la ropa con ambas manos. La luna había subido algo más en el cielo, y con la altura alcanzada ya no la enturbiaba el polvo, y al cabo de un rato empezó a ver las luces del pueblo bajo el polvo seco. Siguió adelante cojeando. Oyó entonces el ruido de unos coches, y el resplandor de los faros se hizo más patente en medio de la polvareda, a su espalda, y abandonó entonces la carretera asfaltada y se agazapó de nuevo entre los matojos de la cuneta hasta que pasaron. El coche de McLendon era el que circulaba en segundo lugar. Eran cuatro los que viajaban en el coche, pero Butch ya no iba en el estribo.
Siguieron su camino, se los tragó la polvareda; el resplandor de los faros y el ruido del motor desaparecieron a lo lejos. El polvo que dejaron al pasar quedó en suspenso un rato, pero pronto lo absorbió de nuevo la eterna polvareda. El barbero volvió al asfalto y siguió cojeando hacia el pueblo.
IV
Al vestirse para la cena de aquel sábado, ya al anochecer, hasta sus propias carnes le parecieron febriles. Le temblaban las manos entre ojales y botones, y en sus ojos asomaba una luz como la de la fiebre, y tenía el cabello rizado, terso, seco, crujiente bajo el cepillo. Cuando aún se estaba vistiendo, sus amigas acudieron a visitarla y se sentaron a esperar mientras se ponía la ropa interior más liviana y las medias más finas y un nuevo vestido de gasa.
—¿Te sientes con ánimos de salir? —le dijeron con ojos también luminosos, con un oscuro brillo en la mirada—. Cuando hayas tenido tiempo de recuperarte de la impresión, tienes que contarnos despacio qué fue lo que ocurrió. Qué hizo, qué dijo. Queremos que nos lo cuentes todo con pelos y señales.
En la oscuridad que adensaba el follaje, mientras caminaban hacia la plaza, comenzó ella a respirar hondo, algo así como un nadador que se preparara para sumergirse, hasta que dejó de temblar, las cuatro caminando despacio debido al terrible calor de la noche y a la solicitud que ella les inspiraba. Pero a medida que se acercaban a la plaza comenzó a temblar de nuevo, a la par que caminaba con la cabeza muy erguida, las manos apretadas y los brazos pegados a los costados, murmurando las voces de las demás, también con una cualidad febril y centelleando en las miradas.
Entraron en la plaza, ella en el centro del grupo, frágil con el vestido recién estrenado. El temblor fue a más. Fue caminando más despacio, cada vez más despacio, como comen helado los niños, la cabeza bien alta y los ojos brillantes en el deslucido estandarte de su rostro, pasando por delante del hotel y de los viajantes de comercio, que se habían quitado la chaqueta y dejaban pasar el tiempo sentados en sillas, en la acera, atentos a su paso:
—Es ésa, ¿la ves? La de rosa, la que va en el medio.
—¿Es ella? ¿Y qué han hecho con el negro ese? ¿Lo han…?
—Claro, claro. Ya lo han apañao.
—Apañao, claro.
—Seguro. Se ha ido a dar un viajecito.
Y luego igual al pasar por el colmado, donde hasta los jóvenes que haraganeaban perdiendo el tiempo a la entrada se llevaron la mano al ala del sombrero y siguieron con los ojos el contoneo de sus caderas y el meneo de sus piernas al pasar.
Ellas siguieron su camino, por delante de los sombreros con que las saludaron los caballeros, por delante de las voces de súbito acalladas, deferentes, protectoras.
—¿Lo veis? —decían las amigas. Hablaban con voces que sonaban como largos suspiros de júbilo, susurrantes—. No hay un solo negro en toda la plaza. Ni uno.
Llegaron al cine. Era como un país de cuento de hadas, con el vestíbulo iluminado, con las litografías coloreadas, réplicas de la vida atrapada en todas sus terribles y hermosas mutaciones. Empezaron a cosquillearle los labios. A oscuras, cuando empezase la película, estaría bien del todo; podría entonces contener las carcajadas para no desperdiciarlas tan deprisa, tan pronto. Por eso apretó el paso ante las caras que se volvían a mirarla, ante los murmullos con dejes de asombro, y ocuparon sus sitios de costumbre, desde los cuales podía ella ver el pasillo sobre el resplandor plateado, así como veía a los jóvenes y a las chicas al entrar de dos en dos, recortados sobre el fondo luminoso.
