William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Parada en Tercia (1936)
(“Riposte in Tertio”)
Originalmente publicado, como “The Unvanquished”, en The Saturday Evening Post,
vol. 209, no. 20 (14 de noviembre de 1936);
The Unvanquished
(Nueva York: Random House, 1938, 293 págs.);
Uncollected Stories (versión publicado en la revista)
(Nueva York: Random House, 1979, 716 págs.)


I

      Cuando Ab Snopes salió para Memphis con las nueve mulas, Ringo, Joby y yo trabajamos en un corral nuevo. Luego, Ringo se marchó montado en su mula y sólo nos quedamos Joby y yo. Una vez bajó yaya y miró el nuevo tramo de estacas; el corral sería entonces dos acres más ancho. Aquél era el segundo día después de la marcha de Ringo. Por la noche, mientras yaya y yo estábamos sentados ante el fuego, regresó Ab Snopes. Dijo que sólo había conseguido cuatrocientos cincuenta dólares por las nueve mulas. Es decir, sacó el dinero del bolsillo y se lo dio a yaya, que lo contó y dijo:
       —Esto son sólo cincuenta dólares por cabeza.
       —Exactamente —dijo Ab—. Si usted puede hacerlo mejor, en su mano está llevar usted misma la próxima recua. Yo ya he reconocido que ni siquiera puedo competir con usted cuando se trata de conseguir mulas; quizá tampoco pueda competir con usted a la hora de venderlas.
       Siempre masticaba algo —tabaco cuando lo conseguía, corteza de sauce cuando no lo tenía—, jamás llevaba cuello y nadie afirmó nunca que alguna vez le hubieran visto con uniforme, aunque cuando padre estaba fuera, en algunas ocasiones solía hablar mucho sobre los días en que estaba en el escuadrón de padre y sobre lo que él y padre solían hacer. Pero, cuando una vez pregunté a padre acerca de ello, me contestó, «¿Quién? ¿Ab Snopes?» y se echó a reír. Pero fue padre quien en cierto modo indicó a Ab que cuidase de yaya mientras él se hallaba fuera; sólo que a mí y a Ringo también nos dijo que tuviéramos cuidado con Ab, que Ab era bueno a su modo, pero que era como un mulo: mientras se le pudieran seguir las huellas, mejor sería vigilarle. Pero Ab y yaya se las arreglaron muy bien, aunque siempre que Ab llevaba una recua de mulas a Memphis y volvía con el dinero solía ocurrir lo mismo:
       —Si, señora —dijo Ab—. Es fácil hablar de ello sin moverse de aquí ni correr riesgos. Pero soy yo quien tiene que pasar a escondidas a esas malditas bestias a lo largo de más de cien millas hasta Memphis, mientras Forrest y Smith combaten a ambos lados de mi camino, y yo sin saber nunca cuándo voy a tropezarme con una patrulla confederada o yanqui que me confisque hasta la última mula junto con los condenados ronzales. Y luego tengo que meterlas dentro del mismísimo meollo del Ejército yanqui en Memphis y tratar de vendérselas a un oficial de aprovisionamiento que, en cualquier momento, es capaz de reconocerlas como las mismas mulas que me compró no hace ni dos semanas. Si. Es muy fácil hablar para los que se quedan ahí sentados, haciéndose ricos y sin correr riesgos.
       —Supongo que se figura que traerlas aquí para que usted las venda, no entraña ningún riesgo —dijo yaya.
       —El riesgo de quedarse sin papeles con membrete impreso —dijo Ab—. Si no está satisfecha con sacar solamente quinientos o seiscientos dólares cada vez, ¿por qué no requisa más mulas a un tiempo? ¿Por qué no redacta una carta para que el general Smith le entregue a usted su tren de economato, con cuatro vagones cargados de zapatos nuevos? O. mejor aún, entérese del día en que llega el oficial pagador y llévese a rastras todo el vagón de la paga: entonces, ni siquiera tendríamos que molestarnos en encontrar comprador.
       El dinero estaba en billetes nuevos. Yaya los dobló con cuidado y los metió en la lata, pero no se la guardó inmediatamente en el vestido (mientras Ab andaba por allí, nunca volvía a esconderla en la tabla suelta de debajo de su cama). Se quedó ahí sentada, mirando el fuego, con la lata en las manos y el cordel que la sostenía colgándole alrededor del cuello. Ya no parecía flaca ni vieja. Y tampoco enferma. Simplemente tenía el aspecto de quien ha dejado de dormir por las noches.
       —Tenemos más mulas —dijo ella—, si es que quiere venderlas. Hay más de cien que se niega…
       —Tengo derecho a negarme —dijo Ab; entonces empezó a chillar—. ¡Si, señor! Creo que no tengo mucho juicio, de lo contrario no estaría haciendo nada de esto. Pero tengo el suficiente como para no llevarle las mulas a un oficial yanqui y decirle que las cicatrices que tienen en la grupa, donde usted y ese condenado negro borraron a fuego la marca US., son huellas de mataduras. ¡Por Dios Santo que yo…!
       —Ya está bien —dijo yaya—. ¿Ha comido algo?
       —Yo… —dijo Ab. Entonces dejó de chillar. Volvió a mascar y añadió—: Sí, señora. He comido.
       —Entonces, será mejor que se vaya a casa y descanse un poco —dijo yaya—. Hay un nuevo regimiento de refresco en Mottstown. Ringo bajó a verlo hace dos días. Así que pronto necesitaremos el corral nuevo.
       Ab dejó de mascar, y dijo:
       —¿Ah, si? Probablemente vengan de Memphis. Quizá sean los mismos que se han quedado con las nueve mulas que acabamos de vender.
       Yaya le miró, y dijo:
       —De manera que entonces, las ha vendido hace más de tres días.
       Ab empezó a decir algo, pero yaya no le dio tiempo, añadiendo:
       —Váyase a casa a descansar. Ringo estará de vuelta mañana, probablemente, y entonces tendrá usted ocasión de enterarse de si son las mismas mulas. Quizá también yo tenga la oportunidad de averiguar lo que dicen que le pagaron por ellas.
       Ab se paró en la puerta, miró a yaya y dijo:
       —Es usted lista. Si, señora. Tiene usted todos mis respetos. Ni el propio John Sartoris tiene nada que enseñarle. Va día y noche armando alboroto por todo el país con un centenar de hombres armados, y todo lo que puede darles para montar son unos escuálidos jamelgos. Y usted se queda ahí sentada en esta cabaña, sin otra cosa que un manojo de condenados papeles con membrete impreso, y tiene que construir un corral más grande para guardar los animales que aún no puede poner a la venta. ¿Cuántas cabezas de mula les ha revendido a los yanquis?
       —Ciento cinco —contestó yaya.
       —Ciento cinco —repitió Ab—. ¿Por cuánto dinero contante y sonante, en números redondos?
       Pero no esperó a que ella respondiera; se lo dijo él mismo.
       —Por seis mil setecientos veintidós dólares con sesenta y cinco centavos, quitando el dólar con treinta y cinco centavos que me gasté en whisky aquella vez que la serpiente mordió a una de las mulas.
       Sus palabras sonaban tan sólidas y firmes como grandes ruedas de roble circulando por arena mojada.
       —Empezó usted hace un año, con dos. Tiene cuarenta y pico en el corral, y el doble de ese número entregadas contra recibo. Y calculo que ha revendido unas cincuenta más a los yanquis ciento cinco veces, por una suma total de seis mil setecientos veintidós dólares con sesenta y cinco centavos, y tengo entendido que dentro de un día o dos pretende usted volver a requisar unas cuantas más.
