Willa Cather
(Black Creek Valley, Virginia, Estados Unidos, 1873 - Manhattan, Nueva York, 1947)


En la divisoria (1896)
(“On the Divide”)
Originalmente publicado en la revista Overland Monthly,
27 (enero de 1896), págs. 65-75.



      Cerca de Rattlesnake Creek, al lado de un pequeño barranco, se alzaba la cabaña de Canute. Hacia el norte, el este y el sur se extendía la elevada llanura de Nebraska cubierta de ese césped de color rojo oxidado que se mecía constantemente al viento. Por el oeste, el terreno era escarpado y duro y había una estrecha hilera de árboles que seguía el enfangado y turbio arroyuelo al que apenas le llegaba la ambición para arrastrarse sobre el fondo negro. Si no hubiera sido por los escasos álamos y olmos que crecían en la ribera, Canute se hubiera suicidado de un disparo hacía años. Los noruegos aman los bosques y, si hay aunque sea una charca para tortugas con unos arbustillos de ciruelas alrededor, ya parecen sentirse atraídos irremediablemente hacia ella.
       En cuanto a la cabaña, Canute la había erigido sin ningún tipo de ayuda, pues cuando se arrastró por la ribera de Rattlesnake Creek por primera vez no había ni un alma en veinte millas a la redonda. La construyó con troncos partidos por la mitad y tapó las rendijas con barro y yeso. El techo estaba cubierto con tierra y se apoyaba en una viga gigante curvada como un arco redondo. Era casi imposible que ningún árbol hubiera crecido con esa forma. Los noruegos solían decir que Canute había apoyado el tronco sobre su rodilla y lo había curvado hasta que tuvo la forma que él quería. Había dos habitaciones o, mejor dicho, había una habitación dividida con brotes de fresno entrelazados y atados como si de una gran cesta de mimbre se tratase. En una esquina, había un fogón de cocina, oxidado y roto. En la otra, una cama hecha de tablas y varas de madera sin alisar. Alcanzaba sin problemas los ocho pies de largo y sobre ella había un montón de sábanas oscuras. Había una silla y un banco de proporciones colosales y un armario de cocina normal y corriente con unos pocos platos sucios rotos en su interior y, a su lado, una caja alta con una pileta de hojalata. Debajo de la cama había un montón de botellas de medio litro, algunas rotas, otras enteras, pero todas vacías. Sobre la caja de madera descansaban un par de zapatos de proporciones casi increíbles. En la pared colgaban una silla de montar, un arma y unos harapos, entre los que destacaba un traje de tela oscura, que parecía nuevo, con un collar de papel envuelto con cuidado en un pañuelo de seda rojo y prendido a la manga. Encima de la puerta colgaban las pieles de un lobo y un tejón y, en la misma puerta, un conjunto de treinta o cuarenta pieles de serpiente cuyas ruidosas colas sonaban de forma siniestra cada vez que esta se abría. Lo más extraño en la cabaña eran los amplios alféizares. A simple vista, parecían como los hubieran golpeado y mutilado con una hachuela, pero si se observaban más de cerca, todos los nudos y huecos en la madera cobraban forma. Aquello se asemejaba a una serie de imágenes. Aunque artísticas y rudas, las figuras eran pesadas y estaban trabajadas, como si las hubieran tallado con mucha lentitud y con unas herramientas muy extrañas. Había hombres arando con pequeños diablillos cornudos sentados sobre sus hombros y sobre las testas de sus caballos. Había hombres rezando con una calavera que pendía sobre sus cabezas y pequeños demonios tras ellos burlándose de su actitud. Había hombres luchando con grandes serpientes y esqueletos bailando. Rodeando todas esas imágenes había vides en flor y follaje como nunca han crecido en este mundo; enredado entre las ramas de las vides, siempre se hallaba el cuerpo escamoso de una serpiente y tras cada flor se asomaba la cabeza de este animal. Aquello era una verdadera Danza de la Muerte de alguien que había sentido su aguijón. En la caja de madera había unas tablas y cada pulgada estaba decorada de la misma forma. En ocasiones, el trabajo era muy basto y descuidado, como si la mano del artista hubiera temblado. En otras ocasiones era difícil distinguir a los hombres de los genios malvados excepto por un detalle: los hombres siempre estaban serios y, o bien trabajaban con ahínco, o bien rezaban, mientras que los demonios siempre reían y bailaban. Habían partido varias de esas tablas para alimentar el fuego y resultaba evidente que el artista no tenía su trabajo en alta estima.