Se extinguieron poco a poco las luces de la sala; la pantalla despedía su brillo plateado, y en nada comenzó a desplegarse la vida, Hermosa y apasionada y triste, mientras seguían entrando los jóvenes y las chicas, perfumadas y sibilantes en la penumbra de la sala, emparejados y de espaldas, delicados y esbeltos, los cuerpos vivaces y veloces y torpes, de una divina juventud, mientras más allá se iba acumulando inevitable el sueño argentino en la pantalla. Comenzó a reírse ella de pronto. Al intentar reprimir la risa hizo más ruido que nunca; se volvieron las cabezas de muchos a mirarla. Sin dejar de reírse, las amigas se pusieron en pie y la acompañaron a la salida, y ella se quedó en la acera, riéndose con una nota alta, sostenida, hasta que por fin llegó el taxi y las demás la ayudaron a entrar.
Le quitaron el vestido rosa, de gasa, y la inapreciable ropa interior y las medias finas y la acostaron y picaron hielo recién traído de la fábrica para ponérselo en las sienes y mandaron llamar al médico. No fue fácil dar con él, de modo que la atendieron con exclamaciones apenas acalladas, renovando el hielo y abanicándola. Mientras el hielo estaba aún reciente y bien frío, dejó de reírse y permaneció callada un rato, tendida, tranquila, gimiendo sólo un poco. Pero pronto la risa se hinchó de nuevo en ella y se puso a dar alaridos.
—¡Chissst! ¡Chisst! —le decían a la vez que renovaban la bolsa de hielo que le aplicaban en las sienes, alisándole el cabello, buscándole las canas incipientes—. ¡Pobrecita! —y luego se decían unas a las otras—: ¿Tú de veras crees que algo sucedió, de veras? —con los ojos oscuros, encendidos, secretos, apasionados—. ¡Chisst! ¡Pobrecita! ¡Pobre Minnie!
V
Era medianoche cuando McLendon llegó en el coche a su casa recién estrenada. Estaba tan limpia y tan arregladita como una jaula para pájaros, y era casi igual de pequeña, pintada de verde y blanco. Cerró el coche y subió las escaleras del porche y entró. Su esposa se levantó del sillón, junto a la lámpara de lectura. McLendon se detuvo y se quedó mirándola hasta que ella bajó los ojos.
—Mira ese reloj —le dijo, y alzó el brazo para señalarlo. Ella se quedó delante de él, cabizbaja, con una revista en las manos. Estaba pálida, tensa, con aire de cansancio—. ¿Cuántas veces te he dicho que no te quedes así esperándome a ver cuándo llego?
—John… —dijo ella. Dejó la revista en una mesa. Plantado sobre los talones, él la miró con ojos acalorados, con la cara sudorosa.
—¿Cuántas veces te lo tengo que decir? —se dirigió hacia ella. Ella alzó los ojos. Él la sujetó por el hombro. Ella permaneció en actitud pasiva, mirándolo.
—No, John. Por favor. Es que no podía dormir. El calor, o lo que fuese. Por favor, John. Me estás haciendo daño.
—¿Cuántas veces te lo tengo que decir, eh? —la soltó, y a medias le dio una bofetada, a medias la empujó hacia el sillón, donde quedó ella sentada, viéndole salir de la sala.
Atravesó la casa a la vez que se quitaba de cualquier manera la camisa, y a oscuras, en el porche de atrás, se frotó la cabeza y los hombros con la camisa antes de tirarla a un rincón. Se quitó la pistola del cinto y la dejó en la mesilla de noche, sentándose en la cama a quitarse los zapatos y levantándose para quitarse los pantalones. Estaba sudando de nuevo, y se agachó en busca, enfurecido, de la camisa. Por fin la encontró y volvió a secarse el cuerpo, y con el cuerpo apretado contra la polvorienta mosquitera se quedó jadeando. No se oía un solo movimiento, nada, ni siquiera un insecto. A oscuras, el mundo parecía yacer abatido bajo la luna fría y las estrellas sin párpados.
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