       Me miró y añadió:
       —Muchacho, cuando crezcas y te pongas a hacer algo por tu cuenta, no malgastes el tiempo aprendiendo a ser abogado ni nada parecido. Ahorra dinero y compra un manojo de papeles con membrete impreso —no creo que importe mucho lo que digan— y luego se los das a tu abuela pidiéndole únicamente que te confié el trabajo de contar el dinero cuando vaya viniendo.
       Volvió a mirar a yaya.
       —Cuando se marchó, el coronel Sartoris me dijo que la protegiera de ellos y del general Grant. Lo que me pregunto es si no sería mejor decirle a Abe Lincoln que protegiera al general Grant de miss Rosa Millard. Les deseo buenas noches a todos y cada uno.
       Salió. Yaya miró al fuego, con la lata en la mano. Pero no contenía seis mil dólares. No había mil dólares en ella. Ab Snopes lo sabía, sólo que yo no me figuraba que le fuera posible creérselo. Luego se levantó; me miró, callada. No parecía enferma; no era eso.
       —Creo que es hora de irse a la cama —dijo.
       Se fue al otro lado de la colcha, que volvió a su posición hasta quedar colgando derecha del montante, y oí la tabla suelta cuando escondió la lata bajo el piso, y luego el ruido que hizo cuando se agarró a los pies de la cama para arrodillarse. Tenía que hacer otro ruido al levantarse, pero cuando sonó, yo ya me había desnudado y metido en el jergón. Las sábanas estaban frías pero, al sonar el ruido, ya había estado en ellas el rato suficiente como para que empezaran a entibiarse.
       Al día siguiente vino Snopes y nos ayudó a Joby y a mí en el corral nuevo, de manera que lo terminamos a primeras horas de la tarde y luego me volví a la cabaña. Casi había llegado cuando vi a Ringo montado en la mula, cruzando el portón. Yaya también le había visto, porque cuando aparté la colcha estaba de rodillas en el rincón, sacando el visillo de la ventana de debajo de la tabla suelta del piso. Mientras desenrollaba el visillo encima de la cama, oímos a Ringo apearse de la mula y soltarle gritos mientras la ataba al tendedero de Louvinia.
       Entonces, yaya se puso en pie y miró la colcha hasta que Ringo la retiró a un lado y entró. Y luego parecieron dos personas jugando a las adivinanzas en clave.
       —Número… de Infantería de Illinois —dijo Ringo. Se acercó al mapa de encima de la cama, y añadió—: Coronel G. W. Newberry. Salió de Memphis hace ocho días.
       Yaya le observó mientras él se acercaba a la cama, y le preguntó:
       —¿Cuántas hay?
       —Diecinueve cabezas —contestó Ringo—. Cuatro con; quince sin.
       Yaya continuó observándole; no tuvo que formular para nada la siguiente pregunta.
       —Doce —dijo Ringo—. De aquella recua de Oxford. Yaya miró el mapa; ambos lo miraban.
       —El veintidós de julio —dijo yaya.
       —Si, señora —dijo Ringo.
       Yaya se sentó en el tronco aserrado, delante del mapa. Era el único visillo que Louvinia tenía; lo había dibujado Ringo (padre tenía razón: era más listo que yo; incluso había aprendido a dibujar, él, que incluso se negó a tratar de aprender a escribir su nombre cuando Loosh me estaba enseñando a mi; había aprendido a dibujar inmediatamente, con sólo coger la pluma, él, que no tenía inclinación para ello y que jamás negó que no la tuviera, pero aprendió a dibujar simplemente porque alguien tenía que hacerlo) junto con yaya, que le indicó dónde trazar las ciudades. Pero fue yaya quien escribió la leyenda, con su pulcra caligrafía de araña, como la que empleaba en el libro de cocina, escribiendo en el mapa junto a cada ciudad: coronel o comandante o capitán Fulano de Tal, Tal o Cual regimiento o escuadrón. Y, a continuación, más abajo, 12, o 9 o 21 mulas. Y, alrededor de cuatro ciudades, leyendas y lo demás, con purpúreo jugo de moras en vez de tinta, un círculo con una flecha y, en grandes letras claras. Completa.
       Estudiaron el mapa; la cabeza de yaya se veía blanca e inmóvil por donde caía la luz que entraba por la ventana, y Ringo estaba inclinado por encima de ella. Había crecido durante el verano; ya era más alto que yo, quizá debido al ejercicio de cabalgar por la región pendiente de nuevos regimientos con mulas, y había llegado a tratarme igual que yaya: como si tuviera la misma edad de ella en vez de la mía.
       —Ya vendimos esas doce en julio —dijo yaya—. Con eso sólo nos quedan siete. Y dices que hay cuatro marcadas.
       —Eso fue en julio pasado —dijo Ringo—. Ahora estamos en octubre. Ya se han olvidado. Además, mire aquí —puso el dedo en el mapa—. Requisamos esas doce en Madison, el doce de abril, las condujimos a Memphis y las vendimos, y recuperamos las catorce y tres más aparte, aquí, en Caledonia, el tres de mayo.
       —Pero eso estaba a cuatro condados de distancia —dijo yaya—. Oxford y Mottstown sólo están a pocas millas.
       —¡Bah! —exclamó Ringo—. Esa gente está demasiado ocupada en mantenernos sometidos para que puedan reconocer a diez o doce bestias insignificantes. Además, si las reconocen en Memphis, es problema de Ab Snopes, no nuestro.
       —Mister Snopes —dijo yaya.
       —Muy bien —dijo Ringo. Miró el mapa—. Diecinueve cabezas, y ni a dos jornadas de distancia. Sólo cuarenta y ocho horas y las metemos en el corral.
       Yaya miró el mapa.
       —Creo que no deberíamos arriesgarnos —dijo—. Hasta ahora hemos tenido éxito. Demasiado éxito, quizá.
       —Diecinueve cabezas —dijo Ringo—. Cuatro para guardar y quince para revendérselas a ellos. Eso haría exactamente doscientas cuarenta y ocho cabezas de mulas confederadas que hemos recuperado y sobre las que hemos sacado intereses, aparte del dinero.
       —No sé qué hacer —dijo yaya—. Quiero pensarlo.
       —Muy bien —dijo Ringo.
       Yaya siguió sentada ante el mapa, sin moverse. Ringo no parecía tolerante, pero tampoco impaciente; simplemente se quedó en pie, delgado y más alto que yo, contra la luz de la ventana, rascándose. Luego empezó a hurgarse los dientes con la uña del dedo meñique de la mano derecha; se miró la uña y escupió algo, y luego dijo:
       —Ya deben haber pasado cinco minutos.
       Volvió un poco la cabeza hacia mí, sin moverse, y añadió:
       —Trae la pluma y la tinta.
       Guardaban el papel debajo de la misma tabla del piso, junto con el mapa y la lata. No sé cómo ni dónde lo consiguió Ringo. Sólo que volvió una noche con unas cien hojas selladas con el membrete oficial:
      
EJERCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS. DISTRITO DE TENNESSEE. También consiguió la pluma y la tinta al mismo tiempo; me la cogió, y ahora era Ringo quien estaba sentado en el tronco aserrado y yaya quien se inclinaba por encima de él. Yaya todavía conservaba la primera carta —el oficio que el coronel Dick nos había dado el año anterior en Alabama—, también la guardaba en la lata y Ringo había aprendido a copiarla de tal modo que ni el propio coronel Dick podría haber notado la diferencia. Lo único que tenían que hacer era añadir el regimiento adecuado y cualquier número de mulas que Ringo hubiera examinado y aprobado, y la firma con el nombre del general correspondiente. Al principio, Ringo siempre quería firmar con el nombre de Grant, y cuando yaya dijo que aquello ya no surtiría efecto, con el de Lincoln. Por último, yaya descubrió que Ringo se negaba a que los yanquis pensaran que la familia de padre tuviera tratos con alguien inferior al general en jefe. Pero al fin comprendió él que yaya tenía razón, que debían tener cuidado con el nombre del general que ponían en la carta, así como con las mulas que requisaban. Ahora usaban el del general Smith; él y Forrest combatían diariamente a lo largo del camino de Memphis, y Ringo siempre sabía maniobrar entre ellos.