       Era el primer día de invierno en la Divisoria. Canute se tambaleó hacia el interior de su cabaña con una cesta de mazorcas y, tras llenar el fogón, se sentó en un taburete e inclinó sus siete pies de largo sobre el fuego, mientras miraba con tristeza el amplio cielo gris al otro lado de la ventana. Conocía de memoria cada brizna de hierba que susurraba en las millas de pradera roja y descuidada que se extendía ante su cabaña. Conocía perfectamente su engañoso encanto a principios del verano, su amarga aridez otoñal. La había visto soportar todas las plagas de Egipto. La había visto sedienta en sequías, anegada por la lluvia, atizada por granizo y cubierta de fuego; en los años de las langostas, había visto que se la comían y la dejaban tan limpia como los buitres dejan los huesos. Tras los grandes incendios, la había visto extenderse millas y millas, negra y humeando como el suelo del infierno.
       Se alzó con lentitud y cruzó la habitación, arrastrando con pesadez sus grandes pies como si fueran una carga para él. Miró por la ventana hacia el corral de puercos y vio cómo los animales se enterraban en la paja delante del cobertizo. Las nubes plomizas empezaban a descargar y los copos de nieve cubrían ya los trozos, blancos como la lepra, de tierra helada, allá donde los puercos habían roído hasta el suelo. Tembló y empezó a caminar, trastabillando pesadamente con sus torpes pies. Estaba hecho una ruina después de diez inviernos en la Divisoria y sabía lo que aquello significaba. Los hombres temen los inviernos de la Divisoria como un niño teme la noche o los hombres de los mares del norte temen el frío oscuro y sin movimiento del ocaso polar. Sus ojos se posaron en su arma y la bajó de la pared para examinarla. Se sentó en el borde de la cama y sostuvo el cañón contra su rostro, dejando que su frente se apoyara en él, y posó su dedo en el gatillo. Lo llenaba una calma perfecta, no se veía pasión ni desesperación en su rostro, sino la mirada pensativa de un hombre que está considerándolo todo. Al cabo de un rato, bajó el arma y metió el brazo en el armario para sacar una botella de alcohol blanco puro. Se la llevó a los labios y bebió con ansia. Se lavó el rostro en la pileta de hojalata y se peinó el cabello desastrado y la descuidada barba rubia. Después, lleno de dudas, se plantó ante el traje oscuro que colgaba de la pared. Era la quincuagésima ocasión en que lo tomaba entre sus manos e intentaba reunir el valor suficiente para ponérselo. Agarró el collar de papel que estaba clavado a la manga de la chaqueta y, con cautela, lo deslizó bajo su barba irregular mientras se observaba con una tímida expectación en el cristal rajado y manchado que pendía sobre el banco. Con una risa corta lo tiró sobre la cama y, tras ponerse su viejo sombrero negro, salió y avanzó por la planicie.
       Sentía la necesidad física de alejarse de su cabaña de vez en cuando. Llevaba allí diez años, cavando, arando y plantando y recogiendo lo poco que el granizo, los vientos cálidos y las heladas le dejaban. La locura y el suicidio son muy comunes en la Divisoria. Llegan como una epidemia en la época de los vientos cálidos. Esos vientos ardientes y polvorientos que se alzan desde los riscos de Kansas parecen secar la sangre en las venas de los hombres de la misma forma que secan la savia en las hojas del maíz. Cuando las quemaduras amarillas surgen en el interior las zonas tiernas de las mazorcas, los forenses se preparan para el servicio activo, pues el aceite de la zona se ha agotado y no le cuesta mucho al fuego devorar la mecha. No causa gran sensación encontrarse a un danés girando en su molino y la mayor parte de los polacos, cuando han perdido el cuidado y ya no se interesan en afeitarse, conservan sus cuchillas para cortarse la garganta.