       Escribió la fecha y la ciudad, el cuartel general, el nombre del coronel Newberry y la primera línea. Luego se detuvo; no alzó la pluma.
       —¿Qué nombre quiere esta vez? —preguntó.
       —Me preocupa esto —dijo yaya—. No deberíamos arriesgarnos.
       —La última vez estábamos en la «F» —dijo Ringo—. Ahora toca la «H». Piense en un nombre con «H».
       —Señora Mary Harris —dijo yaya.
       —Ya hemos empleado Mary —dijo Ringo—. ¿Qué le parece Prunella Harris?
       —Esta vez estoy preocupada —dijo yaya.
       —Señora Prunella Harris —dijo Ringo, mientras escribía—. Pero también hemos agotado la «P». Ahora me acuerdo. Creo que nos hemos quedado sin letras, tal vez podamos empezar con números. Entonces tendríamos novecientos noventa y nueve antes de empezar a preocuparnos.
       Terminó el oficio y lo firmó: «General Smith»; salvo por el número de mulas, parecía exactamente como si el hombre que firmó el que nos dio el coronel Dick se llamase general Smith. Luego yaya se volvió y me miró.
       —Dile a mister Snopes que esté preparado al amanecer —dijo.
       Subimos al carro, con Ab Snopes y sus dos hombres siguiéndonos en dos mulas. Sólo fuimos lo bastante de prisa como para llegar al campamento a la hora de la cena, porque yaya y Ringo habían descubierto que era el mejor momento: todo el ganado estaba a mano, y los hombres solían estar demasiado hambrientos o soñolientos, o algo parecido, para pensar con rapidez, en caso de que les diera por pensar, y teníamos el tiempo justo de coger las mulas y de perdernos de vista antes de que se hiciera de noche. Entonces, si decidían perseguirnos, para cuando nos encontraran en la oscuridad no podrían capturar otra cosa que el carro, con yaya y yo dentro de él.
       Así lo hicimos; sólo que esta vez lo preparamos bien. Dejamos a Ab Snopes y sus hombres en el bosque, al otro lado del campamento, y yaya y Ringo y yo nos detuvimos delante de la tienda del coronel Newberry exactamente en el momento preciso, y yaya pasó ante el centinela y entró en la tienda, caminando derecha y flaca, con el chal por encima de los hombros, el sombrero de la señora Compson en la cabeza, la sombrilla en una mano y el oficio (el que habían hecho ella y Ringo) del general Smith en la otra, y Ringo y yo nos quedamos en el carro, mirando los fuegos en que se cocinaba por la arboleda, oliendo el café y la carne. Siempre era lo mismo. Yaya desaparecía dentro de la tienda, o de la casa, y entonces, al cabo de un minuto más o menos, alguien chillaba en el interior de la tienda o de la casa, y luego gritaba el centinela de la puerta y después un sargento, o, incluso, a veces, un oficial, que solía ser un teniente, entraba de prisa en la tienda o en la casa y entonces Ringo y yo oíamos maldecir a alguien, y al poco rato salían todos, yaya andando erguida y tiesa, sin parecer mucho más alta que primo Denny en Hawkhurst, y tres o cuatro oficiales detrás de ella, poniéndose cada vez más frenéticos. Después traían las mulas amarradas en reata, yaya y Ringo ya podían calcularlo al segundo: tendría que quedar justo la luz suficiente para saber que eran mulas, y yaya subía al carro mientras Ringo iba con las piernas colgando por la entrada trasera, sujetando el ramal de cabeza, y emprendíamos la marcha, sin prisa, para que cuando volviéramos al bosque donde aguardaban Ab Snopes y sus hombres no pudiera distinguirse que eran mulas. Entonces, Ringo montaba en la mula de cabeza y torcían por el bosque, mientras yaya y yo seguíamos hacia casa.
       Eso fue lo que hicimos esta vez; sólo que entonces pasó algo; ni siquiera podíamos ver nuestra propia pareja cuando oímos los cascos que venían al galope. Llegaban veloces y furiosos; yaya se incorporó de golpe, rápida y tiesa, sosteniendo la sombrilla de la señora Compson.
       —¡Ese condenado Ringo! —exclamó—. Esta vez he tenido mis dudas todo el tiempo.
       Luego nos rodearon, nos cayeron encima como las mismas sombras, rebosantes de caballos y de hombres frenéticos que gritaban:
       —¡Alto! ¡Alto! ¡Si tratan de escapar, disparad al par de mulas!
       Y yaya y yo sentados en el carro y hombres que empujaban a las mulas hacia atrás y los animales dando tirones y tropezando en sus propios arreos, mientras algunos bramaban:
       —¿Dónde están las mulas? ¡Las mulas han desaparecido!
       Y el oficial blasfemaba y aullaba:
       —¡Claro que han desaparecido!
       Maldecía a yaya y a la oscuridad y a los hombres y a las mulas. Entonces, alguien encendió una cerilla y vimos al oficial montado en el caballo, al lado del carro, mientras un soldado prendía una madera resinosa con otra.
       —¿Dónde están las mulas? —preguntó el oficial.
       —¿Qué mulas? —dijo yaya.
       —¡No me venga con mentiras! —aulló el oficial—. ¡Las mulas que acaba de sacar del campamento con ese oficio falsificado! ¡Esta vez la hemos cogido! ¡Sabíamos que volvería a aparecer! ¡Hace un mes que en todo el distrito se recibieron órdenes de alerta contra usted! Ese maldito Newberry tenía su copia en el bolsillo mientras usted hablaba con él —entonces maldijo al coronel Newberry—. ¡Tenían que dejarla libre a usted y hacerle un consejo de guerra a él! ¿Dónde están el chico negro y las mulas, señora Prunella Harris?
       —No sé de qué está usted hablando —dijo yaya—. No tengo mulas, salvo esta pareja que conduzco. Y me llamo Rosa Millard. Voy camino de casa, más allá de Jefferson.
       El oficial se echó a reír: se quedó montado en el caballo, riéndose.
       —De modo que ése es su nombre verdadero, ¿eh? Bien, bien, bien. Así que al fin ha empezado a decir la verdad. Venga, dígame dónde están esas mulas, y cuénteme dónde están escondidas las otras que nos ha robado.
       Entonces chilló Ringo. Él  y Ab Snopes y las mulas habían torcido por el bosque, a la derecha del camino, pero cuando chilló estaba al lado izquierdo.
       —¡Eh, los del camino! —gritó—. ¡Se ha escapado una! ¡Cortadle el paso en el camino!
       Y eso fue todo. El soldado soltó la astilla resinosa y el oficial dio la vuelta a su caballo, espoleándole ya y gritando:
       —¡Qué dos hombres se queden aquí!
       Quizá todos pensasen que se refería a otros dos, porque sólo hubo un gran estrépito en arbustos y árboles, como si por ellos pasara un ciclón, y luego yaya y yo nos quedamos sentados en el carro, como antes de que escucháramos los cascos.
       —Vamos —dijo yaya. Ya estaba apeándose del carro.
       —¿Vamos a abandonar la pareja y el carro? —pregunté.
       —Si —contestó yaya—. Sospechaba esto desde el principio.
       No podíamos ver nada dentro del bosque; íbamos a tientas, yo ayudaba a caminar a yaya, cuyo brazo casi no parecía más grueso que un lápiz, pero no temblaba.
       —Ya estamos bastante lejos —dijo.
       Descubrí un leño y nos sentamos. Les oíamos más allá del camino, moviéndose con violencia, gritando y maldiciendo. El sonido venía ya muy lejano.
       —Y el par de mulas también —dijo yaya.
       —Pero tenemos otras diecinueve —dije—. Eso hace doscientas cuarenta y ocho.
       Ahí sentados encima del tronco, en la oscuridad, el tiempo se nos hizo largo. Volvieron al cabo de un rato; oíamos maldecir al oficial, y a los caballos tropezando e irrumpiendo otra vez en el camino. Y entonces descubrió que el carro estaba vacío y se puso a maldecir terriblemente contra yaya, contra mí y contra los dos hombres a quienes había ordenado quedarse allí. Siguió renegando mientras daban la vuelta al carro. Luego se marcharon. Después de un tiempo dejamos de oírles. Yaya se levantó y volvimos a tientas al camino, y así seguimos hacia casa. Pasado un rato la convencí de que parásemos a descansar, y mientras estábamos allí sentados, al lado del camino oímos venir el buggy
[es decir, el equeño carromato tirado por por un solo caballo, de primeros del siglo XIX]. Nos levantamos, Ringo nos vio y paró.
       —¿Chillé lo bastante fuerte? —preguntó.
       —Si —contestó yaya, y luego añadió—: ¿Bien?
       —Muy bien —dijo Ringo—. Le dije a Ab Snopes que se ocultara con ellas en la cañada de Hickahala hasta mañana por la noche. Todas excepto estas dos.
       —Mister Snopes —le corrigió yaya.
       —Muy bien —dijo Ringo—. Suban y vamos a casa.
       Yaya no se movió; yo sabía por qué, incluso antes de que hablara.
       —¿De dónde has sacado ese buggy?
       —Lo tomé prestado —dijo Ringo—. No había yanquis cerca, así que no necesité papeles.
       Subimos. El buggy se puso en marcha. Tenía la impresión de que ya hubiera pasado toda la noche, pero todavía no estaba muy entrada —lo sabía por las estrellas—; llegaríamos a casa alrededor de medianoche. Seguimos adelante.
       —Me figuro que fuisteis y les dijisteis quiénes somos —dijo Ringo.
       —Si —contestó yaya.
       —Bueno, supongo que esto se ha terminado —dijo Ringo—. De todos modos, traficamos con doscientas cuarenta y ocho cabezas mientras duró el negocio.
       —Doscientas cuarenta y seis —dijo yaya—. Hemos perdido la pareja.



II

      Llegamos a casa pasada la medianoche; ya era domingo y, por la mañana, cuando fuimos a la iglesia, allí estaba esperando la mayor multitud que jamás hubiera visto, a pesar de que Ab Snopes no volverla con las nuevas mulas hasta el día siguiente. Por eso creí que se habrían enterado de algún modo de lo de la noche pasada y que también sabrían, como Ringo, que aquello era el final y que ahora habría que hacer balance y cerrar el libro de cuentas. Fuimos con retraso porque yaya hizo que Ringo se levantara al amanecer y devolviera el buggy al sitio de donde lo había recogido. De modo que cuando llegamos a la iglesia, ya estaban dentro, esperando. El hermano Fortinbride nos recibió en la puerta, y mientras avanzábamos por el pasillo hacia nuestro banco, todos ellos se volvieron en sus sitios mirando a yaya —los viejos, las mujeres, los niños y quizá una docena de negros que se habían quedado sin blancos— observándola exactamente igual que los perros raposeros de padre solían mirarle a él cuando entraba en la perrera. Ringo llevaba el libro; subió al coro; miré atrás y le vi con los brazos encima de la barandilla apoyados sobre el libro.
       Nos sentamos en nuestro banco, igual que antes de la guerra, salvo por padre: yaya inmóvil y erguida, con su vestido de algodón de los domingos y el chal y el sombrero que la señora Compson le había prestado hacia un año, derecha y tranquila, sosteniendo en las manos el libro de oraciones sobre el regazo, como siempre, aunque no había habido un servicio episcopaliano en la iglesia desde hacía casi tres años. El hermano Fortinbride era metodista, y no se lo que la gente era. El verano pasado, cuando volvimos de Alabama con la primera recua de mulas, yaya mandó a buscarles, envió recado a los cerros donde vivían en cabañas de sucios suelos, en pequeñas y pobres granjas sin esclavos. Hubo que hacer tres o cuatro intentos para que vinieran, pero al fin llegaron todos: hombres y mujeres y niños y la docena de negros que quedaron libres por casualidad y no sabían qué hacer. Creo que fue la primera iglesia con un coro para esclavos que varios de ellos hubieran visto jamás, con Ringo y los otros doce sentados allá arriba, en las altas sombras, donde había suficiente espacio para doscientos; y me acordé de antes, cuando padre estaba en el banco con nosotros y el bosquecillo de fuera se llenaba de carruajes de las otras plantaciones, y el doctor Worsham con su estola bajo el altar, y por cada blanco de la nave había diez negros en el coro. Y creo que aquel primer domingo en que yaya se arrodilló en público, fue la primera vez que vieron a alguien arrodillarse en una iglesia.
       El hermano Fortinbride tampoco era pastor. Era soldado raso en el regimiento de padre y resultó gravemente herido en el primer combate que entabló el regimiento; le dieron por muerto, pero él dijo que se le apareció Jesús y le dijo que se levantara y viviera, y padre le envió de vuelta para que muriera en casa, sólo que no murió. Pero decían que no le había quedado estómago en absoluto, y todo el mundo creía que la comida que tomábamos en 1862 y 1863 acabaría matándole, aunque la hubiese comido guisada por mujeres en lugar de cocer él mismo las hierbas que recogía en las orillas de las acequias. Pero no murió, así que de todos modos tal vez fuera por Jesús, como él decía. De esa manera, cuando volvimos con la primera recua de mulas y el dinero y la comida, y yaya avisó a todos los necesitados, fue como si el hermano Fortinbride hubiera surgido de debajo de la misma tierra con los nombres e historias de todas las gentes de la colina en la punta de la lengua, como si tal vez fuera cierto lo que afirmaba; que el Señor les tenía a ambos, a yaya y a él, en el pensamiento cuando creó a los otros. Así que allí se quedaría, donde solía situarse el doctor Worsham, y hablaba tranquilamente de Dios durante un ratito, con el pelo clareando donde él mismo se lo cortaba y los huesos como si fueran a salírsele por en medio de la cara, con un chaquetón que se había vuelto verde hacia mucho tiempo y con remiendos que él mismo había cosido encima; uno de ellos era de piel de caballo sin curtir y otro de un trozo de lona de tienda de campaña en el que aún podía verse un poco de marca U. S. A. Nunca hablaba mucho; nadie podía ya hablar mucho sobre los ejércitos confederados. Pienso que llega un momento en el cual hasta los predicadores dejan de creer que Dios va a cambiar su plan para dar la victoria al bando donde no queda nada en que pueda apoyarse la victoria. Simplemente dijo que la victoria sin Dios es escarnio e ilusión, pero que la derrota con Dios no es una derrota. Luego dejó de hablar, y se quedó inmóvil, con los viejos y las mujeres y los niños y los once o doce negros perdidos en su libertad, con ropas hechas de costales de algodón y sacos de harina aún observando a yaya —sólo que ya no del modo en que los sabuesos solían mirar a padre, sino como contemplaban el alimento en manos de Loosh cuando iba a darles la comida—, y después dijo:
       —Hermanos y hermanas, la hermana Millard desea hacer confesión pública.