       Quizá la siguiente generación que habite la Divisoria sea muy feliz, pero la actual llegó demasiado crecida. De poco le sirve al hombre que ha cortado abetos en las montañas de Suecia durante cuarenta años intentar ser feliz en una tierra tan llana, gris y desnuda como el mar. No es fácil que hombres que han pasado su juventud pescando en los mares del norte se contenten con seguir un arado. Los hombres que sirvieron en el ejército austriaco odian el trabajo duro y las prendas gruesas en la soledad de las llanuras y echan de menos las marchas, la emoción, la compañía en las tabernas y las hermosas camareras. Para un hombre que ha superado su cuadragésimo cumpleaños, no resulta fácil cambiar sus hábitos ni sus condiciones de vida. La mayoría solo se traen a la Divisoria los restos de las vidas que han malgastado en otras tierras entre otras gentes.
       Canute Canuteson estaba tan loco como cualquiera de ellos, pero su locura no se encarnaba en el suicidio o en la religión, sino en el alcohol. Siempre había bebido alcohol cuando había querido, como todos los noruegos, pero después del primer año de aquella vida solitaria se había lanzado a ello con abandono. Se cansó del whisky después de un tiempo y entonces se dio al alcohol, porque sus efectos eran constantes y más seguros. Era un hombre grande con una cantidad terrible de resistencia y necesitaba mucho alcohol para que empezara a afectarlo. Después de nueve años bebiendo, las cantidades que tomaba le parecerían asombrosas al borracho común. Nunca dejaba que aquello interfiriera con su trabajo; solía beber por las noches y los domingos. Todas las noches, cuando concluía sus tareas, empezaba a beber. Mientras podía mantenerse erguido, tocaba su armónica o atacaba los alféizares con su navaja de mano. Cuando el licor se le subía a la cabeza, se tumbaba en la cama y miraba por la ventana hasta dormirse. Bebía solo y en soledad, no por el placer ni para divertirse, sino para olvidar el terrible desamparo y la monotonía de la Divisoria. Milton cometió una triste equivocación cuando puso montañas en el infierno. Las montañas suponen fe y aspiraciones. Toda la gente de la montaña es religiosa. Fueron las ciudades en las planicies las que, por su completa falta de espiritualidad y los caprichos locos de sus vicios, recibieron la maldición de Dios.
       El alcohol tiene unos efectos perfectamente consistentes en el hombre. La borrachera es solo una exageración. Un hombre estúpido se vuelve sensiblero; uno sanguinario, despiadado; uno malhablado, vulgar. Canute no era ninguno de estos, sino más bien taciturno y melancólico, y el licor lo llevaba por los infiernos de Dante. Mientras yacía tumbado en su cama gigante, todos los horrores de este mundo y de todos los demás se mostraban ante sus sentidos relajados. Era un hombre que no conocía la alegría, que vivía entre el silencio y la amargura. El cráneo y la serpiente permanecían ante él, como símbolos de la futilidad y el odio eternos.
       Cuando los primeros noruegos llegaron lo bastante cerca como para considerarlos vecinos, Canute se alegró y planeó escapar de su vicio del alma. Pero no era un hombre sociable por naturaleza y no tenía el poder de sacar el aspecto social de otras personas. Sus nuevos vecinos lo temían más bien por su gran fuerza y tamaño, su silencio y sus cejas bajas. Tal vez, también, sabían que estaba loco, con la locura de la eterna traición de las planicies, que cada primavera se cubren de verde y susurran la promesa del Edén, con sus largas lagunas verdosas llenas de agua limpia y ganado cuyas pezuñas se manchan de rosas silvestres. Antes del otoño, las lagunas se han secado y el suelo está seco y duro hasta que se llaga y se abren grietas.
       Así que, en vez de convertirse en el amigo y vecino de los hombres que se asentaron cerca, Canute se convirtió en un misterio y un horror. Contaban horribles historias de su tamaño y fuerza, así como del alcohol que bebía.