       Yaya se levantó. No se acercó al altar; simplemente se quedó ahí parada, en el banco, con la cara al frente, llevando el chal y el sombrero de la señora Compson y el vestido que Louvinia lavaba y planchaba todos los sábados, sosteniendo el libro de oraciones, que antes llevaba su nombre grabado en letras doradas, pero ahora el único modo en que podía leerse, era pasando el dedo por encima; en tono reposado, como el del hermano Fortinbride, dijo:
       —He pecado. Quiero que todos vosotros recéis por mi.
       Se arrodilló en el banco; parecía más pequeña que primo Denny; ahora sólo podían ver el sombrero de la señora Compson por encima del respaldo del banco. No estoy seguro de si rezaba o no. Y el hermano Fortinbride tampoco rezaba: no en voz alta, en todo caso. Ringo y yo acabábamos entonces de cumplir quince años, pero podía figurarme que se le habría ocurrido decir al doctor Worsham: que no todos los soldados llevaban armas y que también rendían servicio, y que un niño salvado del hambre y del frío vale más a los ojos del cielo que mil enemigos muertos. Pero el hermano Fortinbride no lo dijo. Creo que lo pensó; cuando quería, siempre podía soltar un sermón. Era como si dijese para sí: «Las palabras son buenas en tiempo de paz, cuando todo el mundo está tranquilo y a gusto. Pero ahora creo que podrán excusarnos». Simplemente se quedó ahí parado, donde solía ponerse el doctor Worsham y también el obispo, con su anillo que parecía tan grande como una diana de pistola. Después, yaya se levantó; no tuve tiempo de ayudarla; se incorporó, y luego atravesó la iglesia un prolongado rumor, una suerte de sonido como un suspiro que, según Ringo, era el susurro de los costales de algodón y de los sacos de harina cuando ellos volvieron a respirar; y yaya se volvió y miró atrás, hacía el coro; sólo que Ringo ya se estaba acercando.
       —Trae el libro —dijo ella.
       Era un voluminoso libro de cuentas; pesaba casi quince libras. Lo abrieron en el atril, poniéndose uno a cada lado del pupitre, mientras yaya sacaba el bote de hojalata del vestido y extendía el dinero encima del libro. Pero nadie se movió hasta que empezó a llamarles por su nombre. Entonces se acercaron uno por uno, mientras Ringo leía en el libro los nombres, la fecha y la cantidad que habían recibido anteriormente. En primer lugar, yaya les hacía decir lo que pensaban hacer con el dinero, y luego les obligaba a decirle cómo lo habían gastado, a la vez que miraba el libro para comprobar si le habían mentido. Y aquéllos a quienes había prestado mulas con la marca borrada —las que Ab Snopes tenía miedo de poner a la venta—, tenían que explicarle cómo se portaba la mula y cuánto trabajo había realizado, y de vez en cuando le quitaba la mula a un hombre o a una mujer y se la daba a otros, rompiendo el recibo viejo y haciendo firmar el nuevo al hombre o a la mujer, indicándoles el día en que tenían que recoger la mula.
       De modo que ya había atardecido cuando Ringo cerró el libro y juntó los recibos, y yaya terminó de meter de nuevo en el bote de hojalata el resto del dinero sobrante y ella y el hermano Fortinbride sostuvieron su conversación acostumbrada.
       —Me las arreglo estupendamente con la mula —dijo él—. No necesito dinero.
       —Tonterías —repuso yaya—. Por muchos días que viva usted, nunca sacará bastante sustento de la tierra como para dar de comer a un pájaro. Coja este dinero.
       —No —dijo el hermano Fortinbride—. Me las apaño muy bien.
       Volvimos a casa; Ringo llevaba el libro.
       —Ha extendido un recibo por cuatro mulas a las que todavía no ha puesto los ojos encima —dijo—. ¿Qué va a hacer con eso?
       —Calculo que estarán aquí mañana por la mañana —contestó yaya.
       Y estuvieron; Ab Snopes llegó mientras estábamos desayunando. Se apoyó en la puerta con los ojos un poco enrojecidos por la falta de sueño y miró a yaya.
       —Si, señora —dijo—. No quiero ser rico nunca; sólo quiero ser dichoso. ¿Sabe lo que ha hecho? —Sólo que nadie se lo preguntó, así que nos lo dijo de todos modos—. Ocurrió durante todo el día de ayer; creo que ya no debe quedar ni un regimiento yanqui en Mississippi. Podría decirse que la guerra ha dado la vuelta por fin y se dirige otra vez al Norte. Si, señor. El regimiento en el que hizo requisa el sábado, no se ha quedado lo suficiente ni para caldear el terreno. Usted logró confiscar la última tanda de ganado yanqui en el último momento en que un ser vivo podía hacerlo. Sólo cometió un error: les quitó las últimas diecinueve mulas un poco demasiado tarde para tener a alguien a quien revendérselas.



III

      Era un día luminoso y cálido; vimos brillar los rifles y los bocados de los caballos a mucha distancia, acercándose por el camino. Pero esta vez Ringo ni siquiera se movió. Simplemente dejó de dibujar, levantó la vista del papel y dijo:
       —Así que Ab Snopes mentía. ¡Santo Dios! ¿Es que nunca vamos a librarnos de ellos?
       Sólo iba un teniente; para entonces, Ringo y yo sabíamos distinguir las diferentes graduaciones de sus oficiales mejor que los rangos de los confederados, porque un día hicimos cuentas y los únicos oficiales confederados que habíamos visto eran padre y el capitán que habló con nosotros y con tío Buck MacCaslin aquel día en Jefferson, antes de que Grant le prendiera fuego. Y aquélla iba a ser la última vez que veríamos uniformes, salvo como símbolos ambulantes del orgullo y de la indomable obstinación de los vencidos, pero entonces no teníamos conciencia de ello.
       Como digo, sólo iba un teniente. Aparentaba unos cuarenta años y parecía furioso y alegre, ambas cosas a la vez. Ringo no le reconoció porque no estuvo con nosotros en el carro, pero yo si: por la manera en que montaba, o quizá por el aspecto iracundo y ufano que tenía al mismo tiempo, como si hubiera estado furioso durante varios días, pensando en cuánto disfrutaría de su ira cuando llegara el momento adecuado. Y él también me reconoció a mi; me lanzó una sola mirada y dijo: «¡Ah!», enseñando los dientes y haciendo avanzar al caballo para mirar el dibujo de Ringo. Detrás de él había una docena de soldados de caballería; no les prestamos especial atención.
       —¡Ah! —volvió a decir; luego, añadió—: ¿Qué es eso?
       —Una casa —contestó Ringo.
       Ringo todavía no le había mirado bien. Él  había visto muchos más yanquis que yo.
       —Mírela.
       El teniente me miró a mí y volvió a exclamar: «¡Ah!», entre dientes: lo decía de cuando en cuando mientras hablaba con Ringo. Echó un vistazo al dibujo de Ringo y luego alzó los ojos hacia la arboleda en donde las chimeneas se destacaban del montón de escombros y pavesas. Ya crecía hierba y maleza entre las cenizas, y a menos que se estuviera al tanto, lo único que se distinguía eran las cuatro chimeneas. Algunas varas de San José aún estaban en flor.
       —¡Oh! —dijo el oficial—. Ya veo. La estas dibujando tal como era antes.
       —Exacto —dijo Ringo—. ¿Para qué querría dibujarla tal como es ahora? Puedo andar por aquí diez veces al día y verla tal como es ahora. Incluso puedo pasar a caballo por ese portón y hacer lo mismo.