       Decían que una noche, cuando salió a echar un vistazo a sus caballos justo antes de irse a la cama, sus pasos fueron inseguros y las maderas podridas del suelo se partieron y lo echaron a los pies de un joven semental fogoso. Se quedó con los pies atrapados en el suelo y el caballo nervioso empezó a cocear frenéticamente. Al Canute sentir la sangre gotear sobre sus ojos desde una herida superficial en la cabeza, apartó su indiferencia soberbia y, con el silencioso coraje estoico de los borrachos, se inclinó hacia delante y rodeó con sus brazos las piernas traseras del caballo y las sujetó contra su pecho en un abrazo aplastante. Durante toda la oscuridad y el frío de la noche, yació allí, su fuerza enfrentándose a la fuerza del caballo. Cuando el pequeño Jim Peterson se acercó a la mañana siguiente a las cuatro en punto para ir con él al Blue a cortar madera, lo encontró así, con el caballo arrodillado, temblando y relinchando de miedo. Esa es la historia que los noruegos cuentan de él y, si es cierta, a nadie sorprende que teman y odien a ese Agarracaballos.
       Una primavera, se mudó al «vecindario» una familia que supuso un gran cambio en la vida de Canute. Ole Yensen estaba demasiado borracho la mayor parte del tiempo como para temer a nadie y su esposa Mary era demasiado parlanchina como para temer a nadie que la escuchara hablar y Lena, su hermosa hija, no tenía miedo de hombre o demonio alguno. Así pues, Canute empezó a visitar a Ole para tomar alcohol más a menudo de lo que lo tomaba solo. Al cabo de un tiempo, circuló el rumor de que se iba a casar con la hija de Yensen y las chicas noruegas empezaron a burlarse de Lena sobre el gran oso para el que iba a cuidar su hogar. Nadie podía entender cómo había surgido el asunto, pues las tácticas de cortejo de Canute eran un tanto peculiares. No parecía hablar nunca con ella: se pasaba horas sentado con Mary a un lado charlando y Ole bebiendo al otro mientras observaba a Lena trabajar. Ella se burlaba de él, le tiraba harina a la cara y ponía vinagre en su café, pero él soportaba sus bromas pesadas con un silencio maravillado, sin sonreír ni una vez siquiera. La llevaba a la iglesia de vez en cuando, pero ni la gente más observadora o curiosa lo vio hablar con ella nunca. Se quedaba mirándola mientras ella reía y flirteaba con otros hombres.
       A la primavera siguiente, Mary Lee se fue a la ciudad a trabajar en una lavandería a vapor. Volvía a casa todos los domingos y siempre iba donde los Yensen para sorprender a Lena con historias de teatros de a diez centavos, los bailes de fuego y el resto de delicias estéticas de la vida metropolitana. En unas pocas semanas, la cabeza de Lena había cambiado por completo de parecer y no dejó en paz a su padre hasta que le permitió ir a la ciudad a buscar fortuna en una tabla de planchar. Desde la primera vez que regresó a casa de visita, empezó a tratar con desprecio a Canute. Se había comprado una capa suave y unos guantes de niño, hizo que una costurera le confeccionase la ropa y asumió unos aires y una elegancia que provocó que todas las mujeres del vecindario la detestaran con cordialidad. Generalmente, se traía consigo a un joven de la ciudad que se enceraba el bigote y llevaba una corbata roja y ni siquiera se lo presentó a Canute.
       Los vecinos se burlaban de Canute bastante hasta que noqueó a uno de ellos. No daba señales de sufrir por su abandono, excepto en el hecho de que bebía más y evitaba al resto de noruegos con más cuidado que nunca. Permanecía en su cubil y nadie sabía lo que sentía o pensaba, pero el pequeño Jim Peterson, que un domingo en la iglesia había visto a Canute mirar a Lena y al hombre de ciudad, dijo que no daría ni un acre de su trigo por la vida de Lena o la del hombrecillo de ciudad, y el trigo de Jim valía tan sorprendentemente poco que la declaración cobró una fuerza inusitada.
       Canute se había comprado unas ropas nuevas que se parecían tanto a las del hombre de ciudad como era posible. Le habían costado la mitad de una cosecha de mijo, pues los sastres no están acostumbrados a medir a gigantes y le cobraron por ello. Había colgado esas ropas en su cabaña dos meses antes y nunca se las había puesto, en parte por miedo al ridículo, en parte por desaliento, en parte porque algo en su alma se sublevaba por la mezquindad de aquella idea.
       Lena estaba en casa justo en esa época. La lavandería no tenía mucho trabajo y Mary no se encontraba bien, así que Lena se quedó en casa, bastante contenta por tener la oportunidad de atormentar una vez más a Canute.
       En la cocina auxiliar, Lena lavaba y cantaba con fuerza mientras trabajaba. Mary, arrodillada, limpiaba el fogón y despotricaba con brío sobre el joven que vendría desde la ciudad esa noche. El joven había cometido el error fatal de reírse del parloteo incesante de Mary y nunca le perdonarían.
       —¡No es trigo limpio y puedes acabar mal si sigues con él! No entiendo por qué una hija mía actúa así. No entiendo por qué el Señor me castigaría dándome una hija así. Con la cantidad de buenos hombres con los que podrías casarte...
       Lena levantó la cabeza y respondió cortante:
       —Resulta que no quiero casarme con ningún hombre ahora mismo, así que mientras Dick se vista bien y tenga su buen dinero para gastar, no pasa nada porque vaya con él.
       —¿Dinero para gastar? Sí, eso es todo lo que hace con él, no lo dudo. Crees que está bien ahora, pero cambiarás de idea cuando lleves casada cinco años y veas a tus niños correr desnudos y la despensa vacía. ¿Acaso a Anne Hermanson le fue bien al casarse con un tipo de ciudad?
       —No tengo ni idea de lo que le pasó a Anne Hermanson, pero sé que cualquiera de las chicas de la lavandería se quedarían con Dick si pudieran echarle las zarpas encima.
       —Ya, y menudo grupo de chicuelas de salón sois. Y ahí está Canuteson, que tiene tierras y cincuenta cabezas de ganado y...
       —Y un cabello que no ha visto unas tijeras desde que era bebé, una barba grande y sucia, lleva mono los domingos y bebe como un cerdo. Además, él seguirá soltero. Puedo divertirme todo lo quiera y, cuando sea vieja y fea como tú, podrá tenerme y cuidarme. Sabe Dios que nadie más se va a casar con él.
       Canute alejó la mano del pestillo como si estuviera al rojo vivo. No era el tipo de hombre que sirviera para escuchar a escondidas y deseó haber llamado antes. Se recompuso y golpeó la puerta como un ariete. Mary dio un salto y la abrió con un chirrido.
       —¡Dios! ¡Qué susto nos has dado, Canute! Creía que era el loco Lou, que ha estado vagando por el vecindario intentando convertir a la gente. Me da un miedo de muerte. Deberíamos echarlo, creo yo. Es perfectamente capaz de matarnos, quemar el granero o envenenar a los perros. Incluso ha estado molestando al pobre sacerdote, que encima tiene reumatismo. ¿Te fijaste en que el domingo pasado estaba demasiado enfermo como para dar el sermón? Pero no te quedes ahí en el frío, entra. Yensen no está, acaba de ir a casa de Sorenson a buscas el correo, no tardará mucho. Ve a la otra habitación y siéntate.
       Canute la siguió, con la vista al frente, sin girarse ni fijarse en Lena cuando pasó a su lado. Pero la vanidad de Lena no le permitiría pasar sin ser molestado. Agarró la sábana mojada que estaba estrujando, le dio a Canute en la cara con ella y salió corriendo entre risas hasta el otro lado de la habitación. El golpe le picó en las mejillas y el agua jabonosa le entró en los ojos y, sin pretenderlo, empezó a limpiárselos con las manos. Lena rio con alegría ante sus molestias y la ira en el rostro de Canute se ennegreció más que nunca. Un hombre grande humillado es inmensamente menos digno que uno menudo. Olvidó el picor de su rostro con el amargo pensamiento de que se había portado como un idiota. Trastabilló a ciegas hasta el salón y se golpeó la cabeza contra las jambas de la puerta porque se olvidó de agacharse. Se dejó caer en una silla cerca del fogón e, impotente, colocó sus enormes pies a cada lado.