       Esta vez el teniente no dijo: «¡Ah!». No hizo nada todavía; creo que seguía disfrutando un poco más de la espera para ponerse bien furioso. Simplemente soltó una especie de gruñido.
       —Cuando acabes aquí, puedes trasladarte a la ciudad y estar ocupado todo el invierno. ¿No? —dijo.
       Luego volvió a echarse hacia atrás en la silla. Tampoco esta vez dijo: «¡Ah!»: fueron sus ojos quienes lo dijeron, fijándose en mi. Eran de un color parecido a leche aguada como la taba de la pata de un jamón.
       —Muy bien —dijo—. ¿Quién vive ahí, ahora? ¿Cómo se llama ella hoy, eh?
       Ringo ya le estaba observando, aunque creo que aún no sospechaba de quién se trataba.
       —No vive nadie —dijo—. Hay goteras en el techo.
       Uno de los hombres hizo una especie de ruido; quizás era una carcajada. El teniente empezó a caracolear con su caballo y luego se paró; después se puso a mirar fijamente a Ringo mientras abría la boca.
       —¡Oh! —dijo Ringo—. Dice usted allá atrás, en las cabañas de los negros. Creí que seguía preocupándose por las chimeneas.
       Esta vez el soldado rompió a reír y el teniente dio una vuelta brusca, maldiciendo al soldado; si no lo hubiera hecho antes, debería haberle reconocido entonces. Soltó maldiciones contra todos ellos, ahí montado, mientras se le congestionaba la cara.
       —¡Condenación… condenación… condenación! —bramó—. ¡Largaos de aquí! Él dijo que el corral está ahí abajo, en la cañada más allá de… ¡Si encontráis hombre, mujer o niño que se atreva a sonreíros, disparad contra ellos! ¡Vamos!
       Los soldados se marcharon, subiendo al galope por el camino de entrada y dispersándose al cruzar el prado. El teniente nos miró a Ringo y a mí; volvió a decir: «¡Ah!», mientras nos fulminaba con los ojos.
       —Vosotros, chicos, venid conmigo. ¡Aligerad!
       No nos esperó; también se lanzó al galope. Echamos a correr, Ringo me miró.
       —«Él» dijo que el corral estaba en la cañada —dijo—. ¿Quién crees que es «él»?
       —No lo sé —contesté.
       —Pues creo que yo sí —repuso él.
       Pero no hablamos nada más. Seguimos subiendo a la carrera por el camino de entrada. El teniente ya había llegado a la cabaña, y yaya salió a la puerta. Creo que ella también le había visto, porque ya tenía puesta la cofia para el sol. Nos dirigieron una mirada y luego yaya también se puso en marcha, caminando derecha por el sendero hacia el corral, sin prisa, con el teniente detrás de ella, montado en el caballo. A él podíamos verle los hombros y la cabeza y de cuando en cuando la mano y el brazo, pero no podíamos oír lo que decía.
       —Creo que esto acaba con todo —dijo Ringo.
       Pero le oímos antes de llegar al cercado nuevo. Entonces les vimos, parados en la cerca que Joby y yo acabábamos de terminar: yaya erguida e inmóvil, cubierta con la cofia para el sol, y el chal ceñido sobre los hombros y los brazos cruzados por debajo, de modo que parecía más pequeña que nadie de quien pudiera acordarme, como si durante aquellos cuatro años no se hubiera hecho más vieja o más débil, sino cada vez más pequeña y más tiesa y más y más indomable; y el teniente a su lado, con una mano en la cadera y la otra blandiendo todo un montón de papeles delante de la cara de yaya.
       —Parece que tiene ahí todo lo que hemos escrito —dijo Ringo.
       Los caballos de los soldados estaban atados a lo largo de la cerca; ellos ya estaban dentro del corral, y junto con Joby y Ab Snopes tenían apartadas en un rincón a las cuarenta y tantas mulas de antes y a las diecinueve últimas. Las mulas seguían tratando de escaparse, sólo que no lo parecía. Era como si cada una de ellas se empeñara en poner de lado la gran cicatriz de la quemadura con la que yaya y Ringo habían borrado la marca U. S., de manera que el teniente tuviera que verla.
       —¡Y supongo que dirá que esas cicatrices son huellas de torpes mataduras! —exclamó el teniente—. Ha estado empleando sierras de desecho como arreos, ¿verdad? Preferiría combatir todas las mañanas, durante seis meses, con toda la brigada de Forrest, antes que pasar el mismo período de tiempo tratando de proteger las propiedades de los Estados Unidos de indefensas mujeres y negros y niños del Sur —gritó—. ¡Indefensas! ¡Dios ayude al Norte si a Davis y a Lee se les ocurriera alguna vez la idea de formar una brigada de abuelas y huérfanos negros para invadirnos con ella! —aulló, mientras sacudía los papeles delante de yaya.
       En el corral, las mulas se apiñaban y encrespaban, mientras Ab Snopes agitaba los brazos hacia ellas de vez en cuando. Entonces, el teniente dejó de gritar, e incluso de blandir los papeles ante yaya.
       —Escuche —dijo—. Ahora estamos bajo órdenes de evacuación. Probablemente, soy el último soldado federal que tendrá que ver. Y no voy a hacerle daño, también tengo órdenes en ese sentido. Lo único que voy a hacer es recuperar las propiedades robadas. Y ahora quiero que me hable de enemigo a enemigo, o incluso de hombre a hombre, silo prefiere. Por estos oficios falsificados sé cuántas cabezas de ganado nos ha quitado, y por los registros sé cuántas veces nos ha vuelto a vender varias de ellas; hasta conozco lo que pagamos. Pero ¿cuántas volvió efectivamente a vendemos más de una vez?
       —No lo sé —contestó yaya.
       —No lo sabe —dijo el teniente. No se puso a gritar, simplemente se quedó allí parado, respirando despacio y con dificultad, mirando a yaya; hablaba entonces con una especie de furiosa paciencia, como si fuera idiota o indio—: Escuche. Yo sé que no está obligada a decírmelo, y usted sabe que no puede forzarla. Únicamente se lo pregunto por puro respeto. ¿Respeto? Envidia. ¿No me lo va a decir?
       —No lo sé —repitió yaya.
       —No lo sabe —dijo el teniente—. ¿Quiere decir que usted…? —Ahora hablaba en voz baja—. Ya entiendo. Realmente no lo sabe. Estaba usted demasiado ocupada haciendo su agosto como para contar los…
       No nos movimos. Yaya ni siquiera le miraba; Ringo y yo fuimos quienes observamos cómo doblaba los papeles que yaya y Ringo habían escrito y se los guardaba cuidadosamente en el bolsillo. Volvió a hablar con suavidad, como si estuviera cansado.
       —Muy bien, muchachos. Atadlas en hilera y arreadlas fuera de aquí.
       —El portón está a un cuarto de milla.
       —Derribad una parte de la cerca —dijo el teniente.
       Empezaron a echar abajo la cerca en la que Joby y yo habíamos trabajado durante dos meses. El teniente sacó una libreta del bolsillo, se dirigió al cercado, la dejó en un travesaño y sacó un lápiz. Luego volvió a mirar a yaya; habló otra vez con voz queda.
       —Creo que dijo llamarse Rosa Millard.
       —Sí —dijo yaya.
       El teniente escribió en la libreta y arrancó la hoja y volvió a acercarse a yaya. Seguía hablando sosegadamente, como cuando alguien está enfermo en cama.