       Ole tardó en llegar y Canute se quedó ahí sentado, silencioso y quieto, con las manos apretando sus rodillas; la piel de su rostro parecía haberse resecado convirtiéndose en pequeñas arrugas que temblaban cuando bajaba las cejas. Su vida había sido un largo letargo de soledad y alcohol, pero ahora estaba despertando, como cuando el calor estancado del verano estalla en truenos.
       Cuando Ole entró trastabillando, henchido de licor, Canute se levantó al momento.
       —Yensen —dijo con calma—. He venido a preguntarte si me dejarías casarme con tu hija hoy.
       —¡Hoy! —jadeó Ole.
       —Sí, y no esperaré hasta mañana. Estoy cansado de vivir solo.
       Ole apoyó sus rodillas tambaleantes contra el marco de la cama y tartamudeó con elocuencia.
       —¿Crees que casaré a mi hija con un borracho? ¿Con un hombre que bebe alcohol puro? ¿Que duerme con serpientes de cascabel? Sal de mi casa o te echaré de una patada por tu insolencia.
       Y Ole se puso a mirarse con ansiedad los pies.
       Canute no respondió ni una palabra sino que se puso el sombrero y salió a la cocina. Se acercó a Lena y le dijo sin dedicarle una mirada:
       —¡Agarra tus cosas y ven conmigo!
       El tono de su voz la sorprendió y, tras soltar el jabón, le respondió enfadada:
       —¿Estás borracho?
       —Si no vienes conmigo, te llevaré yo… Así que lo mejor será que vengas por tu propio pie —le dijo Canute con calma.
       Lena levantó una sábana para golpearlo, pero él le agarró el brazo con dureza y le arrancó la sábana de las manos. Se giró hacia la pared, tomó una capucha y un chal que había allí y empezó a envolverla en ellos. Lena arañó y luchó como un animal salvaje. Ole se quedó en la puerta, maldiciendo, y Mary aulló y gritó con todas sus fuerzas. En cuanto a Canute, levantó a la chica en brazos y salió de la casa. Ella no dejaba de patalear y forcejear, pero el impotente lamento de Mary y Ole no tardó en desaparecer en la distancia y, como tenía el rostro firmemente apretado contra el hombro de Canute, no podía ver hacia dónde la estaba llevando. Solo era consciente del viento del norte silbando en sus oídos y de la oscilación veloz y continua, así como del gran pecho que se movía debajo de ella en respiraciones rápidas e irregulares. Cuanto más luchaba, más fuerte la sostenían esos brazos de hierro que habían sujetado pezuñas de caballos, hasta que sintió que la dejarían sin respiración y se quedó quieta llena de temor. Canute avanzaba por los campos llanos a un ritmo al que ningún hombre había ido nunca, introduciendo el punzante viento norteño en sus pulmones con grandes bocanadas. Caminaba con los ojos entrecerrados mirando al frente, y solo los bajaba al inclinar la cabeza para apartar de un soplido los copos de nieve que se posaban sobre su cabello. Así fue como Canute se llevó a Lena hasta su hogar, igual que sus barbudos ancestros bárbaros se llevaron a las frívolas y hermosas mujeres del sur entre sus brazos velludos y las metieron en sus navíos de guerra. Pues desde siempre el alma se cansa de las convenciones que no le pertenecen y, con un solo golpe, destruye las mentiras civilizadas que es incapaz de soportar y el brazo fuerte se alarga y toma por la fuerza aquello que no puede ganar con astucia.
       Cuando Canute llegó a su cabaña, dejó a la chica en una silla, donde se quedó llorando. Él solo estuvo unos minutos para llenar el fogón de madera y encender la lámpara. Tomó un gran trago de alcohol y se puso la botella en el bolsillo. Se detuvo un momento, miró fijamente a la chica llorosa y luego se marchó, cerró la puerta con llave y desapareció en la oscuridad creciente de la noche.
       El pequeño cura noruego, envuelto en franela y empapado en aguarrás, estaba sentado leyendo su Biblia cuando escuchó un golpe atronador en la puerta y Canute entró, cubierto de nieve y con la barba congelada unida a su chaqueta.