       —Tenemos órdenes de pagar los desperfectos que se produzcan en toda propiedad durante la evacuación —dijo—. Esto es una garantía por diez dólares contra el oficial del servicio de intendencia en Memphis. Por la cerca. —No le entregó el papel inmediatamente; simplemente se quedó ahí parado, mirándola—. ¡Maldita sea! No quiero una promesa. Si sólo supiera en qué cree usted, mantendría… —volvió a maldecir, ni en voz alta ni contra alguien o algo—. Escuche. No hablo de prometer; no he mencionado esa palabra. Pero tengo una familia; soy pobre; no tengo abuela. Y si dentro de cuatro meses el interventor descubriera en los registros un libramiento de mil dólares a favor de la señora Rosa Millard, yo tendría que responder de ello. ¿Comprende usted?
       —Si —dijo yaya—. No tiene que preocuparse.
       Entonces se marcharon. Yaya y Ringo y Joby y yo nos quedamos allí parados y miramos cómo subían por el prado conduciendo las mulas, hasta que se perdieron de vista. Nos habíamos olvidado de Ab Snopes, hasta que dijo:
       —Bueno, parece que se lo llevan todo. Pero todavía tiene usted esas ciento y pico que están contra recibo, con tal de que la gente de la colina no tome ejemplo de los yanquis. Creo que aún tiene que estar agradecida, de todos modos. Así que les doy los buenos días a todos y cada uno y me voy a casa a descansar un rato. Si vuelve a necesitar mi ayuda, no tiene más que llamarme.
       Él también se marchó. Al cabo de un rato, yaya dijo:
       —Joby, vuelve a colocar esos travesaños.
       Creo que Ringo y yo esperábamos que nos mandara ayudar a Joby, pero no lo hizo. Simplemente dijo: «Vamos», dio la vuelta y echó a andar, no en dirección a la cabaña, sino por el prado, hacia el camino. No supimos a dónde íbamos hasta que aparecimos en la iglesia. Siguió derecha por el pasillo hasta el presbiterio, y se paró allí, esperando a que llegáramos nosotros.
       —Arrodillaos —dijo.
       Nos pusimos de rodillas en la iglesia vacía. Resultaba baja y pequeña entre nosotros dos; habló en calma, no en alto, pero sin prisa y sin pausa; su voz sonaba queda y apacible, pero fuerte y clara.
       —He pecado. He robado y he levantado falso testimonio contra mi prójimo, aunque fuera enemigo de mi país. Y, lo que es peor, he hecho pecar a estos niños. Por lo tanto, tomo sus pecados sobre mi conciencia.
       Era uno de esos días suaves y brillantes. Hacia fresco en la iglesia; el suelo me daba frío en las rodillas. Justo detrás de la ventana había una rama de nogal que empezaba a amarillear; cuando la rozó el sol, las hojas perecieron de oro.
       —Pero no he pecado por provecho o avaricia —siguió diciendo yaya—. No he pecado por venganza. Te desafío a ti o a cualquiera a decir que así lo hice. He pecado en primer lugar por justicia; he pecado por comida y ropas para Tus propias criaturas, que no podían ayudarse así mismas; por niños que habían perdido a sus padres, por esposas que habían perdido a sus maridos; por ancianos que habían perdido a sus hijos en una causa sagrada, aun cuando Tú hubieras decidido convertirla en una causa perdida. Lo que gané, lo compartí con ellos. Es cierto que reservé algo para mi, pero de eso soy yo el mejor juez, porque yo también tengo personas a mi cargo que, por lo que yo sé, también pueden ser huérfanas en este momento. Y si ello es un pecado a Tus ojos, también lo tomo sobre mi conciencia. Amén.
       Se incorporó. Se levantó ágilmente, como si no le pesara el cuerpo. Afuera hacia calor; era el octubre más espléndido que pudiera recordar. O quizá fuese porque no se tiene conciencia del tiempo hasta que se cumplen quince años. Aunque yaya dijo que no estaba cansada, caminamos despacio de vuelta a casa.
       —Sólo desearía saber cómo averiguaron lo del corral —dijo yaya.
       —¿No lo sabe? —dijo Ringo. Yaya le miró—. Ab Snopes se lo dijo.
       Esta vez ni siquiera le corrigió, diciendo: «mister Snopes». Simplemente se paró en seco y miró a Ringo.
       —¿Ab Snopes?
       —¿Cree usted que iba a quedarse satisfecho hasta haber vendido a alguien las últimas diecinueve mulas? —preguntó Ringo.
       —Ab Snopes —dijo yaya—. Bien —continuo adelante; la seguimos—. Ab Snopes —repitió—. A pesar de todo, creo que me ha vencido. Pero ya no hay remedio. De todos modos en conjunto no nos ha salido mal.
       —Nos ha salido condenadamente bien —dijo Ringo. Se contuvo, pero ya era demasiado tarde. Yaya ni siquiera se paró.
       —Ve a casa a por el jabón —dijo ella.
       Él se adelantó. Le vimos atravesar el prado y entrar en la cabaña; luego salió y bajó la colina hasta el arroyo. Ya estábamos cerca; cuando dejé a yaya y bajé al arroyo, él ya estaba enjuagándose la boca, con la jabonera en una mano y el cazo de calabaza en la otra. Escupió y se enjuagó la boca y volvió a escupir; tenía una larga mancha de espuma en la parte de arriba de la mejilla; una ligera jabonadura de coloreadas burbujas revoloteó sin el menor ruido, mientras la contemplaba.
       —Sigo diciendo que nos salió condenadamente bien —dijo.



IV

      Tratamos de que no lo hiciera; los dos lo intentamos. Ringo le había contado lo de Ab Snopes, y después lo comprendimos ambos. Era como si los tres lo hubiéramos sabido desde siempre. Pero no creo que él pensara entonces que iba a pasar lo que ocurrió. Ahora bien, me parece que si hubiera sabido lo que iba a suceder, la habría seguido incitando para que lo hiciera. Y Ringo y yo lo intentamos de veras pero yaya se quedó sentada, ante el fuego —ya hacia frío en la cabaña—, con los brazos cruzados bajo el chal y aquella expresión que aparecía en su rostro cuando había dejado de discutir o de escucharle a uno, y simplemente lo repitió una vez más, diciendo que hasta un bribón se volvería honrado si se le pagaba lo suficiente. Era Navidad; acabábamos de tener noticias de Hawkhurst, de tía Louise, y averiguamos dónde estaba. Drusilla; ya hacia casi un año que faltaba de casa, y al fin tía Louise descubrió que se había marchado con padre a Carolina, tal como ella me había dicho, cabalgando con el escuadrón como si fuera un hombre.
       Ringo y yo acabábamos de volver de Jefferson con la carta, y Ab Snopes estaba en la cabaña, contándoselo a yaya, que le escuchaba y le creía, aunque ella seguía pensando que el bando en el que un hombre lucha en la guerra le hace ser lo que es. Y debió desconfiar de sus propios oídos; no debió haberlo comprendido; todo el mundo estaba enterado de ello y se ponían furiosos si eran hombres, o se aterrorizaban si eran mujeres. Todo el mundo sabía que habían asesinado, y prendido fuego junto con su cabaña, a un negro del distrito. Se llamaban a sí mismos los Independientes de Grumby: unos cincuenta o sesenta hombres que no llevaban uniforme y que llegaron de nadie sabía dónde tan pronto como el último regimiento yanqui se marchó del país; saqueaban ahumaderos y establos, además de las casas en las cuales estaban seguros de no encontrar hombres, destrozando camas y suelos y paredes, asustando a mujeres blancas y torturando a negros para descubrir el escondite del dinero o de la plata.
       Les atraparon una vez, y el que decía ser Grumby enseñó una orden de allanamiento, hecha pedazos, con la auténtica firma del general Forrest; aunque no podía saberse si el nombre legitimo era o no Grumby. Pero aquello les salvó, porque quienes les capturaron sólo eran unos viejos; y ahora las mujeres que habían vivido solas durante tres años, rodeadas de ejércitos invasores, tenían miedo de quedarse en casa por las noches, y los negros que habían perdido a sus blancos vivían ocultos en las lejanas cuevas de las colinas, como animales.
       De ellos era de quienes estaba hablando Ab Snopes, con el sombrero en el suelo, agitando las manos y el pelo revuelto en la parte de atrás de la cabeza, por donde la había puesto al dormir. La banda tenía un garañón de pura sangre y tres yeguas; Ab Snopes no dijo cómo lo sabía y tampoco explicó cómo se había enterado de que eran robados. Pero lo único que yaya tenía que hacer, era escribir un oficio y firmarlo con el nombre del general Forrest; él, Ab, le garantizaba que conseguiría dos mil dólares por los caballos. Lo juraba, mientras yaya seguía ahí sentada, con los brazos envueltos en el chal y aquella expresión en el rostro, y la sombra de Ab Snopes brincando y meneándose por la pared, mientras agitaba los brazos, repitiendo que aquello era lo único que tenía que hacer, que se fijara en lo que había hecho con los yanquis, con los enemigos, y que aquéllos eran hombres del Sur y que, por consiguiente, ni siquiera había riesgo alguno, porque los sureños no harían daño a una mujer aun en el caso de que el papel no surtiera efecto.
       Desde luego, lo hizo bien. Ahora comprendo que Ringo y yo no tuvimos ninguna oportunidad frente a él: dijo que el negocio con los yanquis se había acabado bruscamente, antes de ganar lo que ella tenía previsto, y que había regalado la mayor parte con la idea de que podría volver a embolsárselo con creces, pero que tal como estaban entonces las cosas, había dado independencia y seguridad a todos los del distrito salvo a ella misma y a su familia, que padre volvería pronto a casa, a su arruinada plantación, de la que habían desaparecido la mayoría de sus esclavos; y que, cuando él regresara y contemplara su desolado futuro, todo cambiaría si ella pudiera sacar del bolsillo mil quinientos dólares en efectivo y decir: «Toma; vuelve a empezar con esto»: mil quinientos dólares más de lo que ella hubiera esperado tener. Él  se quedaría con una yegua de comisión y a ella le garantizaba mil quinientos dólares por los otros tres caballos.
       Imposible; no tuvimos oportunidad frente a él. Le rogamos a ella que nos dejara pedir consejo a tío Buck MacCaslin o a cualquier otro hombre. Pero, simplemente, se quedó ahí sentada, con la misma expresión en la cara, diciendo que los caballos no pertenecían a aquel hombre, que eran robados y que lo único que tenía que hacer era asustarles con el oficio, y hasta Ringo y yo, a nuestros quince años, sabíamos que Grumby, o quienquiera que fuese, era un cobarde, y que se podía asustar a un hombre valeroso, pero que nadie se atrevía a asustar a un cobarde; y yaya, ahí sentada sin moverse en absoluto, dijo:
       —Pero los caballos no les pertenecen, porque son propiedad robada.
       —Entonces, tampoco nos pertenecerán a nosotros —replicamos.
       —Pero no son suyos —dijo yaya.
       Sin embargo, no dejamos de intentarlo; lo intentamos durante todo aquel día. —Ab Snopes les había localizado en una prensa abandonada de embalar algodón, a sesenta millas de distancia—, mientras viajábamos bajo la lluvia en el carro que Ab Snopes nos había prestado. Pero yaya se limitó a ir sentada entre nosotros dos, con el oficio que Ringo firmó con el nombre del General Forrest metido en el bote de hojalata, dentro del vestido, y los pies encima de unos ladrillos calientes envueltos en un saco, y teníamos que parar a cada diez millas para encender fuego bajo la lluvia y volver a calentarlos, hasta que llegamos al cruce de caminos, en donde Ab Snopes nos dijo que nos apeáramos del carro y fuésemos andando. Y entonces ella no permitió que ni Ringo ni yo la acompañáramos.
       —Tú y Ringo parecéis hombres —dijo—. No harán daño a una mujer.
       La lluvia no había parado en todo el día; gris, constante, lenta y fría, nos había caído encima durante toda la jornada, y ahora parecía que el crepúsculo la hubiera espesado sin hacerla más gris ni más cruda. El atajo ya no era un camino; no era más que un tenue corte largo que torcía en ángulos rectos hacia la cañada, de manera que parecía una gruta. Pudimos distinguir huellas de cascos.
       —Entonces no irás —dije—. Soy más fuerte que tú; te sujetaré.
       La agarré; su brazo era pequeño, ligero y seco al tacto, como el de un palo. Pero no lo era; su talla y su aspecto no contaban, igual que no habían importado en sus tratos con los yanquis; simplemente se volvió y me miró, y entonces me eché a llorar. Antes de terminar el año, yo ya habría cumplido dieciséis, y sin embargo me quedé sentado en el carro, llorando. Ni siquiera me di cuenta cuando soltó el brazo. Y luego ya se había bajado del carro y me miraba, de pie bajo la lluvia y la mortecina luz gris.
       —Es por todos nosotros —dijo—. Por John y por ti y por Ringo y por Joby y por Louvinia. Para que tengamos algo cuando John vuelva a casa. Nunca lloraste cuando sabías que él iba a entrar en batalla, ¿verdad? Y ahora yo no corro ningún riesgo; soy una mujer. Ni siquiera los yanquis hacen daño a las ancianas. Tú y Ringo quedaos aquí hasta que os llame.
       Lo intentamos. Lo repito porque ahora sé que no lo hice. Pude haberla sujetado, dar la vuelta al carro, arrancar y no dejarla bajar. Tenía quince años y durante la mayor parte de mi vida su cara fue lo primero que veía por la mañana y lo último que miraba por la noche, pero pude haberla detenido y no lo hice. Me quedé ahí sentado, en el carro, bajo la lluvia fría, y la dejé entrar en el húmedo crepúsculo, de donde no volvería a salir jamás. No sé cuántos hombres habría en la helada prensa, ni cuándo ni por qué tuvieron miedo y se marcharon.
       Nos quedamos sentados en el carro, bajo aquel frío y languideciente ocaso de diciembre, hasta que al fin no pude soportarlo más. Entonces Ringo y yo echamos los dos a correr, intentamos correr, hundiéndonos hasta los tobillos en el barro de aquel viejo camino picado de huellas de cascos, pero no de ruedas, que iban en una sola dirección, teniendo conciencia de haber esperado demasiado tiempo tanto para ayudarla cuanto para compartir su derrota. Porque no había ningún ruido ni señal alguna de vida; sólo el enorme edificio en ruinas sobre el que agonizaba la húmeda tarde gris, y luego una tenue rendija de luz bajo una puerta, al fondo del vestíbulo.
       No recuerdo haber tocado la puerta en absoluto, porque el local era una planta que se levantaba a unos dos pies del suelo, de modo que tropecé en el escalón y me precipité hacia adelante, cayendo en la estancia de pies y manos a través de la puerta, mirando a yaya. Había una vela de sebo encendida, sobre un cajón de madera, pero olía a pólvora aún más fuerte que a sebo. El olor a pólvora casi me cortaba la respiración, mientras miraba a yaya. Abultaba poco en vida, pero ahora parecía que se hubiera derrumbado, como si hubiese estado formada de un montón de pequeñas y delgadas varillas, firmes y ligeras, cortadas a la vez y atadas con una cuerda, y la cuerda se hubiese roto y todas las pequeñas varillas se hubieran derrumbado en un inerme montón en el suelo, y alguien hubiera extendido sobre ellas un limpio y desvaído traje de algodón.



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