       —Entra, Canute, debes de estar helado —dijo el pequeño hombre mientras acercaba una silla hacia su visitante.
       Canute permaneció de pie con el sombrero puesto y dijo con calma:
       —Quiero que venga esta noche a mi casa para casarme con Lena Yensen.
       —¿Tienes una licencia, Canute?
       —No quiero una licencia, quiero estar casado.
       —Pero no puedo casarte sin una licencia, hombre, no sería legal.
       Una luz peligrosa se encendió en los ojos del gran noruego.
       —Quiero que venga a mi casa a casarme con Lena Yensen.
       —No, no puedo. Un buey moriría si saliera en mitad de una tormenta así y mi reumatismo está muy mal esta noche.
       —Si no viene por su propio pie, tendré que llevarlo yo —dijo Canute con un suspiro.
       Agarró el abrigo de piel de oso del sacerdote y le ordenó que se lo pusiera mientras preparaba su calesa. Salió y cerró la puerta con suavidad. Después volvió y se encontró al párroco asustado, agachado ante el fuego con el abrigo en el suelo a su lado. Canute le ayudó a ponérselo y, con amabilidad, le envolvió la cabeza con su gran bufanda. Luego lo tomó en brazos y cargó con él hasta la calesa, donde lo dejó sentado. Mientras le ponía las mantas de búfalo a su alrededor, dijo:
       —Su caballo está viejo, puede tropezar o desorientarse en esta tormenta. Yo lo guiaré.
       El sacerdote asió las riendas débilmente y permaneció sentado temblando de frío. A veces, cuando el viento amainaba, podía ver al caballo luchando a través de la nieve junto al hombre que avanzaba sin cesar a su lado. Luego la nieve volvía a ocultarlos por completo. No tenía ni idea de dónde estaban ni de qué dirección habían tomado. Sentía que si lo estaban zarandeando en el corazón de la tormenta y rezó todas las oraciones que conocía. Pero, al fin, las cuatro largas millas terminaron y Canute lo dejó sobre en la nieve mientras abría la puerta. Vio a la novia sentada junto al fuego, con los ojos rojos e hinchados como si hubiera estado llorando. Canute le puso una silla enorme y dijo con brusquedad:
       —Caliéntese.
       Lena se echó a llorar y a gemir de nuevo, mientras suplicaba al párroco que la llevara a casa. Él miró con impotencia a Canute.
       —Si ya está caliente, puede casarnos —dijo, sin más, Canute.
       —Hija mía, ¿das este paso por tu propia voluntad? —preguntó el sacerdote con voz temblorosa.
       —No, señor. ¡Y es vergonzoso que intente forzarme a ello! No me casaré con él.
       —Entonces, Canute, no puedo casaros —dijo el párroco, alzándose tanto como le permitían sus reumáticas extremidades.
       —¿Está listo para casarnos ahora, señor? —dijo Canute, apoyando su mano de hierro en el hombro caído del otro. El pequeño sacerdote era un buen hombre pero, al igual que la mayor parte de los hombres de cuerpo débil, era cobarde y le horrorizaba el sufrimiento físico, incluso después de haberlo padecido a menudo. Con tantos problemas de conciencia, empezó a llevar a cabo la misa de boda. Lena se quedó sentada de mal humor en su silla, mirando el fuego. Canute permanecía de pie a su lado, escuchando con la cabeza inclinada con reverencia y las manos unidas sobre su pecho. Cuando el hombrecillo terminó de rezar y dijo «amén», Canute empezó a envolverlo de nuevo.
       —Ahora lo llevaré a casa —le dijo mientras cargaba con él y lo situaba en la calesa. Emprendió de nuevo el camino a través de la furia de la tormenta, trastabillando entre montículos de nieve que obligaban a arrodillarse incluso al gigante.
       Cuando la dejaron sola, Lena no tardó en dejar de llorar. No tenía un temperamento especialmente sensible y poco orgullo le quedaba más allá del que otorga la vanidad. Tras agotar la primera ira amarga, no sintió nada más que una sana sensación de humillación y derrota. No se sentía inclinada a huir, pues ya estaba casada y, a sus ojos, aquello era definitivo y toda rebelión resultaría inútil. No sabía nada de licencias, pero sí que el párroco casaba a la gente. Se consoló pensando en que siempre había tenido la intención de casarse con Canute en algún momento.
       Se cansó de llorar y de mirar el fuego, así que se levantó y se puso a examinar su entorno. Había oído historias raras sobre el interior de la cabaña de Canute, y su curiosidad pronto superó a su rabia. Una de las primeras cosas en las que se fijó fue en el nuevo traje negro que colgaba en la pared. No era una lumbrera, pero a una mujer vanidosa no le costaba mucho interpretar algo tan claramente halagador, por lo que se sintió complacida sin querer. Mientras miraba en el armario, el ambiente general de abandono e incomodidad la hizo compadecerse del hombre que vivía allí.
       —Pobrecillo, no me sorprende que busque casarse para que alguien lave los platos. La soltería es dura para el hombre.
       Es fácil compadecerse cuando la vanidad de alguien se ha visto estimulada. Lena miró el alféizar, tembló un poco y se preguntó si aquel hombre estaría loco. Después volvió a sentarse y permaneció así un rato largo, preguntándose qué harían Dick y Ole.
       —Es raro que Dick no haya venido al momento. Seguro que ha venido, pues saldría de la ciudad antes de que estallara la tormenta y le costaría lo mismo seguir adelante que regresar. Si se hubiera apresurado, habría llegado antes que el párroco. Supongo que tiene miedo de venir, pues sabe que Canuteson lo aplastaría como a una cucaracha, ¡el muy cobarde! —Sus ojos brillaron de enfado.
       Las agotadoras horas fueron pasando y Lena empezó a sentirse terriblemente sola. Era una noche extraña y aquel era un lugar extraño donde estar. Oía a los coyotes aullar hambrientos a poca distancia de la cabaña, pero mucho más terribles eran todos los ruidos desconocidos de la tormenta. Se acordaba de las historias que le habían contado sobre el gran tronco que tenía encima y temía las cosas serpentinas de los alféizares. Recordaba al hombre que había muerto en el duelo y se preguntó qué haría si viera el rostro blanco del loco de Lou mirando desde la ventana. El repiqueteo de la puerta se hizo insoportable y pensó que el pestillo debía de estar suelto, así que acercó la lámpara para echarle un vistazo. Vio por primera vez las feas pieles marrones de serpiente cuyo cascabeleo mortal resonaba cada vez que el viento agitaba la puerta.
       —¡Canute, Canute! —gritó aterrorizada.
       Desde el otro lado de la puerta, oyó un sonido pesado, como el de un gran perro levantándose y agitándose. La puerta se abrió y vio a Canute ante ella, blanco como un montículo de nieve.
       —¿Qué pasa? —preguntó este con amabilidad.
       —Tengo frío —se quejó.
       Él salió y tomó un puñado de madera y una cesta de mazorcas y llenó el fogón. Después salió y se tumbó en la nieve frente a la puerta. Al momento, oyó que Lena lo llamaba de nuevo.
       —¿Qué pasa? —dijo mientras se sentaba.
       —Me siento muy sola, tengo miedo de estar aquí sin nadie.
       —Iré y traeré a tu madre. —Y se levantó.
       —No vendrá.
       —La traeré —repitió Canute con tono de seriedad.
       —No, no. No es a ella a quien quiero, porque no dejará de regañarme.
       —Vale, pues traeré tu padre.
       Lena habló de nuevo, como si su boca estuviera cerca de la ojo de la cerradura. Habló en un tono más bajo del que nunca le había oído antes, tan bajo que tuvo que pegar la oreja a la cerradura para poder escucharla.
       —Tampoco es a él a quien quiero, Canute… preferiría que tú estuvieras aquí.
       Durante un momento, Lena no oyó ningún ruido, pero entonces hubo algo parecido a un gemido. Con un grito de miedo, abrió la puerta y vio a Canute estirado en la nieve a sus pies, con el rostro entre sus manos, llorando en el umbral.




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